AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de Diciembre de 2013
Miércoles 18 de Diciembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este encuentro nuestro tiene lugar en el clima
espiritual del Adviento, que se hace más intenso por la
Novena de la Santa Navidad, que estamos viviendo en
estos días y que nos conduce a las fiestas navideñas.
Por ello, hoy desearía reflexionar con vosotros sobre el
Nacimiento de Jesús, fiesta de la confianza y de la
esperanza, que supera la incertidumbre y el pesimismo. Y
la razón de nuestra esperanza es ésta: Dios está con
nosotros y Dios se fía aún de nosotros. Pero pensad bien
en esto: Dios está con nosotros y Dios se fía aún de
nosotros. Es generoso este Dios Padre. Él viene a
habitar con los hombres, elige la tierra como morada
suya para estar junto al hombre y hacerse encontrar allí
donde el hombre pasa sus días en la alegría y en el
dolor. Por lo tanto, la tierra ya no es sólo un «valle
de lágrimas», sino el lugar donde Dios mismo puso su
tienda, es el lugar del encuentro de Dios con el hombre,
de la solidaridad de Dios con los hombres.
Dios quiso compartir nuestra condición humana hasta
el punto de hacerse una cosa sola con nosotros en la
persona de Jesús, que es verdadero hombre y verdadero
Dios. Pero hay algo aún más sorprendente. La presencia
de Dios en medio de la humanidad no se realiza en un
mundo ideal, idílico, sino en este mundo real, marcado
por muchas cosas buenas y malas, marcado por divisiones,
maldad, pobreza, prepotencias y guerras. Él eligió
habitar nuestra historia así como es, con todo el peso
de sus límites y de sus dramas. Actuando así demostró de
modo insuperable su inclinación misericordiosa y llena
de amor hacia las creaturas humanas. Él es el
Dios-con-nosotros; Jesús es Dios-con-nosotros. ¿Creéis
vosotros esto? Hagamos juntos esta profesión: Jesús es
Dios-con-nosotros. Jesús es Dios-con-nosotros desde
siempre y para siempre con nosotros en los sufrimientos
y en los dolores de la historia. El nacimiento de Jesús
es la manifestación de que Dios «tomó partido» de una
vez para siempre de la parte del hombre, para salvarnos,
para levantarnos del polvo de nuestras miserias, de
nuestras dificultades, de nuestros pecados.
De aquí viene el gran «regalo» del Niño de Belén: Él
nos trae una energía espiritual, una energía que nos
ayuda a no hundirnos en nuestras fatigas, en nuestras
desesperaciones, en nuestras tristezas, porque es una
energía que caldea y transforma el corazón. El
nacimiento de Jesús, en efecto, nos trae la buena
noticia de que somos amados inmensamente y singularmente
por Dios, y este amor no sólo nos lo da a conocer, sino
que nos lo dona, nos lo comunica.
De la contemplación gozosa del misterio del Hijo de
Dios nacido por nosotros, podemos sacar dos
consideraciones.
La primera es que si en Navidad Dios se revela no
como uno que está en lo alto y que domina el universo,
sino como Aquél que se abaja, desciende sobre la tierra
pequeño y pobre, significa que para ser semejantes a Él
no debemos ponernos sobre los demás, sino, es más,
abajarnos, ponernos al servicio, hacernos pequeños con
los pequeños y pobres con los pobres. Pero es algo feo
cuando se ve a un cristiano que no quiere abajarse, que
no quiere servir. Un cristiano que se da de importante
por todos lados, es feo: ese no es cristiano, ese es
pagano. El cristiano sirve, se abaja. Obremos de manera
que estos hermanos y hermanas nuestros no se sientan
nunca solos.
La segunda consecuencia: si Dios, por medio de Jesús,
se implicó con el hombre hasta el punto de hacerse como
uno de nosotros, quiere decir que cualquier cosa que
hagamos a un hermano o a una hermana la habremos hecho a
Él. Nos lo recordó Jesús mismo: quien haya alimentado,
acogido, visitado, amado a uno de los más pequeños y de
los más pobres entre los hombres, lo habrá hecho al Hijo
de Dios.
Encomendémonos a la maternal intercesión de María,
Madre de Jesús y nuestra, para que nos ayude en esta
Santa Navidad, ya cercana, a reconocer en el rostro de
nuestro prójimo, especialmente de las personas más
débiles y marginadas, la imagen del Hijo de Dios hecho
hombre.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos provenientes de España, México, Argentina y otros países
latinoamericanos. Saludo de manera especial al equipo de fútbol de San Lorenzo,
que acaba de salir campeón el domingo pasado y ha venido a traer la copa aquí.
