miércoles, 3 de julio de 2013

FRANCISCO: Discursos del mes de Junio (24, 22, 21, 20 (2), 17, 15, 14 (2), 13, 7, 6. 5 y 3)

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A
UNA DELEGACIÓN DEL COMITÉ JUDÍO INTERNACIONAL
PARA CONSULTAS INTERRELIGIOSAS

 

Palacio Apostólico Vaticano
Sala de los Papas
Lunes 24 de Junio de 2013




Queridos hermanos mayores,

Shalom!



Con este saludo, apreciado para la tradición cristiana, me complace dar la bienvenida a la delegación de los responsables del «Comité judío internacional para consultas interreligiosas» (International Jewish Committee on Interreligious Consultations).

Dirijo asimismo un cordial saludo al cardenal Koch, igual que a los demás miembros y colaboradores de la Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo, con la que mantenéis un diálogo regular desde hace más de cuarenta años. Los veintiún encuentros celebrados hasta hoy han contribuido ciertamente a reforzar la comprensión recíproca y los vínculos de amistad entre judíos y católicos. Sé que estáis preparando el próximo encuentro, que tendrá lugar en el mes de octubre en Madrid y que tendrá como tema: «Desafíos a la fe en las sociedades contemporáneas». ¡Gracias por vuestro compromiso!



En estos primeros meses de mi ministerio he tenido ya la posibilidad de encontrar a ilustres personalidades del mundo judío; sin embargo, ésta es la primera ocasión de conversar con un grupo oficial de representantes de organizaciones y comunidades judías, y por este motivo no puedo dejar de recordar lo solemnemente afirmado en el n. 4 de la declaración Nostra aetate del Concilio Ecuménico Vaticano II, que representa para la Iglesia católica un punto de referencia fundamental respecto a las relaciones con el pueblo judío.



A través de las palabras del texto conciliar, la Iglesia reconoce que «los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los patriarcas, en Moisés y los profetas». Y, en cuanto al pueblo judío, el Concilio recuerda la enseñanza de san Pablo, según el cual «los dones y la llamada de Dios son irrevocables», y además condena firmemente los odios, las persecuciones y todas las manifestaciones de antisemitismo. Por nuestras raíces comunes, ¡un cristiano no puede ser antisemita!



Los principios fundamentales expresados por la mencionada Declaración han marcado el camino de mayor conocimiento y comprensión recíproca recorrido en las últimas décadas entre judíos y católicos, camino al que mis predecesores han dado un notable impulso, ya sea mediante gestos particularmente significativos como a través de la elaboración de una serie de documentos que han profundizado la reflexión acerca de las bases teológicas de las relaciones entre judíos y cristianos. Se trata de un itinerario por el cual debemos sinceramente dar gracias al Señor.



Ello, sin embargo, representa solamente la parte más visible de un vasto movimiento que se llevó a cabo a nivel local en todo el mundo y del que yo mismo soy testigo. A lo largo de mi ministerio como arzobispo de Buenos Aires —como indicó el señor presidente— he tenido la alegría de mantener relaciones de sincera amistad con algunos exponentes del mundo judío. A menudo hemos conversado acerca de nuestra respectiva identidad religiosa, la imagen del hombre contenida en las Escrituras, las modalidades para mantener vivo el sentido de Dios en un mundo en muchos aspectos secularizado. Me he confrontado con ellos en varias ocasiones sobre los desafíos comunes que aguardan a judíos y cristianos. Pero sobre todo, como amigos, hemos saboreado el uno la presencia del otro, nos hemos enriquecido recíprocamente en el encuentro y en el diálogo, con una actitud de acogida mutua, y ello nos ha ayudado a crecer como hombres y como creyentes.



Lo mismo ha sucedido y sucede en muchas otras partes del mundo, y estas relaciones de amistad constituyen en ciertos aspectos la base del diálogo que se desarrolla a nivel oficial. Por lo tanto, no puedo dejar de alentaros a continuar vuestro camino, buscando, como estáis haciendo, involucrar también en ello a las nuevas generaciones. La humanidad tiene necesidad de nuestro testimonio común a favor del respeto de la dignidad del hombre y de la mujer creados a imagen y semejanza de Dios, y en favor de la paz que, en primer lugar, es un don suyo. Me agrada recordar aquí las palabras del profeta Jeremías: «Pues sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros: designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza» (Jer 29, 11).



Con esta palabra: paz, shalom, quisiera concluir también mi intervención, pidiéndoos el don de vuestras oraciones y asegurándoos la mía. ¡Gracias!



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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A
LOS PARTICIPANTES EN LA PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE BRESCIA

 

Basílica Vaticana
Sábado 22 de Junio de 2013




Queridos hermanos y hermanas de la diócesis de Brescia, ¡buenos días!


Os doy las gracias porque me dais la posibilidad de compartir con vosotros el recuerdo del venerable siervo de Dios Pablo VI. Os saludo a todos con afecto, empezando por vuestro obispo, monseñor Luciano Monari, a quien agradezco las amables palabras. Saludo a los sacerdotes, religiosas, religiosos y fieles laicos. Esta es vuestra peregrinación en el Año de la fe, y es bello que hayáis querido realizarla en el 50° aniversario de la elección de vuestro gran conterráneo Pablo VI.


Serían muchas las cosas que quisiera decir y recordar de este gran Pontífice. Pensando en él, me limitaré a tres aspectos fundamentales que nos testimonió y enseñó, dejando que sean sus apasionadas palabras quienes los ilustren: el amor a Cristo, el amor a la Iglesia y el amor al hombre. Estas tres palabras son actitudes fundamentales, pero también apasionadas de Pablo VI.


Pablo VI supo testimoniar, en años difíciles, la fe en Jesucristo. Resuena aún, más viva que nunca, su invocación: «¡Oh Cristo, Tú nos eres necesario!». Sí, Jesús es más que nunca necesario al hombre de hoy, al mundo de hoy, porque en los «desiertos» de la ciudad secular Él nos habla de Dios, nos revela su rostro. El amor total a Cristo emerge en toda la vida de Montini, también en la elección del nombre como Papa, que él explicaba con estas palabras: es el Apóstol «que amó a Cristo en modo supremo, que en sumo grado deseó y se esforzó por llevar el Evangelio de Cristo a todas las gentes, que por amor a Cristo ofreció su vida» (Homilía [30 de junio de 1963]: AAS 55 [1963], 619). Y esta misma totalidad la indicaba al Concilio en el discurso de apertura de la segunda sesión en San Pablo Extramuros, al señalar el gran mosaico de la basílica donde el Papa Honorio III aparece en proporciones minúsculas a los pies de la gran figura de Cristo. 

Así estaba la Asamblea misma del Concilio: a los pies de Cristo, para ser siervos suyos y de su Evangelio (cf. Discurso [29 de septiembre de 1963]: AAS 55 [1963], 846-847).
Un profundo amor a Cristo no para poseerlo, sino para anunciarlo. Recordemos sus apasionadas palabras en Manila: «Cristo: sí, yo siento la necesidad de anunciarlo, no puedo callarlo... Él es el revelador del Dios invisible, es el primogénito de toda creatura, es el fundamento de todas las cosas; Él es el Maestro de la humanidad, es el Redentor... Él es el centro de la historia y del mundo; Él es Aquél que nos conoce y nos ama; Él es el compañero y el amigo de nuestra vida; Él es el hombre del dolor y de la esperanza; es Aquél que debe venir y que debe un día ser nuestro juez y, como esperamos, la plenitud eterna de nuestra existencia, nuestra felicidad» (Homilía, 29 de noviembre de 1970: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1970, p. 2). Estas apasionadas palabras son palabras grandes. Pero yo os confío una cosa: este discurso en Manila, pero también el de Nazaret, fueron para mí una fuerza espiritual, me hicieron mucho bien en mi vida. Y vuelvo a este discurso, vuelvo una y otra vez, porque me hace bien escuchar hoy esta palabra de Pablo VI. Y nosotros: ¿tenemos el mismo amor a Cristo? ¿Es el centro de nuestra vida? ¿Lo testimoniamos en las acciones de cada día?
El segundo punto: el amor a la Iglesia, un amor apasionado, el amor de toda una vida, gozoso y sufrido, expresado desde su primera encíclica, Ecclesiam suam. Pablo VI vivió todo el sufrimiento de la Iglesia después del Vaticano II: las luces, las esperanzas, las tensiones. Amó a la Iglesia y se entregó por ella sin reservas. En la Meditación ante la muerte escribía: «Querría abrazarla, saludarla, amarla, en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 12). Y en el Testamento se dirigía a ella con estas palabras: «Recibe mi supremo acto de amor con mi bendición y saludo» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de agosto de 1978, p. 12). Este es el corazón de un verdadero Pastor, de un auténtico cristiano, de un hombre capaz de amar. Pablo VI tenía una visión bien clara de que la Iglesia es una Madre que trae a Cristo y conduce a Cristo. En la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi —según mi parecer, el documento pastoral más grande escrito hasta nuestros días— planteaba esta pregunta: «Después del Concilio y gracias al Concilio, que ha constituido para ella una hora de Dios en este ciclo de la historia, la Iglesia ¿es más o menos apta para anunciar el Evangelio y para introducirlo en el corazón del hombre con convicción, libertad de espíritu y eficacia?» (8 de diciembre de 1975, n. 4: AAS 68 [1976], 7). Y continuaba: la Iglesia «¿está anclada en el corazón del mundo y es suficientemente libre e independiente para interpelar al mundo? ¿Da testimonio de la propia solidaridad hacia los hombres y al mismo tiempo del Dios Absoluto? ¿Ha ganado en ardor contemplativo y de adoración, y pone más celo en la actividad misionera, caritativa, liberadora? ¿Es suficiente su empeño en el esfuerzo de buscar el restablecimiento de la plena unidad entre los cristianos, lo cual hace más eficaz el testimonio común, con el fin de que el mundo crea?» (ibid, n. 76: AAS 68 [1976], 67). Son interrogantes dirigidos también a nuestra Iglesia de hoy, a todos nosotros. 

Todos somos responsables de las respuestas y deberíamos preguntarnos: ¿somos realmente Iglesia unida a Cristo, para salir a anunciarlo a todos, incluso, y sobre todo, a las que yo llamo las «periferias existenciales», o estamos cerrados en nosotros mismos, en nuestros grupos, en nuestras pequeñas capillitas? ¿O amamos a la Iglesia grande, la Iglesia madre, la Iglesia que nos envía en misión y nos hace salir de nosotros mismos?
Y el tercer elemento: el amor al hombre. También esto está vinculado a Cristo: es la misma pasión de Dios la que nos impulsa a encontrar al hombre, a respetarle, a reconocerle, a servirle. En la última sesión del Vaticano II, Pablo VI pronunció un discurso que impresiona cada vez que se relee. En especial allí donde habla de la atención del Concilio hacia el hombre contemporáneo. Dice así: «El humanismo laico profano apareció al final en su terrible talla y, en cierto sentido, desafió al Concilio. La religión del Dios que se hizo Hombre se encontró con la religión del hombre que se hace Dios. ¿Qué sucedió? ¿Un choque, una lucha, una excomunión? Podía ser, pero no se dio. 

La antigua historia del Samaritano fue el paradigma de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo invadió totalmente. El descubrimiento de las necesidades humanas... Dadles mérito de esto al menos vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, y reconoceréis nuestro nuevo humanismo: también nosotros, nosotros más que todos, somo los cultivadores del hombre» (Homilía [7 de diciembre de 1965]: AAS 58 [1966], 55-56). Y con una mirada global al trabajo del Concilio, observaba: «Toda esta riqueza doctrinal se orienta en una única dirección: servir al hombre. El hombre, digamos, en toda condición, en toda su enfermedad, en toda su necesidad. La Iglesia casi se ha declarado sierva de la humanidad» (idib, 57). Y esto también hoy nos da luz, en este mundo donde se niega al hombre, donde se prefiere caminar por la senda del gnosticismo, por el camino del pelagianismo, o del «nada de carne» —un Dios que no se hizo carne—, o del «nada de Dios» —el hombre «prometeico» que puede seguir adelante—. En este tiempo nosotros podemos decir las mismas cosas de Pablo VI: la Iglesia es la sierva del hombre, la Iglesia cree en Cristo que vino en la carne y por ello sirve al hombre, ama al hombre, cree en el hombre. Esta es la inspiración del gran Pablo VI.

 Queridos amigos, encontrarnos en el nombre del venerable siervo de Dios Pablo VInos hace bien. Su testimonio alimenta en nosotros la llama del amor a Cristo, del amor a la Iglesia, del impulso a anunciar el Evangelio al hombre de hoy, con misericordia, con paciencia, con valentía, con alegría. Por esto, una vez más os doy las gracias. Os encomiendo a todos a la Virgen María, Madre de la Iglesia, y os bendigo a todos de corazón, junto a vuestros seres queridos, especialmente a los niños y a los enfermos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LAS JORNADAS DEDICADAS
A LOS REPRESENTANTES PONTIFICIOS

 

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 21 de Junio de 2013
 

Queridos hermanos:


Estos días, en el Año de la fe, constituyen una ocasión que el Señor ofrece para orar juntos, para reflexionar juntos y para vivir un momento fraterno. Agradezco al cardenal Bertone las palabras que me ha dirigido en nombre de todos, pero desearía dar las gracias a cada uno de vosotros por vuestro servicio que me ayuda en la solicitud por todas las Iglesias, en ese ministerio de unidad que es central para el Sucesor de Pedro. 

Vosotros me representáis en las Iglesias extendidas en todo el mundo y ante los Gobiernos, pero veros hoy tan numerosos me da también el sentido de la catolicidad de la Iglesia, de su aliento universal. ¡De todo corazón gracias! Vuestro trabajo es un trabajo —la palabra que me surge es «importante», pero es una palabra formal—; vuestro trabajo es más que importante, es un trabajo de hacer Iglesia, de construir la Iglesia. Entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal, entre los obispos y el Obispo de Roma. No sois intermediarios, sois más bien mediadores, que, con la mediación, hacéis la comunión. Algunos teólogos, estudiando la eclesiología, hablan de Iglesia local y dicen que los representantes pontificios y los presidentes de las Conferencias episcopales hacen una Iglesia local que no es de institución divina, es organizativa pero ayuda a que la Iglesia vaya adelante. Y el trabajo más importante es el de la mediación, y para mediar es necesario conocer. No conocer sólo los documentos —que es muy importante leer documentos y son muchos—, sino conocer a las personas. Por ello considero que la relación personal entre el Obispo de Roma y vosotros es algo esencial. 

Es verdad, está la Secretaría de Estado que nos ayuda, pero este último punto, la relación personal, es importante. Y debemos hacerlo, desde las dos partes.


He pensado en esta reunión y os ofrezco pensamientos sencillos sobre algunos aspectos, diría existenciales, de vuestro ser representantes pontificios. Son cosas sobre las que he reflexionado en mi corazón, sobre todo pensando en ponerme junto a cada uno de vosotros. En este encuentro no querría deciros palabras meramente formales o palabras de circunstancias; perjudicarían a todos, a vosotros y a mí. Lo que os digo ahora viene del interior, os lo aseguro, y me interesa mucho.


