HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
FEBRERO 2014
Basílica Vaticana
Domingo 23 de febrero de 2014
«Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu» (Colecta).
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CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES
«Y Jesús iba delante de ellos...» (Mc 10,32)
SANTA MISA CON LOS NUEVOS CARDENALES
Basílica Vaticana
Domingo 23 de febrero de 2014
«Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu» (Colecta).
Esta oración del principio de la Misa indica una actitud
fundamental: la escucha del Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y el alma.
Con su fuerza creadora y renovadora, el Espíritu sostiene siempre la esperanza
del Pueblo de Dios en camino a lo largo de la historia, y sostiene siempre, como
Paráclito, el testimonio de los cristianos. En este momento, todos nosotros,
junto con los nuevos cardenales, queremos escuchar la voz del Espíritu, que
habla a través de las Escrituras que han sido proclamadas.
En la Primera Lectura ha resonado el llamamiento del Señor a su
pueblo: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lv
19,2). Y Jesús, en el Evangelio, replica: «Sed perfectos, como vuestro Padre
celestial es perfecto» (Mt 5,48). Estas palabras nos interpelan a todos
nosotros, discípulos del Señor; y hoy se dirigen especialmente a mí y a
vosotros, queridos hermanos cardenales, sobre todo a los que ayer habéis entrado
a formar parte del Colegio Cardenalicio. Imitar la santidad y la perfección de
Dios puede parecer una meta inalcanzable. Sin embargo, la Primera Lectura y el
Evangelio sugieren ejemplos concretos de cómo el comportamiento de Dios puede
convertirse en la regla de nuestras acciones. Pero recordemos todos,
recordemos que, sin el Espíritu Santo, nuestro esfuerzo sería vano. La
santidad cristiana no es en primer término un logro nuestro, sino fruto de la
docilidad ―querida y cultivada― al Espíritu del Dios tres veces Santo.
El Levítico dice: «No odiarás de corazón a tu hermano... No te
vengarás, ni guardarás rencor... sino que amarás a tu prójimo...» (19,17-18).
Estas actitudes nacen de la santidad de Dios. Nosotros, sin embargo,
normalmente somos tan diferentes, tan egoístas y orgullosos...; pero la
bondad y la belleza de Dios nos atraen, y el Espíritu Santo nos puede purificar,
nos puede transformar, nos puede modelar día a día. Hacer este trabajo de
conversión, conversión en el corazón, conversión que todos nosotros
–especialmente vosotros cardenales y yo– debemos hacer. ¡Conversión!
También Jesús nos habla en el Evangelio de la santidad, y nos
explica la nueva ley, la suya. Lo hace mediante algunas antítesis entre la
justicia imperfecta de los escribas y los fariseos y la más alta justicia del
Reino de Dios. La primera antítesis del pasaje de hoy se refiere a la
venganza. «Habéis oído que se os dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pues yo
os digo: …si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra» (Mt
5,38-39). No sólo no se ha devolver al otro el mal que nos ha hecho, sino que
debemos de esforzarnos por hacer el bien con largueza.
La segunda antítesis se refiere a los enemigos: «Habéis oído
que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Yo, en cambio, os
digo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen” (vv. 43-44). A
quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a los que no lo merecen, sin esperar
recompensa, para colmar los vacíos de amor que hay en los corazones, en las
relaciones humanas, en las familias, en las comunidades y en el
mundo. Queridos hermanos, Jesús no ha venido para enseñarnos los buenos
modales, las formas de cortesía. Para esto no era necesario que bajara del cielo
y muriera en la cruz. Cristo vino para salvarnos, para mostrarnos el camino, el
único camino para salir de las arenas movedizas del pecado, y
este camino de santidad es la misericordia, que Él ha tenido y tiene
cada día con
nosotros. Ser santos no es un lujo, es necesario para la salvación del
mundo. Esto es lo que el Señor nos pide.
Queridos hermanos cardenales, el Señor Jesús y la Madre Iglesia nos
piden testimoniar con mayor celo y ardor estas actitudes de santidad.
