sábado, 31 de octubre de 2015

Papa FRANCISCO recibe en Audiencia al Presidente de la ex República Yugoslava de Macedonia

CIUDAD DEL VATICANO ( - Octubre 31 de 2015). 
Esta mañana, sábado 31 de octubre de 2015, el Santo Padre FRANCISCO ha recibido en Audiencia en el Palacio Apostólico a S.E. Gjorge Ivanov, Presidente de la ex República Yugoslava de Macedonia, que sucesivamente ha encontrado a Su Eminencia, el Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado, a quien acompañaba Su Excelencia, el Arzobispo Paul Richard Gallagher, Secretario para las Relaciones con los Estados.

Durante las conversaciones, transcurridas en un clima de cordialidad, se constataron con satisfacción las buenas relaciones bilaterales, y se manifestó el deseo de que se cumplan las aspiraciones del país para formar parte de la Europa unida, para lo que está realizando grandes esfuerzos.

Posteriormente se abordaron algunas cuestiones de política internacional, centradas en el contexto mundial actual, en las persistentes dificultades de tipo económico y social y en la necesidad de un compromiso compartido para proporcionar asistencia al gran número de prófugos que están llegando a la Región.
Por último, se subrayó la importancia de fomentar cada vez más el diálogo y la convivencia entre las distintas realidades étnicas y religiosas de la antigua República Yugoslava de Macedonia.


Fuente:

Audiencias y Actos Pontificios del Santo Padre (Sábado 31 de octubre)

CIUDAD DEL VATICANO ( - Octubre 31 de 2015).  Este sábado por la mañana el Papa FRANCISCO ha recibido en Audiencias Separadas a:


* Cardenal Gerhard Ludwig Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe;


* Señor Gjorge Ivanov, Presidente de la ex-República Yugoslava de Macedonia, con su esposa y séquito;


* Cardenal Marc Ouellet, P.S.S., Prefecto de la Congregación para los Obispos.


* Unión Cristiana de Emprendedores Dirigentes (UCID) (12.15 horas - Aula Pablo VI).

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Así mismo en otros Actos Pontificios hoy, el Santo Padre:


Ha nombrado Administrador Apostólico sede vacante de la Eparquía de Nyíregyháza (Hungría) para los Católicos de rito bizantino, sin carácter episcopal, pero con derogación al canon 164 CCEO, por su participación al Consejo de los Jerarcas, al Reverendo Padre Ábel Szocska, OSBM.


El Reverendo Szocska, nació el 21 de sepiembre de 1972 en Vinohradiu, Nagyszölös (Ucrania, región Transcarpatica).

Los estudios elementales los realizó en Ucrania y los teológicos en Budapest en el Instituto Teológico de las Ordenes Religiosas.

Entró en la Orden de San Basilio Magno en 1996, el 30 de septiembre de 2001 fue ordenado Sacerdote; el 16 de febrero de 2008 fue electo Superior Provincial de los Padres Basilianos en Hungría, posteriormente nombrado párroco en Mariapòcs, hasta ahora Protosincelo de la Eparquía de Miskolc.


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* Ha aceptado la renuncia al oficio de Auxiliar de la diócesis de Elbląg (Polonia), presentada por Monseñor Józef Wysocki, en conformidad a los cánones 411 y 401 § 1 del Código de Derecho Canónico.


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(De las Iglesias Orientales)

* Ha concedido Su Ascenso a la elección canónicamente hecha por el Sínodo de los Obispos de la Iglesia Maronita, reunidos del 10 al 14 de marzo de 2015, del Reverendo Joseph Tobji, hasta ahora Párroco de Nuestra Señora de Kafroun (Siria), como Arzobispo de Aleppo de los Maronitas (Siria).

El Reverendo Tobji nació el 28 marzo de 1971. Los estudios primarios y secundarios los realizó en Aleppol Los estudios filosóficos y teológicos en la Pontificia Universidad Urbaniana (1990-95). Es Licenciado en Derecho Canónico (1998) por el Pontificio Instituto Oriental.

Ordenado presbítero para la Arquieparquía de Aleppo el 16 de marzo de 1996, ha sido Capellán de varios movimientos, Párroco de la Catedral Santa Elia de Aleppo y de la Iglesia de Nuestra Señora de Kafroun (2014). Ha desempeñado diversos encargos en los Tribunales Eclesiásticos: Promotor de Justicia y Defensor del Vínculo ante el Tribunal Eclesiástico de primera instancia (2002 - 2014); Juez, Promotor deJusticia y Defensor del Vínculo del Tribunal de Appello de las Iglesias Melkita, Sira y Armena; Juez del Tribunal de tercera instancia para ciertas causas de la Iglesia Melkita. Actualmente es Secretario de la Asamblea de los Obispos Católicos.

Habla árabe, francés, italiano, inglés, sirio y latín.

Cardenal Grocholewski, Enviado Papal a Łodź, Polonia

CIUDAD DEL VATICANO ( - Octubre 31 de 2015).  Con fecha 5 de septiembre pasado, fue publicada la carta escrita en latín con la que el Santo Padre FRANCISCO nombra al Cardenal Zenon Grocholewski, Prefecto Emérito de la Congregación para la Educación Católica, como Su Enviado Especial a la celebración conclusiva del 500° aniversario del arribo a Roma de la Sagrada Imagen de la “Madona de Łask” en el Santuario homónimo de la Arquidiócesis de Łodź (Polonia), programada para el domingo 8 de noviembre.
 
La Delegación que acompañará al Enviado Especial está compuesta de los siguientes eclesiásticos:
 
- Monseñor Tadeusz CIUPIŃSKI, Canónigo del Capítulo Colegial de Łask;
 
- Monseñor Zbigniew TRACZ, Canónigo del Capítulo Catedral de Łodź.

FRANCISCO: Discursos de octubre 2015 (30, 24, 22, 17, 9, 5 y 3)

DISCURSOS DEL PAPA FRANCISCO
OCTUBRE 2015


A UNA PEREGRINACIÓN DE LA REPÚBLICA DE EL SALVADOR

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Regia
Viernes 30 de octubre de 2015


Queridos hermanos en el Episcopado,
Autoridades, Sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas,
hermanos y hermanas.


Buenos días. Con mucha alegría recibo hoy su visita y, al darles la más cordial bienvenida, deseo manifestarles también mi afecto por todos los hijos de la querida nación salvadoreña. Agradezco a Mons. José Luis Escobar, Presidente de la Conferencia Episcopal, sus amables palabras. A todos ustedes, muchas gracias por su presencia calurosa y entusiasta.


Los trae a Roma la alegría por el reconocimiento como beato de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, Pastor bueno, lleno de amor de Dios y cercano a sus hermanos que, viviendo el dinamismo de las bienaventuranzas, llegó hasta la entrega de su vida de manera violenta, mientras celebraba la Eucaristía, Sacrificio del amor supremo, sellando con su propia sangre el Evangelio que anunciaba.


