viernes, 16 de marzo de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (Mzo.11), Audiencia (Mzo.14), 2 Discursos (Mzo.9), Homilía (Mzo.10)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 11 de Marzo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma refiere, en la redacción de san Juan, el célebre episodio en el que Jesús expulsa del templo de Jerusalén a los vendedores de animales y a los cambistas (cf. Jn 2, 13-25). El hecho, recogido por todos los evangelistas, tuvo lugar en la proximidad de la fiesta de la Pascua y suscitó gran impresión tanto entre la multitud como entre sus discípulos. ¿Cómo debemos interpretar este gesto de Jesús? En primer lugar, hay que señalar que no provocó ninguna represión de los guardianes del orden público, porque lo vieron como una típica acción profética: de hecho, los profetas, en nombre de Dios, con frecuencia denunciaban los abusos, y a veces lo hacían con gestos simbólicos. El problema, en todo caso, era su autoridad. Por eso los judíos le preguntaron a Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (Jn 2, 18); demuéstranos que actúas verdaderamente en nombre de Dios.
La expulsión de los mercaderes del templo también se ha interpretado en sentido político revolucionario, colocando a Jesús en la línea del movimiento de los zelotes. Estos, de hecho, eran «celosos» de la ley de Dios y estaban dispuestos a usar la violencia para hacer que se cumpliera. En tiempos de Jesús esperaban a un mesías que liberase a Israel del dominio de los romanos. Pero Jesús decepcionó estas expectativas, por lo que algunos discípulos lo abandonaron, y Judas Iscariote incluso lo traicionó. En realidad, es imposible interpretar a Jesús como violento: la violencia es contraria al reino de Dios, es un instrumento del anticristo. La violencia nunca sirve a la humanidad, más aún, la deshumaniza.
Escuchemos entonces las palabras que Jesús dijo al realizar ese gesto: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16). Sus discípulos se acordaron entonces de lo que está escrito en un Salmo: «El celo de tu casa me devora» (69, 10). Este Salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz: el suyo es el celo del amor que paga en carne propia, no el que querría servir a Dios mediante la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su autoridad será precisamente su muerte y resurrección. «Destruid este templo —dijo—, y en tres días lo levantaré». Y san Juan observa: «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 19. 21). Con la Pascua de Jesús se inicia un nuevo culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es él mismo, Cristo resucitado, por el cual cada creyente puede adorar a Dios Padre «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23). Queridos amigos, el Espíritu Santo comenzó a construir este nuevo templo en el seno de la Virgen María. Por su intercesión, pidamos que cada cristiano sea piedra viva de este edificio espiritual.


Después del Ángelus


Mi pensamiento se dirige ante todo a la querida población de Madagascar, que recientemente se ha visto afectada por violentas calamidades naturales, con graves daños a las personas, a las estructuras y a los cultivos. A la vez que aseguro mi oración por las víctimas y por las familias más probadas, espero y aliento la generosa ayuda de la comunidad internacional.


(En español)

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de fieles provenientes de Murcia, Alicante y Sevilla. En este tercer domingo de Cuaresma, el Evangelio nos presenta a Jesús que sube a Jerusalén y, movido por el celo hacia las cosas de su Padre, expulsa a los mercaderes del Templo. Así mismo declara que él es el nuevo templo, morada definitiva de Dios entre los hombres. En Cristo, somos llamados a ofrecer un culto auténtico, vital, en Espíritu y Verdad, y a presentar nuestros cuerpos como templos del Dios vivo, sabiendo renunciar a las obras del mal. Encomendemos a la Santísima Virgen María estos propósitos. Muchas gracias.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Miércoles 14 de Marzo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
Con la catequesis de hoy quiero comenzar a hablar de la oración en los Hechos de los Apóstoles y en las Cartas de san Pablo. Como sabemos, san Lucas nos ha entregado uno de los cuatro Evangelios, dedicado a la vida terrena de Jesús, pero también nos ha dejado el que ha sido definido el primer libro sobre la historia de la Iglesia, es decir, los Hechos de los Apóstoles. En ambos libros, uno de los elementos recurrentes es precisamente la oración, desde la de Jesús hasta la de María, la de los discípulos, la de las mujeres y la de la comunidad cristiana. El camino inicial de la Iglesia está marcado, ante todo, por la acción del Espíritu Santo, que transforma a los Apóstoles en testigos del Resucitado hasta el derramamiento de su sangre, y por la rápida difusión de la Palabra de Dios hacia Oriente y Occidente. Sin embargo, antes de que se difunda el anuncio del Evangelio, san Lucas refiere el episodio de la Ascensión del Resucitado (cf. Hch 1, 6-9). El Señor entrega a los discípulos el programa de su existencia dedicada a la evangelización y dice: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta el confín de la tierra» (Hch 1, 8). En Jerusalén los Apóstoles, que ya eran sólo once por la traición de Judas Iscariote, se encuentran reunidos en casa para orar, y es precisamente en la oración como esperan el don prometido por Cristo resucitado, el Espíritu Santo.
