viernes, 2 de marzo de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (Feb.26), Discursos (Feb.25 y 24)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 26 de Febrero de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

En este primer domingo de Cuaresma encontramos a Jesús, quien, tras haber recibido el bautismo en el río Jordán por Juan el Bautista (cf. Mc 1, 9), sufre la tentación en el desierto (cf. Mc 1, 12-13). La narración de san Marcos es concisa, carente de los detalles que leemos en los otros dos evangelios de Mateo y de Lucas. El desierto del que se habla tiene varios significados. Puede indicar el estado de abandono y de soledad, el «lugar» de la debilidad del hombre donde no existen apoyos ni seguridades, donde la tentación se hace más fuerte. Pero puede también indicar un lugar de refugio y de amparo —como lo fue para el pueblo de Israel en fuga de la esclavitud egipcia— en el que se puede experimentar de modo particular la presencia de Dios. Jesús «se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás» (Mc 1, 13). San León Magno comenta que «el Señor quiso sufrir el ataque del tentador para defendernos con su ayuda y para instruirnos con su ejemplo» (Tractatus XXXIX, 3 De ieiunio quadragesimae: ccl 138/a, Turnholti 1973, 214-215).
¿Qué puede enseñarnos este episodio? Como leemos en el libro de la Imitación de Cristo, «el hombre jamás está del todo exento de las tentaciones mientras vive... pero es con la paciencia y con la verdadera humildad como nos haremos más fuertes que cualquier enemigo» (Liber I, c. XIII, Ciudad del Vaticano 1982, 37); con la paciencia y la humildad de seguir cada día al Señor, aprendemos a construir nuestra vida no fuera de Él y como si no existiera, sino en Él y con Él, porque es la fuente de la vida verdadera. La tentación de suprimir a Dios, de poner orden solos en uno mismo y en el mundo contando exclusivamente con las propias capacidades, está siempre presente en la historia del hombre.
Jesús proclama que «se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios» (Mc 1, 15), anuncia que en Él sucede algo nuevo: Dios se dirige al hombre de forma insospechada, con una cercanía única y concreta, llena de amor; Dios se encarna y entra en el mundo del hombre para cargar con el pecado, para vencer el mal y volver a llevar al hombre al mundo de Dios. Pero este anuncio se acompaña de la petición de corresponder a un don tan grande. Jesús, en efecto, añade: «convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15); es la invitación a tener fe en Dios y a convertir cada día nuestra vida a su voluntad, orientando hacia el bien cada una de nuestras acciones y pensamientos. El tiempo de Cuaresma es el momento propicio para renovar y fortalecer nuestra relación con Dios a través de la oración diaria, los gestos de penitencia, las obras de caridad fraterna.
Supliquemos con fervor a María santísima que acompañe nuestro camino cuaresmal con su protección y nos ayude a imprimir en nuestro corazón y en nuestra vida las palabras de Jesucristo para convertirnos a Él. Encomiendo, además, a vuestra oración la semana de ejercicios espirituales que esta tarde iniciaré con mis colaboradores de la Curia romana.


Después del Ángelus

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Hermandad de La Virgen de la Victoria, de Huelva. En el Evangelio de este primer domingo de Cuaresma, Jesús es conducido por el Espíritu al desierto «para ser tentado por el diablo». Él supera la tentación y proclama con vigor el preludio de la gran sinfonía de la redención, invitando a la conversión y a la fe. Al comenzar este santo tiempo, animo a todos a que, guiados por la fuerza de Dios, intensifiquen la oración, la penitencia y la práctica de la caridad, para así llegar victoriosos y purificados a las celebraciones pascuales. Confiemos a la Virgen María estas intenciones. Muchas gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DE LA
PONTIFICIA ACADEMIA PARA LA VIDA


