jueves, 4 de febrero de 2016

FRANCISCO: Discursos de enero 2016 (22, 18, 17, 16 y 11)

DISCURSOS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
ENERO 2016


INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL
DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 22 de enero de 2016


Queridos hermanos:


Os doy mi cordial bienvenida, y le agradezco al Decano las palabras con que ha introducido nuestro encuentro.


El ministerio del Tribunal Apostólico de la Rota Romana ha sido desde siempre una ayuda al Sucesor de Pedro, para que la Iglesia, inescindiblemente unida a la familia, siga proclamando el designio de Dios Creador y Redentor sobre la sacralidad y belleza de la institución familiar. Una misión siempre actual y que adquiere mayor relevancia en nuestro tiempo.


Junto a la definición de la Rota Romana como Tribunal de la familia [1], quisiera resaltar otra prerrogativa, y es que también es el Tribunal de la verdad del vínculo sagrado. Y estos dos aspectos son complementarios.


La Iglesia, en efecto, puede mostrar el indefectible amor misericordioso de Dios por las familias, en particular a las heridas por el pecado y por las pruebas de la vida, y, al mismo tiempo, proclamar la irrenunciable verdad del matrimonio según el designio de Dios. Este servicio está confiado en primer lugar al Papa y a los obispos.


En el camino sinodal sobre el tema de la familia, que el Señor nos ha concedido realizar en los dos últimos años, hemos podido realizar, en espíritu y estilo de efectiva colegialidad, un profundo discernimiento sapiencial, gracias al cual la Iglesia ha indicado al mundo —entre otras cosas— que no puede haber confusión entre la familia querida por Dios y cualquier otro tipo de unión.


Con esa misma actitud espiritual y pastoral, vuestra actividad, tanto al juzgar como al contribuir a la formación permanente, asiste y promueve el opus veritatis. Cuando la Iglesia, a través de vuestro servicio, se propone declarar la verdad sobre el matrimonio en el caso concreto, para el bien de los fieles, al mismo tiempo tiene siempre presente que quienes, por libre elección o por infelices circunstancias de la vida [2], viven en un estado objetivo de error, siguen siendo objeto del amor misericordioso de Cristo y por lo tanto de la misma Iglesia.


La familia, fundada en el matrimonio indisoluble, unitivo y procreativo, pertenece al «sueño» de Dios y de su Iglesia para la salvación de la humanidad [3].


Tal y como afirmó el beato Pablo VI, la Iglesia siempre ha dirigido «una mirada especial, llena de solicitud y de amor, a la familia y a sus problemas. Por medio del matrimonio y de la familia Dios ha unido sabiamente dos de las mayores realidades humanas: la misión de transmitir la vida y el amor mutuo y legítimo del hombre y la mujer, por el cual están llamados a completarse mutuamente en una entrega recíproca no sólo física, sino sobre todo espiritual. O mejor dicho, Dios ha querido hacer partícipes a los esposos de su amor, del amor personal que Él tiene por cada uno de ellos y por el cual les llama a ayudarse y a entregarse mutuamente para alcanzar la plenitud de su vida personal; y del amor que Él trae a la humanidad y a todos sus hijos, y por el cual desea multiplicar los hijos de los hombres para hacerles partícipes de su vida y felicidad eterna»[4].


La familia y la Iglesia, en planos diversos, concurren para acompañar al ser humano hacia el fin de su existencia. Y lo hacen, ciertamente, con las enseñanzas que transmiten, pero también con su propia naturaleza de comunidad de amor y vida. De hecho, igual que la familia puede ser llamada «Iglesia doméstica», a la Iglesia se le aplica correctamente el título de familia de Dios. Por lo tanto «el “espíritu familiar” es una carta constitucional para la Iglesia: así el cristianismo debe aparecer, y así debe ser. Está escrito en letras claras: “Vosotros que un tiempo estabais lejos —dice san Pablo— […] ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (Ef 2, 19). La Iglesia es y debe ser la familia de Dios»[5].


Precisamente porque la Iglesia es madre y maestra, sabe que entre los cristianos, algunos tienen una fe fuerte, formada por la caridad, fortalecida por una buena catequesis y nutrida por la oración y la vida sacramental, mientras que otros tienen una fe débil, descuidada, no formada, poco educada, u olvidada.


Es bueno recordar con claridad que la calidad de la fe no es una condición esencial del consentimiento matrimonial, el cual, de acuerdo con la doctrina de siempre, puede ser minado solamente a nivel natural (cf. CIC, can. 1055 § 1 e 2). De hecho, el habitus fidei se infunde en el momento del bautismo y sigue teniendo un misterioso influjo en el alma, incluso cuando la fe no se haya desarrollado y psicológicamente parezca estar ausente. No es raro que los novios, empujados al verdadero matrimonio por el instinctus naturae, en el momento de la celebración, tengan un conocimiento limitado de la plenitud del plan de Dios, y sólo después, en la vida familiar, descubran todo lo que Dios, Creador y Redentor ha establecido para ellos. Las deficiencias de formación en la fe y también el error relativo a la unidad, la indisolubilidad y la dignidad sacramental del matrimonio vician el consentimiento matrimonial solamente si determinan la voluntad (cf. CIC, can. 1099). Precisamente por eso los errores que afectan a la naturaleza sacramental del matrimonio deben evaluarse con mucha atención.


La Iglesia, pues, con renovado sentido de responsabilidad sigue proponiendo el matrimonio, en sus elementos esenciales —hijos, bien de los cónyuges, unidad, indisolubilidad, sacramentalidad[6]— no como un ideal para pocos, a pesar de los modernos modelos centrados en lo efímero y lo transitorio, sino como una realidad que, en la gracia de Cristo, puede ser vivida por todos los fieles bautizados. Y por ello, con mayor razón, la urgencia pastoral, que abraza todas las estructuras de la Iglesia, impulsa a converger hacia un intento común ordenado a la preparación adecuada al matrimonio, en una especie de nuevo catecumenado —subrayo esto: en una especie de nuevo catecumenado— tan deseado por algunos Padres Sinodales[7].


Queridos hermanos, el tiempo en que vivimos es muy comprometedor, tanto para las familias, como para los pastores, que estamos llamados a acompañarlas. Con esta conciencia, os deseo un buen trabajo para el nuevo año que el Señor nos dona. Os aseguro mi oración y yo también cuento con la vuestra. Que la Virgen y San José obtengan a la Iglesia crecer en el espíritu de familia y a las familias sentirse cada vez más parte viva y activa del pueblo de Dios. Gracias.


