viernes, 30 de septiembre de 2011

VIAJE APOSTÓLICO DE S.S. BENEDICTO XVI A ALEMANIA (I)

                                          VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA BENEDICTO XVI
                                                                    A ALEMANIA
                                                           SEPTIEMBRE 22 al 25 de 2011


ENTREVISTA CONCEDIDA POR EL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
 A LOS PERIODISTAS DURANTE EL VUELO HACIA ALEMANIA

Vuelo Papal
Jueves 22 de Septiembre de 2011
 
P. Lombardi: Santidad, bienvenido entre nosotros. Somos el acostumbrado grupo de sus acompañantes periodistas que se preparan para hacerse eco de su viaje en la prensa mundial, y están muy agradecidos por el hecho de que usted, ya desde el principio, tenga tiempo para nosotros, para ayudarnos a comprender bien el significado de este viaje, que es un viaje particular pues se dirige a su patria y hablará en su idioma... En Alemania hay unos 4.000 periodistas acreditados en las diversas etapas del viaje. Aquí, en el avión, tenemos a 68, de quienes algo más de 20 son alemanes. Le propongo entonces algunas preguntas. La primera se la hago en alemán, de forma que pueda usted hablar para nuestros colegas alemanes en su lengua. A los italianos les explico que se trata de una pregunta sobre cuánto se siente todavía alemán el Papa.

P. Lombardi: Santidad, permítanos —para empezar— una pregunta muy personal. ¿En qué medida se siente todavía alemán el Papa Benedicto XVI? ¿Y cuáles son los aspectos en los que usted percibe cuánto influye —o menos— su origen alemán?

Santo Padre: Hölderlin dijo: «Lo que más importa es el nacimiento», y esto naturalmente también lo siento yo. Nací en Alemania y la raíz ni se puede ni debe cortar. Recibí mi formación cultural en Alemania, mi lengua es el alemán y la lengua es el modo con que el espíritu vive y actúa, y toda mi formación cultural tuvo lugar allí. Cuando me ocupo de teología lo hago partiendo de la forma interior que aprendí en las universidades alemanas y siento admitir que aún sigo leyendo más libros en alemán que en otras lenguas. Por eso, en la estructura cultural de mi vida, este ser alemán es muy fuerte. La pertenencia a su historia, con su grandeza y sus debilidades, no puede ni debe suprimirse. Para un cristiano, sin embargo, se añade algo más; con el bautismo nace de nuevo, nace en un nuevo pueblo que está formado por todos los pueblos; un pueblo que comprende todos los pueblos y todas las culturas y en el cual ahora se encuentra verdaderamente en casa, sin por ello perder su origen natural. Cuando luego se asume una responsabilidad grande, como en mi caso, que tengo la responsabilidad suprema de este nuevo pueblo, es evidente que uno se identifica cada vez más en él. La raíz se convierte en un árbol que se extiende en varias direcciones, y el hecho de estar en casa en esta gran comunidad de un pueblo formado por todos los pueblos, de la Iglesia católica, se vuelve cada vez más vivo y profundo, forja toda la existencia sin por ello renunciar al pasado. Diría, por lo tanto, que el origen permanece, subsiste la estructura cultural, persiste naturalmente también el amor particular y la especial responsabilidad, pero todo ello introducido y ampliado en la pertenencia mayor, en la civitas Dei, como diría Agustín, en el pueblo de todos los pueblos donde todos somos hermanos y hermanas.

P. Lombardi: Santo Padre, en los últimos años en Alemania se ha dado un aumento de abandonos de la Iglesia, en parte también a causa de los abusos cometidos contra menores por parte de miembros del clero. ¿Cuál es su sentimiento respecto a este fenómeno? ¿Y qué diría a quienes quieren dejar la Iglesia?

