viernes, 16 de septiembre de 2011

Visita Pastoral de Benedicto XVI a Ancona, Italia (Sept. 11)

                                                       VISITA PASTORAL A ANCONA

SANTA MISA
PARA LA CLAUSURA DEL XXV CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL ITALIANO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Astillero de Ancona
Domingo 11 de Septiembre de 2011

Queridísimos hermanos y hermanas:

Hace seis años, el primer viaje apostólico en Italia de mi pontificado me llevó a Bari, con ocasión del 24° Congreso eucarístico nacional. Hoy he venido a clausurar solemnemente el 25°, aquí en Ancona. Doy gracias al Señor por estos intensos momentos eclesiales que refuerzan nuestro amor a la Eucaristía y nos ven reunidos en torno a la Eucaristía. Bari y Ancona, dos ciudades que se asoman al mar Adriático; dos ciudades ricas de historia y de vida cristiana; dos ciudades abiertas a Oriente, a su cultura y su espiritualidad; dos ciudades que los temas de los Congresos eucarísticos han contribuido a acercar: en Bari hemos hecho memoria de cómo «sin el Domingo no podemos vivir»; hoy, nuestro reencuentro se caracteriza por la «Eucaristía para la vida cotidiana».

Antes de ofreceros alguna reflexión, quiero agradecer vuestra coral participación: en vosotros abrazo espiritualmente a toda la Iglesia que está en Italia. Dirijo un saludo agradecido al presidente de la Conferencia episcopal, cardenal Angelo Bagnasco, por las cordiales palabras que me ha dirigido también en nombre de todos vosotros; a mi legado para este Congreso, cardenal Giovanni Battista Re; al arzobispo de Ancona-Ósimo, monseñor Edoardo Menichelli, a los obispos de la provincia eclesiástica de Las Marcas y a los que han acudido numerosos de cada parte del país. Junto con ellos, saludo a los sacerdotes, los diáconos, los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos, entre los cuales veo muchas familias y muchos jóvenes. Mi agradecimiento va también a las autoridades civiles y militares y a cuantos, de diversas maneras, han contribuido al buen éxito de este acontecimiento.

«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6, 60). Ante el discurso de Jesús sobre el pan de vida, en la Sinagoga de Cafarnaún, la reacción de los discípulos, muchos de los cuales abandonaron a Jesús, no está muy lejos de nuestras resistencias ante el don total que él hace de sí. Porque acoger verdaderamente este don quiere decir perderse a sí mismo, dejarse fascinar y transformar, hasta vivir de él, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la segunda lectura: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 8).

«Este modo de hablar es duro»; es duro porque con frecuencia confundimos la libertad con la ausencia de vínculos, con la convicción de poder actuar por nuestra cuenta, sin Dios, a quien se ve como un límite para la libertad. Y esto es una ilusión que no tarda en convertirse en desilusión, generando inquietud y miedo, y llevando, paradójicamente, a añorar las cadenas del pasado: «Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto», decían los israelitas en el desierto (Ex 16, 3), como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos.

«Este modo de hablar es duro»; es duro porque el hombre cae con frecuencia en la ilusión de poder «transformar las piedras en pan». Después de haber dejado a un lado a Dios, o haberlo tolerado como una elección privada que no debe interferir con la vida pública, ciertas ideologías han buscado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de la economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz prescindiendo de Dios y de su revelación concluyó dando a los hombres piedras en lugar de pan. El pan, queridos hermanos y hermanas, es «fruto del trabajo del hombre», y en esta verdad se encierra toda la responsabilidad confiada a nuestras manos y nuestro ingenio; pero el pan es también, y ante todo, «fruto de la tierra», que recibe de lo alto sol y lluvia: es don que se ha de pedir, quitándonos toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de los humildes: «Padre (...), danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6, 11).

El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende sólo a partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro pedimos que sea santificado su nombre, que venga su reino, que se cumpla su voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos; y en el conocimiento y seguimiento de la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia.

¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con frecuencia difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés se consideraba como «pan del cielo», gracias al cual Israel se convierte en el pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra última y definitiva de Dios, se hace carne, viene a nuestro encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida (cf. Jn 6, 32-35); y realizar las obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6, 28-29). En la última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive en acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos pueden beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz, pero él ya ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del cual provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera vivimos.

