miércoles, 7 de enero de 2015

FRANCISCO: Discursos de diciembre (28, 22 [2], 19, 18 [2], 15, 12, 8, 5, 3, 2 y 1°)

DISCURSOS DEL PAPA FRANCISCO
DICIEMBRE 2014 


A LA ASOCIACIÓN NACIONAL DE FAMILIAS NUMEROSAS

Aula Pablo VI
Domingo 28 de diciembre de 2014


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Ante todo una pregunta y una curiosidad. Decidme: ¿a qué hora os habéis levantado hoy? ¿A las 6? ¿A las 5? ¿Y no tenéis sueño? Pero yo con este discurso os haré dormir.
Estoy contento de encontrarme con vosotros en el décimo aniversario de la asociación que reúne en Italia a las familias numerosas. Se ve que vosotros amáis la familia y amáis la vida. Y es hermoso dar gracias al Señor por esto en el día que celebramos a la Sagrada Familia.


El Evangelio de hoy nos presenta a María y a José que llevan al Niño Jesús al templo, y allí encuentran a dos ancianos, Simeón y Ana, que profetizan sobre el Niño. Es la imagen de una familia «grande», un poco como son vuestras familias, donde las diversas generaciones se encuentran y se ayudan. Agradezco a monseñor Paglia, presidente del Consejo pontificio para la familia, —especialista en hacer estas cosas— que ha tanto deseado este momento, y a monseñor Beschi, que colaboró ampliamente en hacer nacer y crecer vuestra Asociación, que surgió en Brescia, la ciudad del beato Pablo VI.


Habéis venido con los frutos más hermosos de vuestro amor. Maternidad y paternidad son don de Dios, pero acoger el don, asombrarse de su belleza y hacerlo resplandecer en la sociedad, esta es vuestra tarea. Cada uno de vuestros hijos es una creatura única que no se repetirá jamás en la historia de la humanidad. Cuando se comprende esto, o sea, que cada uno ha sido querido por Dios, quedamos asombrados por el gran milagro que representa un hijo. Un hijo cambia la vida. Todos nosotros hemos visto —hombres, mujeres— que cuando llega un hijo la vida cambia, es otra cosa. Un hijo es un milagro que cambia una vida. Vosotros, niños y niñas, sois precisamente esto: cada uno de vosotros es fruto único del amor, venís del amor y crecéis en el amor. Sois únicos, pero no estáis solos. Y el hecho de tener hermanos y hermanas os hace bien: los hijos e hijas de una familia numerosa son más capaces de comunión fraterna desde la primera infancia. En un mundo marcado a menudo por el egoísmo, la familia numerosa es una escuela de solidaridad y de fraternidad; y estas actitudes se orientan luego en beneficio de toda la sociedad.


Vosotros, niños y jóvenes, sois los frutos del árbol que es la familia: sois frutos buenos cuando el árbol tiene buenas raíces —que son los abuelos— y un buen tronco —que son los padres—. Decía Jesús que todo árbol bueno da frutos buenos y todo árbol malo da frutos malos (cf.  Mt7, 17). La gran familia humana es como un bosque, donde los árboles buenos aportan solidaridad, comunión, confianza, apoyo, seguridad, sobriedad feliz, amistad. La presencia de las familias numerosas es una esperanza para la sociedad. Y por ello es muy importante la presencia de los abuelos: una presencia preciosa tanto por la ayuda práctica como, sobre todo, por la colaboración educativa. Los abuelos custodian en sí los valores de un pueblo, de una familia, y ayudan a los padres a transmitirlos a los hijos. En el siglo pasado, en muchos países de Europa, fueron los abuelos quienes transmitieron la fe: ellos llevaban a escondidas al niño a recibir el Bautismo y transmitían la fe.


Queridos padres, os estoy agradecido por el ejemplo de amor a la vida, que vosotros custodiáis desde la concepción hasta el fin natural, incluso con todas las dificultades y los pesos de la vida, y que lamentablemente las instituciones públicas no siempre os ayudan a llevar adelante. Justamente vosotros recordáis que la Constitución italiana, en el artículo 31, pide una particular atención hacia las familias numerosas; pero esto no encuentra una adecuada respuesta en los hechos. Queda en las palabras. Deseo, por lo tanto, incluso pensando en la baja natalidad que desde hace tiempo se registra en Italia, una mayor atención de la política y de los administradores públicos, en todos los niveles, con el fin de dar el apoyo previsto a estas familias. Cada familia es célula de la sociedad, pero la familia numerosa es una célula más rica, más vital, y el Estado tiene todo el interés de invertir en ellas.


Sean bienvenidas las familias reunidas en asociaciones —como esta italiana y como la de otros países europeos, aquí representadas—; y sea bienvenida una red de asociaciones familiares capaces de estar presentes y ser visibles en la sociedad y en la política. San Juan Pabloii, al respecto, escribía: «Las familias deben crecer en la conciencia de ser protagonistas de la llamada política familiar, y asumirse la responsabilidad de transformar la sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos males que se han limitado a observar con indiferencia» (Exhort. ap. Familiaris consortio, 44). La tarea que desempeñan las asociaciones familiares en los diversos «Forum», nacionales y locales, es precisamente la de promover en la sociedad y en las leyes del Estado los valores y las necesidades de la familia.


Sean bienvenidos también los movimientos eclesiales, en los que vosotros miembros de las familias numerosas estáis particularmente presentes y activos. Doy siempre gracias al Señor al ver padres y madres de familias numerosas, junto con sus hijos, comprometidos en la vida de la Iglesia y de la sociedad. Por mi parte os estoy cercano con la oración, y os pongo bajo la protección de la Sagrada Familia de Jesús, José y María. Es una hermosa noticia que precisamente en Nazaret se esté construyendo una casa para las familias del mundo que van como peregrinas allí donde Jesús creció en edad, sabiduría y gracia (cf. Lc2, 40).

 
Rezo en especial por las familias más probadas por la crisis económica, aquellas en las 
que el papá o la mamá han perdido el trabajo —y esto es duro—, donde los jóvenes no logran encontrar trabajo; las familias probadas en los afectos más queridos y las tentadas a ceder ante la soledad y la división.


Queridos amigos, queridos padres, queridos jóvenes, queridos niños, queridos abuelos, ¡feliz fiesta a todos vosotros! Que cada una de vuestras familias sea siempre rica de la ternura y la consolación de Dios. Con afecto os bendigo. Y vosotros, por favor, seguid rezando por mí, que yo soy un poco el abuelo de todos vosotros. ¡Rezad por mí! Gracias.


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PRESENTACIÓN DE LOS SALUDOS NAVIDEÑOS A LA CURIA ROMANA



Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Lunes, 22 de diciembre de 2014



La Curia Romana y el Cuerpo de Cristo


«Tú estás sobre los Querubines, tú que has cambiado la miserable condición del mundo cuando te has hecho como uno de nosotros» (san Atanasio).


Queridos Hermanos


Al final del Adviento, nos reunimos para los tradicionales saludos. En unos días tendremos la alegría de celebrar la Natividad del Señor; el evento de Dios que se hizo hombre para salvar a los hombres; la manifestación del amor de Dios, que no se limita  a darnos algo y enviarnos algún mensaje o ciertos mensajeros, sino que se entrega a sí mismo; el misterio de Dios que toma sobre sí nuestra condición humana y nuestros pecados para revelarnos su vida divina, su inmensa gracia y su perdón gratuito. Es la cita con Dios, que nace en la pobreza de la gruta de Belén para enseñarnos el poder de la humildad. En efecto, la Navidad es también la fiesta de la luz que no es recibida por la gente «selecta», sino por los pobres y sencillos que esperaban la salvación del Señor.


En primer lugar, quisiera desearos a todos vosotros – colaboradores, hermanos y hermanas, Representantes pontificios esparcidos por el mundo – y a todos vuestros seres queridos una santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Deseo agradeceros cordialmente vuestro compromiso cotidiano al servicio de la Santa Sede, de la Iglesia Católica, de las Iglesias particulares y del Sucesor de Pedro.


Puesto que somos personas, y no sólo números o títulos, recuerdo particularmente a los que durante este año han terminado su servicio, por razones de edad, por haber asumido otros encargos o porque han sido llamados a la casa del Padre. También para todos ellos y sus familiares, mi recuerdo y gratitud.


Con vosotros, quiero elevar un profunda y sentida acción de gracias al Señor por el año que nos está dejando, por los acontecimientos vividos y todo el bien que él ha querido hacer con generosidad a través del servicio de la Santa Sede, pidiendo humildemente perdón por las faltas cometidas «de pensamiento, palabra, obra y omisión».


A partir precisamente de esta petición de perdón, quisiera que este encuentro, y las reflexiones que compartiré con vosotros, fueran para todos nosotros un apoyo y un estímulo para un verdadero examen de conciencia y preparar nuestro corazón para la santa Navidad.
Pensando en este encuentro, me ha venido a la mente la imagen de la Iglesia como Cuerpo Místico de Jesucristo. Es una expresión que, como explicó el Papa Pío XII, «brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña».[1] A este respecto, san Pablo escribió: «Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo» (1 Co 12,12).[2]


En este sentido, el Concilio Vaticano II nos recuerda que «en la construcción del cuerpo de Cristo existe una diversidad de miembros y de funciones. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios (cf. 1 Co 12,1-11), distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia».[3] «Cristo y la Iglesia son por tanto el “Cristo total”, Christus Totus. La Iglesia es una con Cristo».[4]


Es bello pensar en la Curia Romana como un pequeño modelo de la Iglesia, es decir, como un «cuerpo» que trata seria y cotidianamente de ser más vivo, más sano, más armonioso y más unido en sí mismo y con Cristo.


En realidad, la Curia Romana es un organismo complejo, compuesto por muchas Congregaciones, Consejos, Oficinas, Tribunales, Comisiones y numerosos elementos que no todos tienen el mismo cometido, pero que se coordinan para su funcionamiento eficaz, edificante, disciplinado y ejemplar, no obstante la diversidad cultural, lingüística y nacional de sus miembros.[5]


En todo caso, siendo la Curia un cuerpo dinámico, no puede vivir sin alimentarse y cuidarse. En efecto, la Curia – como la Iglesia – no puede vivir sin tener una relación vital, personal, auténtica y sólida con Cristo.[6] Un miembro de la Curia que no se alimenta diariamente con esa comida se convertirá en un burócrata (un formalista, un funcionario, un mero empleado): un sarmiento que se marchita y poco a poco muere y se le corta. La oración cotidiana, la participación asidua en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y la Reconciliación, el contacto diario con la Palabra de Dios y la espiritualidad traducida en la caridad vivida, son el alimento vital para cada uno de nosotros. Que nos resulte claro a todos que, sin él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5).


Por tanto, la relación viva con Dios alimenta y refuerza también la comunión con los demás; es decir, cuanto más estrechamente estamos unidos a Dios, más unidos estamos entre nosotros, porque el Espíritu de Dios une y el espíritu del maligno divide.


La Curia está llamada a mejorarse, a mejorarse siempre y a crecer en comunión, santidad y sabiduría para realizar plenamente su misión.[7] Sin embargo, como todo cuerpo, como todo cuerpo humano, también está expuesta a los males, al mal funcionamiento, a la enfermedad. Y aquí quisiera mencionar algunos de estos posibles males, males curiales. Son males más habituales en nuestra vida de Curia. Son enfermedades y tentaciones que debilitan nuestro servicio al Señor. Creo que nos puede ayudar el «catálogo» de los males – siguiendo a los Padres del Desierto, que hacían aquellos catálogos – de los que hoy hablamos: nos ayudará a prepararnos al Sacramento de la Reconciliación, que será un gran paso para que todos nosotros nos preparemos para la Navidad.


1. El mal de sentirse «inmortal», «inmune», e incluso «indispensable»,  descuidando los controles necesarios y normales. Una Curia que no se autocritica, que no se actualiza, que no busca mejorarse, es un cuerpo enfermo. Una simple visita a los cementerios podría ayudarnos a ver los nombres de tantas personas, alguna de las cuales pensaba quizás ser inmortal, inmune e indispensable. Es el mal del rico insensato del evangelio, que pensaba vivir eternamente (cf. Lc 12,13-21), y también de aquellos que se convierten en amos, y se sienten superiores a todos, y no al servicio de todos. Esta enfermedad se deriva a menudo de la patología del poder, del «complejo de elegidos», del narcisismo que mira apasionadamente la propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros, especialmente de los más débiles y necesitados.[8] El antídoto contra esta epidemia es la gracia de sentirse pecadores y decir de todo corazón: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10).


2. Otro: El mal de «martalismo» (que viene de Marta), de la excesiva laboriosidad, es decir, el de aquellos enfrascados en el trabajo, dejando de lado, inevitablemente, «la mejor parte»: el estar sentados a los pies de Jesús (cf. Lc 10,38-42). Por eso, Jesús llamó a sus discípulos a «descansar un poco» (Mc 6,31), porque descuidar el necesario descanso conduce al estrés y la agitación. Un tiempo de reposo, para quien ha completado su misión, es necesario, obligado, y debe ser vivido en serio: en pasar algún tiempo con la familia y respetar las vacaciones como un momento de recarga espiritual y física; hay que aprender lo que enseña el Eclesiastés: «Todo tiene su tiempo, cada cosa su momento» (3,1).


3. También existe el mal de la «petrificación» mental y espiritual, es decir, el de aquellos que tienen un corazón de piedra y son «duros de cerviz» (Hch 7,51); de los que, a lo largo del camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden detrás de los papeles, convirtiéndose en «máquinas de legajos», en vez de en «hombres de Dios» (cf. Hb 3,12). Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria para hacernos llorar con los que lloran y alegrarnos con quienes se alegran. Es la enfermedad de quien pierde «los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5), porque su corazón, con el paso del tiempo, se endurece y se hace incapaz de amar incondicionalmente al Padre y al prójimo (cf. Mt 22,34-40). Ser cristiano, en efecto, significa tener «los sentimientos propios de Cristo Jesús» (Flp 2,5), sentimientos de humildad y entrega, de desprendimiento y generosidad.[9]


4. El mal de la planificación excesiva y el funcionalismo. Cuando el apóstol programa todo minuciosamente y cree que, con una perfecta planificación, las cosas progresan efectivamente, se convierte en un  contable o gestor. Es necesario preparar todo bien, pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu Santo, que sigue siendo más grande, más generoso que todos los planes humanos (cf. Jn 3,8). Se cae en esta enfermedad porque «siempre es más fácil y cómodo instalarse en las propias posiciones estáticas e inamovibles. En realidad, la Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no pretende regularlo ni domesticarlo... – ¡domesticar  al espíritu Santo! –, él es frescura, fantasía, novedad».[10]


5. El mal de una falta de coordinación. Cuando los miembros pierden la comunión entre ellos, el cuerpo pierde su armoniosa funcionalidad y su templanza, convirtiéndose en una orquesta que produce ruido, porque sus miembros no cooperan y no viven el espíritu de comunión y de equipo. Como cuando el pie dice al brazo: «No te necesito», o la mano a la cabeza: «Yo soy la que mando», causando así malestar y escándalo.


6. También existe la enfermedad del «Alzheimer espiritual», es decir, el olvido de la «historia de la salvación», de la historia personal con el Señor, del «primer amor» (Ap 2,4). Es una disminución progresiva de las facultades espirituales que, en un período de tiempo más largo o más corto, causa una grave discapacidad de la persona, por lo que se hace incapaz de llevar a cabo cualquier actividad autónoma, viviendo un estado de dependencia absoluta de su manera de ver, a menudo imaginaria. Lo vemos en los que han perdido el recuerdo de su encuentro con el Señor; en los que no tienen sentido «deuteronómico» de la vida; en los que dependen completamente de su presente, de sus pasiones, caprichos y manías; en los que construyen muros y costumbres en torno a sí, haciéndose cada vez más esclavos de los ídolos que han fraguado con sus propias manos.


7. El mal de la rivalidad y la vanagloria.[11] Es cuando la apariencia, el color de los atuendos y las insignias de honor se convierten en el objetivo  principal de la vida, olvidando las palabras de san Pablo: «No obréis por vanidad ni por ostentación, considerando a los demás por la humildad como superiores. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,3-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos, y vivir un falso «misticismo» y un falso «quietismo». El mismo san Pablo los define «enemigos de la cruz de Cristo», porque su gloria «está en su vergüenza; y no piensan más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,18.19).


8. El mal de la esquizofrenia existencial. Es la enfermedad de quien tiene una doble vida, fruto de la hipocresía típica de los mediocres y del progresivo vacío espiritual, que grados o títulos académicos no pueden colmar. Es una enfermedad que afecta a menudo a quien, abandonando el servicio pastoral, se limita a los asuntos burocráticos, perdiendo así el contacto con la realidad, con las personas concretas. De este modo, crea su mundo paralelo, donde deja de lado todo lo que enseña severamente a los demás y comienza a vivir una vida oculta y con frecuencia disoluta. Para este mal gravísimo, la conversión es más bien urgente e indispensable (cf. Lc 15,11-32).


9. El mal de la cháchara, de la murmuración y del cotilleo. De esta enfermedad ya he hablado muchas veces, pero nunca será bastante. Es una enfermedad grave, que tal vez comienza simplemente por charlar, pero que luego se va apoderando de la persona hasta convertirla en «sembradora de cizaña» (como Satanás), y muchas veces en «homicida a sangre fría» de la fama de sus propios colegas y hermanos. Es la enfermedad de los bellacos, que, no teniendo valor para hablar directamente, hablan a sus espaldas. San Pablo nos amonesta: «Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones, para ser irreprensibles e inocentes» (cf. Flp 2,14-18). Hermanos, ¡guardémonos del terrorismo de las habladurías!


10. El mal de divinizar a los jefes: es la enfermedad de quienes cortejan a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del arribismo y el oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cf. Mt 23,8-12). Son personas que viven el servicio pensando sólo en lo que pueden conseguir y no en lo que deben dar. Son seres mezquinos, infelices e inspirados únicamente por su egoísmo fatal (cf. Ga 5,16-25). Este mal también puede afectar a los superiores, cuando halagan a algunos colaboradores para conseguir su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una auténtica complicidad.


