viernes, 22 de junio de 2012

BENEDICTO XVI: Discursos (Jn. 22 y 21), Audiencia (Jn. 20), Ángelus y Mensaje (Jn. 17)


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE COLOMBIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Viernes 22 de Junio de 2012

Queridos hermanos en el Episcopado:

1. Con gran gozo los recibo, Pastores de la Iglesia de Dios que peregrina en Colombia, venidos a Roma para realizar su visita ad limina y estrechar así los vínculos que los unen con esta Sede Apostólica. Como Sucesor de Pedro, ésta es una preciosa oportunidad para reiterarles mi afecto y cordialidad. Agradezco las amables palabras que me ha dirigido, en nombre de todos, Monseñor Rubén Salazar Gómez, Arzobispo de Bogotá y Presidente de la Conferencia Episcopal, presentándome las realidades que les preocupan, así como los desafíos que han de afrontar las comunidades que presiden en la fe.
2. Conozco los esfuerzos que, tanto en el seno de la Conferencia Episcopal como en sus Iglesias particulares, han hecho en los últimos años para concretar iniciativas encaminadas a fomentar una corriente de renovada y fructífera evangelización. En efecto, Colombia no es ajena a las consecuencias del olvido de Dios. Mientras que años atrás era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a cuanto inspirado en ella, hoy no parece que sea así en vastos sectores de la sociedad, a causa de la crisis de valores espirituales y morales que incide negativamente en muchos de sus compatriotas. Es indispensable, pues, reavivar en todos los fieles su conciencia de ser discípulos y misioneros de Cristo, nutriendo las raíces de su fe, fortaleciendo su esperanza y vigorizando su testimonio de caridad.
3. A este respecto, ustedes han plasmado sus anhelos evangelizadores en el Plan Global de la Conferencia Episcopal (2012-2020), resultado de un consciente discernimiento de la hora que vive la Iglesia en Colombia. Les quiero animar a que sigan con tenacidad y perseverancia las pautas en él trazadas. Háganlo afianzando la comunión a la que están llamados los Obispos en el ejercicio de su misión, pues, concordando planteamientos pastorales y aunando voluntades, el ministerio que el Señor les confió alcanzará copiosos frutos. Con este mismo objetivo, aprovechen las reflexiones de la próxima Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, así como las propuestas del “Año de la fe” que he convocado, para ilustrar con ellas su magisterio e irrigar benéficamente su apostolado.
4. El creciente pluralismo religioso es un factor que exige una seria consideración. La presencia cada vez más activa de comunidades pentecostales y evangélicas, no sólo en Colombia, sino también en muchas regiones de América Latina, no puede ser ignorada ni minusvalorada. En este sentido, es evidente que el pueblo de Dios está llamado a purificarse y a revitalizar su fe dejándose guiar por el Espíritu Santo, para dar así nueva pujanza a su acción pastoral, pues «muchas veces la gente sincera que sale de nuestra Iglesia no lo hace por lo que los grupos “no católicos” creen, sino fundamentalmente por lo que ellos viven; no por razones doctrinales sino vivenciales; no por motivos estrictamente dogmáticos, sino pastorales; no por problemas teológicos sino metodológicos de nuestra Iglesia» (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo, n. 225). Se trata, por tanto, de ser mejores creyentes, más piadosos, afables y acogedores en nuestras parroquias y comunidades, para que nadie se sienta lejano o excluido. Hay que potenciar la catequesis, otorgando una especial atención a los jóvenes y adultos; preparar con esmero las homilías, así como promover la enseñanza de la doctrina católica en las escuelas y universidades. Y todo esto para que se recobre en los bautizados su sentido de pertenencia a la Iglesia y se despierte en ellos la aspiración de compartir con otros la alegría de seguir a Cristo y ser miembros de su cuerpo místico. Es importante también apelar a la tradición eclesial, incrementar la espiritualidad mariana y cuidar la rica diversidad devocional. Facilitar un intercambio sereno y abierto con los otros cristianos, sin perder la propia identidad, puede ayudar igualmente a mejorar las relaciones con ellos y a superar desconfianzas y enfrentamientos innecesarios.
5. Movidos por el celo apostólico y mirando al bien común, no dejen ustedes de individuar cuanto entorpece el recto progreso de Colombia, buscando salir al encuentro de los que se hallan privados de libertad por causa de la inicua violencia. La contemplación del rostro lacerado de Cristo en la Cruz les ha de impulsar también a redoblar las medidas y los programas tendentes a acompañar amorosamente y a asistir a cuantos se hallan probados, de modo peculiar a los que son víctimas de desastres naturales, a los más pobres, a los campesinos, a los enfermos y afligidos, multiplicando las iniciativas solidarias y las obras de amor y misericordia en su favor. No olviden tampoco a quienes tienen que emigrar de su patria, porque han perdido su trabajo o se afanan por encontrarlo; a los que ven avasallados sus derechos fundamentales y son forzados a desplazarse de sus propias casas y a abandonar sus familias bajo la amenaza de la mano oscura del terror y la criminalidad; o a los que han caído en la red infausta del comercio de las drogas y las armas. Deseo alentarles a proseguir este camino de servicio generoso y fraterno, que no es resultado de un cálculo humano, sino que nace del amor a Dios y al prójimo, fuente en donde la Iglesia encuentra su fuerza para llevar a cabo su tarea, brindando a los demás lo que ella misma ha aprendido del ejemplo sublime de su divino Fundador.
6. Queridos hermanos en el Episcopado, si la gracia de Dios no lo precede y sostiene, el hombre pronto flaquea en sus propósitos por transformar el mundo. Por eso, para que la luz de lo Alto continúe haciendo fecundo el empeño profético y caritativo de la Iglesia en Colombia, insistan en favorecer en los fieles el encuentro personal con Jesucristo, de modo que oren sin desfallecer, mediten con asiduidad la Palabra de Dios y participen más digna y fervorosamente en los sacramentos, celebrados a tenor de las normas canónicas y los libros litúrgicos. Todo esto será cauce propicio para un idóneo itinerario de Iniciación Cristiana, invitará a todos a la conversión y a la santidad y cooperará a la tan necesaria renovación eclesial.
7. Al terminar este encuentro, pido al Omnipotente que el Nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en ustedes, y ustedes en Él (cf. 2 Ts 1,12). A la vez que los pongo bajo el amparo de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, celestial Patrona de Colombia, les imparto complacido la implorada Bendición Apostólica, como prenda de paz y alegría en Jesucristo, Redentor del hombre.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA
DE LA «REUNIÓN DE LAS OBRAS DE AYUDA
A LAS IGLESIAS ORIENTALES» (ROACO)


