PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 26 de Junio de 2013
Miércoles 26 de Junio de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Quisiera hoy aludir brevemente a otra imagen que nos
ayuda a ilustrar el misterio de la Iglesia: el templo
(cf. Conc. Ecum. Vat. II, const. dogm.
Lumen gentium,
6).
¿A qué pensamiento nos remite la palabra templo? Nos
hace pensar en un edificio, en una construcción. De
manera particular, la mente de muchos se dirige a la
historia del Pueblo de Israel narrada en el Antiguo
Testamento. En Jerusalén, el gran Templo de Salomón era
el lugar del encuentro con Dios en la oración; en el
interior del Templo estaba el Arca de la alianza, signo
de la presencia de Dios en medio del pueblo; y en el
Arca se encontraban las Tablas de la Ley, el maná y la
vara de Aarón: un recuerdo del hecho de que Dios había
estado siempre dentro de la historia de su pueblo, había
acompañado su camino, había guiado sus pasos. El templo
recuerda esta historia: también nosotros, cuando vamos
al templo, debemos recordar esta historia, cada uno de
nosotros nuestra historia, cómo me encontró Jesús, cómo
Jesús caminó conmigo, cómo Jesús me ama y me bendice.
Lo que estaba prefigurado en el antiguo Templo, está
realizado, por el poder del Espíritu Santo, en la
Iglesia: la Iglesia es la «casa de Dios», el lugar de su
presencia, donde podemos hallar y encontrar al Señor; la
Iglesia es el Templo en el que habita el Espíritu Santo
que la anima, la guía y la sostiene. Si nos preguntamos:
¿dónde podemos encontrar a Dios? ¿Dónde podemos entrar
en comunión con Él a través de Cristo? ¿Dónde podemos
encontrar la luz del Espíritu Santo que ilumine nuestra
vida? La respuesta es: en el pueblo de Dios, entre
nosotros, que somos Iglesia. Aquí encontraremos a Jesús,
al Espíritu Santo y al Padre.
El antiguo Templo estaba edificado por las manos de
los hombres: se quería «dar una casa» a Dios para tener
un signo visible de su presencia en medio del pueblo.
Con la Encarnación del Hijo de Dios, se cumple la
profecía de Natán al rey David (cf. 2 Sam 7,
1-29): no es el rey, no somos nosotros quienes «damos
una casa a Dios», sino que es Dios mismo quien
«construye su casa» para venir a habitar entre nosotros,
como escribe san Juan en su Evangelio (cf. 1, 14).
Cristo es el Templo viviente del Padre, y Cristo mismo
edifica su «casa espiritual», la Iglesia, hecha no de
piedras materiales, sino de «piedras vivientes», que
somos nosotros. El Apóstol Pablo dice a los cristianos
de Éfeso: «Estáis edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la
piedra angular. Por Él todo el edificio queda
ensamblado, y se va levantado hasta formar un templo
consagrado al Señor. Por Él también vosotros entráis con
ellos en la construcción, para ser morada de Dios, por
el Espíritu» (Ef 2, 20-22). ¡Esto es algo bello!
Nosotros somos las piedras vivas del edificio de Dios,
unidas profundamente a Cristo, que es la piedra de
sustentación, y también de sustentación entre nosotros.
¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que el templo somos
nosotros, nosotros somos la Iglesia viviente, el templo
viviente, y cuando estamos juntos entre nosotros está
también el Espíritu Santo, que nos ayuda a crecer como
Iglesia. Nosotros no estamos aislados, sino que somos
pueblo de Dios: ¡ésta es la Iglesia!
