viernes, 20 de enero de 2012

BENEDICTO XVI: Ángelus (En.15), Audiencia (En.18) y Discurso (En.19)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

 
Plaza de San Pedro
 Domingo 15 de Enero de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

Las lecturas bíblicas de este domingo —el segundo del tiempo ordinario—, nos presentan el tema de la vocación: en el Evangelio encontramos la llamada de los primeros discípulos por parte de Jesús; y, en la primera lectura, la llamada del profeta Samuel. En ambos relatos destaca la importancia de una figura que desempeña el papel de mediador, ayudando a las personas llamadas a reconocer la voz de Dios y a seguirla. En el caso de Samuel, es Elí, sacerdote del templo de Silo, donde se guardaba antiguamente el arca de la alianza, antes de ser trasladada a Jerusalén. Una noche Samuel, que era todavía un muchacho y desde niño vivía al servicio del templo, tres veces seguidas se sintió llamado durante el sueño, y corrió adonde estaba Elí. Pero no era él quien lo llamaba. A la tercera vez Elí comprendió y le dijo a Samuel: «Si te llama de nuevo, responde: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”» (1 S 3, 9). Así fue, y desde entonces Samuel aprendió a reconocer las palabras de Dios y se convirtió en su profeta fiel.

En el caso de los discípulos de Jesús, la figura de la mediación fue Juan el Bautista. De hecho, Juan tenía un amplio grupo de discípulos, entre quienes estaban también dos parejas de hermanos: Simón y Andrés, y Santiago y Juan, pescadores de Galilea. Precisamente a dos de estos el Bautista les señaló a Jesús, al día siguiente de su bautismo en el río Jordán. Se lo indicó diciendo: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36), lo que equivalía a decir: Este es el Mesías. Y aquellos dos siguieron a Jesús, permanecieron largo tiempo con él y se convencieron de que era realmente el Cristo. Inmediatamente se lo dijeron a los demás, y así se formó el primer núcleo de lo que se convertiría en el colegio de los Apóstoles.

A la luz de estos dos textos, quiero subrayar el papel decisivo de un guía espiritual en el camino de la fe y, en particular, en la respuesta a la vocación de especial consagración al servicio de Dios y de su pueblo. La fe cristiana, por sí misma, supone ya el anuncio y el testimonio: es decir, consiste en la adhesión a la buena nueva de que Jesús de Nazaret murió y resucitó, y de que es Dios. Del mismo modo, también la llamada a seguir a Jesús más de cerca, renunciando a formar una familia propia para dedicarse a la gran familia de la Iglesia, pasa normalmente por el testimonio y la propuesta de un «hermano mayor», que por lo general es un sacerdote. Esto sin olvidar el papel fundamental de los padres, que con su fe auténtica y gozosa, y su amor conyugal, muestran a sus hijos que es hermoso y posible construir toda la vida en el amor de Dios.

Queridos amigos, pidamos a la Virgen María por todos los educadores, especialmente por los sacerdotes y los padres de familia, a fin de que sean plenamente conscientes de la importancia de su papel espiritual, para fomentar en los jóvenes, además del crecimiento humano, la respuesta a la llamada de Dios, a decir: «Habla, Señor, que tu siervo escucha».


Después del Ángelus

Llamamiento por los emigrantes y refugiados

Hoy celebramos la Jornada mundial del emigrante y del refugiado. Millones de personas están involucradas en el fenómeno de las migraciones, pero no son números. Son hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde vivir en paz. En mi Mensaje para esta Jornada llamé la atención sobre el tema: «Migraciones y nueva evangelización», subrayando que los emigrantes no sólo son destinatarios, sino también protagonistas del anuncio del Evangelio en el mundo contemporáneo. En este contexto me complace dirigir un cordial saludo a los representantes de las comunidades emigrantes de Roma, presentes hoy en la plaza de San Pedro. ¡Bienvenidos!

* * *

Deseo recordar que del 18 al 25 de este mes de enero se celebrará la Semana de oración por la unidad de los cristianos. Invito a todos, a nivel personal y comunitario, a unirse espiritualmente y, donde sea posible, también prácticamente, para invocar de Dios el don de la unidad plena entre los discípulos de Cristo. 
 
(En español)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los profesores y alumnos del Instituto de Villafranca de los Barros, España. En este segundo domingo del tiempo ordinario, el Evangelio nos habla de los primeros discípulos. También en nosotros deben resonar las palabras de Juan el Bautista: “Éste es el Cordero de Dios”, invitándonos a seguir a Jesús, a convivir con Él, a sentirnos interpelados por su mensaje de salvación. Os exhorto a estar siempre disponibles a la voz del Señor, acogiendo su voluntad en nuestras vidas y confesándolo como nuestro Redentor. Que Dios os bendiga. 
 
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 AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
 
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Miércoles 18 de Enero de 2012 
 
Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos
Queridos hermanos y hermanas:

Hoy comienza la Semana de oración por la unidad de los cristianos que, desde hace más de un siglo, celebran cada año los cristianos de todas las Iglesias y comunidades eclesiales, para invocar el don extraordinario por el que el Señor Jesús oró durante la última Cena, antes de su pasión: «Para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). La celebración de la Semana de oración por la unidad de los cristianos fue introducida el año 1908 por el padre Paul Wattson, fundador de una comunidad religiosa anglicana que posteriormente entró en la Iglesia católica. La iniciativa recibió la bendición del Papa san Pío X y fue promovida por el Papa Benedicto XV, quien impulsó su celebración en toda la Iglesia católica con el Breve Romanorum Pontificum, del 25 de febrero de 1916.

El octavario de oración fue desarrollado y perfeccionado en la década de 1930 por el abad Paul Couturier de Lyon, que sostuvo la oración «por la unidad de la Iglesia tal como quiere Cristo y de acuerdo con los instrumentos que él quiere». En sus últimos escritos, el abad Couturier ve esta Semana como un medio que permite a la oración universal de Cristo «entrar y penetrar en todo el Cuerpo cristiano»; esta oración debe crecer hasta convertirse en «un grito inmenso, unánime, de todo el pueblo de Dios», que pide a Dios este gran don. Y precisamente en la Semana de oración por la unidad de los cristianos encuentra cada año una de sus manifestaciones más eficaces el impulso dado por el concilio Vaticano II a la búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo. Esta cita espiritual, que une a los cristianos de todas las tradiciones, nos hace más conscientes del hecho de que la unidad hacia la que tendemos no podrá ser sólo resultado de nuestros esfuerzos, sino que será más bien un don recibido de lo alto, que es preciso invocar siempre.

Cada año se encarga de preparar los materiales para la Semana de oración un grupo ecuménico de una región diversa del mundo. Quiero comentar este hecho. Este año, los textos fueron propuestos por un grupo mixto compuesto por representantes de la Iglesia católica y del Consejo ecuménico polaco, que comprende varias Iglesias y comunidades eclesiales de ese país. La documentación fue revisada después por un comité compuesto por miembros del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y de la Comisión Fe y Constitución del Consejo mundial de Iglesias. También este trabajo, realizado en colaboración en dos etapas, es un signo del deseo de unidad que anima a los cristianos y de la convicción de que la oración es el camino principal para alcanzar la comunión plena, porque caminando unidos hacia el Señor caminamos hacia la unidad. El tema de la Semana de este año —como hemos escuchado— está tomado de la primera carta a los Corintios: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Co 15, 51-58), su victoria nos transformará. Y este tema fue sugerido por el amplio grupo ecuménico polaco que he citado, el cual, reflexionando sobre su propia experiencia como nación, quiso subrayar la gran fuerza con que la fe cristiana sostiene en medio de pruebas y dificultades, como las que han caracterizado la historia de Polonia. Después de largos debates se eligió un tema centrado en el poder transformador de la fe en Cristo, especialmente a la luz de la importancia que esta fe reviste para nuestra oración en favor de la unidad visible de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Esta reflexión se inspiró en las palabras de san Pablo, quien, dirigiéndose a la Iglesia de Corinto, habla de la índole temporal de lo que pertenece a nuestra vida presente, marcada también por la experiencia de «derrota» del pecado y de la muerte, frente a lo que nos trae la «victoria» de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte en su Misterio pascual.

