viernes, 1 de junio de 2012

BENEDICTO XVI: Audiencia (Mayo 30), Homilía, Regina Coeli y Mensaje (Mayo 27), Discursos (Mayo 26 y 24)


AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Miércoles 30 de Mayo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
En estas catequesis estamos meditando sobre la oración en las cartas de san Pablo y tratamos de ver la oración cristiana como un verdadero encuentro personal con Dios Padre, en Cristo, mediante el Espíritu Santo. Hoy, en este encuentro, entran en diálogo el «sí» fiel de Dios y el «amén» confiado de los creyentes. Quiero subrayar esta dinámica, reflexionando sobre la Segunda Carta a los Corintios. San Pablo envía esta apasionada Carta a una Iglesia que en repetidas ocasiones puso en tela de juicio su apostolado, y abre su corazón para que los destinatarios tengan la seguridad de su fidelidad a Cristo y al Evangelio. Esta Segunda Carta a los Corintios comienza con una de las oraciones de bendición más elevadas del Nuevo Testamento. Reza así: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2 Co1, 3-4).
Así pues, san Pablo VIve en gran tribulación; son muchas las dificultades y las aflicciones que ha tenido que atravesar, pero nunca ha cedido al desaliento, sostenido por la gracia y la cercanía del Señor Jesucristo, para el cual se había convertido en apóstol y testigo poniendo en sus manos toda su existencia. Precisamente por esto, san Pablo comienza esta Carta con una oración de bendición y de acción de gracias a Dios, porque en ningún momento de su vida de apóstol de Cristo sintió que le faltara el apoyo del Padre misericordioso, del Dios de todo consuelo. Sufrió terriblemente, lo dice en esta Carta, pero en todas esas situaciones, donde parecía que ya no se abría un camino ulterior, recibió de Dios consuelo y fortaleza. Por anunciar a Cristo sufrió incluso persecuciones, hasta el punto de ser encarcelado, pero siempre se sintió libre interiormente, animado por la presencia de Cristo, deseoso de anunciar la palabra de esperanza del Evangelio. Desde la cárcel, encadenado, escribe a Timoteo, su fiel colaborador: «La Palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación y la gloria eterna en Cristo Jesús» (2 Tm 2, 9b-10). Al sufrir por Cristo, experimenta el consuelo de Dios. Escribe: «Lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Co 1, 5).
En la oración de bendición que introduce la Segunda Carta a los Corintios domina, por tanto, junto al tema de las aflicciones, el tema del consuelo, que no ha de entenderse sólo como simple consolación, sino sobre todo como aliento y exhortación a no dejarse vencer por la tribulación y las dificultades. La invitación es a vivir toda situación unidos a Cristo, que carga sobre sí todo el sufrimiento y el pecado del mundo para traer luz, esperanza y redención. Así Jesús nos hace capaces de consolar, a nuestra vez, a aquellos que se encuentran en toda clase de aflicción. La profunda unión con Cristo en la oración, la confianza en su presencia, disponen a compartir los sufrimientos y las aflicciones de los hermanos. San Pablo escribe: «¿Quién enferma sin que yo enferme? ¿Quién tropieza sin que yo me encienda?» (2 Co 11, 29). Esta actitud de compartir no nace de una simple benevolencia, ni sólo de la generosidad humana o del espíritu de altruismo, sino que brota del consuelo del Señor, del apoyo inquebrantable de la «fuerza extraordinaria que proviene de Dios y no de nosotros» (cf. 2 Co 4, 7).
Queridos hermanos y hermanas, nuestra vida y nuestro camino a menudo están marcados por dificultades, incomprensiones y sufrimientos. Todos lo sabemos. En la relación fiel con el Señor, en la oración constante, diaria, también nosotros podemos sentir concretamente el consuelo que proviene de Dios. Y esto refuerza nuestra fe, porque nos hace experimentar de modo concreto el «sí» de Dios al hombre, a nosotros, a mí, en Cristo; hace sentir la fidelidad de su amor, que llega hasta el don de su Hijo en la cruz. San Pablo afirma: «El Hijo de Dios, Jesucristo, que fue anunciado entre vosotros por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue “sí” y “no”, sino que en él sólo hubo “sí”. Pues todas las promesas de Dios han alcanzado su “sí” en él. Así, por medio de él, decimos nuestro “amén” a Dios, para gloria suya a través de nosotros» (2 Co 1, 19-20). El «sí» de Dios no es parcial, no pasa del «sí» al «no», sino que es un sencillo y seguro «sí». Y a este «sí» nosotros correspondemos con nuestro «sí», con nuestro «amén», y así estamos seguros en el «sí» de Dios.
La fe no es, primariamente, acción humana, sino don gratuito de Dios, que arraiga en su fidelidad, en su «sí», que nos hace comprender cómo vivir nuestra existencia amándolo a él y a los hermanos. Toda la historia de la salvación es un progresivo revelarse de esta fidelidad de Dios, a pesar de nuestras infidelidades y nuestras negaciones, con la certeza de que «los dones y la llamada de Dios son irrevocables», como declara el Apóstol en la Carta a los Romanos (11, 29).