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 25 de Febrero de 2012

Señores Cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de los trabajos de la XVIII asamblea general de la Academia pontificia para la vida. Os saludo y os doy las gracias a todos por vuestro generoso servicio en defensa y en favor de la vida, en particular al presidente, monseñor Ignacio Carrasco de Paula, por las palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre. El enfoque que habéis dado a vuestros trabajos manifiesta la confianza que la Iglesia ha depositado siempre en las posibilidades de la razón humana y en un trabajo científico realizado rigurosamente, que siempre tengan presente el aspecto moral. El tema que habéis elegido este año, «Diagnóstico y terapia de la infertilidad», además de tener relevancia humana y social, posee un peculiar valor científico y expresa la posibilidad concreta de un diálogo fecundo entre la dimensión ética y la investigación biomédica. En efecto, ante el problema de la infertilidad de la pareja, habéis elegido recordar y considerar atentamente la dimensión moral, buscando los caminos para una correcta evaluación diagnóstica y una terapia que corrija las causas de la infertilidad. Este enfoque no sólo nace del deseo de dar un hijo a la pareja, sino también de devolver a los esposos su fertilidad y toda la dignidad de ser responsables de sus decisiones de procreación, para ser colaboradores de Dios en la generación de un nuevo ser humano. La búsqueda de un diagnóstico y de una terapia representa el enfoque científicamente más correcto de la cuestión de la infertilidad, pero también el más respetuoso de la humanidad integral de los sujetos implicados. De hecho, la unión del hombre y de la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el matrimonio, constituye el único «lugar» digno para la llamada a la existencia de un nuevo ser humano, que siempre es un don.
Por tanto, deseo alentar la honradez intelectual de vuestro trabajo, expresión de una ciencia que mantiene vivo su espíritu de búsqueda de la verdad, al servicio del bien auténtico del hombre, y que evita el riesgo de ser una práctica meramente funcional. De hecho, la dignidad humana y cristiana de la procreación no consiste en un «producto», sino en su vínculo con el acto conyugal, expresión del amor de los esposos, de su unión no sólo biológica sino también espiritual. A este respecto, la instrucción Donum vitae nos recuerda que «el acto conyugal, por su íntima estructura, al asociar al esposo y a la esposa con un vínculo estrechísimo, los hace también idóneos para engendrar una nueva vida de acuerdo con las leyes inscritas en la naturaleza misma del varón y de la mujer» (n. 4 a). Por eso, las legítimas aspiraciones de paternidad de la pareja que sufre una condición de infertilidad deben encontrar, con la ayuda de la ciencia, una respuesta que respete plenamente su dignidad de personas y de esposos. La humildad y la precisión con que profundizáis en estas problemáticas, consideradas inusuales por algunos de vuestros colegas ante la fascinación de la tecnología de la fecundación artificial, merecen aliento y apoyo. Con ocasión del décimo aniversario de la encíclica Fides et ratio, recordé cómo «la ganancia fácil, o peor aún, la arrogancia de sustituir al Creador desempeñan, a veces, un papel determinante. Esta es una forma de hybris de la razón, que puede asumir características peligrosas para la propia humanidad» (Discurso a los participantes en el congreso internacional organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, 18 de octubre de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de noviembre de 2008, p. 6). Efectivamente, el cientificismo y la lógica del beneficio parecen dominar hoy el campo de la infertilidad y de la procreación humana, llegando a limitar también muchas otras áreas de investigación.
La Iglesia presta mucha atención al sufrimiento de las parejas con infertilidad, se preocupa por ellas y, precisamente por eso, alienta la investigación médica. Sin embargo, la ciencia no siempre es capaz de responder a los deseos de numerosas parejas. Por eso quiero recordar a los esposos que viven la condición de infertilidad, que su vocación matrimonial no se frustra por esta causa. Los esposos, por su misma vocación bautismal y matrimonial, siempre están llamados a colaborar con Dios en la creación de una humanidad nueva. En efecto, la vocación al amor es vocación a la entrega de sí, y esta es una posibilidad que ninguna condición orgánica puede impedir. Por consiguiente, donde la ciencia no encuentra una respuesta, la respuesta que ilumina viene de Cristo.
Deseo animaros a todos vosotros, aquí reunidos para estas jornadas de estudio y que a veces trabajáis en un contexto médico-científico donde la dimensión de la verdad resulta ofuscada: proseguid el camino emprendido de una ciencia intelectualmente honrada y fascinada por la búsqueda continua del bien del hombre. En vuestro itinerario intelectual no desdeñéis el diálogo con la fe. Os dirijo a vosotros la apremiante exhortación que hice en la encíclica Deus caritas est: «Para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente. (...) La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio» (n. 28). Por otra parte, precisamente la matriz cultural creada por el cristianismo —basada en la afirmación de la existencia de la Verdad y de la inteligibilidad de lo real a la luz de la Suma Verdad—, repito, la matriz cultural hizo posible en la Europa medieval el desarrollo del saber científico moderno, saber que en las culturas anteriores estaba sólo en germen.
Ilustres científicos y todos vosotros, miembros de la Academia, comprometidos a promover la vida y la dignidad de la persona humana, tened siempre presente también el papel cultural fundamental que desempeñáis en la sociedad y la influencia que tenéis en la formación de la opinión pública. Mi predecesor, el beato Juan Pablo II, recordaba que los científicos, «precisamente porque “saben más», están llamados a “servir más”» (Discurso a la Academia pontificia de ciencias, 11 de noviembre de 2002: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de noviembre de 2002, p. 7). La gente tiene confianza en vosotros, que servís a la vida; tiene confianza en vuestro compromiso en favor de quienes necesitan consuelo y esperanza. Jamás cedáis a la tentación de tratar el bien de las personas reduciéndolo a un mero problema técnico. La indiferencia de la conciencia ante la verdad y el bien representa una peligrosa amenaza para un auténtico progreso científico.
Quiero concluir renovando el deseo que el concilio Vaticano II dirigió a los hombres del pensamiento y de la ciencia: «Felices los que, poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los demás» (Mensaje a los intelectuales y a los hombres de ciencia, 8 de diciembre de 1965: AAS 58 [1966], 12). Con estos deseos os imparto a todos vosotros aquí presentes, y a vuestros seres queridos, la bendición apostólica. Gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS SOCIOS DEL CÍRCULO SAN PEDRO


