miércoles, 7 de septiembre de 2011

Benedicto XVI: Ángelus, Audiencia General y Discursos

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Palacio Pontificio de Castelgandolfo
 Domingo 28 de Agosto de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que deberá «ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21). ¡Todo parece alterarse en el corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16) pueda padecer hasta la muerte? El apóstol Pedro se rebela, no acepta este camino, toma la palabra y dice al Maestro: «¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte» (v. 22). Aparece evidente la divergencia entre el designio de amor del Padre, que llega hasta el don del Hijo Unigénito en la cruz para salvar a la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos de los discípulos. Y este contraste se repite también hoy: cuando la realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito social, al bienestar físico y económico, ya no se razona según Dios sino según los hombres (cf. v. 23). Pensar según el mundo es dejar aparte a Dios, no aceptar su designio de amor, casi impedirle cumplir su sabia voluntad. Por eso Jesús le dice a Pedro unas palabras particularmente duras: «¡Aléjate de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo» (ib.). El Señor enseña que «el camino de los discípulos es un seguirle a él [ir tras él], el Crucificado. Pero en los tres Evangelios este seguirle en el signo de la cruz se explica también… como el camino del “perderse a sí mismo”, que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo» (cf. Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 337).

Como a los discípulos, también a nosotros Jesús nos dirige la invitación: «El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mt 16, 24). El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, que a los ojos del mundo parece un fracaso y una «pérdida de la vida» (cf. ib. 25-26), sabiendo que no la lleva solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de entrega. Escribe el siervo de Dios Pablo VI: «Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una obediencia filial y completa, acepta... morir en una cruz» (Ex. ap. Gaudete in Domino, 9 de mayo de 1975: aas 67 [1975] 300-301). Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén comenta: «La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba cegado por la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha traído la redención a toda la humanidad» (Catechesis Illuminandorum XIII, 1: de Christo crucifixo et sepulto: PG 33, 772 b).

Queridos amigos, confiamos nuestra oración a la Virgen María y también a san Agustín, cuya memoria litúrgica se celebra hoy, para que cada uno de nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje transformar por la gracia divina, renovando —como dice san Pablo en la liturgia de hoy— su modo de pensar para «poder discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rm 12, 2).
 

Después del Ángelus

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los grupos provenientes de Argentina y Chile. La liturgia de este domingo recuerda que es necesario tomar la cruz para seguir a Jesús, siendo dóciles a la Palabra y dejándose transformar interiormente, para así saber distinguir siempre cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto (cfr Rm 12,2). Que el Señor, por intercesión de la Virgen María, infunda su amor en todos los corazones para que, haciendo más religiosa nuestra vida, aumente el bien en nosotros y con constante solicitud lo conserve. Feliz domingo.


----- 0 -----


AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de la Libertad de Castelgandolfo
Miércoles 31 de Agosto de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Durante este período, más de una vez he llamado la atención sobre la necesidad que tiene todo cristiano de encontrar tiempo para Dios, para la oración, en medio de las numerosas ocupaciones de nuestras jornadas. El Señor mismo nos ofrece muchas ocasiones para que nos acordemos de él. Hoy quiero reflexionar brevemente sobre uno de estos canales que pueden llevarnos a Dios y ser también una ayuda en el encuentro con él: es la vía de las expresiones artísticas, parte de la «via pulchritudinis» —«la vía de la belleza»— de la cual he hablado en otras ocasiones y que el hombre de hoy debería recuperar en su significado más profundo.

Tal vez os ha sucedido alguna vez ante una escultura, un cuadro, algunos versos de una poesía o un fragmento musical, experimentar una profunda emoción, una sensación de alegría, es decir, de percibir claramente que ante vosotros no había sólo materia, un trozo de mármol o de bronce, una tela pintada, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que «habla», capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el alma. Una obra de arte es fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se cuestiona ante la realidad visible, busca descubrir su sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores, de los sonidos. El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de infinito. Más aún, es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsándonos hacia lo alto.

