viernes, 14 de septiembre de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (Sept. 9 y 2), Discurso (Sept.10), Mensaje (Sept. 3), Videomensaje (Sept. 8), Homilía (Sept. 2) y Audiencia General (Sept.5)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Castelgandolfo
Domingo 9 de Septiembre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
En el centro del Evangelio de hoy (Mc 7, 31-37) hay una pequeña palabra, muy importante. Una palabra que —en su sentido profundo— resume todo el mensaje y toda la obra de Cristo. El evangelista san Marcos la menciona en la misma lengua de Jesús, en la que Jesús la pronunció, y de esta manera la sentimos aún más viva. Esta palabra es «Effetá», que significa: «ábrete». Veamos el contexto en el que está situada. Jesús estaba atravesando la región llamada «Decápolis», entre el litoral de Tiro y Sidón y Galilea; una zona, por tanto, no judía. Le llevaron a un sordomudo, para que lo curara: evidentemente la fama de Jesús se había difundido hasta allí. Jesús, apartándolo de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua; después, mirando al cielo, suspiró y dijo: «Effetá», que significa precisamente: «Ábrete». Y al momento aquel hombre comenzó a oír y a hablar correctamente (cf. Mc 7, 35). He aquí el significado histórico, literal, de esta palabra: aquel sordomudo, gracias a la intervención de Jesús, «se abrió»; antes estaba cerrado, aislado; para él era muy difícil comunicar; la curación fue para él una «apertura» a los demás y al mundo, una apertura que, partiendo de los órganos del oído y de la palabra, involucraba toda su persona y su vida: por fin podía comunicar y, por tanto, relacionarse de modo nuevo.
Pero todos sabemos que la cerrazón del hombre, su aislamiento, no depende sólo de sus órganos sensoriales. Existe una cerrazón interior, que concierne al núcleo profundo de la persona, al que la Biblia llama el «corazón». Esto es lo que Jesús vino a «abrir», a liberar, para hacernos capaces de vivir en plenitud la relación con Dios y con los demás. Por eso decía que esta pequeña palabra, «Effetá» —«ábrete»— resume en sí toda la misión de Cristo. Él se hizo hombre para que el hombre, que por el pecado se volvió interiormente sordo y mudo, sea capaz de escuchar la voz de Dios, la voz del Amor que habla a su corazón, y de esta manera aprenda a su vez a hablar el lenguaje del amor, a comunicar con Dios y con los demás. Por este motivo la palabra y el gesto del «Effetá» han sido insertados en el rito del Bautismo, como uno de los signos que explican su significado: el sacerdote, tocando la boca y los oídos del recién bautizado, dice: «Effetá», orando para que pronto pueda escuchar la Palabra de Dios y profesar la fe. Por el Bautismo, la persona humana comienza, por decirlo así, a «respirar» el Espíritu Santo, aquel que Jesús había invocado del Padre con un profundo suspiro, para curar al sordomudo.
Nos dirigimos ahora en oración a María santísima, cuya Natividad celebramos ayer. Por su singular relación con el Verbo encarnado, María está plenamente «abierta» al amor del Señor; su corazón está constantemente en escucha de su Palabra. Que su maternal intercesión nos obtenga experimentar cada día, en la fe, el milagro del «Effetá», para vivir en comunión con Dios y con los hermanos.


Después del Ángelus
Queridos peregrinos aquí presentes, o que participáis en el Ángelus a través de la radio o la televisión:
En los próximos días voy a realizar un viaje apostólico a Líbano para firmar la Exhortación apostólica postsinodal, fruto de la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos, celebrada en octubre de 2010. Tendré la feliz ocasión de encontrarme con el pueblo libanés y con sus autoridades, así como con los cristianos de ese amado país y los que acudan de los países vecinos. No ignoro la situación, a menudo dramática, que viven los habitantes de esa región, desgarrada desde hace mucho tiempo por incesantes conflictos. Comprendo la angustia de los numerosos habitantes de Oriente Medio diariamente inmersos en sufrimientos de todo tipo que afectan tristemente, y algunas veces mortalmente, a su vida personal y familiar. Pienso con preocupación en los que, buscando un espacio de paz, abandonan su vida familiar y profesional y experimentan la precariedad de los exiliados.
Aunque parezca difícil encontrar soluciones a los diferentes problemas que afligen a la región, no es posible resignarse a la violencia y a la exacerbación de las tensiones. El compromiso en favor del diálogo y la reconciliación debe ser una prioridad para todas las partes implicadas y debe ser sostenido por la comunidad internacional, cada vez más consciente de la importancia que tiene para todo el mundo una paz estable y duradera en toda la región. Mi viaje apostólico a Líbano, y por extensión a Oriente Medio en su conjunto, se sitúa en el signo de la paz, en referencia a las palabras de Cristo: «Mi paz os doy» (Jn 14, 27). Que Dios bendiga a Líbano y a Oriente Medio. Que Dios os bendiga a todos.
(En español)
Saludo a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. En el Evangelio de hoy, Jesús cura a un sordomudo. Por así decirlo, este hecho evoca el itinerario de conversión por el cual se llega a la confesión de la fe auténtica, proclamada con los labios y profesada en el corazón. Que la Virgen interceda para que nuestra fe no vacile.
Ha sido anunciado, en Colombia, en Noruega y en Cuba, un importante diálogo entre el Gobierno Colombiano y representantes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, con la participación de delegados de Venezuela y Chile, para intentar poner fin al conflicto que, por décadas, aflige a ese amado País. Espero que cuantos tomen parte en esa iniciativa se dejen guiar por la voluntad de perdón y reconciliación, en la sincera búsqueda del bien común. Muchas gracias.