11. El mal de la indiferencia hacia los demás. Se da cuando cada uno piensa sólo en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el más experto no poner su saber al servicio de los colegas con menos experiencia. Cuando se tiene conocimiento de algo y lo retiene para sí, en lugar de compartirlo positivamente con los demás. Cuando, por celos o pillería, se alegra de la caída del otro, en vez de levantarlo y animarlo.


12. El mal de la cara fúnebre. Es decir, el de las personas rudas y sombrías, que creen que, para ser serias, es preciso untarse la cara de melancolía, de severidad, y tratar a los otros – especialmente a los que considera inferiores – con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril[12] son frecuentemente síntomas de miedo e inseguridad de sí mismos. El apóstol debe esforzarse por ser una persona educada, serena, entusiasta y alegre, que transmite alegría allá donde esté. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz que irradia y contagia la alegría a cuantos están a su alrededor: se le nota a simple vista. No perdamos, pues, ese espíritu alegre, lleno de humor, e incluso autoirónico, que nos hace personas afables, aun en situaciones difíciles.[13] ¡Cuánto bien hace una buena dosis de humorismo! Nos hará bien recitar a menudo la oración de santo Tomás Moro:[14] yo la rezo todos los días, me va bien.


13. El mal de acumular: se produce cuando el apóstol busca colmar un vacío existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino sólo para sentirse seguro. En realidad, no podremos llevarnos nada material con nosotros, porque «el sudario no tiene bolsillos», y todos nuestros tesoros terrenos – aunque sean regalos – nunca podrán llenar ese vacío, es más, lo harán cada vez más exigente y profundo. A estas personas el Señor les repite: «Tú dices: Soy rico; me he enriquecido; nada me falta. Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo... Sé, pues, ferviente y arrepiéntete» (Ap 3,17-19). La acumulación solamente hace más pesado el camino y lo frena inexorablemente. Me viene a la mente una anécdota: en tiempos pasados, los jesuitas españoles describían la Compañía de Jesús como la «caballería ligera de la Iglesia». Recuerdo el traslado de un joven jesuita, que mientras cargaba en un camión sus numerosos haberes: maletas, libros, objetos y regalos, oyó decir a un viejo jesuita de sabia sonrisa que lo estaba observando: «¿Y esta sería la “caballería ligera” de la Iglesia?». Nuestros traslados son una muestra de esta enfermedad.


14. El mal de los círculos cerrados, donde la pertenencia al grupo se hace más fuerte que la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo. También esta enfermedad comienza siempre con buenas intenciones, pero con el paso del tiempo esclaviza a los miembros, convirtiéndose en un cáncer que amenaza la armonía del Cuerpo y causa tantos males – escándalos – especialmente a nuestros hermanos más pequeños. La autodestrucción o el «fuego amigo» de los camaradas es el peligro más engañoso.[15] Es el mal que ataca desde dentro;[16] es, como dice Cristo, «Todo reino dividido contra sí mismo queda asolado» (Lc 11,17). 


15. Y el último: el mal de la ganancia mundana y del exhibicionismo,[17] cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener beneficios mundanos o más poder. Es la enfermedad de las personas que buscan insaciablemente multiplicar poderes y, para ello, son capaces de calumniar, difamar y desacreditar a los otros, incluso en los periódicos y en las revistas. Naturalmente para exhibirse y mostrar que son más entendidos que los otros. También esta enfermedad hace mucho daño al Cuerpo, porque lleva a las personas a justificar el uso de cualquier medio con tal de conseguir dicho objetivo, con frecuencia ¡en nombre de la justicia y la transparencia! Y aquí me viene a la mente el recuerdo de un sacerdote que llamaba a los periodistas para contarles – e inventar – asuntos privados y reservados de sus hermanos y parroquianos. Para él solamente contaba aparecer en las primeras páginas, porque así se sentía «poderoso y atractivo», causando mucho mal a los otros y a la Iglesia. ¡Pobrecito!


Hermanos, estos males y estas tentaciones son naturalmente un peligro para todo cristiano y para toda curia, comunidad, congregación, parroquia, movimiento eclesial, y pueden afectar tanto en el plano individual como en el comunitario. 


Es preciso aclarar que corresponde solamente al Espíritu Santo – el alma del Cuerpo Místico de Cristo, como afirma el Credo Niceo-Constantinopolitano: «Creo… en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida» – curar toda enfermedad. Es el Espíritu Santo el que sostiene todo esfuerzo sincero de purificación y toda buena voluntad de conversión. Es él quien nos hace comprender que cada miembro participa en la santificación del cuerpo y también en su decaimiento. Él es el promotor de la armonía:[18] «Ipse harmonia est», afirma san Basilio. Y san Agustín nos dice: «Mientras cualquier miembro permanece unido al cuerpo, queda la esperanza de salvarle; una vez amputado, no hay remedio que lo sane».[19]
La curación es también fruto del tener conciencia de la enfermedad, y de la decisión personal y comunitaria de curarse, soportando pacientemente y con perseverancia la cura.[20]


Así, pues, estamos llamados – en este tiempo de Navidad y durante todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia – a vivir «siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor» (Ef 4,15-16). 


Queridos hermanos:


Una vez leí que los sacerdotes son como los aviones: únicamente son noticia cuando caen, aunque son tantos los que vuelan. Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y también  muy verdadera, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar a todo el cuerpo de la Iglesia un solo sacerdote que «cae».


Por tanto, para no caer en estos días en los que nos preparamos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, que cure las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón, y que sostenga a la Iglesia y a la Curia para que se mantengan sanas y sean sanadoras; santas y santificadoras, para gloria del su Hijo y la salvación nuestra y del mundo entero. Pidámosle que nos haga amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y nos dé valor para reconocernos pecadores y necesitados de su misericordia, sin miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos maternales.


Feliz Navidad a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros colaboradores. Y, por favor, ¡no olvidéis rezar por mí! Gracias de todo corazón.

 

[1] La Iglesia, siendo un mysticum Corpus Christi, «necesita también una multitud de miembros, que de tal manera estén trabados entre sí, que mutuamente se auxilien. Y así como en este nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre, todos los otros sufren también con él, y los sanos prestan socorro a los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros no viven únicamente para sí mismos, sino porque ayudan también a los demás y se ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también para edificación cada vez mayor de todo el cuerpo... No basta una cualquier aglomeración de miembros para constituir el cuerpo, sino que necesariamente ha de estar dotado de lo que llaman órganos, esto es, de miembros que no ejercen la misma función, pero están dispuestos en un orden conveniente, así la Iglesia ha de llamarse Cuerpo, principalmente por razón de estar formada por una recta y bien proporcionada armonía y trabazón de sus partes, y provista de diversos miembros que convenientemente se corresponden los unos a los otros».
[2] Cf. Rm 12,5: «Así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo de Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros».
[3] Const. dogm. Lumen gentium, 7.
[4] Catecismo de la Iglesia Católica, 795; ibíd., 789: «La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a él: siempre está unificada en él, en su cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia “Cuerpo de Cristo” se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo».
[5] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 130-131.
[6] Jesús ha enseñado varias veces cómo  debe ser la unión de los fieles con él: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,4-5).
[7] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Pastor bonus, art. 1; Código de Derecho Canónico, can. 360.
[8] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 197-201.
[9] Cf. Benedicto XVI, Audiencia general, 1 junio 2005.
[10] Homilía en la Catedral católica del Espíritu Santo, Estambul, 29 noviembre 2014.
[11] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 95-96.
[12] Cf, ibíd., 84-86.
[13] Cf, ibíd., 2.
[14] «Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo que digerir.  Concédeme la salud del cuerpo, con el buen humor necesario para mantenerla. Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante el mal, sino que encuentre el modo de poner las cosas de nuevo en orden. Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, los suspiros y los lamentos, y no permitas que sufra excesivamente por ese ser tan dominante que se llama “Yo”. Dame, Señor, el sentido del humor. Concédeme la gracia de comprender las bromas, para que conozca en la vida un poco de alegría y pueda comunicársela a los demás. Así sea».
[15] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 88.
[16] El Beato Pablo VI refiriéndose a la situación de la Iglesia dijo tener la sensación de que «por alguna ranura había entrado el humo de satanás en el templo de Dios»: Homilía en la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, 29 junio 1972; cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 98-101.
[17] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 93-97 («No a la mundanidad espiritual»).
[18] Cf. Homilía en la Catedral católica del Espíritu Santo, Estambul, 29 noviembre 2014, «El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Él da la vida, suscita los diferentes carismas que enriquecen al Pueblo de Dios y, sobre todo, crea la unidad entre los creyentes: de muchos, hace un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo... El Espíritu Santo hace la unidad de la Iglesia: unidad en la fe, unidad en la caridad, unidad en la cohesión interior».
[19] San Agustín, Sermo 137, 1: PL., 38, 754.
[20] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 25-33 («Pastoral en conversión»).


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ENCUENTRO CON TODOS LOS EMPLEADOS DE LA SANTA SEDE
Y DEL ESTADO DE LA CIUDAD DEL VATICANO CON SUS FAMILIARES




Aula Pablo VI
Lunes 22 de diciembre de 2014


Fue el orgullo quien transformó a los ángeles en diablos;
es la humildad lo que hace a los hombres iguales a los ángeles.
(San Agustín)


Queridos colaboradores y colaboradoras, ¡buenos días!