[1] Pío XII, Alocución a la Rota Romana del 1 de octubre 1940: L’Osservatore Romano, 2 octubre 1940, p. 1.


[2] «Quizás todo este flagelo tiene un nombre extremadamente genérico, pero en este caso trágicamente verdadero, y es egoísmo. Si el egoísmo gobierna el reino del amor humano, que es precisamente la familia, lo envilece, lo entristece, lo disuelve. El arte de amar no es tan fácil como comúnmente se cree. No basta el instinto para enseñarlo. La pasión mucho menos. El placer tampoco» (G.B. Montini, Carta pastoral a la archidiócesis ambrosiana al comienzo de la Cuaresma de 1960).


[3] Cf. Pío XI, Carta. enc. Casti connubii, 31 de diciembre de 1930: AAS 22 (1930), 541.


[4] Pablo VI, Discurso al XIII Congreso Nacional del Centro Italiano Femenino, 12 de febrero de 1966: AAS 58 (1966), 219. San Juan Pablo II en la Carta a las familias afirmaba que la familia es camino de la Iglesia: «el primero y el más importante» (Gratissimam sane, 2 de febrero de 1994, 2: AAS 86 [1994], 868).




[6] Cf. Augustinus, De bono coniugali, 24, 32; De Genesi ad litteram, 9, 7, 12.


[7] «Esta preparación al matrimonio, pensamos, será ágil, si la formación de una familia se presenta desde la juventud, y si se comprende por quien pretende fundar su propio hogar como una vocación, como una misión, como un gran deber, que da a la vida un altísimo fin, y la llena de sus dones y de sus virtudes. Esta presentación ni deforma ni exagera la realidad» (G. B. Montini, Carta pastoral a la archidiócesis ambrosiana, cit.).


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A UNA DELEGACIÓN ECUMÉNICA DE LA IGLESIA LUTERANA DE FINLANDIA,
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE SAN ENRIQUE


Lunes 18 de enero de 2016


Queridos hermanos y hermanas, Eminencia:


Os dirijo mi cordial bienvenida a vosotros, que también este año habéis querido visitar al obispo de Roma con ocasión de la tradicional peregrinación por la fiesta de san Enrique. 
Agradezco al obispo luterano de Helsinki, Irja Askola, por sus corteses palabras.


Vuestra peregrinación ecuménica es un signo elocuente del hecho que, como luteranos, ortodoxos y católicos, habéis descubierto lo que os une y, juntos, deseáis dar testimonio de Jesucristo, que es el fundamento de la unidad.


Especialmente, estamos agradecidos al Señor por los resultados que se han conseguido en el diálogo entre luteranos y católicos. Recuerdo el documento común «Justification in the Life of the Church». Sobre esta base, este diálogo prosigue en su prometedor camino hacia una interpretación compartida, a nivel sacramental, de Iglesia, Eucaristía y ministerio. Los importantes pasos adelante que hemos realizado juntos están construyendo un sólido fundamento de comunión de vida en la fe y en la espiritualidad, y las relaciones se impregnan cada vez más de un espíritu de serena confrontación y de fraterno compartir.


La común vocación de todos los cristianos está bien evidenciada por el texto bíblico de referencia de la Semana de oración para la unidad de los cristianos, que inicia hoy: «Vosotros, en cambio, sois un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz maravillosa» (1 Pt 2,9).


En nuestro diálogo, todavía algunas diferencias permanecen en la doctrina y en la práctica. Pero esto no nos debe desanimar sino que, al contrario, nos debe alentar a proseguir juntos el camino hacia una siempre mayor unidad, también superando viejas concepciones y reticencias. En un mundo a menudo golpeado por los conflictos y marcado por el secularismo y la indiferencia, todos unidos estamos llamados a comprometernos en confesar a Jesucristo haciéndonos, cada vez más, testigos creíbles de unidad y artífices de paz y de reconciliación.


Queridos hermanos y hermanas, me alegro de vuestro común compromiso con el cuidado de la creación, y os agradezco de corazón por el gesto simbólico de hospitalidad que habéis querido ofrecerme en nombre del pueblo finlandés.


Con la esperanza que vuestra visita contribuya a reforzar posteriormente la colaboración entre vuestras respectivas comunidades, pido para todos vosotros abundantes gracias de Dios y os acompaño de corazón con mi fraterna bendición.


Os invito a que recemos juntos el Padre Nuestro.
 
 
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VISITA A LA SINAGOGA DE ROMA



Domingo 17 de enero de 2016


Queridos hermanos y hermanas:


Me siento feliz de estar hoy aquí con vosotros en este Templo Mayor. Doy las gracias por sus amables palabras al sr. Di Segni, a la sra. Dureghello y al abogado Gattegna; y os agradezco a todos vuestra cálida bienvenida, ¡gracias! ¡Tada Todà rabbà, gracias!


Durante mi primera visita a esta sinagoga como Obispo de Roma, deseo expresaros, extendiéndolo a todas las comunidades judías, el saludo fraterno de paz de esta Iglesia y de toda la Iglesia católica.


Nuestras relaciones ocupan un lugar muy especial en mi corazón. Ya en Buenos Aires solía acudir a las sinagogas para encontrar a las comunidades que se reunían allí, seguir de cerca las fiestas y las conmemoraciones judías y dar gracias al Señor que nos da la vida y nos acompaña a lo largo de la historia.


Con el tiempo se creó un vínculo espiritual, lo que favoreció el nacimiento de auténticas relaciones de amistad e incluso inspiró un compromiso compartido. En el diálogo interreligioso es fundamental que nos reunamos como hermanos y hermanas ante nuestro Creador y lo alabemos, que nos respetemos y valoremos los unos a otros y tratemos de colaborar. Y en el diálogo judeo-cristiano hay un vínculo único y especial, en virtud de las raíces judías del cristianismo: judíos y cristianos, por lo tanto, deben sentirse hermanos, unidos por el mismo Dios y un rico patrimonio espiritual común (cf. Decl. Nostra Aetate, 4), sobre el cual basarse y seguir construyendo el futuro.


Con mi visita sigo los pasos de mis predecesores. El Papa Juan Pablo II vino aquí hace treinta años, el 13 de abril de 1986; y el Papa Benedicto XVI estuvo entre vosotros hace ya seis años. Juan Pablo II, en aquella ocasión, acuñó la hermosa expresión «hermanos mayores», y de hecho sois nuestros hermanos y hermanas mayores en la fe. Todos ellos pertenecen a una sola familia, la familia de Dios, quien nos acompaña y nos protege como pueblo suyo. Juntos, como judíos y como católicos, estamos llamados a asumir nuestra responsabilidad con esta ciudad, contribuyendo, sobre todo en lo espiritual, y favoreciendo la resolución de los diversos problemas actuales. Espero que crezcan cada vez más la cercanía, la comprensión recíproca y el respeto entre nuestras dos comunidades de fe. Por esto es importante que yo haya venido entre vosotros precisamente hoy, 17 de enero, cuando la Conferencia episcopal italiana celebra la «Jornada del diálogo entre católicos y judíos».


Acabamos de conmemorar el 50º aniversario de la declaración Nostra Aetate del Concilio Vaticano II, que ha hecho posible el diálogo sistemático entre la Iglesia católica y el judaísmo. El pasado 28 de octubre, en la Plaza de San Pedro, tuve la oportunidad de saludar a un gran número de representantes judíos, a quienes me dirigí de este modo: «Merece una especial gratitud a Dios la auténtica transformación que ha tenido en los últimos cincuenta años la relación entre los cristianos y los judíos. La indiferencia y la oposición dieron paso a colaboración y benevolencia. De enemigos y extraños hemos pasado a ser amigos y hermanos. El Concilio, con la declaración Nostra Aetate trazó el camino: “sí” al redescubrimiento de las raíces judías del cristianismo; “no” a cualquier forma de antisemitismo, y en consecuencia la condenación de toda injuria, discriminación y persecución». Nostra Aetate definió teológicamente por primera vez, de forma explícita, las relaciones de la Iglesia Católica con el judaísmo. Naturalmente ésta no resolvió todas las cuestiones teológicas que nos afectan, pero hizo referencia de modo alentador, proporcionando un importante estímulo para las necesarias reflexiones posteriores. En este sentido, el 10 de diciembre de 2015, la Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo publicó un nuevo documento que afronta las cuestiones teológicas que han surgido en las últimas décadas transcurridas desde la promulgación de Nostra Aetate. De hecho, la dimensión teológica del diálogo judeo-católico merece ser cada vez más profundizada, y deseo animar a todos los que participan en este diálogo a continuar en esta dirección, con discernimiento y perseverancia. Precisamente desde un punto de vista teológico, es evidente el vínculo inseparable entre los cristianos y los judíos. Los cristianos, para comprenderse a sí mismos, no pueden dejar de hacer referencia a las raíces judías, y la Iglesia, mientras que profesa la salvación por la fe en Cristo, reconoce la irrevocabilidad de la Antigua Alianza y el amor constante y fiel de Dios por Israel. Junto con las cuestiones teológicas, no debemos perder de vista los grandes desafíos que afronta el mundo de hoy. 
El de una ecología integral es ahora una prioridad, y cómo los cristianos y los judíos podemos y debemos ofrecer a la humanidad el mensaje de la Biblia sobre el cuidado de la creación.


Conflictos, guerras, la violencia y las injusticias abren profundas heridas en la humanidad y nos llaman a fortalecer el compromiso con la paz y la justicia. La violencia del hombre contra el hombre está en contradicción con toda religión digna de este nombre, y en particular con las tres grandes religiones monoteístas. La vida es sagrada, como don de Dios. El quinto mandamiento del Decálogo es: «No matarás» (Éx 20, 13). Dios es el Dios de la vida y quiere siempre promoverla y defenderla; y nosotros, creados a su imagen y semejanza, estamos llamados a hacer lo mismo. Todo ser humano en cuanto criatura de Dios, es nuestro hermano, independientemente de su origen y de su pertenencia religiosa. Cada persona debe ser vista con benevolencia, como hace Dios, que da su mano misericordiosa a todos, independientemente de su fe y de su origen, y que se ocupa de las personas que más lo necesitan: los pobres, los enfermos, los marginados y los indefensos. Allí donde la vida está en peligro estamos llamados todavía más a protegerla. Ni la violencia ni la muerte tendrán jamás la última palabra frente a Dios, que es el Dios del amor y de la vida.


Tenemos que pedirle con insistencia para que nos ayude a practicar en Europa, en Tierra Santa, en Oriente Medio, en África y en cada parte del mundo la lógica de la paz, de la reconciliación, del perdón y de la vida.


El pueblo judío, en su historia, ha querido experimentar la violencia y la persecución, hasta el exterminio de los judíos europeos durante el Holocausto. Seis millones de personas, sólo por el hecho de pertenecer al pueblo judío, fueron víctimas de la más inhumana barbarie perpetrada en nombre de una ideología que quería reemplazar a Dios por el hombre. El 16 de octubre de 1943, más de mil hombres, mujeres y niños de la comunidad judía de Roma fueron deportados a Auschwitz. Hoy deseo recordarlos de todo corazón: especialmente sus sufrimientos, sus angustias. Sus lágrimas nunca se deben olvidar. Y el pasado nos debe servir de lección para el presente y para el futuro. El Holocausto nos enseña que es necesaria siempre la máxima vigilancia para poder intervenir tempestivamente en defensa de la dignidad humana y de la paz. Quisiera expresar mi cercanía a cada testigo de la Shoah que aún vive; y dirijo mi saludo a todos los aquí presentes.


Queridos hermanos mayores, tenemos que estar verdaderamente agradecidos por todo lo que ha sido posible realizar en los últimos 50 años, porque entre nosotros han crecido y se han profundizado la comprensión recíproca, la mutua confianza y la amistad. Recemos juntos al Señor, para que conduzca nuestro camino hacia un futuro bueno, mejor. Dios tiene para nosotros proyectos de salvación, como dice el profeta Jeremías: «Pues sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza» (Jer 29, 11). Que el Señor nos bendiga y nos proteja. Haga resplandecer su rostro sobre nosotros y nos dé su gracia. Dirija sobre nosotros su rostro y nos conceda la paz (cf. Nm 6, 24-26). ¡Shalom alechem!