Queridos hermanos y hermanas, el modo de actuar de Dios —muy distinto del nuestro— nos da consuelo, fuerza y esperanza porque Dios no retira su «sí». Ante los contrastes en las relaciones humanas, a menudo incluso en las relaciones familiares, tendemos a no perseverar en el amor gratuito, que cuesta esfuerzo y sacrificio. Dios, en cambio, nunca se cansa de nosotros, nunca se cansa de tener paciencia con nosotros, y con su inmensa misericordia siempre nos precede, sale él primero a nuestro encuentro; su «sí» es completamente fiable. En el acontecimiento de la cruz nos revela la medida de su amor, que no calcula y no tiene medida. San Pablo, en la Carta a Tito, escribe: «Se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor al hombre» (Tt 3, 4). Y para que este «sí» se renueve cada día «nos ungió, nos selló y ha puesto su Espíritu como prenda en nuestros corazones» (2 Co 1, 21b-22).
De hecho, es el Espíritu Santo quien hace continuamente presente y vivo el «sí» de Dios en Jesucristo y crea en nuestro corazón el deseo de seguirlo para entrar totalmente, un día, en su amor, cuando recibiremos una morada en los cielos no construida por manos humanas. No hay ninguna persona que no sea alcanzada e interpelada por este amor fiel, capaz de esperar incluso a quienes siguen respondiendo con el «no» del rechazo y del endurecimiento del corazón. Dios nos espera, siempre nos busca, quiere acogernos en la comunión con él para darnos a cada uno de nosotros plenitud de vida, de esperanza y de paz.
En el «sí» fiel de Dios se injerta el «amén» de la Iglesia que resuena en todas las acciones de la liturgia: «amén» es la respuesta de la fe con la que concluye siempre nuestra oración personal y comunitaria, y que expresa nuestro «sí» a la iniciativa de Dios. A menudo respondemos de forma rutinaria con nuestro «amén» en la oración, sin fijarnos en su significado profundo. Este término deriva de ’aman que en hebreo y en arameo significa «hacer estable», «consolidar» y, en consecuencia, «estar seguro», «decir la verdad». Si miramos la Sagrada Escritura, vemos que este «amén» se dice al final de los Salmos de bendición y de alabanza, como por ejemplo en el Salmo41: «A mí, en cambio, me conservas la salud, me mantienes siempre en tu presencia. Bendito el Señor, Dios de Israel, desde siempre y por siempre. Amén, amén» (vv. 13-14). O expresa adhesión a Dios, en el momento en que el pueblo de Israel regresa lleno de alegría del destierro de Babilonia y dice su «sí», su «amén» a Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías se narra que, después de este regreso, «Esdras abrió el libro (de la Ley) en presencia de todo el pueblo, de modo que toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie. Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las manos levantadas: “Amén, amén”» (Ne8, 5-6).
Por lo tanto, desde los inicios el «amén» de la liturgia judía se convirtió en el «amén» de las primeras comunidades cristianas. Y el libro de la liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis de san Juan, comienza con el «amén» de la Iglesia: «Al que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap 1, 5b-6). Así está escrito en el primer capítulo del Apocalipsis. Y el mismo libro se concluye con la invocación «Amén, ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22, 20).
Queridos amigos, la oración es el encuentro con una Persona viva que podemos escuchar y con la que podemos dialogar; es el encuentro con Dios, que renueva su fidelidad inquebrantable, su «sí» al hombre, a cada uno de nosotros, para darnos su consuelo en medio de las tempestades de la vida y hacernos vivir, unidos a él, una existencia llena de alegría y de bien, que llegará a su plenitud en la vida eterna.
En nuestra oración estamos llamados a decir «sí» a Dios, a responder con este «amén» de la adhesión, de la fidelidad a él a lo largo de toda nuestra vida. Esta fidelidad nunca la podemos conquistar con nuestras fuerzas; no es únicamente fruto de nuestro esfuerzo diario; proviene de Dios y está fundada en el «sí» de Cristo, que afirma: mi alimento es hacer la voluntad del Padre (cf.Jn 4, 34). Debemos entrar en este «sí», entrar en este «sí» de Cristo, en la adhesión a la voluntad de Dios, para llegar a afirmar con san Pablo que ya no vivimos nosotros, sino que es Cristo mismo quien vive en nosotros. Así, el «amén» de nuestra oración personal y comunitaria envolverá y transformará toda nuestra vida, una vida de consolación de Dios, una vida inmersa en el Amor eterno e inquebrantable. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española provenientes de España, México, Venezuela, Colombia, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a entrar en el «sí» de Dios, secundando su voluntad, para poder afirmar con san Pablo: «no soy yo que el que vive, es Cristo quien vive en mí». Muchas gracias.