Desde los inicios de la vida de la Iglesia, los cristianos, persuadidos por las palabras de Cristo, que nos recuerda que «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo» (Jn 12,24), hemos tenido siempre la convicción de que la sangre de los mártires es semilla de cristianos, como dice Tertuliano. Sangre de un gran número de cristianos mártires que también hoy, de manera dramática, sigue siendo derramada en el campo del mundo, con la esperanza cierta que fructificará en una cosecha abundante de santidad, de justicia, reconciliación y amor de Dios. Pero recordemos que mártir no se nace. Es una gracia que el Señor concede, y que concierne en cierto modo a todos los bautizados. El Arzobispo Romero recordaba: «Debemos estar dispuestos a morir por nuestra fe, incluso si el Señor no nos concede este honor... Dar la vida no significa sólo ser asesinados; dar la vida, tener el espíritu de martirio, es entregarla en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber; en ese silencio de la vida cotidiana; dar la vida poco a poco» (Audiencia General, 7 enero 2015).


El mártir, en efecto, no es alguien que quedó relegado en el pasado, una bonita imagen que engalana nuestros templos y que recordamos con cierta nostalgia. No, el mártir es un hermano, una hermana, que continúa acompañándonos en el misterio de la comunión de los santos, y que, unido a Cristo, no se desentiende de nuestro peregrinar terreno, de nuestros sufrimientos, de nuestras angustias. En la historia reciente de ese querido país, al testimonio de Mons. Romero, se ha sumado el de otros hermanos y hermanas, como el padre Rutilio Grande, que, no temiendo perder su vida, la han ganado, y han sido constituidos intercesores de su pueblo ante el Dios Viviente, que vive por los siglos de los siglos, y tiene en sus manos las llaves de la muerte y del abismo (cf. Ap 1,18). Todos estos hermanos son un tesoro y una fundada esperanza para la Iglesia y para la sociedad salvadoreña. El impacto de su entrega se percibe todavía en nuestros días. Por la gracia del Espíritu Santo, fueron configurados con Cristo, como tantos testigos de la fe de todos los tiempos.


Queridos amigos salvadoreños, a pocas semanas del inicio el Jubileo extraordinario de la Misericordia, el ejemplo de Mons. Romero constituye para su querida nación un estímulo y una obra renovada de la proclamación del Evangelio de Jesucristo, anunciándolo de modo que lo conozcan todas las personas, para que el amor misericordioso del Divino Salvador invada el corazón y la historia de su buena gente. El santo pueblo de Dios que peregrina en el Salvador tiene aún por delante una serie de difíciles tareas, sigue necesitando, como el resto del mundo, del anuncio evangelizador que le permita testimoniar, en la comunión de la única Iglesia de Cristo, la auténtica vida cristiana, que le ayude a favorecer la promoción y el desarrollo de una nación en busca de la verdadera justicia, la auténtica paz y la reconciliación de los corazones.


En esta ocasión, con tanto afecto por cada uno de ustedes aquí presentes y por todos los salvadoreños, hago míos los sentimientos del beato Monseñor Romero, que con fundada esperanza ansiaba ver la llegada del feliz momento en el que desapareciera de El Salvador la terrible tragedia del sufrimiento de tantos de nuestros hermanos a causa del odio, la violencia y la injusticia. Que el Señor, con una lluvia de misericordia y bondad, con un torrente de gracias, convierta todos los corazones y la bella patria que les ha dado, y que lleva el nombre del Divino Salvador, se convierta en un país donde todos se sientan redimidos y hermanos, sin diferencias, porque todos somos una sola cosa en Cristo nuestro Señor (cf. Mons. Óscar Romero, homilía en Aguilares, 19 junio 1977).


Quisiera añadir algo también que quizás pasamos de largo. El martirio de Mons. Romero no fue puntual en el momento de su muerte, fue un martirio-testimonio, sufrimiento anterior, persecución anterior, hasta su muerte. Pero también posterior, porque una vez muerto –yo era sacerdote joven y fui testigo de eso– fue difamado, calumniado, ensuciado, o sea que su martirio se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado. No hablo de oídas, he escuchado esas cosas. O sea que es lindo verlo también así: un hombre que sigue siendo mártir. Bueno, ahora ya creo que casi ninguno se atreva pero después de haber dado su vida siguió dándola dejándose azotar por todas esas incomprensiones y calumnias. Eso a mí me da fuerza, solo Dios sabe. Solo Dios sabe las historias de las personas y cuántas veces, a personas que ya han dado su vida o que han muerto, se las sigue lapidando con la piedra más dura que existe en el mundo: la lengua.


Por intercesión de Nuestra Señora de la Paz, cuya fiesta hemos celebrado hace pocos días, invoco la bendición de Dios sobre ustedes y todos los queridos hijos e hijas de esa bendita tierra.


Muchas gracias.
 

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EN LA CLAUSURA DE LOS TRABAJOS
DE LA XIV ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS
OBISPOS


Aula del Sínodo
Sábado 24 de octubre de 2015


Queridas Beatitudes, eminencias, excelencias,
Queridos hermanos y hermanas:


Quisiera ante todo agradecer al Señor que ha guiado nuestro camino sinodal en estos años con el Espíritu Santo, que nunca deja a la Iglesia sin su apoyo.


Agradezco de corazón al Cardenal Lorenzo Baldisseri, Secretario General del Sínodo, a Monseñor Fabio Fabene, Subsecretario, y también al Relator, el Cardenal Peter Erdő, y al Secretario especial, Monseñor Bruno Forte, a los Presidentes delegados, a los escritores, consultores, traductores y a todos los que han trabajado incansablemente y con total dedicación a la Iglesia: gracias de corazón. Y quisiera dar las gracias a la Comisión que ha redactado la Relación: algunos han pasado la noche en blanco


Agradezco a todos ustedes, queridos Padres Sinodales, delegados fraternos, auditores y auditoras, asesores, párrocos y familias por su participación activa y fructuosa.


Doy las gracias igualmente a los que han trabajado de manera anónima y en silencio, contribuyendo generosamente a los trabajos de este Sínodo.


Les aseguro mi plegaria para que el Señor los recompense con la abundancia de sus dones de gracia.


Mientras seguía los trabajos del Sínodo, me he preguntado: ¿Qué significará para la Iglesia concluir este Sínodo dedicado a la familia?


Ciertamente no significa haber concluido con todos los temas inherentes a la familia, sino que ha tratado de iluminarlos con la luz del Evangelio, de la Tradición y de la historia milenaria de la Iglesia, infundiendo en ellos el gozo de la esperanza sin caer en la cómoda repetición de lo que es indiscutible o ya se ha dicho.


