lunes, 11 de junio de 2012

BENEDICTO XVI: Discursos (Jn.11) y Audiencia General (Jn.6)


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA PONTIFICIA ACADEMIA ECLESIÁSTICA

Palacio Apostólico Vaticano
Lunes 11 de Junio de 2012

Venerado Hermano en el Episcopado,
queridos Sacerdotes:

Doy las gracias, antes de nada, a Monseñor Beniamino Stella por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos, así como también por el precioso servicio que realiza. Saludo con gran afecto a toda la comunidad de la Pontificia Academia Eclesiástica. Me complace recibiros también este año, en el momento en que se concluyen las clases y, para algunos de vosotros, se acerca el día de partir para el servicio en las Representaciones Pontificias esparcidas por todo el mundo. El Papa cuenta con vosotros, para ayudarle en el desarrollo de su ministerio universal. Os invito a no tener temor, preparándoos con diligencia y seriedad a la misión que os espera, confiando en la fidelidad de Aquél que desde siempre os conoce y os ha llamado a la comunión con su Hijo Jesucristo (cf. 1 Co 1,9).
La fidelidad de Dios es la clave y la fuente de nuestra fidelidad. Hoy quisiera llamar vuestra atención precisamente sobre esta virtud, que expresa muy bien el vínculo especial entre el Papa y sus directos colaboradores, tanto en la Curia Romana como en las Representaciones Pontificias: un vínculo que para muchos tiene su raíz en el carácter sacerdotal del que están investidos, y se especifica después en la peculiar misión confiada a cada uno en el servicio al Sucesor de Pedro.
En el contexto bíblico, la fidelidad es sobre todo un atributo divino: Dios se nos da a conocer como Aquél que es fiel para siempre a la alianza que ha establecido con su pueblo, no obstante la infidelidad de éste. En su fidelidad, Dios garantiza el cumplimiento de su plan de amor, y por esto es también digno de fe y veraz. Es esta actitud divina la que crea en el hombre la posibilidad de ser, a su vez, fiel. Aplicada al hombre, la virtud de la fidelidad está profundamente unida al don sobrenatural de la fe, llegando a ser expresión de la solidez que caracteriza a quien ha puesto en Dios el fundamento de toda su vida. En la fe encontramos de hecho la única garantía de nuestra estabilidad (cf. Is 7,9b), y sólo a partir de ella podemos también nosotros ser verdaderamente fieles: en primer lugar con respecto a Dios, después hacia su familia, la Iglesia, que es madre y maestra, y en ella a nuestra vocación, a la historia en la que el Señor nos ha injertado.
Queridos amigos, en esta óptica os animo a vivir el vínculo personal con el Vicario de Cristo como parte de vuestra espiritualidad. Se trata, ciertamente, de un elemento característico de todo católico, y más aún de todo sacerdote. Sin embargo, para los que trabajan en la Santa Sede adquiere un carácter particular, desde el momento que ellos ponen al servicio del Sucesor de Pedro buena parte de sus propias energías, su tiempo y su ministerio cotidiano. Se trata de una grave responsabilidad, pero también de un don especial, que con el tiempo va desarrollando un vínculo afectivo con el Papa, de confianza interior, un idem sentire natural, que se expresa justamente con la palabra «fidelidad».
