viernes, 9 de marzo de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (Mzo.4), Audiencia (Mzo.7), Homilía (Mzo.4) y Carta (Mzo.3)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 4 de Marzo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

Este domingo, el segundo de Cuaresma, se caracteriza por ser el domingo de la Transfiguración de Cristo. De hecho, durante la Cuaresma, la liturgia, después de habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto, para afrontar y superar con él las tentaciones, nos propone subir con él al «monte» de la oración, para contemplar en su rostro humano la luz gloriosa de Dios. Los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas atestiguan de modo concorde el episodio de la transfiguración de Cristo. Los elementos esenciales son dos: en primer lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a un monte alto, y allí «se transfiguró delante de ellos» (Mc 9, 2), su rostro y sus vestidos irradiaron una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y, en segundo lugar, una nube envolvió la cumbre del monte y de ella salió una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo» (Mc 9, 7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre celestial que da testimonio de él y manda escucharlo.
El misterio de la Transfiguración no se debe separar del contexto del camino que Jesús está recorriendo. Ya se ha dirigido decididamente hacia el cumplimiento de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar por la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales sin embargo no han entendido; más aun, han rechazado esta perspectiva porque no piensan como Dios, sino como los hombres (cf. Mt 16, 23). Por eso Jesús lleva consigo a tres de ellos al monte y les revela su gloria divina, esplendor de Verdad y de Amor. Jesús quiere que esta luz ilumine sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, cuando el escándalo de la cruz sea insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en él. Así, después de este episodio, él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una expresión muy bella. Dice: «Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón" (Sermo 78, 2: pl 38, 490).
Queridos hermanos y hermanas, todos necesitamos luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz viene de Dios, y nos la da Cristo, en quien habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9). Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen María, nuestra guía en el camino de la fe, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo de la Cuaresma, encontrando cada día algún momento para orar en silencio y para escuchar la Palabra de Dios.


