DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A UNA DELEGACIÓN DEL COMITÉ JUDÍO INTERNACIONAL
PARA CONSULTAS INTERRELIGIOSAS
A UNA DELEGACIÓN DEL COMITÉ JUDÍO INTERNACIONAL
PARA CONSULTAS INTERRELIGIOSAS
Palacio Apostólico Vaticano
Sala de los Papas
Lunes 24 de Junio de 2013
Lunes 24 de Junio de 2013
Queridos hermanos
mayores,
Shalom!
Con este saludo,
apreciado para la tradición
cristiana, me complace dar
la bienvenida a la
delegación de los
responsables del «Comité
judío internacional para
consultas interreligiosas» (International
Jewish Committee on
Interreligious Consultations).
Dirijo asimismo un
cordial saludo al cardenal
Koch, igual que a los demás
miembros y colaboradores de
la Comisión para las
relaciones religiosas con el
judaísmo, con la que
mantenéis un diálogo regular
desde hace más de cuarenta
años. Los veintiún
encuentros celebrados hasta
hoy han contribuido
ciertamente a reforzar la
comprensión recíproca y los
vínculos de amistad entre
judíos y católicos. Sé que
estáis preparando el próximo
encuentro, que tendrá lugar
en el mes de octubre en
Madrid y que tendrá como
tema: «Desafíos a la fe en
las sociedades
contemporáneas». ¡Gracias
por vuestro compromiso!
En estos primeros meses
de mi ministerio he tenido
ya la posibilidad de
encontrar a ilustres
personalidades del mundo
judío; sin embargo, ésta es
la primera ocasión de
conversar con un grupo
oficial de representantes de
organizaciones y comunidades
judías, y por este motivo no
puedo dejar de recordar lo
solemnemente afirmado en el
n. 4 de la declaración
Nostra aetate del
Concilio Ecuménico Vaticano
II, que representa para la
Iglesia católica un punto de
referencia fundamental
respecto a las relaciones
con el pueblo judío.
A través de las palabras
del texto conciliar, la
Iglesia reconoce que «los
comienzos de su fe y de su
elección se encuentran ya en
los patriarcas, en Moisés y
los profetas». Y, en cuanto
al pueblo judío, el Concilio
recuerda la enseñanza de san
Pablo, según el cual «los
dones y la llamada de Dios
son irrevocables», y además
condena firmemente los
odios, las persecuciones y
todas las manifestaciones de
antisemitismo. Por nuestras
raíces comunes, ¡un
cristiano no puede ser
antisemita!
Los principios
fundamentales expresados por
la mencionada Declaración
han marcado el camino de
mayor conocimiento y
comprensión recíproca
recorrido en las últimas
décadas entre judíos y
católicos, camino al que mis
predecesores han dado un
notable impulso, ya sea
mediante gestos
particularmente
significativos como a través
de la elaboración de una
serie de documentos que han
profundizado la reflexión
acerca de las bases
teológicas de las relaciones
entre judíos y cristianos.
Se trata de un itinerario
por el cual debemos
sinceramente dar gracias al
Señor.
Ello, sin embargo,
representa solamente la
parte más visible de un
vasto movimiento que se
llevó a cabo a nivel local
en todo el mundo y del que
yo mismo soy testigo. A lo
largo de mi ministerio como
arzobispo de Buenos Aires
—como indicó el señor
presidente— he tenido la
alegría de mantener
relaciones de sincera
amistad con algunos
exponentes del mundo judío.
A menudo hemos conversado
acerca de nuestra respectiva
identidad religiosa, la
imagen del hombre contenida
en las Escrituras, las
modalidades para mantener
vivo el sentido de Dios en
un mundo en muchos aspectos
secularizado. Me he
confrontado con ellos en
varias ocasiones sobre los
desafíos comunes que
aguardan a judíos y
cristianos. Pero sobre todo,
como amigos, hemos saboreado
el uno la presencia del
otro, nos hemos enriquecido
recíprocamente en el
encuentro y en el diálogo,
con una actitud de acogida
mutua, y ello nos ha ayudado
a crecer como hombres y como
creyentes.
Lo mismo ha sucedido y
sucede en muchas otras
partes del mundo, y estas
relaciones de amistad
constituyen en ciertos
aspectos la base del diálogo
que se desarrolla a nivel
oficial. Por lo tanto, no
puedo dejar de alentaros a
continuar vuestro camino,
buscando, como estáis
haciendo, involucrar también
en ello a las nuevas
generaciones. La humanidad
tiene necesidad de nuestro
testimonio común a favor del
respeto de la dignidad del
hombre y de la mujer creados
a imagen y semejanza de
Dios, y en favor de la paz
que, en primer lugar, es un
don suyo. Me agrada recordar
aquí las palabras del
profeta Jeremías: «Pues sé
muy bien lo que pienso hacer
con vosotros: designios de
paz y no de aflicción, daros
un porvenir y una esperanza»
(Jer 29, 11).
Con esta palabra: paz,
shalom, quisiera
concluir también mi
intervención, pidiéndoos el
don de vuestras oraciones y
asegurándoos la mía.
¡Gracias!
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DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE BRESCIA
A LOS PARTICIPANTES EN LA PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE BRESCIA
Basílica Vaticana
Sábado 22 de Junio de 2013
Sábado 22 de Junio de 2013
Queridos hermanos y
hermanas de la diócesis de
Brescia, ¡buenos días!
Os doy las gracias porque
me dais la posibilidad de
compartir con vosotros el
recuerdo del venerable
siervo de Dios Pablo VI. Os
saludo a todos con afecto,
empezando por vuestro
obispo, monseñor Luciano
Monari, a quien agradezco
las amables palabras. Saludo
a los sacerdotes,
religiosas, religiosos y
fieles laicos. Esta es
vuestra peregrinación en el
Año de la fe, y es
bello que hayáis querido
realizarla en el 50°
aniversario de la elección
de vuestro gran conterráneo
Pablo VI.
Serían muchas las cosas
que quisiera decir y
recordar de este gran
Pontífice. Pensando en él,
me limitaré a tres aspectos
fundamentales que nos
testimonió y enseñó, dejando
que sean sus apasionadas
palabras quienes los
ilustren: el amor a Cristo,
el amor a la Iglesia y el
amor al hombre. Estas tres
palabras son actitudes
fundamentales, pero también
apasionadas de Pablo VI.
Pablo VI supo
testimoniar, en años
difíciles, la fe en
Jesucristo. Resuena aún, más
viva que nunca, su
invocación: «¡Oh Cristo, Tú
nos eres necesario!». Sí,
Jesús es más que nunca
necesario al hombre de hoy,
al mundo de hoy, porque en
los «desiertos» de la ciudad
secular Él nos habla de
Dios, nos revela su rostro.
El amor total a Cristo
emerge en toda la vida de
Montini, también en la
elección del nombre como
Papa, que él explicaba con
estas palabras: es el
Apóstol «que amó a Cristo en
modo supremo, que en sumo
grado deseó y se esforzó por
llevar el Evangelio de
Cristo a todas las gentes,
que por amor a Cristo
ofreció su vida» (Homilía
[30 de junio de 1963]:
AAS 55 [1963],
619). Y esta misma totalidad
la indicaba al Concilio en
el discurso de apertura de
la segunda sesión en San
Pablo Extramuros, al señalar
el gran mosaico de la
basílica donde el Papa
Honorio
III aparece en
proporciones minúsculas a
los pies de la gran figura
de Cristo.
Así estaba la
Asamblea misma del Concilio:
a los pies de Cristo, para
ser siervos suyos y de su
Evangelio (cf. Discurso
[29 de septiembre de 1963]:
AAS 55 [1963],
846-847).