¿Pero qué comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía a fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Co 10, 17), realizando la oración de la comunidad cristiana de los orígenes que nos presenta el libro de la Didaché: «Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (ix, 4). La Eucaristía sostiene y transforma toda la vida cotidiana. Como recordé en mi primera encíclica, «en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros», por lo cual «una Eucaristía que no comporte un ejercicio concreto del amor es fragmentaria en sí misma» (Deus caritas est, 14).

La historia bimilenaria de la Iglesia está constelada de santos y santas, cuya existencia es signo elocuente de cómo precisamente desde la comunión con el Señor, desde la Eucaristía nace una nueva e intensa asunción de responsabilidades a todos los niveles de la vida comunitaria; nace, por lo tanto, un desarrollo social positivo, que sitúa en el centro a la persona, especialmente a la persona pobre, enferma o necesitada. Nutrirse de Cristo es el camino para no permanecer ajenos o indiferentes ante la suerte de los hermanos, sino entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la cruz. Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento, en el entramado ordinario de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir a quien está desnudo, visitar al enfermo y al preso (cf. Mt 25, 34-36). En cada persona sabrá ver al mismo Señor que no ha dudado en darse a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una espiritualidad eucarística, entonces, es un auténtico antídoto ante el individualismo y el egoísmo que a menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con particular atención en aliviar las heridas de aquellas desintegradas. 
Una espiritualidad eucarística es el alma de una comunidad eclesial que supera divisiones y contraposiciones y valora la diversidad de carismas y ministerios poniéndolos al servicio de la unidad de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión. Una espiritualidad eucarística es el camino para restituir dignidad a las jornadas del hombre y, por lo tanto, a su trabajo, en la búsqueda de conciliación de los tiempos dedicados a la fiesta y a la familia y en el compromiso por superar la incertidumbre de la precariedad y el problema del paro. Una espiritualidad eucarística nos ayudará también a acercarnos a las diversas formas de fragilidad humana, conscientes de que ello no ofusca el valor de la persona, pero requiere cercanía, acogida y ayuda. Del Pan de la vida sacará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a testimoniar los valores fundamentales de la existencia, del saber, del patrimonio espiritual y cultural; su vitalidad nos hará habitar en la ciudad de los hombres con la disponibilidad a entregarnos en el horizonte del bien común para la construcción de una sociedad más equitativa y fraterna.

Queridos amigos, volvamos de esta tierra de Las Marcas con la fuerza de la Eucaristía en una constante ósmosis entre el misterio que celebramos y los ámbitos de nuestra vida cotidiana. No hay nada auténticamente humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud: que la vida cotidiana se convierta en lugar de culto espiritual, para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, en relación con Cristo y como donación al Padre (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 71). Sí, «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4): nosotros vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta entregarnos, como Pedro, con la inteligencia del amor: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).

Como la Virgen María, seamos también nosotros «regazo» disponible que done a Jesús al hombre de nuestro tiempo, despertando el deseo profundo de aquella salvación que sólo viene de él. Buen camino, con Cristo Pan de vida, a toda la Iglesia que está en Italia. Amén.

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ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Astillero de Ancona
 Domingo 11 de Septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de concluir esta solemne celebración eucarística, la oración del Ángelus nos invita a reflejarnos en María santísima para contemplar el abismo de amor del que proviene el sacramento de la Eucaristía. Gracias al «fiat» de la Virgen, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Meditando el misterio de la Encarnación, nos dirigimos todos, con la mente y el corazón, al santuario de la Santa Casa de Loreto, del que nos separan sólo pocos kilómetros. Toda la tierra marquisana está iluminada por la presencia espiritual de María en su histórico santuario, que embellece y dulcifica más aún estas colinas. A Ella encomiendo en este momento la ciudad de Ancona, la diócesis, Las Marcas e Italia entera, para que en el pueblo italiano esté siempre viva la fe en el misterio eucarístico que en cada ciudad y en cada pueblo, desde los Alpes hasta Sicilia, hace presente a Cristo Resucitado, fuente de esperanza y de consuelo para la vida cotidiana, especialmente en los momentos difíciles.