--------------------------------------------------------------------------------------------------


HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Domingo 27 de Mayo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra celebrar con vosotros esta santa misa, animada hoy también por el coro de la Academia de Santa Cecilia y por la orquesta juvenil —a la que doy las gracias— en la solemnidad de Pentecostés. Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia; es un acontecimiento que le dio, por decirlo así, la forma inicial y el impulso para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre son válidos, siempre son actuales, y se renuevan de modo especial mediante las acciones litúrgicas. Esta mañana quiero reflexionar sobre un aspecto esencial del misterio de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia. Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más cercanos los unos a los otros gracias al desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre las personas a menudo es superficial y difícil. Persisten desequilibrios que con frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada vez más complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos diarios en los que nos parece que los hombres se están volviendo más agresivos y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere buscar el propio yo, los propios intereses. En esta situación, ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir la unidad que tanto necesitamos?
La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11), contiene en el fondo uno de los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia de la construcción de la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9). Pero, ¿qué es Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que pensaron que ya no necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran tan fuertes que podían construir por sí mismos un camino que llevara al cielo para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en esta situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de que estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.
Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia, y también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano mismo. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad que hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos? ¿No parece insinuarse entre los hombres un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para los otros? Volvemos, por tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?
Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que sucedió en Pentecostés. Esa mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El miedo desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división e indiferencia, nacieron unidad y comprensión.
Pero veamos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse mutuamente. El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.
La contraposición entre Babel y Pentecostés aparece también en la segunda lectura, donde el Apóstol dice: «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Ga 5, 16). San Pablo nos explica que nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división, entre los impulsos que provienen de la carne y los que proceden del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos. Efectivamente, no podemos ser al mismo tiempo egoístas y generosos, seguir la tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo lo podemos hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo —como hemos escuchado— enumera las obras de la carne: son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, celos, disensiones; son pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que lleva a perder la propia vida. En cambio, el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de una vida divina que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz» (Ga 5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras que usa el singular para definir la acción del Espíritu; habla de «fruto», precisamente como a la dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés.
Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos pedir al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y a acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio de san Lucas nos dice que Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni Sancte Spiritus!», «¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!». Amén.

                -------------------------------------------------------------------------------------------



REGINA CÆLI DEL PAPA BENEDICTO XVI 

Plaza de San Pedro
Domingo 27 de Mayo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy la gran fiesta de Pentecostés, con la que se completa el Tiempo de Pascua, cincuenta días después del domingo de Resurrección. Esta solemnidad nos hace recordar y revivir la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los demás discípulos, reunidos en oración con la Virgen María en el Cenáculo (cf. Hch 2, 1-11). Jesús, después de resucitar y subir al cielo, envía a la Iglesia su Espíritu para que cada cristiano pueda participar en su misma vida divina y se convierta en su testigo en el mundo. El Espíritu Santo, irrumpiendo en la historia, derrota su aridez, abre los corazones a la esperanza, estimula y favorece en nosotros la maduración interior en la relación con Dios y con el prójimo.
El Espíritu que «habló por medio de los profetas», con los dones de la sabiduría y de la ciencia sigue inspirando a mujeres y hombres que se comprometen en la búsqueda de la verdad, proponiendo vías originales de conocimiento y de profundización del misterio de Dios, del hombre y del mundo. En este contexto tengo la alegría de anunciar que el próximo 7 de octubre, al inicio de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, proclamaré a san Juan de Ávila y a santa Hidelgarda de Bingen, doctores de la Iglesia universal. Estos dos grandes testigos de la fe vivieron en períodos históricos y en ambientes culturales muy distintos. Hidelgarda fue monja benedictina en el corazón de la Edad Media alemana, auténtica maestra de teología y profunda estudiosa de las ciencias naturales y de la música. Juan, sacerdote diocesano en los años del renacimiento español, participó en el esfuerzo de renovación cultural y religiosa de la Iglesia y de la sociedad en los albores de la modernidad. Pero la santidad de la vida y la profundidad de la doctrina los hacen perennemente actuales: de hecho, la gracia del Espíritu Santo los impulsó a esa experiencia de penetrante comprensión de la revelación divina y de diálogo inteligente con el mundo, que constituyen el horizonte permanente de la vida y de la acción de la Iglesia.
Sobre todo a la luz del proyecto de una nueva evangelización a la que se dedicará la citada Asamblea del Sínodo de los obispos, y en la víspera del Año de la fe, estas dos figuras de santos y doctores son de gran importancia y actualidad. También en nuestros días, a través de su enseñanza, el Espíritu del Señor resucitado sigue haciendo resonar su voz e iluminando el camino que conduce a la única Verdad que puede hacernos libres y dar pleno sentido a nuestra vida.
Rezando ahora juntos el Regina caeli —por última vez este año—, invoquemos la intercesión de la Virgen María para que obtenga a la Iglesia que sea fuertemente animada por el Espíritu Santo, para dar testimonio de Cristo con franqueza evangélica y abrirse cada vez más a la plenitud de la verdad.

