viernes, 30 de septiembre de 2011

Viaje Apostólico de S.S. Benedicto XVI a Alemania (III)

                                   VIAJE APOSTÓLICO DEL PAPA BENEDICTO XVI
                                                                    A ALEMANIA
                                                           SEPTIEMBRE 22 al 25 de 2011



CELEBRACIÓN ECUMÉNICA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia del antiguo Convento de los Agustinos de Erfurt
Viernes 23 de Septiembre de 2011


Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

“No sólo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos” (Jn 17, 20): Así, en el Cenáculo, lo ha dicho Jesús al Padre. Él intercede por las futuras generaciones de creyentes. Mira más allá del Cenáculo hacia el futuro. Ha rezado también por nosotros y reza por nuestra unidad. Esta oración de Jesús no es simplemente algo del pasado. Él está siempre ante el Padre intercediendo por nosotros, y así está en este momento entre nosotros y quiere atraernos a su oración. En la oración de Jesús está el lugar interior, más profundo, de nuestra unidad. Seremos, pues una sola cosa, si nos dejamos atraer dentro de esta oración. Cada vez que, como cristianos, nos encontramos reunidos en la oración, esta lucha de Jesús por nosotros y con el Padre nos debería conmover profundamente en el corazón. Cuanto más nos dejamos atraer en esta dinámica, tanto más se realiza la unidad.

La oración de Jesús ¿ha quedado desoída? La historia del cristianismo es, por así decirlo, la parte visible de este drama, en la que Cristo lucha y sufre con nosotros, los seres humanos. Una y otra vez Él debe soportar el rechazo a la unidad, y aun así, una y otra vez se culmina la unidad con Él, y en Él con el Dios Trinitario. Debemos ver ambas cosas: el pecado del hombre, que reniega de Dios y se repliega en sí mismo, pero también las victorias de Dios, que sostiene la Iglesia no obstante su debilidad y atrae continuamente a los hombres dentro de sí, acercándolos de este modo los unos a los otros. Por eso, en un encuentro ecuménico, no debemos lamentar solo las divisiones y las separaciones, sino agradecer a Dios por todos los elementos de unidad que ha conservado para nosotros y que continuamente nos da. Gratitud que debe ser al mismo tiempo disponibilidad para no perder la unidad alcanzada, en medio de un tiempo de tentación y de peligros.

La unidad fundamental consiste en el hecho de que creemos en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Que lo profesamos como Dios Trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo. La unidad suprema no es la soledad una mónada, sino unidad a través del amor. Creemos en Dios, en el Dios concreto. Creemos que Dios nos ha hablado y se ha hecho uno de nosotros. La tarea común que actualmente tenemos, es dar testimonio de este Dios vivo.

El hombre tiene necesidad de Dios, o ¿acaso las cosas van bien sin Él? Cuando en una primera fase de la ausencia de Dios, su luz sigue mandando sus reflejos y mantiene unido el orden de la existencia humana, se tiene la impresión de que las cosas funcionan bastante bien incluso sin Dios. Pero cuanto más se aleja el mundo de Dios, tanto más resulta claro que el hombre, en el hybris del poder, en el vacío del corazón y en el ansia de satisfacción y de felicidad, “pierde” cada vez más la vida. La sed de infinito está presente en el hombre de tal manera que no se puede extirpar. El hombre ha sido creado para relacionarse con Dios y tiene necesidad de Él. En este tiempo, nuestro primer servicio ecuménico debe ser el testimoniar juntos la presencia del Dios vivo y dar así al mundo la respuesta que necesita. Naturalmente, de este testimonio fundamental de Dios forma parte, y de modo absolutamente central, el dar testimonio de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que vivió entre nosotros, padeció y murió por nosotros, y que en su resurrección ha abierto totalmente la puerta de la muerte. Queridos amigos, ¡fortifiquémonos en esta fe! ¡Ayudémonos recíprocamente a vivirla! Esta es una gran tarea ecuménica que nos introduce en el corazón de la oración de Jesús.

