jueves, 30 de agosto de 2012

BENEDICTO XVI: Audiencias Generales (Agosto 29, 22, 8 y 1º) y Mensajes (Agosto 10)

AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Castelgandolfo
Miércoles 29 de Agosto de 2012



Queridos hermanos y hermanas:
Este último miércoles del mes de agosto se celebra la memoria litúrgica del martirio de san Juan Bautista, el precursor de Jesús. En el Calendario romano es el único santo de quien se celebra tanto el nacimiento, el 24 de junio, como la muerte que tuvo lugar a través del martirio. La memoria de hoy se remonta a la dedicación de una cripta de Sebaste, en Samaría, donde, ya a mediados del siglo iv, se veneraba su cabeza. Su culto se extendió después a Jerusalén, a las Iglesias de Oriente y a Roma, con el título de Decapitación de san Juan Bautista. En el Martirologio romano se hace referencia a un segundo hallazgo de la preciosa reliquia, transportada, para la ocasión, a la iglesia de San Silvestre en Campo Marzio, en Roma.
Estas pequeñas referencias históricas nos ayudan a comprender cuán antigua y profunda es la veneración de san Juan Bautista. En los Evangelios se pone muy bien de relieve su papel respecto a Jesús. En particular, san Lucas relata su nacimiento, su vida en el desierto, su predicación; y san Marcos nos habla de su dramática muerte en el Evangelio de hoy. Juan Bautista comienza su predicación bajo el emperador Tiberio, en los años 27-28 d.C., y a la gente que se reúne para escucharlo la invita abiertamente a preparar el camino para acoger al Señor, a enderezar los caminos desviados de la propia vida a través de una conversión radical del corazón (cf. Lc 3, 4). Pero el Bautista no se limita a predicar la penitencia, la conversión, sino que, reconociendo a Jesús como «el Cordero de Dios» que vino a quitar el pecado del mundo (Jn 1, 29), tiene la profunda humildad de mostrar en Jesús al verdadero Enviado de Dios, poniéndose a un lado para que Cristo pueda crecer, ser escuchado y seguido. Como último acto, el Bautista testimonia con la sangre su fidelidad a los mandamientos de Dios, sin ceder o retroceder, cumpliendo su misión hasta las últimas consecuencias. San Beda, monje del siglo IX, en sus Homilías dice así: «San Juan dio su vida por Cristo, aunque no se le ordenó negar a Jesucristo; sólo se le ordenó callar la verdad» (cf.Hom. 23: CCL122, 354). Así, al no callar la verdad, murió por Cristo, que es la Verdad. Precisamente por el amor a la verdad no admitió componendas y no tuvo miedo de dirigir palabras fuertes a quien había perdido el camino de Dios.
Vemos esta gran figura, esta fuerza en la pasión, en la resistencia contra los poderosos. Preguntamos: ¿de dónde nace esta vida, esta interioridad tan fuerte, tan recta, tan coherente, entregada de modo tan total por Dios y para preparar el camino a Jesús? La respuesta es sencilla: de la relación con Dios, de la oración, que es el hilo conductor de toda su existencia. Juan es el don divino durante largo tiempo invocado por sus padres, Zacarías e Isabel (cf. Lc 1, 13); un don grande, humanamente inesperado, porque ambos eran de edad avanzada e Isabel era estéril (cf. Lc1, 7); pero nada es imposible para Dios (cf. Lc 1, 36). El anuncio de este nacimiento se produce precisamente en el lugar de la oración, en el templo de Jerusalén; más aún, se produce cuando a Zacarías le toca el gran privilegio de entrar en el lugar más sagrado del templo para hacer la ofrenda del incienso al Señor (cf. Lc 1, 8-20). También el nacimiento del Bautista está marcado por la oración: el canto de alegría, de alabanza y de acción de gracias que Zacarías eleva al Señor y que rezamos cada mañana en Laudes, el «Benedictus», exalta la acción de Dios en la historia e indica proféticamente la misión de su hijo Juan: preceder al Hijo de Dios hecho carne para prepararle los caminos (cf. Lc 1, 67-79). Toda la vida del Precursor de Jesús está alimentada por la relación con Dios, en especial el período transcurrido en regiones desiertas (cf. Lc 1, 80); las regiones desiertas que son lugar de tentación, pero también lugar donde el hombre siente su propia pobreza porque se ve privado de apoyos y seguridades materiales, y comprende que el único punto de referencia firme es Dios mismo. Pero Juan Bautista no es sólo hombre de oración, de contacto permanente con Dios, sino también una guía en esta relación. El evangelista san Lucas, al referir la oración que Jesús enseña a los discípulos, el «Padrenuestro», señala que los discípulos formulan la petición con estas palabras: «Señor enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (cf. Lc 11, 1).
Queridos hermanos y hermanas, celebrar el martirio de san Juan Bautista nos recuerda también a nosotros, cristianos de nuestro tiempo, que el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad, no admite componendas. La Verdad es Verdad, no hay componendas. La vida cristiana exige, por decirlo así, el «martirio» de la fidelidad cotidiana al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros, que sea Cristo quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones. Pero esto sólo puede tener lugar en nuestra vida si es sólida la relación con Dios. La oración no es tiempo perdido, no es robar espacio a las actividades, incluso a las actividades apostólicas, sino que es exactamente lo contrario: sólo si somos capaces de tener una vida de oración fiel, constante, confiada, será Dios mismo quien nos dará la capacidad y la fuerza para vivir de un modo feliz y sereno, para superar las dificultades y dar testimonio de él con valentía. Que san Juan Bautista interceda por nosotros, a fin de que sepamos conservar siempre el primado de Dios en nuestra vida. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los provenientes de España, Venezuela, Colombia, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. La Iglesia celebra hoy la memoria del Martirio de San Juan Bautista, el precursor de Jesús, que testimonia con su sangre su fidelidad a los mandamientos de Dios. Su vida nos enseña que cuando la existencia se fundamenta sobre la oración, sobre una constante y sólida relación con Dios, se adquiere la valentía de permitir que Cristo oriente nuestros pensamientos y nuestras acciones. Muchas gracias.

(Al final de la Audiencia General, el Pontífice se dirigió al patio del Palacio Pontificio, donde saludó a un grupo de dos mil seiscientos acólitos procedentes de Francia)