En este contexto de espera, entre la Ascensión y Pentecostés, san Lucas menciona por última vez a María, la Madre de Jesús, y a sus parientes (cf. v. 14). A María le dedicó las páginas iniciales de su Evangelio, desde el anuncio del ángel hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre. Con María comienza la vida terrena de Jesús y con María inician también los primeros pasos de la Iglesia; en ambos momentos, el clima es el de la escucha de Dios, del recogimiento. Hoy, por lo tanto, quiero detenerme en esta presencia orante de la Virgen en el grupo de los discípulos que serán la primera Iglesia naciente. María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública hasta el pie de la cruz, y ahora sigue también, con una oración silenciosa, el camino de la Iglesia. En la Anunciación, en la casa de Nazaret, María recibe al ángel de Dios, está atenta a sus palabras, las acoge y responde al proyecto divino, manifestando su plena disponibilidad: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu voluntad» (cf. Lc 1, 38). María, precisamente por la actitud interior de escucha, es capaz de leer su propia historia, reconociendo con humildad que es el Señor quien actúa. En su visita a su prima Isabel, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina, que ha colmado su corazón y su vida, convirtiéndola en Madre del Señor (cf. Lc 1, 46-55). Alabanza, acción de gracias, alegría: en el cántico del Magníficat, María no mira sólo lo que Dios ha obrado en ella, sino también lo que ha realizado y realiza continuamente en la historia. San Ambrosio, en un célebre comentario al Magníficat, invita a tener el mismo espíritu en la oración y escribe: «Cada uno debe tener el alma de María para alabar al Señor; cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 26: pl 15, 1561).
También en el Cenáculo, en Jerusalén, «en la sala del piso superior, donde solían reunirse» los discípulos de Jesús (cf. Hch 1, 13), en un clima de escucha y de oración, ella está presente, antes de que se abran de par en par las puertas y ellos comiencen a anunciar a Cristo Señor a todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que él les había mandado (cf. Mt 28, 19-20). Las etapas del camino de María, desde la casa de Nazaret hasta la de Jerusalén, pasando por la cruz, donde el Hijo le confía al apóstol Juan, están marcadas por la capacidad de mantener un clima perseverante de recogimiento, para meditar todos los acontecimientos en el silencio de su corazón, ante Dios (cf.Lc 2, 19-51); y en la meditación ante Dios comprender también la voluntad de Dios y ser capaces de aceptarla interiormente. La presencia de la Madre de Dios con los Once, después de la Ascensión, no es, por tanto, una simple anotación histórica de algo que sucedió en el pasado, sino que asume un significado de gran valor, porque con ellos comparte lo más precioso que tiene: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: conservar la memoria de Jesús y así conservar su presencia.
La última alusión a María en los dos escritos de san Lucas está situada en el día de sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día del silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su resurrección. Y en este episodio hunde sus raíces la tradición de Santa María en Sábado. Entre la Ascensión del Resucitado y el primer Pentecostés cristiano, los Apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede ser testigos. Ella, que ya lo había recibido para engendrar al Verbo encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de todo creyente «se forme Cristo» (cf.Ga 4, 19). Si no hay Iglesia sin Pentecostés, tampoco hay Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella vivió de un modo único lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo. San Cromacio de Aquileya comenta así la anotación de los Hechos de los Apóstoles: «Se reunió, por tanto, la Iglesia en la sala del piso superior junto con María, la Madre de Jesús, y con sus hermanos. Así pues, no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor… La Iglesia de Cristo está allí donde se predica la Encarnación de Cristo de la Virgen; y, donde predican los Apóstoles, que son hermanos del Señor, allí se escucha el Evangelio» (Sermo30, 1: sc 164, 135).
