viernes, 15 de junio de 2012

BENEDICTO XVI: Audiencia (Jn.13), Discurso (Jn.11), Ángelus (Jn.10), Homilía (Jn.7), Mensaje (Jn.6)


AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 13 de Junio de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

El encuentro diario con el Señor y la recepción frecuente de los sacramentos permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus palabras, a su acción. La oración no es solamente la respiración del alma, sino también, para usar una imagen, el oasis de paz en el que podemos encontrar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir al monte de la santidad, para que estemos cada vez más cerca de él, ofreciéndonos a lo largo del camino luz y consolaciones. Esta es la experiencia personal a la que hace referencia san Pablo en el capítulo 12 de la Segunda Carta a los Corintios, sobre el que deseo reflexionar hoy. Frente a quienes cuestionaban la legitimidad de su apostolado, no enumera tanto las comunidades que había fundado, los kilómetros que había recorrido; no se limita a recordar las dificultades y las oposiciones que había afrontado para anunciar el Evangelio, sino que indica su relación con el Señor, una relación tan intensa que se caracteriza también por momentos de éxtasis, de contemplación profunda (cf. 2 Co 12, 1); así pues, no se jacta de lo que ha hecho él, de su fuerza, de su actividad y de sus éxitos, sino que se gloría de la acción que Dios ha realizado en él y a través de él. De hecho, con gran pudor narra el momento en que vivió la experiencia particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios. Recuerda que catorce años antes del envío de la carta «fue arrebatado —así dice— hasta el tercer cielo» (v. 2). Con el lenguaje y las maneras de quien narra lo que no se puede narrar, san Pablo habla de aquel hecho incluso en tercera persona; afirma que un hombre fue arrebatado al «jardín» de Dios, al paraíso. La contemplación es tan profunda e intensa que el Apóstol no recuerda ni siquiera los contenidos de la revelación recibida, pero tiene muy presentes la fecha y las circunstancias en que el Señor lo aferró de una manera tan total, lo atrajo hacia sí, como había hecho en el camino de Damasco en el momento de su conversión (cf.Flp 3, 12).
San Pablo prosigue diciendo que precisamente para no engreírse por la grandeza de las revelaciones recibidas, lleva en sí mismo una «espina» (2 Co 12, 7), un sufrimiento, y suplica con fuerza al Resucitado que lo libre del emisario del Maligno, de esta espina dolorosa en la carne. Tres veces —refiere— ha orado con insistencia al Señor para que aleje de él esta prueba. Y precisamente en esta situación, en la contemplación profunda de Dios, durante la cual «oyó palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir» (v. 4), recibe la respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige unas palabras claras y tranquilizadoras: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad» (v. 9).
El comentario de san Pablo a estas palabras nos puede asombrar, pero revela cómo comprendió lo que significa ser verdaderamente apóstol del Evangelio. En efecto, exclama: «Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (vv. 9b-10); es decir, no se jacta de sus acciones, sino de la acción de Cristo que actúa precisamente en su debilidad. Reflexionemos un momento sobre este hecho, que aconteció durante los años en que san Pablo VIvió en silencio y en contemplación, antes de comenzar a recorrer Occidente para anunciar a Cristo, porque esta actitud de profunda humildad y confianza ante la manifestación de Dios es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida, para nuestra relación con Dios y nuestras debilidades.
Ante todo, ¿de qué debilidades habla el Apóstol? ¿Qué es esta «espina» en la carne? No lo sabemos y no lo dice, pero su actitud da a entender que toda dificultad en el seguimiento de Cristo y en el testimonio de su Evangelio se puede superar abriéndose con confianza a la acción del Señor. San Pablo es muy consciente de que es un «siervo inútil» (Lc 17, 10) —no es él quien ha hecho las maravillas, sino el Señor—, una «vasija de barro» (2 Co 4, 7), en donde Dios pone la riqueza y el poder de su gracia. En este momento de intensa oración contemplativa, san Pablo comprende con claridad cómo afrontar y vivir cada acontecimiento, sobre todo el sufrimiento, la dificultad, la persecución: en el momento en que se experimenta la propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no nos abandona, no nos deja solos, sino que se transforma en apoyo y fuerza. Ciertamente, san Pablo hubiera preferido ser librado de esta «espina», de este sufrimiento; pero Dios dice: «No, esto te es necesario. Te bastará mi gracia para resistir y para hacer lo que debes hacer». Esto vale también para nosotros. El Señor no nos libra de los males, pero nos ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las persecuciones. Así pues, la fe nos dice que, si permanecemos en Dios, «aun cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, aunque haya muchas dificultades, nuestro hombre interior se va renovando, madura día a día precisamente en las pruebas» (cf. 2 Co 4, 16). El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y también a nosotros que «la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria» (v. 17). En realidad, hablando humanamente, no era ligera la carga de las dificultades; era muy pesada; pero en comparación con el amor de Dios, con la grandeza de ser amado por Dios, resulta ligera, sabiendo que la gloria será inconmensurable. Por tanto, en la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de nuestra inadecuación al encargo. Por eso, debemos tener la humildad de no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar en la viña del Señor, con su ayuda, abandonándonos a él como frágiles «vasijas de barro».
San Pablo refiere dos revelaciones particulares que cambiaron radicalmente su vida. La primera —como sabemos— es la desconcertante pregunta en el camino de Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4), pregunta que lo llevó a descubrir y encontrarse con Cristo vivo y presente, y a oír su llamada a ser apóstol del Evangelio. La segunda son las palabras que el Señor le dirigió en la experiencia de oración contemplativa sobre las que estamos reflexionando: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad». Sólo la fe, confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia del Señor fue la fuerza que acompañó a san Pablo en los enormes trabajos para difundir el Evangelio y su corazón entró en el corazón de Cristo, haciéndose capaz de llevar a los demás hacia Aquel que murió y resucitó por nosotros.
En la oración, por tanto, abrimos nuestra alma al Señor para que él venga a habitar nuestra debilidad, transformándola en fuerza para el Evangelio. Y también es rico en significado el verbo griego con el que san Pablo describe este habitar del Señor en su frágil humanidad; usa episkenoo, que podríamos traducir con «plantar la propia tienda». El Señor sigue plantando su tienda en nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de la Encarnación. El mismo Verbo divino, que vino a habitar en nuestra humanidad, quiere habitar en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para iluminar y transformar nuestra vida y el mundo.
La intensa contemplación de Dios que experimentó san Pablo recuerda la de los discípulos en el monte Tabor, cuando, al ver a Jesús transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mc 9, 5). «No sabía qué decir, pues estaban asustados», añade san Marcos (v. 6). Contemplar al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque él nos atrae hacia sí y arrebata nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura, donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; y tremendo, porque pone de manifiesto nuestra debilidad, nuestra inadecuación, la dificultad de vencer al Maligno, que insidia nuestra vida, la espina clavada también en nuestra carne. En la oración, en la contemplación diaria del Señor recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde escribió: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).
En un mundo en el que corremos el peligro de confiar solamente en la eficiencia y en el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a redescubrir y testimoniar el poder de Dios que se comunica en la oración, con la que crecemos cada día conformando nuestra vida a la de Cristo, el cual —como afirma san Pablo— «fue crucificado por causa de su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Lo mismo nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios para vosotros» (2 Co 13, 4).
Queridos amigos, en el siglo pasado Albert Schweitzer, teólogo protestante y premio Nobel de la paz, afirmaba que «Pablo es un místico y nada más que un místico», es decir, un hombre verdaderamente enamorado de Cristo y tan unido a él que podía decir: Cristo vive en mí. La mística de san Pablo no se funda sólo en los acontecimientos excepcionales que vivió, sino también en la relación diaria e intensa con el Señor, que siempre lo sostuvo con su gracia. La mística no lo alejó de la realidad; al contrario, le dio la fuerza para vivir cada día por Cristo y para construir la Iglesia hasta los confines del mundo de aquel tiempo. La unión con Dios no aleja del mundo, pero nos da la fuerza para permanecer realmente en el mundo, para hacer lo que se debe hacer en el mundo. Así pues, también en nuestra vida de oración tal vez podemos tener momentos de particular intensidad, en los que sentimos más viva la presencia del Señor, pero es importante la constancia, la fidelidad de la relación con Dios, sobre todo en las situaciones de aridez, de dificultad, de sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Sólo si somos aferrados por el amor de Cristo, seremos capaces de afrontar cualquier adversidad, como san Pablo, convencidos de que todo lo podemos en Aquel que nos da la fuerza (cf. Flp 4, 13). Por consiguiente, cuanto más espacio demos a la oración, tanto más veremos que nuestra vida se transformará y estará animada por la fuerza concreta del amor de Dios. Así sucedió, por ejemplo, a la beata madre Teresa de Calcuta, que en la contemplación de Jesús, y precisamente también en tiempos de larga aridez, encontraba la razón última y la fuerza increíble para reconocerlo en los pobres y en los abandonados, a pesar de su frágil figura. La contemplación de Cristo en nuestra vida —como ya he dicho— no nos aleja de la realidad, sino que nos hace aún más partícipes de las vicisitudes humanas, porque el Señor, atrayéndonos hacia sí en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a todos los hermanos en su amor. Gracias.