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A LOS MIEMBROS DEL MOVIMIENTO CRISTIANO DE TRABAJADORES

Palacio Apostólico Vaticano
Aula Pablo VI
Sábado 16 de enero de 2016


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Os acojo con gusto y agradezco al presidente las palabras que me ha dirigido. Dirijo un fraternal saludo de bienvenida a los Pastores que han querido estar presentes con vosotros, y algunos de ellos, además, han venido de lejos. Os saludo a todos vosotros y agradezco a los dos representantes, María y Juan, por los testimonios que han escrito.


En su testimonio, María hace mención a vuestra vocación, porque nace de una llamada que Dios dirige desde el principio al hombre, para que «guardara y cultivara» la casa común (cf. Gen 2, 15). Así, a pesar del mal, que ha corrompido el mundo y también la actividad humana, «en el trabajo libre, creativo, participativo y solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 192). ¿Cómo podemos responder bien a esta vocación, que nos llama a imitar activamente la incansable obra del Padre y de Jesús que, como dice el Evangelio, «actúan siempre» (cf. Jn 5, 17)?


Quisiera sugeriros tres palabras, que os pueden ayudar. La primera es educación. Educar significa «extraer». Es la capacidad de sacar lo mejor del propio corazón. No es sólo enseñar alguna técnica o aprender nociones, sino hacernos más humanos a nosotros mismos y la realidad que nos circunda. Y esto vale de modo particular para el trabajo: es necesario formar un nuevo «humanismo del trabajo». Porque vivimos en un tiempo de explotación de los trabajadores; en un momento en donde el trabajo, no está precisamente al servicio de la dignidad de la persona humana, sino que es el trabajo esclavo. Debemos formar, educar a un nuevo humanismo del trabajo, donde el hombre, no la ganancia, esté al centro; donde la economía sirva al hombre y no se sirva del hombre.


Otro aspecto es importante: educar ayuda a no ceder ante los engaños de quien quiere hacer creer que el trabajo, el esfuerzo cotidiano, el don de sí mismos y el estudio no tienen valor. Añadiría que hoy, en el mundo del trabajo —aunque también en cada ambiente— es urgente educar a recorrer el camino, luminoso y laborioso, de la honestidad, huyendo de los atajos de los favoritismos y de las recomendaciones. Por debajo está la corrupción. Existen siempre estas tentaciones, pequeñas o grandes, pero se trata siempre de «compraventas morales», indignas del hombre: se deben rechazar, habituando el corazón a permanecer libre. De lo contrario, generan una mentalidad falsa y nociva, que se debe combatir: la de la ilegalidad, que comporta la corrupción de la persona y de la sociedad. La ilegalidad es como un pulpo que no se ve: está escondido, sumergido, pero con sus tentáculos sujeta y envenena, contaminando y haciendo mucho mal. Educar es una gran vocación: como san José adiestró a Jesús en el arte del carpintero, también vosotros estáis llamados a ayudar a las jóvenes generaciones a descubrir la belleza del trabajo verdaderamente humano.


La segunda palabra que quiero deciros es compartir. El trabajo no es solamente una vocación de cada persona, sino que es la oportunidad de entrar en relación con los otros: «Cualquier forma de trabajo tiene detrás una idea sobre la relación que el ser humano puede o debe establecer con lo otro de sí» (Carta enc. Laudato si’, 125). El trabajo debería unir a las personas, no alejarlas, haciéndolas cerradas y distantes. Ocupando tantas horas del día, nos ofrece también la ocasión para compartir lo cotidiano, para interesarnos por quien está cerca de nosotros, para recibir como un don y como una responsabilidad la presencia de los demás. Juan habló, en su testimonio escrito, de una forma de compartir que se concreta en vuestro Movimiento: «proyectos de Servicio Civil», que os permiten acercaros a personas y contextos nuevos, haciendo vuestros los problemas y las esperanzas. Es importante que los demás no sean sólo los destinatarios de algun tipo de atención, sino auténticos proyectos. Todos hacen proyectos para sí mismos, pero proyectar para los demás permite dar un paso adelante: pone la inteligencia al servicio del amor, haciendo a la persona más integra y la vida más feliz, porque es capaz de donar.


La última palabra que quiero compartiros es testimonio. El apóstol Pablo animaba a testimoniar la fe también mediante la actividad, venciendo la pereza y la indolencia; y dio una regla muy fuerte y clara: «si alguno no quiere trabajar, que no coma» (2 Ts 3, 10). 
También en aquel tiempo estaban quienes hacían trabajar a los demás, para comer. Hoy, en cambio, están quienes quisieran trabajar, pero no pueden, y tienen dificultad incluso para comer. Vosotros encontráis muchos jóvenes que no trabajan: en verdad, como habéis dicho, son «los nuevos excluidos de nuestro tiempo». Pensad que en algunos países de Europa, de esta nuestra Europa, tan culta, la juventud llega al 40% de desocupación, 47% en algunos países, 50% en otros. Pero ¿qué hace un joven que no trabaja? ¿Dónde acaba? En las dependencias, en las enfermedades psicológicas, en los suicidios. Y no siempre se publican las estadísticas de los suicidios juveniles. Esto es un drama: es el drama de los nuevos excluidos de nuestro tiempo. Y se les priva de su dignidad. La justicia humana exige el acceso al trabajo para todos. También la misericordia divina nos interpela: ante las personas con dificultad y en situaciones penosas —pienso en los jóvenes para quienes casarse o tener hijos es un problema, porque no tienen un empleo suficientemente estable o la casa— no sirve hacer prédicas; en cambio transmitir la esperanza, confortar con la presencia, sostener con la ayuda concreta.


Os animo a dar testimonio comenzando por vuestro estilo de vida personal y asociativo: testimonio de gratuidad, de solidaridad, de espíritu de servicio. El discípulo de Cristo, cuando es transparente en el corazón y sensible en la vida, lleva la luz del Señor a los lugares donde vive y trabaja. Esto os deseo, mientras os pido disculpas por el retraso: tenéis paciencia, vosotros. Pero las audiencias (de la mañana) se han alargado. Y bendigo a todos vosotros, vuestras familias y vuestro esfuerzo. Por favor, no os olvidéis de orar por mí. Gracias.