Hoy nuestro pensamiento se dirige también al 11 de septiembre de hace diez años. Al recordar al Señor de la Vida a las víctimas de los atentados perpetrados aquel día y a sus familiares, invito a los responsables de las naciones y a los hombres de buena voluntad a rechazar siempre la violencia como solución de los problemas, a resistir a la tentación del odio y a obrar en la sociedad inspirándose en los principios de la solidaridad, de la justicia y de la paz.

Finalmente, por intercesión de María santísima, ruego al Señor que recompense a cuantos han trabajado en la preparación y organización de este Congreso eucarístico nacional, y a ellos dirijo de corazón mi más vivo agradecimiento.
 
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ENCUENTRO CON LAS FAMILIAS Y CON LOS SACERDOTES
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Catedral de San Ciríaco, Ancona
Domingo 11 de Septiembre de 2011

Queridos sacerdotes y queridos esposos:

El monte sobre el que está construida esta catedral nos ha permitido una bellísima vista sobre la ciudad y sobre el mar; pero al cruzar el majestuoso portal, el ánimo queda fascinado por la armonía del estilo románico, enriquecido por una trama de influencias bizantinas y elementos góticos. También en vuestra presencia —sacerdotes y esposos procedentes de las diversas diócesis italianas— se percibe la belleza de la armonía y de la complementariedad de vuestras diferentes vocaciones. El conocimiento mutuo y la estima recíproca, al compartir la misma fe, llevan a apreciar el carisma del otro y a reconocerse dentro del único «edificio espiritual» (1 P 2, 5) que, teniendo como piedra angular al propio Jesucristo, crece bien ordenado para ser templo santo en el Señor (cf. Ef 2, 20-21). Gracias, pues, por este encuentro: al querido arzobispo, monseñor Edoardo Menichelli —también por las expresiones con las que lo ha introducido—, y a cada uno de vosotros.

Deseo detenerme brevemente en la necesidad de reconducir orden sagrado y matrimonio hacia la única fuente eucarística. Los dos estados de vida tienen, en efecto, en el amor de Cristo —que se da a sí mismo para la salvación de la humanidad—, la misma raíz; están llamados a una misión común: la de testimoniar y hacer presente este amor al servicio de la comunidad, para la edificación del Pueblo de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1534). Esta perspectiva permite ante todo superar una visión reductiva de la familia, que la considera como mera destinataria de la acción pastoral. Es cierto que, en esta época difícil, la familia necesita particulares atenciones. Pero no por ello hay que disminuir su identidad ni mortificar su responsabilidad específica. La familia es riqueza para los esposos, bien insustituible para los hijos, fundamento indispensable de la sociedad, comunidad vital para el camino de la Iglesia.

En el plano eclesial, valorar a la familia significa reconocer su relevancia en la acción pastoral. El ministerio que nace del sacramento del matrimonio es importante para la vida de la Iglesia: la familia es lugar privilegiado de educación humana y cristiana, y permanece, por esta finalidad, como la mejor aliada del ministerio sacerdotal; ella es un don valioso para la edificación de la comunidad. La cercanía del sacerdote a la familia, a su vez, la ayuda a tomar conciencia de la propia realidad profunda y de la propia misión, favoreciendo el desarrollo de una fuerte sensibilidad eclesial. Ninguna vocación es una cuestión privada; tampoco aquella al matrimonio, porque su horizonte es la Iglesia entera. Se trata, por lo tanto, de saber integrar y armonizar, en la acción pastoral, el ministerio sacerdotal con «el auténtico Evangelio del matrimonio y de la familia» (Directorio de pastoral familiar, Conferencia episcopal italiana, 25 de julio de 1993, n. 8) para una comunión eficaz y fraterna. Y la Eucaristía es el centro y la fuente de esta unidad que anima toda la acción de la Iglesia.

Queridos sacerdotes, por el don que habéis recibido en la ordenación, estáis llamados a servir como pastores a la comunidad eclesial, que es «familia de familias», y, por lo tanto, a amar a cada uno con corazón paterno, con auténtico desprendimiento de vosotros mismos, con entrega plena, continua y fiel: vosotros sois signo vivo que remite a Jesucristo, el único Buen Pastor. Conformaos a él, a su estilo de vida, con ese servicio total y exclusivo del que el celibato es expresión. También el sacerdote tiene una dimensión esponsal; es identificarse con el corazón de Cristo Esposo que da la vida por la Iglesia, su esposa (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 24). Cultivad una profunda familiaridad con la Palabra de Dios, luz en vuestro camino. Que la celebración cotidiana y fiel de la Eucaristía sea el lugar donde se obtenga la fuerza para donaros vosotros mismos cada día en el ministerio y vivir constantemente en la presencia de Dios: es él vuestra morada y vuestra herencia. De esto debéis ser testigos para la familia y para cada persona que el Señor pone en vuestro camino, también en las circunstancias más difíciles (cf. ib., 80). Alentad a los cónyuges, compartid sus responsabilidades educativas, ayudadles a renovar continuamente la gracia de su matrimonio. Haced a la familia protagonista en la acción pastoral. Sed acogedores y misericordiosos, también con quienes les cuesta más cumplir con los compromisos asumidos con el vínculo matrimonial y con cuantos, lamentablemente, han faltado a ellos.

Queridos esposos, vuestro matrimonio se arraiga en la fe de que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8) y que seguir a Cristo significa «permanecer en el amor» (cf. Jn 15, 9-10). Vuestra unión —como enseña el apóstol san Pablo— es signo sacramental del amor de Cristo por la Iglesia (cf. Ef 5, 32), amor que culmina en la Cruz y que «se significa y se actualiza en la Eucaristía» (Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 29). Que el misterio eucarístico incida cada vez con mayor profundidad en vuestra vida diaria: sacad inspiración y fuerza de este sacramento para vuestra relación conyugal y para la misión educativa a la que estáis llamados; construid vuestras familias en la unidad, don que viene de lo alto y que alimenta vuestro compromiso en la Iglesia y en la promoción de un mundo justo y fraterno. Amad a vuestros sacerdotes, expresadles aprecio por el generoso servicio que realizan. Sabed soportar también sus limitaciones, sin renuncia jamás a pedirles que sean entre vosotros ministros ejemplares que os hablan de Dios y que os conducen a Dios. Vuestra fraternidad es para ellos una ayuda espiritual valiosa y un apoyo en las pruebas de la vida.

Queridos sacerdotes y queridos esposos, que sepáis encontrar siempre en la santa misa la fuerza para vivir la pertenencia a Cristo y a su Iglesia, en el perdón, en el don de uno mismo y en la gratitud. Que vuestro hacer cotidiano tenga en la comunión sacramental su origen y su centro, a fin de que todo se realice para la gloria de Dios. De este modo, el sacrificio de amor de Cristo os transformará, hasta haceros en él «un solo cuerpo y un solo espíritu» (cf. Ef 4, 4-6). La educación de las nuevas generaciones en la fe pasa también a través de vuestra coherencia. Dadles testimonio de la belleza exigente de la vida cristiana, con la confianza y la paciencia de quien conoce el poder de la semilla sembrada en la tierra. Como en el episodio evangélico que hemos escuchado (Mc 5, 21-24.35-43), sed, para cuantos están encomendados a vuestra responsabilidad, signo de la benevolencia y de la ternura de Jesús: en él se hace visible cómo el Dios que ama la vida no es ajeno o distante de las vicisitudes humanas, sino que es el Amigo que nunca abandona. Y en los momentos en que se insinúe la tentación de que todo esfuerzo educativo es vano, sacad de la Eucaristía la luz para reforzar la fe, seguros de que la gracia y el poder de Jesucristo pueden alcanzar al hombre en cualquier situación, incluso la más difícil. Queridos amigos, os encomiendo a todos a la protección de María, venerada en esta catedral con el título de «Reina de todos los santos». La tradición vincula su imagen al exvoto de un marinero, en agradecimiento por la salvación del hijo, sano y salvo de una tempestad marina. Que la mirada materna de la Madre acompañe también vuestros pasos en la santidad hacia un arribo de paz. Gracias.

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ENCUENTRO CON LOS NOVIOS
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza del Plebiscito, Ancona
Domingo 11 de Septiembre de 2011

Queridos novios:

Me alegra concluir esta intensa jornada, culmen del Congreso eucarístico nacional, encontrándoos a vosotros, casi para querer confiar la herencia de este acontecimiento de gracia a vuestras jóvenes vidas. Además, la Eucaristía, don de Cristo para la salvación del mundo, indica y contiene el horizonte más verdadero de la experiencia que estáis viviendo: el amor de Cristo como plenitud del amor humano.

Doy las gracias al arzobispo de Ancona-Ósimo, monseñor Edoardo Menichelli, por su cordial y profundo saludo, y a todos vosotros por esta vivaz participación; gracias también por las preguntas que me habéis dirigido y que acojo confiando en la presencia, en medio de nosotros, del Señor Jesús: ¡sólo él tiene palabras de vida eterna, palabras de vida para vosotros y vuestro futuro!

Lo que planteáis son interrogantes que, en el actual contexto social, asumen un peso aún mayor. Deseo ofreceros sólo alguna orientación por respuesta. En ciertos aspectos nuestro tiempo no es fácil, sobre todo para vosotros, los jóvenes. La mesa está surtida de muchas cosas deliciosas, pero, como en el episodio evangélico de las bodas de Caná, parece que falta el vino de la fiesta. Sobre todo la dificultad de encontrar un trabajo estable extiende un velo de incertidumbre sobre el futuro. Esta condición contribuye a posponer la toma de decisiones definitivas, e incide de modo negativo en el crecimiento de la sociedad, que no consigue valorar plenamente la riqueza de energías, de competencias y de creatividad de vuestra generación.

Falta el vino de la fiesta también a una cultura que tiende a prescindir de criterios morales claros: en la desorientación, cada uno se ve impulsado a moverse de manera individual y autónoma, frecuentemente en el único perímetro del presente. La fragmentación del tejido comunitario se refleja en un relativismo que mella los valores esenciales; la consonancia de sensaciones, de estados de ánimo y de emociones parece más importante que compartir un proyecto de vida. También las elecciones de fondo se vuelven entonces frágiles, expuestas a una perenne revocabilidad, que a menudo se considera como expresión de libertad, mientras que más bien señala su carencia. Asimismo, pertenece a una cultura carente del vino de la fiesta la aparente exaltación del cuerpo, que en realidad banaliza la sexualidad y tiende a que se viva fuera de un contexto de comunión de vida y de amor.

Queridos jóvenes, ¡no tengáis miedo de afrontar estos desafíos! No perdáis nunca la esperanza. Tened valor, también en las dificultades, permaneciendo firmes en la fe. Estad seguros de que, en toda circunstancia, sois amados y estáis custodiados por el amor de Dios, que es nuestra fuerza. Dios es bueno. Por esto es importante que el encuentro con Dios, sobre todo en la oración personal y comunitaria, sea constante, fiel, precisamente como es el camino de vuestro amor: amar a Dios y sentir que él me ama. ¡Nada nos puede separar del amor de Dios! Estad seguros, además, de que también la Iglesia está cerca de vosotros, os sostiene, no cesa de miraros con gran confianza. Ella sabe que tenéis sed de valores, los valores verdaderos, sobre lo que vale la pena construir vuestra casa. El valor de la fe, de la persona, de la familia, de las relaciones humanas, de la justicia. No os desaniméis ante las carencias que parecen apagar la alegría en la mesa de la vida. En las bodas de Caná, cuando falta el vino, María invitó a los sirvientes a dirigirse a Jesús y les dio una indicación precisa: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Atesorad estas palabras, las últimas de María citadas en los Evangelios, casi su testamento espiritual, y tendréis siempre la alegría de la fiesta: ¡Jesús es el vino de la fiesta!