Saludos

(Al Congreso eucarístico internacional)

Dirijo ahora mi afectuoso pensamiento y mi saludo a la Iglesia en Irlanda, donde, en Dublín, en presencia del cardenal Marc Ouellet, mi legado, se celebra el 50º Congreso eucarístico internacional sobre el tema «La Eucaristía: comunión con Cristo y entre nosotros». Numerosos obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos procedentes de los distintos continentes participan en este importante acontecimiento eclesial.
Es una magnífica ocasión para reafirmar la centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia. Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar con el supremo sacrificio de amor en la cruz, se entrega a nosotros; se hace nuestro alimento para asimilarnos a él, para hacernos entrar en comunión con él. Y a través de esta comunión estamos unidos también entre nosotros; nos hacemos uno en él; miembros los unos de los otros.
Deseo invitaros a que os unáis espiritualmente a los cristianos de Irlanda y del mundo, orando por los trabajos del Congreso, para que la Eucaristía sea siempre el corazón palpitante de la vida de toda la Iglesia.

(En español)
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de España, México, Puerto Rico, Venezuela y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dedicar más tiempo a la oración, para que nuestra vida sea transformada y animada por la fuerza concreta del amor de Dios, y así afrontar cada adversidad, convencidos de que todo lo podemos en Aquél que nos conforta. Muchas gracias.


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ASAMBLEA ECLESIAL DE LA DIÓCESIS DE ROMA

"LECTIO DIVINA" DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Juan de Letrán
Lunes 11 de Junio de 2012