 
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AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Regia
Lunes 11 de enero de 2016


Excelencias, Señoras y Señores:


Les doy la cordial bienvenida a esta cita anual, que me da la oportunidad de presentarles mis mejores deseos para el nuevo año, y de reflexionar con ustedes sobre la situación de nuestro mundo, bendecido y amado por Dios, y, sin embargo, cansado y afligido por tantos males. Doy las gracias al nuevo Decano del Cuerpo Diplomático, Su Excelencia el Sr. Armindo Fernandes do Espírito Santo Vieira, Embajador de Angola, por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Al mismo tiempo quiero recordar de manera especial a los difuntos Embajadores de Cuba, Rodney Alejandro López Clemente, y de Liberia, Rudolf P. von Ballmoos, cuando se cumple casi un mes de su muerte.


Aprovecho la ocasión también para saludar de modo particular a los que participan por primera vez en este encuentro, reconociendo con agrado que, en el último año, se ha incrementado el número de embajadores residentes en Roma. Es un signo importante del interés con que la comunidad internacional sigue la actividad diplomática de la Santa Sede. Prueba de ello son también los acuerdos internacionales firmados o ratificados durante el año que acaba de terminar. En particular, quisiera mencionar los acuerdos en materia fiscal firmados con Italia y con los Estados Unidos de América, que demuestran el creciente compromiso de la Santa Sede en favor de una mayor transparencia en materia económica. Igualmente importantes son los acuerdos de carácter general, orientados a regular los aspectos esenciales de la vida y de la actividad de la Iglesia en varios países, como el acuerdo firmado en Dili con la República Democrática de Timor Oriental.


Del mismo modo, deseo mencionar el intercambio de los instrumentos de ratificación del Acuerdo con Chad sobre el estatuto jurídico de la Iglesia católica en ese País, así como el Acuerdo firmado y ratificado con Palestina. Se trata de dos acuerdos que, junto con el Memorándum de Entendimiento entre la Secretaría de Estado y el Ministerio de Asuntos Exteriores de Kuwait, demuestran, entre otras cosas, que la convivencia pacífica entre los creyentes de distintas religiones es posible, allí donde la libertad religiosa se reconoce, y se garantiza la posibilidad efectiva de colaborar en la edificación del bien común, en el respeto mutuo de la identidad cultural de cada uno.


Por otro lado, toda experiencia religiosa auténticamente vivida promueve la paz. Nos lo recuerda la Navidad que acabamos de celebrar y en la que hemos contemplado el nacimiento de un niño indefenso, «llamado: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz» (Is 9,5). El misterio de la Encarnación nos muestra el verdadero rostro de Dios, para quien el poder no significa fuerza y destrucción, sino amor; la justicia no significa venganza, sino misericordia. He querido que se situara en esta perspectiva el Jubileo extraordinario de la Misericordia, que inauguré excepcionalmente en Bangui durante mi viaje apostólico a Kenia, Uganda y República Centroafricana. En un país tan golpeado por el hambre, la pobreza y los conflictos, en el que la violencia fratricida de los últimos años ha dejado profundas heridas en las almas, desgarrando la comunidad nacional y generando pobreza material y moral, la apertura de la Puerta Santa de la Catedral de Bangui pretendía ser un signo de aliento para alzar la mirada, para retomar el camino y para volver a encontrar las razones para el diálogo. Allí donde se ha abusado del nombre de Dios para cometer injusticias, he querido reafirmar, junto con la comunidad musulmana de la República Centroafricana, que «quien dice que cree en Dios ha de ser también un hombre o una mujer de paz»[1], y, por lo tanto, de misericordia, porque nunca se puede matar en nombre de Dios. Sólo una forma ideológica y desviada de religión puede pensar que se hace justicia en nombre del Omnipotente masacrando deliberadamente a personas indefensas, como ocurrió en los sanguinarios atentados terroristas de los últimos meses en África, Europa y Oriente Medio.


La Misericordia ha sido el «hilo conductor» que ha guiado mis viajes apostólicos durante el año pasado. Me refiero en primer lugar a la visita a Sarajevo, ciudad profundamente golpeada por la guerra en los Balcanes y capital de un País, Bosnia y Herzegovina, que tiene un significado especial para Europa y para el mundo entero. Como encrucijada de culturas, naciones y religiones se está esforzando, con resultados positivos, en construir puentes nuevos, valorar lo que une y ver las diferencias como oportunidades de crecimiento en el respeto de todos. Esto es posible a través del diálogo paciente y confiado, que sabe respetar los valores de la cultura de cada uno y acoger lo que hay de bueno en las experiencias de los demás.[2]


Pienso también en el viaje a Bolivia, Ecuador y Paraguay, donde encontré pueblos que no se rinden ante las dificultades, y se enfrentan con valentía, determinación y espíritu de fraternidad a los muchos retos que los afligen, empezando por la pobreza generalizada y las desigualdades sociales. En el viaje a Cuba y a los Estados Unidos de América pude abrazar a dos países que durante mucho tiempo han estado divididos, y que han decidido escribir una nueva página de la historia, emprendiendo un camino de acercamiento y reconciliación.


En Filadelfia, con ocasión del Encuentro Mundial de las Familias, así como durante el viaje a Sri Lanka y Filipinas, y con el reciente Sínodo de los Obispos, he recordado la importancia de la familia, que es la primera y más importante escuela de la misericordia, en la que se aprende a descubrir el rostro amoroso de Dios y en la que nuestra humanidad crece y se desarrolla. Por desgracia, sabemos cuántos desafíos tiene que afrontar la familia en este tiempo en el que está «amenazada por el creciente intento, por parte de algunos, de redefinir la institución misma del matrimonio, guiados por el relativismo, la cultura de lo efímero, la falta de apertura a la vida».[3] Hoy existe un miedo generalizado a la estabilidad que la familia reclama y quienes pagan las consecuencias son sobre todo los más jóvenes, a menudo frágiles y desorientados, y los ancianos que terminan siendo olvidados y abandonados. Por el contrario, «de la fraternidad vivida en la familia, nace (...) la solidaridad en la sociedad»,[4] que nos lleva a ser unos responsables de los otros. Esto sólo es posible si en nuestras casas, así como en nuestra sociedad, no permitimos que se sedimenten el cansancio y los resentimientos, sino que damos paso al diálogo, que es el mejor antídoto contra el individualismo, tan extendido en la cultura de nuestro tiempo.


Estimados Embajadores.


Un espíritu individualista es terreno fértil para que madure el sentido de indiferencia hacia el prójimo, que lleva a tratarlo como puro objeto de compraventa, que induce a desinteresarse de la humanidad de los demás y termina por hacer que las personas sean pusilánimes y cínicas. ¿Acaso no son estas las actitudes que frecuentemente asumimos frente a los pobres, los marginados o los últimos de la sociedad? ¡Y cuántos últimos hay en nuestras sociedades! Entre estos, pienso sobre todo en los emigrantes, con la carga de dificultades y sufrimientos que deben soportar cada día en la búsqueda, a veces desesperada, de un lugar donde poder vivir en paz y con dignidad.


Quisiera, por tanto, detenerme a reflexionar con ustedes sobre la grave emergencia migratoria que estamos afrontando, para discernir sus causas, plantear soluciones, y vencer el miedo inevitable que acompaña un fenómeno tan consistente e imponente, que a lo largo del año 2015 ha afectado principalmente a Europa, pero también a diversas regiones de Asia, así como del norte y el centro de América.


«No tengas miedo ni te acobardes, que contigo está el Señor, tu Dios, en cualquier cosa que emprendas» (Jos 1,9). Es la promesa que Dios hizo a Josué y que pone de manifiesto cómo el Señor acompaña a cada persona, sobre todo a quien se encuentra en una situación de fragilidad, como la que tiene quien busca refugio en un país extranjero. En efecto, toda la Biblia nos narra la historia de una humanidad en camino, porque el estar en camino es connatural al hombre. Su historia está hecha de tantas migraciones, a veces como fruto de su conciencia del derecho a una libre elección; otras, impuestas a menudo por las circunstancias externas. Desde el exilio del paraíso terrenal hasta Abrahán, en camino hacia la tierra prometida, desde la narración del Éxodo hasta la deportación en Babilonia, la Sagrada Escritura narra fatigas y sufrimientos, aspiraciones y esperanzas, que son comunes a los de cientos de miles de personas que, también en nuestros días, con la misma determinación de Moisés, se ponen en marcha para llegar a una tierra en la cual que destile «leche y miel» (cf. Ex 3, 17), donde poder vivir en libertad y en paz.


Y así, también hoy como entonces, oímos el grito de Raquel que llora por sus hijos porque ya no están (cf. Jr 31,15; Mt 2,18). Es la voz de los miles de personas que lloran huyendo de guerras espantosas, de persecuciones y de violaciones de los derechos humanos, o de la inestabilidad política o social, que hace imposible la vida en la propia patria. Es el grito de cuantos se ven obligados a huir para evitar las indescriptibles barbaries cometidas contra personas indefensas, como los niños y los discapacitados, o el martirio por el simple hecho de su fe religiosa.


También hoy como entonces, escuchamos la voz de Jacob que dice a sus hijos: «Bajad y comprad allí [el grano] para nosotros, a fin de que sobrevivamos y no muramos» (Gn 42,2). Es la voz de los que escapan de la miseria extrema, al no poder alimentar a sus familias ni tener acceso a la atención médica y a la educación, de la degradación, porque no tienen ninguna perspectiva de progreso, o de los cambios climáticos y las condiciones climáticas extremas. Todos saben que el hambre sigue siendo, desgraciadamente, una de las plagas más graves de nuestro mundo, con millones de niños que mueren cada año por su causa. Duele constatar, sin embargo, que a menudo estos emigrantes no entran en los sistemas internacionales de protección en virtud de los acuerdos internacionales.


¿Cómo no ver en todo esto el fruto de una «cultura del descarte» que pone en peligro a la persona humana, sacrificando a hombres y mujeres a los ídolos del beneficio y del consumismo? Es grave acostumbrarse a estas situaciones de pobreza y necesidad, al drama de tantas personas, y considerarlas como «normales». No se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si «todavía no son útiles» – como los no nacidos– , o si «ya no sirven » –como los ancianos–. Nos hemos hecho insensibles a cualquier forma de despilfarro, comenzando por el de los alimentos, que es uno de los más vergonzosos, pues son muchas las personas y las familias que sufren hambre y desnutrición.[5]


La Santa Sede espera que el Primer Vértice Humanitario Mundial, convocado por las Naciones Unidas para el próximo mes de mayo, pueda, en medio del actual y triste cuadro de conflictos y desastres, tener éxito en su intento de colocar a la persona humana y su dignidad en el centro de cualquier respuesta humanitaria. Se hace necesario un compromiso común que acabe decididamente con la cultura del descarte y de la ofensa a la vida humana, de modo que nadie se sienta descuidado u olvidado, y que no se sacrifiquen más vidas por falta de recursos y, sobre todo, de voluntad política.


Tristemente, seguimos escuchando también hoy la voz de Judas que sugiere vender a su propio hermano (cf. Gn 37,26-27). Es la arrogancia de los poderosos que, con fines egoístas o cálculos estratégicos y políticos, instrumentalizan a los débiles y los reducen a objetos. Allí donde una migración regular es imposible, los emigrantes se ven obligados a dirigirse, ordinariamente, a quienes practican la trata [trafficking] o el contrabando [smuggling] de seres humanos, a pesar de que son, en gran parte, conscientes del peligro que corren de perder durante la travesía sus bienes, su dignidad e, incluso, la propia vida. En este sentido, renuevo una vez más el llamado a detener el tráfico de personas, que convierte a los seres humanos en mercancía, especialmente a los más débiles e indefensos. Permanecerán siempre indelebles en nuestra mente y en nuestro corazón las imágenes de los niños ahogados en el mar, víctimas de la falta de escrúpulos de los hombres y de la inclemencia de la naturaleza. Quien logra sobrevivir y llegar a un país que lo acoge, lleva permanentemente las profundas cicatrices provocadas por esas experiencias, además de las producidas por los horrores que acompañan siempre a las guerras y a las violencias.


Igual que en aquel tiempo, también hoy se oye repetir al Ángel: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise» (Mt 2,13). Es la voz que escuchan muchos de los emigrantes que jamás habrían dejado su propia patria si no se hubieran visto obligados a ello. Se cuentan entre ellos la multitud de cristianos que, cada vez más en masa, han tenido que abandonar durante los últimos años su propia tierra, en la que han vivido incluso desde los orígenes del cristianismo.