Un profundo amor a Cristo
no para poseerlo, sino para
anunciarlo. Recordemos sus
apasionadas palabras en
Manila: «Cristo: sí, yo
siento la necesidad de
anunciarlo, no puedo
callarlo... Él es el
revelador del Dios
invisible, es el primogénito
de toda creatura, es el
fundamento de todas las
cosas; Él es el Maestro de
la humanidad, es el
Redentor... Él es el centro
de la historia y del mundo;
Él es Aquél que nos conoce y
nos ama; Él es el compañero
y el amigo de nuestra vida;
Él es el hombre del dolor y
de la esperanza; es Aquél
que debe venir y que debe un
día ser nuestro juez y, como
esperamos, la plenitud
eterna de nuestra
existencia, nuestra
felicidad» (Homilía,
29 de noviembre de 1970:
L’Osservatore Romano,
edición en lengua española,
13 de diciembre de 1970, p.
2). Estas apasionadas
palabras son palabras
grandes. Pero yo os confío
una cosa: este discurso en
Manila, pero también el de
Nazaret, fueron para mí una
fuerza espiritual, me
hicieron mucho bien en mi
vida. Y vuelvo a este
discurso, vuelvo una y otra
vez, porque me hace bien
escuchar hoy esta palabra de
Pablo VI. Y nosotros:
¿tenemos el mismo amor a
Cristo? ¿Es el centro de
nuestra vida? ¿Lo
testimoniamos en las
acciones de cada día?
El segundo punto: el amor
a la Iglesia, un amor
apasionado, el amor de toda
una vida, gozoso y sufrido,
expresado desde su primera
encíclica,
Ecclesiam suam.
Pablo VI vivió todo el
sufrimiento de la Iglesia
después del Vaticano II: las
luces, las esperanzas, las
tensiones. Amó a la Iglesia
y se entregó por ella sin
reservas. En la
Meditación ante la muerte
escribía: «Querría
abrazarla, saludarla,
amarla, en cada uno de los
seres que la componen, en
cada obispo y sacerdote que
la asiste y la guía, en cada
alma que la vive y la
ilustra» (L’Osservatore
Romano, edición en
lengua española, 12 de
agosto de 1979, p. 12). Y en
el
Testamento se
dirigía a ella con estas
palabras: «Recibe mi supremo
acto de amor con mi
bendición y saludo» (L’Osservatore
Romano, edición en
lengua española, 20 de
agosto de 1978, p. 12). Este
es el corazón de un
verdadero Pastor, de un
auténtico cristiano, de un
hombre capaz de amar. Pablo
VI tenía una visión bien
clara de que la Iglesia es
una Madre que trae a Cristo
y conduce a Cristo. En la
exhortación apostólica
Evangelii nuntiandi
—según mi parecer, el
documento pastoral más
grande escrito hasta
nuestros días— planteaba
esta pregunta: «Después del
Concilio y gracias al
Concilio, que ha constituido
para ella una hora de Dios
en este ciclo de la
historia, la Iglesia ¿es más
o menos apta para anunciar
el Evangelio y para
introducirlo en el corazón
del hombre con convicción,
libertad de espíritu y
eficacia?» (8 de diciembre
de 1975, n. 4:
AAS 68 [1976], 7). Y
continuaba: la Iglesia
«¿está anclada en el corazón
del mundo y es
suficientemente libre e
independiente para
interpelar al mundo? ¿Da
testimonio de la propia
solidaridad hacia los
hombres y al mismo tiempo
del Dios Absoluto? ¿Ha
ganado en ardor
contemplativo y de
adoración, y pone más celo
en la actividad misionera,
caritativa, liberadora? ¿Es
suficiente su empeño en el
esfuerzo de buscar el
restablecimiento de la plena
unidad entre los cristianos,
lo cual hace más eficaz el
testimonio común, con el fin
de que el mundo crea?» (ibid,
n. 76:
AAS 68 [1976], 67).
Son interrogantes dirigidos
también a nuestra Iglesia de
hoy, a todos nosotros.
Todos
somos responsables de las
respuestas y deberíamos
preguntarnos: ¿somos
realmente Iglesia unida a
Cristo, para salir a
anunciarlo a todos, incluso,
y sobre todo, a las que yo
llamo las «periferias
existenciales», o estamos
cerrados en nosotros mismos,
en nuestros grupos, en
nuestras pequeñas
capillitas? ¿O amamos a la
Iglesia grande, la Iglesia
madre, la Iglesia que nos
envía en misión y nos hace
salir de nosotros mismos?
Y el tercer elemento: el
amor al hombre. También esto
está vinculado a Cristo: es
la misma pasión de Dios la
que nos impulsa a encontrar
al hombre, a respetarle, a
reconocerle, a servirle. En
la última sesión del
Vaticano II, Pablo VI pronunció un discurso
que impresiona cada vez que
se relee. En especial allí
donde habla de la atención
del Concilio hacia el hombre
contemporáneo. Dice así: «El
humanismo laico profano
apareció al final en su
terrible talla y, en cierto
sentido, desafió al
Concilio. La religión del
Dios que se hizo Hombre se
encontró con la religión del
hombre que se hace Dios.
¿Qué sucedió? ¿Un choque,
una lucha, una excomunión?
Podía ser, pero no se dio.
La antigua historia del
Samaritano fue el paradigma
de la espiritualidad del
Concilio. Una simpatía
inmensa lo invadió
totalmente. El
descubrimiento de las
necesidades humanas...
Dadles mérito de esto al
menos vosotros, humanistas
modernos, que renunciáis a
la trascendencia de las
cosas supremas, y
reconoceréis nuestro nuevo
humanismo: también nosotros,
nosotros más que todos, somo
los cultivadores del hombre»
(Homilía [7 de
diciembre de 1965]:
AAS 58 [1966],
55-56). Y con una mirada
global al trabajo del
Concilio, observaba: «Toda
esta riqueza doctrinal se
orienta en una única
dirección: servir al hombre.
El hombre, digamos, en toda
condición, en toda su
enfermedad, en toda su
necesidad. La Iglesia casi
se ha declarado sierva de la
humanidad» (idib,
57). Y esto también hoy nos
da luz, en este mundo donde
se niega al hombre, donde se
prefiere caminar por la
senda del gnosticismo, por
el camino del pelagianismo,
o del «nada de carne» —un
Dios que no se hizo carne—,
o del «nada de Dios» —el
hombre «prometeico» que
puede seguir adelante—. En
este tiempo nosotros podemos
decir las mismas cosas de
Pablo VI: la Iglesia es la
sierva del hombre, la
Iglesia cree en Cristo que
vino en la carne y por ello
sirve al hombre, ama al
hombre, cree en el hombre.
Esta es la inspiración del
gran Pablo VI.
Queridos amigos,
encontrarnos en el nombre
del venerable siervo de Dios
Pablo VInos hace bien. Su
testimonio alimenta en
nosotros la llama del amor a
Cristo, del amor a la
Iglesia, del impulso a
anunciar el Evangelio al
hombre de hoy, con
misericordia, con paciencia,
con valentía, con alegría.
Por esto, una vez más os doy
las gracias. Os encomiendo a
todos a la Virgen María,
Madre de la Iglesia, y os
bendigo a todos de corazón,
junto a vuestros seres
queridos, especialmente a
los niños y a los enfermos.
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DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LAS JORNADAS DEDICADAS
A LOS REPRESENTANTES PONTIFICIOS
A LOS PARTICIPANTES EN LAS JORNADAS DEDICADAS
A LOS REPRESENTANTES PONTIFICIOS
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 21 de Junio de 2013
Viernes 21 de Junio de 2013
Queridos hermanos:
Estos días, en el
Año de la fe, constituyen
una ocasión que el Señor ofrece para orar juntos, para
reflexionar juntos y para vivir un momento fraterno.
Agradezco al cardenal Bertone las palabras que me ha
dirigido en nombre de todos, pero desearía dar las
gracias a cada uno de vosotros por vuestro servicio que
me ayuda en la solicitud por todas las Iglesias, en ese
ministerio de unidad que es central para el Sucesor de
Pedro.