Eminencia,
queridos hermanos en el sacerdocio y en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es una gran alegría estar aquí, en la catedral de Roma con los representantes de mi diócesis, y agradezco de corazón al cardenal vicario sus buenas palabras.
Hemos escuchado que las últimas palabras del Señor a sus discípulos en esta tierra fueron: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19). Haced discípulos y bautizad. ¿Por qué a los discípulos no les basta conocer las doctrinas de Jesús, conocer los valores cristianos? ¿Por qué es necesario estar bautizados? Este es el tema de nuestra reflexión, para comprender la realidad, la profundidad del sacramento del Bautismo.
Una primera puerta se abre si leemos atentamente estas palabras del Señor. La elección de la palabra «en el nombre del Padre» en el texto griego es muy importante: el Señor dice «eis» y no «en», es decir, no «en nombre» de la Trinidad, como nosotros decimos que un viceprefecto habla «en nombre» del prefecto, o un embajador habla «en nombre» del Gobierno. No; dice: «eis to onoma», o sea, una inmersión en el nombre de la Trinidad, ser insertados en el nombre de la Trinidad, una inter-penetración del ser de Dios y de nuestro ser, un ser inmerso en el Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como en el matrimonio, por ejemplo, dos personas llegan a ser una carne, convirtiéndose en una nueva y única realidad, con un nuevo y único nombre. 
El Señor, en su conversación con los saduceos sobre la resurrección, nos ha ayudado a comprender aún mejor esta realidad. Los saduceos, del canon del Antiguo Testamento, reconocían sólo los cinco libros de Moisés, y en ellos no aparece la resurrección; por eso la negaban. El Señor, partiendo precisamente de estos cinco libros, demuestra la realidad de la resurrección y dice: ¿No sabéis que Dios se llama Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob? (cf. Mt 22, 31-32). Así pues, Dios toma a estos tres y precisamente en su nombre se convierten en el nombre de Dios. Para comprender quién es este Dios se deben ver estas personas que se han convertido en el nombre de Dios, en un nombre de Dios: están inmersas en Dios. Así vemos que quien está en el nombre de Dios, quien está inmerso en Dios, está vivo, porque Dios —dice el Señor— no es un Dios de muertos, sino de vivos; y si es Dios de estos, es Dios de vivos; los vivos están vivos porque están en la memoria, en la vida de Dios. Y precisamente esto sucede con nuestro Bautismo: somos insertados en el nombre de Dios, de forma que pertenecemos a este nombre y su nombre se transforma en nuestro nombre, y también nosotros, con nuestro testimonio —como los tres del Antiguo Testamento—, podremos ser testigos de Dios, signo de quién es este Dios, nombre de este Dios.
Por tanto, estar bautizados quiere decir estar unidos a Dios; en una existencia única y nueva pertenecemos a Dios, estamos inmersos en Dios mismo. Pensando en esto, podemos ver inmediatamente algunas consecuencias.
La primera es que para nosotros Dios ya no es un Dios muy lejano, no es una realidad para discutir —si existe o no existe—, sino que nosotros estamos en Dios y Dios está en nosotros. La prioridad, la centralidad de Dios en nuestra vida es una primera consecuencia del Bautismo. A la pregunta: «¿Existe Dios?», la respuesta es: «Existe y está con nosotros; es fundamental en nuestra vida esta cercanía de Dios, este estar en Dios mismo, que no es una estrella lejana, sino el ambiente de mi vida». Esta sería la primera consecuencia y, por tanto, debería decirnos que nosotros mismos debemos tener en cuenta esta presencia de Dios, vivir realmente en su presencia.
Una segunda consecuencia de lo que he dicho es que nosotros no nos hacemos cristianos. Llegar a ser cristiano no es algo que deriva de una decisión mía: «Yo ahora me hago cristiano». Ciertamente, también mi decisión es necesaria, pero es sobre todo una acción de Dios conmigo: no soy yo quien me hago cristiano, yo soy asumido por Dios, tomado de la mano por Dios y, así, diciendo «sí» a esta acción de Dios, llego a ser cristiano. Llegar a ser cristianos, en cierto sentido, es pasivo: yo no me hago cristiano, sino que Dios me hace un hombre suyo, Dios me toma de la mano y realiza mi vida en una nueva dimensión. Como yo no me doy la vida, sino que la vida me es dada; nací no porque yo me hice hombre, sino que nací porque me fue dado el ser humano. Así también el ser cristiano me es dado, es un pasivo para mí, que se transforma en un activo en nuestra vida, en mi vida. Y este hecho del pasivo, de no hacerse cristianos por sí mismos, sino de ser hechos cristianos por Dios, implica ya un poco el misterio de la cruz: sólo puedo ser cristiano muriendo a mi egoísmo, saliendo de mí mismo.