Y desde la fidelidad a Pedro, que os envía, deriva también una especial fidelidad hacia aquellos a los cuales sois enviados: de hecho, se pide a los Representantes del Romano Pontífice, y a sus colaboradores, de hacerse intérpretes de su solicitud por todas las Iglesias, así como de la cercanía y afecto con el que sigue el camino de cada pueblo. Debéis, por tanto, alimentar una relación de profunda estima y benevolencia, incluso diría de verdadera amistad, hacia las Iglesias y las comunidades a las cuales seréis enviados. También hacia ellas tenéis un deber de fidelidad, que se concreta en la dedicación asidua al trabajo cotidiano, en la presencia en medio de ellas en los momentos alegres y tristes, a veces incluso dramáticos de su historia, en la adquisición de un conocimiento profundo de su cultura, del camino eclesial, en el saber apreciar todo lo que la gracia divina ha obrado en cada pueblo y nación.
Se trata de una preciosa ayuda para el ministerio petrino, sobre el que el siervo de Dios Pablo VI decía lo siguiente: «El Pastor Eterno, al confiar a su Vicario la potestad de las llaves y constituirlo piedra y fundamento de su Iglesia, le confió también el mandato de “confirmar a los hermanos”: esto no se verifica solamente cuando los guía o los mantiene unidos en su nombre, sino también cuando los sostiene y conforta, ciertamente con su palabra, pero de alguna manera también con su presencia» (Carta apos. Sollicitudo omnium ecclesiarum, 24 junio 1969: AAS 61 (1969) 473-474).
De esta forma, animaréis y estimularéis también a las Iglesias particulares a crecer en fidelidad al Romano Pontífice, y a encontrar en el principio de comunión con la Iglesia universal una orientación segura para su propia peregrinación en la historia. Y, no por último, ayudaréis al Sucesor de Pedro a ser fiel a la misión recibida de Cristo, permitiéndole conocer más de cerca la grey que se le ha confiado y hacerse presente en ella por medio de su palabra, su cercanía y su afecto. Pienso en este momento con gratitud en la ayuda que recibo cotidianamente de muchos colaboradores de la Curia Romana y de las Representaciones Pontificias, como también en el apoyo que me llega de la oración de innumerables hermanos y hermanas de todo el mundo.
Queridos amigos, en la medida en que seáis fieles, seréis también dignos de fe. Sabemos por otra parte que la fidelidad que se vive en la Iglesia y en la Santa Sede no es una lealtad «ciega», porque está iluminada por la fe en Aquél que ha dicho: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Comprometámonos todos en este camino, para que un día escuchemos las palabras de la parábola evangélica dirigidas a nosotros: «Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu señor» (cf. Mt 25,21).
Con estos sentimientos, renuevo a Monseñor Presidente, a sus colaboradores, a las Hermanas Franciscanas Misioneras del Niño Jesús y a la toda la comunidad de la Pontificia Academia Eclesiástica mi saludo afectuoso, al mismo tiempo que os bendigo de corazón.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS CAPELLANES Y AGENTES DE PASTORAL
DE LAS CAPELLANÍAS DE LA AVIACIÓN CIVIL
Palacio Apostólico Vaticano
Lunes 11 de Junio de 2012