Después del Regina Caeli


Esta mañana, en Vannes, Francia, ha sido proclamada beata la madre Saint-Louis, en el siglo Louise-Élisabeth Molé, fundadora de las Hermanas de la Caridad de San Luis, que vivió entre los siglos XVIII y XIX. Demos gracias a Dios por esta ejemplar testigo del amor a Dios y al prójimo.
Participo espiritualmente en la alegría de los fieles de la diócesis de Vannes, reunidos para la celebración de la beatificación de Louise-Élisabeth Molé, madre Saint-Louis. Ella, fundadora de las Hermanas de la Caridad de San Luis, nos enseña cómo podemos, con la ayuda del Espíritu Santo, abrir nuestro corazón con bondad para acercarnos a los demás en su diferencia, en su fragilidad y en su pobreza. Dejémonos guiar también nosotros por el Espíritu para anunciar al mundo las maravillas de Dios. Que la Virgen María nos ayude a ser testigos del Espíritu de verdad y de libertad. ¡Feliz fiesta de Pentecostés a todos!
(En lengua española)
Hoy, día de Pentecostés, la liturgia alaba al Espíritu Santo por haber congregado a su Iglesia en la confesión de una misma fe, infundiéndole el conocimiento de Dios. Pidamos que el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, nos siga enseñando y dando la fuerza necesaria para ser testigos ante el mundo de Cristo Redentor, y en todo el orbe se ensalce e invoque al tres veces santo. ¡Feliz domingo!.


                     ---------------------------------------------------------------------------------------------------------------------



MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU SANTIDAD MAR DINKHA IV,
CATHOLICÓS PATRIARCA DE LA IGLESIA ASIRIA DE ORIENTE

El jubileo de oro de su consagración episcopal, Santidad, que culminó en su eminente ministerio como Catholicós Patriarca de la Iglesia asiria de Oriente, me brinda la oportunidad de manifestarle mi felicitación y mis mejores deseos con mi oración.
Agradezco al Señor las abundantes bendiciones concedidas a la Iglesia asiria de Oriente a través de su ministerio, y le doy las gracias por su compromiso a favor de la promoción del diálogo constructivo, la cooperación fructífera y la amistad creciente entre nuestras Iglesias. Recuerdo su presencia en el funeral de Juan Pablo II y, previamente, su visita a Roma en 1994 para firmar una Declaración cristológica común. La sucesiva Comisión conjunta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente ha dado muchos frutos. Renuevo la esperanza, expresada con ocasión de su visita a Roma en junio de 2007, de que «la fecunda labor que la Comisión ha realizado durante estos años continúe, sin perder jamás de vista la meta última de nuestro camino común: el restablecimiento de la comunión plena».
Quiero reiterar también mi solidaridad con las comunidades cristianas que están en Irak y en todo Oriente Medio, rezando para que las formas efectivas de testimonio común del Evangelio y la colaboración pastoral al servicio de la paz, de la reconciliación y de la unidad se profundicen entre los fieles católicos y los asirios.
Santidad, en este significativo aniversario, rezo para que el amor de Dios Padre lo envuelva, la sabiduría del Hijo lo ilumine y el fuego del Espíritu Santo siga inspirándolo.
Con sentimientos de respeto, le envío, Beatitud, un abrazo fraternal en Jesucristo nuestro Salvador.