Un tercer elemento que destaca de inmediato en esta visión es que, naturalmente, al estar inmerso en Dios, estoy unido a los hermanos y a las hermanas, porque todos los demás están en Dios, y si yo soy sacado de mi aislamiento, si estoy inmerso en Dios, estoy inmerso en la comunión con los demás. Ser bautizados nunca es un acto «mío» solitario, sino que siempre es necesariamente un estar unido con todos los demás, un estar en unidad y solidaridad con todo el Cuerpo de Cristo, con toda la comunidad de sus hermanos y hermanas. Este hecho de que el Bautismo me inserta en comunidad rompe mi aislamiento. Debemos tenerlo presente en nuestro ser cristianos.
Y, por último, volvamos a las palabras de Cristo a los saduceos: «Dios es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» (cf. Mt 22, 32); por consiguiente, estos no están muertos; si son de Dios están vivos. Quiere decir que con el Bautismo, con la inmersión en el nombre de Dios, también nosotros ya estamos inmersos en la vida inmortal, estamos vivos para siempre. Con otras palabras, el Bautismo es una primera etapa de la Resurrección: inmersos en Dios, ya estamos inmersos en la vida indestructible, comienza la Resurrección. Como Abrahán, Isaac y Jacob por ser «nombre de Dios» están vivos, así también nosotros, insertados en el nombre de Dios, estamos vivos en la vida inmortal. El Bautismo es el primer paso de la Resurrección, es entrar en la vida indestructible de Dios.
Así, en un primer momento, con la fórmula bautismal de san Mateo, con las últimas palabras de Cristo, ya hemos visto un poco lo esencial del Bautismo. Ahora veamos el rito sacramental, para poder comprender aún más precisamente qué es el Bautismo.
Este rito, como el rito de casi todos los sacramentos, se compone de dos elementos: materia —agua— y palabra. Esto es muy importante. El cristianismo no es algo puramente espiritual, algo solamente subjetivo, del sentimiento, de la voluntad, de ideas, sino que es una realidad cósmica. Dios es el Creador de toda la materia, la materia entra en el cristianismo, y sólo somos cristianos en este gran contexto de materia y espíritu juntos. Por consiguiente, es muy importante que la materia forme parte de nuestra fe, que el cuerpo forme parte de nuestra fe; la fe no es puramente espiritual, sino que Dios nos inserta así en toda la realidad del cosmos y transforma el cosmos, lo atrae hacia sí. Y con este elemento material —el agua— no sólo entra un elemento fundamental del cosmos, una materia fundamental creada por Dios, sino también todo el simbolismo de las religiones, porque en todas las religiones el agua tiene un significado. El camino de las religiones, esta búsqueda de Dios de diversas maneras —también equivocadas, pero siempre búsqueda de Dios— es asumida en el Sacramento. Las otras religiones, con su camino hacia Dios, están presentes, son asumidas, y así se hace la síntesis del mundo; toda la búsqueda de Dios que se expresa en los símbolos de las religiones, y sobre todo —naturalmente— el simbolismo del Antiguo Testamento, que así, con todas sus experiencias de salvación y de bondad de Dios, se hace presente. Volveremos sobre este punto.
El otro elemento es la palabra, y esta palabra se presenta en tres elementos: renuncias, promesas e invocaciones. Es importante, por tanto, que estas palabras no sean sólo palabras, sino también camino de vida. En ellas se realiza una decisión; en estas palabras está presente todo nuestro camino bautismal, tanto el pre-bautismal como el post-bautismal; por consiguiente, con estas palabras, y también con los símbolos, el Bautismo se extiende a toda nuestra vida. Esta realidad de las promesas, de las renuncias y de las invocaciones es una realidad que dura toda nuestra vida, porque siempre estamos en camino bautismal, en camino catecumenal, a través de estas palabras y de la realización de estas palabras. El sacramento del Bautismo no es un acto de «ahora», sino una realidad de toda nuestra vida, es un camino de toda nuestra vida. En realidad, detrás está también la doctrina de los dos caminos, que era fundamental en el primer cristianismo: un camino al que decimos «no» y un camino al que decimos «sí».
Comencemos por la primera parte, las renuncias. Son tres y tomo ante todo la segunda: «¿Renunciáis a todas las seducciones del mal para que no domine en vosotros el pecado?». ¿Qué son estas seducciones del mal? En la Iglesia antigua, e incluso durante siglos, aquí se decía: «¿Renunciáis a la pompa del diablo?», y hoy sabemos qué se entendía con esta expresión «pompa del diablo». La pompa del diablo eran sobre todo los grandes espectáculos sangrientos, en los que la crueldad se transforma en diversión, en los que matar hombres se convierte en un espectáculo: la vida y la muerte de un hombre transformadas en espectáculo. Estos espectáculos sangrientos, esta diversión del mal es la «pompa del diablo», donde se presenta con aparente belleza y, en realidad, se muestra con toda su crueldad. Pero más allá de este significado inmediato de la expresión «pompa del diablo», se quería hablar de un tipo de cultura, de una way