Señor Cardenal,
Queridos capellanes y agentes de pastoral de la aviación civil,
Queridos hermanos y hermanas



Me es grato recibiros en la apertura del XV Seminario mundial de capellanes católicos y miembros de las capellanías de la aviación civil, promovido por el Consejo Pontificio de la Pastoral de los emigrantes e itinerantes, sobre el tema «La nueva evangelización en el mundo de la aviación civil». Saludo cordialmente al Presidente del Dicasterio, el Cardenal Antonio María Vegliò, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Y os saludo con afecto a todos vosotros, que participáis en estas jornadas de oración, estudio e intercambio para reafirmar y profundizar en los motivos espirituales que os impulsan a llevar adelante con entusiasmo y renovado celo vuestro peculiar servicio eclesial.
Me ha alegrado saber que, en ese Seminario, con la ayuda de relatores destacados, queréis reflexionar sobre nuevos modos y expresiones de la obra de evangelización en el ámbito en el que desarrolláis vuestro ministerio. Queridos amigos, sed siempre conscientes de estar llamados a hacer presente en los aeropuertos del mundo la misma misión de la Iglesia, que es llevar a Dios al hombre y guiar al hombre al encuentro con Dios. Y los aeropuertos son lugares que reflejan cada vez más la realidad globalizada de nuestro tiempo. En ellos se encuentran personas diferentes por nacionalidad, cultura, religión, nivel social y edad, pero se encuentran también situaciones humanas muy distintas y nada fáciles, que requieren siempre una mayor atención; pienso, por ejemplo, en quienes viven una espera llena de angustia en el intento de transitar sin los documentos necesarios, como los emigrantes o los que solicitan asilo; pienso en los engorros ocasionados por las medidas para contrarrestar los atentados terroristas. Además, también en las comunidades de los aeropuertos se refleja la crisis de fe que afecta a muchos; los contenidos de la doctrina cristiana y los valores que ésta enseña, ya no son considerados como puntos de referencia, incluso en los países que tienen una larga tradición de vida eclesial. Éste es el contexto humano y espiritual en el que estáis llamados a anunciar con renovado vigor la Buena Nueva, con la palabra, con vuestra presencia, con vuestro ejemplo y vuestro testimonio, bien conscientes de que, aun en los encuentros casuales, la gente sabe reconocer un hombre de Dios y que, con frecuencia, hasta una pequeña semilla en una tierra bien dispuesta puede germinar y producir frutos abundantes.
Además, en los aeródromos tenéis la posibilidad de entrar en contacto cada día con muchas personas, hombres y mujeres, que trabajan en un ambiente en el que tanto la continua movilidad como la tecnología constantemente en progreso, amenazan con oscurecer la centralidad que debe tener el ser humano; a menudo se da mayor atención a la eficiencia y a la productividad en detrimento del amor al prójimo y de la solidaridad, que, sin embargo, han de caracterizar siempre las relaciones humanas. También en esto es importante y preciosa vuestra presencia: es un testimonio vivo de un Dios cercano al hombre; y es una llamada a no quedarse nunca indiferentes ante quien se encuentra, sino a tratarlo con disponibilidad y con amor. Os animo a ser un signo luminoso de esta caridad de Cristo, que da serenidad y paz.
Queridos amigos, preocuparos de que cada persona, cualquiera que sea su nacionalidad o condición social, encuentre en vosotros un corazón acogedor, capaz de escuchar y comprender. Que todos puedan experimentar mediante vuestra vida cristiana y sacerdotal el amor que proviene de Dios, para que cada uno sea impulsado a una relación renovada y profunda con Cristo, que nunca deja de hablar a cuantos se abren a él con confianza, especialmente en la oración. De aquí la importancia de las capillas en los aeropuertos, como lugares de silencio y sosiego espiritual.
En vuestro servicio pastoral, tenéis como modelo y protectora a la Santísima Virgen, que veneráis con el título de Nuestra Señora de Loreto, patrona de todos los que viajan en avión, haciendo referencia a la tradición que atribuye a los ángeles el traslado de la casa de María de Jerusalén a Loreto. Pero hay otro «vuelo» del que la casa de María es testigo, y mucho más significativo para toda la humanidad: el del arcángel Gabriel, que llevó a María el gozoso anuncio de que sería la Madre del Hijo del Altísimo (cf. Lc 1,26-32). Así, el Eterno ha entrado en el tiempo, Dios se ha hecho hombre y ha venido a habitar entre nosotros (cf. Jn 1,14). Es la manifestación del amor infinito de Dios por su criatura. Dios ha enviado a su Hijo, Jesucristo, cuando éramos aún pecadores, para redimirnos con su muerte y resurrección. No se ha quedado en «lo alto del cielo», sino que se ha sumido en las alegrías y las penas de los hombres de su tiempo y de todos los tiempos, compartiendo su suerte y devolviéndoles la esperanza.
Esta es la misión de la Iglesia: anunciar a Jesucristo, único salvador del mundo, «misión – como decía el Siervo de Dios, el Papa Pablo VI – que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más urgente» (Exhort. ap., Evangelii nuntiandi, 14). En efecto, también en nuestros días «notamos la urgencia de promover, con nueva fuerza y modalidades renovadas, la obra de evangelización en un mundo en el que la desaparición de las fronteras y los nuevos procesos de globalización acercan aún más las personas y los pueblos, tanto por el desarrollo de los medios de comunicación como por la frecuencia y la facilidad con que se llevan a cabo los desplazamientos de individuos y de grupo» (Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2012).
Queridos hermanos, que el encuentro cotidiano con el Señor Jesús en la celebración eucarística y en la oración personal os dé el entusiasmo y la fuerza de anunciar la novedad evangélica, que transforma los corazones y hace nuevas todas las cosas. Os aseguro mi recuerdo en la oración, para que seáis instrumento eficaz en la ayuda a las personas confiadas a vuestros cuidados pastorales a cruzar la «porta fidei», acompañándolas en el encuentro con Cristo vivo y operante entre nosotros. Con estos deseos, os imparto complacido la Bendición Apostólica, que hago extensiva a los que comparten vuestro ministerio, y a quienes forman parte del vasto mundo de la aviación civil.



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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Miércoles 6 de Junio de 2012

Visita pastoral a la Arquidiócesis de Milán
VII Encuentro Mundial de las Familias



Queridos hermanos y hermanas:


«La familia, el trabajo y la fiesta»: este fue el tema del séptimo Encuentro mundial de las familias, que tuvo lugar los días pasados en Milán. Conservo todavía en los ojos y en el corazón las imágenes y las emociones de este acontecimiento inolvidable y maravilloso, que transformó Milán en una ciudad de las familias: núcleos familiares provenientes de todo el mundo, unidos por la alegría de creer en Jesucristo. Estoy profundamente agradecido a Dios que me concedió vivir esta cita «con» las familias y «para» la familia. En cuantos me han escuchado en estos días encontré una sincera disponibilidad para acoger y testimoniar el «Evangelio de la familia». Sí, porque no hay futuro de la humanidad sin la familia; en especial los jóvenes, para aprender los valores que dan sentido a la existencia, necesitan nacer y crecer en esa comunidad de vida y de amor que Dios mismo quiso para el hombre y para la mujer.
El encuentro con las numerosas familias provenientes de diversos continentes me ofreció la feliz ocasión de visitar por primera vez como Sucesor de Pedro la archidiócesis de Milán. Me acogieron muy cordialmente —por lo cual estoy profundamente agradecido— el cardenal Angelo Scola, los presbíteros y todos los fieles, así como el alcalde y las demás autoridades. De este modo pude experimentar de cerca la fe de la población ambrosiana, rica en historia, cultura, humanidad y caridad activa. En la plaza del Duomo, símbolo y corazón de la ciudad, tuvo lugar la primera cita de esta intensa visita pastoral de tres días. No puedo olvidar el abrazo caluroso de la multitud de milaneses y de los participantes en el VII Encuentro mundial de las familias, que me acompañaron luego durante toda mi visita, con las calles llenas de gente. Una multitud de familias en fiesta, que con sentimientos de profunda participación se unió de forma especial al pensamiento afectuoso y solidario que inmediatamente dirigí a cuantos tienen necesidad de ayuda y consuelo, y están afligidos por varias preocupaciones, especialmente a las familias más afectadas por la crisis económica y a las queridas poblaciones golpeadas por el terremoto. En este primer encuentro con la ciudad quise hablar ante todo al corazón de los fieles ambrosianos, exhortándolos a vivir la fe en su experiencia personal y comunitaria, privada y pública, de modo que favorezca un auténtico «bien-estar», a partir de la familia, que se ha de redescubrir como patrimonio principal de la humanidad. Desde lo alto de la catedral, la estatua de la Virgen con los brazos abiertos de par en par parecía acoger con ternura maternal a todas las familias de Milán y del mundo entero.
Milán me reservó luego un singular y noble saludo en uno de los lugares más sugestivos y significativos de la ciudad, el Teatro en la Scala donde se han escrito páginas importantes de la historia del país, bajo el impulso de grandes valores espirituales e ideales. En este templo de la música, las notas de la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven dieron voz a aquella instancia de universalidad y de fraternidad que la Iglesia propone incansablemente anunciando el Evangelio. Precisamente al contraste entre este ideal y los dramas de la historia, y a la exigencia de un Dios cercano, que comparta nuestros sufrimientos, hice referencia al final del concierto, dedicándolo a los numerosos hermanos y hermanas probados por el terremoto. Subrayé que en Jesús de Nazaret Dios se hace cercano y carga junto con nosotros nuestro sufrimiento. Al final de este intenso momento artístico y espiritual, quise hacer referencia a la familia del tercer milenio, recordando que es en la familia donde se experimenta por primera vez que la persona humana no ha sido creada para vivir cerrada en sí misma, sino en relación con los demás; y es en la familia donde se comienza a encender en el corazón la luz de la paz para que ilumine nuestro mundo.
Al día siguiente, en la catedral, abarrotada de sacerdotes, religiosos y religiosas, y seminaristas, con la presencia de muchos cardenales y obispos que habían llegado a Milán desde varios países del mundo, celebré la Hora Tercia según la liturgia ambrosiana. Allí quise reafirmar el valor del celibato y de la virginidad consagrada, tan apreciada por el gran san Ambrosio. Celibato y virginidad en la Iglesia son un signo luminoso del amor a Dios y a los hermanos, que nace de una relación cada vez más íntima con Cristo en la oración, y se expresa en la entrega total de sí mismos.
Un momento lleno de gran entusiasmo fue la cita en el estadio «Meazza», donde experimenté el abrazo de una multitud alegre de muchachos y muchachas que este año han recibido o están por recibir el sacramento de la Confirmación. La esmerada preparación del encuentro, con textos y oraciones significativos, así como coreografías, hizo aún más estimulante la cita. A los muchachos ambrosianos les dirigí una invitación a dar un «sí» libre y consciente al Evangelio de Jesús, acogiendo los dones del Espíritu Santo que permiten formarse como cristianos, vivir el Evangelio y ser miembros activos de la comunidad. Los alenté a comprometerse, en especial en el estudio y en el servicio generoso al prójimo.