Seguramente no significa que se hayan encontrado soluciones exhaustivas a todas las dificultades y dudas que desafían y amenazan a la familia, sino que se han puesto dichas dificultades y dudas a la luz de la fe, se han examinado atentamente, se han afrontado sin miedo y sin esconder la cabeza bajo tierra.


Significa haber instado a todos a comprender la importancia de la institución de la familia y del matrimonio entre un hombre y una mujer, fundado sobre la unidad y la indisolubilidad, y apreciarla como la base fundamental de la sociedad y de la vida humana.


Significa haber escuchado y hecho escuchar las voces de las familias y de los pastores de la Iglesia que han venido a Roma de todas partes del mundo trayendo sobre sus hombros las cargas y las esperanzas, la riqueza y los desafíos de las familias.


Significa haber dado prueba de la vivacidad de la Iglesia católica, que no tiene miedo de sacudir las conciencias anestesiadas o de ensuciarse las manos discutiendo animadamente y con franqueza sobre la familia.


Significa haber tratado de ver y leer la realidad o, mejor dicho, las realidades de hoy con los ojos de Dios, para encender e iluminar con la llama de la fe los corazones de los hombres, en un momento histórico de desaliento y de crisis social, económica, moral y de predominio de la negatividad.


Significa haber dado testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para la Iglesia una fuente viva de eterna novedad, contra quien quiere «adoctrinarlo» en piedras muertas para lanzarlas contra los demás.


Significa haber puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso dentro de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de las buenas intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas.


Significa haber afirmado que la Iglesia es Iglesia de los pobres de espíritu y de los pecadores en busca de perdón, y no sólo de los justos y de los santos, o mejor dicho, de los justos y de los santos cuando se sienten pobres y pecadores.


Significa haber intentado abrir los horizontes para superar toda hermenéutica conspiradora o un cierre de perspectivas para defender y difundir la libertad de los hijos de Dios, para transmitir la belleza de la novedad cristiana, a veces cubierta por la herrumbre de un lenguaje arcaico o simplemente incomprensible.


En el curso de este Sínodo, las distintas opiniones que se han expresado libremente –y por desgracia a veces con métodos no del todo benévolos– han enriquecido y animado sin duda el diálogo, ofreciendo una imagen viva de una Iglesia que no utiliza «módulos impresos», sino que toma de la fuente inagotable de su fe agua viva para refrescar los corazones resecos.[1]


Y –más allá de las cuestiones dogmáticas claramente definidas por el Magisterio de la Iglesia– hemos visto también que lo que parece normal para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi como un escándalo –¡casi!– para el obispo de otro continente; lo que se considera violación de un derecho en una sociedad, puede ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos es libertad de conciencia, para otros puede parecer simplemente confusión. En realidad, las culturas son muy diferentes entre sí y todo principio general –como he dicho, las cuestiones dogmáticas bien definidas por el Magisterio de la Iglesia–, todo principio general necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado.[2] El Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, habló de la inculturación como «una íntima transformación de los auténticos valores culturales por su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en todas las culturas humanas».[3]


La inculturación no debilita los valores verdaderos, sino que muestra su verdadera fuerza y su autenticidad, porque se adaptan sin mutarse, es más, trasforman pacíficamente y gradualmente las diversas culturas.[4]


Hemos visto, también a través de la riqueza de nuestra diversidad, que el desafío que tenemos ante nosotros es siempre el mismo: anunciar el Evangelio al hombre de hoy, defendiendo a la familia de todos los ataques ideológicos e individualistas.


Y, sin caer nunca en el peligro del relativismo o de demonizar a los otros, hemos tratado de abrazar plena y valientemente la bondad y la misericordia de Dios, que sobrepasa nuestros cálculos humanos y que no quiere más que «todos los hombres se salven» (1 Tm 2,4), para introducir y vivir este Sínodo en el contexto del Año Extraordinario de la Misericordia que la Iglesia está llamada a vivir.


Queridos Hermanos:


La experiencia del Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no significa en modo alguno disminuir la importancia de las fórmulas: son necesarias; la importancia de las leyes y de los mandamientos divinos, sino exaltar la grandeza del verdadero Dios que no nos trata según nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras, sino únicamente según la generosidad sin límites de su misericordia (cf. Rm 3,21-30; Sal 129; Lc 11,37-54). Significa superar las tentaciones constantes del hermano mayor (cf. Lc 15,25-32) y de los obreros celosos (cf. Mt 20,1-16). Más aún, significa valorar más las leyes y los mandamientos, creados para el hombre y no al contrario (cf. Mc 2,27).


En este sentido, el arrepentimiento debido, las obras y los esfuerzos humanos adquieren un sentido más profundo, no como precio de la invendible salvación, realizada por Cristo en la cruz gratuitamente, sino como respuesta a Aquel que nos amó primero y nos salvó con el precio de su sangre inocente, cuando aún estábamos sin fuerzas (cf. Rm 5,6).


El primer deber de la Iglesia no es distribuir condenas o anatemas sino proclamar la misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de conducir a todos los hombres a la salvación del Señor (cf. Jn 12,44-50).


El beato Pablo VI decía con espléndidas palabras: «Podemos pensar que nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en él una llama de amor más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su plan de salvación [...]. En Cristo, Dios se revela infinitamente bueno [...]. Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es –digámoslo llorando– bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce, inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así–el día en que nosotros queramos regresar y decir: “Señor, en tu bondad, perdóname. He aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios».[5]


También San Juan Pablo II dijo que «la Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia [...] y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora».[6]


Y el Papa Benedicto XVI decía: «La misericordia es el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios [...] Todo lo que la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene para con el hombre. Cuando la Iglesia debe recordar una verdad olvidada, o un bien traicionado, lo hace siempre impulsada por el amor misericordioso, para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia (cf. Jn 10,10)».[7]


En este sentido, y mediante este tiempo de gracia que la Iglesia ha vivido, hablado y discutido sobre la familia, nos sentimos enriquecidos mutuamente; y muchos de nosotros hemos experimentado la acción del Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista y artífice del Sínodo. Para todos nosotros, la palabra «familia» no suena lo mismo que antes del Sínodo, hasta el punto que en ella encontramos la síntesis de su vocación y el significado de todo el camino sinodal.[8]


Para la Iglesia, en realidad, concluir el Sínodo significa volver verdaderamente a «caminar juntos» para llevar a todas las partes del mundo, a cada Diócesis, a cada comunidad y a cada situación la luz del Evangelio, el abrazo de la Iglesia y el amparo de la misericordia de Dios.
  


