Nyangusu, KENIA (Agencia Fides 03/09/2021) - La hermana Ruth Bwaru Joseph, de las Hermanas
Misioneras de San Pedro Claver, SSPC, originaria de Kenia, comparte el
testimonio de fe recibido por su padre, Joseph, catequista durante 25
años, y destaca la importancia de este ministerio para la
evangelización.
Nací en una familia numerosa de diez hijos. Mi padre y mi madre son
católicos fervorosos. Como familia, rezábamos juntos el Rosario y otras
oraciones cada noche. Recuerdo que de niños rezábamos espontáneamente y
pedíamos al Señor que hiciese realidad nuestros sueños. Papá nos preparó
personalmente a cada uno de nosotros para los sacramentos de la
iniciación cristiana. El ejemplo de nuestros padres ha sido un gran
testimonio y estímulo para nosotros; les vimos cumplir con sus deberes
con fidelidad y amor, y soportar pacientemente las dificultades y
sufrimientos de la vida.
Estoy convencida de que no sólo debo mi fe, sino también mi vocación
religiosa, al testimonio de vida y de oración de mis padres. Cuando era
adolescente, admiraba el celo y la dedicación con que mi padre
proclamaba la palabra de Dios a nuestro pueblo. Vivíamos en la parroquia
de Nyangusu, pero mi padre desempeñaba su misión como catequista en 30
estaciones misioneras diferentes y alejadas entre sí.
Dado que los pueblos se extienden por una amplia zona y están separados
por muchos kilómetros, nuestra parroquia no podría prescindir del
ministerio de los catequistas. Los sacerdotes no pueden llegar a todas
las estaciones misioneras, ni siquiera los domingos para la celebración
de la Eucaristía, y para ello tienen que recurrir a los catequistas. Son
los catequistas los que dirigen las oraciones dominicales, que tanto
agradan a nuestro pueblo, los que presiden la Liturgia de la Palabra,
los que explican el Evangelio y, si son ministros extraordinarios de la
Eucaristía, también ellos distribuyen la Comunión. Además, dan
catequesis a los niños y jóvenes, dirigen encuentros formativos para los
catecúmenos y los que se preparan para recibir el sacramento del
matrimonio, y tratan de animar y fortalecer en la fe a todos los
miembros de las jóvenes comunidades cristianas.
Cuando era joven, me di cuenta de que mi padre llevaba a cabo su misión
con verdadera alegría, dedicación y pasión. Hoy, como religiosa, admiro
aún más su fe, su intensa vida de oración, su espíritu de sacrificio.
Como no tenía medios de transporte, caminaba laboriosamente de un pueblo
a otro, como un verdadero misionero, y lo hacía con alegría, porque
amaba su vocación de catequista.
Casi todos nuestros catequistas, que prestan su servicio gratuitamente,
tienen familias muy numerosas y, por lo tanto, tienen que trabajar duro
para asegurar la manutención de sus seres queridos, para pagar las
cuotas escolares de los niños, etc. Mi padre también trabajó muy duro
para garantizarnos una existencia digna.
En realidad, no puedo imaginar la vida cristiana en las parroquias de
nuestra diócesis sin el servicio de los catequistas. La mayoría de
nuestra gente vive en los pueblos, cultivando los campos y apacentando
los rebaños. Los domingos, cuando el catequista llega a la aldea, ayuda a
la gente a desprenderse de las ocupaciones cotidianas que absorben
totalmente sus vidas, y la acompaña a la iglesia de la aldea, donde
puede participar en la liturgia de la Palabra. Mi padre lo hace cada
domingo en un pueblo diferente.
Al tener un padre catequista, he leído con gran alegría la Carta
Apostólica Antiquum ministerium, con la que el Papa Francisco ha
instituido el Ministerio del Catequista. “Toda la historia de la
evangelización en estos dos milenios -escribe el Santo Padre- muestra
con gran evidencia la eficacia de la misión de los catequistas”. Ahora
soy mucho más consciente de que la tarea del catequista, que mi padre
lleva realizando desde hace 25 años (ahora tiene 58), es un verdadero y
propio ministerio eclesial. Por eso rezaré más intensamente por él y por
todos los catequistas de mi país y de otros países del mundo. E invito
también a todos a rezar para que los laicos redescubran su misión en la
Iglesia y, respondiendo a la llamada del Espíritu, tengan el valor de
“salir al encuentro de tantas personas que esperan conocer la belleza,
la bondad y la verdad de la fe cristiana”.