El concilio Vaticano II quiso subrayar de modo especial este vínculo que se manifiesta visiblemente al orar juntos María y los Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La constitución dogmática Lumen gentium afirma: «Dios no quiso manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, “perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y sus parientes” (Hch 1, 14). María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (n. 59). El lugar privilegiado de María es la Iglesia, donde «es también saludada como miembro muy eminente y del todo singular... y como su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y en el amor» (ib., 53).
Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia significa, por consiguiente, aprender de ella a ser comunidad que ora: esta es una de las notas esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana trazada en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2, 42). Con frecuencia se recurre a la oración por situaciones de dificultad, por problemas personales que impulsan a dirigirse al Señor para obtener luz, consuelo y ayuda. María invita a abrir las dimensiones de la oración, a dirigirse a Dios no sólo en la necesidad y no sólo para pedir por sí mismos, sino también de modo unánime, perseverante y fiel, con «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32).
Queridos amigos, la vida humana atraviesa diferentes fases de paso, a menudo difíciles y arduas, que requieren decisiones inderogables, renuncias y sacrificios. El Señor puso a la Madre de Jesús en momentos decisivos de la historia de la salvación y ella supo responder siempre con plena disponibilidad, fruto de un vínculo profundo con Dios madurado en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el domingo de la Resurrección, a ella le fue confiado el discípulo predilecto y con él toda la comunidad de los discípulos (cf. Jn 19, 26). Entre la Ascensión y Pentecostés, ella se encuentra con y en la Iglesia en oración (cf. Hch 1, 14). Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce esta maternidad hasta el fin de la historia. Encomendémosle a ella todas las fases de paso de nuestra existencia personal y eclesial, entre ellas la de nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos indica que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su Hijo podemos salir de «nuestra casa», de nosotros mismos, con valentía, para llegar hasta los confines del mundo y anunciar por doquier al Señor Jesús, Salvador del mundo. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de la diócesis de León, con su Obispo Monseñor Julián López, así como a los demás grupos venidos de España, México y otros países latinoamericanos. Que siguiendo el ejemplo de María, sepamos dedicar más tiempo a la oración personal y comunitaria, especialmente en este tiempo de cuaresma, en el que a través de la penitencia y la limosna nos disponemos a acompañar a Jesús más de cerca. Muchas gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO
DE LA PENITENCIARIA APOSTÓLICA SOBRE EL FUERO INTERNO 


Palacio Apostólico Vaticano
Aula Pablo VI
Viernes 9 de Marzo de 2012

Queridos amigos:
Me alegra mucho tener este encuentro con vosotros con ocasión del curso anual sobre el fuero interno, que organiza la Penitenciaría apostólica. Dirijo un cordial saludo al cardenal Manuel Monteiro de Castro, penitenciario mayor, quien como tal, por primera vez, ha presidido vuestras sesiones de estudio, y le doy las gracias por las cordiales expresiones que ha querido manifestarme. Saludo también a monseñor Gianfranco Girotti, regente, al personal de la Penitenciaría y a cada uno de vosotros, que, con vuestra presencia, recordáis a todos la importancia que tiene para la vida de fe el sacramento de la Reconciliación, evidenciando tanto la necesidad permanente de una adecuada preparación teológica, espiritual y canónica para poder ser confesores, como, sobre todo, el vínculo constitutivo entre celebración sacramental y anuncio del Evangelio.
Los sacramentos y el anuncio de la Palabra, en efecto, jamás se deben concebir separadamente; al contrario, «Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un “discurso”, sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide en última instancia con su persona, con el don de sí mismo (…). El sacerdote representa a Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la “palabra” y el “sacramento”, en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra» (Audiencia general, 5 de mayo de 2010; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de mayo de 2010, pp. 15-16). Precisamente esta totalidad, que hunde sus raíces en el misterio mismo de la Encarnación, nos sugiere que la celebración del sacramento de la Reconciliación es ella misma anuncio y por eso camino que hay que recorrer para la obra de la nueva evangelización.