[1] Cf. Carta al Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica Argentina en el centenario de la Facultad de Teología (3 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13 marzo 2015, p. 13..
[2] Cf. Pontificia Comisión Bíblica, Fe y cultura a la luz de la Biblia. Actas de la Sesión plenaria 1979 de la Pontificia Comisión Bíblica; CONC. ECUM. VAT. II, Cost. Past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 44.

[3] Relación final (7 diciembre 1985): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 diciembre 1985, p. 14.

[4] «En virtud de su misión pastoral, la Iglesia debe mantenerse siempre atenta a los cambios históricos y a la evolución de la mentalidad. Claro, no para someterse a ellos, sino para superar los obstáculos que se pueden oponer a la acogida de sus consejos y sus directrices»: Entrevista al Card. Georges Cottier, Civiltà Cattolica, 8 agosto 2015, p. 272.

[5] Homilía (23 junio 1968): Insegnamenti, VI (1968), 1176-1178.

[6] Cart. Enc. Dives in misericordia (30 noviembre 1980), 13. Dijo también: «En el misterio Pascual [...] Dios se muestra como es: un Padre de infinita ternura, que no se rinde frente a la ingratitud de sus hijos, y que siempre está dispuesto a perdonar», Regina coeli (23 abril 1995): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 28 abril 1995, p. 1; y describe la resistencia a la misericordia diciendo: «La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia. La palabra y el concepto de misericordia parecen producir una cierta desazón en el hombre», Cart. Enc. DDives in misericordia (30 noviembre 1980), 2.

[7] Regina coeli (30 marzo 2008): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 4 abril 2008, p. 1. Y hablando del poder de la misericordia afirma: «Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor», Homilía durante la santa misa en el Domingo de la divina Misericordia (15 abril 2007): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 abril 2007, p. 3.

[8] Un análisis acróstico de la palabra «familia» [en italiano f-a-m-i-g-l-i-a] nos ayuda a resumir la misión de la Iglesia en la tarea de:


Formar a las nuevas generaciones para que vivan seriamente el amor, no con la pretensión individualista basada sólo en el placer y en el «usar y tirar», sino para que crean nuevamente en el amor auténtico, fértil y perpetuo, como la única manera de salir de sí mismos; para abrirse al otro, para ahuyentar la soledad, para vivir la voluntad de Dios; para realizarse plenamente, para comprender que el matrimonio es el «espacio en el cual se manifiestan el amor divino; para defender la sacralidad de la vida, de toda vida; para defender la unidad y la indisolubilidad del vínculo conyugal como signo de la gracia de Dios y de la capacidad del hombre de amar en serio» (Homilía en la Santa Misa de apertura de la XIV Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, 4 octubre 2015: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 9 octubre 2015, p. 4; y para valorar los cursos prematrimoniales como oportunidad para profundizar el sentido cristiano del sacramento del matrimonio.


Andar hacia los demás, porque una Iglesia cerrada en sí misma es una Iglesia muerta. Una Iglesia que no sale de su propio recinto para buscar, para acoger y guiar a todos hacía Cristo es una Iglesia que traiciona su misión y su vocación. 


Manifestar y difundir la misericordia de Dios a las familias necesitadas, a las personas abandonadas; a los ancianos olvidados; a los hijos heridos por la separación de sus padres, a las familias pobres que luchan por sobrevivir, a los pecadores que llaman a nuestra puerta y a los alejados, a los diversamente capacitados, a todos los que se sienten lacerados en el alma y en el cuerpo, a las parejas desgarradas por el dolor, la enfermedad, la muerte o la persecución.


Iluminar las conciencias, a menudo asediadas por dinámicas nocivas y sutiles, que pretenden incluso ocupar el lugar de Dios creador. Estas dinámicas deben de ser desenmascaradas y combatidas en el pleno respeto de la dignidad de toda persona humana.


Ganar y reconstruir con humildad la confianza en la Iglesia, seriamente disminuida a causa de las conductas y los pecados de sus propios hijos. Por desgracia, el antitestimonio y los escándalos en la Iglesia cometidos por algunos clérigos han afectado a su credibilidad y han oscurecido el fulgor de su mensaje de salvación. 


Laborar para apoyar y animar a las familias sanas, las familias fieles, las familias numerosas que, no obstante las dificultades de cada día, dan cotidianamente un gran testimonio de fidelidad a los mandamientos del Señor y a las enseñanzas de la Iglesia.
Idear una pastoral familiar renovada que se base en el Evangelio y respete las diferencias culturales. Una pastoral capaz de transmitir la Buena Noticia con un lenguaje atractivo y alegre, y que quite el miedo del corazón de los jóvenes para que asuman compromisos definitivos. Una pastoral que preste particular atención a los hijos, que son las verdaderas víctimas de las laceraciones familiares. Una pastoral innovadora que consiga una preparación adecuada para el sacramento del matrimonio y abandone la práctica actual que a menudo se preocupa más por las apariencias y las formalidades que por educar a un compromiso que dure toda la vida.


Amar incondicionalmente a todas las familias y, en particular, a las pasan dificultades. Ninguna familia debe sentirse sola o excluida del amor o del amparo de la Iglesia. El verdadero escándalo es el miedo a amar y manifestar concretamente este amor.


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PALABRAS DURANTE LA CONGREGACIÓN GENERAL 
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS


Aula del Sínodo
Jueves 22 de octubre de 2015


El día de hoy, a principios de la Congregación General del Sínodo de los Obispos de esta tarde, el Santo Padre hizo el siguiente anuncio:


“He decidido crear un nuevo dicasterio con competencia para los Laicos, Familia y Vida, que reemplazará al Consejo Pontificio para los Laicos y el Consejo Pontificio para la Familia. La Academia Pontificia para la Vida será parte del nuevo dicasterio. Con este fin, he constituido una comisión especial que preparará un texto delineando canónicamente las competencias del nuevo dicasterio. El texto será presentado para su discusión en el Consejo de Cardenales en su próxima reunión en diciembre”.



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CONMEMORACIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DE LA INSTITUCIÓN 
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS



Aula Pablo VI
Sábado 17 de octubre de 2015


Beatitudes,
eminencias,
excelencias,
hermanos y hermanas:


Mientras se encuentra en pleno desarrollo la Asamblea general ordinaria, conmemorar el quincuagésimo aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos es para todos nosotros motivo de alegría, de alabanza y de agradecimiento al Señor. Desde el Concilio Vaticano II a la actual Asamblea, hemos experimentado de manera cada vez más intensa la necesidad y la belleza de «caminar juntos».


En esta gozosa circunstancia, dirijo un cordial saludo a Su Eminencia el Cardenal Lorenzo Baldisseri, Secretario general, así como al Subsecretario, Su Excelencia Monseñor Fabio Fabene, a los oficiales, a los consultores y a los demás colaboradores de la Secretaría general del Sínodo de los Obispos, que de manera oculta realizan el trabajo de cada día hasta entrada la noche. Junto con ellos, saludo y agradezco por su presencia a los Padres sinodales y a los demás participantes en esta Asamblea, así como a todos los presentes en esta Aula.