of life, de un estilo de vida, en el que no cuenta la verdad sino la apariencia, no se busca la verdad sino el efecto, la sensación, y, bajo el pretexto de la verdad, en realidad se destruyen hombres, se quiere destruir y considerarse sólo a sí mismos vencedores. Por lo tanto, esta renuncia era muy real: era la renuncia a un tipo de cultura que es una anticultura, contra Cristo y contra Dios. Se optaba contra una cultura que, en el Evangelio de san Juan, se llama «kosmos houtos», «este mundo». Con «este mundo», naturalmente, Juan y Jesús no hablan de la creación de Dios, del hombre como tal, sino que hablan de una cierta criatura que es dominante y se impone como si fuera  este  el mundo, y como si fuera este el estilo de vida que se impone. Dejo ahora a cada uno de vosotros reflexionar sobre esta «pompa del diablo», sobre esta cultura a la que decimos «no». Estar bautizados significa sustancialmente emanciparse, liberarse de esta cultura. También hoy conocemos un tipo di cultura en la que no cuenta la verdad; aunque aparentemente se quiere hacer aparecer toda la verdad, cuenta sólo la sensación y el espíritu de calumnia y de destrucción. Una cultura que no busca el bien, cuyo moralismo es, en realidad, una máscara para confundir, para crear confusión y destrucción. Contra esta cultura, en la que la mentira se presenta con el disfraz de la verdad y de la información, contra esta cultura que busca sólo el bienestar material y niega a Dios, decimos «no». También por muchos Salmos conocemos bien este contraste de una cultura en la cual uno parece intocable por todos los males del mundo, se pone sobre todos, sobre Dios, mientras que, en realidad, es una cultura del mal, un dominio del mal. Y así, la decisión del Bautismo, esta parte del camino catecumenal que dura toda nuestra vida, es precisamente este «no», dicho y realizado de nuevo cada día, incluso con los sacrificios que cuesta oponerse a la cultura que domina en muchas partes, aunque se impusiera como si fuera el mundo, este mundo: no es verdad. Y también hay muchos que desean realmente la verdad.
Así pasamos a la primera renuncia: «¿Renunciáis al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios?». Hoy libertad y vida cristiana, observancia de los mandamientos de Dios, van en direcciones opuestas; ser cristianos sería una especie de esclavitud; libertad es emanciparse de la fe cristiana, emanciparse —en definitiva— de Dios. La palabra pecado a muchos les parece casi ridícula, porque dicen: «¿Cómo? A Dios no podemos ofenderlo. Dios es tan grande... ¿Qué le importa a Dios si cometo un pequeño error? No podemos ofender a Dios; su interés es demasiado grande para que lo podamos ofender nosotros». Parece verdad, pero no lo es. Dios se hizo vulnerable. En Cristo crucificado vemos que Dios se hizo vulnerable, se hizo vulnerable hasta la muerte. Dios se interesa por nosotros porque nos ama y el amor de Dios es vulnerabilidad, el amor de Dios es interés por el hombre, el amor de Dios quiere decir que nuestra primera preocupación debe ser no herir, no destruir su amor, no hacer nada contra su amor, porque de lo contrario vivimos también contra nosotros mismos y contra nuestra libertad. Y, en realidad, esta aparente libertad en la emancipación de Dios se transforma inmediatamente en esclavitud de tantas dictaduras de nuestro tiempo, que se deben acatar para ser considerados a la altura de nuestro tiempo.
Y, por último: «¿Renunciáis a Satanás?». Esto nos dice que hay un «sí» a Dios y un «no» al poder del Maligno, que coordina todas estas actividades y quiere ser dios de este mundo, como dice también san Juan. Pero no es Dios, es sólo el adversario, y nosotros no nos sometemos a su poder; nosotros decimos «no» porque decimos «sí», un «sí» fundamental, el «sí» del amor y de la verdad. Estas tres renuncias, en el rito del Bautismo, antiguamente iban acompañadas de tres inmersiones: inmersión en el agua como símbolo de la muerte, de un «no» que realmente es la muerte de un tipo de vida y resurrección a otra vida. Volveremos sobre esto. Luego viene la profesión de fe en tres preguntas: «¿Creéis en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra?; ¿Creéis en Jesucristo? y, por último, ¿Creéis en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia?». Esta fórmula, estas tres partes, se han desarrollado a partir de las palabras del Señor: «bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»; estas palabras se han concretado y profundizado: ¿qué quiere decir Padre?, ¿qué quiere decir Hijo —toda la fe en Cristo, toda la realidad del Dios que se hizo hombre— y qué quiere decir creer que hemos sido bautizados en el Espíritu Santo, es decir, toda la acción de Dios en la historia, en la Iglesia, en la comunión de los santos? Así, la fórmula positiva del Bautismo también es un diálogo: no es simplemente una fórmula. Sobre todo la profesión de la fe no es sólo algo para comprender, algo