Ante todo desearía subrayar que vuestra vida es una vida de nómadas. Lo he pensado muchas veces: ¡pobres hombres! Cada tres, cuatro años para los colaboradores, un poco más para los nuncios, cambiáis de sitio, pasáis de un continente a otro, de un país a otro, de una realidad de Iglesia a otra, a menudo muy distinta; estáis siempre con la maleta en la mano. Me hago la pregunta: ¿qué nos dice a todos nosotros esta vida? ¿Qué sentido espiritual tiene? Diría que da el sentido del camino, que es central en la vida de fe, empezando por Abrahán, hombre de fe en camino: Dios le pidió que dejara su tierra, sus seguridades, para ir, confiando en una promesa, que no ve, pero que conserva sencillamente en el corazón como esperanza que Dios le ofrece (cf. Gn 12, 1-9). Y esto comporta dos elementos, a mi juicio. Ante todo la mortificación, porque verdaderamente ir con la maleta en la mano es una mortificación, el sacrificio de despojarse de cosas, de amigos, de vínculos y empezar siempre de nuevo. Y esto no es fácil; es vivir en lo provisional, saliendo de uno mismo, sin tener un lugar donde echar raíces, una comunidad estable, y sin embargo, amando a la Iglesia y al país a los que estáis llamados a servir. Un segundo aspecto que comporta este ser nómadas, siempre en camino, es el que se nos describe en el capítulo undécimo de la Carta a los Hebreos. Enumerando los ejemplos de fe de los padres, el autor afirma que ellos vieron los bienes prometidos y los saludaron de lejos —es bella esta imagen—, declarando que eran peregrinos en esta tierra (cf. 11. 13). Es un gran mérito una vida así, una vida como la vuestra, cuando se vive con la intensidad del amor, con la memoria operante de la primera llamada.


Desearía detenerme un momento en el aspecto de «ver de lejos», contemplar las promesas desde lejos, saludarlas de lejos. ¿Qué miraban de lejos los padres del Antiguo Testamento? Los bienes prometidos por Dios. Cada uno de nosotros se puede preguntar: ¿cuál es mi promesa? ¿Qué es lo que miro? ¿Qué busco en la vida? Lo que la memoria fundante nos impulsa a buscar es el Señor, Él es el bien prometido. Esto jamás nos debe parecer algo por descontado. El 25 de abril de 1951, en un célebre discurso, el entonces sustituto de la Secretaría de Estado, monseñor Montini, recordaba que la figura del representante pontificio «es la de uno que tiene verdaderamente la conciencia de llevar a Cristo consigo», como el bien precioso que hay que comunicar, anunciar, representar. 

Los bienes, las perspectivas de este mundo, acaban por desilusionar, empujan a no conformarse nunca; el Señor es el bien que no desilusiona, el único que no decepciona. Y esto exige un desapego de uno mismo que se puede alcanzar sólo con una relación constante con el Señor y la unificación de la vida en torno a Cristo. Y esto se llama familiaridad con Jesús. La familiaridad con Jesucristo debe ser el alimento cotidiano del representante pontificio, porque es el alimento que nace de la memoria del primer encuentro con Él y porque constituye también la expresión cotidiana de fidelidad a su llamada. Familiaridad. Familiaridad con Jesucristo en la oración, en la celebración eucarística, que nunca hay que descuidar, en el servicio de la caridad.


Existe siempre el peligro, también para los hombres de Iglesia, de ceder a lo que llamo, retomando una expresión de De Lubac, la «mundanidad espiritual»: ceder al espíritu del mundo, que lleva a actuar para la propia realización y no para la gloria de Dios (cf. Meditazione sulla Chiesa, Milán 1979, p. 269), a esa especie de «burguesía del espíritu y de la vida» que empuja a acomodarse, a buscar una vida cómoda y tranquila. A los alumnos de la Academia eclesiástica pontificia he recordado cómo, para el beato Juan XXIII, el servicio como representante pontificio fue uno de los ámbitos, y no secundario, en el que tomó forma su santidad, y cité algunos pasajes del Diario del alma que se referían precisamente a este largo tramo de su ministerio. Él afirmaba que había comprendido cada vez más que, para la eficacia de su acción, tenía que podar continuamente la viña de su vida de lo que sólo es hojarasca inútil e ir directo a lo esencial, que es Cristo y su Evangelio; si no, se corre el riesgo de llevar al ridículo una misión santa (cf. Giornale dell’Anima, Cinisello Balsamo 2000, pp. 513-514). Es una palabra fuerte ésta, la del ridículo, pero es verdadera: ceder al espíritu mundano nos expone sobre todo a nosotros, pastores, al ridículo; podremos tal vez recibir algún aplauso, pero los mismos que parecen aprobarnos después nos criticarán a nuestras espaldas. Esta es la regla común.


¡Pero nosotros somos pastores! ¡Y jamás debemos olvidarlo! Vosotros, queridos representantes pontificios, sois presencia de Cristo, sois presencia sacerdotal, de pastores. Cierto, no enseñaréis a una porción particular del Pueblo de Dios que os haya sido encomendada; no estaréis en la guía de una Iglesia local, pero sois pastores que sirven a la Iglesia, con papel de alentar, de ser ministros de comunión, y también con la tarea, no siempre fácil, de volver a llamar. ¡Haced siempre todo con profundo amor! También en las relaciones con las autoridades civiles y los colegas sois pastores: buscad siempre el bien, el bien de todos, el bien de la Iglesia y de cada persona. Pero esta labor pastoral, como he dicho, se hace con la familiaridad con Jesucristo en la oración, en la celebración eucarística, en las obras de caridad: ahí está presente el Señor. Pero por vuestra parte se debe hacer también con la profesionalidad, y será como vuestro —se me ocurre decir una palabra— vuestro cilicio, vuestra penitencia: hacer siempre con profesionalidad las cosas, porque la Iglesia os quiere así. Y cuando un representante pontificio no hace las cosas con profesionalidad, pierde igualmente la autoridad.


Desearía concluir diciendo también una palabra sobre uno de los puntos importantes de vuestro servicio como representantes pontificios, al menos para la gran mayoría: la colaboración a las provisiones episcopales. Conocéis la célebre expresión que indica un criterio fundamental en la elección de quien debe gobernar: si sanctus est oret pro nobis, si doctus est doceat nos, si prudens est regat nos —si es santo que ruegue por nosotros, si es docto que nos enseñe, si es prudente que nos gobierne—. En la delicada tarea de llevar a cabo la investigación para los nombramientos episcopales, estad atentos a que los candidatos sean pastores cercanos a la gente: este es el primer criterio. Pastores cercanos a la gente. Es un gran teólogo, una gran cabeza: ¡que vaya a la universidad, donde hará mucho bien! ¡Pastores! ¡Los necesitamos! Que sean padres y hermanos, que sean mansos, pacientes y misericordiosos; que amen la pobreza, interior como libertad para el Señor, y también exterior como sencillez y austeridad de vida; que no tengan una psicología de «príncipes». Estad atentos a que no sean ambiciosos, que no busquen el episcopado; se dice que el beato Juan Pablo II, en una primera audiencia que tuvo con el cardenal prefecto de la Congregación para los obispos, éste le hizo la pregunta sobre el criterio de elección de los candidatos al episcopado, y el Papa con su voz particular: «El primer criterio: volentes nolumus». Los que buscan el episcopado... no, no funciona. Y que sean esposos de una Iglesia, sin estar en constante búsqueda de otra. Que sean capaces de «guardar» el rebaño que les será confiado, o sea, de tener solicitud por todo lo que lo mantiene unido; de «velar» por él, de prestar atención a los peligros que lo amenazan; pero sobre todo capaces de «velar» por el rebaño, de estar en vela, de cuidar la esperanza, que haya sol y luz en los corazones; de sostener con amor y con paciencia los designios que Dios obra en su pueblo. Pensemos en la figura de san José que vela por María y Jesús, en su solicitud por la familia que Dios le ha confiado, y en la mirada atenta con la que la guía para evitar los peligros. Por ello, que los pastores sepan estar ante el rebaño a fin de indicar el camino, en medio del rebaño para mantenerlo unido, detrás del rebaño para evitar que nadie se quede atrás y porque el rebaño mismo tiene, por así decirlo, el olfato de encontrar el camino. ¡El pastor debe moverse así!


Queridos representantes pontificios, son sólo algunos pensamientos que me salen del corazón; he pensado mucho antes de escribir esto: ¡esto lo he escrito yo! He pensado mucho y he orado. Estos pensamientos me salen del corazón; con ellos no pretendo decir cosas nuevas —no, nada de lo que he dicho es nuevo—, pero sobre ellos os invito a reflexionar para el servicio importante y precioso que prestáis a toda la Iglesia. Vuestra vida es una vida a menudo difícil, a veces en lugares de conflicto —lo sé bien: he hablado con uno de vosotros en este tiempo, dos veces. ¡Cuánto dolor, cuánto sufrimiento! Una continua peregrinación sin la posibilidad de echar raíces en un lugar, en una cultura, en una realidad eclesial específica. Pero es una vida que camina hacia las promesas y las saluda de lejos. Una vida en camino, pero siempre con Jesucristo que os lleva de la mano. Esto es seguro: Él os lleva de la mano. ¡Gracias de nuevo por esto! Nosotros sabemos que nuestra estabilidad no está en las cosas, en los propios proyectos o en las ambiciones, sino en ser verdaderos pastores que tienen fija la mirada en Cristo. ¡De nuevo gracias! Por favor, os pido que oréis por mí, porque lo necesito. Que el Señor os bendiga y la Virgen os proteja. Gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A
LA ASAMBLEA DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS
PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)

 

Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Jueves 20 de Junio de 2013



Queridos amigos:


¡Bienvenidos a todos! Os recibo con alegría para dar gracias al Señor, junto con los hermanos y hermanas de Oriente, representados aquí por algunos de sus Pastores y por vosotros superiores y colaboradores de la Congregación para las Iglesias orientales y miembros de las agencias que componen la ROACO. Agradezco a Dios la fidelidad a Cristo, al Evangelio y a la Iglesia de la que los católicos orientales han dado prueba a lo largo de los siglos, afrontando toda fatiga por el nombre cristiano, «conservando la fe» (cf. 2 Tm 4, 6-8). Les esto y cercano con gratitud. Extiendo mi agradecimiento a cada uno de vosotros, y a las Iglesias que representáis, por todo lo que hacéis en su favor; y correspondo el saludo cordial que me ha dirigido el cardenal prefecto. Como mis predecesores, deseo alentaros y sosteneros en el ejercicio de la caridad, que es el único motivo de gloria para los discípulos de Jesús. Esta caridad brota del amor de Dios en Cristo: la Cruz es su vértice, signo luminoso de la misericordia y de la caridad de Dios hacia todos, que ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5).


Es para mí un deber exhortar a la caridad, que es inseparable de esa fe en la que el Obispo de Roma, sucesor del Apóstol Pedro, ha de confirmar a sus hermanos. El Año de la fe nos impulsa a profesar de modo aún más convencido el amor de Dios en Cristo Jesús. Os pido que me acompañéis en la tarea de unir la fe a la caridad, que es propia del servicio petrino. San Ignacio de Antioquía tiene esa densa expresión con la que define a la Iglesia de Roma: «la Iglesia que preside en la caridad» (carta a los Romanos, saludo). Os invito, por lo tanto, a colaborar «en la fe y en la caridad de Jesucristo, Dios nuestro» (ibid), recordándoos que nuestro obrar será eficaz sólo si está arraigado en la fe, nutrido por la oración, especialmente por la santa Eucaristía, sacramento de la fe y de la caridad.


Queridos amigos, éste es el primer testimonio que debemos ofrecer en nuestro servicio a Dios y a los hermanos, y sólo de este modo cada una de nuestras acciones será fecunda. Continuad vuestra obra inteligente y atenta en la realización de proyectos bien ponderados y coordinados, que den la oportuna prioridad a la formación, especialmente de los jóvenes. Pero no olvidéis jamás que estos proyectos deben de ser un signo de la profesión del amor de Dios que constituye la identidad cristiana. La Iglesia, en la multiplicidad y riqueza de sus componentes y de sus actividades, no encuentra su seguridad en los medios humanos. La Iglesia es de Dios, confía en su presencia y en su acción, y lleva al mundo el poder de Dios, que es el poder del amor. Que la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente sea para vosotros una referencia valiosa en vuestro servicio.


La presencia de los patriarcas de Alejandría de los coptos y de Babilonia de los caldeos, así como de los representantes pontificios en Tierra Santa y Siria, del obispo auxiliar del patriarca de Jerusalén y del custodio de Tierra Santa, me conduce con el corazón a los santos lugares de nuestra Redención, pero reaviva en mí la viva preocupación eclesial por la condición de tantos hermanos y hermanas que viven en una situación de inseguridad y de violencia que parece interminable y no perdona a los inocentes y a los más débiles. A nosotros, los creyentes, se nos pide la oración constante y confiada para que el Señor conceda la anhelada paz, unida a la participación y a la solidaridad concreta. Quisiera dirigir una vez más desde lo más profundo de mi corazón un llamamiento a los responsables de los pueblos y de los organismos internacionales, a los creyentes de cada religión y a los hombres y mujeres de buena voluntad para que se ponga fin a todo dolor, a toda violencia, a toda discriminación religiosa, cultural y social. Que el enfrentamiento que siembra muerte deje espacio al encuentro y a la reconciliación que trae vida. A todos aquellos que sufren les digo con fuerza: ¡no perdáis jamás la esperanza! La Iglesia está a vuestro lado, os acompaña y os sostiene. Os pido que hagáis todo lo posible para aliviar las graves necesidades de las poblaciones afectadas, en particular la población siria, la gente de la amada Siria, los desplazados, los refugiados cada vez más numerosos. Precisamente san Ignacio de Antioquía pedía a los cristianos de Roma: «Recordad en vuestra oración a la Iglesia de Siria… Jesucristo velará sobre ella y vuestra caridad» (Carta a los Romanos ix, i). También yo os repito esto: recordáos en vuestra oración de la Iglesia de Siria… Jesucristo vigilará sobre ella y vuestra caridad. Encomiendo al Señor de la vida las innumerables víctimas e imploro a la Santísima Madre de Dios para que consuele a cuantos están en la «gran tribulación» (Ap 7, 14). ¡Es verdad, esto de Siria es una gran tribulación!


A cada uno de vosotros, a las agencias y a todas las Iglesias orientales imparto de corazón la bendición apostólica.
 