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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Castelgandolfo
Domingo 2 de Septiembre de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

En la liturgia de la Palabra de este domingo destaca el tema de la Ley de Dios, de su mandamiento: un elemento esencial de la religión judía e incluso de la cristiana, donde encuentra su plenitud en el amor (cf. Rm 13, 10). La Ley de Dios es su Palabra que guía al hombre en el camino de la vida, lo libera de la esclavitud del egoísmo y lo introduce en la «tierra» de la verdadera libertad y de la vida. Por eso en la Biblia la Ley no se ve como un peso, como una limitación que oprime, sino como el don más precioso del Señor, el testimonio de su amor paterno, de su voluntad de estar cerca de su pueblo, de ser su Aliado y escribir con él una historia de amor.
El israelita piadoso reza así: «Tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras. (...) Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (Sal 119, 16.35). En el Antiguo Testamento, es Moisés quien en nombre de Dios transmite la Ley al pueblo. Él, después del largo camino por el desierto, en el umbral de la tierra prometida, proclama: «Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os enseño para que, cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar» (Dt 4, 1).
Y aquí está el problema: cuando el pueblo se establece en la tierra, y es depositario de la Ley, siente la tentación de poner su seguridad y su gozo en algo que ya no es la Palabra del Señor: en los bienes, en el poder, en otros «dioses» que en realidad son vanos, son ídolos.
Ciertamente, la Ley de Dios permanece, pero ya no es lo más importante, ya no es la regla de la vida; se convierte más bien en un revestimiento, en una cobertura, mientras que la vida sigue otros caminos, otras reglas, intereses a menudo egoístas, individuales y de grupo.
Así la religión pierde su auténtico significado, que es vivir en escucha de Dios para hacer su voluntad —que es la verdad de nuestro ser—, y así vivir bien, en la verdadera libertad, y se reduce a la práctica de costumbres secundarias, que satisfacen más bien la necesidad humana de sentirse bien con Dios. Y este es un riesgo grave para toda religión, que Jesús encontró en su tiempo, pero que se puede verificar, por desgracia, también en el cristianismo.
Por eso, las palabras de Jesús en el evangelio de hoy contra los escribas y los fariseos nos deben hacer pensar también a nosotros. Jesús hace suyas las palabras del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos» (Mc 7, 6-7; cf. Is 29, 13). Y luego concluye: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (Mc 7, 8).
También el apóstol Santiago, en su carta, pone en guardia contra el peligro de una falsa religiosidad. Escribe a los cristianos: «Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (St 1, 22). Que la Virgen María, a la que nos dirigimos ahora en oración, nos ayude a escuchar con un corazón abierto y sincero la Palabra de Dios, para que oriente todos los días nuestros pensamientos, nuestras decisiones y nuestras acciones.

Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. La liturgia de la Palabra de este domingo nos enseña que la verdadera sabiduría consiste en cumplir con sinceridad los preceptos de Dios, para con su ayuda crecer en el conocimiento y en la práctica de la virtud. Que a ejemplo de la Santísima Virgen seamos dóciles al Señor y tratemos de cumplir constantemente su voluntad, cueste lo que cueste, sin caer en el desaliento o la hipocresía. Feliz domingo.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS DE COLOMBIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»
Sala del Consistorio del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Lunes 10 de Septiembre de 2012