La historia particular de la nación polaca, que conoció períodos de convivencia democrática y de libertad religiosa, como en el siglo XVI, en los últimos siglos ha estado marcada por invasiones y derrotas, pero también por la lucha constante contra la opresión y por la sed de libertad. Todo esto indujo al grupo ecuménico a reflexionar de modo más profundo en el verdadero significado de «victoria» —qué es la victoria— y de «derrota». Con respecto a la «victoria» entendida de modo triunfalista, Cristo nos sugiere un camino muy distinto, que no pasa por el poder y la potencia. De hecho, afirma: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35). Cristo habla de una victoria a través del amor que sufre, a través del servicio recíproco, la ayuda, la nueva esperanza y el consuelo concreto ofrecidos a los últimos, a los olvidados, a los excluidos. Para todos los cristianos la más alta expresión de ese humilde servicio es Jesucristo mismo, el don total que hace de sí mismo, la victoria de su amor sobre la muerte, en la cruz, que resplandece en la luz de la mañana de Pascua. Nosotros podemos participar en esta «victoria» transformadora si nos dejamos transformar por Dios, sólo si realizamos una conversión de nuestra vida, y la transformación se realiza en forma de conversión. Por este motivo el grupo ecuménico polaco consideró especialmente adecuadas para el tema de su meditación las palabras de san Pablo: «Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor» (cf. 1 Co 15, 51-58).

La unidad plena y visible de los cristianos, a la que aspiramos, exige que nos dejemos transformar y conformar, de modo cada vez más perfecto, a la imagen de Cristo. La unidad por la que oramos requiere una conversión interior, tanto común como personal. No se trata simplemente de cordialidad o de cooperación; hace falta fortalecer nuestra fe en Dios, en el Dios de Jesucristo, que nos habló y se hizo uno de nosotros; es preciso entrar en la nueva vida en Cristo, que es nuestra verdadera y definitiva victoria; es necesario abrirse unos a otros, captando todos los elementos de unidad que Dios ha conservado para nosotros y que siempre nos da de nuevo; es necesario sentir la urgencia de dar testimonio del Dios vivo, que se dio a conocer en Cristo, al hombre de nuestro tiempo.

El concilio Vaticano II puso la búsqueda ecuménica en el centro de la vida y de la acción de la Iglesia: «Este santo Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en el trabajo ecuménico» (Unitatis redintegratio, 4). El beato Juan Pablo II puso de relieve la índole esencial de ese compromiso, diciendo: «Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece, en cambio, al ser mismo de la comunidad» (Enc. Ut unum sint, 9). Así pues, la tarea ecuménica es una responsabilidad de toda la Iglesia y de todos los bautizados, que deben hacer crecer la comunión parcial ya existente entre los cristianos hasta la comunión plena en la verdad y en la caridad. Por lo tanto, la oración por la unidad no se limita a esta Semana de oración, sino que debe formar parte de nuestra oración, de la vida de oración de todos los cristianos, en todos los lugares y en todos los tiempos, especialmente cuando personas de tradiciones diversas se encuentran y trabajan juntas por la victoria, en Cristo, sobre todo lo que es pecado, mal, injusticia y violación de la dignidad del hombre.

 Desde que nació el movimiento ecuménico moderno, hace más de un siglo, siempre ha habido una clara consciencia de que la falta de unidad entre los cristianos impide un anuncio más eficaz del Evangelio, porque pone en peligro nuestra credibilidad. ¿Cómo podemos dar un testimonio convincente si estamos divididos? Ciertamente, por lo que se refiere a las verdades fundamentales de la fe, nos une mucho más de lo que nos divide. Pero las divisiones existen, y atañen también a varias cuestiones prácticas y éticas, suscitando confusión y desconfianza, debilitando nuestra capacidad de transmitir la Palabra salvífica de Cristo. En este sentido, debemos recordar las palabras del beato Juan Pablo II, quien en su encíclica Ut unum sint habla del daño causado al testimonio cristiano y al anuncio del Evangelio por la falta de unidad (cf. nn. 98-99). Este es un gran desafío para la nueva evangelización, que puede ser más fructuosa si todos los cristianos anuncian juntos la verdad del Evangelio de Jesucristo y dan una respuesta común a la sed espiritual de nuestros tiempos.