                                                             
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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA 38a. CONFERENCIA
DE LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS
PARA LA ALIMENTACIÓN Y LA AGRICULTURA (FAO)


 Palacio Apostólico Vaticano 
Sala Clementina
Jueves 20 de Junio de 2013





Señor Presidente,
Señores Ministros,
Señor Director General,
Ilustres Señoras y señores,



1. En continuidad con una larga y significativa tradición, que comenzó hace ya sesenta años, me alegra recibirles hoy en el Vaticano a todos ustedes, participantes en la 38 Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura. Doy las gracias al Señor Presidente Mohammad Asef Rahimi, y a los Representantes de muchos países y culturas diversas, unidos en la búsqueda de respuestas adecuadas a necesidades primarias de tantos hermanos y hermanas nuestros: tener el pan de cada día y sentarse dignamente a la mesa.



Saludo al Director General, el profesor José Graziano da Silva, a quien he tenido ocasión de encontrar al comienzo de mi ministerio como Obispo de Roma. En aquella ocasión me manifestó que la situación mundial es especialmente difícil, no sólo a causa de la crisis económica, sino también por los problemas ligados a la seguridad, a demasiados conflictos abiertos, al cambio climático, a la conservación de la diversidad biológica. Todas estas son situaciones que requieren un compromiso renovado de la FAO para hacer frente a los múltiples problemas del mundo agrícola y de cuantos viven y trabajan en zonas rurales.



Las iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se limitan al aumento de la producción. Es bien sabido que la producción actual es suficiente y, sin embargo, hay millones de personas que sufren y mueren de hambre: esto, queridos amigos, constituye un verdadero escándalo. Es necesario, pues, encontrar la manera de que todos puedan beneficiarse de los frutos de la tierra, no sólo para evitar que aumente la diferencia entre los que más tienen y los que tienen que conformarse con las migajas, sino también, y sobre todo, por una exigencia de justicia, equidad y respeto a todo ser humano.



2. Creo que el sentido de nuestro encuentro es el de compartir la idea de que se puede y se debe hacer algo más para dar vigor a la acción internacional en favor de los pobres, no sólo armados de buena voluntad o, lo que es peor, de promesas que a menudo no se han mantenido. Tampoco se puede seguir aduciendo como álibi, un álibi cotidiano, la crisis global actual, de la que, por otro lado, no se podrá salir completamente hasta que no se consideren las situaciones y condiciones de vida a la luz de la dimensión de la persona humana y de su dignidad.



La persona y la dignidad humana corren el riesgo de convertirse en una abstracción ante cuestiones como el uso de la fuerza, la guerra, la desnutrición, la marginación, la violencia, la violación de las libertades fundamentales o la especulación financiera, que en este momento condiciona el precio de los alimentos, tratándolos como cualquier otra mercancía y olvidando su destino primario. Nuestro cometido consiste en proponer de nuevo, en el contexto internacional actual, la persona y la dignidad humana no como un simple reclamo, sino más bien como los pilares sobre los cuales construir reglas compartidas y estructuras que, superando el pragmatismo o el mero dato técnico, sean capaces de eliminar las divisiones y colmar las diferencias existentes. En este sentido, es necesario contraponerse a los intereses económicos miopes y a la lógica del poder de unos pocos, que excluyen a la mayoría de la población mundial y generan pobreza y marginación, causando disgregación en la sociedad, así como combatir esa corrupción que produce privilegios para algunos e injusticias para muchos.



3. La situación que estamos viviendo, aunque esté directamente relacionada con factores financieros y económicos, es también consecuencia de una crisis de convicciones y valores, incluidos los que son el fundamento de la vida internacional. Este es un marco que requiere emprender una consciente y seria obra de reconstrucción, que incumbe también a la FAO. Y quiero evidenciar, quiero señalar la palabra: obra de reconstrucción. Pienso en la reforma iniciada para garantizar una gestión más funcional, transparente y ecuánime. Es un hecho ciertamente positivo, pero toda auténtica reforma consiste en tomar mayor conciencia de la responsabilidad de cada uno, reconociendo que el propio destino está ligado al de los otros. Los hombres no son islas, somos comunidad. Pienso en aquel episodio del Evangelio, por todos conocido, en el que un samaritano socorre a quien está necesitado. No lo hace como un gesto de caridad o porque dispone de dinero, sino para hacerse uno con aquel a quien ayuda: quiere compartir su suerte. En efecto, tras haber dejado dinero para curar al herido, anuncia que volverá a visitarlo para cerciorarse de su curación. No se trata de mera compasión o tal vez de una invitación a compartir o a favorecer una reconciliación que supere las adversidades y las contraposiciones. Significa más bien estar dispuestos a compartirlo todo y a decidirse a ser buenos samaritanos, en vez de personas indiferentes ante las necesidades de los demás.



A la FAO, a sus Estados miembros, así como a toda institución de la comunidad internacional, se les pide una apertura del corazón. Es preciso superar el desinterés y el impulso a mirar hacia otro lado, y prestar atención con urgencia a las necesidades inmediatas, confiando al mismo tiempo que maduren en el futuro los resultados de la acción de hoy. No podemos soñar con planes asépticos, hoy no sirven. Todo plan propuesto nos debe involucrar a todos. Ir adelante de manera constructiva y fecunda en las diversas funciones y responsabilidades significa capacidad de analizar, comprender y entregar, abandonando cualquier tentación de poder, o de poseer más y más, o buscar el propio interés en lugar de servir a la familia humana y, en ella, especialmente y sobre todo a los indigentes, a los que aún sufren por hambre y desnutrición.



Somos conscientes de que uno de los primeros efectos de las graves crisis alimentarias, y no sólo las causadas por desastres naturales o por conflictos sangrientos, es la erradicación de su ambiente de personas, familias y comunidades. Es una dolorosa separación que no se limita a la tierra natal, sino que se extiende al ámbito existencial y espiritual, amenazando y a veces derrumbando las pocas certezas que se tenían. Este proceso, que ya se ha hecho global, requiere que las relaciones internacionales restablezcan esa referencia a los principios éticos que las regulan y redescubran el espíritu auténtico de solidaridad que puede hacer incisiva toda la actividad de cooperación.



4. A este respecto, es sumamente expresiva la decisión de dedicar el próximo año a la familia rural. Más allá de un motivo de celebración, se ha de reforzar la convicción de que la familia es el lugar principal del crecimiento de cada uno, pues a través de ella el ser humano se abre a la vida y a esa exigencia natural de relacionarse con los otros. Podemos constatar tantas veces cómo los lazos familiares son esenciales para la estabilidad de las relaciones sociales, para la función educativa y para un desarrollo integral, puesto que están animados por el amor, la solidaridad responsable entre generaciones y la confianza recíproca. Estos son los elementos capaces de hacer menos gravosas y hasta las situaciones más negativas, y llevar a una verdadera fraternidad a toda la humanidad, haciendo que se sienta una sola familia, en la que la mayor atención se pone en los más débiles.



Reconocer que la lucha contra el hambre pasa por la búsqueda del diálogo y la fraternidad comporta para la FAO el que su contribución en las negociaciones de los Estados, dando un nuevo impulso a los procesos decisivos, se caracterice por la promoción de la cultura del encuentro, por promocionar la cultura del encuentro y la cultura de la solidaridad. Pero esto requiere la disponibilidad de los Estados miembros, el pleno conocimiento de las situaciones, una preparación adecuada, e ideas capaces de incluir a toda persona y toda comunidad. Sólo así será posible conjugar el afán de justicia de miles de millones de personas con las situaciones concretas que presenta la vida real.
La Iglesia Católica, con sus estructuras e instituciones, les acompaña en este esfuerzo, que busca lograr una solidaridad concreta, y la Santa Sede sigue con interés las iniciativas que la FAO emprende, alentando todas sus actividades. Les agradezco este momento de encuentro, y bendigo el trabajo que desempeñan a diario al servicio de los últimos. Muchas gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DIOCESANA DE ROMA


Palacio Apostólico Vaticano
Aula Pablo VI
Lunes 17 de Junio de 2013

 


"No me avergüenzo del Evangelio"




¡Buenas tardes a todos, queridos hermanos y hermanas!



El Apóstol terminaba este pasaje de su carta a nuestros antepasados con estas palabras: ya no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia. Y esta es nuestra vida: caminar bajo la gracia, porque el Señor nos ha amado, nos ha salvado, nos ha perdonado. Todo lo ha hecho el Señor, y esta es la gracia, la gracia de Dios. Nosotros estamos en camino bajo la gracia de Dios, que ha venido entre nosotros, en Jesucristo que nos ha salvado. Pero esto nos abre a un horizonte grande y es para nosotros alegría. «Vosotros ya no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia». Y ¿qué significa este «vivir bajo la gracia»? Procuraremos explicar algo de qué significa vivir bajo la gracia. Es nuestra alegría, es nuestra libertad. Nosotros somos libres. ¿Por qué? Porque vivimos bajo la gracia. Nosotros ya no somos esclavos de la ley: somos libres porque Jesucristo nos ha liberado, nos ha dado la libertad, esa libertad plena de hijos de Dios, que vivimos bajo la gracia. Esto es un tesoro. Intentaré explicar un poco este misterio tan bello, tan grande: vivir bajo la gracia.



Este año habéis trabajado mucho sobre el Bautismo y también sobre la renovación de la pastoral post-bautismal. El Bautismo, este pasar de «bajo la ley» a «bajo la gracia», es una revolución. Son muchos los revolucionarios en la historia, han sido muchos. Pero ninguno ha tenido la fuerza de esta revolución que nos trajo Jesús: una revolución para transformar la historia, una revolución que cambia en profundidad el corazón del hombre. Las revoluciones de la historia han cambiado los sistemas políticos, económicos, pero ninguna de ellas ha modificado verdaderamente el corazón del hombre. La verdadera revolución, la que transforma radicalmente la vida, la realizó Jesucristo a través de su Resurrección: la Cruz y la Resurrección. Y Benedicto XVI decía, de esta revolución, que «es la mutación más grande de la historia de la humanidad». Pensemos en esto: es la mayor mutación de la historia de la humanidad, es una verdadera revolución y nosotros somos revolucionarias y revolucionarios de esta revolución, porque nosotros vamos por este camino de la mayor mutación de la historia de la humanidad. Un cristiano, si no es revolucionario, en este tiempo, ¡no es cristiano! ¡Debe ser revolucionario por la gracia! Precisamente la gracia que el Padre nos da a través de Jesucristo crucificado, muerto y resucitado, hace de nosotros revolucionarios, pues —cito de nuevo a Benedicto«es la mutación más grande de la historia de la humanidad». Porque cambia el corazón. El profeta Ezequiel lo decía: «Arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne». Y esta es la experiencia que vive el Apóstol Pablo: después de haber encontrado a Jesús en el camino de Damasco, cambia radicalmente su perspectiva de vida y recibe el Bautismo. ¡Dios transforma su corazón! Pero pensad: un perseguidor, uno que iba tras la Iglesia y los cristianos, se convierte en un santo, en un cristiano hasta la médula, ¡justamente un cristiano verdadero! Antes es un violento perseguidor; ahora se convierte en un apóstol, un testigo valiente de Jesucristo, hasta el punto de no tener miedo de sufrir el martirio. Aquel Saulo que quería matar a quien anunciaba el Evangelio, al final da su vida por anunciar el Evangelio. Es este el cambio, la mutación más grande de la que nos hablaba el Papa Benedicto. Te cambia el corazón; de pecador —de pecador: todos somos pecadores— te transforma en santo. ¿Alguno de nosotros no es pecador? Si hubiera alguno, ¡que levante la mano! Todos somos pecadores, ¡todos! ¡Todos somos pecadores! Pero la gracia de Jesucristo nos salva del pecado: ¡nos salva! Todos, si acogemos la gracia de Jesucristo, Él cambia nuestro corazón y de pecadores nos hace santos. Para llegar a ser santos no es necesario volver los ojos y mirar allá, o tener un poco cara de estampita. No, no, ¡no es necesario esto! Una sola cosa es necesaria para hacerse santos: acoger la gracia que el Padre nos da en Jesucristo. Esto es. Esta gracia cambia nuestro corazón. Nosotros seguimos siendo pecadores, porque todos somos débiles, pero también con esta gracia que nos hace sentir que el Señor es bueno, que el Señor es misericordioso, que el Señor nos espera, que el Señor nos perdona, esta gracia grande, que cambia nuestro corazón.

Y, decía el profeta Ezequiel, que de un corazón de piedra lo cambia en un corazón de carne. 

¿Qué quiere decir esto? Un corazón que ama, un corazón que sufre, un corazón que se alegra con los demás, un corazón lleno de ternura hacia quien, llevando impresas las heridas de la vida, se siente en la periferia de la sociedad. El amor es la mayor fuerza de transformación de la realidad, porque derriba los muros del egoísmo y colma las fosas que nos tienen alejados a unos de otros. Y esto es el amor que viene de un corazón cambiado, de un corazón de piedra que es transformado en un corazón de carne, un corazón humano. Y esto lo hace la gracia, la gracia de Jesucristo que todos nosotros hemos recibido. 

¿Alguno de vosotros sabe cuánto cuesta la gracia? ¿Dónde se vende la gracia? ¿Dónde puedo comprar la gracia? Nadie sabe decirlo: no. ¿Voy a comprarla a la secretaria parroquial? ¿A lo mejor ella vende la gracia? ¿Algún sacerdote vende la gracia? Oíd bien esto: la gracia no se compra ni se vende; es un regalo de Dios en Jesucristo. Jesucristo nos da la gracia. Es el único que nos da la gracia. Es un regalo: nos lo ofrece a nosotros. Tomémosla. Es bello esto. El amor de Jesús es así: nos da la gracia gratuitamente, gratuitamente. Y nosotros debemos darla a los hermanos, a las hermanas, gratuitamente. Es un poco triste cuando uno encuentra a algunos que venden la gracia: en la historia de la Iglesia algunas veces ha sucedido esto, y ha hecho mucho daño, mucho daño. Pero la gracia no se puede vender: la recibes gratuitamente y la das gratuitamente. Y esta es la gracia de Jesucristo.



En medio de tantos dolores, de tantos problemas que hay aquí, en Roma, hay gente que vive sin esperanza. Cada uno de nosotros puede pensar, en silencio, en las personas que viven sin esperanza, y se hallan inmersas en una profunda tristeza de la que buscan salir creyendo encontrar la felicidad en el alcohol, en las drogas, en el juego, en el poder del dinero, en la sexualidad sin normas... Pero se encuentran más desilusionadas aún, y a veces desahogan su rabia ante la vida con comportamientos violentos e indignos del hombre. ¡Cuántas personas tristes, cuántas personas tristes, sin esperanza! Pensad también en tantos jóvenes que, después de haber experimentado muchas cosas, no encuentran sentido a la vida e intentan el suicidio como solución. ¿Sabéis cuántos suicidios de jóvenes hay hoy en el mundo? ¡La cifra es alta! ¿Por qué? No tienen esperanza. Han experimentado muchas cosas y la sociedad, que es cruel —¡es cruel!— no te puede dar esperanza. La esperanza es como la gracia: no se puede comprar; es un don de Dios. Y nosotros debemos ofrecer la esperanza cristiana con nuestro testimonio, con nuestra libertad, con nuestra alegría. El regalo que nos hace Dios de la gracia trae la esperanza. 