intelectual, algo para memorizar —ciertamente, también es esto—; toca también el intelecto, toca también nuestro vivir, sobre todo. Y esto me parece muy importante. No es algo intelectual, una pura fórmula. Es un diálogo de Dios con nosotros, una acción de Dios con nosotros, y una respuesta nuestra; es un camino. La verdad de Cristo sólo se puede comprender si se ha comprendido su camino. Sólo si aceptamos a Cristo como camino comenzamos realmente a estar en el camino de Cristo y podemos también comprender la verdad de Cristo. La verdad que no se vive no se abre; sólo la verdad vivida, la verdad aceptada como estilo de vida, como camino, se abre también como verdad en toda su riqueza y profundidad. Así pues, esta fórmula es un camino, es expresión de nuestra conversión, de una acción de Dios. Y nosotros queremos realmente tener presente también en toda nuestra vida que estamos en comunión de camino con Dios, con Cristo. Y así estamos en comunión con la verdad: viviendo la verdad, la verdad se transforma en vida, y viviendo esta vida encontramos también la verdad.
Pasemos ahora al elemento material: el agua. Es muy importante ver dos significados del agua. Por una parte, el agua hace pensar en el mar, sobre todo en el mar Rojo, en la muerte en el mar Rojo. En el mar se representa la fuerza de la muerte, la necesidad de morir para llegar a una nueva vida. Esto me parece muy importante. El Bautismo no es sólo una ceremonia, un ritual introducido hace tiempo; y tampoco es sólo un baño, una operación cosmética. Es mucho más que un baño: es muerte y vida, es muerte de una cierta existencia, y renacimiento, resurrección a nueva vida. Esta es la profundidad del ser cristiano: no sólo es algo que se añade, sino un nuevo nacimiento. Después de atravesar el mar Rojo, somos nuevos. Así, el mar, en todas las experiencias del Antiguo Testamento, se ha convertido para los cristianos en símbolo de la cruz. Porque sólo a través de la muerte, una renuncia radical en la que se muere a cierto estilo de vida, puede realizarse el renacimiento y puede haber realmente una vida nueva. Esta es una parte del simbolismo del agua: simboliza —sobre todo con las inmersiones de la antigüedad— el mar Rojo, la muerte, la cruz. Sólo por la cruz se llega a la nueva vida y esto se realiza cada día. Sin esta muerte siempre renovada no podemos renovar la verdadera vitalidad de la nueva vida de Cristo.
Pero el otro símbolo es el de la fuente. El agua es origen de toda la vida. Además del simbolismo de la muerte, tiene también el simbolismo de la nueva vida. Toda vida viene también del agua, del agua que brota de Cristo como la verdadera vida nueva que nos acompaña a la eternidad.
Al final permanece la cuestión —la comento brevemente— del Bautismo de los niños. ¿Es justo hacerlo, o sería más necesario hacer primero el camino catecumenal para llegar a un Bautismo verdaderamente realizado? Y la otra cuestión que se plantea siempre es: «¿Podemos nosotros imponer a un niño qué religión quiere vivir, o no? ¿No debemos dejar a ese niño la decisión?». Estas preguntas muestran que ya no vemos en la fe cristiana la vida nueva, la verdadera vida, sino que vemos una opción entre otras, incluso un peso que no se debería imponer sin haber obtenido el asentimiento del sujeto. La realidad es diversa. La vida misma se nos da sin que podamos nosotros elegir si queremos vivir o no; a nadie se le puede preguntar: «¿quieres nacer, o no?». La vida misma se nos da necesariamente sin consentimiento previo; se nos da así y no podemos decidir antes «sí o no, quiero vivir o no». Y, en realidad, la verdadera pregunta es: «¿Es justo dar vida en este mundo sin haber obtenido el consentimiento: quieres vivir o no? ¿Se puede realmente anticipar la vida, dar la vida sin que el sujeto haya tenido la posibilidad de decidir?». Yo diría: sólo es posible y es justo si, con la vida, podemos dar también la garantía de que la vida, con todos los problemas del mundo, es buena, que es un bien vivir, que hay una garantía de que esta vida es buena, que está protegida por Dios y que es un verdadero don. Sólo la anticipación del sentido justifica la anticipación de la vida. Por eso, el Bautismo como garantía del bien de Dios, como anticipación del sentido, del «sí» de Dios que protege esta vida, justifica también la anticipación de la vida. Por lo tanto, el Bautismo de los niños no va contra la libertad; y es necesario darlo, para justificar también el don —de lo contrario discutible— de la vida. Sólo la vida que está en las manos de Dios, en las manos de Cristo, inmersa en el nombre del Dios trinitario, es ciertamente un bien que se puede dar sin escrúpulos. Y así demos gracias a Dios porque nos ha dado este don, que se nos ha dado a sí mismo. Y nuestro desafío es vivir este don, vivir realmente, en un camino post-bautismal, tanto las renuncias como el «sí», y vivir siempre en el gran «sí» de Dios, y así vivir bien. Gracias.