Como novios estáis viviendo una época única que abre a la maravilla del encuentro y permite descubrir la belleza de existir y de ser valiosos para alguien, de poderos decir recíprocamente: tú eres importante para mí. Vivid con intensidad, gradualidad y verdad este camino. No renunciéis a perseguir un ideal alto de amor, reflejo y testimonio del amor de Dios. ¿Pero cómo vivir esta etapa de vuestra vida, testimoniar el amor en la comunidad? Deseo deciros ante todo que evitéis cerraros en relaciones intimistas, falsamente tranquilizadoras; haced más bien que vuestra relación se convierta en levadura de una presencia activa y responsable en la comunidad. No olvidéis, además, que, para ser auténtico, también el amor requiere un camino de maduración: a partir de la atracción inicial y de «sentirse bien» con el otro, educaos a «querer bien» al otro, a «querer el bien» del otro. El amor vive de gratuidad, de sacrificio de uno mismo, de perdón y de respeto del otro.

Queridos amigos, todo amor humano es signo del Amor eterno que nos ha creado y cuya gracia santifica la elección de un hombre y de una mujer de entregarse recíprocamente la vida en el matrimonio. Vivid este tiempo del noviazgo en la espera confiada de tal don, que hay que acoger recorriendo un camino de conocimiento, de respeto, de atenciones que jamás debéis perder: sólo con esta condición el lenguaje del amor seguirá siendo significativo también con el paso de los años. Educaos, también, desde ahora en la libertad de la fidelidad, que lleva a custodiarse recíprocamente, hasta vivir el uno para el otro. Preparaos a elegir con convicción el «para siempre» que connota el amor: la indisolubilidad, antes que una condición, es un don que hay que desear, pedir y vivir, más allá de cualquier situación humana mutable. Y no penséis, según una mentalidad extendida, que la convivencia sea garantía para el futuro. Quemar etapas acaba por «quemar» el amor, que en cambio necesita respetar los tiempos y la gradualidad en las expresiones; necesita dar espacio a Cristo, que es capaz de hacer un amor humano fiel, feliz e indisoluble. La fidelidad y la continuidad de que os queráis bien os harán capaces también de estar abiertos a la vida, de ser padres: la estabilidad de vuestra unión en el sacramento del matrimonio permitirá a los hijos que Dios quiera daros crecer con confianza en la bondad de la vida. Fidelidad, indisolubilidad y transmisión de la vida son los pilares de toda familia, verdadero bien común, valioso patrimonio para toda la sociedad. Desde ahora, fundad en ellos vuestro camino hacia el matrimonio y testimoniadlo también a vuestros coetáneos: ¡es un valioso servicio! Sed agradecidos con cuantos, con empeño, competencia y disponibilidad os acompañan en la formación: son signo de la atención y de la solicitud que la comunidad cristiana os reserva. No estáis solos: sed los primeros en buscar y acoger la compañía de la Iglesia.

Deseo volver de nuevo sobre un punto esencial: la experiencia del amor tiene en su interior la tensión hacia Dios. El verdadero amor promete el infinito. Haced, por lo tanto, de este tiempo vuestro de preparación al matrimonio un itinerario de fe: redescubrid para vuestra vida de pareja la centralidad de Jesucristo y de caminar en la Iglesia. María nos enseña que el bien de cada uno depende de la escucha dócil de la palabra del Hijo. En quien se fía de él, el agua de la vida cotidiana se transforma en el vino de un amor que hace buena, bella y fecunda la vida. Caná, de hecho, es anuncio y anticipación del don del vino nuevo de la Eucaristía, sacrificio y banquete en el cual el Señor nos alcanza, nos renueva y transforma. Y no perdáis la importancia vital de este encuentro: que la asamblea litúrgica dominical os encuentre plenamente partícipes: de la Eucaristía brota el sentido cristiano de la existencia y un nuevo modo de vivir (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 72-73). No tendréis, entonces, miedo al asumir la esforzada responsabilidad de la opción conyugal; no temeréis entrar en este «gran misterio» en el que dos personas llegan a ser una sola carne (cf. Ef 5, 31-32).

Queridísimos jóvenes, os encomiendo a la protección de san José y de María santísima; siguiendo la invitación de la Virgen Madre —«Haced lo que él os diga»— no os faltará el sabor de la verdadera fiesta y sabréis llevar el «vino» mejor, el que Cristo dona para la Iglesia y para el mundo. Deseo deciros que también yo estoy cerca de vosotros y de cuantos, como vosotros, viven este maravilloso camino de amor. ¡Os bendigo con todo el corazón!.
 

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