¿En qué sentido la Confesión sacramental es «camino» para la nueva evangelización? Ante todo porque la nueva evangelización saca linfa vital de la santidad de los hijos de la Iglesia, del camino cotidiano de conversión personal y comunitaria para conformarse cada vez más profundamente a Cristo. Y existe un vínculo estrecho entre santidad y sacramento de la Reconciliación, testimoniado por todos los santos de la historia. La conversión real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y renovadora de Dios, es el «motor» de toda reforma y se traduce en una verdadera fuerza evangelizadora. En la Confesión el pecador arrepentido, por la acción gratuita de la misericordia divina, es justificado, perdonado y santificado; abandona el hombre viejo para revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y por lo tanto anunciar, la novedad del Evangelio. El beato Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo millennio ineunte, afirmaba: «Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación» (n. 37). Quiero subrayar este llamamiento, sabiendo que la nueva evangelización debe dar a conocer al hombre de nuestro tiempo el rostro de Cristo «como mysterium pietatis, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso hacer que descubran también a través del sacramento de la Penitencia» (ib.).
En una época de emergencia educativa, en la que el relativismo pone en discusión la posibilidad misma de una educación entendida como introducción progresiva al conocimiento de la verdad, al sentido profundo de la realidad, por ello como introducción progresiva a la relación con la Verdad que es Dios, los cristianos están llamados a anunciar con vigor la posibilidad del encuentro entre el hombre de hoy y Jesucristo, en quien Dios se ha hecho tan cercano que se le puede ver y escuchar. En esta perspectiva, el sacramento de la Reconciliación, que parte de una mirada a la condición existencial propia y concreta, ayuda de modo singular a esa «apertura del corazón» que permite dirigir la mirada a Dios para que entre en la vida. La certeza de que él está cerca y en su misericordia espera al hombre, también al que está en pecado, para sanar sus enfermedades con la gracia del sacramento de la Reconciliación, es siempre una luz de esperanza para el mundo.
Queridos sacerdotes y queridos diáconos que os preparáis para el presbiterado: en la administración de este sacramento se os da o se os dará la posibilidad de ser instrumentos de un encuentro siempre renovado de los hombres con Dios. Quienes se dirijan a vosotros, precisamente por su condición de pecadores, experimentarán en sí mismos un deseo profundo: deseo de cambio, petición de misericordia y, en definitiva, deseo de que vuelva a tener lugar, a través del sacramento, el encuentro y el abrazo con Cristo. Seréis por ello colaboradores y protagonistas de muchos posibles «nuevos comienzos», tantos cuantos sean los penitentes que se os acerquen; teniendo presente que el auténtico significado de cada «novedad» no consiste tanto en el abandono o en la supresión del pasado, sino en acoger a Cristo y abrirse a su presencia, siempre nueva y siempre capaz de transformar, de iluminar todas las zonas de sombra y de abrir continuamente un nuevo horizonte. La nueva evangelización, entonces, parte también del confesionario. O sea, parte del misterioso encuentro entre el inagotable interrogante del hombre, signo en él del Misterio creador, y la misericordia de Dios, única respuesta adecuada a la necesidad humana de infinito. Si la celebración del sacramento de la Reconciliación es así, si en ella los fieles experimentan realmente la misericordia que Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, nos ha donado, entonces se convertirán en testigos creíbles de esa santidad, que es la finalidad de la nueva evangelización.
Todo esto, queridos amigos, si es verdad para los fieles laicos, adquiere todavía mayor relevancia para cada uno de nosotros. El ministro del sacramento de la Reconciliación colabora en la nueva evangelización renovando él mismo, el primero, la consciencia del propio ser penitente y de la necesidad de acercarse al perdón sacramental, a fin de que se renueve el encuentro con Cristo que, iniciado con el Bautismo, ha hallado en el sacramento del Orden una configuración específica y definitiva. Este es mi deseo para cada uno de vosotros: que la novedad de Cristo sea siempre el centro y la razón de vuestra existencia sacerdotal, para que quien se encuentre con vosotros pueda proclamar, a través de vuestro ministerio, como Andrés y Juan: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn1, 41). De esta forma cada confesión, de la que cada cristiano saldrá renovado, representará un paso adelante de la nueva evangelización. Que María, Madre de misericordia, Refugio de nosotros, pecadores, y Estrella de la nueva evangelización acompañe nuestro camino. Os doy las gracias de corazón y de buen grado os imparto mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL
DE ESTADOS UNIDOS EN VISITA «AD LIMINA»

Viernes 9 de Marzo de 2012

Queridos hermanos en el episcopado:
Os saludo a todos con afecto fraterno con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum. Como sabéis, este año deseo reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos de la evangelización de la cultura estadounidense a la luz de los desafíos intelectuales y éticos del momento presente.