Después del Ángelus

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes de Ibiza, Santa Eulalia y Formentera que se preparan para recibir la Confirmación, así como a los grupos parroquiales de Sevilla y Madrid. El momento de la transfiguración del Señor, que nos relata el Evangelio de hoy, es una invitación a poner los ojos en el esplendor de la gloria divina, que Jesús nos ha traído y hacia la cual hemos de caminar, siguiendo sus palabras y su ejemplo. Que, en este tiempo de Cuaresma, todos nos sintamos animados por la gloria de la Pascua, y fortalecidos por la Palabra de Dios en el camino de conversión para llegar a ella. Feliz domingo.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro 
Miércoles 7 de Marzo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
En una serie de catequesis anteriores hablé de la oración de Jesús y no quiero concluir esta reflexión sin detenerme brevemente sobre el tema del silencio de Jesús, tan importante en la relación con Dios.
En la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini hice referencia al papel que asume el silencio en la vida de Jesús, sobre todo en el Gólgota: «Aquí nos encontramos ante el “Mensaje de la cruz” (1 Co 1, 18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha “dicho” hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí» (n. 12). Ante este silencio de la cruz, san Máximo el Confesor pone en labios de la Madre de Dios la siguiente expresión: «Está sin palabra la Palabra del Padre, que hizo a toda criatura que habla; sin vida están los ojos apagados de aquel a cuya palabra y ademán se mueve todo lo que tiene vida» (La vida de María, n. 89: Testi mariani del primo millennio, 2, Roma 1989, p. 253).
La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que revela también que Dios habla a través del silencio: «El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado por este silencio: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento de pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a él: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc 23, 46)» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 21). La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que ora y del culmen de la oración: después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos considerar también el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.
La dinámica de palabra y silencio, que marca la oración de Jesús en toda su existencia terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones.
La primera es la que se refiere a la acogida de la Palabra de Dios. Es necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar esa Palabra. Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. En efecto, en nuestra época no se favorece el recogimiento; es más, a veces da la impresión de que se siente miedo de apartarse, incluso por un instante, del río de palabras y de imágenes que marcan y llenan las jornadas. Por ello, en la ya mencionada exhortación Verbum Domini recordé la necesidad de educarnos en el valor del silencio: «Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente» (n. 66). Este principio —que sin silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra— es válido sobre todo para la oración personal, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, las liturgias deben tener también momentos de silencio y de acogida no verbal. Nunca pierde valor la observación de san Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt - «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (cf. Sermo 288, 5: pl 38, 1307; Sermo 120, 2: pl 38, 677). Los Evangelios muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas, se retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso de los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios.
Además, hay también una segunda relación importante del silencio con la oración. En efecto, no sólo existe nuestro silencio para disponernos a la escucha de la Palabra de Dios. A menudo, en nuestra oración, nos encontramos ante el silencio de Dios, experimentamos una especie de abandono, nos parece que Dios no escucha y no responde. Pero este silencio de Dios, como le sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. En la Biblia, la experiencia de Job es especialmente significativa a este respecto. Este hombre en poco tiempo lo pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud. Parece que Dios tiene hacia él una actitud de abandono, de silencio total. Sin embargo Job, en su relación con Dios, habla con Dios, grita a Dios; en su oración, no obstante todo, conserva intacta su fe y, al final, descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. Y así, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5): todos nosotros casi conocemos a Dios sólo de oídas y cuanto más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más comenzamos a conocerlo realmente. Esta confianza extrema que se abre al encuentro profundo con Dios maduró en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo no porque puedes darme el paraíso o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú.
Encaminándonos a la conclusión de las reflexiones sobre la oración de Jesús, vuelven a la mente algunas enseñanzas del Catecismo de la Iglesia católica: «El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la santidad de Jesús nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándolo a él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria» (n. 2598). ¿Cómo nos enseña Jesús a rezar? En el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica encontramos una respuesta clara: «Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro» —ciertamente el acto central de la enseñanza de cómo rezar—, «sino también cuando él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación» (n. 544).
Recorriendo los Evangelios hemos visto cómo el Señor, en nuestra oración, es interlocutor, amigo, testigo y maestro. En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a interpretar nuestra vida, a tomar nuestras decisiones, a reconocer y acoger nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir cada día su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia.
A nosotros, con frecuencia preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que conseguimos, la oración de Jesús nos indica que necesitamos detenernos, vivir momentos de intimidad con Dios, «apartándonos» del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a la «raíz» que sostiene y alimenta la vida. Uno de los momentos más bellos de la oración de Jesús es precisamente cuando él, para afrontar enfermedades, malestares y límites de sus interlocutores, se dirige a su Padre en oración y, de este modo, enseña a quien está a su alrededor dónde es necesario buscar la fuente para tener esperanza y salvación. Ya recordé, como ejemplo conmovedor, la oración de Jesús ante la tumba de Lázaro. El evangelista san Juan relata: «Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”» (Jn 11, 41-43). Pero Jesús alcanza el punto más alto de profundidad en la oración al Padre en el momento de la pasión y de la muerte, cuando pronuncia el «sí» extremo al proyecto de Dios y muestra cómo la voluntad humana encuentra su realización precisamente en la adhesión plena a la voluntad divina y no en la contraposición. En la oración de Jesús, en su grito al Padre en la cruz, confluyen «todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación... He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia católica, 2606).
Queridos hermanos y hermanas, pidamos con confianza al Señor vivir el camino de nuestra oración filial, aprendiendo cada día del Hijo Unigénito, que se hizo hombre por nosotros, cómo debe ser nuestro modo de dirigirnos a Dios. Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana en general, valen también para nuestra oración: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).
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Saludo del Santo Padre al Sínodo de los armenios

Queridos hermanos y hermanas, deseo ahora saludar, con fraterno afecto, a Su Beatitud Nerses Bedros XIX Tarmouni, Patriarca de Cilicia de los armenios católicos, y a los obispos llegados a Roma de varios continentes para la celebración del Sínodo. Les expreso sincera gratitud por la fidelidad al patrimonio de su venerable tradición cristiana y al Sucesor del apóstol Pedro, fidelidad que siempre los ha sostenido en las innumerables pruebas de la historia. Acompaño con la oración ferviente y con la bendición apostólica los trabajos sinodales, deseando que favorezcan aún más la comunión y el entendimiento entre los pastores, de forma que sepan guiar con renovado impulso evangélico a los católicos armenios por los senderos de un generoso y alegre testimonio de Cristo y de la Iglesia. Encomendando el Sínodo Armenio a la materna intercesión de la santísima Madre de Dios, extiendo mi pensamiento orante a las regiones de Oriente Medio, animando a todos los pastores y fieles a perseverar con esperanza en los graves sufrimientos que afligen a esas queridas poblaciones. Que el Señor os bendiga.

Saludos

Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los peregrinos de la Diócesis de Ciudad Obregón, así como a los provenientes de España y Latinoamérica. Invito a todos a aprender de Cristo el modo que tiene de dirigirse a Dios, para comprender mejor su voluntad y así llevarla a la práctica. Muchas gracias.