Santo Padre: Distingamos quizá ante todo la motivación específica de quienes se sienten escandalizados por estos crímenes que han sido puestos de manifiesto en estos últimos tiempos. Puedo entender que, a la luz de tales informaciones, sobre todo si se refieren a personas cercanas, uno diga: «Esta ya no es mi Iglesia. La Iglesia era para mí fuerza de humanización y de moralización. Si representantes de la Iglesia hacen lo contrario, ya no puedo vivir con esta Iglesia». Esta es una situación específica. Generalmente las motivaciones son múltiples en el contexto de la secularización de nuestra sociedad. Habitualmente estas salidas constituyen el último paso de una larga cadena de distanciamiento de la Iglesia. En este contexto me parece importante preguntarse, reflexionar: «¿Por qué estoy en la Iglesia? ¿Estoy en la Iglesia como en una asociación deportiva, una asociación cultural, etcétera, donde encuentro mis intereses y si ya no me satisface me voy; o estar en la Iglesia es algo más profundo?». Yo diría que es importante reconocer que estar en la Iglesia no es estar en cualquier asociación, sino estar en la red del Señor, con la cual él saca peces buenos y malos de las aguas de la muerte a la tierra de la vida. Puede suceder que en esta red esté cerca de peces malos y lo perciba, pero sigue siendo cierto que no estoy por estos o por aquellos, sino sólo porque es la red del Señor, que es algo distinto de todas las asociaciones humanas; una realidad que toca el fundamento de mi ser. Hablando con estas personas pienso que debemos ir al fondo de la cuestión: ¿Qué es la Iglesia? ¿Qué es su diversidad? ¿Por qué estoy en la Iglesia, aunque haya escándalos y pobrezas humanas terribles? Y así renovar la propia conciencia de la especificidad de este ser Iglesia, del pueblo de todos los pueblos, que es pueblo de Dios, y así aprender, soportar también los escándalos y trabajar contra tales escándalos precisamente estando dentro, en esta gran red del Señor.

P. Lombardi: Gracias, Santidad. No es la primera vez que grupos de personas se manifiestan en contra de su llegada a un país. La relación de Alemania con Roma era tradicionalmente crítica, en parte también en el propio ámbito católico. Los temas controvertidos se conocen desde hace tiempo: preservativo, Eucaristía, celibato. Antes de su viaje, asimismo los parlamentarios han adoptado posturas críticas. Pero incluso antes de su viaje a Gran Bretaña la atmósfera no parecía amistosa y después las cosas resultaron bien. ¿Con qué sentimientos se encamina ahora usted a su antigua patria y se dirigirá a los alemanes?

Santo Padre: Ante todo diría que es algo normal que en una sociedad libre y en un tiempo secularizado existan oposiciones a una visita del Papa. Es justo que se exprese —respeto a todos—, que expresen esta contrariedad suya: forma parte de nuestra libertad y debemos tomar nota de que el secularismo y también la oposición precisamente al catolicismo en nuestras sociedades es fuerte. Cuando estas oposiciones se manifiestan de modo civil, no hay nada que objetar. Por otro lado, es igualmente cierto que existe mucha expectativa y mucho amor por el Papa. Pero tal vez debo decir también que en Alemania hay diversas dimensiones de esta oposición: la antigua oposición entre cultura germana y romana, los contrastes de la historia, además somos el país de la Reforma, que ha acentuado más estos contrastes. Pero existe también un gran asentimiento a la fe católica, un creciente convencimiento de que tenemos necesidad de convicciones, necesidad de una fuerza moral en nuestro tiempo. Tenemos necesidad de una presencia de Dios en este tiempo nuestro. Así, sé que junto a la oposición, que encuentro natural y que es de esperar, existe mucha gente que me aguarda con alegría, que espera una fiesta de la fe, un estar juntos, y quiere esperar la alegría de conocer a Dios y de vivir juntos en el futuro, que Dios nos toma de la mano y nos muestra el camino. Por esto voy con alegría a mi Alemania y estoy feliz de llevar el mensaje de Cristo a mi tierra.

P. Lombardi: Gracias. Y una última pregunta. Santo Padre, usted visitará en Erfurt el antiguo convento del reformador, Martín Lutero. Los cristianos evangélicos, y los católicos en diálogo con ellos, se están preparando para conmemorar el quinto centenario de la Reforma. ¿Con qué mensaje, con qué pensamientos, se prepara usted al encuentro? ¿Su viaje debe contemplarse también como un gesto fraterno hacia los hermanos y las hermanas separados de Roma?