Viernes 24 de Febrero de 2012

Queridos socios del Círculo de San Pedro:

Me alegra acogeros en este encuentro que tiene lugar en la cercanía de la fiesta de la Cátedra de San Pedro, circunstancia que os brinda la ocasión de manifestar la peculiar fidelidad a la Sede apostólica que, desde siempre, distingue a vuestro benemérito Círculo. Os saludo a todos con gran cordialidad. Saludo al presidente general, duque Leopoldo Torlonia, agradeciéndole las afectuosas y devotas palabras que ha querido dirigirme, interpretando los sentimientos de todos vosotros, y saludo al consiliario eclesiástico.
Acabamos de iniciar el camino cuaresmal y, como recordé en mi reciente Mensaje (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de febrero, pp. 6-7), este tiempo litúrgico nos invita a reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. La Cuaresma es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los sacramentos, nos renovemos en la fe y en el amor, tanto a nivel personal como comunitario. Es un itinerario caracterizado por la oración y la limosna, por el silencio y el ayuno, a la espera de vivir la alegría pascual. La Carta a los Hebreos nos exhorta con estas palabras: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10, 24).
Queridos amigos, hoy como ayer, el testimonio de la caridad mueve de modo particular el corazón de los hombres. La nueva evangelización, especialmente en una ciudad cosmopolita como Roma, requiere gran apertura de espíritu y sabia disponibilidad hacia todos. En este sentido, se inserta muy bien la red de intervenciones asistenciales que realizáis cada día en favor de cuantos se encuentran en dificultades. Me complace recordar la generosa obra que lleváis a cabo en los comedores, en el asilo nocturno, en la casa para familias y en el centro polifuncional, así como el testimonio silencioso, pero muy elocuente, que dais en apoyo de los enfermos y de sus familiares en el Hospice Fondazione Roma, sin olvidar el compromiso misionero en Laos y las adopciones a distancia.
Sabemos que la autenticidad de nuestra fidelidad al Evangelio también se verifica sobre la base de la atención y la solicitud concreta que nos esforzamos por manifestar al prójimo, especialmente a los más débiles y marginados. La atención al otro implica desear su bien, en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. Aunque la cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, es preciso reafirmar con fuerza que el bien existe y triunfa. Así pues, la responsabilidad hacia el prójimo significa querer y hacer el bien al otro, deseando que se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades, superando la dureza del corazón que no nos deja ver los sufrimientos de los demás. De este modo, el servicio caritativo se convierte en una forma privilegiada de evangelización, a la luz de la enseñanza de Jesús, que considerará hecho a él mismo cuanto hagamos a nuestros hermanos, especialmente a los más pequeños y abandonados (cf. Mt 25, 40). Es necesario armonizar nuestro corazón con el corazón de Cristo, para que el apoyo amoroso ofrecido a los demás se traduzca en participación y comunión consciente en sus sufrimientos y en sus esperanzas, haciendo así visible, por una parte, la misericordia infinita de Dios hacia todos los hombres, que brilla en el rostro de Cristo; y, por otra, nuestra fe en él. El encuentro con el otro y la apertura del corazón a sus necesidades son una ocasión de salvación y de bienaventuranza.
Queridos socios del Círculo de San Pedro, como todos los años, hoy habéis venido a entregarme el óbolo para la caridad del Papa que habéis recogido en las parroquias de Roma. Ese óbolo representa una ayuda concreta ofrecida al Sucesor de Pedro, para que pueda responder a las innumerables peticiones que le llegan de todas las partes del mundo, especialmente de los países más pobres. Os agradezco de corazón toda la actividad que realizáis generosamente y con espíritu de sacrificio, y que nace de vuestra fe, de la relación con el Señor cultivada cada día. Fe, caridad y testimonio deben seguir siendo las líneas directrices de vuestro apostolado. Además, ¿cómo no recordar vuestra presencia durante las celebraciones litúrgicas en la basílica de San Pedro? Esa presencia redunda principalmente en vuestro honor, puesto que con ella manifestáis la constante entrega y la fidelidad devota que os unen a la Sede del apóstol Pedro. Que el Señor os recompense y colme de bendiciones a vuestro Círculo; que ayude a cada uno de vosotros a realizar su vocación cristiana en la familia, en el trabajo y en vuestra asociación.
Queridos amigos, a la vez que os renuevo mi aprecio por el servicio que prestáis a la Iglesia, os encomiendo, juntamente con vuestras familias, a la intercesión materna de la Virgen María, Salus populi romani, y de vuestros santos protectores. Por mi parte, os aseguro mi recuerdo en la oración por vosotros, por cuantos os acompañan en las diversas iniciativas y por quienes encontráis en vuestro apostolado diario, mientras imparto con afecto a todos una especial bendición apostólica.

 
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