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con profundo gozo les doy la más cordial bienvenida a este encuentro de comunión con el Obispo de Roma y Cabeza del Colegio Episcopal. Agradezco las amables palabras de Monseñor Ricardo Tobón Restrepo, Arzobispo de Medellín, con las cuales me ha hecho presente el afecto de los obispos, presbíteros, diáconos, comunidades religiosas y fieles laicos colombianos, así como las grandes líneas de la tarea pastoral que se está llevando a cabo en sus Iglesias particulares, que peregrinan en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios (cf. Lumen gentium, 8).
2. Su visita a los sepulcros de los príncipes de los Apóstoles, como bien lo saben, constituye un momento importante para la vida de las circunscripciones eclesiásticas de las que son pastores, porque consolida los vínculos de fe y comunión que los unen al Sucesor de san Pedro y al entero cuerpo eclesial. También para el Papa esta es una ocasión de profundo significado, ya que en ella se expresa su solicitud por todas las Iglesias. Que su presencia en Roma sea, pues, una oportunidad para avivar la unidad efectiva y afectiva con el Pastor de la Iglesia Universal y también entre ustedes mismos, de modo que se intensifique en todos, y refuerce positivamente entre los fieles, aquel ideal que identifica a la comunidad eclesial desde sus inicios: «Tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).
3. La historia de Colombia está indeleblemente marcada por la profunda fe católica de sus gentes, por su amor a la Eucaristía, su devoción a la Virgen María y el testimonio de caridad de insignes pastores y laicos. El anuncio del Evangelio ha fructificado entre ustedes con abundantes vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, en la disponibilidad mostrada para la misión ad gentes, en el surgimiento de movimientos apostólicos, así como en la vitalidad pastoral de las comunidades parroquiales. Junto a esto, ustedes mismos han constatado también los efectos devastadores de una creciente secularización, que incide con fuerza en los modos de vida y trastorna la escala de valores de las personas, socavando los fundamentos mismos de la fe católica, del matrimonio, de la familia y de la moral cristiana. A este respecto, la infatigable defensa y promoción de la institución familiar sigue siendo una prioridad pastoral para ustedes. Por ello, en medio de las dificultades, les invito a no retroceder en sus esfuerzos y a seguir proclamando la verdad integral de la familia, fundada en el matrimonio como Iglesia doméstica y santuario de la vida (cf. Discurso en la clausura del V Encuentro Mundial de las Familias, Valencia, 8 de julio de 2006).
4. El Plan Global (2012 – 2020) de la Conferencia Episcopal de Colombia traza como objetivo general «promover procesos de nueva evangelización que formen discípulos misioneros, animen la comunión eclesial e incidan en la sociedad desde los valores del Evangelio» (cf. n. 5.1). Acompaño con mi oración este propósito, que ya tuve la oportunidad de comentar al inaugurar la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en Aparecida, pidiendo a Dios que, al llevarlo a cabo, los ministros de la Iglesia no se cansen de identificarse con los sentimientos de Cristo, Buen Pastor, saliendo al encuentro de todos con sus mismas entrañas de misericordia, para ofrecerles la luz de su Palabra. Así, el dinamismo de renovación interior llevará a sus compatriotas a revitalizar su amor al Señor, fuente de la que podrán surgir caminos que infundan una firme esperanza para vivir de manera responsable y gozosa la fe e irradiarla en cada ambiente (cf. Discurso Inaugural, 2).
5. Con espíritu paterno, consagren lo mejor de su ministerio a los presbíteros, diáconos y religiosos que están bajo su cuidado. Denles la atención que necesita su vida espiritual, intelectual y material, para que puedan vivir fiel y fecundamente su ministerio. Y si fuese necesaria, no ahorren con ellos la oportuna, clarificante y caritativa corrección y orientación. Pero, sobre todo, sean para ellos modelo de vida y entrega a la misión recibida de Cristo. Y no dejen de privilegiar el cultivo de las vocaciones y la formación inicial de los candidatos a las órdenes sagradas o a la vida religiosa, ayudándoles a discernir la verdad de la llamada de Dios, para que respondan a ella con generosidad y rectitud de intención. A este respecto, será oportuno que, siguiendo las orientaciones del Magisterio, propicien la revisión de los contenidos y métodos de su formación, con el deseo de que ella responda a los desafíos de la hora presente y a las necesidades y urgencias del Pueblo de Dios. Igualmente, es importante el fomento de una acertada pastoral juvenil, por medio de la cual las nuevas generaciones perciban con nitidez que Cristo las busca y desea ofrecerles su amistad (cf.Jn 15, 13-15). Él dio su vida para que tengan vida abundante, para que su corazón no se deje arrastrar por la mediocridad o por propuestas que acaban dejando el vacío y la tristeza tras de sí. Él desea ayudar a cuantos tienen el futuro por delante a realizar sus más nobles aspiraciones, para que aporten una savia fecunda a la sociedad, y así ésta avance por las sendas de la salvaguarda del medio ambiente, del ordenado progreso y la real solidaridad.
6. A pesar de algunos signos esperanzadores, la violencia continúa trayendo dolor, soledad, muerte e injusticia a muchos hermanos en Colombia. Al mismo tiempo que reconozco y agradezco la misión pastoral que, muchas veces en lugares llenos de dificultades y peligros, se está realizando en favor de tantas personas que sufren inicuamente en su amada Nación, les animo a seguir contribuyendo a la tutela de la vida humana y al cultivo de la paz, inspirándose para ello en el ejemplo de nuestro Salvador y suplicando humildemente su gracia. Siembren Evangelio y cosecharán reconciliación, sabiendo que, donde llega Cristo, la concordia se abre camino, el odio cede paso al perdón y la rivalidad se transforma en fraternidad.
7. Queridos hermanos en el Episcopado, al asegurarles una vez más mi cercanía y benevolencia, los encomiendo a cada uno de ustedes a la protección materna de María Santísima, en su advocación de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Que ella interceda por los ministros ordenados, los religiosos, las religiosas, los seminaristas, los catequistas y los fieles de cada una de sus arquidiócesis y diócesis, acrecentando en todos el deseo de amar y servir a su divino Hijo. A todos imparto de corazón una afectuosa Bendición Apostólica, prenda de copiosos favores celestiales.