Santo Padre: Cuando acepté la invitación a este viaje, era para mí evidente que el ecumenismo con nuestros amigos evangélicos debía ser un punto fuerte y un punto central de este viaje. Vivimos en un tiempo de secularismo, como he mencionado, en el que los cristianos juntos tienen la misión de hacer presente el mensaje de Dios, el mensaje de Cristo; de hacer posible creer, ir adelante con estas grandes ideas, verdades. Y por ello el hecho de estar juntos, católicos y evangélicos, es un elemento fundamental para nuestro tiempo, si bien institucionalmente no estemos perfectamente unidos y persistan problemas, incluso grandes problemas, en el fundamento de la fe en Cristo, en Dios trinitario y en el hombre como imagen de Dios. Estamos unidos y este mostrar al mundo y profundizar en esta unidad es esencial en este momento histórico. Por ello estoy muy agradecido a nuestros amigos, hermanos y hermanas protestantes, que han hecho posible un signo muy significativo: el encuentro en el monasterio donde Lutero inició su camino teológico; la oración en la iglesia donde fue ordenado sacerdote; y hablar juntos de nuestra responsabilidad como cristianos en este tiempo. Estoy muy contento de poder mostrar así esta unidad fundamental: que somos hermanos y hermanas y trabajamos juntos por el bien de la humanidad, anunciando el gozoso mensaje de Cristo, del Dios que tiene un rostro humano y habla con nosotros.

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CEREMONIA DE BIENVENIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Castillo de Bellevue de Berlín
Jueves 22 de Septiembre de 2011

Señor Presidente Federal,
Señoras y Señores,
Queridos amigos:


Me siento muy honrado por la amable acogida que me habéis reservado aquí, en el Castillo Bellevue. Le estoy particularmente agradecido, Señor Presidente Wulff, por la invitación a esta visita oficial, que es mi tercera estancia como Papa en la República Federal Alemana. Agradezco de corazón  las hondas y amables palabras de bienvenida que me ha dirigido. Mi gratitud se dirige también a los representantes del Gobierno Federal, del Bundestag y del Bundesrat, así como a los de la ciudad de Berlín, por su presencia, con la que expresan su respeto por el Papa como Sucesor del Apóstol Pedro. Y agradezco igualmente a los tres Obispos que me hospedan, el Arzobispo Woelki de Berlín, el Obispo Wanke de Erfurt y el Arzobispo Zollitsch de Friburgo, así como a todos aquellos que, en los diversos ámbitos eclesiásticos y públicos, han colaborado en los preparativos de este viaje a mi patria, contribuyendo de ese modo a que todo salga bien.

Aunque este viaje es una visita oficial que reforzará las buenas relaciones entre la República Federal de Alemania y la Santa Sede, no he venido aquí para obtener objetivos políticos o económicos, como hacen otros hombres de Estado, sino para encontrar a la gente y hablar con ella de Dios.

Con relación a la religión – lo ha mencionado usted, Señor Presidente Federal – se observa en la sociedad una progresiva indiferencia que, en sus decisiones, considera la cuestión de la verdad más bien como un obstáculo, y da por el contrario la prioridad a consideraciones utilitaristas.

Pero se necesita una base vinculante para nuestra convivencia, de otra manera cada uno vive sólo para su individualismo. La religión es una cuestión fundamental para una convivencia lograda. “Como la religión requiere la libertad, así la libertad tiene necesidad de la religión”. Estas palabras del gran obispo y reformador social Wilhelm von Ketteler, del que se celebra este año el bicentenario de su nacimiento, siguen siendo todavía actuales.[1]

La libertad necesita una referencia originaria a una instancia superior. El que haya valores que nada ni nadie pueda manipular, es la auténtica garantía de nuestra libertad. El hombre que se sabe obligado a lo verdadero y al bien, estará inmediatamente de acuerdo con esto: la libertad se desarrolla sólo en la responsabilidad ante un bien mayor. Este bien sólo existe si es para todos; por tanto debo interesarme siempre por mis prójimos. La libertad no se puede vivir sin relaciones.