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 21 de Junio de 2012

Señor cardenal,
Beatitud,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos miembros de la ROACO
:

Me alegra acogeros y saludaros en este tradicional encuentro. Saludo al cardenal prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales y presidente de la ROACO, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo al arzobispo secretario, al subsecretario, a los colaboradores y a todos los presentes, renovando mi gratitud a las Obras aquí representadas, a las Iglesias de los continentes europeo y americano que las sostienen, así como a los numerosos bienhechores. Aseguro mi oración al Señor, con la consoladora certeza de que él «ama al que da con alegría»(2 Co 9, 7).
Ante todo, espero que perseveréis en «el movimiento de caridad que, por mandato del Papa, lleva a cabo la Congregación para que, de modo ordenado y equitativo, Tierra Santa y las demás regiones orientales reciban la ayuda espiritual y material necesaria para hacer frente a la vida eclesial ordinaria y a necesidades particulares» (Discurso a la Congregación para las Iglesias orientales,9 de junio de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de junio de 2007, p. 7). Pronuncié estas palabras hace cinco años al visitar el dicasterio para las Iglesias orientales y ahora deseo reafirmar con fuerza esa exhortación para subrayar las urgentes necesidades de este momento.
La actual coyuntura económico-social, de hecho, tan delicada por la dimensión global que ha asumido, ciertamente está afectando a las regiones del mundo económicamente desarrolladas pero, en medida aún más preocupante, afecta a las más pobres, penalizando seriamente su presente y su futuro. A Oriente, madre patria de antiguas tradiciones cristianas, le está afectando de modo especial ese proceso, que genera inseguridad e inestabilidad también a nivel eclesial y en el campo ecuménico e interreligioso. Se trata de factores que alimentan las endémicas heridas de la historia y contribuyen a hacer más frágiles el diálogo, la paz y la convivencia entre los pueblos, así como el respeto auténtico de los derechos humanos, especialmente el derecho a la libertad religiosa personal y comunitaria. Este derecho se debe garantizar en su profesión pública y no sólo en términos cultuales, sino también pastorales, educativos, asistenciales y sociales, todos ellos aspectos indispensables para su ejercicio efectivo.
A los representantes de Tierra Santa, comenzando por el delegado apostólico, monseñor Antonio Franco, el vicario del patriarca latino de Jerusalén y el padre custodio, que participan de modo permanente en la ROACO, se han unido este año los arzobispos mayores de la Iglesia siro-malabar de la India, Su Beatitud el cardenal George Alencherry y de la Iglesia greco-católica de Ucrania, Su Beatitud Sviatoslav Shevchuk, así como el nuncio apostólico en Siria, monseñor Mario Zenari, y el obispo presidente de la Cáritas siria. Esto me permite ensanchar aún más la mirada de la Iglesia de Roma a la dimensión universal que la caracteriza profundamente y que constituye una de las notas esenciales del misterio de la Iglesia. También es una ocasión para reafirmar mi cercanía a los grandes sufrimientos de los hermanos y hermanas de Siria, en especial de los pequeños inocentes y de los más débiles. Que nuestra oración, nuestro compromiso y nuestra fraternidad concreta en Cristo, como aceite de consolación, les ayuden a no perder la luz de la esperanza en estos momentos de oscuridad, y alcancen de Dios la sabiduría del corazón para quienes tienen cargos de responsabilidad, a fin de que cese todo derramamiento de sangre y la violencia, que sólo produce dolor y muerte, y se deje espacio a la reconciliación, a la concordia y a la paz. Que no se escatime ningún esfuerzo, también por parte de la comunidad internacional, para hacer que Siria salga de la actual situación de violencia y de crisis, que dura ya desde hace mucho tiempo y corre el riesgo de convertirse en un conflicto generalizado que tendría consecuencias fuertemente negativas para el país y para toda la región. Asimismo, hago un apremiante y encarecido llamamiento para que, ante la necesidad extrema de la población, se garantice la necesaria asistencia humanitaria, también a las numerosas personas que se han visto forzadas a abandonar sus casas, algunas refugiándose en los países vecinos: el valor de la vida humana es un bien precioso que se debe proteger siempre.