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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI 

Plaza de San Pedro
Domingo 10 de Junio de 2012


Queridos hermanos y hermanas:


Hoy en Italia y en muchos otros países se celebra el Corpus Christi, es decir, la solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor, la Eucaristía. Es tradición siempre viva, en este día, tener solemnes procesiones con el Santísimo Sacramento por las calles y en las plazas. En Roma, esta procesión ya ha tenido lugar a nivel diocesano el jueves pasado, día preciso de esta solemnidad, que cada año renueva en los cristianos la alegría y la gratitud por la presencia eucarística de Jesús en medio de nosotros.
La fiesta del Corpus Christi es un gran acto de culto público de la Eucaristía, sacramento en el que el Señor permanece presente también más allá del momento de la celebración, para estar siempre con nosotros, a lo largo del paso de las horas y de los días. Ya san Justino, que nos dejó uno de los testimonios más antiguos sobre la liturgia eucarística, afirma que, después de la distribución de la Comunión a los presentes, el pan consagrado lo llevaban los diáconos también a los ausentes (cf. Apología 1, 65). Por eso, el lugar más sagrado en las iglesias es precisamente donde se custodia la Eucaristía. A este respecto no puedo menos de pensar con conmoción en las numerosas iglesias que quedaron dañadas seriamente por el reciente terremoto en Emilia Romaña, en el hecho de que el Cuerpo eucarístico de Cristo, en el Sagrario, ha permanecido en algunos casos bajo los escombros. Rezo con afecto por las comunidades, que con sus sacerdotes deben reunirse para la santa misa al aire libre o en grandes tiendas de campaña; les agradezco su testimonio y lo que están haciendo en favor de toda la población. Es una situación que pone de relieve aún más la importancia de estar unidos en el nombre del Señor, y la fuerza que viene del Pan eucarístico, también llamado «pan de los peregrinos». Del compartir este Pan nace y se renueva la capacidad de compartir también la vida y los bienes, de sobrellevar unos el peso de los otros, de ser hospitalarios y acogedores.
La solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor nos propone nuevamente también el valor de la adoración eucarística. El siervo de Dios Pablo VI recordaba que la Iglesia católica profesa el culto de la Eucaristía «no sólo durante la misa, sino también fuera de su celebración, conservando con la máxima diligencia las hostias consagradas, presentándolas a la solemne veneración de los fieles cristianos, llevándolas en procesión con alegría de la multitud del pueblo cristiano» (Enc. Mysterium fidei, 32). La oración de adoración se puede realizar tanto personalmente, permaneciendo en recogimiento ante el Sagrario, como en forma comunitaria, también con salmos y cantos, pero siempre privilegiando el silencio, en el cual escuchar interiormente al Señor vivo y presente en el Sacramento. La Virgen María es maestra también de esta oración, porque nadie más y mejor que ella ha sabido contemplar a Jesús con los ojos de la fe y acoger en el corazón las íntimas resonancias de su presencia humana y divina. Que por su intercesión se difunda y crezca en cada comunidad eclesial una auténtica y profunda fe en el Misterio eucarístico.