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
LEÍDO DURANTE EL FUNERAL
DEL CARDENAL CARLO MARIA MARTINI
EN LA CATEDRAL DE MILÁN

Queridos hermanos y hermanas:

En este momento deseo manifestar mi cercanía, con la oración y el afecto, a toda la archidiócesis de Milán, a la Compañía de Jesús, a los familiares y a todos los que han estimado y amado al cardenal Carlo Maria Martini y han querido acompañarlo en este último viaje.
«Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105). Estas palabras del salmista pueden resumir toda la existencia de este pastor generoso y fiel de la Iglesia. Fue un hombre de Dios, que no sólo estudió la Sagrada Escritura, sino que además la amó intensamente, la convirtió en luz de su vida, para que todo fuera «ad maiorem Dei gloriam», para la mayor gloria de Dios. Y precisamente por esto fue capaz de enseñar a los creyentes y a quienes buscan la verdad que la única Palabra digna de ser escuchada, acogida y seguida es la Palabra de Dios, porque indica a todos el camino de la verdad y del amor. Lo fue con una gran apertura de espíritu, sin evitar el encuentro y el diálogo con todos, respondiendo concretamente a la invitación del Apóstol a estar «dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15). Lo fue con un espíritu de caridad pastoral profunda, según su lema episcopal, Pro veritate adversa diligere, atento a todas las situaciones, especialmente a las más difíciles, y cercano, con amor, a quienes estaban extraviados, o vivían en la pobreza y en el sufrimiento.
En una homilía de su largo ministerio al servicio de esa archidiócesis ambrosiana rezaba así: «Te pedimos, Señor, que hagas de nosotros agua de manantial para los demás, pan partido para los hermanos, luz para quienes caminan en tinieblas, vida para quienes andan en sombras de muerte. Señor, sé la vida del mundo. Señor, guíanos tú hacia tu Pascua; juntos caminaremos hacia ti, llevaremos tu cruz, gustaremos la comunión con tu resurrección. Juntamente contigo caminaremos hacia la Jerusalén celestial, hacia el Padre» (Homilía del 29 de marzo de 1980).
El Señor, que guió al cardenal Carlo Maria Martini en toda su existencia, acoja a este incansable servidor del Evangelio y de la Iglesia en la Jerusalén del cielo. A todos los presentes y a quienes están de luto por su muerte, llegue el consuelo de mi bendición.
Castelgandolfo, 3 de Septiembre de 2012

BENEDICTUS PP XVI


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VÍDEO-MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA INICIATIVA
«DIEZ PLAZAS PARA DIEZ MANDAMIENTOS»

Sábado 8 de Septiembre de 2012

Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra dirigiros un cordial saludo a todos los que participáis en las plazas de varias ciudades italianas en esta catequesis sobre los Diez Mandamientos y os sumáis a la iniciativa «Cuando el Amor da sentido a tu vida...». Saludo y expreso mi agradecimiento en particular a los miembros del Movimiento eclesial Renovación en el Espíritu Santo, que han organizado esta laudable iniciativa, con el apoyo del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización y de laConferencia episcopal italiana.
El Decálogo nos remite al monte Sinaí, cuando Dios entra de modo particular en la historia del pueblo judío y, a través de este pueblo, en la historia de toda la humanidad, dando las «Diez Palabras» que manifiestan su voluntad y que son una especie de «código ético» para construir una sociedad en la que la relación de alianza con el Dios Santo y Justo ilumine y guíe las relaciones entre las personas. Y Jesús viene a dar cumplimiento a estas Palabras, elevándolas y resumiéndolas en el doble mandamiento del amor: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente... Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Mt 22, 37-40).
Pero, preguntémonos: ¿qué sentido tienen para nosotros estas Diez Palabras en el actual contexto cultural, en el que se corre el riesgo de que el laicismo y el relativismo se conviertan en los criterios de toda decisión, y en esta sociedad que parece vivir como si Dios no existiese? Nosotros respondemos que Dios nos ha dado los Mandamiento para educarnos en la verdadera libertad y en el amor auténtico, de modo que podamos ser realmente felices. Son un signo del amor de Dios Padre, de su deseo de enseñarnos a distinguir correctamente el bien del mal, lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto. Todos los pueden comprender y, precisamente porque fijan los valores fundamentales en normas y reglas concretas, al ponerlos en práctica el hombre puede recorrer el camino de la verdadera libertad, que lo consolida en el camino que lleva a la vida y a la felicidad. Al contrario, cuando en su existencia el hombre ignora los Mandamientos, no sólo se aliena de Dios y abandona la alianza con él, sino que también se aleja de la vida y de la felicidad duradera. El hombre abandonado a sí mismo, indiferente hacia Dios, orgulloso de su propia autonomía absoluta, acaba por seguir los ídolos del egoísmo, del poder, del dominio, contaminando las relaciones consigo mismo y con los demás, y recorriendo sendas no de vida, sino de muerte. Las tristes experiencias de la historia, sobre todo del siglo pasado, siguen siendo una advertencia para toda la humanidad.
«Cuando el Amor da sentido a tu vida...». Jesús lleva a plenitud el camino de los Mandamientos con su cruz y su resurrección; lleva a superar radicalmente el egoísmo, el pecado y la muerte, con la entrega de sí mismo por amor. Sólo la acogida del amor infinito de Dios, el tener confianza en él, el seguir el camino que él ha trazado, da sentido profundo a la vida y abre a un futuro de esperanza.
Queridos amigos, deseo que esta iniciativa suscite un renovado compromiso de testimoniar que el camino del amor trazado por los Mandamientos y perfeccionado por Cristo es el único capaz de hacer que nuestra vida, y la de los demás, la de nuestras comunidades, sea más plena, mejor y más feliz. Que la Virgen María acompañe este camino. Os imparto mi bendición.