En este momento, queremos recordar también a quienes en el transcurso de estos cincuenta años han trabajado al servicio del Sínodo, comenzando por los Secretarios generales que se han sucedido: los Cardenales Władysław Rubin, Jozef Tomko, Jan Pieter Schotte y el Arzobispo Nikola Eterović. Aprovecho esta ocasión para expresar de corazón mi gratitud a cuantos, vivos o difuntos, han contribuido con un compromiso generoso y competente al desarrollo de la actividad sinodal.


Desde el inicio de mi ministerio como Obispo de Roma he pretendido valorizar el Sínodo, que constituye una de las herencias más preciosas de la última reunión conciliar[1]. Para el beato Pablo VI, el Sínodo de los Obispos debía volver a proponer la imagen del Concilio ecuménico y reflexionar sobre su espíritu y el método[2]. El mismo Pontífice anunciaba que el organismo sinodal «se podrá ir perfeccionando con el pasar del tiempo»[3]. A él hacia eco, veinte años más tarde, San Juan Pablo II, cuando afirmaba que «tal vez este instrumento podrá mejorarse todavía. Tal vez la responsabilidad pastoral puede expresarse en el Sínodo de una forma aún más plena»[4]. Finalmente, en el 2006, Benedicto XVI aprobaba algunas variaciones al Ordo Synodi Episcoporum, a la luz de las disposiciones del Código de Derecho Canónico y del Código de los Cánones de las Iglesias orientales, promulgados mientras tanto[5].


Debemos proseguir por este camino. El mundo en el que vivimos, y que estamos llamados a amar y servir también en sus contradicciones, exige de la Iglesia el fortalecimiento de las sinergias en todos los ámbitos de su misión. Precisamente el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio.


***


Lo que el Señor nos pide, en cierto sentido, ya está todo contenido en la palabra «Sínodo». Caminar juntos —laicos, pastores, Obispo de Roma— es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no es tan fácil ponerlo en práctica.


Después de haber reafirmado que el Pueblo de Dios está constituido por todos los bautizados, «consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo»[6], el Concilio Vaticano II proclama que «la totalidad de los fieles que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27) no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo: cuando “desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos” muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral»[7]. Aquel famoso infalibile «in credendo».


En la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium he subrayado como «el Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible “in credendo”»[8], agregando que «cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de instrucción de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones»[9]. El sensus fidei impide separar rígidamente entre Ecclesia docens y Ecclesia dicens, ya que también la grey tiene su «olfato» para encontrar nuevos caminos que el Señor abre a la Iglesia[10].


Esta es la convicción que me ha guiado cuando he deseado que el Pueblo de Dios viniera consultado en la preparación de la doble cita sinodal sobre la familia. Como se ha hecho por lo general con cada «Lineamenta». Ciertamente, una consulta de este tipo en modo alguno podría bastar para escuchar el sensus fidei. Pero, ¿cómo sería posible hablar de la familia sin interpelar a las familias, escuchar sus gozos y esperanzas, sus tristezas y angustias?[11] Por medio de las respuestas de los dos cuestionarios enviados a las Iglesias particulares, hemos tenido la posibilidad de escuchar al menos algunas de ellas sobre cuestiones que las afectan muy de cerca y sobre las cuales tienen mucho que decir.


Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, con la conciencia de que escuchar «es más que oír»[12]. Es una escucha reciproca en la cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, colegio episcopal, Obispo de Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el «Espíritu de verdad» (Jn 14,17), para conocer lo que él «dice a las Iglesias» (Ap 2,7).


El Sínodo de los Obispos es el punto de convergencia de este dinamismo de escucha llevado a todos los ámbitos de la vida de la Iglesia. El camino sinodal comienza escuchando al pueblo, que «participa también de la función profética de Cristo»[13], según un principio muy estimado en la Iglesia del primer milenio: «Quod omnes tangit ab omnibus tractari debet». El camino del Sínodo prosigue escuchando a los Pastores. Por medio de los Padres sinodales, los obispos actúan como auténticos custodios, intérpretes y testimonios de la fe de toda la Iglesia, que deben saber distinguir atentamente de los flujos muchas veces cambiantes de la opinión pública. En la vigilia del Sínodo del año pasado decía: «Pidamos ante todo al Espíritu Santo, para los padres sinodales, el don de la escucha: escucha de Dios, hasta escuchar con él el clamor del pueblo; escucha del pueblo, hasta respirar en él la voluntad a la que Dios nos llama»[14]. Además, el camino sinodal culmina en la escucha del Obispo de Roma, llamado a pronunciarse como «Pastor y Doctor de todos los cristianos»[15]: no a partir de sus convicciones personales, sino como testigo supremo de la fides totius Ecclesiae, «garante de la obediencia y la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y a la Tradición de la Iglesia»[16].


El hecho que el Sínodo actúe siempre cum Petro et sub Petro —por tanto no sólo cum Petro, sino también sub Petro — no es una limitación de la libertad, sino una garantía de la unidad. En efecto el Papa es por voluntad del Señor, «el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de fieles»[17].


Con esto se relaciona el concepto de «hierarchica communio», usado por el Concilio Vaticano II: los obispos están unidos al Obispo de Roma por el vínculo de la comunión episcopal (cum Petro) y al mismo tiempo están jerárquicamente sometidos a él como jefe del Colegio (sub Petro)[18].


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La sinodalidad, como dimensión constitutiva de la Iglesia, nos ofrece el marco interpretativo más adecuado para comprender el mismo ministerio jerárquico. Si comprendemos que, como dice San Juan Crisóstomo, «Iglesia y Sínodo son sinónimos»[19] —porque la Iglesia no es otra cosa que el «caminar juntos» de la grey de Dios por los senderos de la historia que sale al encuentro de Cristo el Señor— entendemos también que en su interior nadie puede ser «elevado» por encima de los demás. Al contrario, en la Iglesia es necesario que alguno «se abaje» para ponerse al servicio de los hermanos a lo largo del camino.


Jesús ha constituido la Iglesia poniendo en su cumbre al Colegio apostólico, en el que el apóstol Pedro es la «roca» (cf. Mt 16,18), aquel que debe «confirmar» a los hermanos en la fe (cf. Lc 22,32). Pero en esta Iglesia, como en una pirámide invertida, la cima se encuentra por debajo de la base. Por eso, quienes ejercen la autoridad se llaman «ministros»: porque, según el significado originario de la palabra, son los más pequeños de todos. Cada Obispo, sirviendo al Pueblo de Dios, llega a ser para la porción de la grey que le ha sido encomendada, vicarius Christi[20], vicario de Jesús, quien en la Última Cena se inclinó para lavar los pies de los apóstoles (cf. Jn 13,1-15). Y, en un horizonte semejante, el mismo Sucesor de Pedro es el servus servorum Dei[21].