Por último, también hoy escuchamos la voz del salmista que dice: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos a llorar con nostalgia de Sion» (Sal 136 [137], 1). Es el llanto de quienes regresarían de buena gana a sus propios países si encontraran adecuadas condiciones de seguridad y de subsistencia. También en este caso, pienso en los cristianos del Medio Oriente, deseosos de contribuir, como ciudadanos a pleno título, al bienestar espiritual y material de sus respectivas naciones.


Gran parte de las causas que provocan la emigración se podían haber ya afrontado desde hace tiempo. Así, se podría haber evitado o, al menos, mitigado sus consecuencias más crueles. Todavía ahora, y antes de que sea demasiado tarde, se puede hacer mucho para detener las tragedias y construir la paz. Para ello, habría que poner en discusión costumbres y prácticas consolidadas, empezando por los problemas relacionados con el comercio de armas, el abastecimiento de materias primas y de energía, la inversión, la política financiera y de ayuda al desarrollo, hasta la grave plaga de la corrupción. Somos conscientes de que, con relación al tema de la emigración, se necesitan establecer planes a medio y largo plazo que no se queden en la simple respuesta a una emergencia. Deben servir, por una parte, para ayudar realmente a la integración de los emigrantes en los países de acogida y, al mismo tiempo, favorecer el desarrollo de los países de proveniencia, con políticas solidarias, que no sometan las ayudas a estrategias y prácticas ideológicas ajenas o contrarias a las culturas de los pueblos a las que van dirigidas.


Sin olvidar otras situaciones dramáticas, y pienso particularmente en la frontera entre México y los Estados Unidos de América, a la que me acercaré el próximo mes cuando visite Ciudad Juárez, quisiera dedicar una especial reflexión a Europa. En efecto, durante el último año se ha visto afectada por un flujo masivo de prófugos –mucho de los cuales han encontrado la muerte en el tentativo de alcanzarla–, que no tiene precedentes en la historia reciente, ni siquiera al final de la Segunda Guerra Mundial. Muchos emigrantes procedentes de Asía y África, ven a Europa como un referente por sus principios, como la igualdad ante la ley, y por los valores inscritos en la naturaleza misma de todo hombre, como la inviolabilidad de la dignidad y la igualdad de toda persona, el amor al prójimo sin distinción de origen y pertenencia, la libertad de conciencia y la solidaridad con sus semejantes.


Sin embargo, los desembarcos masivos en las costas del Viejo Continente parece que ponen en dificultad al sistema de acogida construido  laboriosamente sobre las cenizas del segunda conflicto mundial, que sigue siendo un faro de humanidad al cual referirse. Ante la magnitud de los flujos y sus inevitables problemas asociados han surgido muchos interrogantes acerca de las posibilidades reales de acogida y adaptación de las personas, sobre el cambio en la estructura cultural y social de los países de acogida, así como sobre un nuevo diseño de algunos equilibrios geopolíticos regionales. Son igualmente relevantes los temores sobre la seguridad, exasperados sobremanera por la amenaza desbordante del terrorismo internacional. La actual ola migratoria parece minar la base del «espíritu humanista» que desde siempre Europa ha amado y defendido.[6] Sin embargo, no podemos consentir que pierdan los valores y los principios de humanidad, de respeto por la dignidad de toda persona, de subsidiariedad y solidaridad recíproca, a pesar de que puedan ser, en ciertos momentos de la historia, una carga difícil de soportar. Deseo, por tanto, reiterar mi convicción de que Europa, inspirándose en su gran patrimonio cultural y religioso, tiene los instrumentos necesarios para defender la centralidad de la persona humana y encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por una parte, y, por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida de los emigrantes.[7]


Al mismo tiempo, siento la necesidad de expresar mi gratitud por todas las iniciativas que se han adoptado para facilitar una acogida digna de las personas, como son, entre otras, las realizadas por el Fondo Migrantes y Refugiados del Banco de Desarrollo del Consejo de Europa, así como por el compromiso de aquellos países que han mostrado una generosa disponibilidad a la ayuda. Me refiero sobre todo a las Naciones vecinas a Siria, que han respondido inmediatamente con la asistenta y la acogida, especialmente el Líbano, donde los refugiados constituyen una cuarta parte de la población total, y Jordania, que no ha cerrado sus fronteras a pesar de que alberga a cientos de miles de refugiados. Del mismo modo, no hay que olvidar los esfuerzos de otros países que se encuentran en la primera línea, especialmente Turquía y Grecia. Deseo expresar un agradecimiento especial a Italia, cuyo firme compromiso ha salvado muchas vidas en el Mediterráneo y que, incluso en su territorio, se ocupa de un ingente número de refugiados. Espero que el tradicional sentido de hospitalidad y solidaridad que caracteriza al pueblo italiano no se debilite ante las inevitables dificultades del momento, sino que, a la luz de su tradición milenaria, sea capaz de acoger e integrar la aportación social, económica y cultural que los emigrantes pueden ofrecer.


Es importante que no se deje solas a las naciones que se encuentran en primera línea haciendo frente a la emergencia actual, y es igualmente indispensable que se inicie un diálogo franco y respetuoso entre todos los países implicados en el problema –de origen, tránsito o recepción– para que, con mayor audacia creativa, se busquen soluciones nuevas y sostenibles. En la coyuntura actual, en efecto, los Estados no pueden pretender buscar por su cuenta dichas soluciones, ya que las consecuencias de las opciones de cada uno repercuten inevitablemente sobre toda la Comunidad internacional. Se sabe que las migraciones constituirán un elemento determinante del futuro del mundo, mucho más de lo que ha sido hasta ahora, y de que las respuestas sólo vendrán como fruto de un trabajo común, que respete la dignidad humana y los derechos de las personas. La Agenda para el Desarrollo, que las Naciones Unidas ha adoptado en septiembre pasado para los próximos 15 años, aborda muchos de los problemas que llevan a la emigración, al igual que otros documentos de la Comunidad internacional sobre la gestión de la problemática migratoria, sólo responderán a las expectativas si saben colocar a la persona en el centro de las decisiones políticas, a todos los niveles, y ven a la humanidad como una sola familia y a los hombres como hermanos, respetando las reciprocas diferencias y las convicciones de conciencia.