Vosotros me representáis en las Iglesias
extendidas en todo el mundo y ante los Gobiernos, pero
veros hoy tan numerosos me da también el sentido de la
catolicidad de la Iglesia, de su aliento universal. ¡De
todo corazón gracias! Vuestro trabajo es un trabajo —la
palabra que me surge es «importante», pero es una
palabra formal—; vuestro trabajo es más que importante,
es un trabajo de hacer Iglesia, de construir la Iglesia.
Entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal,
entre los obispos y el Obispo de Roma. No sois
intermediarios, sois más bien mediadores, que, con la
mediación, hacéis la comunión. Algunos teólogos,
estudiando la eclesiología, hablan de Iglesia local y
dicen que los representantes pontificios y los
presidentes de las Conferencias episcopales hacen una
Iglesia local que no es de institución divina, es
organizativa pero ayuda a que la Iglesia vaya adelante.
Y el trabajo más importante es el de la mediación, y
para mediar es necesario conocer. No conocer sólo los
documentos —que es muy importante leer documentos y son
muchos—, sino conocer a las personas. Por ello considero
que la relación personal entre el Obispo de Roma y
vosotros es algo esencial.
Es verdad, está la Secretaría
de Estado que nos ayuda, pero este último punto, la
relación personal, es importante. Y debemos hacerlo,
desde las dos partes.
He pensado en esta reunión y os ofrezco pensamientos
sencillos sobre algunos aspectos, diría existenciales,
de vuestro ser representantes pontificios. Son cosas
sobre las que he reflexionado en mi corazón, sobre todo
pensando en ponerme junto a cada uno de vosotros. En
este encuentro no querría deciros palabras meramente
formales o palabras de circunstancias; perjudicarían a
todos, a vosotros y a mí. Lo que os digo ahora viene del
interior, os lo aseguro, y me interesa mucho.
Ante todo desearía subrayar que vuestra vida es una
vida de nómadas. Lo he pensado muchas veces: ¡pobres
hombres! Cada tres, cuatro años para los colaboradores,
un poco más para los nuncios, cambiáis de sitio, pasáis
de un continente a otro, de un país a otro, de una
realidad de Iglesia a otra, a menudo muy distinta;
estáis siempre con la maleta en la mano. Me hago la
pregunta: ¿qué nos dice a todos nosotros esta vida? ¿Qué
sentido espiritual tiene? Diría que da el sentido del
camino, que es central en la vida de fe, empezando por
Abrahán, hombre de fe en camino: Dios le pidió que
dejara su tierra, sus seguridades, para ir, confiando en
una promesa, que no ve, pero que conserva sencillamente
en el corazón como esperanza que Dios le ofrece (cf.
Gn 12, 1-9). Y esto comporta dos elementos, a mi
juicio. Ante todo la mortificación, porque
verdaderamente ir con la maleta en la mano es una
mortificación, el sacrificio de despojarse de cosas, de
amigos, de vínculos y empezar siempre de nuevo. Y esto
no es fácil; es vivir en lo provisional, saliendo de uno
mismo, sin tener un lugar donde echar raíces, una
comunidad estable, y sin embargo, amando a la Iglesia y
al país a los que estáis llamados a servir. Un segundo
aspecto que comporta este ser nómadas, siempre en
camino, es el que se nos describe en el capítulo
undécimo de la Carta a los Hebreos. Enumerando
los ejemplos de fe de los padres, el autor afirma que
ellos vieron los bienes prometidos y los saludaron de
lejos —es bella esta imagen—, declarando que eran
peregrinos en esta tierra (cf. 11. 13). Es un gran
mérito una vida así, una vida como la vuestra, cuando se
vive con la intensidad del amor, con la memoria operante
de la primera llamada.
Desearía detenerme un momento en el aspecto de «ver
de lejos», contemplar las promesas desde lejos,
saludarlas de lejos. ¿Qué miraban de lejos los padres
del Antiguo Testamento? Los bienes prometidos por Dios.
Cada uno de nosotros se puede preguntar: ¿cuál es mi
promesa? ¿Qué es lo que miro? ¿Qué busco en la vida? Lo
que la memoria fundante nos impulsa a buscar es el
Señor, Él es el bien prometido. Esto jamás nos debe
parecer algo por descontado. El 25 de abril de 1951, en
un célebre discurso, el entonces sustituto de la
Secretaría de Estado, monseñor Montini, recordaba que la
figura del representante pontificio «es la de uno que
tiene verdaderamente la conciencia de llevar a Cristo
consigo», como el bien precioso que hay que comunicar,
anunciar, representar.
Los bienes, las perspectivas de
este mundo, acaban por desilusionar, empujan a no
conformarse nunca; el Señor es el bien que no
desilusiona, el único que no decepciona. Y esto exige un
desapego de uno mismo que se puede alcanzar sólo con una
relación constante con el Señor y la unificación de la
vida en torno a Cristo. Y esto se llama familiaridad con
Jesús. La familiaridad con Jesucristo debe ser el
alimento cotidiano del representante pontificio, porque
es el alimento que nace de la memoria del primer
encuentro con Él y porque constituye también la
expresión cotidiana de fidelidad a su llamada.
Familiaridad. Familiaridad con Jesucristo en la oración,
en la celebración eucarística, que nunca hay que
descuidar, en el servicio de la caridad.
Existe siempre el peligro, también para los hombres
de Iglesia, de ceder a lo que llamo, retomando una
expresión de De Lubac, la «mundanidad espiritual»: ceder
al espíritu del mundo, que lleva a actuar para la propia
realización y no para la gloria de Dios (cf.
Meditazione sulla Chiesa, Milán 1979, p. 269), a esa
especie de «burguesía del espíritu y de la vida» que
empuja a acomodarse, a buscar una vida cómoda y
tranquila. A los alumnos de la Academia eclesiástica
pontificia he recordado cómo, para el beato Juan XXIII,
el servicio como representante pontificio fue uno de los
ámbitos, y no secundario, en el que tomó forma su
santidad, y cité algunos pasajes del Diario del alma
que se referían precisamente a este largo tramo de su
ministerio. Él afirmaba que había comprendido cada vez
más que, para la eficacia de su acción, tenía que podar
continuamente la viña de su vida de lo que sólo es
hojarasca inútil e ir directo a lo esencial, que es
Cristo y su Evangelio; si no, se corre el riesgo de
llevar al ridículo una misión santa (cf. Giornale
dell’Anima, Cinisello Balsamo 2000, pp. 513-514). Es
una palabra fuerte ésta, la del ridículo, pero es
verdadera: ceder al espíritu mundano nos expone sobre
todo a nosotros, pastores, al ridículo; podremos tal vez
recibir algún aplauso, pero los mismos que parecen
aprobarnos después nos criticarán a nuestras espaldas.
Esta es la regla común.
¡Pero nosotros somos pastores! ¡Y jamás debemos
olvidarlo! Vosotros, queridos representantes
pontificios, sois presencia de Cristo, sois presencia
sacerdotal, de pastores. Cierto, no enseñaréis a una
porción particular del Pueblo de Dios que os haya sido
encomendada; no estaréis en la guía de una Iglesia
local, pero sois pastores que sirven a la Iglesia, con
papel de alentar, de ser ministros de comunión, y
también con la tarea, no siempre fácil, de volver a
llamar. ¡Haced siempre todo con profundo amor! También
en las relaciones con las autoridades civiles y los
colegas sois pastores: buscad siempre el bien, el bien
de todos, el bien de la Iglesia y de cada persona. Pero
esta labor pastoral, como he dicho, se hace con la
familiaridad con Jesucristo en la oración, en la
celebración eucarística, en las obras de caridad: ahí
está presente el Señor. Pero por vuestra parte se debe
hacer también con la profesionalidad, y será como
vuestro —se me ocurre decir una palabra— vuestro
cilicio, vuestra penitencia: hacer siempre con
profesionalidad las cosas, porque la Iglesia os quiere
así. Y cuando un representante pontificio no hace las
cosas con profesionalidad, pierde igualmente la
autoridad.
Desearía concluir diciendo también una palabra sobre
uno de los puntos importantes de vuestro servicio como
representantes pontificios, al menos para la gran
mayoría: la colaboración a las provisiones episcopales.
Conocéis la célebre expresión que indica un criterio
fundamental en la elección de quien debe gobernar: si
sanctus est oret pro nobis, si doctus est doceat nos, si
prudens est regat nos —si es santo que ruegue por
nosotros, si es docto que nos enseñe, si es prudente que
nos gobierne—. En la delicada tarea de llevar a cabo la
investigación para los nombramientos episcopales, estad
atentos a que los candidatos sean pastores cercanos a la
gente: este es el primer criterio. Pastores cercanos a
la gente. Es un gran teólogo, una gran cabeza: ¡que vaya
a la universidad, donde hará mucho bien! ¡Pastores! ¡Los
necesitamos! Que sean padres y hermanos, que sean
mansos, pacientes y misericordiosos; que amen la
pobreza, interior como libertad para el Señor, y también
exterior como sencillez y austeridad de vida; que no
tengan una psicología de «príncipes». Estad atentos a
que no sean ambiciosos, que no busquen el episcopado; se
dice que el beato Juan Pablo II, en una primera
audiencia que tuvo con el cardenal prefecto de la
Congregación para los obispos, éste le hizo la pregunta
sobre el criterio de elección de los candidatos al
episcopado, y el Papa con su voz particular: «El primer
criterio: volentes nolumus». Los que buscan el
episcopado... no, no funciona. Y que sean esposos de una
Iglesia, sin estar en constante búsqueda de otra. Que
sean capaces de «guardar» el rebaño que les será
confiado, o sea, de tener solicitud por todo lo que lo
mantiene unido; de «velar» por él, de prestar atención a
los peligros que lo amenazan; pero sobre todo capaces de
«velar» por el rebaño, de estar en vela, de cuidar la
esperanza, que haya sol y luz en los corazones; de
sostener con amor y con paciencia los designios que Dios
obra en su pueblo. Pensemos en la figura de san José que
vela por María y Jesús, en su solicitud por la familia
que Dios le ha confiado, y en la mirada atenta con la
que la guía para evitar los peligros. Por ello, que los
pastores sepan estar ante el rebaño a fin de indicar el
camino, en medio del rebaño para mantenerlo unido,
detrás del rebaño para evitar que nadie se quede atrás y
porque el rebaño mismo tiene, por así decirlo, el olfato
de encontrar el camino. ¡El pastor debe moverse así!
Queridos representantes pontificios, son sólo algunos
pensamientos que me salen del corazón; he pensado mucho
antes de escribir esto: ¡esto lo he escrito yo! He
pensado mucho y he orado. Estos pensamientos me salen
del corazón; con ellos no pretendo decir cosas nuevas
—no, nada de lo que he dicho es nuevo—, pero sobre ellos
os invito a reflexionar para el servicio importante y
precioso que prestáis a toda la Iglesia. Vuestra vida es
una vida a menudo difícil, a veces en lugares de
conflicto —lo sé bien: he hablado con uno de vosotros en
este tiempo, dos veces. ¡Cuánto dolor, cuánto
sufrimiento! Una continua peregrinación sin la
posibilidad de echar raíces en un lugar, en una cultura,
en una realidad eclesial específica. Pero es una vida
que camina hacia las promesas y las saluda de lejos. Una
vida en camino, pero siempre con Jesucristo que os lleva
de la mano. Esto es seguro: Él os lleva de la mano.
¡Gracias de nuevo por esto! Nosotros sabemos que nuestra
estabilidad no está en las cosas, en los propios
proyectos o en las ambiciones, sino en ser verdaderos
pastores que tienen fija la mirada en Cristo. ¡De nuevo
gracias! Por favor, os pido que oréis por mí, porque lo
necesito. Que el Señor os bendiga y la Virgen os
proteja. Gracias.
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DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A LA ASAMBLEA DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS
PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)
A LA ASAMBLEA DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS
PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (ROACO)
Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Jueves 20 de Junio de 2013
Jueves 20 de Junio de 2013
Queridos amigos:
¡Bienvenidos a todos! Os
recibo con alegría para dar
gracias al Señor, junto con
los hermanos y hermanas de
Oriente, representados aquí
por algunos de sus Pastores
y por vosotros superiores y
colaboradores de la
Congregación para las
Iglesias orientales y
miembros de las agencias que
componen la ROACO. Agradezco
a Dios la fidelidad a
Cristo, al Evangelio y a la
Iglesia de la que los
católicos orientales han
dado prueba a lo largo de
los siglos, afrontando toda
fatiga por el nombre
cristiano, «conservando la
fe» (cf. 2 Tm 4,
6-8). Les esto y cercano con
gratitud. Extiendo mi
agradecimiento a cada uno de
vosotros, y a las Iglesias
que representáis, por todo
lo que hacéis en su favor; y
correspondo el saludo
cordial que me ha dirigido
el cardenal prefecto. Como
mis predecesores, deseo
alentaros y sosteneros en el
ejercicio de la caridad, que
es el único motivo de gloria
para los discípulos de
Jesús. Esta caridad brota
del amor de Dios en Cristo:
la Cruz es su vértice, signo
luminoso de la misericordia
y de la caridad de Dios
hacia todos, que ha sido
derramada en nuestros
corazones por medio del
Espíritu Santo (cf. Rm
5, 5).
Es para mí un deber
exhortar a la caridad, que
es inseparable de esa fe en
la que el Obispo de Roma,
sucesor del Apóstol Pedro,
ha de confirmar a sus
hermanos. El
Año de la fe
nos impulsa a profesar de
modo aún más convencido el
amor de Dios en Cristo
Jesús. Os pido que me
acompañéis en la tarea de
unir la fe a la caridad, que
es propia del servicio
petrino. San Ignacio de
Antioquía tiene esa densa
expresión con la que define
a la Iglesia de Roma: «la
Iglesia que preside en la
caridad» (carta a los
Romanos, saludo). Os
invito, por lo tanto, a
colaborar «en la fe y en la
caridad de Jesucristo, Dios
nuestro» (ibid),
recordándoos que nuestro
obrar será eficaz sólo si
está arraigado en la fe,
nutrido por la oración,
especialmente por la santa
Eucaristía, sacramento de la
fe y de la caridad.
Queridos amigos, éste es
el primer testimonio que
debemos ofrecer en nuestro
servicio a Dios y a los
hermanos, y sólo de este
modo cada una de nuestras
acciones será fecunda.
Continuad vuestra obra
inteligente y atenta en la
realización de proyectos
bien ponderados y
coordinados, que den la
oportuna prioridad a la
formación, especialmente de
los jóvenes. Pero no
olvidéis jamás que estos
proyectos deben de ser un
signo de la profesión del
amor de Dios que constituye
la identidad cristiana. La
Iglesia, en la multiplicidad
y riqueza de sus componentes
y de sus actividades, no
encuentra su seguridad en
los medios humanos. La
Iglesia es de Dios, confía
en su presencia y en su
acción, y lleva al mundo el
poder de Dios, que es el
poder del amor. Que la
exhortación apostólica
postsinodal Ecclesia in
Medio Oriente sea para
vosotros una referencia
valiosa en vuestro servicio.