Queridos empleados de la Curia —no desobedientes de la Curia, como alguien os ha definido involuntariamente cometiendo un error de imprenta—:


Hace un momento me reuní con los jefes de los dicasterios y los superiores de la Curia romana para la tradicional felicitación navideña, y ahora me reúno con vosotros, para expresar a cada uno mi ferviente agradecimiento y mis más sinceros deseos de un verdadero Nacimiento del Señor.


Es un hecho que la gran mayoría de vosotros es de nacionalidad italiana, por ello permitidme expresar también un especial, y diría necesario, agradecimiento a los italianos que a lo largo de la historia de la Iglesia y de la Curia romana trabajaron constantemente con espíritu generoso y fiel, poniendo al servicio de la Santa Sede y del sucesor de Pedro la propia singular laboriosidad y su filial entrega, ofreciendo a la Iglesia grandes santos, Papas, mártires, misioneros y artistas que ninguna sombra pasajera de la historia podrá ofuscar. ¡Muchas gracias!


Doy las gracias también a las personas que proceden de otros países y que trabajan generosamente en la Curia, lejos de su patria y de sus familias, representando para la Curia el rostro de la «catolicidad» de la Iglesia.


Tras dirigir un discurso a los superiores de la Curia romana, comparándola con un Cuerpo que busca cada vez más estar unido y ser más armonioso para reflejar, en un cierto sentido, el místico Cuerpo de Cristo, o sea la Iglesia, os exhorto paternalmente a meditar ese texto haciendo de él motivo de reflexión para un fructuoso examen de conciencia, en preparación a la santa Navidad y al año nuevo. Os exhorto también a acercaros al sacramento de la Confesión con espíritu dócil, a recibir la misericordia del Señor que llama a la puerta de nuestro corazón, en la alegría de la familia.


No quise dejar pasar mi segunda Navidad en Roma sin reunirme con las personas que trabajan en la Curia; sin reunirme con las personas que trabajan sin hacerse ver y que se definen irónicamente «los desconocidos, los invisibles»: los jardineros, los empleados de la limpieza, los ujieres, los jefes de oficina, los ascensoristas, los redactores... y muchos, muchos otros. Gracias a vuestro compromiso de cada día y a vuestro trabajo atento, la Curia se presenta como un cuerpo vivo y en camino: un auténtico mosaico rico de piezas diversas, necesarias y complementarias.


Dice san Pablo, al hablar del Cuerpo de Cristo, que «el ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”; y la cabeza no puede decir a los pies: “No os necesito”. Sino todo lo contrario, los miembros que parecen más débiles son necesarios —pensemos en los ojos—. Y los miembros del cuerpo que nos parecen más despreciables los rodeamos de mayor respeto... Dios organizó el cuerpo dando mayor honor a lo que carece de él, para que así no haya división en el cuerpo, sino que más bien todos los miembros se preocupan por igual unos de otros» (1 Cor12, 21-25).


Queridos colaboradores y colaboradoras de la Curia, pensando en las palabras de san Pablo y en vosotros, es decir, en las personas que forman parte de la Curia y que la hacen un Cuerpo vivo, dinámico y bien cuidado, quise elegir la palabra «cuidado» como referencia de este encuentro nuestro.


Cuidar significa manifestar interés diligente y atento, que implica tanto nuestro espíritu como nuestra actividad, hacia alguien o algo; significa mirar con atención a quien necesita cuidados sin pensar en otra cosa; significa aceptar dar o recibir cuidados. Viene a mi memoria la imagen de la mamá que cuida a su hijo enfermo, con entrega total, considerando como propio el dolor de su hijo. Ella no mira nunca el reloj, no se lamenta jamás por el hecho de no haber dormido durante toda la noche, no desea otra cosa más que verlo curado, cueste lo que cueste.


En este tiempo vivido en medio de vosotros pude notar el cuidado que reserváis a vuestro trabajo, y por esto os agradezco mucho. Pero permitidme exhortaros a transformar esta santa Navidad en una auténtica ocasión para «curar» cada herida y para «curarse» de cada falta.


Por eso os exhorto a:


cuidar vuestra vida espiritual, vuestra relación con Dios, porque esta es la columna vertebral de todo lo que hacemos y de todo lo que somos. Un cristiano que no se nutre con la oración, los sacramentos y la Palabra de Dios, inevitablemente se marchita y se seca. Cuidar la vida espiritual;


cuidar vuestra vida familiar, dando a vuestros hijos y a vuestros seres queridos no sólo dinero, sino sobre todo tiempo, atención y amor;


cuidar vuestras relaciones con los demás, transformando la fe en vida y las palabras en obras buenas, especialmente hacia los más necesitados;


cuidar vuestro modo de hablar, purificando la lengua de las palabras ofensivas, de las vulgaridades y del lenguaje de matiz mundano;


curar las heridas del corazón con el aceite del perdón, perdonando a las personas que nos han herido y curando las heridas que hemos causado a los demás;


cuidar vuestro trabajo, realizándolo con entusiasmo, humildad, competencia, pasión y con un espíritu que sabe dar gracias al Señor;


cuidarse de la envidia, de la concupiscencia, el odio y los sentimientos negativos que devoran nuestra paz interior y nos transforman en personas destruidas y destructoras;


curarse del rencor que nos conduce a la venganza, y de la pereza que nos conduce a la eutanasia existencial, de apuntar el dedo que nos lleva a la soberbia, y del lamentarse continuamente que nos conduce a la desesperación. Sé que algunas veces, para conservar el trabajo, se habla mal de alguien, para defenderse. Comprendo estas situaciones, pero el camino no acaba bien. Al final nos destruiremos entre nosotros, y esto no, no sirve. Mejor, pedir al Señor la sabiduría de saber morderse la lengua a tiempo, para no decir palabras injuriosas, que después te dejan la boca amarga;


cuidar a los hermanos más débiles: he visto muchos hermosos ejemplos entre vosotros, en esto, y os agradezco, ¡felicitaciones! Es decir, cuidar a los ancianos, a los enfermos, a los que pasan hambre, a los sin techo y a los extranjeros, porque sobre esto seremos juzgados;


cuidar que la santa Navidad no sea nunca una fiesta del consumismo comercial, de la apariencia o de los regalos inútiles, o bien de los derroches superfluos, sino que sea la fiesta de la alegría de acoger al Señor en el belén y en el corazón.


Cuidar. Cuidar muchas cosas. Cada uno de nosotros puede pensar: «¿Qué cosa debo cuidar en mayor medida?». Pensar en esto: «Hoy cuido esto». Pero sobre todo cuidar la familia. La familia es un tesoro, los hijos son un tesoro. Una pregunta que los padres jóvenes pueden hacerse: «¿Tengo tiempo para jugar con mis hijos, o estoy siempre ocupado, ocupada, y no tengo tiempo para los hijos?». Os dejo la pregunta. Jugar con los hijos: es tan hermoso. Y esto es sembrar futuro.


Queridos colaboradores y colaboradoras,


imaginemos cómo cambiaría nuestro mundo si cada uno de nosotros iniciase inmediatamente, y aquí, a cuidarse seriamente y a cuidar generosamente su relación con Dios y con el prójimo; si pusiéramos en práctica la regla de oro del Evangelio, propuesta por Jesús en el sermón de la montaña: «Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues esta es la Ley y los Profetas» (Mt7, 12); si miráramos al otro, especialmente al más necesitado, con los ojos de la bondad y de la ternura, como Dios nos mira, nos espera y nos perdona; si encontráramos en la humildad nuestra fuerza y nuestro tesoro. Y muchas veces tenemos miedo a la ternura, tenemos miedo a la humildad.


Esta es la auténtica Navidad: la fiesta de la pobreza de Dios que se anonadó a sí mismo asumiendo la naturaleza de esclavo (cf. Fil2, 6); de Dios que se pone a servir a la mesa (cf. Mt22, 27); de Dios que se oculta a los inteligentes y a los sabios y que se revela a los pequeños, los sencillos y los pobres (cf. Mt11, 25); del Hijo del hombre que «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (Mc10, 45).


Pero es sobre todo la fiesta de la Paz que trajo a la tierra el Niño Jesús: «Paz entre cielo y tierra, paz entre todos lo pueblos, paz en nuestros corazones» (Himno litúrgico); la paz cantada por los ángeles: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc2, 14).


La paz que necesita nuestro entusiasmo, nuestro cuidado, para caldear los corazones fríos, para alentar a las almas desanimadas e iluminar los ojos apagados con la luz del rostro de Jesús.


Con esta paz en el corazón quisiera saludaros a vosotros y a todos vuestros familiares. También a ellos quiero decirles gracias y dar un abrazo sobre todo a vuestros hijos, especialmente a los más pequeños.


No quiero terminar estas palabras de felicitación sin pediros perdón por las faltas, mías y de los colaboradores, y también por algunos escándalos, que hacen mucho mal. Perdonadme.


¡Feliz Navidad! Y, por favor, rezad por mí.


Recemos a la Virgen: Dios te salve María...