Nosotros, que tenemos la alegría de percatarnos de que no somos huérfanos, de que tenemos un Padre, ¿podemos ser indiferentes ante esta ciudad que nos pide, tal vez inconscientemente, sin saberlo, una esperanza que la ayude a contemplar el futuro con mayor confianza y serenidad? Nosotros no podemos ser indiferentes. Pero ¿cómo podemos hacer esto? ¿Cómo podemos ir adelante y ofrecer la esperanza? ¿Yendo por la calle diciendo: «Yo tengo la esperanza»? ¡No! Con vuestro testimonio, con vuestra sonrisa, decir: «Yo creo que tengo un Padre». El anuncio del Evangelio es este: con mi palabra, con mi testimonio decir: «Yo tengo un Padre. No somos huérfanos. Tenemos un Padre», y compartir esta filiación con el Padre y con todos los demás. «Padre, ahora entiendo: se trata de convencer a los demás, de hacer prosélitos». No: nada de esto. El Evangelio es como la semilla: tú lo siembras, lo siembras con tu palabra y con tu testimonio. Y después no haces una estadística acerca de cómo ha ido esto: la hace Dios. Él hace crecer esta semilla; pero debemos sembrar con esa certeza de que el agua la da Él, el crecimiento lo da Él. Y nosotros no cosechamos: lo hará otro sacerdote, otro laico, otra laica, otro lo hará. Pero la alegría de sembrar con el testimonio, porque con la palabra sólo no es bastante, no basta. La palabra sin el testimonio es aire. Las palabras no bastan. El verdadero testimonio del que habla Pablo.



El anuncio del Evangelio está destinado ante todo a los pobres, a cuantos carecen a menudo de lo necesario para llevar una vida digna. A ellos se anuncia en primer lugar el alegre mensaje de que Dios les ama con predilección y viene a visitarles a través de las obras de caridad que los discípulos de Cristo realizan en su nombre. Antes de nada, ir a los pobres: esto es lo primero. En el momento del Juicio final, podemos leer en Mateo, 25, todos seremos juzgados sobre esto. Pero algunos, luego, piensan que el mensaje de Jesús está destinado a quienes no tienen una preparación cultural. ¡No! ¡No! El Apóstol afirma con fuerza que el Evangelio es para todos, también para los doctos. La sabiduría que deriva de la Resurrección no se opone a la humana, sino que, al contrario, la purifica y la eleva. La Iglesia siempre ha estado presente en los lugares donde se elabora la cultura. Pero el primer paso es siempre la prioridad a los pobres. Pero también debemos ir a las fronteras del intelecto, de la cultura, en la altura del diálogo, del diálogo que hace la paz, del diálogo intelectual, del diálogo razonable. ¡El Evangelio es para todos! Esto de ir a los pobres no significa que tengamos que hacernos «pauperistas» o una especie de «mendigos espirituales». No, no, no significa esto. Significa que debemos ir hacia la carne de Jesús que sufre, pero también sufre la carne de Jesús de aquellos que no le conocen con su estudio, con su inteligencia, con su cultura. ¡Debemos ir allí! Por ello me gusta usar la expresión «ir a las periferias», las periferias existenciales. A todos, a todos ellos, desde la pobreza física y real a la pobreza intelectual, que es real también. Todas las periferias, todos los cruces de caminos: ir ahí. Y ahí sembrar la semilla del Evangelio con la palabra y con el testimonio.



Y esto significa que debemos tener valor. Pablo VIdecía que no entendía a los cristianos desalentados: no les comprendía. Estos cristianos tristes, ansiosos, estos cristianos de quienes uno piensa si creen en Cristo o en el «dios lamentos»: nunca se sabe. Todos los días se lamentan, se quejan: cómo va el mundo, mira, qué desgracia, qué calamidad. Pero pensad: el mundo no es peor que hace cinco siglos. El mundo es el mundo; siempre ha sido el mundo. Y cuando uno se lamenta: así va, no se puede hacer nada, ah, esta juventud... Os pregunto: ¿conocéis a cristianos así? ¡Los hay, los hay! Pero el cristiano debe ser valiente y ante el problema, ante una crisis social, religiosa, debe tener el valor de ir adelante, ir adelante con valentía. Y cuando no se puede hacer nada, con paciencia: soportando. 

Soportar. Valentía y paciencia, estas dos virtudes de Pablo. Valentía: ir adelante, hacer las cosas, dar testimonio fuerte; ¡adelante! Soportar: llevar sobre los hombros las cosas que no se pueden cambiar aún. Pero ir adelante con esta paciencia, con esta paciencia que nos da la gracia. Pero, ¿qué debemos hacer con la valentía y la paciencia? Salir de nosotros mismos: salir de nosotros mismos. Salir de nuestras comunidades para ir allí donde los hombres y las mujeres viven, trabajan y sufren, y anunciarles la misericordia del Padre que se ha dado a conocer a los hombres en Jesucristo de Nazaret. Anunciar esta gracia que nos ha sido regalada por Jesús. Si a los sacerdotes, el Jueves Santo, les pedí que fueran pastores con olor a oveja, a vosotros, queridos hermanos y hermanas, digo: sed en todo lugar portadores de la Palabra de vida en nuestros barrios, en los lugares de trabajo y allí donde las personas se encuentren y desarrollen relaciones. Debéis salir fuera. No entiendo las comunidades cristianas que están cerradas, en la parroquia. Quiero deciros algo. En el Evangelio es bonito ese pasaje que nos habla del pastor que, cuando vuelve al ovil, se da cuenta de que falta una oveja: deja las 99 y va a buscarla, a buscar una. Pero, hermanos y hermanas, nosotros tenemos una; ¡nos faltan 99! Debemos salir, ¡debemos ir hacia los demás! En esta cultura —digámonos la verdad— tenemos sólo una, ¡somos minoría! ¿Y sentimos el fervor, el celo apostólico de ir y salir y buscar las otras 99? Esta es una gran responsabilidad y debemos pedir al Señor la gracia de la generosidad y el valor y la paciencia para salir, para salir a anunciar el Evangelio. Ah, esto es difícil. Es más fácil quedarse en casa, con esa única oveja. Es más fácil con esa oveja, peinarla, acariciarla... pero nosotros sacerdotes, también vosotros cristianos, todos: el Señor nos quiere pastores, no peinadores de ovejas; ¡pastores! Y cuando una comunidad está cerrada, siempre con las mismas personas que hablan, esta comunidad no es una comunidad que da vida. Es una comunidad estéril, no es fecunda. La fecundidad del Evangelio viene por la gracia de Jesucristo, pero a través de nosotros, de nuestra predicación, de nuestra valentía, de nuestra paciencia.



Sale un poco largo, ¿verdad? ¡Pero no es fácil! Tenemos que decirnos la verdad: la labor de evangelizar, de llevar adelante la gracia gratuitamente no es fácil, porque no estamos nosotros solos con Jesucristo; existe también un adversario, un enemigo que quiere tener a los hombres separados de Dios. Y por eso instila en los corazones la desilusión, cuando no vemos recompensado enseguida nuestro compromiso apostólico. El diablo cada día arroja en nuestros corazones semillas de pesimismo y amargura, y uno se desanima, nos desanimamos. «¡No sale! Hemos hecho esto, no sale; hemos hecho lo otro y no funciona. Y mira esa religión cómo atrae a tanta gente y nosotros no». Es el diablo que introduce esto. Debemos prepararnos para la lucha espiritual. Esto es importante. No se puede predicar el Evangelio sin esta lucha espiritual: una lucha de todos los días contra la tristeza, contra la amargura, contra el pesimismo; ¡una lucha de todos los días! Sembrar no es fácil. Es más bello cosechar, pero sembrar no es fácil, y esta es la lucha de todos los días de los cristianos.



Pablo decía que tenía la urgencia de predicar y tenía la experiencia de esta lucha espiritual, cuando decía: «Tengo en mi carne una espina de satanás y todos los días la siento». También nosotros tenemos espinas de satanás que nos hacen sufrir y nos hacen caminar con dificultad y muchas veces nos desaniman. Prepararnos a la lucha espiritual: la evangelización pide de nosotros un verdadero valor también por esta lucha interior, en nuestro corazón, para decir con la oración, con la mortificación, con el deseo de seguir a Jesús, con los Sacramentos que son un encuentro con Jesús, decir a Jesús: gracias, gracias por tu gracia. Quiero llevarla a los demás. Pero esto es trabajo: esto es trabajo. Esto se llama —no os asustéis— se llama martirio. El martirio es esto: luchar, todos los días, para testimoniar. Esto es martirio. Y a algunos el Señor les pide el martirio de la vida, pero existe el martirio de todos los días, de todas las horas: el testimonio contra el espíritu del mal que no quiere que seamos evangelizadores.



Y ahora desearía terminar pensando algo. En este tiempo, en el que la gratuidad parece debilitarse en las relaciones interpersonales porque todo se vende y todo se compra, y la gratuidad es difícil hallarla, los cristianos anunciamos a un Dios que para ser nuestro amigo no pide nada más que ser acogido. Lo único que pide Jesús: ser acogido. Pensemos en cuántos viven en la desesperación porque jamás han encontrado a nadie que les haya prestado atención, que les haya consolado, que les haya hecho sentirse preciosos e importantes. Nosotros, discípulos del Crucificado, ¿podemos negarnos a ir a esos lugares adonde nadie quiere acudir por miedo a comprometernos y al juicio ajeno, y así negar a estos hermanos nuestros el anuncio de la Palabra de Dios? ¡La gratuidad! Nosotros hemos recibido esta gratuidad, esta gracia, gratuitamente; debemos darla, gratuitamente. Y esto es lo que, al final, quiero deciros. No tener miedo, no tener miedo. No tener miedo del amor, del amor de Dios, nuestro Padre. No tener miedo. No tener miedo de recibir la gracia de Jesucristo, no tener miedo de nuestra libertad que viene dada por la gracia de Jesucristo o, como decía Pablo: «Ya no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia». No tener miedo de la gracia, no tener miedo de salir de nosotros mismos, no tener miedo de salir de nuestras comunidades cristianas para ir a encontrar a las 99 que no están en casa. E ir a dialogar con ellos, y decirles qué pensamos, ir a mostrar nuestro amor que es el amor de Dios.



Queridos, queridos hermanos y hermanas: ¡no tengamos miedo! Vayamos adelante para decir a nuestros hermanos y a nuestras hermanas que estamos bajo la gracia, que Jesús nos da la gracia y esto no cuesta nada: sólo recibirla. ¡Adelante!



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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A
UNA DELEGACIÓN DE PARLAMENTARIOS FRANCESES DEL
GRUPO DE LA AMISTAD FRANCIA Y SANTA SEDE


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 15 de Junio de 2013



Señor presidente,
queridos parlamentarios:



Acogiendo vuestra petición me alegra recibiros esta mañana, miembros del Senado y de la Asamblea nacional de la República francesa. Más allá de las diversas sensibilidades políticas que vosotros representáis, vuestra presencia manifiesta la calidad de las relaciones entre vuestro país y la Santa Sede.



Este encuentro es para mí la ocasión para destacar las relaciones de confianza que existen generalmente en Francia entre los responsables de la vida pública y los de la Iglesia católica, ya sea a nivel nacional, ya sea a nivel regional o local. El principio de laicidad que gobierna las relaciones entre el Estado francés y las diversas confesiones religiosas, no debe significar en sí una hostilidad a la realidad religiosa, o una exclusión de las religiones del campo social o de los debates que lo animan.



Es motivo de alegría el hecho de que la sociedad francesa redescubra propuestas presentadas por la Iglesia, entre otras, que ofrecen una certera visión de la persona y de su dignidad en vista del bien común. La Iglesia desea así ofrecer su propia aportación específica sobre las cuestiones profundas que comprometen una visión más completa de la persona y su destino, de la sociedad y su destino. Esta contribución no se sitúa solamente en el ámbito antropológico o social, sino también en los ámbitos político, económico y cultural.



Como elegidos por una nación hacia la cual los ojos del mundo se dirigen a menudo, considero que es vuestro deber contribuir de modo eficaz y constante en el mejoramiento de la vida de vuestros conciudadanos, que conocéis de modo particular a través de los innumerables contactos locales que cultiváis, y que os hacen sensibles a sus necesidades auténticas. Vuestra tarea es ciertamente técnica y jurídica, y consiste en proponer leyes, en enmendarlas o incluso derogarlas. Pero es también necesario infundir en ellas un suplemento, un espíritu, diría un alma, que no refleje solamente las modalidades y las ideas del momento, sino que les confiera la indispensable calidad que eleva y ennoblece a la persona humana.



Os formulo, por lo tanto, de la manera más calurosa, mi aliento a proseguir en vuestra misión, buscando siempre el bien de la persona y promoviendo la fraternidad en vuestro bello país. Que Dios os bendiga.



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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A
LA COMUNIDAD DE LOS ESCRITORES
DE "LA CIVILTÀ CATTOLICA"


Palacio Apostólico Vaticano
Sala de los Papas
Viernes 14 de Junio de 2013




Queridos amigos en el Señor:



Estoy contento de encontraros, a vosotros, escritores, a vuestra comunidad al completo, a las religiosas y a los agregados de la administración de la casa. Los jesuitas de La Civiltà Cattolica, desde 1850, desarrollan un trabajo que tiene un vínculo particular con el Papa y la Sede Apostólica. Mis predecesores, recibiéndoos en audiencia, reconocieron varias veces cómo este vínculo es un rasgo esencial de vuestra revista. Hoy desearía sugeriros tres palabras que pueden ayudaros en vuestro empeño.



La primera es el diálogo. Vosotros lleváis a cabo un importante servicio cultural. Inicialmente la aproximación y el estilo de La Civiltà Cattolica fueron combativos y a menudo incluso ásperamente polémicos, en sintonía con el clima general de la época. Recorriendo los 163 años de la revista, se revela una rica variedad de posturas, debidas tanto al cambio de las circunstancias históricas como a la personalidad de cada escritor. Vuestra fidelidad a la Iglesia requiere todavía ser duros contra las hipocresías fruto de un corazón cerrado, enfermo. Duros contra esta enfermedad. Pero vuestra tarea principal no es construir muros, sino puentes; es la de establecer un diálogo con todos los hombres, también con quienes no comparten la fe cristiana, pero «cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano»; y hasta con «aquellos que se oponen a la Iglesia y la persiguen de varias maneras» (Gaudium et spes, 92). Son muchas las cuestiones humanas que hay que discutir y compartir, y en el diálogo siempre es posible acercarse a la verdad, que es don de Dios, y enriquecerse recíprocamente. Dialogar significa estar convencidos de que el otro tiene algo bueno que decir, dar espacio a su punto de vista, a su opinión, a sus propuestas, sin caer, obviamente, en el relativismo. Y para dialogar es necesario bajar las defensas y abrir las puertas. Continuad el diálogo con las instituciones culturales, sociales, políticas, también para ofrecer vuestra contribución a la formación de ciudadanos que tengan interés en el bien de todos y trabajen por el bien común. La «civilización católica» es la civilización del amor, de la misericordia, de la fe.