Nunca lo olvidemos. Para los discípulos de Jesús, ayer, hoy y siempre, la única autoridad es la autoridad del servicio, el único poder es el poder de la cruz, según las palabras del Maestro: «ustedes saben que los jefes de las naciones dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser primero, que se haga esclavo» (Mt 20,25-27). «Entre ustedes no debe suceder así»: en esta expresión alcanzamos el corazón mismo del misterio de la Iglesia —«entre ustedes no debe suceder así»— y recibimos la luz necesaria para comprender el servicio jerárquico.


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En una Iglesia sinodal, el Sínodo de los Obispos es la más evidente manifestación de un dinamismo de comunión que inspira todas las decisiones eclesiales.


El primer nivel de ejercicio de la sinodalidad se realiza en las Iglesias particulares. Después de haber citado la noble institución del Sínodo diocesano, en el cual presbíteros y laicos están llamados a colaborar con el obispo para el bien de toda la comunidad eclesial[22], el Código de Derecho Canónico dedica amplio espacio a lo que usualmente se llaman los «organismos de comunión» de la Iglesia particular: el consejo presbiteral, el colegio de los consultores, el capítulo de los canónigos y el consejo pastoral[23]. Solamente en la medida en la cual estos organismos permanecen conectados con lo «bajo» y parten de la gente, de los problemas de cada día, puede comenzar a tomar forma una Iglesia sinodal: tales instrumentos, que algunas veces proceden con desanimo, deben ser valorizados como ocasión de escucha y participación.


El segundo nivel es aquel de las provincias y de las regiones eclesiásticas, de los consejos particulares y, en modo especial, de las conferencias episcopales[24]. Debemos reflexionar para realizar todavía más, a través de estos organismos, las instancias intermedias de la colegialidad, quizás integrando y actualizando algunos aspectos del antiguo orden eclesiástico. El deseo del Concilio de que tales organismos contribuyen a acrecentar el espíritu de la colegialidad episcopal todavía no se ha realizado plenamente. Estamos a mitad de camino, en una parte del camino. En una Iglesia sinodal, como ya afirmé, «no es conveniente que el Papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar en una saludable “descentralización”»[25].


El último nivel es el de la Iglesia universal. Aquí el Sínodo de los Obispos, representando al episcopado católico, se transforma en expresión de la colegialidad episcopal dentro de una Iglesia toda sinodal[26]. Eso manifiesta la collegialitas affectiva, la cual puede volverse en algunas circunstancias «efectiva», que une a los obispos entre ellos y con el Papa, en el cuidado por el pueblo de Dios[27].


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El compromiso de edificar una Iglesia sinodal —misión a la cual todos estamos llamados, cada uno en el papel que el Señor le confía— está grávido de implicaciones ecuménicas. Por esta razón, hablando con una Delegación del Patriarcado de Constantinopla, he reiterado recientemente la convicción de que «el atento examen sobre cómo se articulan en la vida de la Iglesia el principio de la sinodalidad y el servicio de quien preside ofrecerá una aportación significativa al progreso de las relaciones entre nuestras Iglesias»[28].


Estoy convencido de que, en una Iglesia sinodal, también el ejercicio del primado petrino podrá recibir mayor luz. El Papa no está, por sí mismo, por encima de la Iglesia; sino dentro de ella como bautizado entre los bautizados y dentro del Colegio episcopal como obispo entre los obispos, llamado a la vez —como Sucesor del apóstol Pedro— a guiar a la Iglesia de Roma, que preside en la caridad a todas las Iglesias[29].


Mientras reitero la necesidad y la urgencia de pensar «en una conversión del papado»[30], de buen grado repito las palabras de mi predecesor el Papa San Juan Pablo II: «Como Obispo de Roma soy consciente [...], que la comunión plena y visible de todas las Comunidades, en las que gracias a la fidelidad de Dios habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo. Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva»[31].


Nuestra mirada se extiende también a la humanidad. Una Iglesia sinodal es como un estandarte alzado entre las naciones (cf. Is 11,12) en un mundo que —aun invocando participación, solidaridad y la transparencia en la administración de lo público— a menudo entrega el destino de poblaciones enteras en manos codiciosas de pequeños grupos de poder. Como Iglesia que «camina junto» a los hombres, partícipe de las dificultades de la historia, cultivamos el sueño de que el redescubrimiento de la dignidad inviolable de los pueblos y de la función de servicio de la autoridad podrán ayudar a la sociedad civil a edificarse en la justicia y la fraternidad, fomentando un mundo más bello y más digno del hombre para las generaciones que vendrán después de nosotros[32]. Gracias.



[2] Cf. Pablo VI, Discurso al inicio de los trabajos en el Aula Sinodal - Synodus Episcoporum (30 septiembre 1967).
[3] Cart. ap. Apostolica sollicitudo, promulgada "Motu proprio" (15 septiembre de 1965), Proemio.
[4] Discurso al final de la VI Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos (29 octubre 1983).
[5] Cf. AAS 98 (2006), 755-779.
[6] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10.
[7] Ibíd., 12.
[8] N. 119.
[9] Ibíd., 120.
[11] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
[12] Exort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 171.
[13] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,12.
[15] Conc. Vat. I, Cost. dogm. Pastor aeternus, cap. IV; cf. Código de Derecho Canónico, can. 749 § 1.
[17] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23; cf. Conc. Vat. I, Cost. dogm. Pastor aeternus. Prólogo.
[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 22; Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 4.
[19] Explicatio in Ps. 149: PG 55, 493.
[20] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,27.
[22] Cf. Código de Derecho Canónico, cann. 460-468.
[23] Cf. ibíd., cann. 495-514.
[24] Cf. ibíd., cann. 431-459.
[25] Exort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 16; cf. ibíd, 32.
[26] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 5; Código de Derecho Canónigo, cann.342-348.
[27] Cf. Juan Pablo II, Exort. ap. postsinod. Pastores gregis (16 octubre 2003), 8.
[29] Cf. San Ignacio de Antioquia, Ad Romanos, Proemio: PG 5, 686.
[30] Exort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 32.
[31] Cart. enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 95.
[32] Cf. Exort. ap. Evangelii gaudium, 186-192; Cart. enc. Laudato si', (24 mayo 2015), 156-162.