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A LAS DELEGACIONES DE VERONA Y CATANZARO
POR EL REGALO DEL BELÉN Y DEL ÁRBOL DE NAVIDAD PARA LA PLAZA DE SAN PEDRO



Sala Clementina
Viernes 19 de diciembre de 2014



Queridos hermanos y hermanas:


Me encuentro con vosotros el día que se inauguran el belén y el árbol de Navidad en la plaza de San Pedro, y doy las gracias a todos los que han contribuido, de diferentes modos, a su realización. Os saludo cordialmente a todos, comenzando por vuestros obispos, monseñor Giuseppe Zenti y monseñor Vincenzo Bertolone. Junto con ellos, saludo a las autoridades y los representantes de las instituciones que favorecieron generosamente esta iniciativa. Gracias por estos dos bellísimos regalos navideños, que admirarán numerosos peregrinos provenientes de todas las partes del mundo.


El belén, con las estatuas de terracota de tamaño natural, donado por la Fundación Arena de Verona, y el gran abeto, con los otros árboles destinados a diversos ambientes del Vaticano, ofrecido por la Administración provincial de Catanzaro, expresan las tradiciones y la espiritualidad de vuestras regiones. En efecto, los valores del cristianismo han fecundado la cultura, la literatura, la música y el arte de vuestra tierra; y aún hoy dichos valores constituyen un valioso patrimonio que hay que conservar y transmitir a las generaciones futuras.


El belén y el árbol de Navidad son signos navideños siempre sugestivos y queridos para nuestras familias cristianas: evocan el misterio de la Encarnación, al Hijo unigénito de Dios que se hizo hombre para salvarnos, y la luz que Jesús trajo al mundo con su nacimiento. Pero el belén y el árbol tocan el corazón de todos, incluso de quienes no creen, porque hablan de fraternidad, de intimidad y amistad, llamando a los hombres de nuestro tiempo a redescubrir la belleza de la sencillez, la comunión y la solidaridad. Son una invitación a la unidad, a la concordia y la paz; una invitación a dar cabida en nuestra vida personal y social a Dios, que no viene con arrogancia a imponer su fuerza, sino que nos ofrece su amor omnipotente a través de la frágil figura de un Niño. El belén y el árbol llevan, pues, un mensaje de luz, de esperanza y amor.


A vosotros aquí presentes, a vuestras familias y a todos los habitantes de vuestras regiones, Véneto y Calabria, os deseo que viváis con serenidad e intensidad la Natividad del Señor. Él, el Mesías, se hizo hombre y vino a nosotros para disipar las tinieblas del error y del pecado, trayendo a la humanidad su luz divina. Jesús mismo dirá de sí: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn8, 12). Sigámoslo a Él, luz verdadera, para no extraviarnos e irradiar, por nuestra parte, luz y calor en quienes atraviesan momentos de dificultad y oscuridad interior.


Queridos amigos, ¡gracias por vuestros regalos! Invoco sobre cada uno de vosotros la protección maternal de la Virgen santísima, y de corazón os bendigo. Por favor, no olvidéis rezar por mí. ¡Feliz Navidad!


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PRESENTACIÓN DE LAS CARTAS CREDENCIALES DE LOS NUEVOS EMBAJADORES DE
MONGOLIA, BAHAMAS, DOMINICA, TANZANIA, DINAMARCA, MALASIA, RUANDA,
FINLANDIA, NUEVA ZELANDA, MALÍ, TOGO, BANGLADESH, QATAR




Sala Clementina
Jueves 18 de diciembre de 2014


Señoras y señores embajadores:



Os doy una cálida bienvenida y os deseo que cada vez que entréis en esta casa os sintáis en verdad en vuestra casa. Toda nuestra acogida y nuestro respeto hacia vosotros y también hacia vuestros pueblos y jefes de vuestros Gobiernos. Saludo a todos y os deseo un trabajo fructuoso, un trabajo fecundo. El trabajo del embajador es un trabajo de pequeños pasos, de pequeñas cosas, pero que terminan siempre por construir la paz, acercar los corazones de los pueblos, sembrar hermandad entre los pueblos. Y esto es vuestro trabajo, pero con pequeñas cosas, pequeñitas. Y hoy estamos todos contentos, porque hemos visto cómo dos pueblos, que se habían alejado desde hace muchos años, ayer dieron un paso de acercamiento. Y esto ha sido llevado adelante por los embajadores, por la diplomacia. Es un trabajo noble el vuestro, muy noble. Os deseo que sea fecundo, fructuoso y que Dios os bendiga. ¡Gracias!


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A LOS CHICOS DE LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA


Sala del Consistorio
Jueves 18 de diciembre de 2014



Queridos chicos de la A.C.R.:


¡Bienvenidos! Me da mucho gusto reunirme con vosotros. Es una cita para el intercambio de felicitaciones de Navidad. Os agradezco las felicitaciones que me habéis dirigido en nombre de toda la Acción católica italiana, aquí representada por los responsables que os han acompañado. Pero se quedaron callados y os han dejado la palabra a vosotros. Esto está muy bien, ¡felicidades! Os las retribuyo de corazón a todos vosotros, a vuestras personas más queridas y a toda la Asociación.


Escuché que este año estáis trabajando en un tema que tiene como eslogan «Todo por descubrir». Es un buen camino, que requiere el valor y la fatiga de la búsqueda, para después gozar cuando se ha descubierto el proyecto que Jesús tiene sobre cada uno de vosotros. Comenzando por este eslogan, especialmente por la palabra «todo», quisiera daros algunas sugerencias para caminar bien en la Acción católica, en familia y en la comunidad.


Primero. No rendirse jamás, porque lo que pensó Jesús para vuestro camino está todo por construirse juntos: junto a vuestros padres, hermanos, amigos, compañeros de escuela, de catecismo, de oratorio, de A.C.R.


Segundo. Interesarse por las necesidades de los pobres, los que más sufren y los que están más solos, porque quien escogió amar a Jesús, no puede no amar al prójimo. Y así vuestro camino de la A.C.R. se convertirá en todo amor. Me gustó mucho lo de la bomba del agua. Es hermoso, es un buen proyecto.


Tercero. Amar a la Iglesia, querer mucho a los sacerdotes, ponerse al servicio de la comunidad —porque la Iglesia no es solamente los sacerdotes, los obispos..., sino toda la comunidad—, ponerse al servicio de la comunidad. Dar tiempo, energías, cualidades y capacidades personales a vuestras parroquias, y así testimoniar que la riqueza de cada uno es un don de Dios para compartirlo todo. ¡Es importante! Ese «todo»: todo por descubrir, todo por compartir, todo por construir juntos, todo amor...


Cuarto. Ser apóstoles de paz y serenidad, comenzando por vuestras familias; recordar a vuestros padres, hermanos, a los coetáneos que es hermoso quererse mucho, y que las incomprensiones se puedan superar, porque unid0s a Jesús todo es posible. Esto es importante: todo es posible. Pero esta palabra no es una invención nueva: esta palabra la pronunció Jesús cuando bajaba del monte de la Transfiguración. Al papá que pedía curar a su hijo, Jesús ¿qué le dijo? «Todo es posible para los que tienen fe». Con la fe en Jesús se puede todo, todo es posible.


Quinto. Hablar con Jesús. La oración: hablar con Jesús, el amigo más grande que no abandona jamás, confiarle a Él nuestros gozos y nuestros disgustos. Correr hacia Él cada vez que os equivocáis y hacéis algo malo, con la seguridad de que Él os perdona. Y hablar a todos de Jesús, de su amor, de su misericordia, de su ternura, porque la amistad con Jesús, que dio su vida por nosotros, es un evento para contarlo íntegramente. Todos estos «todos» son importantes.


¿Qué decís? ¿Sois capaces de intentar poner en práctica esta propuesta con el «todo»? Creo que vosotros ya vivís muchas de estas cosas. Ahora, con la gracia de Dios de su Nacimiento, Jesús quiere ayudaros a dar un paso todavía más firme, más convencido y más alegre para llegar a ser sus discípulos. Basta una pequeña palabra: «Heme aquí». Nos lo enseña nuestra Madre, la Virgen, quien respondió a la llamada del Señor: «Heme aquí». Podemos pedirlo juntos con un Avemaría.


Y recordad bien: todo por descubrir, todo por construir juntos, todo amor, todo para compartir, todo es posible, y la fe es un evento todo para contar.


Gracias por vuestra visita. Acordaos de rezar por mí, por favor, recordad esto.


Ahora de corazón os bendigo. Os bendiga Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.


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 A LOS DIRIGENTES, EMPLEADOS Y OPERADORES DE LA EMISORA ITALIANA TV2000


Aula Pablo VI
Lunes 15 de diciembre de 2014


Queridos hermanos y hermanas:


Os doy la bienvenida y os agradezco vuestra calurosa acogida. Doy las gracias al presidente de la Fundación «Comunicación y cultura» y al director por los saludos que me dirigieron. Y saludo a Lucio, que está en el hospital.


Vosotros trabajáis para la Televisión de la Iglesia italiana y precisamente por esto estáis llamados a vivir con mayor responsabilidad vuestro servicio. Al respecto, quisiera compartir con vosotros tres pensamientos que me interesan de modo especial con respecto al papel del comunicador.


Primero. Los medios de comunicación católicos tienen una misión muy ardua respecto a la comunicación social: buscar preservarla de todo lo que la desvía y la somete con otros fines. A menudo la comunicación ha estado supeditada a la propaganda, a las ideologías, a fines políticos o de control de la economía y de la técnica. Lo que hace bien a la comunicación es, en primer lugar, la parresia, es decir, la valentía de hablar de frente, de hablar con franqueza y libertad. Si estamos verdaderamente convencidos de lo que tenemos que decir, las palabras surgen. Si, en cambio, estamos preocupados por los aspectos tácticos —¿el exceso de táctica?— nuestro modo de hablar será falsificado, poco comunicativo, insípido, un hablar de laboratorio. Y eso no comunica nada. La libertad también respecto a las modas, a los lugares comunes, a las fórmulas prefabricadas, que al final anulan la capacidad de comunicar. Despertar las palabras: despertar las palabras. Pero, cada palabra tiene dentro de sí una chispa de fuego, de vida. Despertar esa chispa, para que venga. Despertar las palabras: esta es la primera tarea del comunicador.


Segundo. La comunicación evita ya sea «rellenar» como «cerrar». Se «rellena» cuando se tiende a saturar nuestra percepción con un exceso de eslogan que, en lugar de poner en movimiento el pensamiento, lo anulan. Se «cierra» cuando, en lugar de recorrer el camino largo de la comprensión, se prefiere la senda breve de presentar personas individuales como si fuesen capaces de resolver todos los problemas, o al contrario como chivos expiatorios, a quienes se atribuye toda responsabilidad. Correr inmediatamente hacia la solución, sin dejar lugar al trabajo de representar la complejidad de la vida real, es un error frecuente dentro de una comunicación cada vez más veloz y poco reflexiva. Abrir y no cerrar: he aquí la segunda tarea del comunicador, que será tanto más fecundo cuanto más se deje conducir por la acción del Espíritu Santo, el único capaz de construir unidad y armonía.


Tercero. Hablar a la persona en su totalidad: he aquí la tercera tarea del comunicador. Evitando, como ya dije, los pecados de los medios de comunicación: la desinformación, la calumnia y la difamación. Estos tres son los pecados de los medios de comunicación. La desinformación, en especial, impulsa a decir la mitad de las cosas, y esto conduce a no elaborar un juicio preciso sobre la realidad. Una comunicación auténtica no se preocupa de «atacar»: la alternancia entre alarmismo catastrófico y desinterés consolador, dos extremos que continuamente vemos que se vuelven a proponer en la comunicación actual, no es un buen servicio que los medios de comunicación pueden ofrecer a las personas. Es necesario hablar a las personas en su totalidad: a su mente y a su corazón, para que sepan ver más allá de lo inmediato, más allá de un presente que corre el riesgo de ser desmemoriado y temeroso. De estos tres pecados —la desinformación, la calumnia y la difamación—, la calumnia, parece ser el más insidioso, pero en la comunicación, el más insidioso es la desinformación, porque te lleva a fallar, al error; te conduce a creer sólo una parte de la verdad.


Despertar las palabras, abrir y no cerrar, hablar a toda la persona hace concreta esa cultura del encuentro, hoy tan necesaria en un contexto cada vez más amplio. Con los enfrentamientos no vamos a ninguna parte. Construir una cultura del encuentro. Y esto es un hermoso trabajo para vosotros. Ello requiere estar dispuestos no sólo a dar, sino también a recibir de los demás.


Sé que estáis en una fase de replanteamiento y reorganización de vuestra profesionalidad al servicio de la Iglesia. Os agradezco mucho vuestro trabajo, os doy las gracias por haber aceptado este trabajo. Os aliento por ello y os deseo buenos frutos. Sé también que tenéis una relación estable con el Centro Televisivo Vaticano —para mí esto es muy importante— que os permite transmitir a Italia el magisterio y la actividad del Papa. Os agradezco lo que hacéis con competencia y amor al Evangelio. Y os doy las gracias por el esfuerzo de honestidad, honestidad profesional y honestidad moral, que vosotros queréis realizar en vuestro trabajo. Lo que queréis hacer es un camino de honestidad.


Os encomiendo a la protección de la Virgen y de san Gabriel arcángel, el gran comunicador; fue el comunicador más importante: ¡comunicó la gran noticia! Y mientras os pido que sigáis rezando por mí, porque lo necesito, os deseo una santa y feliz Navidad. Y ahora recemos a la Virgen para que nos bendiga. Avemaría...


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A SU BEATITUD IGNACE YOUSSIF III YOUNAN, PATRIARCA DE ANTIOQUÍA DE LOS SIRIOS,
JUNTO CON OBISPOS Y FIELES DE LA COMUNIDAD SIRO-ANTIOQUENA



Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 12 de diciembre de 2014



Beatitud,
excelencias, reverendos padres,
queridos hermanos y hermanas:


Os saludo cordialmente y os agradezco vuestra visita. A través de vosotros puedo enviar mi saludo a vuestras comunidades esparcidas por el mundo, y expresarles mi aliento, en particular, a las de Irak y Siria, que viven momentos de gran sufrimiento y miedo frente a la violencia. Y acompaño estos sentimientos de solidaridad y compasión con mi recuerdo en la oración.


Con ocasión de esta reunión en Roma, me habéis pedido celebrar un sínodo fuera del territorio patriarcal. Acepté con agrado para facilitar vuestro encuentro, destinado a reconocer las necesidades urgentes de vuestra Iglesia y a responder a las expectativas espirituales de los fieles. En particular, estáis realizando un camino de reforma de la divina liturgia, al servicio de la Palabra de Dios, que debería permitir un nuevo impulso de devoción. Este trabajo requirió una intensa profundización de la Tradición y mucho discernimiento, sabiendo cuán sensible es la asamblea de fieles al gran don de la Palabra y de la Eucaristía.


La difícil situación en Oriente Medio ha provocado y sigue provocando en vuestra Iglesia desplazamientos de fieles hacia las eparquías de la diáspora, y esto os plantea nuevas exigencias pastorales. Es un desafío: por una parte, permanecer fieles a los orígenes; por otra, insertarse en contextos culturales diversos, trabajando al servicio de la salus animarum y del bien común.


Este movimiento de fieles hacia países considerados más seguros empobrece la presencia cristiana en Oriente Medio, tierra de los profetas, de los primeros anunciadores del Evangelio, de los mártires y de tantos santos, cuna de ermitaños y del monaquismo. Todo esto os obliga a reflexionar sobre la situación de vuestras eparquías que tienen necesidad de pastores celosos, así como de fieles intrépidos, capaces de testimoniar el Evangelio, algo no fácil a veces, a personas de etnias y religiones diversas.


Muchos han huido para ponerse a salvo de una inhumanidad que echa a la calle a poblaciones enteras, dejándolas sin medios de subsistencia. Con las otras Iglesias tratáis de coordinar vuestros esfuerzos para responder a las necesidades humanitarias, sea de cuantos permanecen en su patria, como de quienes se han refugiado en otros países.


Ahora, volviendo a vuestras sedes, os sentís consolados por esta experiencia de comunión vivida ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo; una comunión que hoy se expresa de modo particular aquí, al elevar al Señor junto con el Sucesor de Pedro una oración de acción de gracias y súplica.


Os exhorto, queridos hermanos, a proseguir vuestro compromiso pastoral y el ministerio de esperanza al servicio de la venerable Iglesia siro-católica. Saludo con afecto a los fieles que os acompañan, en quienes veo las diversas comunidades que representan. Os invito a llevar a todos la expresión de mi cercanía y de mi oración al Señor.


Mientras encomiendo a cada una de vuestras comunidades a la protección de la Madre de Dios, de san Ignacio de Antioquía y de san Efrén, os imparto de corazón a vosotros, a vuestros sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles, la bendición apostólica, prenda de paz y consuelo de nuestro Dios uno y trino, todo misericordioso.


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ORACIÓN DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Lunes 8 de diciembre de 2014


Oh María, Madre nuestra,
hoy el pueblo de Dio en fiesta
te venera Inmaculada,
preservada desde siempre del contagio del pecado.


Acoge el homenaje que te ofrezco en nombre de la Iglesia que está en Roma y en todo el mundo.


Saber que Tú, que eres nuestra Madre, estás totalmente libre del pecado nos da gran consuelo.


Saber que sobre ti el mal no tiene poder, nos llena de esperanza y de fortaleza en la lucha cotidiana que nosotros debemos mantener contra las amenazas del maligno.


Pero en esta lucha no estamos solos, no somos huérfanos, porque Jesús, antes de morir en la cruz, te entregó a nosotros como Madre.


Nosotros, por lo tanto, incluso siendo pecadores, somos tus hijos, hijos de la Inmaculada, llamados a esa santidad que resplandece en Ti por gracia de Dios desde el inicio.


Animados por esta esperanza, hoy invocamos tu maternal protección para nosotros, para nuestras familias, para esta ciudad, para todo el mundo.


Que el poder del amor de Dios, que te preservó del pecado original, por tu intercesión libre a la humanidad de toda esclavitud espiritual y material, y haga vencer, en los corazones y en los acontecimientos, el designio de salvación de Dios.