 El camino de la Iglesia, como el de los pueblos, está en las manos de Cristo resucitado, victorioso sobre la muerte y sobre la injusticia que él soportó y sufrió en nombre de todos. Él nos hace partícipes de su victoria. Sólo él es capaz de transformarnos y cambiarnos, de débiles y vacilantes, en fuertes y valientes para obrar el bien. Sólo él puede salvarnos de las consecuencias negativas de nuestras divisiones. Queridos hermanos y hermanas, os invito a todos a uniros en oración de modo más intenso durante esta Semana por la unidad, para que aumente el testimonio común, la solidaridad y la colaboración entre los cristianos, esperando el día glorioso en que podremos profesar juntos la fe transmitida por los Apóstoles y celebrar juntos los sacramentos de nuestra transformación en Cristo. Gracias.


Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros del Patronato de la Fundación “Santa Teresa de Ávila” de la Universidad Católica de Ávila, acompañados por el Gran Canciller de la misma, así como a los demás grupos de España y de los países latinoamericanos. Os invito a implorar de Dios el don de la unidad de los cristianos, para que crezca el testimonio común y la colaboración, y podamos un día profesar todos juntos la fe transmitida por los Apóstoles y celebrar los sacramentos de nuestra transformación en Cristo. Muchas gracias. 
 
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
 A UN GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
 EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


 Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
 Jueves 19 de Enero de 2012



Queridos hermanos en el episcopado:

Os saludo a todos con afecto fraterno y rezo para que esta peregrinación de renovación espiritual y de comunión profunda os confirme en la fe y en la entrega a vuestra misión de pastores de la Iglesia que está en Estados Unidos. Como sabéis, mi intención es reflexionar con vosotros, a lo largo de este año, sobre algunos de los desafíos espirituales y culturales de la nueva evangelización.

Uno de los aspectos más memorables de  mi visita pastoral a Estados Unidos fue la ocasión que me permitió reflexionar sobre la experiencia histórica estadounidense de la libertad religiosa, y más específicamente sobre la relación entre religión y cultura. En el centro de toda cultura, perceptible o no, hay un consenso respecto a la naturaleza de la realidad y al bien moral, y, por lo tanto, respecto a las condiciones para la prosperidad humana. En Estados Unidos ese consenso, como lo presentan los documentos fundacionales de la nación, se basaba en una visión del mundo modelada no sólo por la fe, sino también por el compromiso con determinados principios éticos derivados de la naturaleza y del Dios de la naturaleza. Hoy ese consenso se ha reducido de modo significativo ante corrientes culturales nuevas y potentes, que no sólo se oponen directamente a varias enseñanzas morales fundamentales de la tradición judeo-cristiana, sino que son cada vez más hostiles al cristianismo en cuanto tal.

La Iglesia en Estados Unidos, por su parte, está llamada, en todo tiempo oportuno y no oportuno, a proclamar el Evangelio que no sólo propone verdades morales inmutables, sino que lo hace precisamente como clave para la felicidad humana y la prosperidad social (cf. Gaudium et spes, 10). Algunas tendencias culturales actuales, en la medida en que contienen elementos que quieren limitar la proclamación de esas verdades, sea reduciéndola dentro de los confines de una racionalidad meramente científica sea suprimiéndola en nombre del poder político o del gobierno de la mayoría, representan una amenaza no sólo para la fe cristiana, sino también para la humanidad misma y para la verdad más profunda sobre nuestro ser y nuestra vocación última, nuestra relación con Dios. Cuando una cultura busca suprimir la dimensión del misterio último y cerrar las puertas a la verdad trascendente, inevitablemente se empobrece y se convierte en presa de una lectura reduccionista y totalitaria de la persona humana y de la naturaleza de la sociedad, como lo intuyó con gran claridad el Papa Juan Pablo II.

La Iglesia, con su larga tradición de respeto de la correcta relación entre fe y razón, tiene un papel fundamental que desempeñar al oponerse a las corrientes culturales que, sobre la base de un individualismo extremo, buscan promover conceptos de libertad separados de la verdad moral. Nuestra tradición no habla a partir de una fe ciega, sino desde una perspectiva racional que vincula nuestro compromiso de construir una sociedad auténticamente justa, humana y próspera con la certeza fundamental de que el universo posee una lógica interna accesible a la razón humana. La defensa por parte de la Iglesia de un razonamiento moral basado en la ley natural se funda en su convicción de que esta ley no es una amenaza para nuestra libertad, sino más bien una «lengua» que nos permite comprendernos a nosotros mismos y la verdad de nuestro ser, y forjar de esa manera un mundo más justo y más humano. Por tanto, la Iglesia propone su doctrina moral como un mensaje no de constricción, sino de liberación, y como base para construir un futuro seguro.