Precisamente en este suplemento de entrega gratuita consiste la santidad de un
cardenal. Por tanto, amemos a quienes nos contrarían; bendigamos a quien habla
mal de nosotros; saludemos con una sonrisa al que tal vez no lo merece; no
pretendamos hacernos valer, contrapongamos más bien la mansedumbre a la
prepotencia; olvidemos las humillaciones recibidas. Dejémonos guiar siempre por
el Espíritu de Cristo, que se sacrificó a sí mismo en la cruz, para que podamos
ser «cauces» por los que fluye su caridad. Esta es la actitud, este debe ser
el comportamiento de un cardenal. El cardenal –lo digo especialmente a
vosotros– entra en la Iglesia de Roma, hermanos, no en una corte.
Evitemos todos y ayudémonos unos a otros a evitar hábitos y comportamientos
cortesanos: intrigas, habladurías, camarillas, favoritismos, preferencias. Que
nuestro lenguaje sea el del Evangelio: «Sí, sí; no, no»; que nuestras actitudes
sean las de las Bienaventuranzas, y nuestra senda la de la santidad. Pidamos
nuevamente: «Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos a
la voz del Espíritu».
El Espíritu Santo nos habla hoy por las palabras de san Pablo: «Sois
templo de Dios...; santo es el templo de Dios, que sois vosotros» (cf. 1 Co
3,16-17). En este templo, que somos nosotros, se celebra una liturgia
existencial: la de la bondad, del perdón, del servicio; en una palabra, la
liturgia del amor. Este templo nuestro resulta como profanado si descuidamos los
deberes para con el prójimo. Cuando en nuestro corazón hay cabida para el más
pequeño de nuestros hermanos, es el mismo Dios quien encuentra puesto. Cuando a
ese hermano se le deja fuera, el que no es bien recibido es Dios mismo. Un
corazón vacío de amor es como una iglesia desconsagrada, sustraída al servicio
divino y destinada a otra cosa.
Queridos hermanos cardenales, permanezcamos unidos en Cristo y entre
nosotros. Os pido vuestra cercanía con la oración, el consejo, la colaboración.
Y todos vosotros, obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y laicos,
uníos en la invocación al Espíritu Santo, para que el Colegio de Cardenales
tenga cada vez más ardor pastoral, esté más lleno de santidad, para servir al
evangelio y ayudar a la Iglesia a irradiar el amor de Cristo en el mundo.
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CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES
Basílica Vaticana
Sábado 22 de febrero de 2014
Sábado 22 de febrero de 2014
«Y Jesús iba delante de ellos...» (Mc 10,32)
También en este momento Jesús camina delante de nosotros. Él siempre
está por delante de nosotros. Él nos precede y nos abre el camino... Y esta es
nuestra confianza y nuestra alegría: ser discípulos suyos, estar con él, caminar
tras él, seguirlo...
Cuando con los Cardenales hemos concelebrado juntos la primera
Misa en la Capilla Sixtina, «caminar» ha sido la primera palabra que el Señor
nos ha propuesto: caminar, y después construir y confesar.
Hoy vuelve esta palabra, pero como un acto, como una acción de Jesús
que continúa: «Jesús caminaba...». Nos llama la atención esto en los evangelios:
Jesús camina mucho e instruye a los suyos a lo largo del camino. Esto es
importante. Jesús no ha venido a enseñar una filosofía, una ideología..., sino
una «vía», una senda para recorrerla con él, y la senda se aprende haciéndola,
caminando. Sí, queridos hermanos, esta es nuestra alegría: caminar con Jesús.
Y esto no es fácil, no es cómodo, porque la vía escogida por
Jesús es la vía de la cruz. Mientras van de camino, él habla a sus discípulos de
lo que le sucederá en Jerusalén: anuncia su pasión, muerte y resurrección. Y
ellos se quedan «sorprendidos» y «asustados». Sorprendidos, cierto, porque para
ellos subir a Jerusalén significaba participar en el triunfo del Mesías, en su
victoria, como se ve luego en la petición de Santiago y Juan; y asustados por lo
que Jesús habría tenido que sufrir, y que también ellos corrían el riesgo de
padecer.
