CIUDAD DEL VATICANO (http://press.vatican.va - 17 de junio de 2019).- Discurso pronunciado esta mañana por Mons. Fernando Chica Arellano,
Observador Permanente de la Santa Sede en la sede de la Organización de
las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) con
motivo del Día Mundial contra la desertificación y la sequía durante el
II Seminario internacional sobre la sequía y la agricultura. El discurso
del Observador llevaba por título Contando los cultivos y las gotas: construyamos el futuro juntos.
Discurso de Mons. Fernando Chica Arellano
Señor Director General de la FAO,
Excelencias,
Señoras y señores,
Queridos amigos:
La sequía tiene importantes consecuencias para el
desarrollo agrícola y la productividad. Representa una grave amenaza
para la seguridad alimentaria, convirtiéndose así en una causa de
migración y éxodo humano a nivel mundial. Esto se debe a que la sequía
tiene efectos nocivos tanto en las personas, que ven reducida su ración
diaria de agua potable y alimentos, como en el ganado, los cultivos, el
costo de los alimentos y el aumento del hambre y la malnutrición, que se
están extendiendo significativamente debido al agotamiento de las
reservas de alimentos. Los efectos de la sequía, por lo tanto, no pueden
ser silenciados, ya que repercuten en palmarias crisis alimentarias y
hambrunas que por desgracia producen numerosas víctimas entre las
personas más vulnerables de diferentes partes del mundo. Esto no es de
ahora. Lamentablemente es un lacerante fenómeno que perdura desde hace
demasiado tiempo.
En el origen de esta tragedia está la cuestión del agua
que, como subrayó hace pocos meses el Papa Francisco, «es un bien
imprescindible para el equilibrio de los ecosistemas y la supervivencia
humana, y es necesario gestionarla y cuidarla para que no se contamine
ni se pierda» (Mensaje del Santo Padre Francisco con motivo del Día Mundial del Agua 2019. 22 de marzo de 2019). Gestión y conservación:
dos verbos particularmente importantes en el campo de la agricultura,
donde la escasez de este recurso fundamental está teniendo desde hace
tiempo consecuencias devastadoras (cf. Laudato si’ n. 28), además de un alarmante deterioro de su calidad, como fue denunciado por el Santo Padre en su encíclica Laudato si’ (cf. n. 30).
Estas consideraciones ciertamente no son novedosas, como
tampoco es nuevo el sufrimiento que la falta de agua y su deficiente y
desigual distribución está acarreando a numerosas personas, que no
ocupan las portadas de los grandes medios de comunicación, pero que ven
truncada su vida presente y futura como fruto de una indiferencia e
insensibilidad que parece acentuarse cada día en mayor grado. Por eso,
deseo agradecerles la organización de este evento, que viene a fijar la
atención en temas de gran relevancia, sacando del olvido situaciones
dramáticas y que exigen una urgente y sensata solución.
Para ello, en primer lugar, es ineludible emprender
medidas preventivas. En efecto, para combatir la sequía y la
desertificación, las herramientas de monitoreo son cada vez más
indispensables junto con inversiones inteligentes con el fin de proteger
a la comunidad. En esto, la tecnología puede jugar un papel importante.
Los oradores que me han precedido en el uso de la palabra han
resaltado, con gran lucidez, cómo los satélites de observación de la
Tierra pueden contribuir, desde el espacio, al monitoreo del territorio y
a la prevención de desastres naturales. Del mismo modo, el portal de
libre acceso de productividad del agua (WaPOR), elaborado por la
FAO, puede ayudar a predecir las olas de sequía y permitir que las
poblaciones locales se preparen para enfrentar y superar las crisis.
Estos son dos ejemplos que muestran cómo las innovaciones
tecnológicas pueden cooperar benéficamente al progreso de la humanidad y
a la protección de nuestra casa común, tal y como Su Santidad el Papa
auspició el año pasado (cf. Mensaje del Santo Padre Francisco al Presidente Ejecutivo del Foro Económico Mundial.
Davos-Klosters (Suiza), 23-26 de enero de 2018). Es necesario, por
consiguiente, que las tecnologías se pongan realmente al servicio de las
necesidades primarias del hombre, como la salvaguarda del bien
fundamental del agua y la lucha contra la sequía y la desertificación,
para tutelar la dignidad humana, garantizar todas las condiciones
básicas necesarias y aumentar, a través de estas tecnologías, el
patrimonio común de la humanidad (cf. Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, n. 179).