Queridos amigos de la ROACO, el Año de la fe que convoqué con ocasión del 50° aniversario del inicio del concilio ecuménico Vaticano II ofrecerá fecundas orientaciones a las Obras de ayuda a las Iglesias orientales, que representan un testimonio providencial de lo que dice la Palabra de Dios: la fe sin obras se apaga y muere (cf. St 2, 17). Sed siempre signos elocuentes de la caridad que brota del corazón de Cristo y presenta al mundo la Iglesia en su verdadera identidad y misión, poniéndola al servicio de Dios, que es Amor. A san Luis Gonzaga, a quien celebramos hoy en la liturgia latina, pido que sostenga nuestra acción de gracias al Espíritu Santo y que ore con nosotros para que el Señor suscite también en nuestro tiempo agentes ejemplares de caridad hacia el prójimo. La intercesión de la santísima Madre de Dios acompañe siempre a las Iglesias orientales en la madre patria y en la diáspora, proporcionando en todas partes estímulo y esperanza para un renovado servicio al Evangelio. Que ella vele también sobre el próximo viaje que —Dios mediante— realizaré al Líbano para poner el sello sobre la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos. Deseo desde ahora anticipar a la Iglesia y a la nación libanesas mi abrazo de padre y de hermano, a la vez que de corazón imparto a vuestras organizaciones, a los presentes y a vuestros seres queridos, así como a las comunidades encomendadas a vosotros, mi afectuosa bendición apostólica.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Sala Pablo VI
Miércoles 20 de Junio de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
Nuestra oración con mucha frecuencia es petición de ayuda en las necesidades. Y es incluso normal para el hombre, porque necesitamos ayuda, tenemos necesidad de los demás, tenemos necesidad de Dios. De este modo, es normal para nosotros pedir algo a Dios, buscar su ayuda. Debemos tener presente que la oración que el Señor nos enseñó, el «Padre nuestro», es una oración de petición, y con esta oración el Señor nos enseña las prioridades de nuestra oración, limpia y purifica nuestros deseos, y así limpia y purifica nuestro corazón. Ahora bien, aunque de por sí es normal que en la oración pidamos algo, no debería ser exclusivamente así. También hay motivo para agradecer y, si estamos un poco atentos, vemos que de Dios recibimos muchas cosas buenas: es tan bueno con nosotros que conviene, es necesario darle gracias. Y debe ser también oración de alabanza: si nuestro corazón está abierto, a pesar de todos los problemas, también vemos la belleza de su creación, la bondad que se manifiesta en su creación. Por lo tanto, no sólo debemos pedir, sino también alabar y dar gracias: sólo de este modo nuestra oración es completa.
En sus Cartas, san Pablo no sólo habla de la oración, sino que además refiere oraciones ciertamente también de petición, pero asimismo oraciones de alabanza y de bendición por lo que Dios ha realizado y sigue realizando en la historia de la humanidad.
Hoy quiero reflexionar sobre el primer capítulo de la Carta a los Efesios, que comienza precisamente con una oración, que es un himno de bendición, una expresión de acción de gracias, de alegría. San Pablo bendice a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque en él nos ha dado a «conocer el misterio de su voluntad» (Ef 1, 9). Realmente hay motivo para dar gracias a Dios porque nos da a conocer lo que está oculto: su voluntad respecto de nosotros; «el misterio de su voluntad». «Mysterion», «misterio»: un término que se repite a menudo en la Sagrada Escritura y en la liturgia. No quiero entrar ahora en la filología, pero en el lenguaje común indica lo que no se puede conocer, una realidad que no podemos aferrar con nuestra propia inteligencia. El himno que abre la Carta a los Efesios nos lleva de la mano hacia un significado más profundo de este término y de la realidad que nos indica. Para los creyentes, «misterio» no es tanto lo desconocido, sino más bien la voluntad misericordiosa de Dios, su designio de amor que se reveló plenamente en Jesucristo y nos brinda la posibilidad de «comprender con todos los santos lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, y conocer el amor de Cristo» (Ef 3, 18-19). El «misterio desconocido» de Dios es revelado, y es que Dios nos ama, y nos ama desde el comienzo, desde la eternidad.