 
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PALABRAS DURANTE LA CONGREGACIÓN GENERAL 
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS


Aula del Sínodo
Viernes 9 de octubre de 2015


Queridos padres sinodales, queridos hermanos y hermanas:


Retomando esta mañana los trabajos de la congregación general, quiero invitaros a dedicar la oración de la hora Tercia a la intención de la reconciliación y de la paz en Oriente Medio.


Nos ha golpeado dolorosamente y seguimos con profunda preocupación cuanto está sucediendo en Siria, en Irak, en Jerusalén y en Cisjordania, donde asistimos a un aumento de la violencia que afecta a civiles inocentes y continúa alimentando una crisis humanitaria de enormes proporciones. La guerra conlleva destrucción y multiplica los sufrimientos de las poblaciones. Esperanza y progreso llegan sólo con elecciones de paz. Unámonos, por lo tanto, en una intensa y confiada oración al Señor, una oración que quiere ser al mismo tiempo expresión de cercanía a los hermanos patriarcas y obispos aquí presentes, que provienen de esas regiones, a sus sacerdotes y fieles, como también a todos los que viven ahí.


Al mismo tiempo dirijo, junto al Sínodo, un sentido llamamiento a la comunidad internacional, para que encuentre el modo de ayudar eficazmente a las partes que se ven afectadas, el modo de alargar sus propios horizontes más allá de los intereses inmediatos y a usar los instrumentos del derecho internacional, de la diplomacia, para resolver los conflictos en curso.


Deseo, por último, que extendamos nuestra oración también a aquellas zonas del continente africano que están viviendo situaciones análogas de conflicto.


Que interceda por todos María, Reina de la paz y amorosa Madre de sus hijos.


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INTRODUCCIÓN DEL SANTO PADRE


Aula del Sínodo
Lunes 5 de octubre de 2015


Queridas beatitudes, eminencias, excelencias, hermanos y hermanas:


La Iglesia retoma hoy el diálogo iniciado con la convocación del Sínodo extraordinario sobre la familia, —y ciertamente mucho antes— para evaluar y reflexionar juntos el texto del Instrumentum Laboris, elaborado a partir de la Relatio Synodi y de las respuestas de las Conferencias episcopales y de los organismos con derecho.


El Sínodo, como sabemos, es un caminar juntos con espíritu de colegialidad y de sinodalidad, adoptando valientemente la parresia, el celo pastoral y doctrinal, la sabiduría, la franqueza, y poniendo siempre delante de nuestros ojos el bien de la Iglesia, de las familias y la suprema lex: la salus animarum (cf. can. 1752).


Quisiera recordar que el Sínodo no es un congreso o un «locutorio», no es un parlamento o un senado, donde nos ponemos de acuerdo. El Sínodo, en cambio, es una expresión eclesial, es decir, es la Iglesia que camina unida para leer la realidad con los ojos de la fe y con el corazón de Dios; es la Iglesia que se interroga sobre la fidelidad al depósito de la fe, que para ella no representa un museo al que mirar ni tampoco sólo que salvaguardar, sino que es una fuente viva de la cual la Iglesia se sacia, para saciar e iluminar el depósito de la vida.


El Sínodo se mueve necesariamente en el seno de la Iglesia y dentro del santo pueblo de Dios, del cual nosotros formamos parte en calidad de pastores, es decir, servidores.


El Sínodo, además, es un espacio protegido donde la Iglesia experimenta la acción del Espíritu Santo. En el Sínodo el Espíritu habla a través de la lengua de todas las personas que se dejan conducir por el Dios que sorprende siempre, por el Dios que revela a los pequeños lo que esconde a los sabios y a los inteligentes, por el Dios que ha creado la ley y el sábado para el hombre y no viceversa, por el Dios que deja las noventa y nueve ovejas para buscar a la única oveja perdida, por el Dios que es siempre más grande que nuestras lógicas y nuestros cálculos.


Recordamos que el Sínodo podrá ser un espacio de la acción del Espíritu Santo sólo si nosotros, los participantes, nos revestimos de coraje apostólico, humildad evangélica y oración confiada.


El coraje apostólico que no se deja asustar de frente a las seducciones del mundo, que tienden a apagar en el corazón de los hombres la luz de la verdad, sustituyéndola con pequeñas y pasajeras luces, y ni siquiera de frente al endurecimiento de algunos corazones que —a pesar de las buenas intenciones— alejan a las personas de Dios. «El coraje apostólico de llevar vida y no hacer de nuestra vida cristiana un museo de recuerdos» (Homilía en Santa Marta, 28 de abril de 2015).


La humildad evangélica que sabe vaciarse de las propias convenciones y prejuicios para escuchar a los hermanos obispos y llenarse de Dios. Humildad que lleva a no apuntar el dedo en contra de los demás, para juzgarlos, sino a tenderles la mano, para levantarlos sin sentirse nunca superiores a ellos.


La oración confiada es la acción del corazón cuando se abre a Dios, cuando se hacen callar todos nuestros humores para escuchar la suave voz de Dios que habla en el silencio. Sin escuchar a Dios, todas nuestras palabras serán solamente «palabras» que no sacian y no sirven. Sin dejarse guiar por el Espíritu, todas nuestras decisiones serán solamente «decoraciones» que en lugar de exaltar el Evangelio lo recubren y lo esconden.


Queridos hermanos:


Como he dicho, el Sínodo no es un parlamento, donde para alcanzar un consenso o un acuerdo común se recurre a la negociación, al acuerdo o a las componendas, sino que el único método del Sínodo es abrirse al Espíritu Santo con coraje apostólico, con humildad evangélica y con oración confiada, de modo que sea él quien nos guíe, nos ilumine y nos haga poner delante de los ojos no nuestras opiniones personales, sino la fe en Dios, la fidelidad al magisterio, el bien de la Iglesia y la salus animarum.


Por último, quisiera agradecer de corazón al cardenal Lorenzo Baldisseri, secretario general del Sínodo; a monseñor Fabio Fabene, subsecretario; al relator, cardenal Péter Erdő; y al secretario especial, monseñor Bruno Forte; a los presidentes delegados, los escritores, los consultores, los traductores y todos aquellos que han trabajado con verdadera fidelidad y total entrega a la Iglesia. ¡Gracias de corazón!


Agradezco igualmente a todos ustedes, queridos padres sinodales, delegados fraternos, auditores, auditoras y asesores, por su participación activa y fructuosa.


Un especial agradecimiento quiero dirigir a los periodistas presentes en este momento y aquellos que nos siguen de lejos. Gracias por su apasionada participación y por su admirable atención.


Iniciamos nuestro camino invocando la ayuda del Espíritu Santo y la intercesión de la Sagrada Familia: Jesús, María y San José. ¡Gracias!


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VIGILIA DE ORACIÓN PREPARATORIA
DE LA XIV ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

 

Plaza de San Pedro
Sábado 3 de octubre de 2015



Queridas familias, buenas tardes.