El testimonio de la Iglesia, por lo tanto, es público por naturaleza. La Iglesia busca convencer proponiendo argumentos racionales en el ámbito público. La separación legítima entre Iglesia y Estado no puede interpretarse como si la Iglesia debiera callar sobre ciertas cuestiones, ni como si el Estado pudiera elegir no implicar, o ser implicado, por la voz de los creyentes comprometidos a determinar los valores que deberían forjar el futuro de la nación.

A la luz de estas consideraciones, es fundamental que toda la comunidad católica de Estados Unidos llegue a comprender las graves amenazas que plantea al testimonio moral público de la Iglesia el laicismo radical, que cada vez encuentra más expresiones en los ámbitos político y cultural. Es preciso que en todos los niveles de la vida eclesial se comprenda la gravedad de tales amenazas. Son especialmente preocupantes ciertos intentos de limitar la libertad más apreciada en Estados Unidos: la libertad de religión. Muchos de vosotros habéis puesto de relieve que se han llevado a cabo esfuerzos concertados para negar el derecho de objeción de conciencia de los individuos y de las instituciones católicas en lo que respecta a la cooperación en prácticas intrínsecamente malas. Otros me habéis hablado de una preocupante tendencia a reducir la libertad de religión a una mera libertad de culto, sin garantías de respeto de la libertad de conciencia.

En todo ello, una vez más, vemos la necesidad de un laicado católico comprometido, articulado y bien formado, dotado de un fuerte sentido crítico frente a la cultura dominante y de la valentía de contrarrestar un laicismo reductivo que quisiera deslegitimar la participación de la Iglesia en el debate público sobre cuestiones decisivas para el futuro de la sociedad estadounidense. La formación de líderes laicos comprometidos y la presentación de una articulación convincente de la visión cristiana del hombre y de la sociedad siguen siendo la tarea principal de la Iglesia en vuestro país. Como componentes esenciales de la nueva evangelización, estas preocupaciones deben modelar la visión y los objetivos de los programas catequéticos en todos los niveles.

 Al respecto, quiero expresar mi aprecio por vuestros esfuerzos para mantener contactos con los católicos comprometidos en la vida política y para ayudarles a comprender su responsabilidad personal de dar un testimonio público de su fe, especialmente en lo que se refiere a las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo: el respeto del don de Dios de la vida, la protección de la dignidad humana y la promoción de derechos humanos auténticos. Como señaló el Concilio, y como quise reafirmar durante mi visita pastoral, el respeto de la justa autonomía de la esfera secular debe tener en cuenta también la verdad de que no existe un reino de cuestiones terrenas que pueda sustraerse al Creador y a su dominio (cf. Gaudium et spes, 36). No cabe duda de que un testimonio más coherente por parte de los católicos de Estados Unidos desde sus convicciones más profundas daría una importante contribución a la renovación de la sociedad en su conjunto.

Queridos hermanos en el episcopado, con estas breves reflexiones he querido tocar algunas de las cuestiones más urgentes que debéis afrontar en vuestro servicio al Evangelio y su importancia para la evangelización de la cultura estadounidense. Ninguna persona que mire con realismo estas cuestiones puede ignorar las dificultades auténticas que la Iglesia encuentra en el tiempo presente. Sin embargo, en verdad, nos puede animar la creciente toma de conciencia de la necesidad de mantener un orden civil arraigado claramente en la tradición judeo-cristiana, así como la promesa de una nueva generación de católicos, cuya experiencia y convicciones desempeñarán un papel decisivo al renovar la presencia y el testimonio de la Iglesia en la sociedad de Estados Unidos. La esperanza que nos ofrecen estos «signos de los tiempos» es de por sí un motivo para renovar nuestros esfuerzos con el fin de movilizar los recursos intelectuales y morales de toda la comunidad católica al servicio de la evangelización de la cultura estadounidense y de la construcción de la civilización del amor. Con gran afecto os encomiendo a todos vosotros, así como al rebaño confiado a vuestra solicitud pastoral, a la oración de María, Madre de la esperanza, y os imparto de corazón mi bendición apostólica, como prenda de gracia y de paz en Jesucristo nuestro Señor.


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