Reflexionemos un poco sobre esta solemne y profunda oración. «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1, 3). San Pablo usa el verbo «euloghein», que generalmente traduce el término hebreo «barak»: significa alabar, glorificar, dar gracias a Dios Padre como la fuente de los bienes de la salvación, como Aquel que «nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos» (ib.).
El Apóstol da gracias y alaba, pero reflexiona también sobre los motivos que impulsan al hombre a esta alabanza, a esta acción de gracias, presentando los elementos fundamentales del plan divino y sus etapas. Ante todo debemos bendecir a Dios Padre porque —así escribe san Pablo— él «nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por la caridad» (v. 4). Lo que nos hace santos e inmaculados es la caridad. Dios nos ha llamado a la existencia, a la santidad. Y esta elección es anterior incluso a la creación del mundo. Desde siempre estamos en su plan, en su pensamiento. Con el profeta Jeremías podemos afirmar también nosotros que antes de formarnos en el seno de nuestra madre él ya nos conocía (cf. Jr 1, 5); y conociéndonos nos amó. La vocación a la santidad, es decir, a la comunión con Dios pertenece al plan eterno de este Dios, un plan que se extiende en la historia y comprende a todos los hombres y las mujeres del mundo, porque es una llamada universal. Dios no excluye a nadie; su proyecto es sólo de amor. San Juan Crisóstomo afirma: «Dios mismo nos ha hecho santos, pero nosotros estamos llamados a permanecer santos. Santo es aquel que vive en la fe» (Homilías sobre la Carta a los Efesios, I, 1, 4).
San Pablo continúa: Dios nos predestinó, nos eligió para ser «sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo», para ser incorporados en su Hijo unigénito. El Apóstol subraya la gratuidad de este maravilloso designio de Dios sobre la humanidad. Dios nos elige no porque seamos buenos, sino porque él es bueno. Y la antigüedad tenía una palabra sobre la bondad: bonum est diffusivum sui; el bien se comunica; el hecho de comunicarse, de extenderse, forma parte de la esencia del bien. De este modo, porque Dios es la bondad, es comunicación de bondad, quiere comunicarse. Él crea porque quiere comunicarnos su bondad y hacernos buenos y santos.
En el centro de la oración de bendición, el Apóstol ilustra el modo como se realiza el plan de salvación del Padre en Cristo, en su Hijo amado. Escribe: «En él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de su gracia» (Ef 1, 7). El sacrificio de la cruz de Cristo es el acontecimiento único e irrepetible con el que el Padre nos ha mostrado de modo luminoso su amor, no sólo de palabra, sino de una manera concreta. Dios es tan concreto y su amor es tan concreto que entra en la historia, se hace hombre para sentir qué significa, cómo se vive en este mundo creado, y acepta el camino de sufrimiento de la pasión, sufriendo incluso la muerte. Es tan concreto el amor de Dios que participa no sólo en nuestro ser, sino también en nuestro sufrir y morir. El sacrificio de la cruz hace que nos convirtamos en «propiedad de Dios», porque la sangre de Cristo nos ha rescatado de la culpa, nos lava del mal, nos libra de la esclavitud del pecado y de la muerte. San Pablo invita a considerar cuán profundo es el amor de Dios que transforma la historia, que ha transformado su misma vida de perseguidor de los cristianos en Apóstol incansable del Evangelio. Resuenan una vez más las palabras tranquilizadoras de la Carta a los Romanos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? (...) Pues yo estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 31-32.38-39). Esta certeza —Dios está con nosotros, y ningura criatura puede separarnos de él, porque su amor es más fuerte— debemos insertarla en nuestro ser, en nuestra conciencia de cristianos.