A diferencia de los discípulos de entonces, nosotros sabemos que Jesús
ha vencido, y no deberíamos tener miedo de la cruz, sino que, más bien, en la
Cruz tenemos nuestra esperanza. No obstante, también nosotros somos humanos,
pecadores, y estamos expuestos a la tentación de pensar según el modo de los
hombres y no de Dios.
Y cuando se piensa de modo mundano, ¿cuál es la consecuencia? Dice
el Evangelio: «Los otros diez se indignaron contra Santiago y Juan»
(v. 41). Ellos se indignaron. Si prevalece la mentalidad del mundo, surgen las
rivalidades, las envidias, los bandos...
Así, pues, esta palabra que hoy nos dirige el Señor es muy saludable.
Nos purifica interiormente, proyecta luz en nuestra conciencia y nos ayuda a
ponernos en plena sintonía con Jesús, y a hacerlo juntos, en el momento en que
el Colegio de Cardenales se incrementa con el ingreso de nuevos miembros.
«Llamándolos Jesús a sí...» (Mc 10,42). He aquí el otro gesto
del Señor. Durante el camino, se da cuenta de que necesita hablar a los Doce, se
para y los llama a sí. Hermanos, dejemos que el Señor Jesús nos llame a sí.
Dejémonos con-vocar por él. Y escuchémosle con la alegría de acoger juntos su
palabra, de dejarnos enseñar por ella y por el Espíritu Santo, para ser cada vez
más un solo corazón y una sola alma en torno a él.
Y mientras estamos así, convocados, «llamados a sí» por nuestro único
Maestro, os digo lo que la Iglesia necesita: tiene necesidad de vosotros, de
vuestra colaboración y, antes de nada, de vuestra comunión, conmigo y entre
vosotros. La Iglesia necesita vuestro valor para anunciar el evangelio en toda
ocasión, oportuna e inoportunamente, y para dar testimonio de la verdad. La
Iglesia necesita vuestras oraciones, para apacentar bien la grey de Cristo, la
oración – no lo olvidemos - que, con el anuncio de la Palabra, es el
primer deber del Obispo. La Iglesia necesita vuestra compasión sobre todo en
estos momentos de dolor y sufrimiento en tantos países del mundo. Expresemos
juntos nuestra cercanía espiritual a las comunidades eclesiales, a
todos los cristianos que sufren discriminación y persecución. ¡Debemos luchar
contra cualquier discriminación! La Iglesia necesita que recemos por ellos,
para que sean fuertes en la fe y sepan responder el mal con bien. Y que esta
oración se haga extensiva a todos los hombres y mujeres que padecen injusticia a
causa de sus convicciones religiosas.
La Iglesia también necesita de nosotros para que seamos hombres de paz y
construyamos la paz con nuestras obras, nuestros deseos, nuestras oraciones.
¡Construir la paz! ¡Artesanos de la paz! Por ello imploramos la paz y la
reconciliación para los pueblos que en estos tiempos sufren la prueba de la
violencia, de la exclusión y de la guerra.
Gracias, queridos hermanos. Gracias. Caminemos juntos tras el Señor, y
dejémonos convocar cada vez más por él, en medio del Pueblo fiel, del santo
Pueblo fiel de Dios, de la Santa Madre Iglesia. Gracias.
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Basílica Vaticana
Domingo 2 de febrero de 2014
Domingo 2 de febrero de 2014
La fiesta de la Presentación de Jesús en el templo es llamada también fiesta del encuentro: en la liturgia, se dice al inicio que Jesús va al encuentro de su pueblo, es el encuentro entre Jesús y su pueblo; cuando María y José llevaron a su niño al Templo de Jerusalén, tuvo lugar el primer encuentro entre Jesús y su pueblo, representado por los dos ancianos Simeón y Ana.