La presencia de los
patriarcas de Alejandría de
los coptos y de Babilonia de
los caldeos, así como de los
representantes pontificios
en Tierra Santa y Siria, del
obispo auxiliar del
patriarca de Jerusalén y del
custodio de Tierra Santa, me
conduce con el corazón a los
santos lugares de nuestra
Redención, pero reaviva en
mí la viva preocupación
eclesial por la condición de
tantos hermanos y hermanas
que viven en una situación
de inseguridad y de
violencia que parece
interminable y no perdona a
los inocentes y a los más
débiles. A nosotros, los
creyentes, se nos pide la
oración constante y confiada
para que el Señor conceda la
anhelada paz, unida a la
participación y a la
solidaridad concreta.
Quisiera dirigir una vez más
desde lo más profundo de mi
corazón un llamamiento a los
responsables de los pueblos
y de los organismos
internacionales, a los
creyentes de cada religión y
a los hombres y mujeres de
buena voluntad para que se
ponga fin a todo dolor, a
toda violencia, a toda
discriminación religiosa,
cultural y social. Que el
enfrentamiento que siembra
muerte deje espacio al
encuentro y a la
reconciliación que trae
vida. A todos aquellos que
sufren les digo con fuerza:
¡no perdáis jamás la
esperanza! La Iglesia está a
vuestro lado, os acompaña y
os sostiene. Os pido que
hagáis todo lo posible para
aliviar las graves
necesidades de las
poblaciones afectadas, en
particular la población
siria, la gente de la amada
Siria, los desplazados, los
refugiados cada vez más
numerosos. Precisamente san
Ignacio de Antioquía pedía a
los cristianos de Roma:
«Recordad en vuestra oración
a la Iglesia de Siria…
Jesucristo velará sobre ella
y vuestra caridad» (Carta
a los Romanos ix, i).
También yo os repito esto:
recordáos en vuestra oración
de la Iglesia de Siria…
Jesucristo vigilará sobre
ella y vuestra caridad.
Encomiendo al Señor de la
vida las innumerables
víctimas e imploro a la
Santísima Madre de Dios para
que consuele a cuantos están
en la «gran tribulación» (Ap
7, 14). ¡Es verdad, esto
de Siria es una gran
tribulación!
A cada uno de vosotros, a
las agencias y a todas las
Iglesias orientales imparto
de corazón la bendición
apostólica.
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA 38a. CONFERENCIA
DE LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS
PARA LA ALIMENTACIÓN Y LA AGRICULTURA (FAO)
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 20 de Junio de 2013
Jueves 20 de Junio de 2013
Señor Presidente,
Señores Ministros,
Señor Director General,
Ilustres Señoras y señores,
Señores Ministros,
Señor Director General,
Ilustres Señoras y señores,
1. En continuidad con una larga y significativa tradición, que comenzó hace
ya sesenta años, me alegra recibirles hoy en el Vaticano a todos ustedes,
participantes en la 38 Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas
para la Alimentación y la Agricultura. Doy las gracias al Señor Presidente
Mohammad Asef Rahimi, y a los Representantes de muchos países y culturas
diversas, unidos en la búsqueda de respuestas adecuadas a necesidades primarias
de tantos hermanos y hermanas nuestros: tener el pan de cada día y sentarse
dignamente a la mesa.
Saludo al Director General, el profesor José Graziano da Silva,
a quien he tenido ocasión de encontrar al comienzo de mi ministerio como Obispo
de Roma. En aquella ocasión me manifestó que la situación mundial es
especialmente difícil, no sólo a causa de la crisis económica, sino también por
los problemas ligados a la seguridad, a demasiados conflictos abiertos, al
cambio climático, a la conservación de la diversidad biológica. Todas estas son
situaciones que requieren un compromiso renovado de la FAO para hacer frente a
los múltiples problemas del mundo agrícola y de cuantos viven y trabajan en
zonas rurales.
Las iniciativas y las soluciones posibles son muchas y no se
limitan al aumento de la producción. Es bien sabido que la producción actual es
suficiente y, sin embargo, hay millones de personas que sufren y mueren de
hambre: esto, queridos amigos, constituye un verdadero escándalo. Es necesario,
pues, encontrar la manera de que todos puedan beneficiarse de los frutos de la
tierra, no sólo para evitar que aumente la diferencia entre los que más tienen y
los que tienen que conformarse con las migajas, sino también, y sobre todo, por
una exigencia de justicia, equidad y respeto a todo ser humano.
2. Creo que el sentido de nuestro encuentro es el de compartir la idea de
que se puede y se debe hacer algo más para dar vigor a la acción internacional
en favor de los pobres, no sólo armados de buena voluntad o, lo que es peor, de
promesas que a menudo no se han mantenido. Tampoco se puede seguir aduciendo
como álibi, un álibi cotidiano, la crisis global actual, de la que, por
otro lado, no se podrá salir completamente hasta que no se consideren las
situaciones y condiciones de vida a la luz de la dimensión de la persona humana
y de su dignidad.
La persona y la dignidad humana corren el riesgo de convertirse
en una abstracción ante cuestiones como el uso de la fuerza, la guerra, la
desnutrición, la marginación, la violencia, la violación de las
libertades fundamentales o la especulación financiera, que en este momento
condiciona el precio de los alimentos, tratándolos como cualquier otra mercancía
y olvidando su destino primario. Nuestro cometido consiste en proponer de nuevo,
en el contexto internacional actual, la persona y la dignidad humana no como un
simple reclamo, sino más bien como los pilares sobre los cuales construir reglas
compartidas y estructuras que, superando el pragmatismo o el mero dato técnico,
sean capaces de eliminar las divisiones y colmar las diferencias existentes. En
este sentido, es necesario contraponerse a los intereses económicos miopes y a
la lógica del poder de unos pocos, que excluyen a la mayoría de la población
mundial y generan pobreza y marginación, causando disgregación en la sociedad,
así como combatir esa corrupción que produce privilegios para algunos e
injusticias para muchos.
3. La situación que estamos viviendo, aunque esté directamente relacionada
con factores financieros y económicos, es también consecuencia de una crisis de
convicciones y valores, incluidos los que son el fundamento de la vida
internacional. Este es un marco que requiere emprender una consciente y seria
obra de reconstrucción, que incumbe también a la FAO. Y quiero evidenciar,
quiero señalar la palabra: obra de reconstrucción. Pienso en la reforma
iniciada para garantizar una gestión más funcional, transparente y ecuánime. Es
un hecho ciertamente positivo, pero toda auténtica reforma consiste en tomar
mayor conciencia de la responsabilidad de cada uno, reconociendo que el propio
destino está ligado al de los otros. Los hombres no son islas, somos comunidad.
Pienso en aquel episodio del Evangelio, por todos conocido, en el que un
samaritano socorre a quien está necesitado. No lo hace como un gesto de caridad
o porque dispone de dinero, sino para hacerse uno con aquel a quien ayuda:
quiere compartir su suerte. En efecto, tras haber dejado dinero para curar al
herido, anuncia que volverá a visitarlo para cerciorarse de su curación. No se
trata de mera compasión o tal vez de una invitación a compartir o a favorecer
una reconciliación que supere las adversidades y las contraposiciones. Significa
más bien estar dispuestos a compartirlo todo y a decidirse a ser buenos
samaritanos, en vez de personas indiferentes ante las necesidades de los demás.
A la FAO, a sus Estados miembros, así como a toda institución
de la comunidad internacional, se les pide una apertura del corazón. Es preciso
superar el desinterés y el impulso a mirar hacia otro lado, y prestar
atención con urgencia a las necesidades inmediatas, confiando al mismo tiempo
que maduren en el futuro los resultados de la acción de hoy. No podemos soñar
con planes asépticos, hoy no sirven. Todo plan propuesto nos debe involucrar a
todos. Ir adelante de manera constructiva y fecunda en las diversas
funciones y responsabilidades significa capacidad de analizar, comprender y
entregar, abandonando cualquier tentación de poder, o de poseer más y más, o
buscar el propio interés en lugar de servir a la familia humana y, en ella,
especialmente y sobre todo a los indigentes, a los que aún sufren por
hambre y desnutrición.
Somos conscientes de que uno de los primeros efectos de las
graves crisis alimentarias, y no sólo las causadas por desastres naturales o
por conflictos sangrientos, es la erradicación de su ambiente de personas,
familias y comunidades. Es una dolorosa separación que no se limita a la tierra
natal, sino que se extiende al ámbito existencial y espiritual, amenazando y a
veces derrumbando las pocas certezas que se tenían. Este proceso, que ya se ha
hecho global, requiere que las relaciones internacionales restablezcan esa
referencia a los principios éticos que las regulan y redescubran el espíritu
auténtico de solidaridad que puede hacer incisiva toda la actividad de
cooperación.
4. A este respecto, es sumamente expresiva la decisión de dedicar el próximo
año a la familia rural. Más allá de un motivo de celebración, se ha de reforzar
la convicción de que la familia es el lugar principal del crecimiento de cada
uno, pues a través de ella el ser humano se abre a la vida y a esa exigencia
natural de relacionarse con los otros. Podemos constatar tantas veces cómo los
lazos familiares son esenciales para la estabilidad de las relaciones sociales,
para la función educativa y para un desarrollo integral, puesto que están
animados por el amor, la solidaridad responsable entre generaciones y la
confianza recíproca. Estos son los elementos capaces de hacer menos gravosas y
hasta las situaciones más negativas, y llevar a una verdadera fraternidad a
toda la humanidad, haciendo que se sienta una sola familia, en la que la mayor
atención se pone en los más débiles.
Reconocer que la lucha contra el hambre pasa por la búsqueda
del diálogo y la fraternidad comporta para la FAO el que su contribución en las
negociaciones de los Estados, dando un nuevo impulso a los procesos
decisivos, se caracterice por la promoción de la cultura del encuentro, por
promocionar la cultura del encuentro y la cultura de la solidaridad. Pero
esto requiere la disponibilidad de los Estados miembros, el pleno conocimiento
de las situaciones, una preparación adecuada, e ideas capaces de incluir a toda
persona y toda comunidad. Sólo así será posible conjugar el afán de justicia de
miles de millones de personas con las situaciones concretas que presenta la vida
real.
La Iglesia Católica, con sus estructuras e instituciones, les
acompaña en este esfuerzo, que busca lograr una solidaridad concreta, y la Santa
Sede sigue con interés las iniciativas que la FAO emprende, alentando todas sus
actividades. Les agradezco este momento de encuentro, y bendigo el trabajo que
desempeñan a diario al servicio de los últimos. Muchas gracias.
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DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DIOCESANA DE ROMA
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DIOCESANA DE ROMA
Palacio Apostólico Vaticano
Aula Pablo VI
Lunes 17 de Junio de 2013
Lunes 17 de Junio de 2013
"No me avergüenzo del
Evangelio"
¡Buenas tardes a todos,
queridos hermanos y
hermanas!
El Apóstol terminaba este
pasaje de su carta a
nuestros antepasados con
estas palabras: ya no estáis
bajo la ley, sino bajo la
gracia. Y esta es nuestra
vida: caminar bajo la
gracia, porque el Señor nos
ha amado, nos ha salvado,
nos ha perdonado. Todo lo ha
hecho el Señor, y esta es la
gracia, la gracia de Dios.
Nosotros estamos en camino
bajo la gracia de Dios, que
ha venido entre nosotros, en
Jesucristo que nos ha
salvado. Pero esto nos abre
a un horizonte grande y es
para nosotros alegría.
«Vosotros ya no estáis bajo
la ley, sino bajo la
gracia». Y ¿qué significa
este «vivir bajo la gracia»?
Procuraremos explicar algo
de qué significa vivir bajo
la gracia. Es nuestra
alegría, es nuestra
libertad. Nosotros somos
libres. ¿Por qué? Porque
vivimos bajo la gracia.
Nosotros ya no somos
esclavos de la ley: somos
libres porque Jesucristo nos
ha liberado, nos ha dado la
libertad, esa libertad plena
de hijos de Dios, que
vivimos bajo la gracia. Esto
es un tesoro. Intentaré
explicar un poco este
misterio tan bello, tan
grande: vivir bajo la
gracia.
Este año habéis trabajado
mucho sobre el Bautismo y
también sobre la renovación
de la pastoral
post-bautismal. El Bautismo,
este pasar de «bajo la ley»
a «bajo la gracia», es una
revolución. Son muchos los
revolucionarios en la
historia, han sido muchos.
Pero ninguno ha tenido la
fuerza de esta revolución
que nos trajo Jesús: una
revolución para transformar
la historia, una revolución
que cambia en profundidad el
corazón del hombre. Las
revoluciones de la historia
han cambiado los sistemas
políticos, económicos, pero
ninguna de ellas ha
modificado verdaderamente el
corazón del hombre. La
verdadera revolución, la que
transforma radicalmente la
vida, la realizó Jesucristo
a través de su Resurrección:
la Cruz y la Resurrección. Y
Benedicto XVI decía, de esta
revolución, que «es la
mutación más grande de la
historia de la humanidad».
Pensemos en esto: es la
mayor mutación de la
historia de la humanidad, es
una verdadera revolución y
nosotros somos
revolucionarias y
revolucionarios de esta
revolución, porque nosotros
vamos por este camino de la
mayor mutación de la
historia de la humanidad. Un
cristiano, si no es
revolucionario, en este
tiempo, ¡no es cristiano!
¡Debe ser revolucionario por
la gracia! Precisamente la
gracia que el Padre nos da a
través de Jesucristo
crucificado, muerto y
resucitado, hace de nosotros
revolucionarios, pues —cito
de nuevo a Benedicto— «es la
mutación más grande de la
historia de la humanidad».
Porque cambia el corazón. El
profeta Ezequiel lo decía:
«Arrancaré de vosotros el
corazón de piedra y os daré
un corazón de carne». Y esta
es la experiencia que vive
el Apóstol Pablo: después de
haber encontrado a Jesús en
el camino de Damasco, cambia
radicalmente su perspectiva
de vida y recibe el
Bautismo. ¡Dios transforma
su corazón! Pero pensad: un
perseguidor, uno que iba
tras la Iglesia y los
cristianos, se convierte en
un santo, en un cristiano
hasta la médula, ¡justamente
un cristiano verdadero!
Antes es un violento
perseguidor; ahora se
convierte en un apóstol, un
testigo valiente de
Jesucristo, hasta el punto
de no tener miedo de sufrir
el martirio. Aquel Saulo que
quería matar a quien
anunciaba el Evangelio, al
final da su vida por
anunciar el Evangelio. Es
este el cambio, la mutación
más grande de la que nos
hablaba el Papa Benedicto.
Te cambia el corazón; de
pecador —de pecador: todos
somos pecadores— te
transforma en santo. ¿Alguno
de nosotros no es pecador?
Si hubiera alguno, ¡que
levante la mano! Todos somos
pecadores, ¡todos! ¡Todos
somos pecadores! Pero la
gracia de Jesucristo nos
salva del pecado: ¡nos
salva! Todos, si acogemos la
gracia de Jesucristo, Él
cambia nuestro corazón y de
pecadores nos hace santos.
Para llegar a ser santos no
es necesario volver los ojos
y mirar allá, o tener un
poco cara de estampita. No,
no, ¡no es necesario esto!
Una sola cosa es necesaria
para hacerse santos: acoger
la gracia que el Padre nos
da en Jesucristo. Esto es.
Esta gracia cambia nuestro
corazón. Nosotros seguimos
siendo pecadores, porque
todos somos débiles, pero
también con esta gracia que
nos hace sentir que el Señor
es bueno, que el Señor es
misericordioso, que el Señor
nos espera, que el Señor nos
perdona, esta gracia grande,
que cambia nuestro corazón.
Y, decía el profeta
Ezequiel, que de un corazón
de piedra lo cambia en un
corazón de carne.
¿Qué
quiere decir esto? Un
corazón que ama, un corazón
que sufre, un corazón que se
alegra con los demás, un
corazón lleno de ternura
hacia quien, llevando
impresas las heridas de la
vida, se siente en la
periferia de la sociedad. El
amor es la mayor fuerza de
transformación de la
realidad, porque derriba los
muros del egoísmo y colma
las fosas que nos tienen
alejados a unos de otros. Y
esto es el amor que viene de
un corazón cambiado, de un
corazón de piedra que es
transformado en un corazón
de carne, un corazón humano.
Y esto lo hace la gracia, la
gracia de Jesucristo que
todos nosotros hemos
recibido.
¿Alguno de
vosotros sabe cuánto cuesta
la gracia? ¿Dónde se vende
la gracia? ¿Dónde puedo
comprar la gracia? Nadie
sabe decirlo: no. ¿Voy a
comprarla a la secretaria
parroquial? ¿A lo mejor ella
vende la gracia? ¿Algún
sacerdote vende la gracia?
Oíd bien esto: la gracia no
se compra ni se vende; es un
regalo de Dios en
Jesucristo. Jesucristo nos
da la gracia. Es el único
que nos da la gracia. Es un
regalo: nos lo ofrece a
nosotros. Tomémosla. Es
bello esto. El amor de Jesús
es así: nos da la gracia
gratuitamente,
gratuitamente. Y nosotros
debemos darla a los
hermanos, a las hermanas,
gratuitamente. Es un poco
triste cuando uno encuentra
a algunos que venden la
gracia: en la historia de la
Iglesia algunas veces ha
sucedido esto, y ha hecho
mucho daño, mucho daño. Pero
la gracia no se puede
vender: la recibes
gratuitamente y la das
gratuitamente. Y esta es la
gracia de Jesucristo.
En medio de tantos
dolores, de tantos problemas
que hay aquí, en Roma, hay
gente que vive sin
esperanza. Cada uno de
nosotros puede pensar, en
silencio, en las personas
que viven sin esperanza, y
se hallan inmersas en una
profunda tristeza de la que
buscan salir creyendo
encontrar la felicidad en el
alcohol, en las drogas, en
el juego, en el poder del
dinero, en la sexualidad sin
normas... Pero se encuentran
más desilusionadas aún, y a
veces desahogan su rabia
ante la vida con
comportamientos violentos e
indignos del hombre.
¡Cuántas personas tristes,
cuántas personas tristes,
sin esperanza! Pensad
también en tantos jóvenes
que, después de haber
experimentado muchas cosas,
no encuentran sentido a la
vida e intentan el suicidio
como solución. ¿Sabéis
cuántos suicidios de jóvenes
hay hoy en el mundo? ¡La
cifra es alta! ¿Por qué? No
tienen esperanza. Han
experimentado muchas cosas y
la sociedad, que es cruel
—¡es cruel!— no te puede dar
esperanza. La esperanza es
como la gracia: no se puede
comprar; es un don de Dios.
Y nosotros debemos ofrecer
la esperanza cristiana con
nuestro testimonio, con
nuestra libertad, con
nuestra alegría. El regalo
que nos hace Dios de la
gracia trae la esperanza.
Nosotros, que tenemos la
alegría de percatarnos de
que no somos huérfanos, de
que tenemos un Padre,
¿podemos ser indiferentes
ante esta ciudad que nos
pide, tal vez
inconscientemente, sin
saberlo, una esperanza que
la ayude a contemplar el
futuro con mayor confianza y
serenidad? Nosotros no
podemos ser indiferentes.
Pero ¿cómo podemos hacer
esto? ¿Cómo podemos ir
adelante y ofrecer la
esperanza? ¿Yendo por la
calle diciendo: «Yo tengo la
esperanza»? ¡No! Con vuestro
testimonio, con vuestra
sonrisa, decir: «Yo creo que
tengo un Padre». El anuncio
del Evangelio es este: con
mi palabra, con mi
testimonio decir: «Yo tengo
un Padre. No somos
huérfanos. Tenemos un
Padre», y compartir esta
filiación con el Padre y con
todos los demás. «Padre,
ahora entiendo: se trata de
convencer a los demás, de
hacer prosélitos». No: nada
de esto. El Evangelio es
como la semilla: tú lo
siembras, lo siembras con tu
palabra y con tu testimonio.
Y después no haces una
estadística acerca de cómo
ha ido esto: la hace Dios.
Él hace crecer esta semilla;
pero debemos sembrar con esa
certeza de que el agua la da
Él, el crecimiento lo da Él.
Y nosotros no cosechamos: lo
hará otro sacerdote, otro
laico, otra laica, otro lo
hará. Pero la alegría de
sembrar con el testimonio,
porque con la palabra sólo
no es bastante, no basta. La
palabra sin el testimonio es
aire. Las palabras no
bastan. El verdadero
testimonio del que habla
Pablo.
El anuncio del Evangelio
está destinado ante todo a
los pobres, a cuantos
carecen a menudo de lo
necesario para llevar una
vida digna. A ellos se
anuncia en primer lugar el
alegre mensaje de que Dios
les ama con predilección y
viene a visitarles a través
de las obras de caridad que
los discípulos de Cristo
realizan en su nombre. Antes
de nada, ir a los pobres:
esto es lo primero. En el
momento del Juicio final,
podemos leer en Mateo,
25, todos seremos juzgados
sobre esto. Pero algunos,
luego, piensan que el
mensaje de Jesús está
destinado a quienes no
tienen una preparación
cultural. ¡No! ¡No! El
Apóstol afirma con fuerza
que el Evangelio es para
todos, también para los
doctos. La sabiduría que
deriva de la Resurrección no
se opone a la humana, sino
que, al contrario, la
purifica y la eleva. La
Iglesia siempre ha estado
presente en los lugares
donde se elabora la cultura.
Pero el primer paso es
siempre la prioridad a los
pobres. Pero también debemos
ir a las fronteras del
intelecto, de la cultura, en
la altura del diálogo, del
diálogo que hace la paz, del
diálogo intelectual, del
diálogo razonable. ¡El
Evangelio es para todos!
Esto de ir a los pobres no
significa que tengamos que
hacernos «pauperistas» o una
especie de «mendigos
espirituales». No, no, no
significa esto. Significa
que debemos ir hacia la
carne de Jesús que sufre,
pero también sufre la carne
de Jesús de aquellos que no
le conocen con su estudio,
con su inteligencia, con su
cultura. ¡Debemos ir allí!
Por ello me gusta usar la
expresión «ir a las
periferias», las periferias
existenciales. A todos, a
todos ellos, desde la
pobreza física y real a la
pobreza intelectual, que es
real también. Todas las
periferias, todos los cruces
de caminos: ir ahí. Y ahí
sembrar la semilla del
Evangelio con la palabra y
con el testimonio.
Y esto significa que
debemos tener valor. Pablo
VIdecía que no entendía a
los cristianos desalentados:
no les comprendía. Estos
cristianos tristes,
ansiosos, estos cristianos
de quienes uno piensa si
creen en Cristo o en el
«dios lamentos»: nunca se
sabe. Todos los días se
lamentan, se quejan: cómo va
el mundo, mira, qué
desgracia, qué calamidad.
Pero pensad: el mundo no es
peor que hace cinco siglos.
El mundo es el mundo;
siempre ha sido el mundo. Y
cuando uno se lamenta: así
va, no se puede hacer nada,
ah, esta juventud... Os
pregunto: ¿conocéis a
cristianos así? ¡Los hay,
los hay! Pero el cristiano
debe ser valiente y ante el
problema, ante una crisis
social, religiosa, debe
tener el valor de ir
adelante, ir adelante con
valentía. Y cuando no se
puede hacer nada, con
paciencia: soportando.