En la convivencia humana no es posible la libertad sin solidaridad. Aquello que hago en detrimento de otros, no es libertad, sino una acción culpable que les perjudica a ellos y, con ello, también a mí. Puedo realizarme verdaderamente como persona libre sólo cuando uso mis fuerzas también para el bien de los demás. Y esto no sólo vale en el ámbito privado, sino también en el social. Según el principio de subsidiaridad, la sociedad debe dar espacio suficiente para que las estructuras más pequeñas se desarrollen y, al mismo tiempo, apoyarlas, de modo que un día puedan ser autónomas.

Aquí en el Castillo Bellevue, que debe su nombre a la espléndida vista sobre la ribera del Spree y que está situado no lejos de la Columna de la Victoria, del Bundestag y de la Puerta de Brandeburgo, estamos propiamente en el centro de Berlín, la capital de la República Federal de Alemania. El castillo, como tantos edificios de la ciudad, es con su agitado pasado un testimonio de la historia alemana. Conocemos sus páginas de grandeza y nobleza, y nos sentimos reconocidos por ello. Pero también es posible observar claramente las páginas oscuras de su historia, y sólo así nos permite aprender del pasado y recibir impulso para el presente. La República Federal de Alemania se ha convertido en lo que es hoy a través de la fuerza de la libertad plasmada de responsabilidad ante Dios y ante el prójimo. Necesita de esta dinámica que abarca todos los ámbitos humanos para poder seguir desarrollándose en las circunstancias actuales. Lo requiere en “un mundo que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor” (Encíclica Caritas in veritate, 21).

Deseo que los encuentros durante las varias etapas de mi viaje, aquí en Berlín, en Erfurt, en Eichsfeld y en Friburgo, puedan ofrecer una pequeña contribución sobre este tema. Que en estos días Dios nos conceda su bendición. Gracias.


[1] Discurso a la primera asamblea de los católicos en Alemania, 1848. En: Erwin Iserloh (ed): Wilhelm Emmanuel von Ketteler: Sämtliche Werke und Briefe, Mainz 1977, vol. I, 1, p. 18.

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VISITA AL PARLAMENTO FEDERAL
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Reichstag, Berlín
Jueves 22 de Septiembre de 2011

Ilustre Señor Presidente Federal,
Señor Presidente del Bundestag,
Señora Canciller Federal,
Señor Presidente  del Bundesrat,
Señoras y Señores Diputados


Es para mi un honor y una alegría hablar ante esta Cámara alta, ante el Parlamento de mi Patria alemana, que se reúne aquí como representación del pueblo, elegido democráticamente, para trabajar por el bien común de la República Federal de Alemania. Agradezco al Señor Presidente del Bundestag su invitación a pronunciar este discurso, así como sus gentiles palabras de bienvenida y aprecio con las que me ha acogido. Me dirijo en este momento a ustedes, estimados señoras y señores, también como un connacional que por sus orígenes está vinculado de por vida y sigue con particular atención los acontecimientos de la Patria alemana. Pero la invitación a pronunciar este discurso se me ha hecho en cuanto Papa, en cuanto Obispo de Roma, que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos. De este modo, ustedes reconocen el papel que le corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados. Desde mi responsabilidad internacional, quisiera proponerles algunas consideraciones sobre los fundamentos del estado liberal de derecho.

Permítanme que comience mis reflexiones sobre los fundamentos del derecho con un breve relato tomado de la Sagrada Escritura. En el primer Libro de los Reyes, se dice que Dios concedió al joven rey Salomón, con ocasión de su entronización, formular una petición. ¿Qué pedirá el joven soberano en este momento tan importante? ¿Éxito, riqueza, una larga vida, la eliminación de los enemigos? No pide nada de todo eso. En cambio, suplica: “Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal” (1 R 3,9). Con este relato, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. “Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?”, dijo en cierta ocasión San Agustín.[1] Nosotros, los alemanes, sabemos por experiencia que estas palabras no son una mera quimera. Hemos experimentado cómo el poder se separó del derecho, se enfrentó contra él; cómo se pisoteó el derecho, de manera que el Estado se convirtió en el instrumento para la destrucción del derecho; se transformó en una cuadrilla de bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo hasta el borde del abismo. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político. En un momento histórico, en el cual el hombre ha adquirido un poder hasta ahora inimaginable, este deber se convierte en algo particularmente urgente. El hombre tiene la capacidad de destruir el mundo. Se puede manipular a sí mismo. Puede, por decirlo así, hacer seres humanos y privar de su humanidad a otros seres humanos. ¿Cómo podemos reconocer lo que es justo? ¿Cómo podemos distinguir entre el bien y el mal, entre el derecho verdadero y el derecho sólo aparente? La petición salomónica sigue siendo la cuestión decisiva ante la que se encuentra también hoy el político y la política misma.

Para gran parte de la materia que se ha de regular jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe buscar los criterios de su orientación. En el siglo III, el gran teólogo Orígenes justificó así la resistencia de los cristianos a determinados ordenamientos jurídicos en vigor: “Si uno se encontrara entre los escitas, cuyas leyes van contra la ley divina, y se viera obligado a vivir entre ellos…, por amor a la verdad, que, para los escitas, es ilegalidad, con razón formaría alianza con quienes sintieran como él contra lo que aquellos tienen por ley…”[2]

Basados en esta convicción, los combatientes de la resistencia actuaron contra el régimen nazi y contra otros regímenes totalitarios, prestando así un servicio al derecho y a toda la humanidad. Para ellos era evidente, de modo irrefutable, que el derecho vigente era en realidad una injusticia. Pero en las decisiones de un político democrático no es tan evidente la cuestión sobre lo que ahora corresponde a la ley de la verdad, lo que es verdaderamente justo y puede transformarse en ley. Hoy no es de modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a las cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y de nuestras capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícil.

¿Cómo se reconoce lo que es justo? En la historia, los ordenamientos jurídicos han estado casi siempre motivados de modo religioso: sobre la base de una referencia a la voluntad divina, se decide aquello que es justo entre los hombres. Contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación. En cambio, se ha remitido a la naturaleza y a la razón como verdaderas fuentes del derecho, se ha referido a la armonía entre razón objetiva y subjetiva, una armonía que, sin embargo, presupone que ambas esferas estén fundadas en la Razón creadora de Dios. Así, los teólogos cristianos se sumaron a un movimiento filosófico y jurídico que se había formado desde el siglo II a. C. En la primera mitad del siglo segundo precristiano, se produjo un encuentro entre el derecho natural social, desarrollado por los filósofos estoicos y notorios maestros del derecho romano.[3] De este contacto, nació la cultura jurídica occidental, que ha sido y sigue siendo de una importancia determinante para la cultura jurídica de la humanidad. A partir de esta vinculación precristiana entre derecho y filosofía inicia el camino que lleva, a través de la Edad Media cristiana, al desarrollo jurídico de la Ilustración, hasta la Declaración de los derechos humanos y hasta nuestra Ley Fundamental Alemana, con la que nuestro pueblo reconoció en 1949 “los inviolables e inalienables derechos del hombre como fundamento de toda comunidad humana, de la paz y de la justicia en el mundo”.

Para el desarrollo del derecho, y para el desarrollo de la humanidad, ha sido decisivo que los teólogos cristianos hayan tomado posición contra el derecho religioso, requerido por la fe en la divinidad, y se hayan puesto de parte de la filosofía, reconociendo a la razón y la naturaleza, en su mutua relación, como fuente jurídica válida para todos. Esta opción la había tomado ya san Pablo cuando, en su Carta a los Romanos, afirma: “Cuando los paganos, que no tienen ley [la Torá de Israel], cumplen naturalmente las exigencias de la ley, ellos... son ley para sí mismos. Esos tales muestran que tienen escrita en su corazón las exigencias de la ley; contando con el testimonio de su conciencia…” (Rm 2,14s). Aquí aparecen los dos conceptos fundamentales de naturaleza y conciencia, en los que conciencia no es otra cosa que el “corazón dócil” de Salomón, la razón abierta al lenguaje del ser. Si con esto, hasta la época de la Ilustración, de la Declaración de los Derechos humanos, después de la Segunda Guerra mundial, y hasta la formación de nuestra Ley Fundamental, la cuestión sobre los fundamentos de la legislación parecía clara, en el último medio siglo se produjo un cambio dramático de la situación. La idea del derecho natural se considera hoy una doctrina católica más bien singular, sobre la que no vale la pena discutir fuera del ámbito católico, de modo que casi nos avergüenza hasta la sola mención del término. Quisiera indicar brevemente cómo se llegó a esta situación. Es fundamental, sobre todo, la tesis según la cual entre ser y deber ser existe un abismo infranqueable. Del ser no se podría derivar un deber, porque se trataría de dos ámbitos absolutamente distintos. La base de dicha opinión es la concepción positivista de naturaleza adoptada hoy casi generalmente. Si se considera la naturaleza – con palabras de Hans Kelsen – “un conjunto de datos objetivos, unidos los unos a los otros como causas y efectos”, entonces no se puede derivar de ella realmente ninguna indicación que tenga de algún modo carácter ético.[4] Una concepción positivista de la naturaleza, que comprende la naturaleza de manera puramente funcional, como las ciencias naturales la entienden, no puede crear ningún puente hacia el Ethos y el derecho, sino dar nuevamente sólo respuestas funcionales. Pero lo mismo vale también para la razón en una visión positivista, que muchos consideran como la única visión científica. En ella, aquello que no es verificable o falsable no entra en el ámbito de la razón en sentido estricto. Por eso, el ethos y la religión han de ser relegadas al ámbito de lo subjetivo y caen fuera del ámbito de la razón en el sentido estricto de la palabra. Donde rige el dominio exclusivo de la razón positivista – y este es en gran parte el caso de nuestra conciencia pública – las fuentes clásicas de conocimiento del ethos y del derecho quedan fuera de juego. Ésta es una situación dramática que afecta a todos y sobre la cual es necesaria una discusión pública; una intención esencial de este discurso es invitar urgentemente a ella.

El concepto positivista de naturaleza y razón, la visión positivista del mundo es en su conjunto una parte grandiosa del conocimiento humano y de la capacidad humana, a la cual en modo alguno debemos renunciar en ningún caso. Pero ella misma no es una cultura que corresponda y sea suficiente en su totalidad al ser hombres en toda su amplitud. Donde la razón positivista es considerada como la única cultura suficiente, relegando todas las demás realidades culturales a la condición de subculturas, ésta reduce al hombre, más todavía, amenaza su humanidad. Lo digo especialmente mirando a Europa, donde en muchos ambientes se trata de reconocer solamente el positivismo como cultura común o como fundamento común para la formación del derecho, reduciendo todas las demás convicciones y valores de nuestra cultura al nivel de subcultura. Con esto, Europa se sitúa ante otras culturas del mundo en una condición de falta de cultura, y se suscitan al mismo tiempo corrientes extremistas y radicales. La razón positivista, que se presenta de modo exclusivo y que no es capaz de percibir nada más que aquello que es funcional, se parece a los edificios de cemento armado sin ventanas, en los que logramos el clima y la luz por nosotros mismos, sin querer recibir ya ambas cosas del gran mundo de Dios. Y, sin embargo, no podemos negar que en este mundo autoconstruido recurrimos en secreto igualmente a los “recursos” de Dios, que transformamos en productos nuestros. Es necesario volver a abrir las ventanas, hemos de ver nuevamente la inmensidad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo esto de modo justo.
Pero ¿cómo se lleva a cabo esto? ¿Cómo encontramos la entrada en la inmensidad, o la globalidad? ¿Cómo puede la razón volver a encontrar su grandeza sin deslizarse en lo irracional? ¿Cómo puede la naturaleza aparecer nuevamente en su profundidad, con sus exigencias y con sus indicaciones? Recuerdo un fenómeno de la historia política reciente, esperando que no se malinterprete ni suscite excesivas polémicas unilaterales. Diría que la aparición del movimiento ecologista en la política alemana a partir de los años setenta, aunque quizás no haya abierto las ventanas, ha sido y es sin embargo un grito que anhela aire fresco, un grito que no se puede ignorar ni rechazar porque se perciba en él demasiada irracionalidad. Gente joven se dio cuenta que en nuestras relaciones con la naturaleza existía algo que no funcionaba; que la materia no es solamente un material para nuestro uso, sino que la tierra tiene en sí misma su dignidad y nosotros debemos seguir sus indicaciones. Es evidente que no hago propaganda de un determinado partido político, nada más lejos de mi intención. Cuando en nuestra relación con la realidad hay algo que no funciona, entonces debemos reflexionar todos seriamente sobre el conjunto, y todos estamos invitados a volver sobre la cuestión de los fundamentos de nuestra propia cultura.. Permitidme detenerme todavía un momento sobre este punto. La importancia de la ecología es hoy indiscutible. Debemos escuchar el lenguaje de la naturaleza y responder a él coherentemente. Sin embargo, quisiera afrontar seriamente un punto que – me parece – se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando él respeta la naturaleza, la escucha, y cuando se acepta como lo que es, y admite que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana.