Y es el Espíritu Santo, con sus dones, quien traza la
variedad. Esto es importante: ¿qué hace el Espíritu
Santo entre nosotros? Él traza la variedad que es la
riqueza en la Iglesia y une todo y a todos, de forma que
se construya un templo espiritual, en el que no
ofrecemos sacrificios materiales, sino a nosotros
mismos, nuestra vida (cf. 1 P 2, 4-5). La Iglesia
no es un entramado de cosas y de intereses, sino que es
el Templo del Espíritu Santo, el Templo en el que Dios
actúa, el Templo del Espíritu Santo, el Templo en el que
Dios actúa, el Templo en el que cada uno de nosotros,
con el don del Bautismo, es piedra viva. Esto nos dice
que nadie es inútil en la Iglesia, y si alguien dice a
veces a otro: «Vete a casa, eres inútil», esto no es
verdad, porque nadie es inútil en la Iglesia, ¡todos
somos necesarios para construir este Templo! Nadie es
secundario. Nadie es el más importante en la Iglesia;
todos somos iguales a los ojos de Dios. Alguno de
vosotros podría decir: «Oiga, señor Papa, usted no es
igual a nosotros». Sí: soy como uno de vosotros, todos
somos iguales, ¡somos hermanos! Nadie es anónimo: todos
formamos y construimos la Iglesia. Esto nos invita
también a reflexionar sobre el hecho de que si falta la
piedra de nuestra vida cristiana, falta algo a la
belleza de la Iglesia. Hay quienes dicen: «Yo no tengo
que ver con la Iglesia», pero así se cae la piedra de
una vida en este bello Templo. De él nadie puede irse,
todos debemos llevar a la Iglesia nuestra vida, nuestro
corazón, nuestro amor, nuestro pensamiento, nuestro
trabajo: todos juntos.
Desearía entonces que nos preguntáramos: ¿cómo
vivimos nuestro ser Iglesia? ¿Somos piedras vivas o
somos, por así decirlo, piedras cansadas, aburridas,
indiferentes? ¿Habéis visto qué feo es ver a un
cristiano cansado, aburrido, indiferente? Un cristiano
así no funciona; el cristiano debe ser vivo, alegre de
ser cristiano; debe vivir esta belleza de formar parte
del pueblo de Dios que es la Iglesia. ¿Nos abrimos
nosotros a la acción del Espíritu Santo para ser parte
activa en nuestras comunidades o nos cerramos en
nosotros mismos, diciendo: «tengo mucho que hacer, no es
tarea mía»?
Que el Señor nos dé a todos su gracia, su fuerza,
para que podamos estar profundamente unidos a Cristo,
que es la piedra angular, el pilar, la piedra de
sustentación de nuestra vida y de toda la vida de la
Iglesia. Oremos para que, animados por su Espíritu,
seamos siempre piedras vivas de su Iglesia.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos
provenientes de España, Argentina, Bolivia, Colombia, México y los demás países
latinoamericanos. Pidamos al Señor que, animados por su Espíritu, seamos siempre
piedras vivas de su Iglesia. Muchas gracias.
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PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 19 de Junio de 2013
Miércoles 19 de Junio de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy me detengo en otra expresión con la que el
Concilio Vaticano IIindica la naturaleza de la Iglesia:
la del cuerpo. El Concilio dice que la Iglesia es Cuerpo
de Cristo (cf.
Lumen gentium, 7). Desearía partir
de un texto de los Hechos de los Apóstoles que conocemos
bien: la conversión de Saulo, que se llamará después
Pablo, uno de los mayores evangelizadores (cf. Hch
9, 4-5). Saulo es un perseguidor de los cristianos,
pero mientras está recorriendo el camino que lleva a la
ciudad de Damasco, de improviso una luz le envuelve, cae
a tierra y oye una voz que le dice: «Saulo, Saulo, ¿por
qué me persigues?». Él pregunta: «¿Quién eres, Señor?»;
y la voz responde: «Soy Jesús, a quien tú persigues» (v.
3-5). Esta experiencia de san Pablo nos dice cuán
profunda es la unión entre nosotros, cristianos, y
Cristo mismo. Cuando Jesús subió al cielo no nos dejó
huérfanos, sino que, con el don del Espíritu Santo, la
unión con Él se hizo todavía más intensa. El Concilio
Vaticano IIafirma que Jesús, «a sus hermanos,
congregados de entre todos los pueblos, los constituyó
místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu»
(Const. dogm.