La segunda palabra es discernimiento. Vuestra tarea es recoger y expresar las expectativas, los deseos, las alegrías y los dramas de nuestro tiempo, y ofrecer los elementos para una lectura de la realidad a la luz del Evangelio. Los grandes interrogantes espirituales hoy están más vivos que nunca, pero se necesita de alguien que los interprete y los entienda. Con inteligencia humilde y abierta «buscad y encontrad a Dios en todas las cosas», como escribía san Ignacio. Dios actúa en la vida de cada hombre y en la cultura: el Espíritu sopla donde quiere. Buscad descubrir lo que Dios ha obrado y cómo proseguirá su obra. Un tesoro de los jesuitas es precisamente el discernimiento espiritual, que intenta reconocer la presencia del Espíritu de Dios en la realidad humana y cultural, la semilla ya plantada de su presencia en los acontecimientos, en las sensibilidades, en los deseos, en las tensiones profundas de los corazones y de los contextos sociales, culturales y espirituales. Recuerdo algo que decía Rahner: el jesuita es un especialista en el discernimiento en el campo de Dios y también en el campo del diablo. No hay que tener miedo de proseguir en el discernimiento para hallar la verdad. Cuando leí estas observaciones de Rahner, me impresionaron bastante.



Y para buscar a Dios en todas las cosas, en todos los campos del saber, del arte, de la ciencia, de la vida política, social y económica se necesita estudio, sensibilidad, experiencia. Algunas de las materias que tratáis pueden incluso no tener relación explícita con una perspectiva cristiana, pero son importantes para captar el modo en el que las personas se comprenden a sí mismas y el mundo que las rodea. Que vuestra observación informativa sea amplia, objetiva y oportuna. Es necesario también tener una atención particular respecto a la verdad, la bondad y la belleza de Dios, que deben considerarse siempre juntas, y son preciosos aliados en el compromiso en defensa de la dignidad del hombre, en la construcción de una convivencia pacífica y en custodiar con premura la creación. De esta atención nace el juicio sereno, sincero y fuerte acerca de los acontecimientos, iluminado por Cristo. Grandes figuras, como Matteo Ricci, son de ello modelo. Todo esto requiere mantener abiertos el corazón y la mente, evitando la enfermedad espiritual de la autorreferencialidad. También la Iglesia, cuando se vuelve autorreferencial, se enferma, envejece. Que nuestra mirada, bien fija en Cristo, sea profética y dinámica hacia el futuro: de este modo permaneceréis siempre jóvenes y audaces en la lectura de los acontecimientos.



La tercera palabra es frontera. La misión de una revista de cultura como La Civiltà Cattolica entra en el debate cultural contemporáneo y propone, de modo serio y a la vez accesible, la visión que viene de la fe cristiana. La fractura entre Evangelio y cultura es, sin duda, un drama (cf. Evangelii nuntiandi, 20). Vosotros estáis llamados a dar vuestra contribución para sanar esta fractura que pasa también a través del corazón de cada uno de vosotros y de vuestros lectores. Este ministerio es típico de la misión de la Compañía de Jesús. Acompañad, con vuestras reflexiones y vuestras profundizaciones, los procesos culturales y sociales y a cuantos están viviendo transiciones difíciles, haciéndoos cargo también de los conflictos. Vuestro lugar propio son las fronteras. Este es el sitio de los jesuitas. Lo que Pablo VI, retomado por Benedicto XVI, dijo de la Compañía de Jesús, vale de manera particular para vosotros también hoy: «En cualquier parte de la Iglesia, incluso en las áreas más difíciles y de punta, en las encrucijadas de las ideologías, en las trincheras sociales, donde haya existido o exista una confrontación entre las exigencias urgentes del hombre y el mensaje perenne del Evangelio, allí han estado y están los jesuitas». Por favor, sed hombres de frontera, con esa capacidad que viene de Dios (cf. 2 Co 3, 6). Pero no caigáis en la tentación de domesticar las fronteras: se debe ir hacia las fronteras y no llevar las fronteras a casa para barnizarlas un poco y domesticarlas. En el mundo de hoy, sujeto a rápidos cambios y agitado por cuestiones de gran relevancia para la vida de la fe, es urgente un valiente compromiso para educar en una fe convencida y madura, capaz de dar sentido a la vida y de ofrecer respuestas convincentes a cuantos están en busca de Dios. Se trata de sostener la acción de la Iglesia en todos los campos de su misión. La Civiltà Cattolica este año se ha renovado: ha adoptado una forma gráfica, se puede leer también en versión digital y llega a sus lectores en las redes sociales. Igualmente éstas son fronteras en las que estáis llamados a actuar. ¡Proseguid por este camino!



Queridos padres: veo entre vosotros a jóvenes, menos jóvenes y ancianos. Vuestra revista es única en su género, que nace de una comunidad de vida y estudio; como un coro bien avenido, cada uno debe tener su voz y situarla en armonía con la de los demás. ¡Ánimo, queridos hermanos! Estoy seguro de poder contar con vosotros. Mientras os encomiendo a Santa María del Camino, os imparto a vosotros, redactores, colaboradores y religiosas, así como a todos los lectores de la revista, mi bendición.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A
SU GRACIA JUSTIN WELBY,
ARZOBISPO DE CANTERBURY
Y PRIMADO DE LA COMUNIÓN ANGLICANA

 

Viernes 14 de Junio de 2013





Vuestra Gracia,
queridos amigos:



En la feliz circunstancia de nuestro primer encuentro, deseo daros la bienvenida con las mismas palabras con las que mi predecesor, el venerable siervo de Dios Pablo VI, se dirigió al arzobispo Michael Ramsey durante su histórica visita de 1966: «sus pasos no resuenan en una casa extranjera [...] Nos alegramos de abrirle las puertas y, con las puertas, nuestro corazón; porque estamos contentos y honrados […] de acogerle “no como huésped y forastero, sino como conciudadano de los santos y de la familia de Dios” (cf. Ef 2, 19-20)».



Sé que Vuestra Gracia, durante la ceremonia de entronización en la Catedral de Canterbury, recordó en la oración al nuevo Obispo de Roma. Le estoy profundamente agradecido y pienso que, habiendo iniciado nuestros respectivos ministerios a pocos días de distancia uno de otro, tendremos siempre un motivo particular para sostenernos mutuamente con la oración.



La historia de las relaciones entre la Iglesia de Inglaterra y la Iglesia de Roma es larga y compleja, no exenta de momentos dolorosos. Las últimas décadas, sin embargo, se caracterizaron por un camino de acercamiento y fraternidad, por lo que debemos sinceramente dar gracias a Dios. Tal camino se ha realizado ya sea mediante el diálogo teológico, con los trabajos de la Comisión internacional anglicana-católica, como entrelazando, en todos los niveles, relaciones cordiales y una convivencia cotidiana, caracterizada por un profundo respeto recíproco y sincera colaboración. Al respecto, estoy verdaderamente contento de que hoy esté presente, junto a usted, el arzobispo de Westminster monseñor Vincent Nichols. La solidez de estos vínculos ha permitido mantener el rumbo incluso cuando, en el diálogo teológico, surgieron dificultades mayores de las que se podían imaginar al comienzo del camino.



Agradezco, además, el sincero esfuerzo que la Iglesia de Inglaterra ha mostrado por comprender las razones que han llevado a mi predecesor, Benedicto XVI, a ofrecer una estructura canónica capaz de dar respuesta a las cuestiones de los grupos anglicanos que han pedido ser recibidos, también corporativamente, en la Iglesia católica: estoy seguro de que ello permitirá conocer mejor y apreciar en el mundo católico las tradiciones espirituales, litúrgicas y pastorales que constituyen el patrimonio anglicano.

El encuentro de hoy, querido hermano, es la ocasión para recordarnos que el compromiso por la búsqueda de la unidad entre los cristianos no deriva de razones de orden práctico, sino de la voluntad misma del Señor Jesucristo, que nos ha hecho hermanos suyos e hijos del único Padre. Por esto la oración, que hoy juntos elevamos, es de fundamental importancia.



Desde la oración se renovará día a día el compromiso de caminar hacia la unidad, que se podrá expresar en la colaboración en los diversos ámbitos de la vida cotidiana. Entre ellos, reviste particular significado el testimonio de la referencia a Dios y la promoción de los valores cristianos, ante una sociedad que parece a veces poner en discusión algunas de las bases mismas de la convivencia, como el respeto por la sacralidad de la vida humana, o la solidez de la institución de la familia fundada en el matrimonio, valores que usted ha tenido modo de recordar recientemente.



Existe luego el compromiso por una mayor justicia social, por un sistema económico al servicio del hombre y en beneficio del bien común. Entre nuestras tareas, como testigos del amor de Cristo, está la de dar voz al clamor de los pobres, para que no sean abandonados a las leyes de una economía que parece, a veces, considerar al hombre sólo como un consumidor.



Sé que Vuestra Gracia es particularmente sensible a todas estas temáticas, en las que compartimos muchas ideas, así como conozco su compromiso por favorecer la reconciliación y la resolución de los conflictos entre las naciones. Al respecto, junto al arzobispo Nichols, usted ha solicitado a las autoridades encontrar una solución pacífica al conflicto sirio, que garantice también la seguridad de toda la población, incluso las minorías, entre las que se encuentran las antiguas comunidades cristianas locales. Como usted mismo evidenció, nosotros los cristianos llevamos la paz y la gracia como un tesoro para dar al mundo, pero estos dones pueden dar frutos solamente cuando los cristianos viven y trabajan juntos en armonía. De esta manera será más fácil contribuir en la construcción de relaciones de respeto y pacífica convivencia con quienes pertenecen a otras tradiciones religiosas y también con los no creyentes.



La unidad, a la que anhelamos sinceramente, es un don que viene de lo alto y que se funda en nuestra comunión de amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cristo mismo prometió: «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Caminemos, querido hermano, hacia la unidad, unidos fraternalmente en la caridad y teniendo como punto de referencia constante a Jesucristo, nuestro hermano mayor. En la adoración de Jesucristo encontraremos el fundamento y la razón de ser de nuestro camino. Que el Padre misericordioso escuche y acoja las oraciones que le dirigimos juntos. Depositemos nuestras esperanzas en Él, «que en todo tiene poder para hacer mucho más de cuanto podamos pedir o concebir» (cf. Ef 3, 20).



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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DEL XIII CONSEJO ORDINARIO
DE LA SECRETARÍA GENERAL DEL SÍNODO DE LOS
OBISPOS

 
Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Jueves 13 de Junio de 2013




Queridos hermanos en el episcopado:



Os saludo muy cordialmente, agradeciendo de modo especial a monseñor Nikola Eterović, secretario general, las palabras que me ha dirigido. A través de vosotros mi saludo se extiende a las Iglesias particulares que se os han encomendado a vuestro cuidado pastoral. Os agradezco la ayuda ofrecida al Obispo de Roma, en su función de presidente del Sínodo de los obispos, en la elaboración y la actuación de cuanto surgió en la XIII Asamblea general Ordinaria. Se trata de un valioso servicio a la Iglesia universal que requiere disponibilidad, compromiso y sacrificio, también para afrontar largos viajes. Un gracias sincero a cada uno de vosotros.



Desearía poner de relieve la importancia del tema de esa Asamblea: La nueva evangelización para la transmisión de la fe. Hay una estrecha conexión entre estos dos elementos: la transmisión de la fe cristiana es el objetivo de la nueva evangelización y de toda la obra evangelizadora de la Iglesia, que existe precisamente para esto. La expresión «nueva evangelización», además, resalta la conciencia cada vez más clara de que incluso en los países de antigua tradición cristiana se hace necesario un renovado anuncio del Evangelio, para reconducir a un encuentro con Cristo que transforme verdaderamente la vida y no sea superficial, marcado por la routine. Y esto tiene consecuencias en la acción pastoral. Como señalaba el siervo de Dios Pablo VI, «las condiciones de la sociedad nos obligan a rever los métodos, a buscar con todos los medios y estudiar cómo llevar al hombre moderno el mensaje cristiano, en el cual, solamente, él puede encontrar la respuesta a sus interrogantes y la fuerza para su compromiso de solidaridad humana» (Discurso al Sacro Colegio de los cardenales, 22 de junio de 1973). El mismo Pontífice, en la Evangelii nuntiandi, un texto muy rico que no ha perdido nada de su actualidad, nos recordaba cómo el compromiso de anunciar el Evangelio «es sin duda alguna un servicio que se presenta a la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad» (n. 1). Desearía alentar a toda la comunidad eclesial a ser evangelizadora, a no tener miedo de «salir» de sí misma para anunciar, confiando sobre todo en la presencia misericordiosa de Dios que nos guía. Las técnicas son ciertamente importantes, pero ni siquiera las más perfectas podrían sustituir la acción discreta pero eficaz de Aquél que es el agente principal de la evangelización: el Espíritu Santo (cf. ibid., 75). Es necesario dejarse conducir por Él, incluso si nos lleva por caminos nuevos; es necesario dejarse transformar por Él para que nuestro anuncio se realice con la palabra acompañada siempre por sencillez de vida, espíritu de oración, caridad hacia todos, especialmente con los pequeños y los pobres, humildad y desapego de sí mismos, santidad de vida (cf. ibid., 76). Solamente así será verdaderamente fecundo.



Un pensamiento también sobre el Sínodo de los obispos. Ciertamente ha sido uno de los frutos del Concilio Vaticano II. Gracias a Dios, en estos casi cincuenta años, se pudieron experimentar los beneficios de esta institución, que, de modo permanente, está al servicio de la misión y de la comunión de la Iglesia, como expresión de la colegialidad. Lo puedo testimoniar también a partir de mi experiencia personal, por haber participado en diversas Asambleas sinodales. Abiertos a la gracia del Espíritu Santo, alma de la Iglesia, confiamos en que el Sínodo de los obispos conocerá desarrollos ulteriores para favorecer aún más el diálogo y la colaboración entre los obispos; y entre ellos y el Obispo de Roma. Queridos hermanos, vuestro encuentro de estos días en Roma tiene como finalidad ayudarme en la elección del tema de la próxima Asamblea general ordinaria. Agradezco las propuestas enviadas por las instituciones con las cuales la Secretaría general del Sínodo está en comunicación: los Sínodos de las Iglesias orientales católicas sui iuris, las Conferencias episcopales, los dicasterios de la Curia romana y la presidencia de la Unión de superiores generales. Estoy seguro de que, con el discernimiento acompañado por la oración, este trabajo dará abundantes frutos para toda la Iglesia, que, fiel al Señor, desea anunciar con ánimo renovado a Jesucristo a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo. Él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6) para todos y para cada uno.



Confiando vuestro servicio eclesial a la intercesión maternal de la bienaventurada Virgen María, Estrella de la nueva evangelización, imparto de corazón a vosotros, a vuestros colaboradores y a vuestras Iglesias particulares la bendición apostólica.