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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA MISA CON SUS EX-ALUMNOS


Castelgandolfo
Domingo 2 de Septiembre de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Siguen resonando profundamente en mí las palabras con las que, hace tres años, el cardenal Schönborn nos hizo la exégesis de este Evangelio: la misteriosa correlación de lo interior con lo exterior; y lo que hace impuro al hombre, lo que lo contamina, y lo que es puro. Por eso, hoy no quiero hacer yo también la exégesis de este mismo Evangelio, o la haré sólo marginalmente. En cambio, comentaré brevemente las dos lecturas.
En el Deuteronomio vemos la «alegría de la ley»: ley no como atadura, como algo que nos quita la libertad, sino como regalo y don. Cuando los demás pueblos miren a este gran pueblo —así dice la lectura, así dice Moisés—, entonces dirán: ¡Qué pueblo tan sabio! Admirarán la sabiduría de este pueblo, la equidad de la ley y la cercanía del Dios que está a su lado y que le responde cuando lo llama. Esta es la alegría humilde de Israel: recibir un don de Dios. Esto es muy distinto del triunfalismo, del orgullo de lo que viene de sí mismos: Israel no se siente orgulloso de su propia ley como podía estarlo Roma del derecho romano como don a la humanidad; ni como Francia, tal vez orgullosa del «Código Napoleón»; ni como Prusia, orgullosa del «Preußisches Landrecht», etc., obras del derecho que reconocemos.
Israel sabe bien que su ley no la ha hecho él mismo; no es fruto de su genialidad, sino que es don. Dios le ha mostrado qué es el derecho. Dios le ha dado sabiduría. La ley es sabiduría. Sabiduría es el arte de ser hombres, el arte de poder vivir bien y de poder morir bien. Y sólo se puede vivir y morir bien cuando se ha recibido la verdad y cuando la verdad nos indica el camino. Estar agradecidos por el don que no hemos inventado nosotros, sino que nos ha sido dado, y vivir en la sabiduría; aprender, gracias al don de Dios, a ser hombres de un modo recto.
El Evangelio, sin embargo, nos muestra que existe también un peligro, como también se dice directamente al inicio del pasaje de hoy del Deuteronomio: «no añadir ni quitar nada». Nos enseña que, con el paso del tiempo, al don de Dios se fueron añadiendo aplicaciones, obras, costumbres humanas que, al crecer, ocultan lo que es propio de la sabiduría regalada por Dios, hasta el punto de convertirse en auténtica atadura, que es preciso romper, o de llevar a la presunción: nosotros lo hemos inventado.
Pasemos ahora a nosotros, a la Iglesia. De hecho, según nuestra fe, la Iglesia es el Israel que ha llegado a ser universal, en el que todos, a través del Señor, llegan a ser hijos de Abraham; el Israel que ha llegado a ser universal, en el que persiste el núcleo esencial de la ley, sin las contingencias del tiempo y del pueblo. Este núcleo es sencillamente Cristo mismo, el amor de Dios a nosotros y nuestro amor a él y a los hombres. Él es la Tora viviente, es el don de Dios para nosotros, en el que ahora todos recibimos la sabiduría de Dios. Estando unidos a Cristo, caminando con él, viviendo con él, aprendemos cómo ser hombres de modo recto, recibimos la sabiduría que es verdad, sabemos vivir y morir, porque él mismo es la vida y la verdad.
Así pues, la Iglesia, como Israel, debe estar llena de gratitud y de alegría. «¿Qué pueblo puede decir que Dios está tan cerca de él? ¿Qué pueblo ha recibido este don?». No lo hemos hecho nosotros, nos ha sido dado. Alegría y gratitud por el hecho de que lo podemos conocer, de que hemos recibido la sabiduría de vivir bien, que es lo que debería caracterizar al cristiano. Así era, en efecto, en el cristianismo de los orígenes: ser liberado de las tinieblas, de andar a tientas, de la ignorancia —¿qué soy? ¿por qué existo? ¿cómo debo vivir?—; ser libre, estar en la luz, en la amplitud de la verdad. Esta era la convicción fundamental. Una gratitud que se irradiaba en el entorno y que así unía a los hombres en la Iglesia de Jesucristo.
Sin embargo, también en la Iglesia se produce el mismo fenómeno: elementos humanos se añaden y llevan o a la presunción, al así llamado triunfalismo que se gloría de sí mismo en vez de alabar a Dios, o a la atadura, que es preciso quitar, romper y destruir. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué debemos decir? Creo que nos encontramos precisamente en esta fase, en la que sólo vemos en la Iglesia lo que hemos hecho nosotros mismos, y perdemos la alegría de la fe; una fase en la que ya no creemos ni nos atrevemos a decir: él nos ha indicado quién es la verdad, qué es la verdad; nos ha mostrado qué es el hombre; nos ha donado la justicia de la vida recta. Sólo nos preocupamos de alabarnos a nosotros mismos, y tememos vernos atados por reglamentos que constituyen un obstáculo para la libertad y la novedad de la vida.