Lumen gentium, 7).
La imagen del cuerpo nos ayuda a entender este
profundo vínculo Iglesia-Cristo, que san Pablo
desarrolló de modo particular en la Primera Carta a
los Corintios (cf. cap. 12). Ante todo el cuerpo nos
remite a una realidad viva. La Iglesia no es una
asociación asistencial, cultural o política, sino que es
un cuerpo viviente, que camina y actúa en la historia. Y
este cuerpo tiene una cabeza, Jesús, que lo guía, lo
nutre y lo sostiene. Este es un punto que desearía
subrayar: si se separa la cabeza del resto del cuerpo,
la persona entera no puede sobrevivir. Así es en la
Iglesia: debemos permanecer unidos de manera cada vez
más intensa a Jesús. Pero no sólo esto: igual que en un
cuerpo es importante que circule la linfa vital para que
viva, así debemos permitir que Jesús actúe en nosotros,
que su Palabra nos guíe, que su presencia eucarística
nos nutra, nos anime, que su amor dé fuerza a nuestro
amar al prójimo. ¡Y esto siempre! ¡Siempre, siempre!
Queridos hermanos y hermanas, permanezcamos unidos a
Jesús, fiémonos de Él, orientemos nuestra vida según su
Evangelio, alimentémonos con la oración diaria, la
escucha de la Palabra de Dios, la participación en los
Sacramentos.
Y aquí llego a un segundo aspecto de la Iglesia como
Cuerpo de Cristo. San Pablo afirma que igual que los
miembros del cuerpo humano, aun distintos y numerosos,
forman un solo cuerpo, así todos nosotros hemos sido
bautizados mediante un solo Espíritu en un mismo cuerpo
(cf. 1 Co 12, 12-13). En la Iglesia, por lo
tanto, existe una variedad, una diversidad de tareas y
de funciones; no existe la uniformidad plana, sino la
riqueza de los dones que distribuye el Espíritu Santo.
Pero existe la comunión y la unidad: todos están en
relación, unos con otros, y todos concurren a formar un
único cuerpo vital, profundamente unido a Cristo.
Recordémoslo bien: ser parte de la Iglesia quiere decir
estar unidos a Cristo y recibir de Él la vida divina que
nos hace vivir como cristianos, quiere decir permanecer
unidos al Papa y a los obispos que son instrumentos de
unidad y de comunión, y quiere decir también aprender a
superar personalismos y divisiones, a comprenderse más,
a armonizar las variedades y las riquezas de cada uno;
en una palabra, a querer más a Dios y a las personas que
tenemos al lado, en la familia, la parroquia, las
asociaciones. ¡Cuerpo y miembros deben estar unidos para
vivir! La unidad es superior a los conflictos, ¡siempre!
Los conflictos, si no se resuelven bien, nos separan
entre nosotros, nos separan de Dios. El conflicto puede
ayudarnos a crecer, pero también puede dividirnos. ¡No
vayamos por el camino de las divisiones, de las luchas
entre nosotros! Todos unidos, todos unidos con nuestras
diferencias, pero unidos, siempre: este es el camino de
Jesús. La unidad es superior a los conflictos. La unidad
es una gracia que debemos pedir al Señor para que nos
libre de las tentaciones de la división, de las luchas
entre nosotros, de los egoísmos, de la locuacidad.
¡Cuánto daño hacen las habladurías, cuánto daño! ¡Jamás
chismorrear de los demás, jamás! ¡Cuánto daño acarrean a
la Iglesia las divisiones entre cristianos, tomar
partidos, los intereses mezquinos!
Las divisiones entre nosotros, pero también las
divisiones entre las comunidades: cristianos
evangélicos, cristianos ortodoxos, cristianos católicos,
¿pero por qué divididos? Debemos buscar llevar la
unidad. Os cuento algo: hoy, antes de salir de casa,
estuve cuarenta minutos, más o menos, media hora, con un
pastor evangélico y rezamos juntos, y buscamos la
unidad. Pero tenemos que rezar entre nosotros,
católicos, y también con los demás cristianos, rezar
para que el Señor nos dé la unidad, la unidad entre
nosotros. ¿Pero cómo tendremos la unidad entre los
cristianos si no somos capaces de tenerla entre
nosotros, católicos; de tenerla en la familia? ¡Cuántas
familias se pelean y se dividen! Buscad la unidad, la
unidad que hace la Iglesia. La unidad viene de
Jesucristo. Él nos envía el Espíritu Santo para hacer la
unidad.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos a Dios:
ayúdanos a ser miembros del Cuerpo de la Iglesia siempre
profundamente unidos a Cristo; ayúdanos a no hacer
sufrir al Cuerpo de la Iglesia con nuestros conflictos,
nuestras divisiones, nuestros egoísmos; ayúdanos a ser
miembros vivos unidos unos con otros por una única
fuerza, la del amor, que el Espíritu Santo derrama en
nuestros corazones (cf. Rm 5, 5).
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos
provenientes de España, Argentina, Costa Rica, Honduras, México, República
Dominicana y los demás países latinoamericanos. Pidamos al Señor que nos ayude a
ser miembros vivos de su Cuerpo unidos por el amor que el Espíritu Santo derrama
en los corazones. Muchas gracias.
LLAMAMIENTO
Mañana se celebra la Jornada mundial del refugiado.
Este año estamos invitados a considerar especialmente la
situación de las familias refugiadas, obligadas
frecuentemente a dejar aprisa su casa y su patria y a
perder todo bien y seguridad para huir de violencias,
persecuciones o graves discriminaciones por razón de la
religión profesada, de la pertenencia a un grupo étnico,
de sus ideas políticas.
Además de los peligros del viaje, a menudo estas
familias se encuentran en riesgo de disgregación y en el
país que las acoge deben confrontarse con culturas y
sociedades distintas de la propia. No podemos ser
insensibles con las familias y todos nuestros hermanos y
hermanas refugiados: estamos llamados a ayudarles,
abriéndonos a la comprensión y a la hospitalidad.
Que no falten en todo el mundo personas e
instituciones que les asistan: ¡en su rostro está
impreso el rostro de Cristo!
* * *
El domingo pasado, en el Año de la fe, celebramos a
Dios que es vida y fuente de la vida, Cristo que nos da
la vida divina, el Espíritu Santo que nos mantiene en la
relación vital de verdaderos hijos de Dios. A todos
desearía hacer de nuevo la invitación a acoger y
testimoniar el «Evangelio de la vida», a promover y
defender la vida en todas sus dimensiones y en todas sus
fases. El cristiano es aquel que dice «sí» a la vida,
que dice «sí» a Dios, el Viviente.
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PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 12 de Junio de 2013
Miércoles 12 de Junio de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy desearía detenerme brevemente en otro de los términos con los que el Concilio Vaticano II definió a la Iglesia: «Pueblo de Dios» (cf. const. dogm. Lumen gentium, 9; Catecismo de la Iglesia católica, 782). Y lo hago con algunas preguntas sobre las cuales cada uno podrá reflexionar.
¿Qué quiere decir ser «Pueblo de Dios»? Ante todo quiere decir que Dios no pertenece en modo propio a pueblo alguno; porque es Él quien nos llama, nos convoca, nos invita a formar parte de su pueblo, y esta invitación está dirigida a todos, sin distinción, porque la misericordia de Dios «quiere que todos se salven» (1 Tm 2, 4). A los Apóstoles y a nosotros Jesús no nos dice que formemos un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28, 19). San Pablo afirma que en el pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay judío y griego... porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28).