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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS ESTUDIANTES DE LAS ESCUELAS DE LOS JESUITAS
DE ITALIA Y ALBANIA


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Viernes 7 de Junio de 2013



En el encuentro con 9,000 representantes de las comunidades de las escuelas de la Compañía de Jesús en Italia y Albania, el Papa Francisco dio vida a un diálogo espontáneo con los jóvenes, dejando aparte el discurso escrito que resumió de palabra, y respondiendo a diez preguntas.



¡Queridos muchachos, queridos jóvenes!


Preparé este discurso para pronunciároslo... pero, ¡son cinco páginas! Un poco aburrido... Hagamos algo: haré un pequeño resumen y después lo entregaré, por escrito, al padre provincial; lo daré también al padre Lombardi, para que todos vosotros lo tengáis por escrito. Y además, hay posibilidad de que algunos de vosotros hagáis una pregunta y tengamos un pequeño diálogo. Esto os gusta, ¿o no? ¿Sí? Bien. Vamos por este camino.


El primer punto de este escrito es que en la educación que damos nosotros, jesuitas, el punto clave es —para nuestro desarrollo como personas— la magnanimidad. Debemos ser magnánimos, con el corazón grande, sin miedo. Apostar siempre por los grandes ideales. Pero también magnanimidad con las cosas pequeñas, con las cosas cotidianas. El corazón amplio, el corazón grande. Y esta magnanimidad es importante encontrarla con Jesús, en la contemplación de Jesús. Jesús es quien nos abre las ventanas al horizonte. Magnanimidad significa caminar con Jesús, con el corazón atento a lo que Jesús nos dice. Por este camino desearía decir algo a los educadores, a los profesionales en las escuelas y a los padres. Educar. Al educar existe un equilibrio que hay que mantener, equilibrar bien los pasos: un paso firme en el marco de seguridad, pero el otro caminando por la zona de riesgo. Y cuando ese riesgo se convierte en seguridad, el otro paso busca otra zona de riesgo. No se puede educar sólo en la zona de seguridad: no. Esto es impedir que crezcan las personalidades. Pero tampoco se puede educar sólo en la zona de riesgo: esto es demasiado peligroso. Este equilibrio de los pasos, recordadlo bien.


Hemos llegado a la última página. Y a vosotros, educadores, quiero también alentaros a buscar nuevas formas de educación no convencionales, según las necesidades de los lugares, de los tiempos y de las personas. Esto es importante, en nuestra espiritualidad ignaciana: ir siempre «a más», y no estar tranquilos con las cosas convencionales. Buscar nuevas formas según los 
lugares, los tiempos y las personas. Os animo a esto.


Y ahora estoy dispuesto a responder a algunas preguntas que queráis hacer: los chavales, los educadores. Estoy a disposición. He dicho al padre provincial que me ayude en esto.


Un chaval: Soy Francesco Bassani, del Instituto Leone XIII. Soy un chico que, como te he escrito en mi carta, Papa, busca creer. Busco... intento, sí, ser fiel. Pero tengo dificultades. A veces me surgen dudas. Y creo que esto es absolutamente normal a mi edad. Dado que tú eres el Papa que creo que tendré más tiempo en el corazón, en mi vida, porque te encuentro en mi fase de adolescencia, de crecimiento, te quería pedir alguna palabra para sostenerme en este crecimiento y sostener a todos los chicos como yo.


Papa Francisco: Caminar es un arte, porque si caminamos siempre deprisa nos cansamos y no podemos llegar al final, al final del camino. En cambio, si nos detenemos y no caminamos, ni siquiera llegamos al final. Caminar es precisamente el arte de mirar el horizonte, pensar adónde quiero ir, pero también soportar el cansancio del camino. Y muchas veces el camino es difícil, no es fácil. «Quiero ser fiel a este camino, pero no es fácil, escuchas: hay oscuridad, hay días de oscuridad, también días de fracaso, incluso alguna jornada de caída... uno cae, cae...». Pero pensad siempre en esto: no tengáis miedo de los fracasos; no tengáis miedo de las caídas. En el arte de caminar lo que importa no es no caer, sino no «quedarse caídos». Levantarse pronto, inmediatamente, y seguir andando. Y esto es bello: esto es trabajar todos los días, esto es caminar humanamente. Pero también: es malo caminar solos, malo y aburrido. Caminar en comunidad, con los amigos, con quienes nos quieren: esto nos ayuda, nos ayuda a llegar precisamente a la meta a la que queremos llegar. No sé si he respondido a tu pregunta. ¿Sí? ¿No tendrás miedo del camino? Gracias.


Una niña: Soy Sofía Grattarola, del Instituto Massimiliano Massimo. Y quería preguntarle, dado que usted, como todos los niños, cuando estaban en primaria tenían amigos, ¿no? Y dado que hoy usted es Papa, si ve todavía a estos amigos...


Papa Francisco: Soy Papa desde hace dos meses y medio. Mis amigos están a 14 horas de avión, están lejos. Pero quiero decirte algo: han venido tres de ellos a verme y a saludarme; y les veo y me escriben, y les quiero mucho. No se puede vivir sin amigos: esto es importante, es importante.


Una niña: Soy Teresa. Francisco, ¿querías ser Papa?


Papa Francisco: ¿Sabes qué significa que una persona no se quiera a ella misma? Una persona que desea, que tiene ganas de ser Papa, no se quiere bien a ella misma. Dios no lo bendice. No; yo no quise ser Papa. ¿Vale? Ven, ven, ven...


Una señora: Santidad, somos Mónica y Antonella, de la coral de los Alumnos del Cielo del Instituto Social de Turín. Como nosotros, que fuimos educados en las escuelas de los jesuitas, a menudo somos invitados a reflexionar sobre la espiritualidad de san Ignacio, deseamos preguntarle: dado que eligió la vida consagrada, ¿qué le impulsó a ser jesuita antes que sacerdote diocesano o de otra Orden? Gracias.


Papa Francisco: Me alojé varias veces en el Social de Turín. Lo conozco bien. Lo que más me gustó de la Compañía es la misionariedad, y quería ser misionero. Y cuando estudiaba teología escribí al General, que era el padre Arrupe, para que me mandara, me enviara a Japón o a otro sitio. Pero él lo pensó bien, y me dijo, con mucha caridad: «Pero usted ha tenido una afección pulmonar, cosa no muy buena para un trabajo tan fuerte», y me quedé en Buenos Aires. Pero fue muy bueno, el padre Arrupe, porque no dijo: «Pero usted no es muy santo para ser misionero»: era bueno, tenía caridad. Y lo que me dio mucha fuerza para hacerme jesuita es la misionariedad: ir fuera, ir a las misiones a anunciar a Jesucristo. Creo que esto es propio de nuestra espiritualidad: ir fuera, salir, salir siempre para anunciar a Jesucristo, y no permanecer un poco cerrados en nuestras estructuras, tantas veces estructuras caducas. Es lo que me impulsó. Gracias.


Una niña: Soy Caterina De Marchis, del Instituto Leone XIII, y me preguntaba: ¿por qué usted —bueno, tú— has renunciado a todas las riquezas de un Papa, como un apartamento lujoso, o a un coche enorme, y en cambio has ido a un pequeño apartamento cerca, o tomaste el autobús de los obispos? ¿Cómo es que has renunciado a la riqueza?


Papa Francisco: Bueno, creo que es no sólo un tema de riqueza. Para mí es un problema de personalidad: esto es. Tengo la necesidad de vivir entre la gente, y si viviera solo, tal vez un poco aislado, no me haría bien. Esta pregunta me la hizo un profesor: «Pero ¿por qué usted no va a vivir allí?». Respondí: «Oiga, profesor: por motivos psiquiátricos». Es mi personalidad. Pero el apartamento ese [del palacio pontificio] no es tan lujoso, tranquila... Pero no puedo vivir solo, ¿entiendes? Y además creo que sí: los tiempos nos hablan de mucha pobreza en el mundo, y esto es un escándalo. La pobreza del mundo es un escándalo. En un mundo donde hay tantas, tantas riquezas, tantos recursos para dar de comer a todos, no se puede entender cómo hay tantos niños hambrientos, que haya tantos niños sin educación, ¡tantos pobres! La pobreza, hoy, es un grito. Todos nosotros tenemos que pensar si podemos ser un poco más pobres: también esto todos lo debemos hacer. Cómo puedo ser un poco más pobre para parecerme mejor a Jesús, que era el Maestro pobre. De esto se trata. Pero no es una cuestión de virtud mía, personal; es sólo que yo no puedo vivir solo; y también lo del coche, lo que dices: no tener tantas cosas y ser un poco más pobre. Es esto.


Un chico: Me llamo Eugenio Serafini, soy del Instituto cei, centro educativo ignaciano. Le quería hacer una pegunta breve: ¿Qué es lo que hizo cuando decidió ser, no Papa, sino párroco, ser jesuita? ¿Cómo hizo? ¿No le fue difícil abandonar o dejar a la familia, a los amigos?


Papa Francisco: Mira, siempre es difícil: siempre. Para mí fue difícil. No es fácil. Hay momentos bellos, y Jesús te ayuda, te da un poco de alegría. Pero hay momentos difíciles, en los que te sientes solo, te sientes árido, sin gozo interior. Existen momentos oscuros, de oscuridad interior. Hay dificultades. Pero es muy bello seguir a Jesús, ir por el camino de Jesús, que luego sopesas y vas adelante. Y luego llegan momentos más bellos. Pero nadie debe pensar que en la vida no habrá dificultades. Yo también desearía hacer una pregunta ahora: ¿cómo pensáis ir adelante con las dificultades? No es fácil. Pero debemos ir adelante con fuerza y con confianza en el Señor; con el Señor, todo se puede.


Una joven: Hola, me llamo Federica Iaccarino y vengo del Instituto Pontano de Nápoles. Quería pedir una palabra para los jóvenes de hoy, para el futuro de los jóvenes de hoy, dado que Italia se encuentra en una posición de gran dificultad. Y querría pedir una ayuda para poder mejorarla, una ayuda para nosotros, para poder sacar adelante a estos chicos, a nosotros, jóvenes.


Papa Francisco: Dices que Italia está en un momento difícil. Sí, hay una crisis. Pero te diré: no sólo Italia. Todo el mundo, en este momento, está en un momento de crisis. Y la crisis, la crisis no es algo malo. Es verdad que la crisis nos hace sufrir, pero debemos —y vosotros, jóvenes, principalmente—, debemos saber leer la crisis. Esta crisis, ¿qué significa? ¿Qué debo hacer yo para ayudar a salir de la crisis? La crisis que estamos viviendo en este momento es una crisis humana. Se dice: pero es una crisis económica, una crisis del trabajo. Sí, es verdad. Pero ¿por qué? Porque este problema del trabajo, este problema en la economía, son consecuencias del gran problema humano. Lo que está en crisis es el valor de la persona humana, y nosotros tenemos que defender a la persona humana. En este momento... bueno, ya lo he contado tres veces, pero lo haré una cuarta. Leí, una vez, un relato de un rabino medieval, del año 1200. Este rabino explicaba a los judíos de aquel tiempo la historia de la Torre de Babel. Construir la Torre de Babel no era fácil: tenían que hacerse los ladrillos; ¿y cómo se hace el ladrillo? Buscar el barro, la paja, mezclarlos, llevarlos al horno: era un gran trabajo. Y después de este trabajo, un ladrillo se convertía en un verdadero tesoro. Luego llevaban los ladrillos a lo alto, para la construcción de la Torre de Babel. Si un ladrillo caía, era una tragedia; castigaban al obrero que lo había hecho caer, ¡era una tragedia! Pero si caía un hombre, ¡no pasaba nada! Esta es la crisis que hoy estamos viviendo; ésta: es la crisis de la persona. Hoy no cuenta la persona, cuentan los fondos, el dinero. Y Jesús, Dios, dio el mundo, toda la creación, la dio a la persona, al hombre y a la mujer, a fin de que la sacaran adelante; no al dinero. Es una crisis, la persona está en crisis porque la persona hoy —escuchad bien, esto es verdad— ¡es esclava! Y nosotros debemos liberarnos de estas estructuras económicas y sociales que nos esclavizan. Y ésta es vuestra tarea.


Un niño: Hola, soy Francesco Vin, y vengo del Colegio San Ignacio de Messina. Te quería preguntar si has estado alguna vez en Sicilia.


Papa Francisco: No. Puedo decir dos cosas: no, o todavía no.


El niño: Si vienes, ¡te esperamos!


Papa Francisco: Pero te digo algo: de Sicilia conozco una película bellísima, que vi hace diez años; se llama Kaos, con la «k»: Kaos. Es una película sobre cuatro relatos de Pirandello, y es muy bonita esta película. Pude contemplar todas las bellezas de Sicilia. Esto es lo único que conozco de Sicilia. ¡Pero es bonita!


Un profesor: Enseño español porque soy español: soy de San Sebastián. Profesor también de religión, y puedo decir que los docentes, los profesores, le queremos mucho: esto es seguro. No hablo en nombre de nadie, pero al ver a tantos exalumnos, también a tantas personalidades, y también a nosotros, adultos, profesores, educados por los jesuitas, me interrogo sobre nuestro compromiso político, social, en la sociedad, como adultos en las escuelas jesuíticas. Díganos alguna palabra: cómo nuestro compromiso, nuestro trabajo hoy, en Italia, en el mundo, puede ser jesuítico, puede ser evangélico.


Papa Francisco: Muy bien. Involucrarse en la política es una obligación para un cristiano. Nosotros, cristianos, no podemos «jugar a Pilato», lavarnos las manos: no podemos. Tenemos que involucrarnos en la política porque la política es una de las formas más altas de la caridad, porque busca el bien común. Y los laicos cristianos deben trabajar en política. Usted me dirá: «¡Pero no es fácil!». Pero tampoco es fácil ser sacerdote. No existen cosas fáciles en la vida. No es fácil, la política se ha ensuciado demasiado; pero me pregunto: se ha ensuciado ¿por qué? ¿Por qué los cristianos no se han involucrado en política con el espíritu evangélico? Con una pregunta que te dejo: es fácil decir «la culpa es de ese». Pero yo, ¿qué hago? ¡Es un deber! Trabajar por el bien común, ¡es un deber de un cristiano! Y muchas veces el camino para trabajar es la política. Hay otros caminos: profesor, por ejemplo, es otro camino. Pero la actividad política por el bien común es uno de los caminos. Esto está claro.