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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
DE SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE, EN TORRINO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 
Domingo 4 de Marzo de 2012

Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de San Juan Bautista de la Salle:

En primer lugar, quiero decir, con todo mi corazón, gracias por esta acogida tan cordial, calurosa. Gracias al buen párroco por sus hermosas palabras; gracias por este espíritu de familiaridad que encuentro. Somos realmente familia de Dios, y el hecho de que veis en el Papa también al papá, es para mí algo muy hermoso, que me anima. Pero ahora debemos pensar que tampoco el Papa es la última instancia: la última instancia es el Señor y miramos al Señor para percibir, para captar —en la medida de lo posible— algo del mensaje de este segundo domingo de Cuaresma.
La liturgia de este día nos prepara sea para el misterio de la Pasión —como escuchamos en la primera lectura— sea para la alegría de la Resurrección.
La primera lectura nos refiere el episodio en el que Dios pone a prueba a Abrahán (cf. Gn 22, 1-18). Abrahán tenía un hijo único, Isaac, que le nació en la vejez. Era el hijo de la promesa, el hijo que debería llevar luego la salvación también a los pueblos. Pero un día Abrahán recibe de Dios la orden de ofrecerlo en sacrificio. El anciano patriarca se encuentra ante la perspectiva de un sacrificio que para él, padre, es ciertamente el mayor que se pueda imaginar. Sin embargo, no duda ni siquiera un instante y, después de preparar lo necesario, parte junto con Isaac hacia el lugar establecido. Y podemos imaginar esta caminata hacia la cima del monte, lo que sucedió en su corazón y en el corazón de su hijo. Construye un altar, coloca la leña y, después de atar al muchacho, aferra el cuchillo para inmolarlo. Abrahán se fía de Dios hasta tal punto que está dispuesto incluso a sacrificar a su propio hijo y, juntamente con el hijo, su futuro, porque sin ese hijo la promesa de la tierra no servía para nada, acabaría en la nada. Y sacrificando a su hijo se sacrifica a sí mismo, todo su futuro, toda la promesa. Es realmente un acto de fe radicalísimo. En ese momento lo detiene una orden de lo alto: Dios no quiere la muerte, sino la vida; el verdadero sacrificio no da muerte, sino que es la vida, y la obediencia de Abrahán se convierte en fuente de una inmensa bendición hasta hoy. Dejemos esto, pero podemos meditar este misterio.
En la segunda lectura, san Pablo afirma que Dios mismo realizó un sacrificio: nos dio a su propio Hijo, lo donó en la cruz para vencer el pecado y la muerte, para vencer al maligno y para superar toda la malicia que existe en el mundo. Y esta extraordinaria misericordia de Dios suscita la admiración del Apóstol y una profunda confianza en la fuerza del amor de Dios a nosotros; de hecho, san Pablo afirma: «[Dios], que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (Rm 8, 32). Si Dios se da a sí mismo en el Hijo, nos da todo. Y san Pablo insiste en la potencia del sacrificio redentor de Cristo contra cualquier otro poder que pueda amenazar nuestra vida. Se pregunta: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió; más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?» (vv. 33-34). Nosotros estamos en el corazón de Dios; esta es nuestra gran confianza. Esto crea amor y en el amor vamos hacia Dios. Si Dios ha entregado a su propio Hijo por todos nosotros, nadie podrá acusarnos, nadie podrá condenarnos, nadie podrá separarnos de su inmenso amor. Precisamente el sacrificio supremo de amor en la cruz, que el Hijo de Dios aceptó y eligió voluntariamente, se convierte en fuente de nuestra justificación, de nuestra salvación. Y pensemos que en la Sagrada Eucaristía siempre está presente este acto del Señor, que en su corazón permanece por toda la eternidad, y este acto de su corazón nos atrae, nos une a él.
Por último, el Evangelio nos habla del episodio de la Transfiguración (cf. Mc 9, 2-10): Jesús se manifiesta en su gloria antes del sacrificio de la cruz y Dios Padre lo proclama su Hijo predilecto, el amado, e invita a los discípulos a escucharlo. Jesús sube a un monte alto y toma consigo a tres apóstoles —Pedro, Santiago y Juan—, que estarán especialmente cercanos a él en la agonía extrema, en otro monte, el de los Olivos. Poco tiempo antes el Señor había anunciado su pasión y Pedro no había logrado comprender por qué el Señor, el Hijo de Dios, hablaba de sufrimiento, de rechazo, de muerte, de cruz; más aún, se había opuesto decididamente a esta perspectiva. Ahora Jesús toma consigo a los tres discípulos para ayudarlos a comprender que el camino para llegar a la gloria, el camino del amor luminoso que vence las tinieblas, pasa por la entrega total de sí mismo, pasa por el escándalo de la cruz. Y el Señor debe tomar consigo, siempre de nuevo, también a nosotros, al menos para comenzar a comprender que este es el camino necesario. La transfiguración es un momento anticipado de luz que nos ayuda también a nosotros a contemplar la pasión de Jesús con una mirada de fe. La pasión de Jesús es un misterio de sufrimiento, pero también es la «bienaventurada pasión» porque en su núcleo es un misterio de amor extraordinario de Dios; es el éxodo definitivo que nos abre la puerta hacia la libertad y la novedad de la Resurrección, de la salvación del mal. Tenemos necesidad de ella en nuestro camino diario, a menudo marcado también por la oscuridad del mal.
Queridos hermanos y hermanas, como ya he dicho, me alegra mucho estar en medio de vosotros, hoy, para celebrar el Día del Señor. Saludo cordialmente al cardenal vicario, al obispo auxiliar del sector, a vuestro párroco, don Giampaolo Perugini, a quien agradezco, una vez más, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros y también los gratos regalos que me habéis ofrecido. Saludo a los vicarios parroquiales. Y saludo a las Hermanas Franciscanas Misioneras del Corazón Inmaculado de María, presentes aquí desde hace muchos años, particularmente beneméritas para la vida de esta parroquia, que encontró una pronta y generosa hospitalidad en su casa durante los primeros tres años de vida. Extiendo luego mi saludo a los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que naturalmente sienten afecto por esta iglesia parroquial que lleva el nombre de su fundador. Saludo, asimismo, a todos los que colaboran en el ámbito de la parroquia: me refiero a los catequistas, a los miembros de las asociaciones y de los movimientos, así como de los distintos grupos parroquiales. Por último, quiero extender mi saludo a todos los habitantes del barrio, especialmente a los ancianos, a los enfermos, a las personas solas y a las que atraviesan dificultades.
Al venir hoy entre vosotros, he notado la posición particular de esta iglesia, situada en el punto más alto del barrio, y dotada de un campanario enhiesto, casi como un dedo o una flecha hacia el cielo. Me parece que esta es una indicación importante: como los tres Apóstoles del Evangelio, también nosotros necesitamos subir al monte de la Transfiguración para recibir la luz de Dios, para que su rostro ilumine nuestro rostro. Y es en la oración personal y comunitaria donde encontramos al Señor, no como una idea, o como una propuesta moral, sino como una Persona que quiere entrar en relación con nosotros, que quiere ser amigo y renovar nuestra vida para hacerla como la suya. Y este encuentro no es sólo un hecho personal; esta iglesia vuestra, situada en el punto más alto del barrio, os recuerda que el Evangelio debe ser comunicado, anunciado a todos. No esperemos que otros vengan a traer mensajes diversos, que no llevan a la verdadera vida; convertíos vosotros mismos en misioneros de Cristo para los hermanos en los lugares donde viven, trabajan, estudian o sólo pasan el tiempo libre. Conozco las numerosas y significativas obras de evangelización que estáis llevando a cabo, especialmente a través del oratorio llamado «Estrella polar» —me alegra llevar también esta camiseta [la camiseta del oratorio]— donde, gracias al voluntariado de personas competentes y generosas, y con la participación de las familias, se fomenta el encuentro de muchachos en actividades deportivas, pero sin descuidar la formación cultural, a través del arte y la música, y sobre todo se educa en la relación con Dios, en los valores cristianos y en una participación cada vez más consciente en la celebración eucarística dominical.
Me alegra que el sentido de pertenencia a la comunidad parroquial haya ido madurando y consolidándose cada vez más a lo largo de los años. La fe se debe vivir juntamente y la parroquia es un lugar donde se aprende a vivir la propia fe en el «nosotros» de la Iglesia. Y deseo animaros a que crezca también la corresponsabilidad pastoral, en una perspectiva de auténtica comunión entre todas las realidades presentes, que están llamadas a caminar juntas, a vivir la complementariedad en la diversidad, a testimoniar el «nosotros» de la Iglesia, de la familia de Dios. Conozco el empeño que ponéis en la preparación de los muchachos y los jóvenes para los sacramentos de la vida cristiana. El próximo «Año de la fe» debe ser para esta parroquia una ocasión propicia también para aumentar y consolidar la experiencia de la catequesis sobre las grandes verdades de la fe cristiana, de modo que permita a todo el barrio conocer y profundizar el Credo de la Iglesia, y superar el «analfabetismo religioso», que es uno de los mayores problemas de nuestro tiempo.
Queridos amigos, vuestra comunidad es joven —se ve—; está formada por familias jóvenes, y gracias a Dios son muchos los niños y muchachos que la pueblan. A este respecto, quiero recordar la misión de la familia, y de toda la comunidad cristiana, de educar en la fe, con la ayuda del tema de este año pastoral, de las orientaciones pastorales propuestas por la Conferencia episcopal italiana, y sin olvidar la profunda y siempre actual enseñanza de san Juan Bautista de la Salle. En especial, queridas familias, vosotras sois el ambiente de vida en donde se dan los primeros pasos en la fe; sed comunidades donde se aprenda a conocer y amar cada vez más al Señor, comunidades donde se dé un enriquecimiento mutuo para vivir una fe verdaderamente adulta.
Por último, quiero recordaros a todos la importancia y la centralidad de la Eucaristía en la vida personal y comunitaria. La santa misa debe estar en el centro de vuestro Domingo, que es preciso redescubrir y vivir como día de Dios y de la comunidad, día en el cual alabar y celebrar a Aquel que murió y resucitó por nuestra salvación, día en el cual vivir juntos en la alegría de una comunidad abierta y dispuesta a acoger a toda persona sola o en dificultades. Reunidos en torno a la Eucaristía, de hecho, percibimos más fácilmente que la misión de toda comunidad cristiana consiste en llevar el mensaje del amor de Dios a todos los hombres. Precisamente por eso es importante que la Eucaristía esté siempre en el corazón de la vida de los fieles, como lo está hoy.
Queridos hermanos y hermanas, desde el Tabor, el monte de la Transfiguración, el itinerario cuaresmal nos conduce hasta el Gólgota, monte del supremo sacrificio de amor del único Sacerdote de la alianza nueva y eterna. En ese sacrificio se encierra la mayor fuerza de transformación del hombre y de la historia. Asumiendo sobre sí todas las consecuencias del mal y del pecado, Jesús resucitó al tercer día como vencedor de la muerte y del Maligno. La Cuaresma nos prepara para participar personalmente en este gran misterio de la fe, que celebraremos en el Triduo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Encomendemos a la Virgen María nuestro camino cuaresmal, así como el de toda la Iglesia. Ella, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz, nos ayude a ser discípulos fieles de Cristo, cristianos maduros, para poder participar juntamente con ella en la plenitud de la alegría pascual. Amén.