Queridos muchachos, el servicio que prestáis con fidelidad os permite estar especialmente cerca de Jesucristo en la Eucaristía. Tenéis el enorme privilegio de estar junto al altar, cerca del Señor. Tomad conciencia de la importancia de este servicio para la Iglesia y para vosotros mismos. Que sea para vosotros la ocasión de hacer crecer una amistad, una relación personal con Jesús. No tengáis miedo de transmitir con entusiasmo a vuestro alrededor la alegría que recibís de su presencia. Que toda vuestra vida resplandezca con la felicidad de esta cercanía al Señor Jesús. Y si un día escucháis su llamada a seguirlo por el camino del sacerdocio o de la vida religiosa, respondedle con generosidad. A todos os deseo una feliz peregrinación a las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo. Gracias. ¡Feliz peregrinación! Que el Señor os bendiga.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Castelgandolfo
Miércoles 22 de Agosto de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
Se celebra hoy la memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María invocada con el título: «Reina». Es una fiesta de institución reciente, aunque es antiguo su origen y devoción: fue instituida por el venerable Pío XII, en 1954, al final del Año Mariano, fijando para su celebración la fecha del 31 de mayo (cf. Carta enc. Ad caeli Reginam, 11 de octubre de 1954: AAS 46 [1954] 625-640). En esa circunstancia el Papa dijo que María es Reina más que cualquier otra criatura por la elevación de su alma y por la excelencia de los dones recibidos. Ella no cesa de dispensar todos los tesoros de su amor y de sus cuidados a la humanidad (cf. Discurso en honor de María Reina, 1 de noviembre de 1954). Ahora, después de la reforma posconciliar del calendario litúrgico, fue situada ocho días después de la solemnidad de la Asunción para poner de relieve la íntima relación entre la realeza de María y su glorificación en cuerpo y alma al lado de su Hijo. En la constitución del concilio Vaticano II sobre la Iglesia leemos: «María fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo» (Lumen gentium, 59).
Este es el fundamento de la fiesta de hoy: María es Reina porque fue asociada a su Hijo de un modo único, tanto en el camino terreno como en la gloria del cielo. El gran santo de Siria, Efrén el siro, afirma, sobre la realeza de María, que deriva de su maternidad: ella es Madre del Señor, del Rey de los reyes (cf. Is 9, 1-6) y nos señala a Jesús como vida, salvación y esperanza nuestra. El siervo de Dios Pablo VI recordaba en su exhortación apostólica Marialis cultus: «En la Virgen María todo se halla referido a Cristo y todo depende de él: con vistas a él, Dios Padre la eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del Espíritu Santo que no fueron concedidos a ningún otro» (n. 25).
Pero ahora nos preguntamos: ¿qué quiere decir María Reina? ¿Es sólo un título unido a otros? La corona, ¿es un ornamento junto a otros? ¿Qué quiere decir? ¿Qué es esta realeza? Como ya hemos indicado, es una consecuencia de su unión con el Hijo, de estar en el cielo, es decir, en comunión con Dios. Ella participa en la responsabilidad de Dios respecto al mundo y en el amor de Dios por el mundo. Hay una idea vulgar, común, de rey o de reina: sería una persona con poder y riqueza. Pero este no es el tipo de realeza de Jesús y de María. Pensemos en el Señor: la realeza y el ser rey de Cristo está entretejido de humildad, servicio, amor: es sobre todo servir, ayudar, amar. Recordemos que Jesús fue proclamado rey en la cruz con esta inscripción escrita por Pilato: «rey de los judíos» (cf. Mc 15, 26). En aquel momento sobre la cruz se muestra que él es rey. ¿De qué modo es rey? Sufriendo con nosotros, por nosotros, amando hasta el extremo, y así gobierna y crea verdad, amor, justicia. O pensemos también en otro momento: en la última Cena se abaja a lavar los pies de los suyos. Por lo tanto, la realeza de Jesús no tiene nada que ver con la de los poderosos de la tierra. Es un rey que sirve a sus servidores; así lo demostró durante toda su vida. Y lo mismo vale para María: es reina en el servicio a Dios en la humanidad; es reina del amor que vive la entrega de sí a Dios para entrar en el designio de la salvación del hombre. Al ángel responde: He aquí la esclava del Señor (cf. Lc 1, 38), y en el Magníficat canta: Dios ha mirado la humildad de su esclava (cf. Lc 1, 48). Nos ayuda. Es reina precisamente amándonos, ayudándonos en todas nuestras necesidades; es nuestra hermana, humilde esclava.
De este modo ya hemos llegado al punto fundamental: ¿Cómo ejerce María esta realeza de servicio y de amor? Velando sobre nosotros, sus hijos: los hijos que se dirigen a ella en la oración, para agradecerle o para pedir su protección maternal y su ayuda celestial tal vez después de haber perdido el camino, oprimidos por el dolor o la angustia por las tristes y complicadas vicisitudes de la vida. En la serenidad o en la oscuridad de la existencia, nos dirigimos a María confiando en su continua intercesión, para que nos obtenga de su Hijo todas las gracias y la misericordia necesarias para nuestro peregrinar a lo largo de los caminos del mundo. Por medio de la Virgen María, nos dirigimos con confianza a Aquel que gobierna el mundo y que tiene en su mano el destino del universo. Ella, desde hace siglos, es invocada como celestial Reina de los cielos; ocho veces, después de la oración del santo Rosario, es implorada en las letanías lauretanas como Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos y de las familias. El ritmo de estas antiguas invocaciones, y las oraciones cotidianas como la Salve Regina, nos ayudan a comprender que la Virgen santísima, como Madre nuestra al lado de su Hijo Jesús en la gloria del cielo, está siempre con nosotros en el desarrollo cotidiano de nuestra vida.
El título de reina es, por lo tanto, un título de confianza, de alegría, de amor. Y sabemos que la que tiene en parte el destino del mundo en su mano es buena, nos ama y nos ayuda en nuestras dificultades.
Queridos amigos, la devoción a la Virgen es un componente importante de la vida espiritual. En nuestra oración no dejemos de dirigirnos a ella con confianza. María intercederá seguramente por nosotros ante su Hijo. Mirándola a ella, imitemos su fe, su disponibilidad plena al proyecto de amor de Dios, su acogida generosa de Jesús. Aprendamos a vivir como María. María es la Reina del cielo cercana a Dios, pero también es la madre cercana a cada uno de nosotros, que nos ama y escucha nuestra voz. Gracias por la atención.

Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de la Basílica de Nuestra Señora del Socorro, de Aspe, así como a los provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos, a encomendar nuestras súplicas a la intercesión de la Santísima Virgen, que hoy invocamos como Reina, pues la Madre del Rey de Reyes no dejará de presentar nuestra oración confiada al corazón de su divino Hijo, ni de velar por nosotros en nuestro peregrinaje terreno. Que Dios os bendiga.

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AUDIENCIA GENERAL
Castelgandolfo
Miércoles 8 de Agosto de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
La Iglesia celebra hoy la memoria de santo Domingo de Guzmán, sacerdote y fundador de la Orden de Predicadores, llamados dominicos. En una catequesis anterior ya ilustré esta insigne figura y la contribución fundamental que aportó a la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy, quiero poner de relieve un aspecto esencial de su espiritualidad: su vida de oración. Santo Domingo fue un hombre de oración. Enamorado de Dios, no tuvo otra aspiración que la salvación de las almas, especialmente de las que habían caído en las redes de las herejías de su tiempo; imitador de Cristo, encarnó radicalmente los tres consejos evangélicos uniendo a la proclamación de la Palabra el testimonio de una vida pobre; bajo la guía del Espíritu Santo progresó en el camino de la perfección cristiana. En todo momento la oración fue la fuerza que renovó e hizo cada vez más fecundas sus obras apostólicas.
El beato Jordán de Sajonia, fallecido en 1237, su sucesor en el gobierno de la Orden, escribió: «Durante el día nadie se mostraba más sociable que él... Viceversa, de noche, nadie era más asiduo que él en velar en oración. El día lo dedicaba al prójimo, pero la noche la entregaba a Dios» (P. Filippini, Santo Domingo visto por sus contemporáneos, Bolonia 1982, p. 133). En santo Domingo podemos ver un ejemplo de integración armoniosa entre contemplación de los misterios divinos y actividad apostólica. Según los testimonios de las personas más cercanas a él, «hablaba siempre con Dios o de Dios». Esta observación indica su comunión profunda con el Señor y, al mismo tiempo, el compromiso constante de llevar a los demás a esta comunión con Dios. No dejó escritos sobre la oración, pero la tradición dominicana recogió y transmitió su experiencia viva en una obra titulada: Los nueve modos de orar de santo Domingo. Este libro, compuesto entre 1260 y 1288 por un fraile dominico, nos ayuda a comprender algo de la vida interior del Santo y nos ayuda también a nosotros, con todas las diferencias, a aprender algo sobre cómo rezar.
Son, por tanto, nueve los modos de orar según santo Domingo, y cada uno de estos, que realizaba siempre ante Jesús crucificado, expresa una actitud corporal y una espiritual que, íntimamente compenetradas, favorecen el recogimiento y el fervor. Los primeros siete modos siguen una línea ascendente, como pasos de un camino, hacia la comunión con Dios, con la Trinidad: santo Domingo reza de pie inclinado para expresar humildad, postrado en tierra para pedir perdón por los propios pecados, de rodillas haciendo penitencia para participar en los sufrimientos del Señor, con los brazos abiertos mirando fijamente al Crucificado para contemplar al Sumo Amor, con la mirada hacia el cielo sintiéndose atraído al mundo de Dios. Por lo tanto, son tres modos: de pie, de rodillas y postrado en tierra; pero siempre con la mirada dirigida al Señor crucificado. Los dos últimos modos, sobre los que quiero reflexionar brevemente, corresponden, en cambio, a dos prácticas de piedad vividas habitualmente por el Santo. Ante todo, la meditación personal, donde la oración adquiere una dimensión aún más íntima, fervorosa y tranquilizadora. Al final del rezo de la Liturgia de las Horas, y después de la celebración de la misa, santo Domingo prolongaba el coloquio con Dios, sin ponerse límites de tiempo. Sentado tranquilamente, se recogía en sí mismo en actitud de escucha, leyendo un libro o fijando la mirada en el Crucificado. Vivía tan intensamente estos momentos de relación con Dios que también exteriormente se podían percibir sus reacciones de alegría o de llanto. Por tanto, asimiló en sí, meditando, las realidades de la fe. Los testigos cuentan que, a veces, entraba en una especie de éxtasis con el rostro transfigurado, pero inmediatamente después retomaba humildemente sus actividades cotidianas con la nueva fuerza que viene de lo Alto. Luego, la oración durante los viajes entre un convento y otro; recitaba con los compañeros las Laudes, la Hora media y las Vísperas y, atravesando los valles o las colinas, contemplaba la belleza de la creación. Entonces brotaba de su corazón un canto de alabanza y de acción de gracias a Dios por tantos dones, sobre todo por la maravilla más grande: la redención realizada por Cristo.
Queridos amigos, santo Domingo nos recuerda que en el origen del testimonio de la fe, que todo cristiano debe dar en la familia, en el trabajo, en el compromiso social y también en los momentos de distensión, está la oración, el contacto personal con Dios. Sólo esta relación real con Dios nos da la fuerza para vivir intensamente cada acontecimiento, especialmente los momentos de mayor sufrimiento. Este santo nos recuerda también la importancia de las posturas exteriores en nuestra oración. Arrodillarse, estar de pie ante el Señor, fijar la mirada en el Crucificado, detenerse y recogerse en silencio, no son secundarios, sino que nos ayudan a ponernos interiormente, con toda la persona, en relación con Dios. Quiero llamar una vez más la atención sobre la necesidad para nuestra vida espiritual de encontrar diariamente momentos para rezar con tranquilidad; debemos tomarnos este tiempo especialmente en las vacaciones, dedicar un poco de tiempo a hablar con Dios. Será un modo también para ayudar a quien está cerca de nosotros a entrar en el rayo luminoso de la presencia de Dios, que trae la paz y el amor que todos.

Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes de la Archidiócesis de Pamplona y Diócesis de Tudela, acompañados por su Pastor, así como a los grupos provenientes de España, Venezuela, México y otros países Latinoamericanos. La Iglesia celebra hoy la memoria de Santo Domingo de Guzmán, hombre de oración y enamorado de Dios. Él nos recuerda que en la base de todo testimonio está la plegaria, pues en la relación constante con el Señor se recibe la fuerza para vivir intensamente cada momento, y afrontar incluso las mayores dificultades. Muchas gracias y que Dios os bendiga.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Castelgandolfo
Miércoles 1º de Agosto de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Alfonso María de Ligorio, obispo y doctor de la Iglesia, fundador de la Congregación del Santísimo Redentor, redentoristas, patrono de los estudiosos de teología moral y de los confesores. San Alfonso es uno de los santos más populares del siglo XVIII, por su estilo sencillo e inmediato y por su doctrina sobre el sacramento de la Penitencia: en un período de gran rigorismo, fruto del influjo jansenista, él recomendaba a los confesores que administraran este sacramento manifestando el abrazo gozoso de Dios Padre, que en su misericordia infinita no se cansa de acoger al hijo arrepentido. Esta celebración nos brinda la ocasión de reflexionar sobre las enseñanzas de san Alfonso respecto a la oración, muy valiosas y llenas de unción espiritual. Al año 1759 se remonta su tratado Sobre el gran medio de la oración, que él consideraba el más útil de todos sus escritos. De hecho, describe la oración como «el medio necesario y seguro para obtener la salvación y todas las gracias que necesitamos para conseguirla» (Introducción). En esta frase se sintetiza el modo alfonsiano de entender la oración.
Al decir que es un medio, nos recuerda ante todo el fin que se pretende alcanzar: Dios ha creado por amor, para poder darnos la vida en plenitud; pero esta meta, esta vida en plenitud, a causa del pecado, por decir así, se ha alejado —lo sabemos todos—, y sólo la gracia de Dios la puede hacer accesible. Para explicar esta verdad fundamental y hacer entender con inmediatez cuán real es para el hombre el peligro de «perderse», san Alfonso acuñó una famosa máxima, muy elemental, que dice: «Quien ora, se salva; quien no ora, se condena». Comentando esta frase lapidaria, añadía: «Salvarse sin orar es dificilísimo, más aún, imposible..., pero, si se ora, salvarse es algo seguro y facilísimo» (II, Conclusión). Y prosigue diciendo: «Si no oramos, no tenemos excusa, porque la gracia de orar se da a cada uno... Si no nos salvamos, toda la culpa será nuestra, porque no habremos rezado» (ib.). Así pues, al decir que la oración es un medio necesario, san Alfonso quería dar a entender que en todas las situaciones de la vida no se puede dejar de orar, especialmente en los momentos de prueba y dificultad. Siempre debemos llamar con confianza a la puerta del Señor, sabiendo que él cuida de sus hijos, de nosotros, en todo. Por esto, se nos invita a no tener miedo de recurrir a él y presentarle con confianza nuestras peticiones, con la certeza de que obtendremos lo que necesitamos.
Queridos amigos, esta es la cuestión central: ¿qué es lo realmente necesario en mi vida? Respondo con san Alfonso: «La salud y todas las gracias que para ella hacen falta» (ib.); naturalmente, él entiende no sólo la salud del cuerpo, sino ante todo también la del alma, que Jesús nos regala. Más que cualquier otra cosa, necesitamos su presencia liberadora, que hace de verdad plenamente humano, y por eso lleno de alegría, nuestro existir. Y sólo mediante la oración podemos acogerlo a él, su Gracia, que, iluminándonos en toda situación, nos hace discernir el verdadero bien y, fortificándonos, hace eficaz también nuestra voluntad, es decir, la capacita para realizar el bien conocido.
Con frecuencia reconocemos el bien, pero no somos capaces de realizarlo. Con la oración logramos hacerlo. El discípulo del Señor sabe que siempre está expuesto a la tentación y no puede menos de pedir ayuda a Dios en la oración, para vencerla.
San Alfonso refiere el ejemplo de san Felipe Neri —muy interesante—, quien «desde el primer momento en que se despertaba por la mañana, decía a Dios: “Señor, mantén hoy tus manos sobre Felipe, porque si no, Felipe te traiciona”» (III, 3). Muy realista. Pide a Dios que mantenga sus manos sobre él. También nosotros, conscientes de nuestra debilidad, debemos pedir ayuda a Dios con humildad, confiando en la riqueza de su misericordia. En otro pasaje dice san Alfonso: «Nosotros somos pobres de todo, pero si pedimos ya no somos pobres. Aunque nosotros somos pobres, Dios es rico» (II, 4). Y, siguiendo a san Agustín, invita a todo cristiano a no tener miedo de obtener de Dios, con la oración, la fuerza que no tiene, y que necesita para hacer el bien, con la certeza de que el Señor no niega su ayuda a quien reza con humildad (cf. III, 3). Queridos amigos, san Alfonso nos recuerda que la relación con Dios es esencial en nuestra vida. Sin la relación con Dios falta la relación fundamental, y la relación con Dios se realiza hablando con Dios, en la oración personal cotidiana y con la participación en los sacramentos; así esta relación puede crecer en nosotros, puede crecer en nosotros la presencia divina que orienta nuestro camino, lo ilumina y lo hace seguro y sereno, incluso en medio de dificultades y peligros. Gracias.

Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos, en este tiempo veraniego, a no abandonar nunca la oración, como nos enseña san Alfonso María de Ligorio, pues de nuestra relación con el Señor en la plegaría y los sacramentos depende nuestra salvación. Dios os bendiga.

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FORO INTERNACIONAL DE ACCIÓN CATÓLICA


Al venerado hermano
Monseñor Domenico Sigalini
Consiliario general del Foro internacional de Acción Católica

Con ocasión de la VI Asamblea ordinaria del Foro internacional de Acción Católica, deseo dirigirle un cordial saludo a usted y a todos los que participan en ese significativo encuentro, y de modo particular al coordinador del Secretariado, Emilio Inzaurraga, a los presidentes nacionales y a los consiliarios. Saludo en especial al obispo de Iaşi, monseñor Petru Gherghel, y a su diócesis, que acogen este encuentro eclesial durante el cual estáis llamados a reflexionar sobre la «corresponsabilidad eclesial y social». Se trata de un tema de gran importancia para el laicado, que resulta muy oportuno en la inminencia del Año de la fe y de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización.
La corresponsabilidad exige un cambio de mentalidad especialmente respecto al papel de los laicos en la Iglesia, que no se han de considerar como «colaboradores» del clero, sino como personas realmente «corresponsables» del ser y del actuar de la Iglesia. Es importante, por tanto, que se consolide un laicado maduro y comprometido, capaz de dar su contribución específica a la misión eclesial, en el respeto de los ministerios y de las tareas que cada uno tiene en la vida de la Iglesia y siempre en comunión cordial con los obispos.
Al respecto, la constitución dogmática Lumen gentium define el estilo de las relaciones entre laicos y pastores con el adjetivo «familiar»: «De este trato familiar entre los laicos y los pastores se pueden esperar muchos bienes para la Iglesia; actuando así, en los laicos se desarrolla el sentido de la propia responsabilidad, se favorece el entusiasmo, y las fuerzas de los laicos se unen más fácilmente a la tarea de los pastores. Estos, ayudados por laicos competentes, pueden juzgar con mayor precisión y capacidad tanto las realidades espirituales como las temporales, de manera que toda la Iglesia, fortalecida por todos sus miembros, realice con mayor eficacia su misión para la vida del mundo» (n. 37).
Queridos amigos, es importante ahondar y vivir este espíritu de comunión profunda en la Iglesia, característica de los inicios de la comunidad cristiana, como lo atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (4, 32). Sentid como vuestro el compromiso de trabajar para la misión de la Iglesia: con la oración, con el estudio, con la participación en la vida eclesial, con una mirada atenta y positiva al mundo, en la búsqueda continua de los signos de los tiempos. No os canséis de afinar cada vez más, con un serio y diario esfuerzo formativo, los aspectos de vuestra peculiar vocación de fieles laicos, llamados a ser testigos valientes y creíbles en todos los ámbitos de la sociedad, para que el Evangelio sea luz que lleve esperanza a las situaciones problemáticas, de dificultad, de oscuridad, que los hombres de hoy encuentran a menudo en el camino de la vida.
Guiar al encuentro con Cristo, anunciando su mensaje de salvación con lenguajes y modos comprensibles a nuestro tiempo, caracterizado por procesos sociales y culturales en rápida transformación, es el gran desafío de la nueva evangelización. Os animo a proseguir con generosidad vuestro servicio a la Iglesia, viviendo plenamente vuestro carisma, que tiene como rasgo fundamental asumir el fin apostólico de la Iglesia en su globalidad, en equilibrio fecundo entre Iglesia universal e Iglesia local, y en espíritu de íntima unión con el Sucesor de Pedro y de activa corresponsabilidad con los pastores (cf. Apostolicam actuositatem, 20). En esta fase de la historia, a la luz del Magisterio social de la Iglesia, trabajad también para ser cada vez más un laboratorio de «globalización de la solidaridad y de la caridad», para crecer, con toda la Iglesia, en la corresponsabilidad de ofrecer un futuro de esperanza a la humanidad, teniendo también la valentía de formular propuestas exigentes.
Vuestras asociaciones de Acción Católica se glorían de una larga y fecunda historia, escrita por valientes testigos de Cristo y del Evangelio, algunos de los cuales han sido reconocidos por la Iglesia como beatos y santos. Siguiendo su ejemplo, estáis llamados hoy a renovar el compromiso de caminar por la senda de la santidad, manteniendo una intensa vida de oración, favoreciendo y respetando itinerarios personales de fe y valorizando las riquezas de cada uno, con el acompañamiento de sacerdotes consiliarios y de responsables capaces de educar en la corresponsabilidad eclesial y social. Que vuestra vida sea «transparente», guiada por el Evangelio e iluminada por el encuentro con Cristo, amado y seguido sin temor. Asumid y compartid los programas pastorales de las diócesis y de las parroquias, favoreciendo ocasiones de encuentro y de sincera colaboración con los demás componentes de la comunidad eclesial, creando relaciones de estima y de comunión con los sacerdotes, con vistas a una comunidad viva, ministerial y misionera. Cultivad relaciones personales auténticas con todos, comenzando por la familia, y ofreced vuestra disponibilidad a la participación, en todos los niveles de la vida social, cultural y política, buscando siempre el bien común.
Con estos breves pensamientos, a la vez que os aseguro mi afectuoso recuerdo en la oración por vosotros, por vuestras familias y por vuestras asociaciones, de corazón envío a todos los participantes en la asamblea la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a las personas con quienes os encontréis en vuestro apostolado diario.