Para afrontar el tema de la emigración es importante, de hecho, que se preste atención a sus implicaciones culturales, empezando por las que están relacionadas con la propia confesión religiosa. El extremismo y el fundamentalismo se ven favorecidos, no sólo por una instrumentalización de la religión en función del poder, sino también por la falta de ideales y la pérdida de la identidad, incluso religiosa, que caracteriza dramáticamente al así llamado Occidente. De este vacío nace el miedo que empuja a ver al otro como un peligro y un enemigo, a encerrarse en sí mismo, enrocándose en sus planteamientos preconcebidos. El fenómeno migratorio, por tanto, plantea un importante desafío cultural, que no se puede dejar sin responder. La acogida puede ser una ocasión propicia para una nueva comprensión y apertura de mente, tanto para el que es acogido, y tiene el deber de respetar los valores, las tradiciones y las leyes de la comunidad que lo acoge, como para esta última, que está llamada a apreciar lo que cada emigrante puede aportar en beneficio de toda la comunidad. En este contexto, la Santa Sede renueva su compromiso en el campo ecuménico e interreligioso para establecer un diálogo sincero y leal que, valorando las peculiaridades y la identidad de cada uno, favorezca una convivencia armónica de todos los miembros de la sociedad.


Distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático.


En el año 2015 se han concluido importantes acuerdos internacionales, que son un buen augurio para el futuro. Me refiero, en primer lugar, al llamado Acuerdo sobre el programa nuclear iraní, que espero contribuirá a fomentar un clima de distensión en la Región, así como a la consecución del tan esperado acuerdo sobre el clima en la Conferencia de París. Se trata de un importante acuerdo, que representa un logro significativo para toda la Comunidad internacional y que pone de manifiesto una fuerte conciencia colectiva acerca de la grave responsabilidad que todos, individuos y naciones, tenemos en la protección de la creación, y en la promoción de una «cultura del cuidado que impregne toda la sociedad».[8] Ahora es vital que los compromisos asumidos no sólo representen un buen propósito, sino que todos los Estados sientan la obligación real de poner en marcha las acciones necesarias para salvaguardar nuestra amada Tierra, para bien de toda la humanidad, especialmente de las generaciones futuras.


Por su parte, el año que acaba de comenzar se presenta lleno de desafíos y ya han aparecido en el horizonte muchas tensiones. Me refiero sobre todo a los graves contrastes que han surgido en la región del Golfo Pérsico, así como al preocupante ensayo militar realizado en la península coreana. Espero que los antagonismos abran paso a la voz de la paz y de la buena voluntad en la búsqueda de acuerdos. En esa perspectiva, veo con agrado que no faltan gestos significativos y especialmente ilusionantes. Me refiero en particular al clima pacífico de convivencia en el que se han realizado las recientes elecciones en la República Centroafricana y que representa un signo positivo de la voluntad de proseguir el camino emprendido hacia una plena reconciliación nacional. Pienso, además, en las nuevas iniciativas que se han puesto en marcha en Chipre, para resolver una división que dura ya mucho tiempo, y a los esfuerzos del pueblo colombiano para superar los conflictos del pasado y lograr la tan ansiada paz. Todos miramos con esperanza los pasos importantes que la Comunidad internacional ha emprendido para encontrar una solución política y diplomática a la crisis en Siria, que ponga fin a un sufrimiento de la población que dura ya demasiado tiempo. Del mismo modo, llegan señales positivas de Libia, que permiten confiar en un renovado compromiso para erradicar la violencia y restaurar la unidad del país. Por otro lado, cada vez es más claro que sólo la acción política conjunta y acordada ayudará a contener la propagación del extremismo y del fundamentalismo, con sus implicaciones de carácter terrorista, que producen tantas víctimas en Siria y Libia, así como en otros países, como Irak y Yemen.


Espero que este Año Santo de la Misericordia sea también una ocasión para el diálogo y la reconciliación que ayude a la construcción del bien común en Burundi, la República Democrática del Congo y Sudán del Sur. Que sea, sobre todo, un momento propicio para poner definitivamente fin al conflicto en las regiones orientales de Ucrania. Es fundamental el apoyo que, desde muchos puntos de vista, la comunidad internacional, los estados y las organizaciones humanitarias pueden ofrecer al país para que supere la crisis actual.


El reto principal que nos espera es, sin embargo, el de vencer la indiferencia para construir juntos la paz,[9] que es un bien que hay perseguir siempre. Por desgracia, entre las muchas partes de nuestro querido mundo que la anhelan ardientemente está la Tierra que Dios ha preferido y elegido para mostrar a todos el rostro de su misericordia. Mi esperanza es que en este nuevo año se cierren las profundas heridas que dividen a israelíes y palestinos y se consiga la convivencia pacífica de dos pueblos que, en lo profundo de sus corazones –estoy seguro–, no desean otra cosa que la paz.


Excelencias, Señoras y Señores.


En el plano diplomático, la Santa Sede no dejará nunca de trabajar para que la voz de la paz llegue hasta los extremos de la tierra. Renuevo, por tanto, la plena disponibilidad de la Secretaría de Estado para colaborar con ustedes en el fomento de un diálogo constante entre la Sede Apostólica y los países que ustedes representan, para el bien de toda la Comunidad internacional, con la certeza interior de que este año jubilar será una buena oportunidad para vencer, con el calor de la misericordia, don precioso de Dios que transforma el miedo en amor y nos hace artífices de paz, la fría indiferencia de tantos corazones. Con estos sentimientos, renuevo a cada uno de ustedes, a sus familias, a sus países, mis más fervientes deseos de un año lleno de bendiciones.


Gracias.



 
[1] Encuentro con la Comunidad Musulmana, Bangui, 30 noviembre 2015.
 
[2] Cf. Encuentro con las Autoridades, Sarajevo, 6 junio 2015.

[3] Encuentro con las Familias, Manila, 16 enero 2015.

[4] Encuentro con la Sociedad Civil, Quito, 7 julio 2015.

[5] Audiencia General, 5 junio 2013.

[6] Cf. Discurso al Parlamento Europeo, Estrasburgo, 25 noviembre 2014.

[7] Ibíd.

[8] Laudato si’, n. 231

[9] Cf. Vence la indiferencia y conquista la paz, Mensaje para la XLIX Jornada Mundial de la 
Paz, 8 diciembre 2015.


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