Si leemos hoy, por ejemplo, en la Carta de Santiago: «Sois generosos por medio de una palabra de verdad», ¿quién de nosotros se atrevería a alegrarse de la verdad que nos ha sido donada? Nos surge inmediatamente la pregunta: ¿cómo se puede tener la verdad? ¡Esto es intolerancia! Los conceptos de verdad y de intolerancia hoy están casi completamente fundidas entre sí; por eso ya no nos atrevemos a creer en la verdad o a hablar de la verdad. Parece lejana, algo a lo que es mejor no recurrir. Nadie puede decir «tengo la verdad» —esta es la objeción que se plantea— y, efectivamente, nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, es algo vivo. Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados por ella. Sólo permanecemos en ella si nos dejamos guiar y mover por ella; sólo está en nosotros y para nosotros si somos, con ella y en ella, peregrinos de la verdad.
Creo que debemos aprender de nuevo que «no tenemos la verdad». Del mismo modo que nadie puede decir «tengo hijos», pues no son una posesión nuestra, sino que son un don, y nos han sido dados por Dios para una misión, así no podemos decir «tengo la verdad», sino que la verdad ha venido hacia nosotros y nos impulsa. Debemos aprender a dejarnos llevar por ella, a dejarnos conducir por ella. Entonces brillará de nuevo: si ella misma nos conduce y nos penetra.
Queridos amigos, pidamos al Señor que nos conceda este don. Santiago nos dice hoy en la lectura que no debemos limitarnos a escuchar la Palabra, sino que la debemos poner en práctica. Esta es una advertencia ante la intelectualización de la fe y de la teología. En este tiempo, cuando leo tantas cosas inteligentes, tengo miedo de que se transforme en un juego del intelecto en el que «nos pasamos la pelota», en el que todo es sólo un mundo intelectual que no penetra y forma nuestra vida, y que por tanto no nos introduce en la verdad. Creo que estas palabras de Santiago se dirigen precisamente a nosotros como teólogos: no sólo escuchar, no sólo intelecto, sino también hacer, dejarse formar por la verdad, dejarse guiar por ella. Pidamos al Señor que nos suceda esto y que así la verdad sea potente sobre nosotros, y que conquiste fuerza en el mundo a través de nosotros.
La Iglesia ha puesto las palabras del Deuteronomio —«¿Dónde hay una nación tan grande que tenga unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?» (4, 7)— en el centro del Oficio divino del Corpus Christi, y así le ha dado un nuevo significado: ¿dónde hay un pueblo que tenga a su dios tan cercano como nuestro Dios lo está a nosotros? En la Eucaristía esto se ha convertido en plena realidad. Ciertamente, no es sólo un aspecto exterior: alguien puede estar cerca del Sagrario y, al mismo tiempo, estar lejos del Dios vivo. Lo que cuenta es la cercanía interior. Dios se ha hecho tan cercano a nosotros que él mismo es un hombre: esto nos debe desconcertar y sorprender siempre de nuevo. Él está tan cerca que es uno de nosotros. Conoce al ser humano, conoce el «sabor» del ser humano, lo conoce desde dentro, lo ha experimentado con sus alegrías y sus sufrimientos. Como hombre, está cerca de mí, está «al alcance de mi voz»; está tan cerca de mí que me escucha; y yo puedo saber que me oye y me escucha, aunque tal vez no como yo me lo imagino.
Dejémonos llenar de nuevo por esta alegría: ¿Dónde hay un pueblo que tenga un dios tan cercano como nuestro Dios lo está a nosotros? Tan cercano que es uno de nosotros, que me toca desde dentro. Sí, hasta el punto de que entra en mi interior en la santa Eucaristía. Un pensamiento incluso desconcertante. Sobre este proceso san Buenaventura utilizó una vez en sus oraciones de Comunión una formulación que sorprende, casi que asusta. Dice: «Señor mío, ¿cómo se te pudo ocurrir la idea de entrar en la sucia letrina de mi cuerpo?». Sí, él entra dentro de nuestra miseria, lo hace plenamente consciente, lo hace para compenetrarse con nosotros, para limpiarnos y renovarnos, a fin de que, a través de nosotros, en nosotros, la verdad se difunda en el mundo y se realice la salvación.
Pidamos perdón al Señor por nuestra indiferencia, por nuestra miseria, que nos hace pensar sólo en nosotros mismos, por nuestro egoísmo que no busca la verdad, sino que sigue su propia costumbre, y que a menudo hace que el cristianismo parezca sólo un sistema de costumbres. Pidámosle que entre con fuerza en nuestra alma, que se haga presente en nosotros y a través de nosotros, para que así la alegría nazca también en nosotros: Dios está aquí y me ama; es nuestra salvación. Amén.