BENEDICTUS PP. XVI

-----------------------------------------------------------------------------------------------------




DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA REUNIÓN
DE RENOVACIÓN EN EL ESPÍRITU

Plaza de San Pedro
Sábado 26 de Mayo de 2012

Queridos hermanos y hermanas:
Con gran alegría os acojo con ocasión del cuadragésimo aniversario del nacimiento de la Renovación en el Espíritu Santo en Italia, expresión del movimiento de renovación carismática más amplio que recorrió la Iglesia católica tras el concilio ecuménico Vaticano II. Os saludo a todos con afecto, comenzando por el presidente nacional, a quien agradezco las amables palabras, llenas de Espíritu, que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Saludo al consejero espiritual, a los miembros del comité y del consejo, a los responsables y a los animadores de los grupos y de las comunidades esparcidas por Italia. En esta peregrinación vuestra, que os ofrece la oportunidad de orar ante la tumba de san Pedro, podéis fortalecer vuestra fe, crecer en el testimonio cristiano y afrontar sin temor, guiados por el Espíritu Santo, las exigentes tareas de la nueva evangelización.
Me alegra encontrarme con vosotros en la víspera de Pentecostés, fiesta fundamental para la Iglesia y tan significativa para vuestro movimiento, y os exhorto a acoger el amor de Dios que se comunica a nosotros mediante el don del Espíritu Santo, principio unificador de la Iglesia. En estas décadas —cuarenta años— os habéis esforzado por dar vuestra aportación específica a la extensión del reino de Dios y a la edificación de la comunidad cristiana, alimentando la comunión con el Sucesor de Pedro, con los pastores y con toda la Iglesia. De varias maneras habéis afirmado la primacía de Dios, a quien se dirige siempre y sumamente nuestra adoración. Y habéis procurado proponer esta experiencia a las nuevas generaciones, mostrando la alegría de la vida nueva en el Espíritu a través de una amplia obra de formación y múltiples actividades vinculadas a la nueva evangelización y a lamissio ad gentes. Vuestra obra apostólica ha contribuido así al crecimiento de la vida espiritual en el tejido eclesial y social italiano mediante caminos de conversión que han llevado a muchas personas a sanarse en profundidad por el amor de Dios, y a muchas familias a superar momentos de crisis. En vuestros grupos no han faltado jóvenes que generosamente han respondido a la vocación de especial consagración a Dios en el sacerdocio o en la vida consagrada. Por todo ello os doy gracias a vosotros y al Señor.
Queridos amigos, seguid testimoniando la alegría de la fe en Cristo, la belleza de ser discípulos de Jesús, el poder del amor que su Evangelio difunde en la historia, así como la incomparable gracia que cada creyente puede experimentar en la Iglesia con la práctica santificante de los sacramentos y el ejercicio humilde y desinteresado de los carismas, que, como dice san Pablo, se han de utilizar siempre para el bien común. No cedáis a la tentación de la mediocridad y de la rutina. Cultivad en el alma deseos elevados y generosos. Haced vuestros los pensamientos, los sentimientos y las acciones de Jesús. Sí, el Señor llama a cada uno de vosotros a ser colaborador infatigable de su proyecto de salvación que cambia los corazones; os necesita también a vosotros para hacer de vuestras familias, de vuestras comunidades y de vuestras ciudades lugares de amor y de esperanza.
En la sociedad actual vivimos una situación en ciertos aspectos precaria, caracterizada por la inseguridad y la fragmentación de las opciones. A menudo faltan puntos de referencia válidos en los que inspirar la propia existencia. Por lo tanto, se hace cada vez más importante construir el edificio de la vida y el conjunto de las relaciones sociales sobre la roca firme de la Palabra de Dios, dejándose guiar por el Magisterio de la Iglesia. Se comprende cada vez más el valor determinante de la afirmación de Jesús, que dice: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca» (Mt 7, 24-25).
El Señor está con nosotros, actúa con la fuerza de su Espíritu. Nos invita a crecer en la confianza y en el abandono a su voluntad, en la fidelidad a nuestra vocación y en el compromiso de ser adultos en la fe, en la esperanza y en la caridad. Adulto, según el Evangelio, no es quien no está sometido a nadie y no necesita de nadie. Adulto, o sea, maduro y responsable, puede ser sólo quien se hace pequeño, humilde y siervo ante Dios, y quien no sigue simplemente los vientos del tiempo. Por ello, es necesario formar las conciencias a la luz de la Palabra de Dios, y dar así firmeza y madurez verdadera; Palabra de Dios de la que obtiene sentido e impulso todo proyecto eclesial y humano, también en lo relativo a la edificación de la ciudad terrena (cf. Sal 127, 1). Es necesario renovar el alma de las instituciones y fecundar la historia con semillas de vida nueva.
Actualmente los creyentes están llamados a un testimonio de fe convencido, sincero y creíble, íntimamente unido al compromiso de la caridad. A través de la caridad, de hecho, incluso personas lejanas o indiferentes al mensaje del Evangelio logran acercarse a la verdad y convertirse al amor misericordioso del Padre celestial. Al respecto expreso satisfacción por cuanto hacéis por difundir una «cultura de Pentecostés» en los ambientes sociales, proponiendo una animación espiritual con iniciativas a favor de quienes sufren situaciones de malestar y marginación. Pienso en particular en vuestra obra a favor del renacimiento espiritual y material de los detenidos y de los ex detenidos; pienso en el «Polo de excelencia de la promoción humana y de la solidaridad Mario y Luigi Sturzo» en Caltagirone; así como en el «Centro internacional para la familia» en Nazaret, cuya primera piedra tuve la alegría de bendecir. Proseguid en vuestro compromiso por la familia, lugar imprescindible de educación en el amor y en el sacrificio de uno mismo.
Queridos amigos de la Renovación en el Espíritu Santo, no os canséis de dirigiros al cielo: el mundo tiene necesidad de oración. Hacen falta hombres y mujeres que sientan la atracción del cielo en su vida, que hagan de la alabanza al Señor un estilo de vida nueva. Y sed cristianos alegres. Os encomiendo a todos a María santísima, presente en el Cenáculo en el acontecimiento de Pentecostés. Perseverad con ella en la oración, caminad guiados por la luz del Espíritu Santo viviendo y proclamando el anuncio de Cristo. Que os acompañe la bendición apostólica que con afecto os imparto, extendiéndola a todos los miembros y a vuestros familiares. Gracias.