Volvamos a los conceptos fundamentales de naturaleza y razón, de los cuales hemos partido. El gran teórico del positivismo jurídico, Kelsen, con 84 años – en 1965 – abandonó el dualismo de ser y de deber ser (me consuela comprobar que a los 84 años se esté aún en condiciones de pensar algo razonable). Antes había dicho que las normas podían derivar solamente de la voluntad. En consecuencia – añade –, la naturaleza sólo podría contener en sí normas si una voluntad hubiese puesto estas normas en ella. Por otra parte – dice –, esto supondría un Dios creador, cuya voluntad se ha insertado en la naturaleza. “Discutir sobre la verdad de esta fe es algo absolutamente vano”, afirma a este respecto.[5]Creator Spiritus? ¿Lo es verdaderamente?, quisiera preguntar. ¿Carece verdaderamente de sentido reflexionar sobre si la razón objetiva que se manifiesta en la naturaleza no presupone una razón creativa, un
A este punto, debería venir en nuestra ayuda el patrimonio cultural de Europa. Sobre la base de la convicción de la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la conciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta. Estos conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su conjunto y la privaría de su integridad. La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa. Con la certeza de la responsabilidad del hombre ante Dios y reconociendo la dignidad inviolable del hombre, de cada hombre, este encuentro ha fijado los criterios del derecho; defenderlos es nuestro deber en este momento histórico.

Al joven rey Salomón, a la hora de asumir el poder, se le concedió lo que pedía. ¿Qué sucedería si nosotros, legisladores de hoy, se nos concediese formular una petición? ¿Qué pediríamos? Pienso que, en último término, también hoy, no podríamos desear otra cosa que un corazón dócil: la capacidad de distinguir el bien del mal, y así establecer un verdadero derecho, de servir a la justicia y la paz. Muchas gracias.


[1] De civitate Dei, IV, 4, 1.
[2] Contra Celsum GCS Orig. 428 (Koetschau); cf. A. Fürst, Monotheismus und Monarchie. Zum Zusammenhang von Heil und Herrschaft in der Antike. En: Theol. Phil. 81 (2006) 321 – 338; citación p. 336; cf. también J. Ratzinger, Die Einheit der Nationen. Eine Vision der Kirchenväter (Salzburg – München 1971) 60.
[3] Cf. W. Waldstein, Ins Herz geschrieben. Das Naturrecht als Fundament einer menschlichen Gesellschaft (Augsburg 2010) 11ss; 31 – 61.
[4] Waldstein, op. cit. 15-21.
[5] Citado según Waldstein, op. cit. 19.


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