En los encuentros anteriores reconocí nuestra preocupación por las amenazas contra la libertad de conciencia, de religión y de culto que es preciso afrontar con urgencia para que todos los hombres y mujeres de fe, y las instituciones que animan, puedan actuar de acuerdo con sus convicciones morales más profundas. En esta ocasión quiero hablar de otra cuestión grave que me expusisteis durante mi visita pastoral a Estados Unidos, es decir, la crisis actual del matrimonio y de la familia, y más en general de la visión cristiana de la sexualidad humana. De hecho, resulta cada vez más evidente que un menor aprecio de la indisolubilidad del pacto matrimonial y el rechazo generalizado de una ética sexual responsable y madura, fundada en la práctica de la castidad, han llevado a graves problemas sociales que conllevan un coste humano y económico inmenso.
Sin embargo, como afirmó el beato Juan Pablo II, el futuro de la humanidad se fragua en la familia (cf. Familiaris consortio, 86). De hecho, «el bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio y de la familia fundada en él es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal» (Sacramentum caritatis, 29).
A este propósito, conviene mencionar en particular las poderosas corrientes políticas y culturales que tratan de alterar la definición legal del matrimonio. El esmerado esfuerzo de la Iglesia por resistir a estas presiones exige una defensa razonada del matrimonio como institución natural constituida por una comunión específica de personas, fundamentalmente arraigada en la complementariedad de los sexos y orientada a la procreación. Las diferencias sexuales no pueden considerarse irrelevantes para la definición del matrimonio. Defender la institución del matrimonio como realidad social es, en resumidas cuentas, una cuestión de justicia, pues implica la defensa del bien de toda la comunidad humana, así como de los derechos de los padres y de los hijos.
En nuestras conversaciones, algunos habéis señalado con preocupación las crecientes dificultades que se encuentran para transmitir la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia en su integridad, y la disminución del número de jóvenes que se acercan al sacramento del matrimonio. Ciertamente, debemos reconocer algunas deficiencias en la catequesis de los últimos decenios, que a veces no ha logrado comunicar la rica herencia de la doctrina católica sobre el matrimonio como institución natural elevada por Cristo a la dignidad de sacramento, la vocación de los esposos cristianos en la sociedad y en la Iglesia, y la práctica de la castidad conyugal. A esta doctrina, reafirmada con creciente claridad por el magisterio posconciliar y presentada de modo completo tanto en el Catecismo de la Iglesia católica como en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, se le debe restituir su lugar en la predicación y en la enseñanza catequística.
En la práctica, es necesario revisar atentamente los programas de preparación para el matrimonio a fin de garantizar que se concentren más en su componente catequístico y en la presentación de las responsabilidades sociales y eclesiales que implica el matrimonio cristiano. En este contexto no podemos ignorar el grave problema pastoral constituido por la generalizada práctica de la cohabitación, a menudo por parte de parejas que parecen inconscientes de que es un pecado grave, por no decir que representa un daño para la estabilidad de la sociedad. Animo vuestros esfuerzos para desarrollar normas pastorales y litúrgicas claras con vistas a una celebración digna del matrimonio, que constituyan un testimonio inequívoco de las exigencias objetivas de la moralidad cristiana, mostrando al mismo tiempo sensibilidad y solicitud por los matrimonios jóvenes.
Aquí deseo expresar también mi aprecio por los programas pastorales que estáis impulsando en vuestras diócesis y, en especial, por la clara y autorizada presentación de la doctrina de la Iglesia en vuestra Carta de 2009 «Marriage: Love and Life in the Divine Plan» («Matrimonio: amor y vida en el plan divino»). Aprecio también lo que vuestras parroquias, vuestras escuelas y vuestras instituciones caritativas hacen cada día para sostener a las familias y para ayudar a quienes se encuentran en situaciones matrimoniales difíciles, especialmente a las personas divorciadas y separadas, a los padres solos, a las madres adolescentes y a las mujeres que piensan en el aborto, así como a los niños que sufren los efectos trágicos de la desintegración familiar.