Desearía decir también a quien se siente lejano de Dios y de la Iglesia, a quien es temeroso o indiferente, a quien piensa que ya no puede cambiar: el Señor te llama también a ti a formar parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor. Él nos invita a formar parte de este pueblo, pueblo de Dios.
¿Cómo se llega a ser miembros de este pueblo? No es a través del nacimiento físico, sino de un nuevo nacimiento. En el Evangelio, Jesús dice a Nicodemo que es necesario nacer de lo alto, del agua y del Espíritu para entrar en el reino de Dios (cf. Jn 3, 3-5). Somos introducidos en este pueblo a través del Bautismo, a través de la fe en Cristo, don de Dios que se debe alimentar y hacer crecer en toda nuestra vida. Preguntémonos: ¿cómo hago crecer la fe que recibí en mi Bautismo? ¿Cómo hago crecer esta fe que yo recibí y que el pueblo de Dios posee?
La otra pregunta. ¿Cuál es la ley del pueblo de Dios? Es la ley del amor, amor a Dios y amor al prójimo según el mandamiento nuevo que nos dejó el Señor (cf. Jn 13, 34). Un amor, sin embargo, que no es estéril sentimentalismo o algo vago, sino que es reconocer a Dios como único Señor de la vida y, al mismo tiempo, acoger al otro como verdadero hermano, superando divisiones, rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas van juntas. ¡Cuánto camino debemos recorrer aún para vivir en concreto esta nueva ley, la ley del Espíritu Santo que actúa en nosotros, la ley de la caridad, del amor! Cuando vemos en los periódicos o en la televisión tantas guerras entre cristianos, pero ¿cómo puede suceder esto? En el seno del pueblo de Dios, ¡cuántas guerras! En los barrios, en los lugares de trabajo, ¡cuántas guerras por envidia y celos! Incluso en la familia misma, ¡cuántas guerras internas! Nosotros debemos pedir al Señor que nos haga comprender bien esta ley del amor. Cuán hermoso es amarnos los unos a los otros como hermanos auténticos. ¡Qué hermoso es! Hoy hagamos una cosa: tal vez todos tenemos simpatías y no simpatías; tal vez muchos de nosotros están un poco enfadados con alguien; entonces digamos al Señor: Señor, yo estoy enfadado con este o con esta; te pido por él o por ella. Rezar por aquellos con quienes estamos enfadados es un buen paso en esta ley del amor. ¿Lo hacemos? ¡Hagámoslo hoy!
¿Qué misión tiene este pueblo? La de llevar al mundo la esperanza y la salvación de Dios: ser signo del amor de Dios que llama a todos a la amistad con Él; ser levadura que hace fermentar toda la masa, sal que da sabor y preserva de la corrupción, ser una luz que ilumina. En nuestro entorno, basta con abrir un periódico —como dije—, vemos que la presencia del mal existe, que el Diablo actúa. Pero quisiera decir en voz alta: ¡Dios es más fuerte! Vosotros, ¿creéis esto: que Dios es más fuerte? Pero lo decimos juntos, lo decimos todos juntos: ¡Dios es más fuerte! Y, ¿sabéis por qué es más fuerte? Porque Él es el Señor, el único Señor. Y desearía añadir que la realidad a veces oscura, marcada por el mal, puede cambiar si nosotros, los primeros, llevamos a ella la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida. Si en un estadio —pensemos aquí en Roma en el Olímpico, o en el de San Lorenzo en Buenos Aires—, en una noche oscura, una persona enciende una luz, se vislumbra apenas; pero si los más de setenta mil espectadores encienden cada uno la propia luz, el estadio se ilumina. Hagamos que nuestra vida sea una luz de Cristo; juntos llevaremos la luz del Evangelio a toda la realidad.