Muchas gracias. Confío a todos ustedes a la protección maternal de María, Madre
de Dios y Madre nuestra. Que ella los cuide y los llene de alegría y de paz.
Muchas gracias.
(En portugués)
Dentro de pocos días nuestro corazón estará invadido por la alegría del
Nacimiento del Señor. Dejando un sitio libre en la mesa de la cena de
Nochebuena, pensemos en los pobres, en quienes pasan hambre, en las personas
solas, en los sin techo, en los marginados, en los probados por la guerra y, de
modo especial, en los niños».
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Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de Diciembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera iniciar la última serie de catequesis
sobre nuestra profesión de fe, tratando la afirmación
«Creo en la vida eterna». En especial me detengo en el
juicio final. No debemos tener miedo: escuchemos lo que
nos dice la Palabra de Dios. Al respecto, leemos en el
Evangelio de Mateo: Entonces «cuando venga en su gloria
el Hijo del hombre, y todos los ángeles con Él... serán
reunidas ante Él todas las naciones. Él separará a unos
de otros, como un pastor separa las ovejas de las
cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a
su izquierda... Y estos irán al castigo eterno y los
justos a la vida eterna» (Mt 25, 31-33.46).
Cuando pensamos en el regreso de Cristo y en su juicio
final, que manifestará, hasta sus últimas consecuencias,
el bien que cada uno habrá realizado o habrá omitido
realizar durante su vida terrena, percibimos
encontrarnos ante un misterio que nos sobrepasa, que no
logramos ni siquiera imaginar. Un misterio que casi
instintivamente suscita en nosotros un sentido de temor,
y tal vez también de ansia. Sin embargo, si
reflexionamos bien sobre esta realidad, ella ensancha el
corazón de un cristiano y constituye un gran motivo de
consolación y de confianza.
Al respecto, el testimonio de las primeras
comunidades cristianas resuena más sugestivo que nunca.
Las mismas, en efecto, acompañaban las celebraciones y
las oraciones con la aclamación Maranathà, una
expresión formada por dos palabras arameas que, según
como se silabeen, se pueden entender como una súplica:
«¡Ven, Señor!», o bien como una certeza alimentada por
la fe: «Sí, el Señor viene, el Señor está cerca». Es la
exclamación en la que culmina toda la Revelación
cristiana, al término de la maravillosa contemplación
que nos ofrece el Apocalipsis de Juan (cf. Ap 22,
20). En ese caso, es la Iglesia-esposa que, en nombre de
toda la humanidad y como primicia, se dirige a Cristo,
su esposo, no viendo la hora de ser envuelta por su
abrazo: el abrazo de Jesús, que es plenitud de vida y
plenitud de amor. Así nos abraza Jesús. Si pensamos en
el juicio en esta perspectiva, todo miedo y vacilación
disminuye y deja espacio a la espera y a una profunda
alegría: será precisamente el momento en el que
finalmente seremos juzgados dispuestos para ser
revestidos de la gloria de Cristo, como con un vestido
nupcial, y ser conducidos al banquete, imagen de la
plena y definitiva comunión con Dios.
Un segundo motivo de confianza nos lo da la
constatación de que, en el momento del juicio, no
estaremos solos. Jesús mismo, en el Evangelio de
Mateo, anuncia cómo, al final de los tiempos, quienes le
hayan seguido tendrán sitio en su gloria, para juzgar
juntamente con Él (cf. Mt 19, 28). El apóstol
Pablo, luego, al escribir a la comunidad de Corinto,
afirma: «¿Habéis olvidado que los santos juzgarán el
universo? (...) Cuánto más, asuntos de la vida
cotidiana» (1 Cor 6, 2-3). Qué hermoso es saber
que en esa circunstancia, además de Cristo, nuestro
Paráclito, nuestro Abogado ante el Padre (cf. 1 Jn
2, 1), podremos contar con la intercesión y la
benevolencia de muchos hermanos y hermanas nuestros más
grandes que nos precedieron en el camino de la fe, que
ofrecieron su vida por nosotros y siguen amándonos de
modo indescriptible. Los santos ya viven en presencia de
Dios, en el esplendor de su gloria intercediendo por
nosotros que aún vivimos en la tierra. ¡Cuánto consuelo
suscita en nuestro corazón esta certeza! La Iglesia es
verdaderamente una madre y, como una mamá, busca el bien
de sus hijos, sobre todo de los más alejados y
afligidos, hasta que no encuentre su plenitud en el
cuerpo glorioso de Cristo con todos sus miembros.