En este gran compromiso pastoral es urgentemente necesario que toda la comunidad cristiana vuelva a apreciar la virtud de la castidad. Es preciso subrayar la función integradora y liberadora de esta virtud (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 2338-2343) con una formación del corazón que presente la comprensión cristiana de la sexualidad como una fuente de libertad auténtica, de felicidad y de realización de nuestra vocación humana fundamental e innata al amor. No se trata sólo de presentar argumentos, sino también de apelar a una visión integral, coherente y edificante de la sexualidad humana. La riqueza de esta visión es más sana y atractiva que las ideologías permisivas que algunos ambientes exaltan; estas ideologías, de hecho, constituyen una forma poderosa y destructiva de anti-catequesis para los jóvenes.
Los jóvenes necesitan conocer la doctrina de la Iglesia en su integridad, aunque pueda resultar ardua y vaya a contracorriente de la cultura. Y, lo que es más importante aún, necesitan verla encarnada en matrimonios fieles que den un testimonio convincente de su verdad. También es necesario sostenerlos mientras se esfuerzan por tomar decisiones sabias en un tiempo difícil y confuso de su vida. La castidad, como nos recuerda el Catecismo, implica «un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana» (n. 2339). En una sociedad que tiende cada vez más a malinterpretar e incluso a ridiculizar esta dimensión esencial de la doctrina cristiana, es necesario asegurar a los jóvenes que «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande» (Homilía en la misa de inauguración del pontificado, 24 de abril de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p. 7).
Quiero concluir recordando que, en el fondo, todos nuestros esfuerzos en este ámbito están orientados al bien de los niños, que tienen el derecho fundamental de crecer con una sana comprensión de la sexualidad y del lugar que le corresponde en las relaciones humanas. Los niños son el tesoro más grande y el futuro de toda sociedad: preocuparse verdaderamente por ellos significa reconocer nuestra responsabilidad de enseñar, defender y vivir las virtudes morales que son la clave de la realización humana. Albergo la esperanza de que la Iglesia en Estados Unidos, aunque se haya visto frenada por los acontecimientos de la última década, persevere en su misión histórica de educar a los jóvenes y así contribuir a la consolidación de la sana vida familiar que es la garantía más segura de la solidaridad intergeneracional y de la salud de la sociedad en su conjunto.
Os encomiendo ahora a vosotros y a vuestros hermanos en el episcopado, junto al rebaño que ha sido confiado a vuestra solicitud pastoral, a la amorosa intercesión de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. A todos os imparto de buen grado mi bendición apostólica como prenda de sabiduría, fortaleza y paz en el Señor.


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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Gregorio en el Celio
Sábado 10 de Marzo de 2012


Vuestra Gracia,
venerados hermanos,
queridos monjes y monjas camaldulenses,
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es motivo de gran alegría estar aquí hoy, en esta basílica de San Gregorio en el Celio para la solemne celebración vespertina en la memoria de la muerte de san Gregorio Magno. Con vosotros, queridos hermanos y hermanas de la familia camaldulense, doy gracias a Dios por los mil años de la fundación del sagrado eremitorio de Camáldoli por obra de san Romualdo. Me alegra vivamente la presencia, en esta circunstancia especial, de Su Gracia el doctor Rowan Williams, arzobispo de Canterbury. A usted, querido hermano en Cristo, a cada uno de vosotros, queridos monjes y monjas, y a todos los presentes dirijo mi cordial saludo.
Hemos escuchado dos pasajes de san Pablo. El primero, tomado de la segunda carta a los Corintios, está especialmente en sintonía con el tiempo litúrgico que estamos viviendo: la Cuaresma. De hecho, contiene la exhortación del Apóstol a aprovechar el momento favorable para acoger la gracia de Dios. El momento favorable es naturalmente aquel en que Jesucristo vino a revelarnos y donarnos el amor de Dios por nosotros, con su encarnación, pasión, muerte y resurrección. El «día de la salvación» es la realidad que san Pablo llama en otro lugar la «plenitud de los tiempos», el momento en que Dios, al encarnarse, entra de un modo totalmente singular en el tiempo y lo llena con su gracia. A nosotros corresponde, por consiguiente, acoger este don, que es Jesús mismo: su Persona, su Palabra, su Santo Espíritu. Además, igualmente en la primera lectura que hemos escuchado, san Pablo nos habla también de sí mismo y de su apostolado: de cómo él se esfuerza por ser fiel a Dios en su ministerio, para que sea verdaderamente eficaz y no se transforme en un obstáculo para la fe. Estas palabras nos hacen pensar en san Gregorio Magno, en el testimonio luminoso que dio al pueblo de Roma y a toda la Iglesia con un servicio irreprensible y lleno de celo por el Evangelio. Verdaderamente se puede aplicar también a san Gregorio lo que san Pablo escribió de sí mismo: la gracia de Dios en él no fue vana (cf. 1 Co 15, 10). En realidad, este es el secreto para la vida de cada uno de nosotros: acoger la gracia de Dios y consentir con todo el corazón y con todas las fuerzas su acción. Este es también el secreto de la verdadera alegría y de la paz profunda.
La segunda lectura, en cambio, está tomada de la carta a los Colosenses. Son las palabras —siempre tan conmovedoras por su dimensión espiritual y pastoral— que el Apóstol dirige a los miembros de esa comunidad para formarlos según el Evangelio, a fin de que todo lo que hagan, «de palabra o de obra, lo realicen en nombre del Señor Jesús» (cf. Col 3, 17). «Sed perfectos» había dicho el Maestro a sus discípulos; y ahora el Apóstol exhorta a vivir según esta alta medida de la vida cristiana que es la santidad. Puede hacerlo porque los hermanos a los que se dirige son «elegidos de Dios, santos y amados». También aquí, en la base de todo está la gracia de Dios, está el don de la llamada, el misterio del encuentro con Jesús vivo. Pero esta gracia exige la respuesta de los bautizados: requiere el compromiso de revestirse de los sentimientos de Cristo: compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, magnanimidad, perdón recíproco y, sobre todo, como síntesis y coronamiento, el agape, el amor que Dios nos ha donado mediante Jesús y que el Espíritu Santo ha derramado en nuestro corazón. Y para revestirse de Cristo es necesario que su Palabra habite entre nosotros y en nosotros con toda su riqueza, y en abundancia. En un clima de constante acción de gracias, la comunidad cristiana se alimenta de la Palabra y eleva hacia Dios, como canto de alabanza, la Palabra que él mismo nos ha donado. Y toda acción, todo gesto, todo servicio, se realiza dentro de esta relación profunda con Dios, en el movimiento interior del amor trinitario que desciende hacia nosotros y vuelve a ascender hacia Dios, movimiento que en la celebración del sacrificio eucarístico encuentra su forma más elevada.
Esta Palabra ilumina también las alegres circunstancias que nos reúnen hoy, en el nombre de san Gregorio Magno. Gracias a la fidelidad y a la benevolencia del Señor, la congregación de los monjes camaldulenses de la Orden de San Benito ha podido recorrer mil años de historia, alimentándose a diario de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, como les había enseñado su fundador san Romualdo, según el «triplex bonum» de la soledad, de la vida en común y de la evangelización. Figuras ejemplares de hombres y mujeres de Dios, como san Pedro Damián, Graciano —el autor del Decretum—, san Bruno de Querfurt y los cinco hermanos mártires, Rodolfo I y II, la beata Gherardesca, la beata Juana de Bagno y el beato Pablo Giustiniani; hombres de ciencia y de arte como fray Mauro el Cosmógrafo, Lorenzo Mónaco, Ambrogio Traversari, Pietro Delfino y Guido Grandi; historiadores ilustres como los analistas camaldulenses Giovanni Benedetto Mittarelli y Anselmo Costadoni; celosos pastores de la Iglesia, entre los que destaca el Papa Gregorio XVI, mostraron los horizontes y la gran fecundidad de la tradición camaldulense.
Cada fase de la larga historia de los camaldulenses ha contado con testigos fieles del Evangelio, no sólo en el silencio del ocultamiento y de la soledad, y en la vida común compartida con los hermanos, sino también en el servicio humilde y generoso a todos. Especialmente fecunda ha sido la acogida ofrecida por las hospederías camaldulenses. En tiempos del humanismo florentino, dentro de los muros de Camáldoli se tuvieron las famosas disputationes, en las que participaron grandes humanistas como Marsilio Ficino y Cristoforo Landino; en los años dramáticos de la segunda guerra mundial, los mismos claustros propiciaron el nacimiento del célebre «Códice de Camáldoli», una de las fuentes más significativas de la Constitución de la República italiana. No fueron menos fecundos los años del concilio Vaticano II, durante los cuales maduraron entre los camaldulenses personalidades de gran valor, que han enriquecido a la congregación y a la Iglesia, y han promovido nuevos impulsos y nuevas sedes en Estados Unidos, en Tanzania, en India y en Brasil. En todo esto era garantía de fecundidad el apoyo de los monjes y monjas que acompañaban las nuevas fundaciones con la oración constante, vivida en la intimidad de su «reclusión», alguna vez incluso hasta el heroísmo.