Castelgandolfo, 10 de Agosto de 2012

BENEDICTUS PP. XVI

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXXIII EDICIÓN
DEL «MEETING PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS»
(RÍMINI, 19-25 DE AGOSTO DE 2012)

Al venerado hermano
Monseñor Francesco Lambiasi
Obispo de Rímini

Deseo dirigir mi cordial saludo a usted, a los organizadores y a todos los participantes en el «Meeting para la amistad entre los pueblos», que llega a su trigésima tercera edición. El tema elegido este año —«La naturaleza del hombre es relación con el infinito»— resulta especialmente significativo con vistas al ya inminente inicio del «Año de la fe», que he querido convocar con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II.
Hablar del hombre y de su anhelo de infinito significa ante todo reconocer su relación constitutiva con el Creador. El hombre es una criatura de Dios. Hoy esta palabra —criatura— parece casi pasada de moda: se prefiere pensar en el hombre como en un ser realizado en sí mismo y artífice absoluto de su propio destino. La consideración del hombre como criatura resulta «incómoda» porque implica una referencia esencial a algo diferente, o mejor, a Otro —no gestionable por el hombre— que entra a definir de modo esencial su identidad; una identidad relacional, cuyo primer dato es la dependencia originaria y ontológica de Aquel que nos ha querido y nos ha creado. Sin embargo esta dependencia, de la que el hombre moderno y contemporáneo trata de liberarse, no sólo no esconde o disminuye, sino que revela de modo luminoso la grandeza y la dignidad suprema del hombre, llamado a la vida para entrar en relación con la Vida misma, con Dios.
Decir que «la naturaleza del hombre es relación con el infinito» significa entonces decir que toda persona ha sido creada para que pueda entrar en diálogo con Dios, con el Infinito. Al inicio de la historia del mundo, Adán y Eva son fruto de un acto de amor de Dios, hechos a su imagen y semejanza, y su vida y su relación con el Creador coincidían: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). Y el pecado original tiene su raíz última precisamente en el sustraerse de nuestros progenitores a esta relación constitutiva, en querer ocupar el lugar de Dios, en creer que podían prescindir de él. Sin embargo, también después del pecado permanece en el hombre el deseo apremiante de este diálogo, casi una firma grabada con fuego en su alma y en su carne por el Creador mismo. El Salmo 63 nos ayuda a entrar en el corazón de este discurso: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua» (v. 2). No sólo mi alma, sino cada fibra de mi carne está hecha para encontrar su paz, su realización en Dios. Y esta tensión es imborrable en el corazón del hombre: incluso cuando se rechaza o se niega a Dios, no desaparece la sed de infinito que habita en el hombre. Al contrario, comienza una búsqueda afanosa y estéril de «falsos infinitos» que puedan satisfacer al menos por un momento. La sed del alma y el anhelo de la carne de los que habla el salmista no se pueden eliminar; así el hombre, sin saberlo, va en busca del Infinito, pero en direcciones equivocadas: en la droga, en una sexualidad vivida de modo desordenado, en las tecnologías totalizadoras, en el éxito a cualquier precio, incluso en formas engañosas de religiosidad. También a menudo se corre el riesgo de absolutizar las cosas buenas, que Dios ha creado como caminos que conducen a él, convirtiéndolas así en ídolos que sustituyen al Creador.
Reconocer que estamos hechos para el infinito significa recorrer un camino de purificación de los que hemos llamado «falsos infinitos», un camino de conversión del corazón y de la mente. Es necesario erradicar todas las falsas promesas de infinito que seducen al hombre y lo hacen esclavo. Para encontrarse verdaderamente a sí mismo y la propia identidad, para vivir a la altura del propio ser, el hombre debe volver a reconocerse criatura, dependiente de Dios. Al reconocimiento de esta dependencia —que en lo profundo es el gozoso descubrimiento de ser hijos de Dios— está vinculada la posibilidad de una vida verdaderamente libre y plena. Es interesante notar cómo san Pablo, en la Carta a los Romanos, ve lo contrario de la esclavitud no tanto en la libertad, cuanto en la filiación, en el hecho de haber recibido el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos y nos permite clamar a Dios «¡Abba! ¡Padre!» (cf. 8, 15). El Apóstol de los gentiles habla de una esclavitud «mala»: la del pecado, de la ley, de las pasiones de la carne. A esta, sin embargo, no contrapone la autonomía, sino la «esclavitud de Cristo» (cf. 6, 16-22); más aún, él mismo se define: «Pablo, siervo de Cristo Jesús» (1, 1). El punto fundamental, por tanto, no es eliminar la dependencia, que es constitutiva del hombre, sino dirigirla hacia el Único que puede hacer verdaderamente libres.
Pero en este punto surge una pregunta: ¿No le es tal vez estructuralmente imposible al hombre vivir a la altura de su propia naturaleza? Y ¿no es tal vez una condena este anhelo hacia el infinito que él mismo advierte sin poderlo satisfacer nunca totalmente? Este interrogante nos lleva directamente al corazón del cristianismo. El Infinito mismo, en efecto, para hacerse respuesta que el hombre pueda experimentar, asumió una forma finita. Desde la Encarnación, desde el momento en que el Verbo se hizo carne, quedó eliminada la insalvable distancia entre finito e infinito: el Dios eterno e infinito dejó su Cielo y entró en el tiempo, se sumergió en la finitud humana. Ahora ya nada es banal o insignificante en el camino de la vida y del mundo. El hombre está hecho para un Dios infinito que se ha hecho carne, que ha asumido nuestra humanidad para atraerla a las alturas de su ser divino.
Descubrimos así la dimensión más verdadera de la existencia humana, que el siervo de Dios Luigi Giussani recordaba continuamente: la vida como vocación. Cada cosa, cada relación, cada alegría, como también cada dificultad, encuentra su razón última en el hecho de que es ocasión de relación con el Infinito, voz de Dios que continuamente nos llama y nos invita a elevar la mirada, a descubrir en la adhesión a él la realización plena de nuestra humanidad. «Nos has hecho para ti —escribía san Agustín— y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1, 1). No debemos tener miedo de aquello que Dios nos pide a través de las circunstancias de la vida, aunque fuera nuestra entrega total en una forma particular de seguir e imitar a Cristo en el sacerdocio o en la vida religiosa. El Señor, al llamar a algunos a vivir totalmente de él, invita a todos a reconocer la esencia de la propia naturaleza de seres humanos: estamos hechos para el infinito. Y Dios quiere nuestra felicidad, nuestra plena realización humana. Pidamos, entonces, entrar y permanecer en la mirada de la fe que ha caracterizado a los santos, para poder descubrir las semillas de bien que el Señor esparce a lo largo del camino de nuestra vida y adherirnos con gozo a nuestra vocación.
Deseando que estos breves pensamientos sean de ayuda para quienes participan en el Meeting,aseguro mi cercanía en la oración y espero que la reflexión de estos días introduzca a todos en la certeza y en la alegría de la fe.
A usted, venerado hermano, a los responsables y a los organizadores del encuentro, así como a todos los presentes, de buen grado imparto una especial bendición apostólica.