¿Cuál es la finalidad de este pueblo? El fin es el Reino de Dios, iniciado en la tierra por Dios mismo y que debe ser ampliado hasta su realización, cuando venga Cristo, nuestra vida (cf. Lumen gentium, 9). El fin, entonces, es la comunión plena con el Señor, la familiaridad con el Señor, entrar en su misma vida divina, donde viviremos la alegría de su amor sin medida, un gozo pleno.
Queridos hermanos y hermanas, ser Iglesia, ser pueblo de Dios, según el gran designio de amor del Padre, quiere decir ser el fermento de Dios en esta humanidad nuestra, quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios a este mundo nuestro, que a menudo está desorientado, necesitado de tener respuestas que alienten, que donen esperanza y nuevo vigor en el camino. Que la Iglesia sea espacio de la misericordia y de la esperanza de Dios, donde cada uno se sienta acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio. Y para hacer sentir al otro acogido, amado, perdonado y alentado, la Iglesia debe tener las puertas abiertas para que todos puedan entrar. Y nosotros debemos salir por esas puertas y anunciar el Evangelio.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Puerto Rico, Costa Rica, Colombia y los demás países latinoamericanos. Invito a todos a acoger la llamada de Dios a pertenecer a su pueblo; a hacer crecer la fe que recibimos en el bautismo; a vivir la ley de la caridad; a proclamar con convicción que Dios es más fuerte que el mal y que juntos podemos iluminar el mundo, si nuestra vida refleja a Cristo y vivimos en comunión con Él. Muchas gracias.
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PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 5 de Junio de 2013
Miércoles 5 de Junio de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy desearía detenerme en la cuestión del medio ambiente, como ya he tenido oportunidad de hacer en varias ocasiones. Me lo sugiere además la Jornada mundial del medio ambiente, de hoy, promovida por las Naciones Unidas, que lanza un fuerte llamamiento a la necesidad de eliminar el desperdicio y la destrucción de alimentos.
Cuando hablamos de medio ambiente, de la creación, mi pensamiento se dirige a las primeras páginas de la Biblia, al libro del Génesis, donde se afirma que Dios puso al hombre y a la mujer en la tierra para que la cultivaran y la custodiaran (cf. 2, 15). Y me surgen las preguntas: ¿qué quiere decir cultivar y custodiar la tierra? ¿Estamos verdaderamente cultivando y custodiando la creación? ¿O bien la estamos explotando y descuidando? El verbo «cultivar» me recuerda el cuidado que tiene el agricultor de su tierra para que dé fruto y éste se comparta: ¡cuánta atención, pasión y dedicación! Cultivar y custodiar la creación es una indicación de Dios dada no sólo al inicio de la historia, sino a cada uno de nosotros; es parte de su proyecto; quiere decir hacer crecer el mundo con responsabilidad, transformarlo para que sea un jardín, un lugar habitable para todos.
Benedicto XVI recordó varias veces que esta tarea que nos ha encomendado Dios Creador requiere percibir el ritmo y la lógica de la creación. Nosotros en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer, de manipular, de explotar; no la «custodiamos», no la respetamos, no la consideramos como un don gratuito que hay que cuidar. Estamos perdiendo la actitud del estupor, de la contemplación, de la escucha de la creación; y así ya no logramos leer en ella lo que Benedicto XVI llama «el ritmo de la historia de amor de Dios con el hombre». ¿Por qué sucede esto? Porque pensamos y vivimos de manera horizontal, nos hemos alejado de Dios, ya no leemos sus signos.