El encuentro con los representantes de las autoridades institucionales, de los empresarios y de los trabajadores, del mundo de la cultura y de la educación de la sociedad milanesa y lombarda, me permitió poner de relieve la importancia de que la legislación y la obra de las instituciones estatales estén al servicio y protección de la persona en sus múltiples aspectos, comenzando por el derecho a la vida, cuya supresión deliberada jamás se puede permitir, y por el reconocimiento de la identidad propia de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer.
Después de esta última cita dedicada a la realidad diocesana y ciudadana, me dirigí a la gran área del Parque Norte, en territorio de Bresso, donde participé en la emotiva Fiesta de los testimonios, con el título: «One world, family, love» —«Un mundo, familia, amor»—. Allí tuve la alegría de encontrarme con miles de personas, un arco iris de familias italianas y de todo el mundo, reunidas ya desde tempranas horas de la tarde en un clima de fiesta y de entusiasmo auténticamente familiar. Respondiendo a las preguntas de algunas familias, preguntas que brotaban de su vida y de sus experiencias, quise dar un signo del diálogo abierto que existe entre las familias y la Iglesia, entre el mundo y la Iglesia. Me impresionó mucho el testimonio conmovedor de esposos e hijos de diversos continentes, sobre temas candentes de nuestro tiempo: la crisis económica, la dificultad de conciliar los tiempos de trabajo con los de la familia, el aumento de separaciones y divorcios, así como interrogantes existenciales que atañen a adultos, jóvenes y niños. Aquí quiero recordar lo que reafirmé en defensa del tiempo de la familia, amenazado por una especie de «prepotencia» de los compromisos laborales: el domingo es el día del Señor y del hombre, un día en el cual todos deben poder estar libres, libres para la familia y libres para Dios. Defendiendo el domingo, defendemos la libertad del hombre.
La santa misa del domingo 3 de junio, conclusión del VII Encuentro mundial de las familias, contó con la participación de una inmensa asamblea orante, que llenó completamente el área del aeropuerto de Bresso, convertida casi en una gran catedral al aire libre, también gracias a la reproducción de las estupendas vidrieras polícromas de la catedral de Milán que destacaban sobre el palco. Ante esa miríada de fieles, provenientes de diversas naciones, que participaban con devoción en la liturgia muy bien preparada, dirigí un llamamiento a edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más una familia, capaces de reflejar la belleza de la Santísima Trinidad y de evangelizar no sólo con la palabra, sino también por irradiación, con la fuerza del amor vivido, porque el amor es la única fuerza que puede transformar el mundo. Además, puse de relieve la importancia de la «tríada» familia, trabajo y fiesta. Son tres dones de Dios, tres dimensiones de nuestra existencia que deben encontrar un equilibrio armónico para construir sociedades con rostro humano.
Siento un profundo agradecimientos por estas magníficas jornadas de Milán. Gracias al cardenal Ennio Antonelli y al Consejo pontificio para la familia, a todas las autoridades, por su presencia y colaboración en este acontecimiento; gracias también al presidente del Consejo de Ministros de la República italiana por haber participado en la santa misa del domingo. Y renuevo un «gracias» cordial a las diversas instituciones que cooperaron generosamente con la Santa Sede y con la archidiócesis de Milán para la organización del Encuentro, que tuvo un gran éxito pastoral y eclesial, así como un vasto eco en todo el mundo. En efecto, el Encuentro reunió en Milán a más de un millón de personas, que durante varios días invadieron pacíficamente las calles, testimoniando la belleza de la familia, esperanza para la humanidad.
El Encuentro mundial de Milán ha sido así una elocuente «epifanía» de la familia, que se manifestó en la variedad de sus expresiones, pero también en la unicidad de su identidad sustancial: la de una comunión de amor, fundada en el matrimonio y llamada a ser santuario de la vida, pequeña Iglesia, célula de la sociedad. Desde Milán se lanzó a todo el mundo un mensaje de esperanza, fundado en experiencias vividas: es posible y gozoso, aunque sea comprometedor, vivir el amor fiel, «para siempre», abierto a la vida; es posible participar como familias en la misión de la Iglesia y en la construcción de la sociedad. Que, gracias a la ayuda de Dios y a la protección especial de María santísima, Reina de la familia, la experiencia vivida en Milán sea portadora de frutos abundantes en el camino de la Iglesia, y sea auspicio de una atención creciente a la causa de la familia, que es la causa misma del hombre y de la civilización. Gracias.

Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Costa Rica, Venezuela, Perú, Colombia y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias al Señor, que me ha concedido vivir esta inolvidable cita «con» las familias y «para» la familia. Oremos por todos los hogares cristianos, para que en ellos reine siempre el amor y la fidelidad. Muchas gracias.


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