Castelgandolfo, 10 de Agosto de 2012

BENEDICTUS PP XVI


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BENEDICTO XVI: Ángelus (Agosto 26, 19, 15, 12 y 5), Homilía (Agosto 15) y Discursos (Agosto 11 y 3)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Castelgandolfo
Domingo 26 de Agosto de 2012



Queridos hermanos y hermanas:
Los domingos pasados meditamos el discurso sobre el «pan de vida» que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm después de alimentar a miles de personas con cinco panes y dos peces. Hoy, el Evangelio nos presenta la reacción de los discípulos a ese discurso, una reacción que Cristo mismo, de manera consciente, provocó. Ante todo, el evangelista Juan —que se hallaba presente junto a los demás Apóstoles—, refiere que «desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él» (Jn 6, 66). ¿Por qué? Porque no creyeron en las palabras de Jesús, que decía: Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma mi carne y beba mi sangre vivirá para siempre (cf. Jn 6, 51.54); ciertamente, palabras en ese momento difícilmente aceptables, difícilmente comprensibles. Esta revelación —como he dicho— les resultaba incomprensible, porque la entendían en sentido material, mientras que en esas palabras se anunciaba el misterio pascual de Jesús, en el que él se entregaría por la salvación del mundo: la nueva presencia en la Sagrada Eucaristía.
Al ver que muchos de sus discípulos se iban, Jesús se dirigió a los Apóstoles diciendo: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Como en otros casos, es Pedro quien responde en nombre de los Doce: «Señor, ¿a quién iremos? —también nosotros podemos reflexionar: ¿a quién iremos?— Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Sobre este pasaje tenemos un bellísimo comentario de san Agustín, que dice, en una de sus predicaciones sobre el capítulo 6 de san Juan: «¿Veis cómo Pedro, por gracia de Dios, por inspiración del Espíritu Santo, entendió? ¿Por qué entendió? Porque creyó. Tú tienes palabras de vida eterna. Tú nos das la vida eterna, ofreciéndonos tu cuerpo [resucitado] y tu sangre [a ti mismo]. Y nosotros hemos creído y conocido. No dice: hemos conocido y después creído, sino: hemos creído y después conocido. Hemos creído para poder conocer. En efecto, si hubiéramos querido conocer antes de creer, no hubiéramos sido capaces ni de conocer ni de creer. ¿Qué hemos creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, es decir, que tú eres la vida eterna misma, y en la carne y en la sangre nos das lo que tú mismo eres» (Comentario al Evangelio de Juan, 27, 9). Así lo dijo san Agustín en una predicación a sus fieles.
Por último, Jesús sabía que incluso entre los doce Apóstoles había uno que no creía: Judas. También Judas pudo haberse ido, como lo hicieron muchos discípulos; es más, tal vez tendría que haberse ido si hubiera sido honrado. En cambio, se quedó con Jesús. Se quedó no por fe, no por amor, sino con la secreta intención de vengarse del Maestro. ¿Por qué? Porque Judas se sentía traicionado por Jesús, y decidió que a su vez lo iba a traicionar. Judas era un zelote, y quería un Mesías triunfante, que guiase una revuelta contra los romanos. Jesús había defraudado esas expectativas. El problema es que Judas no se fue, y su culpa más grave fue la falsedad, que es la marca del diablo. Por eso Jesús dijo a los Doce: «Uno de vosotros es un diablo» (Jn 6, 70). Pidamos a la Virgen María que nos ayude a creer en Jesús, como san Pedro, y a ser siempre sinceros con él y con todos.


Después del Ángelus

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. La liturgia de la Palabra de este domingo nos ha presentado la disyuntiva entre servir al verdadero Dios o a los falsos ídolos. Invito a todos a proclamar con valentía la opción incondicional por Aquel que tiene palabras de vida eterna, Jesucristo, el Santo de Dios. Él no nos dejará de su mano y seguirá obrando maravillas, guiándonos a la tierra prometida, a la vida eterna. Feliz domingo.

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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Castelgandolfo
Domingo 19 de Agosto de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este domingo (cf. Jn 6, 51-58) es la parte final y culminante del discurso pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, después de que el día anterior había dado de comer a miles de personas con sólo cinco panes y dos peces. Jesús revela el significado de ese milagro, es decir, que el tiempo de las promesas ha concluido: Dios Padre, que con el maná había alimentado a los israelitas en el desierto, ahora lo envió a él, el Hijo, como verdadero Pan de vida, y este pan es su carne, su vida, ofrecida en sacrificio por nosotros. Se trata, por lo tanto, de acogerlo con fe, sin escandalizarse de su humanidad; y se trata de «comer su carne y beber su sangre» (cf. Jn 6, 54), para tener en sí mismos la plenitud de la vida. Es evidente que este discurso no está hecho para atraer consensos. Jesús lo sabe y lo pronuncia intencionalmente; de hecho, aquel fue un momento crítico, un viraje en su misión pública. La gente, y los propios discípulos, estaban entusiasmados con él cuando realizaba señales milagrosas; y también la multiplicación de los panes y de los peces fue una clara revelación de que él era el Mesías, hasta el punto de que inmediatamente después la multitud quiso llevar en triunfo a Jesús y proclamarlo rey de Israel. Pero esta no era la voluntad de Jesús, quien precisamente con ese largo discurso frena los entusiasmos y provoca muchos desacuerdos. De hecho, explicando la imagen del pan, afirma que ha sido enviado para ofrecer su propia vida, y que los que quieran seguirlo deben unirse a él de modo personal y profundo, participando en su sacrificio de amor. Por eso Jesús instituirá en la última Cena el sacramento de la Eucaristía: para que sus discípulos puedan tener en sí mismos su caridad —esto es decisivo— y, como un único cuerpo unido a él, prolongar en el mundo su misterio de salvación.
Al escuchar este discurso la gente comprendió que Jesús no era un Mesías, como ellos querían, que aspirase a un trono terrenal. No buscaba consensos para conquistar Jerusalén; más bien, quería ir a la ciudad santa para compartir el destino de los profetas: dar la vida por Dios y por el pueblo. Aquellos panes, partidos para miles de personas, no querían provocar una marcha triunfal, sino anunciar el sacrificio de la cruz, en el que Jesús se convierte en Pan, en cuerpo y sangre ofrecidos en expiación. Así pues, Jesús pronunció ese discurso para desengañar a la multitud y, sobre todo, para provocar una decisión en sus discípulos. De hecho, muchos de ellos, desde entonces, ya no lo siguieron.
Queridos amigos, dejémonos sorprender nuevamente también nosotros por las palabras de Cristo: él, grano de trigo arrojado en los surcos de la historia, es la primicia de la nueva humanidad, liberada de la corrupción del pecado y de la muerte. Y redescubramos la belleza del sacramento de la Eucaristía, que expresa toda la humildad y la santidad de Dios: el hacerse pequeño, Dios se hace pequeño, fragmento del universo para reconciliar a todos en su amor. Que la Virgen María, que dio al mundo el Pan de la vida, nos enseñe a vivir siempre en profunda unión con él.

Después del Ángelus
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los oficiales y cadetes del buque escuela «Gloria», de Colombia. El Evangelio de este domingo nos invita a participar en la vida divina a través del sacramento de la Eucaristía: el banquete que Cristo ha preparado y en el que nos ofrece como alimento su cuerpo y su sangre entregados por nuestra salvación. Acerquémonos con fe y alegría a este misterio y saciemos nuestra alma con el pan de la inmortalidad. Muchas gracias.

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SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Castelgandolfo
Miércoles 15 de Agosto de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
En el corazón del mes de agosto la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, celebra la solemnidad de la Asunción de María santísima al cielo. En la Iglesia católica, el dogma de la Asunción —como es sabido— fue proclamado durante el Año santo de 1950 por el venerable Pío XII. Sin embargo, la celebración de este misterio de María hunde sus raíces en la fe y en el culto de los primeros siglos de la Iglesia, por la profunda devoción hacia la Madre de Dios que se fue desarrollando progresivamente en la comunidad cristiana. Ya desde fines del siglo iv e inicios del v, tenemos testimonios de varios autores que afirman que María está en la gloria de Dios con todo su ser, alma y cuerpo, pero fue en el siglo VI cuando en Jerusalén la fiesta de la Madre de Dios, laTheotókos, que se consolidó con el concilio de Éfeso del año 431, cambió su rostro y se convirtió en la fiesta de la dormición, del paso, del tránsito, de la asunción de María, es decir, se transformó en la celebración del momento en que María salió del escenario de este mundo glorificada en alma y cuerpo en el cielo, en Dios.
Para entender la Asunción debemos mirar a la Pascua, el gran Misterio de nuestra salvación, que marca el paso de Jesús a la gloria del Padre a través de la pasión, muerte y resurrección. María, que engendró al Hijo de Dios en la carne, es la criatura más insertada en este misterio, redimida desde el primer instante de su vida, y asociada de modo totalmente especial a la pasión y a la gloria de su Hijo. La Asunción de María al cielo es, por tanto, el misterio de la Pascua de Cristo plenamente realizado en ella: está íntimamente unida a su Hijo resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, plenamente configurada con él. Pero la Asunción es una realidad que también nos toca a nosotros, porque nos indica de modo luminoso nuestro destino, el de la humanidad y de la historia. De hecho, en María contemplamos la realidad de gloria a la que estamos llamados cada uno de nosotros y toda la Iglesia.
El pasaje del Evangelio de san Lucas que leemos en la liturgia de esta solemnidad nos presenta el camino que la Virgen de Nazaret recorrió para estar en la gloria de Dios. Es el relato de la visita de María a Isabel (cf. Lc 1, 39-56), en el que la Virgen es proclamada bendita entre todas las mujeres y dichosa por haber creído en el cumplimiento de las palabras que le había dicho el Señor. Y en el canto del Magníficat, que eleva con alegría a Dios, se refleja su fe profunda. Ella se sitúa entre los «pobres» y los «humildes», que no confían en sus propias fuerzas, sino que se fían de Dios, que dejan espacio a su acción capaz de obrar cosas grandes precisamente en la debilidad. La Asunción nos abre al futuro luminoso que nos espera, pero también nos invita con fuerza a confiar más en Dios, a abandonarnos más a Dios, a seguir su Palabra, a buscar y cumplir su voluntad cada día: este es el camino que nos hace «dichosos» en nuestra peregrinación terrena y nos abre las puertas del cielo.
Queridos hermanos y hermanas, el concilio ecuménico Vaticano II afirma: «María, con su múltiple intercesión continúa procurándonos los dones de la salvación eterna. Con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz» (Lumen gentium, 62). Invoquemos a la Virgen santísima a fin de que ella sea la estrella que guíe nuestros pasos al encuentro con su Hijo en nuestro camino para llegar a la gloria del cielo, a la alegría eterna.

Después del Ángelus
Dirijo un saludo afectuoso a los fieles de lengua española aquí presentes, así como a los que siguen esta oración mariana a través de los medios de comunicación. En la fiesta de la Asunción de la Virgen María, contemplamos a la Madre de Dios participando con su cuerpo y alma en la gloria del cielo. En ella vemos ya realizada la plenitud de vida a la que todos estamos llamados. Que la certeza de su intercesión maternal sobre cada uno de nosotros fortalezca nuestra esperanza y acreciente nuestro amor. Que Dios os bendiga.

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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Castelgandolfo
Domingo 12 de Agosto de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
La lectura del capítulo sexto del Evangelio de san Juan, que nos acompaña en estos domingos en la liturgia, nos ha llevado a reflexionar sobre la multiplicación del pan, con el que el Señor sació a una multitud de cinco mil hombres, y sobre la invitación que Jesús dirige a los que había saciado a buscar un alimento que permanece para la vida eterna. Jesús quiere ayudarles a comprender el significado profundo del prodigio que ha realizado: al saciar de modo milagroso su hambre física, los dispone a acoger el anuncio de que él es el pan bajado del cielo (cf. Jn 6, 41), que sacia de modo definitivo. También el pueblo judío, durante el largo camino en el desierto, había experimentado un pan bajado del cielo, el maná, que lo había mantenido en vida hasta la llegada a la tierra prometida. Ahora Jesús habla de sí mismo como el verdadero pan bajado del cielo, capaz de mantener en vida no por un momento o por un tramo de camino, sino para siempre. Él es el alimento que da la vida eterna, porque es el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre y vino para dar al hombre la vida en plenitud, para introducir al hombre en la vida misma de Dios.
En el pensamiento judío estaba claro que el verdadero pan del cielo, que alimentaba a Israel, era la Ley, la Palabra de Dios. El pueblo de Israel reconocía con claridad que la Torah era el don fundamental y duradero de Moisés, y que el elemento basilar que lo distinguía respecto de los demás pueblos consistía en conocer la voluntad de Dios y, por tanto, el camino justo de la vida. Ahora Jesús, al manifestarse como el pan del cielo, testimonia que es la Palabra de Dios en Persona, la Palabra encarnada, a través de la cual el hombre puede hacer de la voluntad de Dios su alimento (cf. Jn 4, 34), que orienta y sostiene la existencia.
Entonces, dudar de la divinidad de Jesús, como hacen los judíos del pasaje evangélico de hoy, significa oponerse a la obra de Dios. Afirman: «Es el hijo de José. Conocemos a su padre y su madre» (cf. Jn 6, 42). No van más allá de sus orígenes terrenos y por esto se niegan a acogerlo como la Palabra de Dios hecha carne. San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, explica así: «Estaban lejos de aquel pan celestial, y eran incapaces de sentir su hambre. Tenían la boca del corazón enferma... En efecto, este pan requiere el hambre del hombre interior» (26, 1). Y debemos preguntarnos si nosotros sentimos realmente esta hambre, el hambre de la Palabra de Dios, el hambre de conocer el verdadero sentido de la vida. Sólo quien es atraído por Dios Padre, quien lo escucha y se deja instruir por él, puede creer en Jesús, encontrarse con él y alimentarse de él y así encontrar la verdadera vida, el camino de la vida, la justicia, la verdad, el amor. San Agustín añade: «El Señor afirmó que él era el pan que baja del cielo, exhortándonos a creer en él. Comer el pan vivo significa creer en él. Y quien cree, come; es saciado de modo invisible, como de modo igualmente invisible renace (a una vida más profunda, más verdadera), renace dentro, en su interior se convierte en hombre nuevo» (ib.).
Invocando a María santísima, pidámosle que nos guíe al encuentro con Jesús para que nuestra amistad con él sea cada vez más intensa; pidámosle que nos introduzca en la plena comunión de amor con su Hijo, el pan vivo bajado del cielo, para ser renovados por él en lo más íntimo de nuestro ser.

Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, en este momento mi pensamiento va a las poblaciones asiáticas, en particular a las de Filipinas y de la República Popular China, duramente golpeadas por violentas lluvias, así como a las del noroeste de Irán, azotadas por un violento terremoto. Estas catástrofes han provocado numerosas víctimas y heridos, miles de desplazados e ingentes daños. Os invito a uniros a mi oración por quienes han perdido la vida y por todas las personas probadas por calamidades tan devastadoras. Que no falte a estos hermanos nuestra solidaridad y nuestro apoyo.
(En lenga española)
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. Así como el profeta Elías fue alimentado en su camino hacia el Horeb, el monte de Dios, también nosotros necesitamos el alimento espiritual que nos ayude en el camino de nuestra vida. Este alimento es Cristo que, con su muerte y resurrección, nos ha abierto las puertas de la vida eterna. Él es el pan vivo que ha bajado del cielo para que todo el que coma de él tenga vida. Acerquémonos al sacramento de la Eucaristía, con una fe y un amor creciente; allí él nos da su cuerpo y su sangre, y podremos gustar qué bueno es el Señor, qué grande es su amor por nosotros. ¡Feliz domingo!.

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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Patio del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Domingo 5 de Agosto de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
En la liturgia de la Palabra de este domingo prosigue la lectura del capítulo sexto del Evangelio de san Juan. Nos encontramos en la sinagoga de Cafarnaúm donde Jesús está pronunciando su conocido discurso después de la multiplicación de los panes. La gente había tratado de hacerlo rey, pero Jesús se había retirado, primero al monte con Dios, con el Padre, y luego a Cafarnaúm. Al no verlo, se había puesto a buscarlo, había subido a las barcas para alcanzar la otra orilla del lago y por fin lo había encontrado. Pero Jesús sabía bien el porqué de tanto entusiasmo al seguirlo y lo dice también con claridad: «Me buscáis no porque habéis visto signos (porque vuestro corazón quedó impresionado), sino porque comisteis pan hasta saciaros» (v. 26). Jesús quiere ayudar a la gente a ir más allá de la satisfacción inmediata de sus necesidades materiales, por más importantes que sean. Quiere abrir a un horizonte de la existencia que no sea simplemente el de las preocupaciones diarias de comer, de vestir, de la carrera. Jesús habla de un alimento que no perece, que es importante buscar y acoger. Afirma: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre» (v. 27).
La muchedumbre no comprende, cree que Jesús pide observar preceptos para poder obtener la continuación de aquel milagro, y pregunta: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v. 28). La respuesta de Jesús es clara: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado» (v. 29). El centro de la existencia, lo que da sentido y firme esperanza al camino de la vida, a menudo difícil, es la fe en Jesús, el encuentro con Cristo. También nosotros preguntamos: «¿Qué tenemos que hacer para alcanzar la vida eterna?». Y Jesús dice: «Creed en mí». La fe es lo fundamental. Aquí no se trata de seguir una idea, un proyecto, sino de encontrarse con Jesús como una Persona viva, de dejarse conquistar totalmente por él y por su Evangelio. Jesús invita a no quedarse en el horizonte puramente humano y a abrirse al horizonte de Dios, al horizonte de la fe. Exige sólo una obra: acoger el plan de Dios, es decir, «creer en el que él ha enviado» (cf. v. 29). Moisés había dado a Israel el maná, el pan del cielo, con el que Dios mismo había alimentado a su pueblo. Jesús no da algo, se da a sí mismo: él es el «pan verdadero, bajado del cielo», él la Palabra viva del Padre; en el encuentro con él encontramos al Dios vivo.
«¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v. 28) pregunta la muchedumbre, dispuesta a actuar, para que el milagro del pan continúe. Pero Jesús, verdadero pan de vida que sacia nuestra hambre de sentido, de verdad, no se puede «ganar» con el trabajo humano; sólo viene a nosotros como don del amor de Dios, como obra de Dios que es preciso pedir y acoger.
Queridos amigos, en los días llenos de ocupaciones y de problemas, pero también en los de descanso y distensión, el Señor nos invita a no olvidar que, aunque es necesario preocuparnos por el pan material y recuperar las fuerzas, más fundamental aún es hacer que crezca la relación con él, reforzar nuestra fe en Aquel que es el «pan de vida», que colma nuestro deseo de verdad y de amor. Que la Virgen María, en el día en que recordamos la dedicación de la basílica de Santa María la Mayor en Roma, nos sostenga en nuestro camino de fe.