Un joven: Padre, me llamo Giacomo. En realidad no estoy solo aquí hoy, sino que traigo a un gran número de muchachos, que son los chicos de la «Lega Missionaria Studenti». Es un movimiento un poco transversal, así que un poco por todos los colegios que tenemos un poco de «Lega Missionaria Studenti». Padre, ante todo mi gratitud y la de todos los chicos a quienes he oído estos días, porque por fin con usted hemos encontrado ese mensaje de esperanza que antes nos sentíamos obligados a reencontrar por el mundo. Ahora poderlo oír en nuestra casa es algo que para nosotros es poderosísimo. Sobre todo, Padre, permítame decirlo, esta luz se encendió en ese lugar en el que los jóvenes empezábamos realmente a perder la esperanza. Así que gracias, porque verdaderamente ha llegado al fondo. Mi pregunta es ésta, Padre: nosotros, como usted bien sabe por su experiencia, hemos aprendido a experimentar, a convivir con muchos tipos de pobreza, que son la pobreza material —pienso en la pobreza de nuestro hermanamiento en Kenia—, la pobreza espiritual —pienso en Rumanía, pienso en las plagas de los acontecimientos políticos, pienso en el alcoholismo. Por lo tanto, Padre, quiero preguntarle: ¿cómo podemos los jóvenes convivir con esta pobreza? ¿Cómo debemos comportarnos?


Papa Francisco: Antes que nada desearía decir algo a todos vosotros, jóvenes: ¡no os dejéis robar la esperanza! Por favor, ¡no os la dejéis robar! ¿Y quién te roba la esperanza? El espíritu del mundo, las riquezas, el espíritu de la vanidad, la soberbia, el orgullo. Todas estas cosas te roban la esperanza. ¿Dónde encuentro la esperanza? En Jesús pobre, Jesús que se hizo pobre por nosotros. Y tú has hablado de pobreza. La pobreza nos llama a sembrar esperanza, para tener también yo más esperanza. Esto parece un poco difícil de entender, pero recuerdo que el padre Arrupe, una vez, escribió una carta buena a los centros de investigación social, a los centros sociales de la Compañía. Él hablaba de cómo se debe estudiar el problema social. Pero al final nos decía, decía a todos nosotros: «Mirad, no se puede hablar de pobreza sin tener la experiencia con los pobres». Tú has hablado del hermanamiento con Kenia: la experiencia con los pobres. No se puede hablar de pobreza, de pobreza abstracta, ¡ésta no existe! La pobreza es la carne de Jesús pobre, en ese niño que tiene hambre, en quien está enfermo, en esas estructuras sociales que son injustas. Ir, mirar allí la carne de Jesús. Pero la esperanza no os la dejéis robar por el bienestar, por el espíritu de bienestar que, al final, te lleva a ser nada en la vida. El joven debe apostar por altos ideales: éste es el consejo. Pero la esperanza, ¿dónde la encuentro? En la carne de Jesús sufriente y en la verdadera pobreza. Hay un vínculo entre ambas. Gracias.


Ahora os doy a todos, a todos vosotros, a vuestras familias, a todos, la bendición del Señor.


Queridos muchachos, queridos jóvenes:


Estoy contento de recibiros con vuestras familias, profesores y amigos de la gran familia de las escuelas de los jesuitas italianos y de Albania. A todos vosotros, mi afectuoso saludo: ¡bienvenidos! Con todos vosotros me siento verdaderamente «en familia». Y es motivo de especial alegría la coincidencia de este encuentro nuestro con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.


Desearía deciros, ante todo, una cosa que se refiere a san Ignacio de Loyola, nuestro fundador. En otoño de 1537, de camino a Roma con el grupo de sus primeros compañeros, se interrogó: si nos preguntan quiénes somos, ¿qué responderemos? Surge espontánea la respuesta: «Diremos que somos la “Compañía de Jesús”» (Fontes Narrativi Societatis Iesu, vol. 1, pp. 320-322). Un nombre comprometedor, que quería indicar una relación de estrechísima amistad, de afecto total hacia Jesús, de quien querían seguir sus huellas. ¿Por qué os he querido contar este hecho? 


Porque san Ignacio y sus compañeros habían entendido que Jesús les enseñaba cómo vivir bien, cómo realizar una existencia que tuviera un sentido profundo, que done entusiasmo, alegría y esperanza; habían comprendido que Jesús es un gran maestro de vida y un modelo de vida, y que no sólo les enseñaba, sino que les invitaba también a seguirle por este camino.


Queridos jóvenes, si ahora os hiciera esta pregunta: ¿por qué vais a la escuela? ¿Qué me responderíais? Probablemente habría muchas respuestas según la sensibilidad de cada uno. Pero pienso que se podría resumir todo diciendo que la escuela es uno de los ambientes educativos en los que se crece para aprender a vivir, para llegar a ser hombres y mujeres adultos y maduros, capaces de caminar, de recorrer el camino de la vida. ¿Cómo os ayuda la escuela a crecer? Os ayuda no sólo en el desarrollo de vuestra inteligencia, sino para una formación integral de todos los componentes de vuestra personalidad.


Siguiendo esto que nos enseña san Ignacio, el elemento principal en la escuela es aprender a ser magnánimos. La magnanimidad: esta virtud del grande y del pequeño (Non coerceri maximo contineri minimo, divinum est), que nos hace mirar siempre al horizonte. ¿Qué quiere decir ser magnánimos? Significa tener el corazón grande, tener grandeza de ánimo, quiere decir tener grandes ideales, el deseo de realizar grandes cosas para responder a lo que Dios nos pide, y precisamente por esto realizar bien las cosas de cada día, todas las acciones cotidianas, las obligaciones, los encuentros con las personas; hacer las cosas pequeñas de cada día con un corazón grande abierto a Dios y a los demás. Es importante entonces cuidar la formación humana que tiene como fin la magnanimidad. La escuela no amplía sólo vuestra dimensión intelectual, sino también humana. Y pienso que las escuelas de los jesuitas están atentas de modo particular a desarrollar las virtudes humanas: la lealtad, el respeto, la fidelidad, el compromiso. Desearía detenerme en dos valores fundamentales: la libertad y el servicio. Ante todo: sed personas libres. 

¿Qué es lo que quiero decir? Tal vez se piensa que la libertad es hacer todo aquello que se quiere; o bien arriesgarse en experiencias-límite para probar la exaltación y vencer el aburrimiento. Esto no es la libertad. Libertad quiere decir saber reflexionar acerca de lo que hacemos, saber valorar lo que está bien y lo que está mal, los comportamientos que nos hacen crecer; quiere decir elegir siempre el bien. Nosotros somos libres para el bien. Y en esto no tengáis miedo de ir a contracorriente, incluso si no es fácil. Ser libres para elegir siempre el bien es fatigoso, pero os hará personas rectas, que saben afrontar la vida, personas con valentía y paciencia (parresia e ypomoné). La segunda palabra es servicio. En vuestras escuelas participáis en varias actividades que os habitúan a no cerraros en vosotros mismos o en vuestro pequeño mundo, sino a abriros a los demás, especialmente a los más pobres y necesitados, a trabajar por mejorar el mundo en el que vivimos. Sed hombres y mujeres con los demás y para los demás, verdaderos modelos en el servicio a los demás.


Para ser magnánimos con libertad interior y espíritu de servicio es necesaria la formación espiritual. Queridos muchachos, queridos jóvenes, ¡amad cada vez más a Jesucristo! Nuestra vida es una respuesta a su llamada y vosotros seréis felices y construiréis bien vuestra vida si sabréis responder a esta llamada. Percibid la presencia del Señor en vuestra vida. Él está cerca a cada uno de vosotros como compañero, como amigo, que os sabe ayudar y comprender, os alienta en los momentos difíciles y nunca os abandona. En la oración, en el diálogo con Él, en la lectura de la Biblia, descubriréis que Él está realmente cerca de vosotros. Y aprended también a leer los signos de Dios en vuestra vida. Él nos habla siempre, incluso a través de los hechos de nuestro tiempo y de nuestra existencia de cada día. Está en nosotros escucharle.


No quiero ser demasiado largo, pero una palabra específica desearía dirigirla a los educadores: a los jesuitas, a los profesores, a los empleados de vuestras escuelas y a los padres. No os desalentéis ante las dificultades que presenta el desafío educativo. Educar no es una profesión, sino una actitud, un modo de ser; para educar es necesario salir de uno mismo y estar en medio de los jóvenes, acompañarles en las etapas de su crecimiento poniéndose a su lado. Donadles esperanza, optimismo para su camino por el mundo. Enseñad a ver la belleza y la bondad de la creación y del hombre, que conserva siempre la impronta del Creador. Pero sobre todo sed testigos con vuestra vida de aquello que transmitís. Un educador —jesuita, profesor, empleado, padre—, con sus palabras, transmite conocimientos, valores, pero será incisivo en los muchachos si acompaña las palabras con su testimonio, con su coherencia de vida. Sin coherencia no es posible educar. Todos sois educadores, en este campo no se delega. Entonces, es esencial, y se ha de favorecer y alimentar, la colaboración con espíritu de unidad y de comunidad entre los diversos componentes educativos. El colegio puede y debe ser catalizador, lugar de encuentro y de convergencia de toda la comunidad educativa con el único objetivo de formar, ayudar a crecer como personas maduras, sencillas, competentes y honestas, que sepan amar con fidelidad, que sepan vivir la vida como respuesta a la vocación de Dios y la futura profesión como servicio a la sociedad. A los jesuitas desearía decir que es importante alimentar su compromiso en el campo educativo. Las escuelas son un valioso instrumento para dar una aportación al camino de la Iglesia y de toda la sociedad. El campo educativo, además, no se limita a la escuela convencional. Animaos a buscar nuevas formas de educación no convencional según «las necesidades de los lugares, los tiempos y las personas».


Por último, un saludo a todos los ex alumnos presentes, a los representantes de la escuelas italianas de la Red de Fe y Alegría, que conozco bien por el gran trabajo que realiza en América del Sur, especialmente entre las clases más pobres. Y un saludo especial a la delegación del Colegio albanés de Shkodër, que después de largos años de represión de las instituciones religiosas, desde 1994 ha retomado su actividad, acogiendo y educando a jóvenes católicos, ortodoxos, musulmanes y también algunos alumnos nacidos en contextos familiares agnósticos. Así, la escuela se convierte en espacio de diálogo y de serena confrontación, para promover actitudes de respeto, escucha, amistad y espíritu de colaboración.


Queridos amigos, os doy las gracias a todos por este encuentro. Os encomiendo a la intercesión maternal de María y os acompaño con mi bendición: el Señor está siempre cerca de vosotros, os levanta de las caídas y os impulsa a crecer y a realizar opciones cada vez más altas «con grande ánimo y liberalidad», con magnanimidad. Ad Maiorem Dei Gloriam 


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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 6 de Junio de 2013


Querido hermano en el episcopado,
queridos sacerdotes,
queridas hermanas,
amigos:


Dirijo a todos la más cordial bienvenida. Saludo cordialmente a vuestro presidente, monseñor Beniamino Stella, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, haciendo memoria de las gratas visitas que hice en el pasado a vuestra Casa. Recuerdo también la cordial insistencia con la que monseñor Stella me convenció, hace ya dos años, para que enviara a un sacerdote de la arquidiócesis de Buenos Aires a la Academia. Monseñor Stella sabe llamar a la puerta. Un grato pensamiento dirijo también a sus colaboradores, a las religiosas y al personal que ofrecen su generoso servicio en vuestra comunidad.


Queridos amigos, vosotros os estáis preparando para un ministerio de especial empeño que os pondrá al servicio directo del Sucesor de Pedro, de su carisma de unidad y comunión, y de su solicitud por todas las Iglesias. Lo que se presta en las representaciones pontificias es un trabajo que requiere, como por lo demás todo tipo de ministerio sacerdotal, una gran libertad interior, gran libertad interior. Vivid estos años de vuestra preparación con empeño, generosidad y grandeza de ánimo a fin de que esta libertad tome verdaderamente forma en vosotros.


Pero, ¿qué significa tener libertad interior?
Ante todo significa estar libres de proyectos personales, estar libres de proyectos personales, de algunas de las modalidades concretas con las que tal vez, un día, habíais pensado vivir vuestro sacerdocio, de la posibilidad de programar el futuro; de la perspectiva de permanecer largo tiempo en «vuestro» lugar de acción pastoral. Significa, en cierto modo, llegar a ser libres también respecto a la cultura y a la mentalidad de la cual procedéis, no para olvidarla y mucho menos para negarla, sino para abriros, en la caridad, a la comprensión de culturas diversas y al encuentro con hombres que pertenecen a mundos incluso muy lejanos del vuestro. 


Sobre todo, significa velar para estar libres de ambiciones o miras personales, que tanto mal pueden causar a la Iglesia, teniendo cuidado de poner siempre en primer lugar no vuestra realización, o el reconocimiento que podríais recibir dentro y fuera de la comunidad eclesial, sino el bien superior de la causa del Evangelio y la realización de la misión que se os confiará. Y este estar libres de ambiciones o miras personales, para mí, es importante, es importante. El carrerismo es una lepra, una lepra. Por favor: nada de carrerismo. Por este motivo debéis estar dispuestos a integrar vuestra visión de la Iglesia, incluso legítima, toda idea personal o juicio, en el horizonte de la mirada de Pedro y de su peculiar misión al servicio de la comunión y de la unidad del rebaño de Cristo, de su caridad pastoral, que abraza a todo el mundo y que, también gracias a la acción de las representaciones pontificias, quiere hacerse presente sobre todo en aquellos lugares, a menudo olvidados, donde son mayores las necesidades de la Iglesia y de la humanidad.


En una palabra, el ministerio al que os preparáis —porque vosotros os preparáis a un ministerio. No a una profesión, a un ministerio—, este ministerio, os pide salir de vosotros mismos, un desprendimiento de sí que puede alcanzarse únicamente a través de un intenso camino espiritual y una seria unificación de la vida entorno al misterio del amor de Dios y al inescrutable designio de su llamada. A la luz de la fe, podemos vivir la libertad de nuestros proyectos y de nuestra voluntad no como motivo de frustración o de vacío, sino como apertura al don superabundante de Dios, que hace fecundo nuestro sacerdocio. Vivir el ministerio al servicio del Sucesor de Pedro y de las Iglesias a las que seréis enviados podrá parecer exigente, pero os permitirá, por decirlo así, ser y respirar en el corazón de la Iglesia, de su catolicidad. Y esto constituye un don especial, puesto que, como recordaba precisamente a vuestra comunidad el Papa Benedicto XVI, «donde hay apertura a la objetividad de la catolicidad, allí está también el principio de una auténtica personalización» (Discurso a la Academia eclesiástica pontificia , 10 de junio de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 2011, p. 5).