              -------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------



DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA


Palacio Apostólico Vaticano
Aula del Sínodo
Jueves 24 de Mayo de 2012

Venerados y queridos hermanos:
Vuestra reunión anual en asamblea es un momento de gracia, en el que vivís una profunda experiencia de confrontación, de comunión y de discernimiento por el camino común, animado por el Espíritu del Señor resucitado; es un momento de gracia que manifiesta la naturaleza de la Iglesia. Agradezco al cardenal Angelo Bagnasco las cordiales palabras que me ha dirigido, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos: a usted, eminencia, le expreso mi felicitación por la confirmación en la guía de la Conferencia episcopal italiana. Que el afecto colegial que os anima alimente cada vez más vuestra colaboración al servicio de la comunión eclesial y del bien común de la nación italiana, en diálogo fructuoso con sus instituciones civiles. En este nuevo quinquenio proseguid juntos la renovación eclesial que nos ha encomendado el concilio ecuménico Vaticano II. Que el 50° aniversario de su inicio, que celebraremos en otoño, sea motivo para profundizar en los textos, condición de una recepción dinámica y fiel. «Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz», afirmaba el beato Papa Juan XXIII en el discurso de apertura. Y vale la pena meditar y leer estas palabras. El Papa comprometía a los padres a profundizar y a presentar esa doctrina perenne en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia: «Transmitir la doctrina pura e íntegra sin atenuaciones o alteraciones», sino de un manera nueva, «como exige nuestro tiempo» (Discurso en la apertura solemne del concilio ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962). Con esta clave de lectura y de aplicación —no en la perspectiva de una inaceptable hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, sino de una hermenéutica de la continuidad y de la reforma— escuchar el Concilio y hacer nuestras sus indicaciones autorizadas, constituye el camino para descubrir las modalidades con que la Iglesia puede dar una respuesta significativa a las grandes transformaciones sociales y culturales de nuestro tiempo, que también tienen consecuencias visibles sobre la dimensión religiosa.
De hecho, la racionalidad científica y la cultura técnica no sólo tienden a uniformar el mundo, sino que a menudo traspasan sus respectivos ámbitos específicos, con la pretensión de delinear el perímetro de las certezas de razón únicamente con el criterio empírico de sus propias conquistas. De este modo el poder de las capacidades humanas termina por ser considerado la medida del obrar, desvinculado de toda norma moral. Precisamente en ese contexto surge, a veces de manera confusa, una singular y creciente demanda de espiritualidad y de lo sobrenatural, signo de una inquietud que anida en el corazón del hombre que no se abre al horizonte trascendente de Dios. Esta situación de laicismo caracteriza sobre todo a las sociedades de antigua tradición cristiana y erosiona el tejido cultural que, hasta un pasado reciente, era una referencia aglutinante, capaz de abrazar toda la existencia humana y de marcar sus momentos más significativos, desde el nacimiento hasta su paso a la vida eterna. El patrimonio espiritual y moral en que Occidente hunde sus raíces y que constituye su savia vital, hoy ya no se comprende en su valor profundo, hasta el punto de que no se capta su exigencia de verdad. De este modo incluso una tierra fecunda corre el riesgo de convertirse en desierto inhóspito y la buena semilla de ser sofocada, pisoteada y perdida.