Ese fue un encuentro en el seno de la historia del pueblo, un encuentro entre los jóvenes y los ancianos: los jóvenes eran María y José, con su recién nacido; y los ancianos eran Simeón y Ana, dos personajes que frecuentaban siempre el Templo.
Observemos lo que el evangelista Lucas nos dice de ellos, cómo les describe. De la Virgen y san José repite cuatro veces que querían cumplir lo que estaba prescrito por la Ley del Señor (cf. Lc 2, 22.23.24.27). Se entiende, casi se percibe, que los padres de Jesús tienen la alegría de observar los preceptos de Dios, sí, la alegría de caminar en la Ley del Señor. Son dos recién casados, apenas han tenido a su niño, y están totalmente animados por el deseo de realizar lo que está prescrito. Esto no es un hecho exterior, no es para sentirse bien, ¡no! Es un deseo fuerte, profundo, lleno de alegría. Es lo que dice el Salmo: «Mi alegría es el camino de tus preceptos... Tu ley será mi delicia (119, 14.77).
¿Y qué dice san Lucas de los ancianos? Destaca más de una vez que eran conducidos por el Espíritu Santo. De Simeón afirma que era un hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel, y que «el Espíritu Santo estaba con él» (2, 25); dice que «el Espíritu Santo le había revelado» que antes de morir vería al Cristo, al Mesías (v. 26); y por último que fue al Templo «impulsado por el Espíritu» (v. 27). De Ana dice luego que era una «profetisa» (v. 36), es decir, inspirada por Dios; y que estaba siempre en el Templo «sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (v. 37). En definitiva, estos dos ancianos están llenos de vida. Están llenos de vida porque están animados por el Espíritu Santo, dóciles a su acción, sensibles a sus peticiones...
He aquí el encuentro entre la Sagrada Familia y estos dos representantes del pueblo santo de Dios. En el centro está Jesús. Es Él quien mueve a todos, quien atrae a unos y a otros al Templo, que es la casa de su Padre.
Es un encuentro entre los jóvenes llenos de alegría al cumplir la Ley del Señor y los ancianos llenos de alegría por la acción del Espíritu Santo. Es un singular encuentro entre observancia y profecía, donde los jóvenes son los observantes y los ancianos son los proféticos. En realidad, si reflexionamos bien, la observancia de la Ley está animada por el Espíritu mismo, y la profecía se mueve por la senda trazada por la Ley. ¿Quién está más lleno del Espíritu Santo que María? ¿Quién es más dócil que ella a su acción?
A la luz de esta escena evangélica miremos a la vida consagrada como un encuentro con Cristo: es Él quien viene a nosotros, traído por María y José, y somos nosotros quienes vamos hacia Él, conducidos por el Espíritu Santo. Pero en el centro está Él. Él lo mueve todo, Él nos atrae al Templo, a la Iglesia, donde podemos encontrarle, reconocerle, acogerle y abrazarle.
Jesús viene a nuestro encuentro en la Iglesia a través del carisma fundacional de un Instituto: ¡es hermoso pensar así nuestra vocación! Nuestro encuentro con Cristo tomó su forma en la Iglesia mediante el carisma de un testigo suyo, de una testigo suya. Esto siempre nos asombra y nos lleva a dar gracias.
Y también en la vida consagrada se vive el encuentro entre los jóvenes y los ancianos, entre observancia y profecía. No lo veamos como dos realidades contrarias. Dejemos más bien que el Espíritu Santo anime a ambas, y el signo de ello es la alegría: la alegría de observar, de caminar en la regla de vida; y la alegría de ser conducidos por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte.
Hace bien a los ancianos comunicar la sabiduría a los jóvenes; y hace bien a los jóvenes recoger este patrimonio de experiencia y de sabiduría, y llevarlo adelante, no para custodiarlo en un museo, sino para llevarlo adelante afrontando los desafíos que la vida nos presenta, llevarlo adelante por el bien de las respectivas familias religiosas y de toda la Iglesia.
Que la gracia de este misterio, el misterio del encuentro, nos ilumine y nos consuele en nuestro camino. Amén.
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