La seriedad de la fe en Dios se manifiesta en vivir su palabra. En nuestro tiempo, se manifiesta de una forma muy concreta, en el compromiso por esta criatura, por el hombre, que Él quiso a su imagen. Vivimos en un tiempo en que los criterios de cómo ser hombres se han hecho inciertos. La ética viene sustituida con el cálculo de las consecuencias. Frente a esto, como cristianos, debemos defender la dignidad inviolable del ser humano, desde la concepción hasta la muerte, desde las cuestiones del diagnóstico previo a su implantación hasta la eutanasia. “Solo quien conoce a Dios, conoce al hombre”, dijo una vez Romano Guardini. Sin el conocimiento de Dios, el hombre se hace manipulable. La fe en Dios debe concretarse en nuestro común trabajo por el hombre. Forman parte de esta tarea a favor del hombre no sólo estos criterios fundamentales de humanidad sino, sobre todo y de modo concreto, el amor que Jesucristo nos ha enseñado en la descripción del Juicio Final (cf. Mt 25): el Dios juez nos juzgará según nos hayamos comportado con nuestro prójimo, con los más pequeños de sus hermanos. La disponibilidad para ayudar en las necesidades actuales, más allá del propio ambiente de vida es una obra esencial del cristiano.

Esto vale sobre todo, como he dicho, en el ámbito de la vida personal de cada uno. Pero vale también en la comunidad de un pueblo o de un Estado, en la que todos debemos hacernos cargo los unos de los otros. Vale para nuestro Continente, en el que estamos llamados a la solidaridad europea. Y, en fin, vale más allá de todas las fronteras: la caridad cristiana exige hoy también nuestro compromiso por la justicia en el mundo entero. Sé que de parte de los alemanes y de Alemania se trabaja mucho por hacer posible a todos los hombres una existencia humanamente digna, por lo que expreso una palabra de viva gratitud.

Para concluir, quisiera detenerme todavía en una dimensión más profunda de nuestra obligación de amar. La seriedad de la fe se manifiesta sobre todo cuando esta inspira a ciertas personas a ponerse totalmente a disposición de Dios y, a partir de Dios, de los demás. Las grandes ayudas se hacen concretas solamente cuando sobre el lugar existen aquellos que están a total disposición de los otros, y con ello hacen creíble el amor de Dios. Personas así son un signo importante para la verdad de nuestra fe.

En vísperas de mi visita, se ha hablado varias veces de que se espera de tal visita un don ecuménico del huésped. No es necesario que yo especifique los dones mencionados en tal contexto. A este respecto, quisiera decir que esto, como se ve en la mayor parte de los casos, constituye un malentendido político de la fe y del ecumenismo. Cuando un jefe de estado visita un país amigo, generalmente preceden contactos entre las instancias, que preparan la estipulación de uno o más acuerdos entre los dos estados: en la ponderación de las ventajas y desventajas se llega al compromiso que, al fin, aparece ventajoso para ambas partes, de manera que el tratado puede ser firmado. Pero la fe de los cristianos no se basa en una ponderación de nuestras ventajas y desventajas. Una fe autoconstruida no tiene valor. La fe no es una cosa que nosotros excogitamos y concordamos. Es el fundamento sobre el cual vivimos. La unidad no crece mediante la ponderación de ventajas y desventajas, sino profundizando cada vez más en la fe mediante el pensamiento y la vida. De esta forma, en los últimos 50 años, y en particular también desde la visita del Papa Juan Pablo II, hace 30 años, ha crecido mucho la comunión de la cual sólo podemos estar agradecidos. Me es grato recordar el encuentro con la comisión presidida por el Obispo luterano Lohse, en la cual nos hemos ejercitado juntos en este profundizar en la fe mediante el pensamiento y la vida. Expreso vivo agradecimiento a todos aquellos que han colaborado en esto, por la parte católica, de modo particular, al Cardenal Lehmann. No menciono otros nombres, el Señor los conoce a todos. Juntos podemos agradecer al Señor por el camino de la unidad por el que nos ha conducido, y asociarnos en humilde confianza a su oración: Haz, que todos seamos uno, como Tú eres uno con el Padre, para que el mundo crea que Él te ha enviado (cf. Jn 17, 21).
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VÍSPERAS MARIANAS
PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Santuario de Etzelsbach
Viernes 23 de Septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Saludo de todo corazón a todos los que habéis venido aquí, a Etzelsbach, para esta hora de oración. He oído hablar tanto de Eichsfeld desde mi juventud, que he pensado: alguna vez debo verlo y rezar con vosotros. Doy las gracias cordialmente al Obispo Wanke, que ya durante el vuelo me ha presentado vuestra región, así como a vuestro portavoz y representantes, que me han ofrecido dones simbólicos de vuestra tierra, a la vez que me han dado al menos una idea de la variedad de esta región.

Así, pues, me siento muy feliz de que se haya cumplido mi deseo de visitar Eichsfeld y de dar gracias con vosotros a la Virgen María en Etzelsbach. “Aquí en el querido valle tranquilo” –dice un canto de los peregrinos– y “bajo los viejos tilos”, María nos da seguridad y nuevas fuerzas. En dos dictaduras impías que han tratado de arrancar a los hombres su fe tradicional, las gentes de Eichsfeld estaban convencidas de encontrar aquí, en el santuario de Etzelsbach, una puerta abierta y un lugar de paz interior. Queremos continuar la amistad especial con María, amistad que se ha acrecentado con todo esto, y la queremos continuar, también con esta celebración de las Vísperas marianas de hoy.

Cuando los cristianos se dirigen a María en todos los tiempos y lugares, se dejan guiar por la certeza espontánea de que Jesús no puede rechazar las peticiones que le presenta su Madre; y se apoyan en la confianza inquebrantable de que María es también Madre nuestra; una Madre que ha experimentado el sufrimiento más grande de todos, que se da cuenta, juntamente con nosotros, de todas nuestras dificultades y piensa de modo materno cómo superarlas. Cuántas personas han ido en el transcurso de los siglos en peregrinación a María para encontrar ante la imagen de la Dolorosa, como aquí en Etzelsbach, consuelo y alivio.

Contemplemos su imagen. Una mujer de mediana edad, con los párpados hinchados de tanto llorar, y al mismo tiempo una mirada absorta, fija en la lejanía, como si estuviese meditando en su corazón sobre todo lo que había sucedido. Sobre su regazo reposa el cuerpo exánime del Hijo; Ella lo aprieta delicadamente y con amor, como un don precioso. Sobre el cuerpo desnudo del Hijo vemos los signos de la crucifixión. El brazo izquierdo del Crucificado cae verticalmente hacia abajo. Quizás, esta escultura de la Piedad, como a menudo era costumbre, estaba originalmente colocada sobre un altar. Así, el Crucificado remite con su brazo extendido a lo que sucede sobre el altar, donde el santo sacrificio que llevó a cabo se actualiza en la Eucaristía.

Una particularidad de la imagen milagrosa de Etzelsbach es la posición del Crucificado. En la mayor parte de las representaciones de la Piedad, el cuerpo sin vida de Jesús yace con la cabeza vuelta hacia la izquierda. De esta forma, el que lo contempla puede ver su herida del costado. Aquí en Etzelsbach, en cambio, la herida del costado está escondida, ya que el cadáver está orientado hacia el otro lado. Creo que dicha representación encierra un profundo significado, que se revela solamente en una atenta contemplación: en la imagen milagrosa de Etzelbach, los corazones de Jesús y de su Madre se dirigen uno al otro; los corazones se acercan. Se intercambian recíprocamente su amor. Sabemos que el corazón es también el órgano de la sensibilidad más profunda para el otro, así como de la íntima compasión. En el corazón de María encuentra cabida el amor que su divino Hijo quiere ofrecer al mundo.

La devoción mariana se concentra en la contemplación de la relación entre la Madre y su divino Hijo. Los fieles, en la oración, en las pruebas, en la gratitud y en la alegría, han encontrado siempre nuevos aspectos y títulos que nos pueden abrir mejor a este misterio como, por ejemplo, la imagen del Corazón Inmaculado de María, símbolo de la unidad profunda y sin reservas con Cristo en el amor. No es la autorrealización, el querer poseer y construirse a sí mismo, lo que lleva a la persona a su verdadero desarrollo, un aspecto que hoy se propone como modelo de la vida moderna, pero que fácilmente se convierte en una forma de egoísmo refinado. Es más bien la actitud del don de sí, la renuncia a sí mismo, lo que orienta hacia el corazón de María, y con ello hacia el corazón de Cristo, así como hacia el prójimo; y sólo en este modo hace que nos encontremos con nosotros mismos.

“A los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio” (Rm 8, 28): lo acabamos de escuchar en la lectura tomada de la Carta a los Romanos. En María, Dios ha hecho confluir todo el bien y, por medio de Ella, no cesa de difundirlo ulteriormente en el mundo. Desde la Cruz, desde el trono de la gracia y la redención, Jesús ha entregado a los hombres como Madre a María, su propia Madre. En el momento de su sacrificio por la humanidad, Él constituye en cierto modo a María, mediadora del flujo de gracia que brota de la Cruz. Bajo la Cruz, María se hace compañera y protectora de los hombres en el camino de su vida. “Con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz” (Lumen gentium, 62), como ha dicho el Concilio Vaticano II. Sí, en la vida pasamos por vicisitudes alternas, pero María intercede por nosotros ante su Hijo y nos ayuda a encontrar la fuerza del amor divino del Hijo y de abrirnos a él.

Nuestra confianza en la intercesión eficaz de la Madre de Dios y nuestra gratitud por la ayuda que experimentamos continuamente llevan consigo de algún modo el impulso a dirigir la reflexión más allá de las necesidades del momento. ¿Qué quiere decirnos verdaderamente María cuando nos salva de un peligro? Quiere ayudarnos a comprender la amplitud y profundidad de nuestra vocación cristiana. Quiere hacernos comprender con maternal delicadeza que toda nuestra vida debe ser una respuesta al amor rico en misericordia de nuestro Dios. Como si nos dijera: Entiende que Dios, que es la fuente de todo bien y no quiere otra cosa que tu verdadera felicidad, tiene el derecho de exigirte una vida que se abandone totalmente y con alegría a su voluntad, y se esfuerce en que los otros hagan lo mismo. “Donde está Dios, allí hay futuro”. En efecto: donde dejamos que el amor de Dios actúe totalmente sobre nuestra vida y en nuestra vida, allí se abre el cielo. Allí, es posible plasmar el presente, de modo que se ajuste cada vez más a la Buena Noticia de nuestro Señor Jesucristo. Allí, las pequeñas cosas de la vida cotidiana alcanzan su sentido y los grandes problemas encuentran su solución.

Con esta certeza imploramos a María, con esta certeza creemos en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios. Amén.
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CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza de la Catedral, Erfurt
Sábado 24 de Septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

“Alabad al Señor en todo tiempo, porque es bueno”. Así acabamos de cantar antes del Evangelio. Sí, tenemos verdaderamente motivos para dar gracias a Dios de todo corazón. Si en esta ciudad volviéramos con el pensamiento a 1981, el año jubilar de santa Isabel, hace treinta años, en tiempos de la República Democrática Alemana, ¿quién habría imaginado que el muro y las alambradas de las fronteras habrían caído pocos años después? Y si fuéramos todavía más atrás, cerca de setenta años, hasta 1941, en tiempos del nacionalsocialismo, de la Gran Guerra, ¿quién habría podido predecir que el “Reich milenario” quedaría reducido a cenizas cuatro años después?