Cuidad de manera especial la vida espiritual, que es la fuente de la libertad interior. Sin oración no hay libertad interior. Podréis tomar en consideración los elementos de conformación a Cristo propios de la espiritualidad sacerdotal, cultivando la vida de oración y haciendo de vuestro trabajo diario el gimnasio de vuestra santificación. Me gusta recordar aquí la figura del beato Juan XXIII, de quien hemos celebrado hace pocos días el quincuagésimo aniversario del fallecimiento: su servicio como representante pontificio fue uno de los ámbitos, y no el menos significativo, en los que se forjó su santidad. Releyendo sus escritos, impresiona la atención que siempre dedicó a custodiar su propia alma en medio de las más diversas ocupaciones en ámbito eclesial y político. De aquí nacía su libertad interior, la leticia que transmitía exteriormente y la eficacia misma de su acción pastoral y diplomática. Así anotaba en el Diario del alma, durante los ejercicios espirituales de 1948, mientras era nuncio en París: «Cuanto más maduro en años y en experiencias, más reconozco que el camino más seguro para mi santificación personal y para el mejor éxito de mi servicio a la Santa Sede sigue siendo el esfuerzo vigilante de reducir todo —principios, orientaciones, posiciones, asuntos— al máximo de sencillez y de calma; con atención en podar siempre mi viña de aquello que es follaje inútil... e ir recto a lo que es verdad, justicia, caridad, sobre todo caridad. Cualquier otro modo de hacer no es más que pose y búsqueda de afirmación personal, que pronto traiciona y llega a ser un estorbo y ridículo» (Cinisello Balsamo 2000, p. 497). Él quería podar su viña, quitar el follaje, podar. Y algunos años después, al llegar el término de su largo servicio como representante pontificio, siendo ya patriarca de Venecia, escribía así: «Ahora me encuentro en pleno ministerio dirigido a las almas. En verdad, siempre consideré que para un eclesiástico la diplomacia así llamada siempre debe estar permeada de espíritu pastoral; de otro modo nada cuenta, y pone en ridículo una misión santa» (ibid., pp. 513-514). Esto es importante. Escuchad bien: cuando en la nunciatura hay un secretario o un nuncio que no va por el camino de la santidad y se deja involucrar en las muchas formas, en las numerosas maneras de mundanidad espiritual, hace el ridículo y todos se ríen de él. Por favor, no hagáis el ridículo: o santos o volved a la diócesis como párrocos; pero no seáis ridículos en la vida diplomática, donde para un sacerdote existen tantos peligros para la vida espiritual.


Una palabra —¡gracias!— desearía decir también a las Hermanas que desempeñan con espíritu religioso y franciscano su servicio cotidiano en medio de vosotros. Son las buenas madres que os acompañan con la oración, con sus palabras sencillas y esenciales y, sobre todo, con el ejemplo de fidelidad, entrega y amor. Junto a ellas quisiera dar las gracias al personal laico que trabaja en la Casa. Son presencias escondidas, pero importantes, que os permiten vivir con serenidad y dedicación vuestro tiempo en la Academia.


Queridos sacerdotes, os deseo que emprendáis el servicio a la Santa Sede con el mismo espíritu que el beato Juan XXIII. Os pido que recéis por mí y os encomiendo a la protección de la Virgen María y de san Antonio, abad, vuestro patrono. Que os acompañe la seguridad de mi recuerdo y mi bendición, que de corazón extiendo a todos vuestros seres queridos. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS ORGANISMOS DE CARIDAD CATÓLICOS
QUE TRABAJAN EN EL CONTEXTO DE LA CRISIS EN SIRIA
Y EN LOS PAÍSES VECINOS


Salón de la Domus Sanctae Marthae
Miércoles 5 de Junio de 2013
 

Queridos amigos


Os agradezco este encuentro y toda la actividad humanitaria que realizáis en Siria y en los países vecinos, para ayudar a las poblaciones que son víctimas del conflicto actual. Personalmente he animado al Pontificio Consejo Cor Unum para que promoviera esta reunión de coordinación de la actividad que desarrollan en la región los organismos caritativos católicos. Agradezco al cardenal Sarah sus palabras de saludo. Doy la bienvenida de modo especial a los que vienen de Oriente Medio, en particular a los que representan a la Iglesia en Siria.


Todos conocen la preocupación de la Santa Sede por la crisis siria y de modo concreto por la población, que con frecuencia sufre de manera inerme las consecuencias del conflicto. Benedicto XVI pidió varias veces que callasen las armas y se encontrase una solución a través del diálogo, para alcanzar una profunda reconciliación entre las partes. ¡Que callen las armas! Además, en noviembre pasado, quiso expresar su cercanía personal enviando a aquella zona al cardenal Sarah, al mismo tiempo que acompañó ese gesto con la petición de «no ahorrar ningún esfuerzo en la búsqueda de la paz», y manifestando su concreta y paterna solicitud con un don, al que contribuyeron también los padres sinodales en octubre pasado.


De modo personal, también a mí me preocupa la suerte de la población siria. El día de Pascua pedí la paz «sobre todo para la amada Siria, para su población herida por el conflicto, y para los numerosos prófugos que esperan una ayuda y un consuelo. ¡Cuánta sangre se ha derramado! ¿Y cuántos sufrimientos habrá que soportar todavía antes de que se encuentre una solución política a la crisis?» (Mensaje Urbi et Orbi, 31 marzo 2013).


Frente a la continuación de la violencia y los atropellos renuevo con fuerza mi llamamiento a la paz. En las últimas semanas la comunidad internacional ha reafirmado su intención de promover iniciativas concretas para poner en marcha un diálogo provechoso, con el fin de acabar con la guerra. Son intentos que hay que apoyar y de los que se espera el acercamiento de la paz. La Iglesia se siente llamada a dar el testimonio humilde, pero concreto y eficaz, de la caridad que ha aprendido de Cristo, Buen Samaritano. Sabemos que allí donde alguien sufre, Cristo está presente. No podemos echarnos atrás, especialmente ante las situaciones de mayor dolor. Vuestra presencia en la reunión de coordinación manifiesta la voluntad de continuar con fidelidad la maravillosa obra de asistencia humanitaria, en Siria y en los países vecinos, que generosamente acogen a los que huyen de la guerra. Que vuestra actividad sea puntual y coordinada, expresión de la comunión que, como ha sugerido el reciente Sínodo sobre Oriente Medio, es en sí misma testimonio. Pido a la Comunidad internacional, junto a la búsqueda de una solución negociada del conflicto, favorecer la ayuda humanitaria para los prófugos y refugiados sirios, mirando en primer lugar el bien de la persona y la tutela de su dignidad. Para la Santa Sede, la actividad de las Agencias de caridad católicas es extremadamente significativa: ayudar a la población siria, más allá de las diferencias étnicas o religiosas, es el modo más directo de contribuir a la pacificación y edificación de una sociedad abierta a todos sus componentes. También hacia esto tiende el esfuerzo de la Santa Sede: construir un futuro de paz para Siria, en el que todos puedan vivir libremente y expresarse según su peculiaridad.


El pensamiento del Papa se dirige también en este momento a las comunidades cristianas que viven en Siria y en todo el Oriente Medio. La Iglesia sostiene a sus miembros que hoy pasan por un momento de particular dificultad. Ellos tienen la gran tarea de seguir haciendo presente el cristianismo en la región en que ha nacido. Y nuestro compromiso consistirá en favorecer la permanencia de este testimonio. La participación de toda la comunidad cristiana en esta gran obra de asistencia y ayuda es actualmente un imperativo. Y todos pensamos, todos pensamos en Siria. Cuánto sufrimiento, cuánta pobreza, cuándo dolor de Jesús que sufre, que es pobre, que es arrojado de su Patria. ¡Es Jesús! Esto es un misterio, pero es nuestro misterio cristiano. Veamos a Jesús que sufre en los habitantes de la querida Siria.


Os agradezco una vez más esta iniciativa e invoco sobre cada uno de vosotros la bendición divina. La extiendo de modo particular a los queridos fieles que viven en Siria y a todos los sirios que actualmente se ven obligados a dejar sus casas a causa de la guerra. Que a través de vosotros, aquí presentes, el querido pueblo de Siria y del Oriente Medio sepa que el Papa está cerca y los acompaña. La Iglesia no los abandona.

                                       
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PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE BÉRGAMO EN EL 50° ANIVERSARIO
DE LA MUERTE DEL BEATO PAPA JUAN XXIII

 

PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO

 

Basílica Vaticana
  Lunes 3 de Junio de 2013




Queridos amigos de la diócesis de Bérgamo:


Estoy contento de daros la bienvenida aquí, junto a la tumba del apóstol Pedro, en este lugar que es casa para cada católico. Saludo con afecto a vuestro obispo, monseñor Francesco Beschi, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Quedan algunas cosas por decir, pero las dirá él.


Hace exactamente cincuenta años, precisamente a esta hora, el beato Juan XXIII dejaba este mundo. Quien, como yo, tiene cierta edad, mantiene un vivo recuerdo de la conmoción que se difundió por todas partes en esos días: la plaza de San Pedro se convirtió en un santuario a cielo abierto, acogiendo de día y de noche a fieles de todas las edades y condiciones sociales, con ansia y en oración por la salud del Papa. Todo el mundo había reconocido en el Papa Juan XXIII a un pastor y padre. Pastor porque era padre. ¿Qué fue lo que lo hizo posible? ¿Cómo pudo llegar al corazón de personas tan distintas, incluso de muchos no cristianos? Para responder a esta pregunta, podemos remitirnos a su lema episcopal, Oboedientia et pax: obediencia y paz. «Estas palabras —anotaba monseñor Roncalli la víspera de su consagración episcopal— son en cierto sentido mi historia y mi vida» (Diario del alma, Retiro de preparación para la consagración episcopal, 13-17 de marzo de 1925). Obediencia y paz.


Desearía partir de la paz, porque este es el aspecto más evidente, el que la gente percibió en el Papa Juan XXIII: Angelo Roncalli era un hombre capaz de transmitir paz; una paz natural, serena, cordial; una paz que con su elección al Pontificado se manifestó a todo el mundo y recibió el nombre de bondad. Es muy bello encontrar a un sacerdote, a un presbítero bueno, con bondad. Y esto me hace pensar en algo que san Ignacio de Loyola —¡pero no hago publicidad!— decía a los jesuitas, cuando hablaba de las cualidades que debe tener un superior. Y decía: debe tener esto, esto, esto, esto... una larga lista de cualidades. Pero al final decía: «Y si no tiene estas virtudes, al menos que tenga mucha bondad». Es lo esencial. Es un padre. Un sacerdote con bondad. Indudablemente este fue un rasgo distintivo de su personalidad, que le permitió construir en todas partes amistades sólidas y que destacó de modo especial en su ministerio de representante del Papa, que desempeñó durante casi tres décadas, a menudo en contacto con ambientes y mundos muy lejanos del universo católico en el que él había nacido y se había formado. 

Precisamente en esos ambientes se mostró un eficaz artífice de relaciones y un valioso promotor de unidad, dentro y fuera de la comunidad eclesial, abierto al diálogo con los cristianos de otras Iglesias, con exponentes del mundo judío y musulmán y con muchos otros hombres de buena voluntad. En realidad, el Papa Juan XXIII transmitía paz porque tenía un alma profundamente pacificada: él se había dejado pacificar por el Espíritu Santo. Y este ánimo pacificado era fruto de un largo y arduo trabajo sobre sí mismo, trabajo del que ha quedado abundante huella en el Diario del alma. Allí podemos ver al seminarista, al sacerdote, al obispo Roncalli ocupado en el camino de progresiva purificación del corazón. Lo vemos, día a día, atento para reconocer y mortificar los deseos que proceden del propio egoísmo, discerniendo las inspiraciones del Señor, dejándose guiar por sabios directores espirituales e inspirar por maestros como san Francisco de Sales y san Carlos Borromeo. Leyendo esos escritos asistimos verdaderamente a la formación de un alma, bajo la acción del Espíritu Santo que actúa en su Iglesia, en las almas: ha sido Él precisamente quien, con estas buenas predisposiciones, pacificó su alma.


Aquí llegamos a la segunda y decisiva palabra: «obediencia». Si la paz fue la característica exterior, la obediencia constituyó para Roncalli la disposición interior: la obediencia, en realidad, fue el instrumento para alcanzar la paz. Ante todo, la obediencia tuvo un sentido muy sencillo y concreto: desempeñar en la Iglesia el servicio que los superiores le pedían, sin buscar nada para sí, sin evadir nada de lo que se le pedía, incluso cuando eso significó dejar la propia tierra, confrontarse con mundos para él desconocidos, permanecer largos años en lugares donde la presencia de católicos era muy escasa. Este dejarse conducir, como un niño, edificó su itinerario sacerdotal que vosotros conocéis bien, desde secretario de monseñor Radini Tedeschi y, al mismo tiempo, profesor y padre espiritual en el seminario diocesano, a representante pontificio en Bulgaria, Turquía y Grecia, Francia, a Pastor de la Iglesia veneciana y por último Obispo de Roma. A través de esta obediencia, el sacerdote y obispo Roncalli vivió también una fidelidad más profunda, que podríamos definir, como él habría dicho, abandono en la divina Providencia. Él reconoció constantemente, en la fe, que a través de ese itinerario de vida guiado aparentemente por otros, no conducido por los propios gustos o sobre la base de una sensibilidad espiritual propia, Dios iba trazando su proyecto. Era un hombre de gobierno, un conductor. Pero un conductor conducido, por el Espíritu Santo, por obediencia.


Aún más profundamente, mediante este abandono cotidiano a la voluntad de Dios, el futuro Papa Juan XXIII vivió una purificación que le permitió desprenderse completamente de sí mismo y adherirse a Cristo, dejando emerger así la santidad que la Iglesia reconoció luego oficialmente. «El que pierda su vida por mi causa la salvará» nos dice Jesús (Lc 9, 24). Aquí está la verdadera fuente de la bondad del Papa Juan XXIII, de la paz que difundió en el mundo, aquí se encuentra la raíz de su santidad: su obediencia evangélica.


Esta es una enseñanza para cada uno de nosotros, pero también para la Iglesia de nuestro tiempo: si sabemos dejarnos conducir por el Espíritu Santo, si sabemos mortificar nuestro egoísmo para dejar espacio al amor del Señor y a su voluntad, entonces encontraremos la paz, entonces sabremos ser constructores de paz y difundiremos paz a nuestro alrededor. A los cincuenta años de su muerte, la guía sabia y paterna del Papa Juan XXIII, su amor a la tradición de la Iglesia y la consciencia de su necesidad constante de actualización, la intuición profética de la convocatoria del Concilio Vaticano IIy el ofrecimiento de la propia vida por su buen éxito, permanecen como hitos en la historia de la Iglesia del siglo XX y como un faro luminoso para el camino que nos espera.


Queridos bergamascos, vosotros estáis justamente orgullosos del «Papa bueno», luminoso ejemplo de la fe y de las virtudes de generaciones enteras de cristianos de vuestra tierra. Custodiad su espíritu, profundizad en el estudio de su vida y de sus escritos, pero sobre todo imitad su santidad. Dejaos guiar por el Espíritu Santo. No tengáis miedo de los riesgos, como él no tuvo miedo. Docilidad al Espíritu, amor a la Iglesia y adelante... el Señor hará todo. Que él siga acompañando con amor desde el cielo a vuestra Iglesia, que tanto amó en vida, y obtenga para ella del Señor el don de numerosos y santos sacerdotes, de vocaciones a la vida religiosa y misionera, así como a la vida familiar y al compromiso laical en la Iglesia y en el mundo. ¡Gracias por vuestra visita al Papa Juan XXIII! De corazón os bendigo a todos. Muchas gracias.


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