El 17 de septiembre de 1993, el beato Papa Juan Pablo II, al encontrarse con los monjes del sagrado eremitorio de Camáldoli, comentaba el tema de su inminente capítulo general, «Elegir la esperanza, elegir el futuro», con estas palabras: «Elegir la esperanza y el futuro significa, en resumidas cuentas, elegir a Dios… Significa elegir a Cristo, esperanza de todo hombre». Y añadía: «Eso se realiza, de manera especial, en la forma de vida que Dios mismo ha suscitado en la Iglesia, impulsando a san Romualdo para que fundara la familia benedictina de Camáldoli, con sus elementos complementarios típicos: eremitorio y monasterio, vida solitaria y vida cenobítica, coordinadas entre sí» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de octubre de 1993, p. 7). Mi beato predecesor subrayó además que «elegir a Dios quiere decir también cultivar con humildad y paciencia —es decir, aceptando los tiempos de Dios— el diálogo ecuménico e interreligioso», siempre partiendo de la fidelidad al carisma originario recibido de san Romualdo y transmitido a través de una tradición milenaria y pluriforme.
Estimulados por la visita y por las palabras del Sucesor de Pedro, los monjes y monjas camaldulenses habéis proseguido vuestro camino buscando siempre de nuevo el justo equilibrio entre el espíritu eremítico y el cenobítico, entre la exigencia de dedicaros totalmente a Dios en la soledad y la de sosteneros en la oración común y la de la acoger a los hermanos para que puedan beber en las fuentes de la vida espiritual y juzgar las vicisitudes del mundo con conciencia verdaderamente evangélica. Así tratáis de conseguir la perfecta caritas que san Gregorio Magno consideraba punto de llegada de toda manifestación de la fe, compromiso que encuentra confirmación en el lema de vuestro escudo: «Ego Vobis, Vos Mihi», síntesis de la fórmula de alianza entre Dios y su pueblo, y fuente de la vitalidad perenne de vuestro carisma.
El monasterio de San Gregorio en el Celio es el contexto romano en que celebramos el milenio de Camáldoli junto a Su Gracia el arzobispo de Canterbury que, juntamente con nosotros, reconoce este monasterio como lugar originario del vínculo entre el cristianismo en las tierras británicas y la Iglesia de Roma. Esta celebración, por consiguiente, tiene un profundo carácter ecuménico que, como sabemos, ya forma parte del espíritu camaldulense contemporáneo. Este monasterio camaldulense romano ha desarrollado con Canterbury y la Comunión anglicana, sobre todo después del concilio Vaticano II, vínculos ya tradicionales. Por tercera vez hoy el Obispo de Roma se encuentra con el arzobispo de Canterbury en la casa de san Gregorio Magno. Y es justo que sea así, porque precisamente de este monasterio el Papa Gregorio escogió a Agustín y a sus cuarenta monjes para enviarlos a llevar el Evangelio a los anglos, hace poco más de mil cuatrocientos años. La presencia constante de monjes en este lugar, y durante un tiempo tan largo, ya es en sí misma un testimonio de la fidelidad de Dios a su Iglesia, que nos sentimos felices de poder proclamar al mundo entero. El signo que realizaremos ante el santo altar donde san Gregorio mismo celebraba el sacrificio eucarístico, esperamos que permanezca no sólo como recuerdo de nuestro encuentro fraterno, sino también como estímulo para todos los fieles, tanto católicos como anglicanos, para que, al visitar en Roma los sepulcros de los santos apóstoles y mártires, renueven también el compromiso de orar constantemente y de trabajar en favor de la unidad, para vivir plenamente según el «ut unum sint» que Jesús dirigió al Padre.
Este deseo profundo, que tenemos la alegría de compartir, lo encomendamos a la celestial intercesión de san Gregorio Magno y de san Romualdo. Amén.


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