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CARTA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI 
AL CARDENAL LAURENT MOSENGWO PASINYA,
PREDICADOR DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

Al venerado hermano 
Cardenal Laurent Monsengwo Pasinya 
Arzobispo de Kinshasa

Al final de la semana de ejercicios espirituales durante los cuales usted propuso las meditaciones sobre el tema de la comunión con Dios, deseo expresarle, venerado hermano, mi cordial gratitud por el valioso servicio que nos prestó a mí y a mis colaboradores.
Comentando algunos pasajes de la primera Carta de san Juan, usted nos guió en un itinerario de redescubrimiento del misterio de comunión en el que estamos insertados desde nuestro Bautismo. También gracias a este recorrido que usted marcó sabiamente, el silencio y la oración de estos días, de modo especial la adoración eucarística, estuvieron impregnados de profundo agradecimiento a Dios por el «gran amor» (1 Jn 3, 1) que nos ha dado y con el que nos ha unido a sí mismo en una relación filial, que desde ahora constituye nuestra más profunda realidad y que se manifestará plenamente cuando «al contemplarlo (…) seremos (…) semejantes a [él]» (Misal romano, Plegaria eucarística III).
Un motivo de particular alegría fue para mí poder percibir en su misma presencia, y en su estilo, venerado hermano, el peculiar testimonio de fe de la Iglesia que cree, espera y ama en el continente africano: un patrimonio espiritual que constituye una gran riqueza para todo el pueblo de Dios y para el mundo entero, especialmente en la perspectiva de la nueva evangelización. Como hijo de la Iglesia en África, usted nos hizo experimentar una vez más aquel intercambio de dones que es uno de los aspectos más hermosos de la comunión eclesial, en la que la variedad de las proveniencias geográficas y culturales logra expresarse de manera sinfónica en la unidad del Cuerpo místico.
A la vez que invoco sobre usted, querido hermano, la abundancia de las recompensas divinas y le expreso mis mejores deseos para su arduo ministerio, de corazón le imparto una bendición apostólica especial, que de buen grado extiendo a los sacerdotes y a los fieles encomendados a su solicitud pastoral.

Vaticano, 3 de Marzo de 2102
BENEDICTO XVI

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