Haz que también en nosotros, tus hijos, la gracia prevalezca sobre el orgullo y podamos llegar a ser misericordiosos como es misericordioso nuestro Padre celestial.


En este tiempo que nos conduce a la fiesta del Nacimiento de Jesús, enséñanos a ir a contracorriente: a despojarnos, a abajarnos, a donarnos, a escuchar, a hacer silencio, a descentrarnos de nosotros mismos, para dejar espacio a la belleza de Dios, fuente de la verdadera alegría.


Oh Madre nuestra Inmaculada, ¡ruega por nosotros!


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A LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL


Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Viernes 5 de diciembre de 2014



Queridos hermanos y hermanas:


Me encuentro con vosotros con agrado, al inicio de un nuevo quinquenio —el noveno— de la Comisión teológica internacional. Agradezco al cardenal Müller las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Vuestra Comisión nació poco después del Concilio Vaticano II, por una propuesta del Sínodo de los obispos, para que la Santa Sede pudiera valerse más directamente de la reflexión de teólogos provenientes de varias partes del mundo. La misión de la Comisión es, pues, la de «estudiar las cuestiones doctrinales de especial importancia, principalmente aquellas que se presentan como nuevas, para ayudar al magisterio de la Iglesia» (Estatutos, art. 1). Los veintisiete documentos publicados hasta ahora son un testimonio de este compromiso y un punto de referencia para el debate teológico.


Vuestra misión es servir a la Iglesia, lo cual no sólo presupone competencias intelectuales, sino también disposiciones espirituales. Entre estas últimas, quiero atraer vuestra atención hacia la importancia de la escucha. «Hijo de hombre —dijo el Señor al profeta Ezequiel—, todas las palabras que yo te diga, recíbelas en tu corazón y escúchalas atentamente» (Ez 3, 10). El teólogo es, ante todo, un creyente que escucha la palabra del Dios vivo y la acoge en el corazón y en la mente. Pero el teólogo también debe ponerse humildemente a la escucha de «lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7) a través de las diversas manifestaciones de la fe vivida por el pueblo de Dios. Lo recordó el reciente documento de la Comisión sobre «El sensus fidei en la vida de la Iglesia». Es hermoso, me ha gustado mucho ese documento, ¡felicitaciones! En efecto, junto con todo el pueblo cristiano, el teólogo abre los ojos y los oídos a los «signos de los tiempos». Está llamado a «auscultar, discernir e interpretar las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina —es la que juzga, la palabra de Dios—, a fin de que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada» (Concilio Vaticano II, constitución Gaudium et spes, 44).


A la luz de esto, en la composición cada vez más diversificada de la Comisión, quiero destacar la mayor presencia de mujeres —aún no tantas… son la guinda del pastel, ¡pero se necesitan más!—, presencia que es invitación a reflexionar sobre el papel que las mujeres pueden y deben desempeñar en el campo de la teología. En efecto, «la Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades peculiares que suelen ser más propias de las mujeres que de los varones… Reconozco con gusto cómo muchas mujeres… brindan nuevos aportes a la reflexión teológica» (exhortación apostólica Evangelii gaudium, 103). Así, en virtud de su genio femenino, las teólogas pueden mostrar, en beneficio de todos, ciertos aspectos inexplorados del insondable misterio de Cristo, «en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2, 3). Os invito, pues, a sacar el mayor provecho de esta aportación específica de las mujeres a la inteligencia de la fe.


Otra característica de vuestra Comisión es su composición internacional, que refleja la catolicidad de la Iglesia. La diversidad de los puntos de vista debe enriquecer la catolicidad, sin perjudicar la unidad. La unidad de los teólogos católicos nace de su referencia común a una sola fe en Cristo y se alimenta de la diversidad de los dones del Espíritu Santo. A partir de este fundamento, y en un sano pluralismo, distintos enfoques teológicos, desarrollados en contextos culturales diferentes, no pueden ignorarse recíprocamente, sino que deben enriquecerse y corregirse mutuamente en el diálogo teológico. El trabajo de vuestra Comisión puede ser un testimonio de dicho crecimiento, y también un testimonio del Espíritu Santo, porque es él quien siembra esta variedad de carismas en la Iglesia, diferentes puntos de vista, y será él quien realice la unidad. Él es el protagonista, siempre.


La Virgen inmaculada, testigo privilegiada de los grandes acontecimientos de la historia de la salvación, «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19): mujer de la escucha, mujer de la contemplación, mujer de la cercanía a los problemas de la Iglesia y de la gente. Bajo la guía del Espíritu Santo y con todos los recursos de su genio femenino, no dejó de penetrar cada vez más la «verdad completa» (cf. Jn 16, 13). Así, María es el icono de la Iglesia, que, en la espera impaciente de su Señor, progresa día a día en la inteligencia de la fe, también gracias al trabajo paciente de los teólogos y las teólogas. Que la Virgen, maestra de la auténtica teología, nos conceda con su oración materna que nuestra caridad «siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento» (Flp 1, 9). En este camino os acompaño con mi bendición y os pido por favor que recéis por mí. Rezad teológicamente, gracias.


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A LOS PARTICIPANTES EN EL III «SUMMIT OF CHRISTIAN AND MUSLIM LEADERS»

Palacio Apostólico Vaticano
Salita del Aula Pablo VI
Miércoles 3 de diciembre de 2014



¡Buenos días!



Os doy la bienvenida y os doy las gracias por haber venido y por haber realizado esta visita: me gusta. Esto ayuda a hacer más fuerte nuestra fraternidad. Os agradezco vuestro trabajo, por lo que hacéis para entendernos mejor y sobre todo por la paz. Este es el Camino de la paz: el diálogo. Muchas gracias. Os agradezco mucho.


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CEREMONIA PARA LA FIRMA DE LA DECLARACIÓN DE LOS LÍDERES RELIGIOSOS CONTRA LA ESCLAVITUD


Casina Pio IV
Martes, 2 de diciembre de 2014



Señoras y Señores,


Agradezco a todos los líderes religiosos aquí reunidos por su compromiso en favor de los sobrevivientes de la trata de personas, y a todos los presentes por su intensa participación en este acto de fraternidad especialmente para con los más sufridos de nuestros hermanos.
Inspirados por nuestras confesiones de fe, hoy nos hemos reunido con motivo de una iniciativa histórica y de una acción concreta: declarar que trabajaremos juntos para erradicar el terrible flagelo de la esclavitud moderna en todas sus formas.


La explotación física, económica, sexual y psicológica de hombres, mujeres y niños y niñas actualmente encadena a decenas de millones de personas a la deshumanización y a la humillación.


Cada ser humano, hombre, mujer, niño, niña es imagen de Dios. Dios es Amor y libertad que se dona en relaciones interpersonales, así cada ser humano es una persona libre destinada a existir para el bien de otros en igualdad y fraternidad.


Cada una y todas las personas son iguales y se les debe reconocer la misma libertad y la misma dignidad. Cualquier relación discriminante que no respete la convicción fundamental que el otro es como uno mismo constituye un delito, y tantas veces un delito aberrante.


Por eso, declaramos en nombre de todos y de cada uno de nuestros credos que la esclavitud moderna, en término de trata de personas, trabajo forzado, prostitución, explotación de órganos, es un crimen de lesa humanidad. Sus víctimas son de toda condición, pero las más veces se hayan entre los más pobres y vulnerables de nuestros hermanos y hermanas.


En nombre de ellos y ellas, que están llamando a la acción a nuestras comunidades de fe, y sin excepción rechazan completamente toda privación sistemática de la libertad individual con fines de explotación personal o comercial, en nombre de ellos hacemos esta declaración.


A pesar de los grandes esfuerzos de muchos, la esclavitud moderna sigue siendo un flagelo atroz que está presente a gran escala en todo el mundo, incluso como turismo. Este crimen de lesa humanidad se enmascara en aparentes costumbres aceptadas, pero en realidad hace sus víctimas en la prostitución, la trata de personas, el trabajo forzado, el trabajo esclavo, la mutilación, la venta de órganos, el mal uso de la droga, el trabajo de niños. Se oculta tras puertas cerradas, en domicilios particulares, en las calles, en automóviles, en fábricas, en campos, en barcos pesqueros y en muchas otras partes.


Y esto ocurre tanto en ciudades como en aldeas, en las villas de emergencia de las naciones más ricas y más pobres del mundo. Y lo peor, es que tal situación, desgraciadamente, se agrava cada día más.


Llamamos a la acción a todas las personas de fe y a sus líderes, a los Gobiernos, y a las empresas, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para que brinden su apoyo férreo y se sumen al movimiento contra de la esclavitud moderna, en todas sus formas. Sostenidos por los ideales de nuestras confesiones de fe y nuestros valores humanos compartidos, todos podemos y debemos levantar el estandarte de los valores espirituales, el esfuerzo mancomunado, la visión liberadora de manera de erradicar la esclavitud de nuestro planeta.