Junto con las medidas preventivas, conviene citar que hay
también buenas experiencias de seguros agrarios, desarrollados y
apoyados por los gobiernos en colaboración con iniciativas privadas, que
proporcionan coberturas de sequía a los productores o permiten a los
gobiernos enfrentar adecuadamente la eventualidad de hacer grandes
desembolsos para auxiliar a las personas que sufren sequías extremas.
Hay otro factor que influye mucho tanto en la feracidad
de los cultivos como en la capacidad de las personas y los países para
reaccionar ante cambios profundos. Me refiero al fomento de la
resiliencia. Me gustaría centrarme en este concepto, teniendo en cuenta
un doble campo de aplicación: los cultivos y las personas.
En el primer caso, quisiera insistir en la creación de
una agricultura resiliente, que es capaz de hacer frente al cambio
climático y a la escasez de agua. En este sentido, es importante seguir
dedicando recursos financieros para descubrir e implantar prácticas y
técnicas dirigidas a una gestión más eficiente del agua y del suelo, con
medidas que promuevan sistemas de riego planificados que no
desperdicien este bien fundamental, así como infraestructuras e
instalaciones que protejan los cultivos de fenómenos atmosféricos tan
dañinos como las heladas y el granizo. Sin embargo, estas iniciativas no
pueden ni deben en modo alguno convertir la agricultura resiliente en
una estrategia para facilitar el reemplazo de cultivos y variedades
locales con otras creadas en laboratorio y que terminen lesionando la
biodiversidad. Así lo recordó el Santo Padre el pasado 22 de mayo: «Cada
criatura tiene una función, ninguna es superflua. Todo el universo es
un lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros.
El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios» (Tweet publicado en su cuenta oficial de Twitter con motivo del Día Internacional de la Diversidad Biológica).
Por otro lado, con el concepto de resiliencia humana,
aludo a la capacidad de las poblaciones para no sucumbir ante los
espinosos desafíos de nuestro tiempo y encontrar soluciones que limiten y
mitiguen los efectos perturbadores del cambio climático. Se trata de
devolver la esperanza a la familia humana y al planeta en el que
vivimos. Esta lógica se fortalece desarrollando, por una parte, la
apertura al otro y, por otra, la cooperación internacional.
En efecto, frente a las dificultades de un pueblo,
causadas por el cambio climático, la sequía o la desertificación, la
resiliencia lleva al «soportarse mutuamente», que consiste en «dar y
recibir apoyo» (cf. Efesios 4, 2). De hecho, la sequía requiere
acciones solidarias entre los miembros de la familia humana porque, como
escribió el Papa Francisco en la encíclica Laudato si’, «podemos
considerar la desertificación del suelo casi como una enfermedad
física» (n. 89), que afecta a cada uno en particular y por ello requiere
la ayuda y el consuelo de los demás. Como sucede cuando una persona se
enferma, el espíritu resiliente gime, pero también aguarda, se prepara,
acepta la dificultad y la enfrenta, sabiendo que no está solo. Todo esto
nos está indicando que, por nuestra parte, ante las dificultades,
existe el deber de cum patire, es decir, de estar cerca de
aquellos que sufren. Pero no es suficiente. Es importante también poner
en práctica intervenciones concretas, no solo de naturaleza
extraordinaria o de emergencia, sino también capaces de ir «más allá de
lo inmediato» (Laudato si’, n. 36). Intervenciones y medidas que
busquen las causas que originan el problema y planifiquen soluciones
sostenibles mediante un enfoque integral e intersectorial, que logre la
gestión eficaz de los recursos de los suelos y las aguas.
Que la celebración de este Día Mundial de la lucha contra la desertificación y la sequía
pueda contribuir a suscitar nuevos compromisos que, venciendo retóricas
manidas, den lugar a medidas sabias, concretas, sistemáticas y eficaces
que logren finalmente materializar por doquier el antiguo sueño del
profeta que vislumbraba la transformación del desierto en un vergel, del
páramo en un manantial de agua y del erial en caudalosos arroyos (cf. Isaías 35,1-10).
Muchas gracias.