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AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 5 de Septiembre de 2012


Queridos hermanos y hermanas:

Hoy después de la interrupción de las vacaciones, reanudamos las audiencias en el Vaticano, continuando en la «escuela de oración» que estoy viviendo juntamente con vosotros en estas catequesis de los miércoles.
Hoy quiero hablar de la oración en el Libro del Apocalipsis, que, como sabéis, es el último del Nuevo Testamento. Es un libro difícil, pero contiene una gran riqueza. Nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea cristiana, reunida en «el día del Señor» (Ap 1, 10): esta es, en efecto, la línea de fondo en la que se mueve el texto.
Un lector presenta a la asamblea un mensaje encomendado por el Señor al evangelista san Juan. El lector y la asamblea constituyen, por decirlo así, los dos protagonistas del desarrollo del libro; a ellos, desde el inicio, se dirige un augurio festivo: «Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía» (1, 3). Del diálogo constante entre ellos brota una sinfonía de oración, que se desarrolla con gran variedad de formas hasta la conclusión. Escuchando al lector que presenta el mensaje, escuchando y observando a la asamblea que reacciona, su oración tiende a convertirse en nuestra oración.
La primera parte del Apocalipsis (1, 4-3, 22) presenta, en la actitud de la asamblea que reza, tres fases sucesivas. La primera (1, 4-8) es un diálogo que —caso único en el Nuevo Testamento— se entabla entre la asamblea recién congregada y el lector, el cual le dirige un augurio de bendición: «Gracia y paz a vosotros» (1, 4). El lector prosigue subrayando la procedencia de este augurio: deriva de la Trinidad: del Padre, del Espíritu Santo, de Jesucristo, unidos en la realización del proyecto creativo y salvífico para la humanidad. La asamblea escucha y, cuando oye que se nombra a Jesucristo, exulta de júbilo y responde con entusiasmo, elevando la siguiente oración de alabanza: «Al que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (1, 5b-6). La asamblea, impulsada por el amor de Cristo, se siente liberada de los lazos del pecado y se proclama «reino» de Jesucristo, que pertenece totalmente a él. Reconoce la gran misión que con el Bautismo le ha sido encomendada: llevar al mundo la presencia de Dios. Y concluye su celebración de alabanza mirando de nuevo directamente a Jesús y, con entusiasmo creciente, reconoce su «gloria y poder» para salvar a la humanidad. El «amén» final concluye el himno de alabanza a Cristo. Ya estos primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicaciones para nosotros; nos dicen que nuestra oración debe ser ante todo escucha de Dios que nos habla. Agobiados por tantas palabras, estamos poco acostumbrados a escuchar, sobre todo a ponernos en la actitud interior y exterior de silencio para estar atentos a lo que Dios quiere decirnos. Esos versículos nos enseñan, además, que nuestra oración, con frecuencia sólo de petición, en cambio debe ser ante todo de alabanza a Dios por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído fuerza, esperanza y salvación.
Una nueva intervención del lector recuerda luego a la asamblea, aferrada por el amor de Cristo, el compromiso de descubrir su presencia en la propia vida. Dice así: «Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron. Por él se lamentarán todos los pueblos de la tierra» (1, 7a). Después de subir al cielo en una «nube», símbolo de la trascendencia (cf. Hch 1, 9), Jesucristo volverá tal como subió al cielo (cf. Hch 1, 11b). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta san Juan en el cuarto Evangelio, «mirarán al que traspasaron» (19, 37). Pensarán en sus propios pecados, causa de su crucifixión y, como los que asistieron directamente a ella en el Calvario, «se darán golpes de pecho» (cf. Lc 23, 48) pidiéndole perdón, para seguirlo en la vida y preparar así la comunión plena con él, después de su regreso final. La asamblea reflexiona sobre este mensaje y dice: «Sí. Amén!» (Ap 1, 7b). Expresa con su «sí» la aceptación plena de lo que se le ha comunicado y pide que eso se haga realidad. Es la oración de la asamblea, que medita en el amor de Dios manifestado de modo supremo en la cruz y pide vivir con coherencia como discípulos de Cristo. Y luego viene la respuesta de Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso» (1, 8). Dios, que se revela como el inicio y la conclusión de la historia, acepta y acoge de buen grado la petición de la asamblea. Él ha estado, está y estará presente y activo con su amor en las vicisitudes humanas, en el presente, en el futuro, como en el pasado, hasta llegar a la meta final. Esta es la promesa de Dios. Y aquí encontramos otro elemento importante: la oración constante despierta en nosotros el sentido de la presencia del Señor en nuestra vida y en la historia, y su presencia nos sostiene, nos guía y nos da una gran esperanza incluso en medio de la oscuridad de ciertas vicisitudes humanas; además, ninguna oración, ni siquiera la que se eleva en la soledad más radical, es aislarse; nunca es estéril; es la savia vital para alimentar una vida cristiana cada vez más comprometida y coherente.
La segunda fase de la oración de la asamblea (1, 9-22) profundiza ulteriormente la relación con Jesucristo: el Señor se muestra, habla, actúa; y la comunidad, cada vez más cercana a él, escucha, reacciona y acoge. En el mensaje presentado por el lector, san Juan narra su experiencia personal de encuentro con Cristo: se halla en la isla de Patmos a causa de la «Palabra de Dios y del testimonio de Jesús» (1, 9) y es el «día del Señor» (1, 10a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y san Juan es «arrebatado en el Espíritu» (1, 10a). El Espíritu Santo lo penetra y lo renueva, dilatando su capacidad de acoger a Jesús, el cual lo invita a escribir. La oración de la asamblea que escucha asume gradualmente una actitud contemplativa ritmada por los verbos «ver» y «mirar»: es decir, contempla lo que el lector le propone, interiorizándolo y haciéndolo suyo.