Pido al Señor nos conceda hoy la gracia de convertirnos nosotros mismos en el prójimo de cada persona, sin excepción, y de brindarle ayuda activamente siempre que se cruce en nuestro camino, se trate ya de un anciano abandonado por todos, un trabajador injustamente esclavizado y despreciado, una refugiada o refugiado atrapado por los lazos de la mala vida, un joven o una joven que camine por las calles del mundo víctima del comercio sexual, un hombre o una mujer prostituida con engaños por gente sin temor de Dios, un niño o una niña mutilada de sus órganos, que llaman nuestras conciencias haciendo eco de la voz del Señor: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con uno de mis hermanos, lo hicieron conmigo”.


Queridos amigos, gracias por esta reunión, gracias por este compromiso transversal que nos compromete a todos. Todos somos reflejo de la imagen de Dios y estamos convencidos que no podemos tolerar que la imagen del Dios vivo sea sometida a la trata más aberrante.


Muchas gracias.


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A LOS OBISPOS DE SUIZA EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Lunes 1° de diciembre de 2014


Queridos hermanos en el episcopado,
reverendos padres abades:



Os saludo con alegría, mientras realizáis en estos días la visita ad limina Apostolorum, peregrinación que deseo sea fraterna, enriquecedora y fecunda para cada uno de vosotros y para la Iglesia en Suiza. Le agradezco, monseñor Markus Büchel, las palabras que me ha dirigido en nombre de todos.


Suiza es reconocida como país de paz, de coexistencia cultural y confesional. Es la sede de instituciones internacionales importantes para la paz, el trabajo, la ciencia y el ecumenismo. Aunque muchos habitantes están alejados de la Iglesia, la mayoría reconoce a católicos y protestantes un papel positivo en el ámbito social: su compromiso caritativo lleva a los pobres y a los excluidos un reflejo de la ternura del Padre. Vuestro país tiene una larga tradición cristiana. El próximo año celebraréis el gran jubileo de la abadía de San Mauricio. 
Es un impresionante testimonio de 1500 años de vida religiosa ininterrumpida, un hecho excepcional en toda Europa. Queridos hermanos: tenéis la grande y hermosa responsabilidad de mantener viva la fe en vuestra tierra. Sin una fe viva en Cristo resucitado, las grandiosas iglesias y los monasterios se convertirían poco a poco en museos; todas las obras laudables y las instituciones perderían su alma, quedando solamente ambientes vacíos y personas abandonadas. La misión que se os confía es la de apacentar la grey, caminando, según las circunstancias, delante, en el medio o detrás. El pueblo de Dios no puede subsistir sin sus pastores, obispos y sacerdotes; el Señor ha concedido a la Iglesia el don de la sucesión apostólica, al servicio de la unidad de la fe y de su transmisión completa (cf. Lumen fidei, 49). Es un don precioso, con la colegialidad que deriva de él, si logramos que sea eficaz, valorándolo para apoyarnos unos a otros, para vivir de él y para conducir a aquellos, que el Señor nos envía, hacia el encuentro con Él, que es «Camino, Verdad y Vida» (cf. Jn 14, 6). Así, esas personas, en particular las jóvenes generaciones, podrán encontrar más fácilmente motivos para creer y esperar.


Os animo a proseguir vuestros esfuerzos para la formación de los seminaristas. Se trata de un desafío para el futuro de la Iglesia. Esta tiene necesidad de sacerdotes que, además de una sólida familiaridad con la Tradición y el Magisterio, se dejen encontrar por Cristo y, conformados a Él, conduzcan a los hombres por sus caminos (cf. Jn 1, 40-42). Así, aprenderán a permanecer cada vez más en su presencia, acogiendo su Palabra, alimentándose de la Eucaristía, testimoniando el valor salvífico del sacramento de la reconciliación, y buscando las «cosas de su Padre» (cf. Lc 2, 49). En la vida fraterna encontrarán un apoyo eficaz ante la tentación de encerrarse en sí mismos o de una vida virtual, así como un antídoto permanente contra la soledad a veces ardua. También os invito a velar sobre vuestros sacerdotes y a dedicarles tiempo, sobre todo si se han alejado y han olvidado el significado de la paternidad episcopal, o piensan que no tienen necesidad de ella. Un diálogo humilde, verdadero y fraterno permite a menudo una nueva salida.


Habéis desarrollado la colaboración necesaria entre sacerdotes y laicos. La misión de los laicos en la Iglesia tiene, de hecho, una notable importancia, puesto que contribuyen a la vida de las parroquias y de las instituciones eclesiales, sea como colaboradores, sea como voluntarios. Es bueno reconocer y apoyar su compromiso, aun manteniendo la distinción clara entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio del servicio. Sobre este punto, os aliento a proseguir la formación de los bautizados respecto a las verdades de la fe y su significado para la vida litúrgica, parroquial, familiar y social, y a elegir con cuidado a los colaboradores. De este modo, permitiréis a los laicos insertarse verdaderamente en la Iglesia, ocupar el lugar que les corresponde y hacer fecunda la gracia bautismal recibida, para ir juntos al encuentro de la santidad y trabajar por el bien de todos.


Además, la misión recibida del Señor nos invita a salir al encuentro de aquellos con quienes nos ponemos en contacto, aunque por su cultura, su confesión religiosa o su fe se distingan de nosotros. Si creemos en la acción libre y generosa del Espíritu, podemos comprendernos bien unos a otros y colaborar para servir mejor a la sociedad y contribuir de modo decidido a la paz. El ecumenismo no sólo es una contribución a la unidad de la Iglesia, sino también a la unidad de la familia humana (cf. Evangelii gaudium, 245). Favorece una convivencia fecunda, pacífica y fraterna. Pero en la oración y en el anuncio común del Señor Jesús debemos prestar atención a que los fieles de todas las confesiones cristianas vivan su fe de manera inequívoca y libre de confusión, y sin retocar suprimiendo las diferencias en detrimento de la verdad. Por ejemplo, cuando escondemos nuestra fe eucarística con el pretexto de ir al encuentro, no tomamos suficientemente en serio ni nuestro patrimonio ni el de nuestro interlocutor. Del mismo modo, la enseñanza de la religión en las escuelas debe tener en cuenta la particularidad de cada confesión.


Os animo a expresaros juntos de manera clara sobre los problemas de la sociedad, en un tiempo en el que diversas personas —incluso dentro de la Iglesia— se sienten tentadas de prescindir del realismo de la dimensión social del Evangelio (cf. Evangelii gaudium, 88). El Evangelio posee una fuerza originaria propia para hacer propuestas. Nos corresponde a nosotros presentarlo en toda su amplitud, hacerlo accesible sin ofuscar su belleza ni disminuir su fascinación, para que llegue a las personas que deben afrontar las dificultades de la vida diaria, que buscan el sentido de su vida o se han alejado de la Iglesia. Desilusionadas o abandonadas a sí mismas, se dejan tentar por modos de pensar que niegan conscientemente la dimensión trascendente del hombre, de la vida y de las relaciones humanas, especialmente ante el sufrimiento y la muerte. El testimonio de los cristianos y de las comunidades parroquiales puede iluminar de verdad su camino y apoyar su búsqueda de la felicidad. Y así la Iglesia en Suiza puede ser más claramente ella misma, Cuerpo de Cristo y pueblo de Dios, y no sólo una hermosa organización, otra ONG.


Es importante, además, que las relaciones entre la Iglesia y los Cantones se desarrollen tranquilamente. Su riqueza reside en la colaboración particular, así como en la indicación de los valores evangélicos en la vida de la sociedad y en las opciones cívicas. Sin embargo, la particularidad de estas relaciones ha requerido una reflexión, iniciada hace algunos años, para conservar la diversidad de las funciones de los organismos y de las estructuras de la Iglesia católica. El Vademécum, que se aplica actualmente, es otro paso en el camino de la claridad y de la comprensión. Aunque las modalidades de aplicación varían según las diócesis, un trabajo común os ayudará a colaborar mejor con las instituciones cantonales. Cuando la Iglesia evita depender de las instituciones que, a través de medios económicos, pueden imponer un estilo de vida poco coherente con Cristo, que se hizo pobre, hace más visible el Evangelio en sus propias estructuras.


Queridos hermanos: la Iglesia proviene de Pentecostés. En el momento de Pentecostés, los Apóstoles salieron y se pusieron a hablar en todas las lenguas, pudiendo manifestar así a todos los hombres, a través de la fuerza del Espíritu Santo, su fe viva en Cristo resucitado. El Redentor nos invita siempre de nuevo a predicar el Evangelio a todos. Es necesario anunciar la buena nueva, no plegarse a las fantasías de los hombres. Muchas veces nos cansamos de responder, sin darnos cuenta de que nuestros interlocutores no buscan respuestas. Es necesario anunciar, ir adelante, plantear interrogantes con la visión apostólica jamás superada: «A este Jesús Dios le resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hch 2, 32).


Asegurándoos mi oración por vosotros, por vuestros sacerdotes y por vuestros diocesanos, os deseo que cultivéis con celo y paciencia el campo de Dios, conservando la pasión por la verdad, y os animo a ir adelante todos juntos. Encomendando el futuro de la evangelización en vuestro país a la Virgen María y a la intercesión de san Nicolás de Flüe, de san Mauricio y de sus compañeros, os imparto de todo corazón la bendición apostólica, y os pido fraternalmente que no os olvidéis de rezar por mí.


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