Un signo de ello es la disminución de la práctica religiosa, visible en la participación en la liturgia eucarística y, más aún, en el sacramento de la Penitencia. Muchos bautizados han perdido su identidad y pertenencia: no conocen los contenidos esenciales de la fe o piensan que la pueden cultivar prescindiendo de la mediación eclesial. Y mientras muchos miran dudosos a las verdades que enseña la Iglesia, otros reducen el reino de Dios a algunos grandes valores, que ciertamente tienen que ver con el Evangelio, pero que no conciernen todavía al núcleo central de la fe cristiana. El reino de Dios es don que nos trasciende. Como afirmaba el beato Juan Pablo II, «el reino de Dios no es un concepto, una doctrina o un programa sujeto a libre elaboración, sino que es ante todo una persona que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible» (Redemptoris missio, 18). Por desgracia, es precisamente Dios quien queda excluido del horizonte de muchas personas; y cuando no encuentra indiferencia, cerrazón o rechazo, el discurso sobre Dios queda en cualquier caso relegado al ámbito subjetivo, reducido a un hecho íntimo y privado, marginado de la conciencia pública. Pasa por este abandono, por esta falta de apertura al Trascendente, el corazón de la crisis que hiere a Europa, que es crisis espiritual y moral: el hombre pretende tener una identidad plena solamente en sí mismo.
En este contexto, ¿cómo podemos corresponder a la responsabilidad que el Señor nos ha confiado? ¿Cómo podemos sembrar con confianza la Palabra de Dios, para que cada uno pueda encontrar la verdad de sí mismo, su propia autenticidad y esperanza? Somos conscientes de que no bastan nuevos métodos de anuncio evangélico o de acción pastoral de manera que la propuesta cristiana pueda encontrar mayor acogida y adhesión. En la preparación del Vaticano II, el interrogante principal y al que la Asamblea conciliar pretendía dar respuesta era: «Iglesia, ¿qué dices de ti misma?». Profundizando en esta pregunta, los padres conciliares, por así decirlo, fueron reconducidos al corazón de la respuesta: se trataba de recomenzar desde Dios, celebrado, profesado y testimoniado. En efecto, exteriormente por casualidad, pero fundamentalmente no por casualidad, la primera Constitución aprobada fue la de la Sagrada Liturgia: el culto divino orienta al hombre hacia la Ciudad futura y restituye a Dios su primado, modela a la Iglesia, incesantemente convocada por la Palabra, y muestra al mundo la fecundidad del encuentro con Dios. Nosotros, por nuestra parte, mientras debemos cultivar una mirada de gratitud por el crecimiento del grano de trigo incluso en un terreno que se presenta a menudo árido, advertimos que nuestra situación requiere un renovado impulso, que apunte a aquello que es esencial de la fe y de la vida cristiana. En un tiempo en el que Dios se ha vuelto para muchos el gran desconocido y Jesús solamente un gran personaje del pasado, no habrá relanzamiento de la acción misionera sin la renovación de la calidad de nuestra fe y de nuestra oración; no seremos capaces de dar respuestas adecuadas sin una nueva acogida del don de la Gracia; no sabremos conquistar a los hombres para el Evangelio a no ser que nosotros mismos seamos los primeros en volver a una profunda experiencia de Dios.
Queridos hermanos, nuestra primera, verdadera y única tarea sigue siendo la de comprometer la vida por lo que vale y perdura, por lo que es realmente fiable, necesario y último. Los hombres viven de Dios, de aquel a quien buscan, a menudo inconscientemente o sólo a tientas, para dar pleno significado a la existencia: nosotros tenemos la misión de anunciarlo, de mostrarlo, de guiar al encuentro con él. Sin embargo, siempre es importante recordar que la primera condición para hablar de Dios es hablar con Dios, convertirnos cada vez más en hombres de Dios, alimentados por una intensa vida de oración y modelados por su Gracia. San Agustín, después de un camino de búsqueda, ansiosa pero sincera, de la Verdad llegó finalmente a encontrarla en Dios. Entonces se dio cuenta de un aspecto singular que llenó de estupor y de alegría su corazón: entendió que a lo largo de todo su camino era la Verdad quien lo estaba buscando y quien lo había encontrado. Quiero decir a cada uno: dejémonos encontrar y aferrar por Dios, para ayudar a cada persona que encontramos a ser alcanzada por la Verdad. De la relación con él nace nuestra comunión y se genera la comunidad eclesial, que abraza todos los tiempos y todos los lugares para constituir el único pueblo de Dios.
Por esto he querido convocar un Año de la fe, que comenzará el próximo 11 de octubre, para redescubrir y volver a acoger este don valioso que es la fe, para conocer de manera más profunda las verdades que son la savia de nuestra vida, para conducir al hombre de hoy, a menudo distraído, a un renovado encuentro con Jesucristo «camino, vida y verdad».