Queridos hermanos y hermanas, aquí en Turingia, y en la entonces República Democrática Alemana, tuvisteis que soportar una dictadura “oscura” [nazi] y una roja [comunista], que para la fe cristiana fueron como una lluvia ácida. Muchas consecuencias tardías de ese tiempo han de ser aún asimiladas, sobre todo en la mentalidad y en el ámbito religioso. Actualmente, la mayoría de la gente en esta tierra vive lejana de la fe en Cristo y de la comunión de la Iglesia. Los últimos dos decenios, sin embargo, tienen también experiencias positivas: un horizonte más amplio, un intercambio más allá de las fronteras, una confiada certeza de que Dios no nos abandona y nos conduce por nuevos caminos. “Donde está Dios, allí hay futuro”.

Todos estamos convencidos de que la nueva libertad ha ayudado a dar a los hombres una mayor dignidad y a abrir muchas nuevas posibilidades. Desde el punto de vista de la Iglesia, podemos subrayar con agradecimiento muchos beneficios: nuevas posibilidades para las actividades parroquiales, la reestructuración y ampliación de iglesias y centros parroquiales, iniciativas pastorales o culturales diocesanas. Pero, naturalmente, también se nos plantea una pregunta: estas posibilidades, ¿nos han llevado también a un incremento de la fe? Las raíces de la fe y de la vida cristiana, ¿acaso no se han de buscar en algo más hondo que la libertad social? Muchos católicos convencidos han permanecido fieles a Cristo y a la Iglesia en la difícil situación de una opresión exterior. Y nosotros, ¿dónde estamos hoy? Ellos han aceptado desventajas personales con tal de vivir su propia fe. Quisiera dar las gracias aquí a los sacerdotes, así como a sus colaboradores y colaboradoras de aquellos tiempos. En particular, quisiera recordar la pastoral de los refugiados inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial: entonces, muchos eclesiásticos y laicos emprendieron grandes iniciativas para aliviar la penosa situación de los prófugos y darles una nueva Patria. Y, cómo no, un agradecimiento sincero a los padres que, en medio de la diáspora y en un ambiente político hostil a la Iglesia, educaron a sus hijos en la fe católica. Quiero recordar con gratitud las Semanas Religiosas para los niños durante las vacaciones, así como también el trabajo fructuoso de las casas para la juventud católica “San Sebastián”, en Erfurt, y “Marcel Callo”, en Heiligenstadt. Especialmente en Eichsfeld, muchos católicos resistieron a la ideología comunista. Que Dios recompense a todos abundantemente por la perseverancia en la fe. El testimonio valiente y el vivir paciente con Él, la confianza constante en la providencia de Dios, son como una semilla valiosa que promete un fruto abundante para el futuro.

La presencia de Dios se manifiesta siempre de modo particularmente claro en los santos. Su testimonio de fe puede darnos también hoy la fuerza para un nuevo despertar. Pensamos ahora, sobre todo, en los santos Patronos de la Diócesis de Erfurt: Isabel de Turingia, Bonifacio y Kilian. Isabel vino a Wartburg, en Turingia, de un país extranjero, de Hungría. Llevó una intensa vida de oración, unida a la penitencia y a la pobreza evangélica. Bajaba regularmente de su castillo, en la ciudad de Eisenach, para cuidar personalmente a los pobres y enfermos. Su vida en esta tierra fue breve – llegó sólo a los veinticuatro años –, pero el fruto de su santidad se extiende a través de los siglos. Santa Isabel es muy estimada también por los cristianos evangélicos; puede ayudarnos a todos nosotros a descubrir la plenitud de la fe, su belleza, su profundidad y su fuerza transformadora y purificadora, y a ponerla en práctica en nuestra vida cotidiana.