Por último, la bendición divina se concluye con la referencia al Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones, al Paráclito que hemos recibido como sello prometido: «Él —dice san Pablo— es la prenda de nuestra herencia, mientras llega la redención del pueblo de su propiedad, para alabanza de su gloria» (Ef 1, 14). La redención aún no ha concluido —lo percibimos—, sino que tendrá su pleno cumplimiento cuando sean totalmente salvados aquellos que Dios se ha adquirido. Nosotros estamos todavía en el camino de la redención, cuya realidad esencial la da la muerte y la resurrección de Jesús. Estamos en camino hacia la redención definitiva, hacia la plena liberación de los hijos de Dios. Y el Espíritu Santo es la certeza de que Dios llevará a cumplimiento su designio de salvación, cuando recapitulará «en Cristo, única cabeza, todas las cosas del cielo y de la tierra» (cf. Ef 1, 10). San Juan Crisóstomo comenta sobre este punto: «Dios nos ha elegido por la fe y ha impreso en nosotros el sello para la herencia de la gloria futura» (Homilías sobre la Carta a los Efesios 2, 11-14). Debemos aceptar que el camino de la redención es también nuestro camino, porque Dios quiere criaturas libres, que digan libremente sí. Pero es sobre todo y ante todo su camino. Estamos en sus manos, y ahora depende de nuestra libertad seguir el camino que él abrió. Vamos por este camino de la redención juntamente con Cristo, y sentimos que la redención se realiza.
La visión que nos presenta san Pablo en esta gran oración de bendición nos ha llevado a contemplar la acción de las tres Personas de la Santísima Trinidad: el Padre, que nos eligió antes de la creación del mundo, nos pensó y creó; el Hijo que nos redimió mediante su sangre; y el Espíritu Santo, prenda de nuestra redención y de la gloria futura. En la oración constante, en la relación diaria con Dios, también nosotros, como san Pablo, aprendemos a descubrir cada vez más claramente los signos de este designio y de esta acción: en la belleza del Creador que se refleja en sus criaturas (cf. Ef 3, 9), como canta san Francisco de Asís: «Alabado seas, Señor mío, con todas tus criaturas» (FF 263). Es importante estar atentos precisamente ahora, también en el tiempo de vacaciones, a la belleza de la creación y a ver reflejarse en esa belleza el rostro de Dios. En su vida los santos muestran de modo luminoso lo que puede hacer el poder de Dios en la debilidad del hombre. Y puede hacerlo también con nosotros. En toda la historia de la salvación, en la que Dios se ha hecho cercano a nosotros y espera con paciencia nuestros tiempos, comprende nuestras infidelidades, alienta nuestro compromiso y nos guía.
En la oración aprendemos a ver los signos de este designio misericordioso en el camino de la Iglesia. Así crecemos en el amor de Dios, abriendo la puerta para que la Santísima Trinidad venga a poner su morada en nosotros, ilumine, caliente y guíe nuestra existencia. «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23), dice Jesús prometiendo a los discípulos el don del Espíritu Santo, que enseñará todas las cosas. San Ireneo dijo una vez que en la Encarnación el Espíritu Santo se acostumbró a estar en el hombre. En la oración debemos acostumbrarnos a estar con Dios. Esto es muy importante, que aprendamos a estar con Dios, y así veamos cuán hermoso es estar con él, que es la redención.
Queridos amigos, cuando la oración alimenta nuestra vida espiritual, nos volvemos capaces de conservar lo que san Pablo llama «el misterio de la fe» con una conciencia pura (cf. 1 Tm 3, 9). La oración como modo de «acostumbrarnos» a estar junto con Dios, genera hombres y mujeres animados no por el egoísmo, por el deseo de poseer, por la sed de poder, sino por la gratuidad, por el deseo de amar, por la sed de servir, es decir, animados por Dios. Y sólo así se puede llevar luz en medio de la oscuridad del mundo.
Quiero concluir esta catequesis con el epílogo de la Carta a los Romanos. Con san Pablo, también nosotros damos gloria a Dios porque nos ha dicho todo de sí en Jesucristo y nos ha dado el Consolador, el Espíritu de la verdad. Escribe san Pablo al final de la Carta a los Romanos: «Al que puede consolidaros según mi Evangelio y el mensaje de Jesucristo que proclamo, conforme a la revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora mediante las Escrituras proféticas, dado a conocer según disposición del Dios eterno para que todas las gentes llegaran a la obediencia de la fe, a Dios, único Sabio, por Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (16, 25-27). Gracias.