En medio de cambios que afectaban a amplios sectores de la humanidad, el siervo de Dios Pablo VI indicó claramente que la Iglesia tiene la tarea de «alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi,8 de diciembre de 1975, n. 19: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 1975, p. 5). Quiero recordar aquí cómo, el beato Juan Pablo II, con ocasión de la primera visita como Pontífice a su tierra natal, visitó el barrio industrial de Cracovia concebido como una especie de «ciudad sin Dios». Sólo la obstinación de los obreros había llevado a erigir allí primero una cruz, después una iglesia. En aquellos signos el Papa reconoció el inicio de la que él, por primera vez, definió «nueva evangelización», explicando que «la evangelización del nuevo milenio debe fundarse en la doctrina del concilio Vaticano II. Debe ser, como enseña el mismo Concilio, tarea común de los obispos, de los sacerdotes, de los religiosos y de los seglares, obra de los padres y de los jóvenes». Y concluyó: «Habéis construido la iglesia; edificad vuestra vida según el Evangelio» (Homilía en el santuario de la Santa Cruz, Mogila, 9 de junio de 1979, n. 3:L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de junio de 1979, p. 8).
Queridos hermanos en el episcopado, la misión antigua y nueva que nos corresponde realizar consiste en introducir a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo en la relación con Dios, ayudarles a abrir la mente y el corazón a aquel Dios que los busca y quiere hacerse cercano a ellos, guiarlos a que comprendan que cumplir su voluntad no es un límite a la libertad, sino que es ser verdaderamente libres, realizar el verdadero bien de la vida. Dios es el garante, no el competidor, de nuestra felicidad, y donde entra el Evangelio —y por tanto la amistad de Cristo— el hombre experimenta que es objeto de un amor que purifica, calienta y renueva, y lo hace capaz de amar y de servir al hombre con amor divino.
Como pone de relieve oportunamente el tema principal de vuestra asamblea, la nueva evangelización necesita adultos que sean «maduros en la fe y testigos de humanidad». La atención prestada al mundo de los adultos manifiesta vuestra consciencia del papel decisivo de cuantos están llamados, en los diversos ámbitos de la vida, a asumir una responsabilidad educativa respecto de las nuevas generaciones. Velad y esforzaos para que la comunidad cristiana sepa formar personas adultas en la fe porque han encontrado a Jesucristo, que ha llegado a ser la referencia fundamental de su vida; personas que lo conocen porque lo aman, y lo aman porque lo han conocido; personas capaces de ofrecer razones sólidas y creíbles de vida. En este camino formativo es particularmente importante —a los veinte años de su publicación— el Catecismo de la Iglesia católica, valiosa ayuda para un conocimiento orgánico y completo de los contenidos de la fe y para guiar al encuentro con Cristo. Que también gracias a este instrumento el asentimiento de fe se convierta en criterio de inteligencia y de acción que implique toda la existencia.
Dado que nos encontramos en la novena de Pentecostés, quiero concluir estas reflexiones con una oración al Espíritu Santo:



Espíritu de Vida, que en un principio aleteabas en el abismo,
ayuda a la humanidad de nuestro tiempo a comprender que la exclusión de Dios la lleva a perderse en el desierto del mundo, y que sólo donde entra la fe florecen la dignidad y la libertad, y toda la sociedad se construye en la justicia.


Espíritu de Pentecostés, que haces de la Iglesia un solo Cuerpo, 
llévanos a los bautizados a una auténtica experiencia de comunión;
haznos signo vivo de la presencia del Resucitado en el mundo, comunidad de santos que vive en el servicio de la caridad.


Espíritu Santo, que habilitas a la misión, 
concédenos reconocer que, también en nuestro tiempo, muchas personas están en busca de la verdad sobre su existencia y sobre el mundo.

Haznos colaboradores de su alegría con el anuncio del Evangelio de Jesucristo, grano del trigo de Dios, que hace bueno el terreno de la vida y asegura la abundancia de la cosecha.
Amén.


© Copyright 2012- Libreria Editrice Vaticana