Pero hay expresiones artísticas que son auténticos caminos hacia Dios, la Belleza suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que expresan la fe. Podemos encontrar un ejemplo cuando visitamos una catedral gótica: quedamos arrebatados por las líneas verticales que se recortan hacia el cielo y atraen hacia lo alto nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras al mismo tiempo nos sentimos pequeños, pero con deseos de plenitud… O cuando entramos en una iglesia románica: se nos invita de forma espontánea al recogimiento y a la oración. Percibimos que en estos espléndidos edificios está de algún modo encerrada la fe de generaciones. O también, cuando escuchamos un fragmento de música sacra que hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestro espíritu se ve como dilatado y ayudado para dirigirse a Dios. Vuelve a mi mente un concierto de piezas musicales de Johann Sebastian Bach, en Munich, dirigido por Leonard Bernstein. Al concluir el último fragmento, en una de las Cantatas, sentí, no por razonamiento, sino en lo más profundo del corazón, que lo que había escuchado me había transmitido verdad, verdad del sumo compositor, y me impulsaba a dar gracias a Dios. Junto a mí estaba el obispo luterano de Munich y espontáneamente le dije: «Escuchando esto se comprende: es verdad; es verdadera la fe tan fuerte, y la belleza que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios». ¡Cuántas veces cuadros o frescos, fruto de la fe del artista, en sus formas, en sus colores, en su luz, nos impulsan a dirigir el pensamiento a Dios y aumentan en nosotros el deseo de beber en la fuente de toda belleza! Es profundamente verdadero lo que escribió un gran artista, Marc Chagall: que durante siglos los pintores mojaron su pincel en el alfabeto colorido de la Biblia. ¡Cuántas veces entonces las expresiones artísticas pueden ser ocasiones para que nos acordemos de Dios, para ayudar a nuestra oración o también a la conversión del corazón! Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, en la basílica de «Notre Dame» de París, en 1886, precisamente escuchando el canto del Magníficat durante la Misa de Navidad, percibió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia por motivos de fe; había entrado precisamente para buscar argumentos contra los cristianos, y, en cambio, la gracia de Dios obró en su corazón.

Queridos amigos, os invito a redescubrir la importancia de este camino también para la oración, para nuestra relación viva con Dios. Las ciudades y los pueblos en todo el mundo contienen tesoros de arte que expresan la fe y nos remiten a la relación con Dios. Por eso, la visita a los lugares de arte no ha de ser sólo ocasión de enriquecimiento cultural —también esto—, sino sobre todo un momento de gracia, de estímulo para reforzar nuestra relación y nuestro diálogo con el Señor, para detenerse a contemplar —en el paso de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que significa— el rayo de belleza que nos toca, que casi nos «hiere» en lo profundo y nos invita a elevarnos hacia Dios. Termino con la oración de un Salmo, el Salmo 27: «Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo» (v. 4). Esperamos que el Señor nos ayude a contemplar su belleza, tanto en la naturaleza como en las obras de arte, a fin de ser tocados por la luz de su rostro, para que también nosotros podamos ser luz para nuestro prójimo. Gracias.


Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los universitarios de la Arquidiócesis de Rosario, a los grupos venidos de Santiago de Chile, así como a los demás fieles provenientes de España, Guatemala, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a llegar a Dios, Belleza suma, a través de la contemplación de las obras de arte. Que éstas no sólo sirvan para incrementar la cultura, sino también para promover el diálogo con el Creador de todo bien. Que el Señor siempre os acompañe.


                                                                           ----- 0 ---- 


PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL INICIO DE LA MISA CON SUS EXALUMNOS
"Ratzinger Schülerkreis"
Castelgandolfo
Domingo 28 de Agosto de 2001

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy respondemos a la primera lectura, tomada del profeta Jeremías, con el Salmo 62: mi alma está sedienta de ti, del Dios vivo; como tierra reseca, agostada, te espera a ti, el Dios vivo.
En este tiempo de ausencia de Dios, cuando la tierra de las almas está reseca y la gente aún no sabe de dónde viene el agua viva, pedimos al Señor que se manifieste. Queremos pedirle que, a quienes buscan en otras partes el agua viva, les muestre que esa agua es él mismo, y que él no permite que la vida de los hombres, su sed de algo grande, de plenitud, se apague y se ahogue en lo transitorio.
Queremos pedirle a él, sobre todo para los jóvenes, que se avive en ellos la sed de él y que reconozcan dónde se encuentra la respuesta.

Y nosotros, que lo hemos podido conocer desde nuestra juventud, podemos pedir perdón porque llevamos poco la luz de su rostro a los hombres, porque de nosotros proviene poco la certeza de que «él vive, él está presente y él es la realidad grande, plena, que todos esperamos». Queremos pedirle a él que nos perdone, que nos renueve con el agua viva de su Espíritu y nos conceda celebrar dignamente estos sagrados misterios.


                                                                        ----- 0 -----    


PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL CONCIERTO OFRECIDO EN SU HONOR
POR EL CARD. DOMENICO BARTOLUCCI


Patio del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Miércoles 31 de Agosto de 2001

Señores Cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos amigos:

Esta tarde nos hemos sumergido en la música sacra, una música que, de un modo muy peculiar, nace de la fe y es capaz de expresar y comunicar la fe. Por eso, doy las gracias a los que la han ejecutado espléndidamente: a las dos sopranos, al barítono, al maestro Baiocchi, al «Rossini Chamber Choir» de Pésaro y a la Orquesta Filarmónica Marquisana, así como a los organizadores y a las autoridades que han hecho posible el concierto. En medio de las actividades diarias, nos habéis ofrecido un momento de meditación y de oración, haciéndonos intuir las armonías del Cielo. Un gracias afectuoso y especial al autor de las piezas que hemos escuchado, el maestro cardenal Domenico Bartolucci. Gracias, eminencia, por haberme agasajado con este concierto y por haber compuesto, para esta ocasión, la pieza «Benedictus», dedicada a mí como oración y acción de gracias al Señor por mi ministerio.




                                    © Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana