CIUDAD DEL VATICANO (http://press.vatican.va - 13 de octubre de 2016).- “Emigrantes menores de edad, vulnerables y sin voz” es el tema del
Mensaje del Papa FRANCISCO para la 103ª Jornada Mundial del Emigrante y del
Refugiado que se celebra el 15 de enero de 2017. El Santo Padre quiere
esta vez “llamar la atención sobre la realidad de los emigrantes menores
de edad, especialmente los que están solos, instando a todos a hacerse
cargo de los niños que se encuentran desprotegidos... y se ven forzados a
vivir lejos de su tierra natal y separados del afecto de sus familias”.
“Son principalmente los niños quienes más sufren las graves
consecuencias de la emigración, casi siempre causada por la violencia,
la miseria y las condiciones ambientales”, escribe el Papa recordando
al mismo tiempo que “la carrera desenfrenada hacia un enriquecimiento
rápido y fácil lleva también consigo el aumento de plagas monstruosas
como el tráfico de niños, la explotación y el abuso de menores y, en
general, la privación de los derechos propios de la niñez sancionados
por la Convención Internacional sobre los Derechos de la Infancia”.
Los niños constituyen el grupo más vulnerables entre los emigrantes
porque… no tienen voz; la precariedad los priva de documentos,
ocultándolos a los ojos del mundo; la ausencia de adultos que los
acompañe impide que su voz se alce y sea escuchada”.
Para responder a esta realidad, asegura el Pontífice, en primer
lugar hay que ser conscientes de que “el fenómeno de la emigración no
está separado de la historia de la salvación… Es un signo de los tiempos… que habla de la acción providencial de Dios en la historia y en la
comunidad humana con vistas a la comunión universal” y la respuesta se
centra en “la protección, la integración y en soluciones estables”. Ante
todo se trata “de adoptar todas las medidas necesarias para que se
asegure a los niños emigrantes protección y defensa”, para lo cual es
también necesario “que los inmigrantes precisamente por el bien de su
hijos cooperen cada vez más estrechamente con las comunidades que los
acogen” y que “se implemente una cooperación cada vez más eficaz y
eficiente basada no sólo en el intercambio de información sino también
en la intensificación de unas redes capaces que puedan asegurar
intervenciones tempestivas y capilares”. Para trabajar por la
integración de los niños y los jóvenes emigrantes “el derecho de los
Estados a gestionar los flujos migratorios y a salvaguardar el bien
común nacional se tiene que conjugar con la obligación de resolver y
regularizar la situación de los emigrantes menores de edad”.
El Papa dirige al final un “vehemente llamamiento para que se busquen
y adopten soluciones permanentes”. Para ello es “absolutamente
necesario que se afronten en los países de origen las causas que
provocan la emigración”. Y esto requiere como primer paso “el compromiso
de toda la Comunidad internacional para acabar con los conflictos y la
violencia que obligan a las personas a huir. Además se requiere una
visión de futuro que sepa proyectar programas adecuados para las zonas
afectadas por la inestabilidad y por las más graves injusticias, para
que a todos se les garantice el acceso a un desarrollo auténtico que
promueva el bien de los niños y niñas, esperanza de la humanidad”.
Sigue el texto integral del mensaje del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas:
«El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y
el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado».
Con estas palabras, los evangelistas recuerdan a la comunidad cristiana
una enseñanza de Jesús que apasiona y, a la vez, compromete. Estas
palabras en la dinámica de la acogida trazan el camino seguro que
conduce a Dios, partiendo de los más pequeños y pasando por el Salvador.
Precisamente la acogida es condición necesaria para que este itinerario
se concrete: Dios se ha hecho uno de nosotros, en Jesús se ha hecho
niño y la apertura a Dios en la fe, que alimenta la esperanza, se
manifiesta en la cercanía afectuosa hacia los más pequeños y débiles. La
caridad, la fe y la esperanza están involucradas en las obras de
misericordia, tanto espirituales como corporales, que hemos
redescubierto durante el reciente Jubileo extraordinario.
Pero los evangelistas se fijan también en la responsabilidad del que actúa en contra de la misericordia: «Al
que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría
que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo
del mar». ¿Cómo no pensar en esta severa advertencia cuando se
considera la explotación ejercida por gente sin escrúpulos, ocasionando
daño a tantos niños y niñas, que son iniciados en la prostitución o
atrapados en la red de la pornografía, esclavizados por el trabajo de
menores o reclutados como soldados, involucrados en el tráfico de drogas
y en otras formas de delincuencia, obligados a huir de conflictos y
persecuciones, con el riesgo de acabar solos y abandonados?
Por eso, con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante y del
Refugiado, que se celebra cada año, deseo llamar la atención sobre la
realidad de los emigrantes menores de edad, especialmente los que están
solos, instando a todos a hacerse cargo de los niños, que se encuentran
desprotegidos por tres motivos: porque son menores, extranjeros e
indefensos; por diversas razones, son forzados a vivir lejos de su
tierra natal y separados del afecto de su familia.
Hoy, la emigración no es un fenómeno limitado a algunas zonas del
planeta, sino que afecta a todos los continentes y está adquiriendo cada
vez más la dimensión de una dramática cuestión mundial. No se trata
sólo de personas en busca de un trabajo digno o de condiciones de vida
mejor, sino también de hombres y mujeres, ancianos y niños que se ven
obligados a abandonar sus casas con la esperanza de salvarse y encontrar
en otros lugares paz y seguridad. Son principalmente los niños quienes
más sufren las graves consecuencias de la emigración, casi siempre
causada por la violencia, la miseria y las condiciones ambientales,
factores a los que hay que añadir la globalización en sus aspectos
negativos. La carrera desenfrenada hacia un enriquecimiento rápido y
fácil lleva consigo también el aumento de plagas monstruosas como el
tráfico de niños, la explotación y el abuso de menores y, en general, la
privación de los derechos propios de la niñez sancionados por la Convención Internacional sobre los Derechos de la Infancia.
La edad infantil, por su particular fragilidad, tiene unas exigencias
únicas e irrenunciables. En primer lugar, el derecho a un ambiente
familiar sano y seguro donde se pueda crecer bajo la guía y el ejemplo
de un padre y una madre; además, el derecho-deber de recibir una
educación adecuada, sobre todo en la familia y también en la escuela,
donde los niños puedan crecer como personas y protagonistas de su propio
futuro y del respectivo país. De hecho, en muchas partes del mundo,
leer, escribir y hacer cálculos elementales sigue siendo privilegio de
unos pocos. Todos los niños tienen derecho a jugar y a realizar
actividades recreativas, tienen derecho en definitiva a ser niños.
Sin embargo, los niños constituyen el grupo más vulnerable entre los
emigrantes, porque, mientras se asoman a la vida, son invisibles y no
tienen voz: la precariedad los priva de documentos, ocultándolos a los
ojos del mundo; la ausencia de adultos que los acompañen impide que su
voz se alce y sea escuchada. De ese modo, los niños emigrantes
acaban fácilmente en lo más bajo de la degradación humana, donde la
ilegalidad y la violencia queman en un instante el futuro de muchos
inocentes, mientras que la red de los abusos a los menores resulta
difícil de romper.
¿Cómo responder a esta realidad?
En primer lugar, siendo conscientes de que el fenómeno de la emigración no está separado de la historia de la salvación, es
más, forma parte de ella. Está conectado a un mandamiento de Dios: «No
oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros
en Egipto»; «Amaréis al forastero, porque forasteros fuisteis en Egipto»
.Este fenómeno es un signo de los tiempos, un signo que habla de
la acción providencial de Dios en la historia y en la comunidad humana
con vistas a la comunión universal. Sin ignorar los problemas ni,
tampoco, los dramas y tragedias de la emigración, así como las
dificultades que lleva consigo la acogida digna de estas personas, la
Iglesia anima a reconocer el plan de Dios, incluso en este fenómeno, con
la certeza de que nadie es extranjero en la comunidad cristiana, que
abraza «todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (Ap 7,9).
Cada uno es valioso, las personas son más importantes que las cosas, y
el valor de cada institución se mide por el modo en que trata la vida y
la dignidad del ser humano, especialmente en situaciones de
vulnerabilidad, como es el caso de los niños emigrantes.
También es necesario centrarse en la protección, la integración y en soluciones estables.
Ante todo, se trata de adoptar todas las medidas necesarias para que se asegure a los niños emigrantes protección y defensa,
ya que «estos chicos y chicas terminan con frecuencia en la calle,
abandonados a sí mismos y víctimas de explotadores sin escrúpulos que,
más de una vez, los transforman en objeto de violencia física, moral y
sexual» .
Por otra parte, la línea divisoria entre la emigración y el tráfico
puede ser en ocasiones muy sutil. Hay muchos factores que contribuyen a
crear un estado de vulnerabilidad en los emigrantes, especialmente si
son niños: la indigencia y la falta de medios de supervivencia ―a lo que
habría que añadir las expectativas irreales inducidas por los medios de
comunicación―; el bajo nivel de alfabetización; el desconocimiento de
las leyes, la cultura y, a menudo, de la lengua de los países de
acogida. Esto los hace dependientes física y psicológicamente. Pero el
impulso más fuerte hacia la explotación y el abuso de los niños viene a
causa de la demanda. Si no se encuentra el modo de intervenir con mayor
rigor y eficacia ante los explotadores, no se podrán detener las
numerosas formas de esclavitud de las que son víctimas los menores de
edad.