También la fundación de la Diócesis de Erfurt por san Bonifacio, en el año 742, remite a las raíces cristianas de nuestro país. Este acontecimiento es al mismo tiempo la primera mención documentada de la ciudad de Erfurt. El Obispo misionero Bonifacio había llegado de Inglaterra, y de su estilo de trabajar formaba parte el actuar en unión esencial y estrecha relación con el Obispo de Roma, el Sucesor de san Pedro. Sabía que la Iglesia debe estar unida en torno a Pedro. Lo veneramos como el “Apóstol de Alemania”; murió mártir. Dos de sus compañeros, que compartieron con él el testimonio del derramamiento de la sangre por la fe cristiana, están enterrados aquí, en la Catedral de Erfurt: son los santos Eoban y Adelar.

Antes aún que los misioneros anglosajones, en Turingia trabajó san Kilian, un misionero itinerante venido de Irlanda. Murió mártir en Würzburg junto con dos compañeros, porque criticaba el comportamiento moralmente equivocado del duque de Turingia, residente allí. Y, por último, no queremos olvidar a san Severo, patrón de Severikirche, aquí en la plaza de la Catedral. Fue obispo de Rávena en el siglo cuarto; en el año 836, su cuerpo fue trasladado a Erfurt, para arraigar más profundamente la fe cristiana en esta región. En efecto, de estos muertos partía el testimonio vivo de la Iglesia que perdura en el tiempo; de la fe que fecunda cada época y nos indica el camino de la vida.

Preguntémonos ahora: ¿Qué es lo que tienen en común estos santos? ¿Cómo podemos describir el aspecto particular de su vida y comprender que nos afecta y puede incidir en nuestra vida? Los santos nos muestran ante todo que es posible y bueno vivir en relación con Dios y vivir esta relación de modo radical, ponerlo en primer lugar y no relegarle solamente a un ángulo cualquiera. Los santos nos muestran de manera evidente que Dios ha sido el primero que se ha dirigido a nosotros. Nosotros no podríamos llegar hasta Él, lanzarnos en cierto modo hacia lo que desconocemos, si antes no nos hubiera amado, si no hubiera primero salido a nuestro encuentro. Después de haber venido ya al encuentro de los Padres con las palabras de la llamada, Él mismo se nos ha manifestado en Jesucristo, y en Él continúa mostrándose a nosotros. Cristo sale a nuestro encuentro también hoy, habla a cada uno, como lo acaba de hacerlo en el Evangelio, e invita a cada uno de nosotros a escucharlo, a aprender a comprenderlo y a seguirlo. Los santos han tomado en serio esta invitación y esta posibilidad, han reconocido al Dios concreto, lo han visto y escuchado; han ido a su encuentro y han caminado con Él; se han dejado contagiar por Él, por decirlo así, y se han orientado hacia Él desde lo íntimo de su ser – en el continuo diálogo de la oración –, y de Él han recibido la luz que abre a la vida verdadera.

La fe es siempre y esencialmente un creer junto con los otros. Nadie puede creer por sí solo. Recibimos la fe mediante la escucha, nos dice san Pablo. Y la escucha es un proceso de estar juntos de manera física y espiritual. Únicamente puedo creer en la gran comunión de los fieles de todos los tiempos que han encontrado a Cristo y que han sido encontrados por Él. El poder creer se lo debo ante todo a Dios que se dirige a mí y, por decirlo así, “enciende” mi fe. Pero muy concretamente, debo mi fe a los que me son cercanos y han creído antes que yo y creen conmigo. Este gran “con”, sin el cual no es posible una fe personal, es la Iglesia. Y esta Iglesia no se detiene ante las fronteras de los países, como lo demuestran las nacionalidades de los santos que he mencionado: Hungría, Inglaterra, Irlanda e Italia. Esto pone de relieve la importancia del intercambio espiritual que se extiende a través de toda la Iglesia. Sí, ha sido fundamental para el desarrollo de la Iglesia en nuestro país, y sigue siendo fundamental en todos los tiempos, que creamos juntos en todos los Continentes, y que aprendamos unos de otros a creer. Si nos abrimos a la fe íntegra, en la historia entera y en los testimonios de toda la Iglesia, entonces la fe católica tiene futuro también como fuerza pública en Alemania. Al mismo tiempo, las figuras de los santos de los que he hablado nos muestran la gran fecundidad de una vida con Dios, la fertilidad de este amor radical a Dios y al prójimo. Los santos, aun allí donde son pocos, cambian el mundo. Y los grandes santos siguen siendo fuerza transformadora en todos los tiempos.

De esta manera, los cambios políticos del año 1989 en nuestro país no fueron motivados sólo por el deseo de bienestar y de libertad de movimiento, sino, y decisivamente, por el deseo de veracidad. Este anhelo se mantuvo vivo, entre otras cosas, por personas totalmente dedicadas al servicio de Dios y del prójimo, dispuestas a sacrificar su propia vida. Ellos y los santos que hemos recordado nos animan a aprovechar la nueva situación. No queremos escondernos en una fe meramente privada, sino que queremos usar de manera responsable la libertad lograda. Como los santos Kilian, Bonifacio, Adelar, Eoban e Isabel de Turingia, queremos salir al encuentro de nuestros conciudadanos como cristianos, e invitarlos a descubrir con nosotros la plenitud de la Buena Nueva, su presencia, su fuerza vital y su belleza. Entonces seremos como la famosa campana de la Catedral de Erfurt, que lleva el nombre de “Gloriosa”. Se considera la campana medieval más grande del mundo que oscila libremente. Es un signo vivo de nuestro profundo enraizamiento en la tradición cristiana, pero también un llamamiento a ponernos en camino y comprometernos en la misión. Sonará también hoy al final de la Misa solemne. Que nos aliente a hacer visible y audible en el mundo – según el ejemplo de los santos – el testimonio de Cristo, a hacer audible y visible la gloria de Dios y, así, a vivir en un mundo en el que Dios está presente y hace la vida hermosa y rica de significado. Amén.
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SALUDO A LA CIUDADANÍA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Münsterplat de Friburgo de Brisgovia
Sábado 24 de Septiembre de 2011

Queridos amigos:

Os saludo a todos con gran alegría y os agradezco la cordial acogida que me habéis dispensado. Tras los hermosos encuentros en Berlín y Erfurt, me alegra estar ahora con vosotros en Friburgo, a la luz y el calor del sol. Doy las gracias especialmente a vuestro querido Arzobispo Robert Zollitsch por su invitación – ha insistido tanto que, al final, he debido decir: he de ir verdaderamente a Friburgo – así como por sus amables palabras de bienvenida.

“Donde está Dios, allí hay futuro”; así reza el lema de estas jornadas. Como Sucesor del Apóstol Pedro, al que el Señor encomendó en el cenáculo precisamente el encargo de confirmar a los hermanos (cf. Lc a estar con vosotros en esta bella ciudad para rezar juntos, proclamar la Palabra de Dios y celebrar juntos la Eucaristía. Os pido que recéis para que estos días sean fructíferos, de modo que Dios confirme nuestra fe, fortalezca nuestra esperanza y acreciente nuestro amor. Que en estos días lleguemos a ser nuevamente conscientes de lo mucho que Dios nos ama y de que Él es verdaderamente bueno. Por eso hemos de estar llenos de confianza de que Él es bueno para con nosotros, tiene un  poder bueno y nos lleva en sus manos; a nosotros y a todo lo que mueve nuestro corazón y es importante para nosotros. Y queremos ponerlo conscientemente en sus manos. En Él, nuestro futuro está asegurado. Él da sentido a nuestra vida y puede llevarla a plenitud. El Señor os acompañe en la paz y os haga mensajeros de su paz. Gracias de corazón por la acogida.


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