Después del Ángelus


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que se unen a esta plegaria mariana. En diversos lugares, se traslada a este domingo la celebración de la Solemnidad del Corpus Christi, en la cual se realza la presencia real de Cristo entre nosotros en todo momento. Él está dispuesto de continuo a escucharnos personalmente, y este coloquio frecuente y confidencial hará de nosotros hombres esperanzados, sabedores de que, en la propia vida y en el mundo, hay alguien que nos ama infinitamente y con quien siempre podemos contar. Que la Virgen María nos enseñe a vivir con el corazón y la mirada constantemente fija en su divino Hijo. Feliz domingo.


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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 7 de Junio de 2012


Queridos hermanos y hermanas:


Esta tarde quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.
En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra. Es precisamente lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este sentido, me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).
Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.
Me complace subrayar también que lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL CAMPEONATO EUROPEO DE FÚTBOL 2012

A su excelencia
Monseñor Józef Michalik
Presidente de la Conferencia episcopal polaca
Varsovia



Dentro de poco iniciará el Campeonato europeo de fútbol, que tendrá lugar en Polonia y Ucrania. Este evento deportivo implica no sólo a los organizadores, a los atletas y a los aficionados, sino también, de diversas formas y en los distintos ámbitos de la vida, a toda la sociedad. Incluso la Iglesia no es indiferente a este evento, en particular a las necesidades espirituales de aquellos que participan en él. Acojo con gratitud las informaciones que llegan de encuentros catequéticos, litúrgicos y de oración programados.
Mi amado predecesor, el beato Juan Pablo II, dijo: «Las potencialidades del fenómeno deportivo lo convierten en instrumento significativo para el desarrollo global de la persona y en factor utilísimo para la construcción de una sociedad más a la medida del hombre. El sentido de fraternidad, la magnanimidad, la honradez y el respeto del cuerpo —virtudes indudablemente indispensables para todo buen atleta—, contribuyen a la construcción de una sociedad civil donde el antagonismo cede su lugar al agonismo, el enfrentamiento al encuentro, y la contraposición rencorosa a la confrontación leal. Entendido de este modo, el deporte no es un fin, sino un medio; puede transformarse en vehículo de civilización y de genuina diversión, estimulando a la persona a dar lo mejor de sí y a evitar lo que puede ser peligroso o gravemente perjudicial para sí misma o para los demás» (Discurso a los participantes en el Congreso internacional sobre el deporte, 28 de octubre de 2000: L'Osservatore Romano, edición en lengua española 3 de noviembre de 2000, p. 6).
Por lo demás, el deporte de equipo, como el fútbol, es una escuela importante para educar en el sentido del respeto del otro, incluso del adversario deportivo, en el espíritu de sacrificio personal con vistas al bien de todo el grupo, en la valorización de las dotes de cada miembro del equipo; en una palabra, a superar la lógica del individualismo y del egoísmo, que con frecuencia caracteriza las relaciones humanas, para dejar espacio a la lógica de la fraternidad y del amor, la única que puede permitir —en todos los niveles— promover el auténtico bien común.
Con estos breves pensamientos aliento a todos aquellos que están implicados en el evento a obrar con solicitud, a fin de que se viva como expresión de las más nobles virtudes y acciones humanas, con espíritu de paz y de sincera alegría.
En la oración encomiendo a Dios a los pastores, a los voluntarios, a los jugadores, a los aficionados y a todos aquellos que trabajan en la preparación y en el desarrollo del Campeonato. A todos imparto mi bendición.


Vaticano, 6 de junio de 2012
BENEDICTO PP. XVI


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