Juan oye «una voz potente, como de trompeta» (1, 10b): la voz le ordena enviar un mensaje «a las siete Iglesias» (1, 11) que se encuentran en Asia Menor y, a través de ellas, a todas las Iglesias de todos los tiempos, así como a sus pastores. La expresión «voz... de trompeta», tomada del libro del Éxodo (cf. 20, 18), alude a la manifestación divina a Moisés en el monte Sinaí e indica la voz de Dios, que habla desde su cielo, desde su trascendencia. Aquí se atribuye a Jesucristo resucitado, que habla desde la gloria del Padre, con la voz de Dios, a la asamblea en oración. Volviéndose «para ver la voz» (1, 12), Juan ve «siete candelabros de oro y en medio de los candelabros como un Hijo de hombre» (1, 12-13), término muy familiar para Juan, que indica a Jesús mismo. Los candelabros de oro, con sus velas encendidas, indican a la Iglesia de todos los tiempos en actitud de oración en la liturgia: Jesús resucitado, el «Hijo del hombre», se encuentra en medio de ella y, ataviado con las vestiduras del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, cumple la función sacerdotal de mediador ante el Padre. En el mensaje simbólico de san Juan, sigue una manifestación luminosa de Cristo resucitado, con las características propias de Dios, como se presentaban en el Antiguo Testamento. Se habla de «cabellos... blancos como la lana blanca, como la nieve» (1, 14), símbolo de la eternidad de Dios (cf. Dn 7, 9) y de la Resurrección. Un segundo símbolo es el del fuego, que en el Antiguo Testamento a menudo se refiere a Dios para indicar dos propiedades. La primera es la intensidad celosa de su amor, que anima su alianza con el hombre (cf. Dt 4, 24). Y esta intensidad celosa del amor es la que se lee en la mirada de Jesús resucitado: «Sus ojos eran como llama de fuego» (Ap 1, 14 b). La segunda es la capacidad irrefrenable de vencer al mal como un «fuego devorador» (Dt 9, 3). Así también los «pies» de Jesús, en camino para afrontar y destruir el mal, están incandescentes como el «bronce bruñido» (Ap 1, 15). Luego, la voz de Jesucristo, «como rumor de muchas aguas» (1, 15c), tiene el estruendo impresionante «de la gloria del Dios de Israel» que se mueve hacia Jerusalén, del que habla el profeta Ezequiel (cf. 43, 2). Siguen a continuación tres elementos simbólicos que muestran lo que Jesús resucitado está haciendo por su Iglesia: la tiene firmemente en su mano derecha —una imagen muy importante: Jesús tiene la Iglesia en su mano—, le habla con la fuerza penetrante de una espada afilada, y le muestra el esplendor de su divinidad: «Su rostro era como el sol cuando brilla en su apogeo» (Ap 1, 16). San Juan está tan arrebatado por esta estupenda experiencia del Resucitado, que se desmaya y cae como muerto.
Después de esta experiencia de revelación, el Apóstol tiene ante sí al Señor Jesús que habla con él, lo tranquiliza, le pone una mano sobre la cabeza, le revela su identidad de Crucificado resucitado y le encomienda el encargo de transmitir su mensaje a las Iglesias (cf. Ap 1, 17-18). Es hermoso ver este Dios ante el cual se desmaya y cae como muerto. Es el amigo de la vida, y le pone la mano sobre la cabeza. Y eso nos sucederá también a nosotros: somos amigos de Jesús. Luego la revelación del Dios resucitado, de Cristo resucitado, no será tremenda, sino que será el encuentro con el amigo. También la asamblea vive con san Juan el momento particular de luz ante el Señor, pero unido a la experiencia del encuentro diario con Jesús, percibiendo la riqueza del contacto con el Señor, que llena todos los espacios de la existencia.
En la tercera y última fase de la primera parte del Apocalipsis (Ap 2-3), el lector propone a la asamblea un mensaje septiforme en el que Jesús habla en primera persona. Dirigido a siete Iglesias situadas en Asia Menor en torno a Éfeso, el discurso de Jesús parte de la situación particular de cada Iglesia, para extenderse luego a las Iglesias de todos los tiempos. Jesús entra inmediatamente en lo más delicado de la situación de cada Iglesia, evidenciando luces y sombras y dirigiéndole una apremiante invitación: «Conviértete» (2, 5.16; 3, 19c); «Mantén lo que tienes» (3, 11); «haz las obras primeras» (2, 5); «Ten, pues, celo y conviértete» (3, 19b)... Esta palabra de Jesús, si se escucha con fe, comienza inmediatamente a ser eficaz: la Iglesia en oración, acogiendo la Palabra del Señor, es transformada. Todas las Iglesias deben ponerse en atenta escucha del Señor, abriéndose al Espíritu como Jesús pide con insistencia repitiendo esta orden siete veces: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (2, 7.11.17.29; 3, 6.13.22). La asamblea escucha el mensaje recibiendo un estímulo para el arrepentimiento, la conversión, la perseverancia, el crecimiento en el amor y la orientación para el camino.
Queridos amigos, el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es precisamente en la oración donde sentimos de modo cada vez más intenso la presencia de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más y mejor oramos con constancia, con intensidad, tanto más nos asemejamos a él, y él entra verdaderamente en nuestra vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, tanto más sentimos la necesidad de estar en oración con él, recibiendo serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por la atención.

Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la diócesis de Santander, acompañados por su Obispo, así como a los demás grupos provenientes de España, Argentina, Venezuela, Colombia, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a descubrir la presencia de Cristo en nuestra vida. Mientras más oremos, con constancia e intensidad, mejor nos asimilaremos a Jesús, y Él entrará en nuestra existencia y la guiará, colmándonos de alegría y paz. Muchas gracias.

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