Es necesario, por tanto, que los inmigrantes, precisamente por el
bien de sus hijos, cooperen cada vez más estrechamente con las
comunidades que los acogen. Con mucha gratitud miramos a los organismos e
instituciones, eclesiales y civiles, que con gran esfuerzo ofrecen
tiempo y recursos para proteger a los niños de las distintas formas de
abuso. Es importante que se implemente una cooperación cada vez más
eficaz y eficiente, basada no sólo en el intercambio de información,
sino también en la intensificación de unas redes capaces que puedan
asegurar intervenciones tempestivas y capilares. No hay que subestimar
el hecho de que la fuerza extraordinaria de las comunidades eclesiales
se revela sobre todo cuando hay unidad de oración y comunión en la
fraternidad
En segundo lugar, es necesario trabajar por la integración de
los niños y los jóvenes emigrantes. Ellos dependen totalmente de la
comunidad de adultos y, muy a menudo, la falta de recursos económicos es
un obstáculo para la adopción de políticas adecuadas de acogida,
asistencia e inclusión. En consecuencia, en lugar de favorecer la
integración social de los niños emigrantes, o programas de repatriación
segura y asistida, se busca sólo impedir su entrada, beneficiando de
este modo que se recurra a redes ilegales; o también son enviados de
vuelta a su país de origen sin asegurarse de que esto corresponda
realmente a su «interés superior».
La situación de los emigrantes menores de edad se agrava más todavía
cuando se encuentran en situación irregular o cuando son captados por el
crimen organizado. Entonces, se les destina con frecuencia a centros de
detención. No es raro que sean arrestados y, puesto que no tienen
dinero para pagar la fianza o el viaje de vuelta, pueden permanecer por
largos períodos de tiempo recluidos, expuestos a abusos y violencias de
todo tipo. En esos casos, el derecho de los Estados a gestionar los
flujos migratorios y a salvaguardar el bien común nacional se tiene que
conjugar con la obligación de resolver y regularizar la situación de los
emigrantes menores de edad, respetando plenamente su dignidad y
tratando de responder a sus necesidades, cuando están solos, pero
también a las de sus padres, por el bien de todo el núcleo familiar.
Sigue siendo crucial que se adopten adecuados procedimientos
nacionales y planes de cooperación acordados entre los países de origen y
los de acogida, para eliminar las causas de la emigración forzada de
los niños.
En tercer lugar, dirijo a todos un vehemente llamamiento para que se busquen y adopten soluciones permanentes.
Puesto que este es un fenómeno complejo, la cuestión de los emigrantes
menores de edad se debe afrontar desde la raíz. Las guerras, la
violación de los derechos humanos, la corrupción, la pobreza, los
desequilibrios y desastres ambientales son parte de las causas del
problema. Los niños son los primeros en sufrirlas, padeciendo a veces
torturas y castigos corporales, que se unen a las de tipo moral y
psíquico, dejándoles a menudo huellas imborrables.
Por tanto, es absolutamente necesario que se afronten en los países
de origen las causas que provocan la emigración. Esto requiere, como
primer paso, el compromiso de toda la Comunidad internacional para
acabar con los conflictos y la violencia que obligan a las personas a
huir. Además, se requiere una visión de futuro, que sepa proyectar
programas adecuados para las zonas afectadas por la inestabilidad y por
las más graves injusticias, para que a todos se les garantice el acceso a
un desarrollo auténtico que promueva el bien de los niños y niñas,
esperanza de la humanidad.
Por último, deseo dirigir una palabra a vosotros, que camináis al
lado de los niños y jóvenes por los caminos de la emigración: ellos
necesitan vuestra valiosa ayuda, y la Iglesia también os necesita y os
apoya en el servicio generoso que prestáis. No os canséis de dar con
audacia un buen testimonio del Evangelio, que os llama a reconocer y a
acoger al Señor Jesús, presente en los más pequeños y vulnerables.
Encomiendo a todos los niños emigrantes, a sus familias, sus
comunidades y a vosotros, que estáis cerca de ellos, a la protección de
la Sagrada Familia de Nazaret, para que vele sobre cada uno y os
acompañe en el camino; y junto a mi oración os imparto la Bendición
Apostólica.