Saludos
Llamamiento

Sigo con profunda preocupación las noticias que llegan de Nigeria, donde continúan los atentados terroristas dirigidos sobre todo contra los fieles cristianos. Mientras elevo la oracion por las víctimas y por cuantos sufren, exhorto a los responsables de las violencias a fin de que cese inmediatamente el derramamiento de sangre de tantos inocentes. Deseo, además, la plena colaboración de todos los componentes sociales de Nigeria para que no se siga el camino de la venganza, sino que todos los ciudadanos cooperen a la edificación de una sociedad pacífica y reconciliada, en la que se tutele plenamente el derecho a profesar libremente la propia fe.

(En español)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, Honduras, Colombia, Argentina, Chile, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a alimentar vuestra vida espiritual con una oración constante, para crecer en el amor de Dios y llevar al mundo la luz de su claridad.

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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 17 de Junio de 2012


Queridos hermanos y hermanas:


La liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí­ misma y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26-34). A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.
En la primera parábola la atención se centra en el dinamismo de la siembra: la semilla que se echa en la tierra, tanto si el agricultor duerme como si está despierto, brota y crece por sí­ misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la confianza en la fuerza de la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la redención, de la obra fecunda de Dios en la historia. Así es el Señor del Reino; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se alegra de la acción creadora divina y espera pacientemente sus frutos. La cosecha final nos hace pensar en la intervención conclusiva de Dios al final de los tiempos, cuando Así realizaá¡ plenamente su reino. Ahora es el tiempo de la siembra, y el Señor asegura su crecimiento. Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que está a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. A este propósito escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cf. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).
La segunda parábola utiliza también la imagen de la siembra. Aquí­, sin embargo, se trata de una semilla especí­fica, el grano de mostaza, considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.
La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del reino de Dios. En las dos parábolas de hoy ese misterio representa un «crecimiento» y un «contraste»: el crecimiento que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce. El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen Marí­a, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza.