Pero «cultivar y custodiar» no comprende sólo la relación entre nosotros y el medio ambiente, entre el hombre y la creación; se refiere también a las relaciones humanas. Los Papas han hablado de ecología humana, estrechamente ligada a la ecología medioambiental. Nosotros estamos viviendo un momento de crisis; lo vemos en el medio ambiente, pero sobre todo lo vemos en el hombre. La persona humana está en peligro: esto es cierto, la persona humana hoy está en peligro; ¡he aquí la urgencia de la ecología humana! Y el peligro es grave porque la causa del problema no es superficial, sino profunda: no es sólo una cuestión de economía, sino de ética y de antropología. La Iglesia lo ha subrayado varias veces; y muchos dicen: sí, es justo, es verdad... Pero el sistema sigue como antes, pues lo que domina son las dinámicas de una economía y de unas finanzas carentes de ética. Lo que manda hoy no es el hombre: es el dinero, el dinero; la moneda manda. Y la tarea de custodiar la tierra, Dios Nuestro Padre la ha dado no al dinero, sino a nosotros: a los hombres y a las mujeres, ¡nosotros tenemos este deber! En cambio hombres y mujeres son sacrificados a los ídolos del beneficio y del consumo: es la «cultura del descarte». Si se estropea un computer es una tragedia, pero la pobreza, las necesidades, los dramas de tantas personas acaban por entrar en la normalidad. Si una noche de invierno, aquí cerca, en la vía Ottaviano por ejemplo, muere una persona, eso no es noticia. Si en tantas partes del mundo hay niños que no tienen qué comer, eso no es noticia, parece normal. ¡No puede ser así! Con todo, estas cosas entran en la normalidad: que algunas personas sin techo mueren de frío en la calle no es noticia. Al contrario, una bajada de diez puntos en las bolsas de algunas ciudades constituye una tragedia. Alguien que muere no es una noticia, ¡pero si bajan diez puntos las bolsas es una tragedia! Así las personas son descartadas, como si fueran residuos.
Esta «cultura del descarte» tiende a convertirse en mentalidad común, que contagia a todos. La vida humana, la persona, ya no es percibida como valor primario que hay que respetar y tutelar, especialmente si es pobre o discapacitada, si no sirve todavía —como el nascituro— o si ya no sirve —como el anciano—. Esta cultura del descarte nos ha hecho insensibles también al derroche y al desperdicio de alimentos, cosa aún más deplorable cuando en cualquier lugar del mundo, lamentablemente, muchas personas y familias sufren hambre y malnutrición. En otro tiempo nuestros abuelos cuidaban mucho que no se tirara nada de comida sobrante. El consumismo nos ha inducido a acostumbrarnos a lo superfluo y al desperdicio cotidiano de alimento, al cual a veces ya no somos capaces de dar el justo valor, que va más allá de los meros parámetros económicos. ¡Pero recordemos bien que el alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre, de quien tiene hambre! Invito a todos a reflexionar sobre el problema de la pérdida y del desperdicio del alimento a fin de identificar vías y modos que, afrontando seriamente tal problemática, sean vehículo de solidaridad y de compartición con los más necesitados.
Hace pocos días, en la fiesta de Corpus Christi, leímos el relato del milagro de los panes: Jesús da de comer a la multitud con cinco panes y dos peces. Y la conclusión del pasaje es importante: «Comieron todos y se saciaron, y recogieron lo que les había sobrado: doce cestos» (Lc 9, 17). Jesús pide a los discípulos que nada se pierda: ¡nada de descartar! Y está este hecho de los doce cestos: ¿por qué doce? ¿Qué significa? Doce es el número de las tribus de Israel; representa simbólicamente a todo el pueblo. Y esto nos dice que cuando el alimento se comparte de modo equitativo, con solidaridad, nadie carece de lo necesario, cada comunidad puede ir al encuentro de las necesidades de los más pobres. Ecología humana y ecología medioambiental caminan juntas.
Así que desearía que todos asumiéramos el grave compromiso de respetar y custodiar la creación, de estar atentos a cada persona, de contrarrestar la cultura del desperdicio y del descarte, para promover una cultura de la solidaridad y del encuentro. Gracias.
* * *
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos
provenientes de España, Colombia, Uruguay, Argentina, México y los demás países
latinoamericanos. Invito a todos a respetar y cuidar la creación, a prestar
atención y cuidado a toda persona, a contrarrestar “la cultura del descarte” y
del desecho para promover una cultura de la solidaridad y del encuentro. Muchas
gracias.
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