Una ulterior sugestión nos llega del Evangelio de
Juan, donde se afirma explícitamente que «Dios no envió
a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que
el mundo se salve por Él. El que cree en Él no será
juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha
creído en el nombre del Unigénito de Dios» (Jn 3,
17-18). Entonces, esto significa que el juicio final
ya está en acción, comienza ahora en el curso de
nuestra existencia. Tal juicio se pronuncia en cada
instante de la vida, como confirmación de nuestra
acogida con fe de la salvación presente y operante en
Cristo, o bien de nuestra incredulidad, con la
consiguiente cerrazón en nosotros mismos. Pero si nos
cerramos al amor de Jesús, somos nosotros mismos quienes
nos condenamos. La salvación es abrirse a Jesús, y Él
nos salva. Si somos pecadores —y lo somos todos— le
pedimos perdón; y si vamos a Él con ganas de ser buenos,
el Señor nos perdona. Pero para ello debemos abrirnos al
amor de Jesús, que es más fuerte que todas las demás
cosas. El amor de Jesús es grande, el amor de Jesús es
misericordioso, el amor de Jesús perdona. Pero tú debes
abrirte, y abrirse significa arrepentirse, acusarse de
las cosas que no son buenas y que hemos hecho. El Señor
Jesús se entregó y sigue entregándose a nosotros para
colmarnos de toda la misericordia y la gracia del Padre.
Por lo tanto, podemos convertirnos, en cierto sentido,
en jueces de nosotros mismos, autocondenándonos a la
exclusión de la comunión con Dios y con los hermanos. No
nos cansemos, por lo tanto, de vigilar sobre nuestros
pensamientos y nuestras actitudes, para pregustar ya
desde ahora el calor y el esplendor del rostro de Dios
—y estó será bellísimo—, que en la vida eterna
contemplaremos en toda su plenitud.
Adelante, pensando
en este juicio que comienza ahora, ya ha comenzado.
Adelante, haciendo que nuestro corazón se abra a Jesús y
a su salvación; adelante sin miedo, porque el amor de
Jesús es más grande y si nosotros pedimos perdón por
nuestros pecados Él nos perdona. Jesús es así. Adelante,
entonces, con esta certeza, que nos conducirá a la
gloria del cielo.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos venidos de España, como la Fundación ONCE, a los que animo a seguir
desarrollando su encomiable labor, así también como a los demás grupos de
México, Bolivia, Argentina y otros países latinoamericanos. Que en este
tiempo de Adviento crezca en nosotros el deseo de acoger en nuestra vida de cada
día la gracia y la misericordia de Dios, que contemplaremos plenamente en la
vida eterna. Que Dios os bendiga.
* * *
Mensaje para
América
por la fiesta de la Virgen de Guadalupe
por la fiesta de la Virgen de Guadalupe
Mañana es la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de toda América. Con
esta ocasión, deseo saludar a los hermanos y hermanas de ese Continente, y lo
hago pensando en la Virgen de Tepeyac.
Cuando se apareció a San Juan Diego, su rostro era el de una mujer mestiza y sus
vestidos estaban llenos de símbolos de la cultura indígena. Siguiendo el ejemplo
de Jesús, María se hace cercana a sus hijos, acompaña como madre solícita su
camino, comparte las alegrías y las esperanzas, los sufrimientos y las angustias
del Pueblo de Dios, del que están llamados a formar parte todos los pueblos de
la tierra.
La aparición de la imagen de la Virgen en la tilma de Juan Diego fue un
signo profético de un abrazo, el abrazo de María a todos los habitantes de las
vastas tierras americanas, a los que ya estaban allí y a los que llegarían
después.
Este abrazo de María señaló el camino que siempre ha caracterizado a América:
ser una tierra donde pueden convivir pueblos diferentes, una tierra capaz de
respetar la vida humana en todas sus fases, desde el seno materno hasta la
vejez, capaz de acoger a los emigrantes, así como a los pueblos y a los pobres y
marginados de todas las épocas. América es una tierra generosa.
Éste es el mensaje de Nuestra Señora de Guadalupe, y éste es también mi mensaje,
el mensaje de la Iglesia. Animo a todos los habitantes del Continente americano
a tener los brazos abiertos como la Virgen María, con amor y con ternura.
Pido por todos ustedes, queridos hermanos y hermanas de toda América, y también
ustedes recen por mí. Que la alegría del Evangelio esté siempre en sus
corazones. El Señor los bendiga y la Virgen los acompañe.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de Diciembre de 2013
Miércoles 4 de Diciembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy vuelvo una vez más a la afirmación «Creo en la resurrección de la carne». Se trata de una verdad no sencilla y para nada obvia, porque, viviendo inmersos en este mundo, no es fácil comprender las realidades futuras. Pero el Evangelio nos ilumina: nuestra resurrección está estrechamente relacionada con la resurrección de Jesús. El hecho de que Él resucitó es la prueba de que existe la resurrección de los muertos. Desearía, entonces, presentar algunos aspectos referidos a la relación entre la resurrección de Cristo y nuestra resurrección. Él resucitó, y porque Él resucitó también nosotros resucitaremos.
Ante todo, la Sagrada Escritura misma contiene un camino hacia la fe plena en la resurrección de los muertos. Ésta se expresa como fe en Dios creador de todo el hombre —alma y cuerpo—, y como fe en Dios liberador, el Dios fiel a la alianza con su pueblo. El profeta Ezequiel, en una visión, contempla los sepulcros de los deportados que se vuelven a abrir y los huesos secos que vuelven a vivir gracias a la infusión de un espíritu vivificante. Esta visión expresa la esperanza en la futura «resurrección de Israel», es decir, en el renacimiento del pueblo derrotado y humillado (cf. Ez 37, 1-14).
Jesús, en el Nuevo Testamento, conduce a su realización esta revelación, y vincula la fe en la resurrección a su persona y dice: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25). En efecto, será Jesús Señor quien resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él. Jesús vino entre nosotros, se hizo hombre como nosotros en todo, menos en el pecado; de este modo nos tomó consigo en su camino de regreso al Padre. Él, el Verbo encarnado, muerto por nosotros y resucitado, dona a sus discípulos el Espíritu Santo como anticipo de la plena comunión en su Reino glorioso, que esperamos vigilantes. Esta espera es la fuente y la razón de nuestra esperanza: una esperanza que, si se cultiva y se custodia, —nuestra esperanza, si nosotros la cultivamos y la custodiamos— se convierte en luz para iluminar nuestra historia personal y también la historia comunitaria. Recordémoslo siempre: somos discípulos de Aquél que vino, que viene cada día y vendrá al final. Si lográsemos tener más presente esta realidad, estaremos menos cansados de lo cotidiano, menos prisioneros de lo efímero y más dispuestos a caminar con corazón misericordioso por el camino de la salvación.
Otro aspecto: ¿qué significa resucitar? La resurrección de todos nosotros tendrá lugar el último día, al final del mundo, por obra de la omnipotencia de Dios, quien restituirá la vida a nuestro cuerpo reuniéndolo con el alma, en virtud de la resurrección de Jesús. Ésta es la explicación fundamental: porque Jesús resucitó, nosotros resucitaremos; nosotros tenemos la esperanza en la resurrección porque Él nos abrió la puerta a esta resurrección. Y esta transformación, esta transfiguración de nuestro cuerpo se prepara en esta vida por la relación con Jesús, en los Sacramentos, especialmente en la Eucaristía. Nosotros, que en esta vida nos hemos alimentado con su Cuerpo y con su Sangre, resucitaremos como Él, con Él y por medio de Él. Como Jesús resucitó con su propio cuerpo, pero no volvió a una vida terrena, así nosotros resucitaremos con nuestros cuerpos que serán transfigurados en cuerpos gloriosos. ¡Esto no es una mentira! Esto es verdad. Nosotros creemos que Jesús resucitó, que Jesús está vivo en este momento. ¿Pero vosotros creéis que Jesús está vivo? Y si Jesús está vivo, ¿pensáis que nos dejará morir y no nos resucitará? ¡No! Él nos espera, y porque Él resucitó, la fuerza de su resurrección nos resucitará a todos nosotros.
Un último elemento: ya en esta vida tenemos en nosotros una participación en la Resurrección de Cristo. Si es verdad que Jesús nos resucitará al final de los tiempos, es también verdad que, en cierto sentido, con Él ya hemos resucitado. La vida eterna comienza ya en este momento, comienza durante toda la vida, que está orientada hacia ese momento de la resurrección final. Y ya estamos resucitados, en efecto, mediante el Bautismo, estamos integrados en la muerte y resurrección de Cristo y participamos en la vida nueva, que es su vida. Por lo tanto, en la espera del último día, tenemos en nosotros mismos una semilla de resurrección, como anticipo de la resurrección plena que recibiremos en herencia. Por ello también el cuerpo de cada uno de nosotros es resonancia de eternidad, por lo tanto, siempre se debe respetar; y, sobre todo, se ha de respetar y amar la vida de quienes sufren, para que sientan la cercanía del Reino de Dios, de la condición de vida eterna hacia la cual caminamos. Este pensamiento nos da esperanza: estamos en camino hacia la resurrección. Ver a Jesús, encontrar a Jesús: ¡ésta es nuestra alegría! Estaremos todos juntos —no aquí en la plaza, en otro sitio— pero gozosos con Jesús. ¡Éste es nuestro destino!
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, venidos de España, Argentina, Perú, Venezuela y otros países latinoamericanos. Que todos demos testimonio alegre de esa condición de vida eterna hacia la que caminamos.
Muchas gracias.
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