Después del Ángelus


El miércoles próximo, 20 de junio, se celebra la Jornada mundial del refugiado, promovida por las Naciones Unidas. Con ella se quiere atraer la atención de la comunidad internacional hacia las condiciones de tantas personas, especialmente familias, forzadas a huir de sus tierras por las amenazas de conflictos armados y graves formas de violencia. A estos hermanos y hermanas tan probados aseguro la oración y la constante solicitud de la Santa Sede, mientras deseo que se respeten siempre sus derechos y que puedan reunirse pronto con sus seres queridos.
Hoy, en Irlanda, tendrá lugar la celebración conclusiva del Congreso eucarí­stico internacional, que durante esta semana ha convertido a Dublí­n en la ciudad de la Eucarisí­a, donde muchas personas se han reunido en oración ante Cristo en el Sacramento del altar. En el misterio de la Eucaristía Jesús ha querido quedarse con nosotros, para que entremos en comunión con Él y entre nosotros. Encomendemos a Marí­a santí­sima los frutos madurados en estos dí­as de reflexión y de oración.
Por último, deseo recordar con alegrí­a que esta tarde, en Nepi, diócesis de Civita Castellana, será proclamada beata Cecilia Eusepi, que murió a los 18 años. Esta joven, que aspiraba a ser religiosa misionera, se vio obligada a abandonar el convento a causa de una enfermedad, que vivía con fe inquebrantable, demostrando una gran capacidad de sacrificio para la salvación de las almas. En los últimos días de su existencia, en profunda unión con Cristo crucificado, repetí­a: Es hermoso entregarse a Jesús, que se entregó totalmente por nosotros».


(En español)


Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. En el evangelio de este domingo, el Señor nos ha mostrado que el Reino de Dios es como una semilla que, aunque al principio puede parecer pequeña, sin embargo está llamada a crecer y a desarrollarse hasta convertirse en un árbol frondoso. Así también, que la vida de gracia y amor de Dios, sembrada en nuestra alma con el bautismo, y alimentada con la escucha de la palabra de Dios, la participación en los sacramentos y la oración constante, crezca continuamente y llegue a madurar en frutos abundantes de fe, esperanza y caridad. Muchas gracias y feliz domingo.


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VÍDEO MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CLAUSURA DEL 50° CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL CELEBRADO EN DUBLÍN

Queridos hermanos y hermanas:


Con gran afecto en el Señor, saludo a todos los que os habéis reunido en Dublín para el 50 Congreso Eucarístico Internacional, en especial al Señor Cardenal Brady, al Señor Arzobispo Martin, al clero, a las personas consagradas, a los fieles de Irlanda y a todos los que habéis venido desde lejos para apoyar a la Iglesia en Irlanda con vuestra presencia y vuestras oraciones.
El tema del Congreso – «La Eucaristía: Comunión con Cristo y entre nosotros» – nos lleva a reflexionar sobre la Iglesia como misterio de comunión con el Señor y con todos los miembros de su cuerpo. Desde los primeros tiempos, la noción de koinonia o communio ha sido central en la comprensión que la Iglesia ha tenido de sí misma, de su relación con Cristo, su Fundador, y de los sacramentos que celebra, sobre todo la Eucaristía. Mediante el Bautismo, se nos incorpora a la muerte de Cristo, renaciendo en la gran familia de los hermanos y hermanas de Jesucristo; por la Confirmación recibimos el sello del Espíritu Santo y, por nuestra participación en la Eucaristía, entramos en comunión con Cristo y se hace visible en la tierra la comunión con los demás. Recibimos también la prenda de la vida eterna futura.
El Congreso tiene lugar en un momento en el que la Iglesia se prepara en todo el mundo para celebrar el Año de la Fe, para conmemorar el quincuagésimo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, un acontecimiento que puso en marcha la más amplia renovación del rito romano que jamás se haya conocido. Basado en un examen profundo de las fuentes de la liturgia, el Concilio promovió la participación plena y activa de los fieles en el sacrificio eucarístico. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, y a la luz de la experiencia de la Iglesia universal en este periodo, es evidente que los deseos de los Padres Conciliares sobre la renovación litúrgica se han logrado en gran parte, pero es igualmente claro que ha habido muchos malentendidos e irregularidades. La renovación de las formas externas querida por los Padres Conciliares se pensó para que fuera más fácil entrar en la profundidad interior del misterio. Su verdadero propósito era llevar a las personas a un encuentro personal con el Señor, presente en la Eucaristía, y por tanto con el Dios vivo, para que a través de este contacto con el amor de Cristo, pudiera crecer también el amor de sus hermanos y hermanas entre sí. Sin embargo, la revisión de las formas litúrgicas se ha quedado con cierta frecuencia en un nivel externo, y la «participación activa» se ha confundido con la mera actividad externa. Por tanto, queda todavía mucho por hacer en el camino de la renovación litúrgica real. En un mundo que ha cambiado, y cada vez más obsesionado con las cosas materiales, debemos aprender a reconocer de nuevo la presencia misteriosa del Señor resucitado, el único que puede dar amplitud y profundidad a nuestra vida.
La Eucaristía es el culto de toda la Iglesia, pero requiere igualmente el pleno compromiso de cada cristiano en la misión de la Iglesia; implica una llamada a ser pueblo santo de Dios, pero también a la santidad personal; se ha de celebrar con gran alegría y sencillez, pero también tan digna y reverentemente como sea posible; nos invita a arrepentirnos de nuestros pecados, pero también a perdonar a nuestros hermanos y hermanas; nos une en el Espíritu, pero también nos da el mandato del mismo Espíritu de llevar la Buena Nueva de la salvación a otros.
Por otra parte, la Eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo en la cruz; su cuerpo y su sangre instauran la nueva y eterna Alianza para el perdón de los pecados y la transformación del mundo. Durante siglos, Irlanda ha sido forjada en lo más hondo por la santa Misa y por la fuerza de su gracia, así como por las generaciones de monjes, mártires y misioneros que han vivido heroicamente la fe en el país y difundido la Buena Nueva del amor de Dios y el perdón más allá de sus costas. Sois los herederos de una Iglesia que ha sido una fuerza poderosa para el bien del mundo, y que ha llevado un amor profundo y duradero a Cristo y a su bienaventurada Madre a muchos, a muchos otros. Vuestros antepasados en la Iglesia en Irlanda supieron cómo esforzarse por la santidad y la constancia en su vida personal, cómo proclamar el gozo que proviene del Evangelio, cómo inculcar la importancia de pertenecer a la Iglesia universal, en comunión con la Sede de Pedro, y la forma de transmitir el amor a la fe y la virtud cristiana a otras generaciones. Nuestra fe católica, imbuida de un sentido radical de la presencia de Dios, fascinada por la belleza de su creación que nos rodea y purificada por la penitencia personal y la conciencia del perdón de Dios, es un legado que sin duda se perfecciona y se alimenta cuando se lleva regularmente al altar del Señor en el sacrificio de la Misa. La gratitud y la alegría por una historia tan grande de fe y de amor se han visto recientemente conmocionados de una manera terrible al salir a la luz los pecados cometidos por sacerdotes y personas consagradas contra personas confiadas a sus cuidados. En lugar de mostrarles el camino hacia Cristo, hacia Dios, en lugar de dar testimonio de su bondad, abusaron de ellos, socavando la credibilidad del mensaje de la Iglesia. ¿Cómo se explica el que personas que reciben regularmente el cuerpo del Señor y confiesan sus pecados en el sacramento de la penitencia hayan pecado de esta manera? Sigue siendo un misterio. Pero, evidentemente, su cristianismo no estaba alimentado por el encuentro gozoso con Cristo: se había convertido en una mera cuestión de hábito. El esfuerzo del Concilio estaba orientado a superar esta forma de cristianismo y a redescubrir la fe como una amistad personal profunda con la bondad de Jesucristo. El Congreso Eucarístico tiene un objetivo similar. Aquí queremos encontrarnos con el Señor resucitado. Le pedimos que nos llegue hasta lo más hondo. Que al igual que sopló sobre los Apóstoles en la Pascua infundiéndoles su Espíritu, derrame también sobre nosotros su aliento, la fuerza del Espíritu Santo, y así nos ayude a ser verdaderos testigos de su amor, testigos de la verdad. Su verdad es su amor. El amor de Cristo es la verdad.
Mis queridos hermanos y hermanas, ruego que el Congreso sea para cada uno de vosotros una experiencia espiritualmente fecunda de comunión con Cristo y su Iglesia. Al mismo tiempo, me gustaría invitaros a uniros a mí en la oración, para que Dios bendiga el próximo Congreso Eucarístico Internacional, que tendrá lugar en 2016 en la ciudad de Cebú. Envío un caluroso saludo al pueblo de Filipinas, asegurando mi cercanía en la oración durante el periodo de preparación a este gran encuentro eclesial. Estoy seguro de que aportará una renovación espiritual duradera, no sólo a ellos, sino también a todos los participantes del mundo entero. Ahora, encomiendo a todos los participantes en este Congreso a la protección amorosa de María, Madre de Dios, y a san Patricio, el gran Patrón de Irlanda, a la vez que, como muestra de gozo y paz en el Señor, os imparto de corazón la Bendición Apostólica. 

BENEDICTUS PP. XVI

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