¿Vale la pena encender una pequeña vela en la oscuridad que nos rodea? ¿No se necesitaría algo más para disipar la oscuridad? Pero, ¿se pueden vencer las tinieblas?
En ciertas épocas de la vida –de esta vida llena de recursos estupendos–, preguntas como esta se imponen con apremio. Frente a las exigencias de la existencia, existe la tentación de echarse para atrás, de desertar y encerrarse, a lo mejor en nombre de la prudencia y del realismo, escapando así de la responsabilidad de cumplir a fondo el propio deber.


¿Recuerdan la experiencia de Elías? El cálculo humano le causa al profeta un miedo que lo empuja a buscar refugio. Miedo. «Entonces Elías tuvo miedo, se levantó y se fue para poner a salvo su vida […] Caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Allí se introdujo en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor preguntando: “¿Qué haces aquí, Elías?”» (1 R 19,3.8-9). Luego, en el Horeb, la respuesta no la encontrará en el viento impetuoso que sacude las rocas, ni en el terremoto, ni tampoco en el fuego. La gracia de Dios no levanta la voz, es un rumor que llega a cuantos están dispuestos a escuchar la suave brisa –aquel tenue silencio sonoro– los exhorta a salir, a regresar al mundo, a ser testigos del amor de Dios por el hombre, para que el mundo crea…


Con este espíritu, hace precisamente un año, en esta misma plaza, invocábamos al Espíritu Santo pidiéndole que los Padres sinodales –al poner atención en el tema de la familia– supieran escuchar y confrontarse teniendo fija la mirada en Jesús, Palabra última del Padre y criterio de interpretación de la realidad.


Esta noche, nuestra oración no puede ser diferente. Pues, como recordaba el Metropolita Ignacio IV Hazim, sin el Espíritu Santo, Dios resulta lejano, Cristo permanece en el pasado, la Iglesia se convierte en una simple organización, la autoridad se transforma en dominio, la misión en propaganda, el culto en evocación y el actuar de los cristianos en una moral de esclavos (cf. Discurso en la Conferencia Ecuménica de Uppsala, 1968).


Oremos, pues, para que el Sínodo que se abre mañana sepa reorientar la experiencia conyugal y familiar hacia una imagen plena del hombre; que sepa reconocer, valorizar y proponer todo lo bello, bueno y santo que hay en ella; abrazar las situaciones de vulnerabilidad que la ponen a prueba: la pobreza, la guerra, la enfermedad, el luto, las relaciones laceradas y deshilachadas de las que brotan dificultades, resentimientos y rupturas; que recuerde a estas familias, y a todas las familias, que el Evangelio sigue siendo la «buena noticia» desde la que se puede siempre comenzar de nuevo. Que los Padres sepan sacar del tesoro de la tradición viva palabras de consuelo y orientaciones esperanzadoras para las familias, que están llamadas en este tiempo a construir el futuro de la comunidad eclesial y de la ciudad del hombre.



* * *


Cada familia es siempre una luz, por más débil que sea, en medio de la oscuridad del mundo.


La andadura misma de Jesús entre los hombres toma forma en el seno de una familia, en la cual permaneció treinta años. Una familia como tantas otras, asentada en una aldea insignificante de la periferia del Imperio.


Charles de Foucauld intuyó, quizás como pocos, el alcance de la espiritualidad que emana de Nazaret. Este gran explorador abandonó muy pronto la carrera militar fascinado por el misterio de la Sagrada Familia, por la relación cotidiana de Jesús con sus padres y sus vecinos, por el trabajo silencioso, por la oración humilde. Contemplando a la Familia de Nazaret, el hermano Charles se percató de la esterilidad del afán por las riquezas y el poder; con el apostolado de la bondad se hizo todo para todos; atraído por la vida eremítica, entendió que no se crece en el amor de Dios evitando la servidumbre de las relaciones humanas, porque amando a los otros es como se aprende a amar a Dios; inclinándose al prójimo es como nos elevamos hacia Dios. A través de la cercanía fraterna y solidaria a los más pobres y abandonados entendió que, a fin de cuentas, son precisamente ellos los que nos evangelizan, ayudándonos a crecer en humanidad.


Para entender hoy a la familia, entremos también nosotros –como Charles de Foucauld– en el misterio de la Familia de Nazaret, en su vida escondida, cotidiana y ordinaria, como es la vida de la mayor parte de nuestras familias, con sus penas y sus sencillas alegrías; vida entretejida de paciencia serena en las contrariedades, de respeto por la situación de cada uno, de esa humildad que libera y florece en el servicio; vida de fraternidad que brota del sentirse parte de un único cuerpo.


La familia es lugar de santidad evangélica, llevada a cabo en las condiciones más ordinarias. En ella se respira la memoria de las generaciones y se ahondan las raíces que permiten ir más lejos. Es el lugar de discernimiento, donde se nos educa para descubrir el plan de Dios para nuestra vida y saber acogerlo con confianza. La familia es lugar de gratuidad, de presencia discreta, fraterna, solidaria, que nos enseña a salir de nosotros mismos para acoger al otro, para perdonar y sentirse perdonados.



* * *


Volvamos a Nazaret para que sea un Sínodo que, más que hablar sobre la familia, sepa aprender de ella, en la disponibilidad a reconocer siempre su dignidad, su consistencia y su valor, no obstante las muchas penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar.


En la «Galilea de los gentiles» de nuestro tiempo encontraremos de nuevo la consistencia de una Iglesia que es madre, capaz de engendrar la vida y atenta a comunicar continuamente la vida, a acompañar con dedicación, ternura y fuerza moral. Porque si no somos capaces de unir la compasión a la justicia, terminamos siendo seres inútilmente severos y profundamente injustos.


Una Iglesia que es familia sabe presentarse con la proximidad y el amor de un padre, que vive la responsabilidad del custodio, que protege sin reemplazar, que corrige sin humillar, que educa con el ejemplo y la paciencia. A veces, con el simple silencio de una espera orante y abierta.


Y una Iglesia sobre todo de hijos, que se reconocen hermanos, nunca llega a considerar al otro sólo como un peso, un problema, un coste, una preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un don, que sigue siéndolo aunque recorra caminos diferentes.


La Iglesia es una casa abierta, lejos de grandezas exteriores, acogedora en el estilo sobrio de sus miembros y, precisamente por ello, accesible a la esperanza de paz que hay dentro de cada hombre, incluidos aquellos que –probados por la vida– tienen el corazón lacerado y dolorido.


Esta Iglesia puede verdaderamente iluminar la noche del hombre, indicarle con credibilidad la meta y compartir su camino, sencillamente porque ella es la primera que vive la experiencia de ser incesantemente renovada en el corazón misericordioso del Padre.


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