Después del Ángelus
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular al grupo de fieles de la diócesis de Albacete. En el Evangelio de este domingo Jesús se presenta como el «pan de vida» que sacia para siempre. Que nosotros, al recibirlo en la Eucaristía, sepamos permanecer en él y vivir con él, acercándonos cada vez más a su gracia santificadora. Confiemos a Nuestra Señora, la Virgen María, estos propósitos. Muchas gracias.

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SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD
DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Parroquia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Miércoles 15 de Agosto de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
El 1 de noviembre de 1950, el venerable Papa Pío XII proclamó como dogma que la Virgen María «terminado el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial». Esta verdad de fe era conocida por la Tradición, afirmada por los Padres de la Iglesia, y era sobre todo un aspecto relevante del culto tributado a la Madre de Cristo. Precisamente el elemento cultual constituyó, por decirlo así, la fuerza motriz que determinó la formulación de este dogma: el dogma aparece como un acto de alabanza y de exaltación respecto de la Virgen santa. Esto emerge también del texto mismo de la constitución apostólica, donde se afirma que el dogma es proclamado «para honor del Hijo, para glorificación de la Madre y para alegría de toda la Iglesia». Así se expresó en la forma dogmática lo que ya se había celebrado en el culto y en la devoción del pueblo de Dios como la más alta y estable glorificación de María: el acto de proclamación de la Asunción se presentó casi como una liturgia de la fe. Y, en el Evangelio que acabamos de escuchar, María misma pronuncia proféticamente algunas palabras que orientan en esta perspectiva. Dice: «Desde ahora me felicitarán todas la generaciones» (Lc 1, 48). Es una profecía para toda la historia de la Iglesia. Esta expresión del Magníficat, referida por san Lucas, indica que la alabanza a la Virgen santa, Madre de Dios, íntimamente unida a Cristo su Hijo, concierne a la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares. Y la anotación de estas palabras por parte del evangelista presupone que la glorificación de María ya estaba presente en el tiempo de san Lucas y que él la consideraba un deber y un compromiso de la comunidad cristiana para todas las generaciones. Las palabras de María dicen que es un deber de la Iglesia recordar la grandeza de la Virgen por la fe. Así pues, esta solemnidad es una invitación a alabar a Dios, a contemplar la grandeza de la Virgen, porque es en el rostro de los suyos donde conocemos quién es Dios.
Pero, ¿por qué María es glorificada con la asunción al cielo? San Lucas, como hemos escuchado, ve la raíz de la exaltación y de la alabanza a María en la expresión de Isabel: «Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1, 45). Y el Magníficat, este canto al Dios vivo y operante en la historia, es un himno de fe y de amor, que brota del corazón de la Virgen. Ella vivió con fidelidad ejemplar y custodió en lo más íntimo de su corazón las palabras de Dios a su pueblo, las promesas hechas a Abrahán, Isaac y Jacob, convirtiéndolas en el contenido de su oración: en el Magníficat la Palabra de Dios se convirtió en la palabra de María, en lámpara de su camino, y la dispuso a acoger también en su seno al Verbo de Dios hecho carne. La página evangélica de hoy recuerda la presencia de Dios en la historia y en el desarrollo mismo de los acontecimientos; en particular hay una referencia al Segundo libro de Samuel en el capítulo sexto (6, 1-15), en el que David transporta el Arca santa de la Alianza. El paralelo que hace el evangelista es claro: María, en espera del nacimiento de su Hijo Jesús, es el Arca santa que lleva en sí la presencia de Dios, una presencia que es fuente de consuelo, de alegría plena. De hecho, Juan danza en el seno de Isabel, exactamente como David danzaba delante del Arca. María es la «visita» de Dios que produce alegría. Zacarías, en su canto de alabanza, lo dirá explícitamente: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1, 68). La casa de Zacarías experimentó la visita de Dios con el nacimiento inesperado de Juan Bautista, pero sobre todo con la presencia de María, que lleva en su seno al Hijo de Dios.
Pero ahora nos preguntamos: ¿qué da a nuestro camino, a nuestra vida, la Asunción de María? La primera respuesta es: en la Asunción vemos que en Dios hay espacio para el hombre; Dios mismo es la casa con muchas moradas de la que habla Jesús (cf. Jn 14, 2); Dios es la casa del hombre, en Dios hay espacio de Dios. Y María, uniéndose a Dios, unida a él, no se aleja de nosotros, no va a una galaxia desconocida; quien va a Dios, se acerca, porque Dios está cerca de todos nosotros, y María, unida a Dios, participa de la presencia de Dios, está muy cerca de nosotros, de cada uno de nosotros. Hay unas hermosas palabras de san Gregorio Magno sobre san Benito que podemos aplicar también a María: san Gregorio Magno dice que el corazón de san Benito se hizo tan grande que toda la creación podía entrar en él. Esto vale mucho más para María: María, unida totalmente a Dios, tiene un corazón tan grande que toda la creación puede entrar en él, y los ex-votos en todas las partes de la tierra lo demuestran. María está cerca, puede escuchar, puede ayudar, está cerca de todos nosotros. En Dios hay espacio para el hombre, y Dios está cerca, y María, unida a Dios, está muy cerca, tiene el corazón tan grande como el corazón de Dios.
Pero también hay otro aspecto: no sólo en Dios hay espacio para el hombre; en el hombre hay espacio para Dios. También esto lo vemos en María, el Arca santa que lleva la presencia de Dios. En nosotros hay espacio para Dios y esta presencia de Dios en nosotros, tan importante para iluminar al mundo en su tristeza, en sus problemas, esta presencia se realiza en la fe: en la fe abrimos las puertas de nuestro ser para que Dios entre en nosotros, para que Dios pueda ser la fuerza que da vida y camino a nuestro ser. En nosotros hay espacio; abrámonos como se abrió María, diciendo: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra». Abriéndonos a Dios no perdemos nada. Al contrario: nuestra vida se hace rica y grande.
Así, la fe, la esperanza y el amor se combinan. Hoy se habla mucho de un mundo mejor, que todos anhelan: sería nuestra esperanza. No sabemos, no sé si este mundo mejor vendrá y cuándo vendrá. Lo seguro es que un mundo que se aleja de Dios no se hace mejor, sino peor. Sólo la presencia de Dios puede garantizar también un mundo bueno. Pero dejemos esto. Una cosa, una esperanza es segura: Dios nos aguarda, nos espera; no vamos al vacío; él nos espera. Dios nos espera y, al ir al otro mundo, nos espera la bondad de la Madre, encontramos a los nuestros, encontramos el Amor eterno. Dios nos espera: esta es nuestra gran alegría y la gran esperanza que nace precisamente de esta fiesta. María nos visita, y es la alegría de nuestra vida, y la alegría es esperanza.
Así pues, ¿qué decir? Corazón grande, presencia de Dios en el mundo, espacio de Dios en nosotros y espacio de Dios para nosotros, esperanza, Dios nos espera: esta es la sinfonía de esta fiesta, la indicación que nos da la meditación de esta solemnidad. María es aurora y esplendor de la Iglesia triunfante; ella es el consuelo y la esperanza del pueblo todavía peregrino, dice el Prefacio de hoy. Encomendémonos a su intercesión maternal, para que nos obtenga del Señor reforzar nuestra fe en la vida eterna; para que nos ayude a vivir bien el tiempo que Dios nos ofrece con esperanza. Una esperanza cristiana, que no es sólo nostalgia del cielo, sino también deseo vivo y operante de Dios aquí en el mundo, deseo de Dios que nos hace peregrinos incansables, alimentando en nosotros la valentía y la fuerza de la fe, que al mismo tiempo es valentía y fuerza del amor. Amén.

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CONCIERTO OFRECIDO POR LA CÁRITAS DE RATISBONA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Patio del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Sábado 11 de Agosto de 2012


Reverendos hermanos en el episcopado,
queridos amigos:


Al final de este hermoso «panorama» de músicas vocales e instrumentales, sólo me queda decir de corazón a los músicos un «Vergelt’s Gott» [que el Señor os recompense]. Con el programa de esta velada nos habéis ofrecido una idea de la multiplicidad de la creatividad musical y de la amplitud de la armonía. La música no es una sucesión de sonidos; tiene un ritmo y, al mismo tiempo, es cohesión y armonía; tiene su estructura y su profundidad. Hemos podido gustar todo esto de modo maravilloso no sólo en los corales de varias voces, ejecutados con fuerza expresiva por el grupo vocal Cantico dirigido por la señora Edeltraut Appl, sino también en las estupendas piezas instrumentales que hemos podido escuchar en la ejecución del señor Thomas Beckmann, de su esposa Kayoko y de la señora Kasahara. Todos hemos escuchado asombrados —como habréis notado— el sonido cálido y la gran plenitud de timbres del violonchelo. La música es expresión del espíritu, de un lugar interior de la persona, creado para todo lo que es verdadero, bueno y bello. No es casualidad que a menudo la música acompañe nuestra oración. La música hace resonar nuestros sentidos y nuestro espíritu cuando, en la oración, nos encontramos con Dios.
Hoy, en la liturgia, hacemos memoria de santa Clara. En un himno a la Santa se lee: «De la claridad de Dios has recibido la luz. Tú le has dado espacio, ella ha crecido en ti, y se ha difundido en el mundo; ilumina nuestros corazones».
Esta es la actitud de fondo que colma al hombre y le da la paz: la apertura a la claritas divina, la esplendorosa belleza y fuerza vital del Creador, que nos anima y nos hace superarnos a nosotros mismos. Hoy hemos encontrado esta claritas de modo maravilloso, y ella nos ha iluminado. Así, sólo es una consecuencia que los artistas, partiendo de su profunda experiencia de la belleza, se comprometan por el bien y ofrezcan a su vez ayuda y apoyo a los necesitados. Los artistas transmiten el bien que han recibido como un don, y este se difunde en el mundo. Así el ser humano crece, se hace transparente y consciente de la presencia y de la acción de su Creador. Seguramente, esto nos lo podrán confirmar el señor Beckmann y todos los que juntamente con él están comprometidos en la obra caritativa «Gemeinsam gegen die Kälte» [«Juntos contra el frío»]. Hemos comprendido que este «Gemeinsam gegen die Kälte» no responde a una finalidad impuesta desde fuera, sino que viene de lo profundo, de esta música que supera el frío que hay dentro de nosotros y abre el corazón. A todos os deseo de corazón el éxito en vuestro esfuerzo musical durante muchos años, así como la abundante bendición de Dios para vuestro compromiso caritativo. A todos los intérpretes, una vez más, un gracias de corazón por esta hermosa velada. Pongamos todo bajo la bendición de Dios. Os imparto a todos mi bendición apostólica. ¡Gracias de corazón! ¡Buenas noches!.

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PEREGRINACIÓN DE LA ARQUIDIÓCESIS DE MÚNICH Y FREISING:
"FIESTA BÁVARA" EN HONOR DEL SANTO PADRE
DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Castel Gandolfo
Viernes 3 de Agosto de 2012


Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado,
queridos amigos:

Al concluir esta «velada bávara» sólo quiero deciros de todo corazón un «Vergelt’s Gott» («Que Dios os recompense»). Ha sido un placer estar aquí, en el centro del Lacio, en Castelgandolfo, y al mismo tiempo en Baviera. Me he sentido realmente «dahoam» (en casa), y quiero felicitar al cardenal Marx porque ya logra pronunciar muy bien esta palabra.
Hemos podido percibir que la cultura bávara es una cultura alegre: nosotros no somos personas rudas; no se trata de una mera diversión, sino que es una cultura alegre, impregnada de alegría; nace de una aceptación interior del mundo, de un sí interior a la vida, que es un sí a la alegría. Se funda en el hecho de que estamos en sintonía con la creación, en sintonía con el mismo Creador y de que, por esto, sabemos que es un bien ser persona. Es verdad, hay que decir que Dios, en Baviera, nos ha facilitado la labor: nos ha regalado un mundo tan hermoso, una tierra tan hermosa que resulta fácil reconocer que Dios es bueno y ser felices por ello. Al mismo tiempo, sin embargo, él ha hecho también que los hombres que viven en esta tierra, precisamente a partir de su «sí», supieran darle su plena belleza. Sólo a través de la cultura de las personas, a través de su fe, de su alegría, de los cantos, de la música, del arte, ha llegado a ser tan hermosa como el Creador no quiso hacerla él solo, sino también con la ayuda de los hombres.
Ahora bien, alguien podría decir: ¿será lícito ser tan felices, cuando el mundo está tan lleno de sufrimiento, cuando existe tanta oscuridad y tanto mal? ¿Es lícito ser tan jactanciosos y alegres? La respuesta sólo puede ser: «sí». Porque diciendo «no» a la alegría no prestamos un servicio a nadie, sólo hacemos más oscuro el mundo. Y quien no se ama a sí mismo no puede dar nada al prójimo, no puede ayudarlo, no puede ser mensajero de paz. Esto nosotros lo sabemos por la fe, y lo vemos cada día: el mundo es hermoso y Dios es bueno. Y por el hecho de que él se hizo hombre y vino a habitar entre nosotros, de que él sufre y vive con nosotros, nosotros lo sabemos definitiva y concretamente: sí, Dios es bueno y es un bien ser persona. Nosotros vivimos de esta alegría y, partiendo de esta alegría, también tratamos de llevar alegría a los demás, de rechazar el mal y de ser servidores de la paz y de la reconciliación.
Ahora, ciertamente, debería dar las gracias a todos, uno por uno, pero la memoria de un anciano no es de fiar. Por eso prefiero evitarlo. En cualquier caso, quiero expresar mi agradecimiento al querido cardenal Marx por haber lanzado la idea de esta «velada», por haber transportado Baviera a Roma y por habernos hecho así tangible la unidad interior de la cultura cristiana; quiero darle las gracias por haber reunido a tantos bávaros de nuestra arquidiócesis, desde la Baja Baviera hasta el «Oberland», desde la región del «Rupertigau» hasta el «Werdenfelser Land».
Quiero manifestar mi agradecimiento a la presentadora, que nos ha obsequiado con un bávaro tan hermoso: no me creo capaz de hablar el bávaro y ser, al mismo tiempo, tan «elevado», pero ella sí lo sabe hacer. También doy las gracias a todos los grupos, a los músicos de los instrumentos de viento..., pero, como decía, no quiero comenzar. Ya lo sabéis: todo me ha conmovido profundamente y por todo ello me siento agradecido y feliz. Ciertamente, los «Gebirgsschützen», que sólo he podido escuchar de lejos, merecen un agradecimiento particular, porque yo soy un «Schütze» honorario, aunque, a su tiempo, fui un «Schütze» mediocre.
Te doy las gracias en particular a ti, querido cardenal Wetter, por haber venido: tú eres mi sucesor directo en la sede de San Corbiniano; gobernaste durante un cuarto de siglo la archidiócesis como buen pastor: ¡Gracias por estar presente!
Cardenal Bertello, gracias por su presencia. Espero que también usted haya percibido que Baviera es hermosa y que la cultura de Baviera es hermosa.
Ahora, como expresión de mi gratitud, quiero impartiros mi bendición, pero antes cantemos juntos el Ángelus y, en la medida en que lo conozcamos, el «Andachtsjodler» (canto religioso en forma de jodler). De corazón, «Vergelt’s Gott» (Que Dios os recompense).



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Actos Pontificios de Benedicto XVI (Jueves 30 de Agosto)


CASTELGANDOLFO (http://catolicidad.blogspot.com - Agosto 30 de 2012).  En otros Actos Pontificios este jueves el Papa Benedicto XVI:

* Aceptó la renuncia al Oficio de Auxiliar de la Arquidiócesis de Reims en Francia, presentada por Monseñor Joseph Boishu, en conformidad a los cánones 411 y 401 § 2 del Código de Derecho Canónico.

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* Nombró Nuncio Apostólico en Chipre a Monseñor Giuseppe Lazzarotto, Arzobispo titular de Numana, Nuncio Apostólico en Israel y Delegado Apostólico en Jerusalén y Palestina.

S.S. Benedicto XVI: "La oración no es tiempo perdido, no es robar espacio a las actividades, incluso a las apostólicas, sino que es exactamente lo contrario"


Castel Gandolfo (Agencia Fides, 30/08/2012) - En el discurso pronunciado durante la Audiencia General del miércoles 29 de agosto, en la plaza delantera del Palacio Apostólico de Castel Gandolfo, el Santo Padre Benedicto XVI ha presentado la figura de san Juan Bautista, del que que se celebra en este día la memoria litúrgica de su martirio. "Su relación con Dios, la oración, han sido el "hilo conductor" de toda la existencia de San Juan Bautista - resalta el Papa -, que de ello ha tomado "su fortaleza en la pasión, su resistencia contra los poderosos", gastando toda su vida por Dios y para preparar el camino a Jesús. "Como último acto, el Bautista testimonia con su sangre su fidelidad a los mandamientos de Dios, sin desmayar o dar marcha atrás, cumpliendo hasta el fondo su misión - recuerda S.S. Benedicto XVI -. Precisamente, por amor a la verdad, no pactó y no tuvo miedo de dirigir palabras fuertes a los que habían perdido el camino de Dios".

"Celebrar el martirio de san Juan Bautista - concluye el Papa - nos recuerda también a nosotros, cristianos de nuestro tiempo, que no se puede descender a compromisos con el amor a Cristo, a su Palabra, a la Verdad. La Verdad es Verdad y no hay compromisos. La vida cristiana exige el "martirio" de la fidelidad diaria al Evangelio, es decir, la valentía de dejar que Cristo crezca en nosotros y que sea él quien oriente nuestro pensamiento y nuestras acciones. Pero esto sólo puede ocurrir en nuestra vida a partir de una sólida unión con Dios. La oración no es tiempo perdido, no es robar espacio a las actividades, incluso a las apostólicas, sino que es exactamente lo contrario: sólo si somos capaces de tener una vida de oración fiel, constante y confiada, será Dios mismo quien nos dé la capacidad y la fuerza para vivir con felicidad y serenidad, para superar las dificultades y testimoniarlo con valor. Que San Juan Bautista interceda por nosotros, para que sepamos conservar siempre la primacía de Dios en nuestra vida".