Soportar. Valentía y
paciencia, estas dos
virtudes de Pablo. Valentía:
ir adelante, hacer las
cosas, dar testimonio
fuerte; ¡adelante! Soportar:
llevar sobre los hombros las
cosas que no se pueden
cambiar aún. Pero ir
adelante con esta paciencia,
con esta paciencia que nos
da la gracia. Pero, ¿qué
debemos hacer con la
valentía y la paciencia?
Salir de nosotros mismos:
salir de nosotros mismos.
Salir de nuestras
comunidades para ir allí
donde los hombres y las
mujeres viven, trabajan y
sufren, y anunciarles la
misericordia del Padre que
se ha dado a conocer a los
hombres en Jesucristo de
Nazaret. Anunciar esta
gracia que nos ha sido
regalada por Jesús. Si a los
sacerdotes, el Jueves Santo,
les pedí que fueran pastores
con olor a oveja, a
vosotros, queridos hermanos
y hermanas, digo: sed en
todo lugar portadores de la
Palabra de vida en nuestros
barrios, en los lugares de
trabajo y allí donde las
personas se encuentren y
desarrollen relaciones.
Debéis salir fuera. No
entiendo las comunidades
cristianas que están
cerradas, en la parroquia.
Quiero deciros algo. En el
Evangelio es bonito ese
pasaje que nos habla del
pastor que, cuando vuelve al
ovil, se da cuenta de que
falta una oveja: deja las 99
y va a buscarla, a buscar
una. Pero, hermanos y
hermanas, nosotros tenemos
una; ¡nos faltan 99! Debemos
salir, ¡debemos ir hacia los
demás! En esta cultura
—digámonos la verdad—
tenemos sólo una, ¡somos
minoría! ¿Y sentimos el
fervor, el celo apostólico
de ir y salir y buscar las
otras 99? Esta es una gran
responsabilidad y debemos
pedir al Señor la gracia de
la generosidad y el valor y
la paciencia para salir,
para salir a anunciar el
Evangelio. Ah, esto es
difícil. Es más fácil
quedarse en casa, con esa
única oveja. Es más fácil
con esa oveja, peinarla,
acariciarla... pero nosotros
sacerdotes, también vosotros
cristianos, todos: el Señor
nos quiere pastores, no
peinadores de ovejas;
¡pastores! Y cuando una
comunidad está cerrada,
siempre con las mismas
personas que hablan, esta
comunidad no es una
comunidad que da vida. Es
una comunidad estéril, no es
fecunda. La fecundidad del
Evangelio viene por la
gracia de Jesucristo, pero a
través de nosotros, de
nuestra predicación, de
nuestra valentía, de nuestra
paciencia.
Sale un poco largo,
¿verdad? ¡Pero no es fácil!
Tenemos que decirnos la
verdad: la labor de
evangelizar, de llevar
adelante la gracia
gratuitamente no es fácil,
porque no estamos nosotros
solos con Jesucristo; existe
también un adversario, un
enemigo que quiere tener a
los hombres separados de
Dios. Y por eso instila en
los corazones la desilusión,
cuando no vemos recompensado
enseguida nuestro compromiso
apostólico. El diablo cada
día arroja en nuestros
corazones semillas de
pesimismo y amargura, y uno
se desanima, nos
desanimamos. «¡No sale!
Hemos hecho esto, no sale;
hemos hecho lo otro y no
funciona. Y mira esa
religión cómo atrae a tanta
gente y nosotros no». Es el
diablo que introduce esto.
Debemos prepararnos para la
lucha espiritual. Esto es
importante. No se puede
predicar el Evangelio sin
esta lucha espiritual: una
lucha de todos los días
contra la tristeza, contra
la amargura, contra el
pesimismo; ¡una lucha de
todos los días! Sembrar no
es fácil. Es más bello
cosechar, pero sembrar no es
fácil, y esta es la lucha de
todos los días de los
cristianos.
Pablo decía que tenía la
urgencia de predicar y tenía
la experiencia de esta lucha
espiritual, cuando decía:
«Tengo en mi carne una
espina de satanás y todos
los días la siento». También
nosotros tenemos espinas de
satanás que nos hacen sufrir
y nos hacen caminar con
dificultad y muchas veces
nos desaniman. Prepararnos a
la lucha espiritual: la
evangelización pide de
nosotros un verdadero valor
también por esta lucha
interior, en nuestro
corazón, para decir con la
oración, con la
mortificación, con el deseo
de seguir a Jesús, con los
Sacramentos que son un
encuentro con Jesús, decir a
Jesús: gracias, gracias por
tu gracia. Quiero llevarla a
los demás. Pero esto es
trabajo: esto es trabajo.
Esto se llama —no os
asustéis— se llama
martirio. El martirio es
esto: luchar, todos los
días, para testimoniar. Esto
es martirio. Y a algunos el
Señor les pide el martirio
de la vida, pero existe el
martirio de todos los días,
de todas las horas: el
testimonio contra el
espíritu del mal que no
quiere que seamos
evangelizadores.
Y ahora desearía terminar
pensando algo. En este
tiempo, en el que la
gratuidad parece debilitarse
en las relaciones
interpersonales porque todo
se vende y todo se compra, y
la gratuidad es difícil
hallarla, los cristianos
anunciamos a un Dios que
para ser nuestro amigo no
pide nada más que ser
acogido. Lo único que pide
Jesús: ser acogido. Pensemos
en cuántos viven en la
desesperación porque jamás
han encontrado a nadie que
les haya prestado atención,
que les haya consolado, que
les haya hecho sentirse
preciosos e importantes.
Nosotros, discípulos del
Crucificado, ¿podemos
negarnos a ir a esos lugares
adonde nadie quiere acudir
por miedo a comprometernos y
al juicio ajeno, y así negar
a estos hermanos nuestros el
anuncio de la Palabra de
Dios? ¡La gratuidad!
Nosotros hemos recibido esta
gratuidad, esta gracia,
gratuitamente; debemos
darla, gratuitamente. Y esto
es lo que, al final, quiero
deciros. No tener miedo, no
tener miedo. No tener miedo
del amor, del amor de Dios,
nuestro Padre. No tener
miedo. No tener miedo de
recibir la gracia de
Jesucristo, no tener miedo
de nuestra libertad que
viene dada por la gracia de
Jesucristo o, como decía
Pablo: «Ya no estáis bajo la
ley, sino bajo la gracia».
No tener miedo de la gracia,
no tener miedo de salir de
nosotros mismos, no tener
miedo de salir de nuestras
comunidades cristianas para
ir a encontrar a las 99 que
no están en casa. E ir a
dialogar con ellos, y
decirles qué pensamos, ir a
mostrar nuestro amor que es
el amor de Dios.
Queridos, queridos
hermanos y hermanas: ¡no
tengamos miedo! Vayamos
adelante para decir a
nuestros hermanos y a
nuestras hermanas que
estamos bajo la gracia, que
Jesús nos da la gracia y
esto no cuesta nada: sólo
recibirla. ¡Adelante!
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DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A UNA DELEGACIÓN DE PARLAMENTARIOS FRANCESES DEL
GRUPO DE LA AMISTAD FRANCIA Y SANTA SEDE
A UNA DELEGACIÓN DE PARLAMENTARIOS FRANCESES DEL
GRUPO DE LA AMISTAD FRANCIA Y SANTA SEDE
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 15 de Junio de 2013
Sábado 15 de Junio de 2013
Señor presidente,
queridos parlamentarios:
queridos parlamentarios:
Acogiendo vuestra
petición me alegra recibiros
esta mañana, miembros del
Senado y de la Asamblea
nacional de la República
francesa. Más allá de las
diversas sensibilidades
políticas que vosotros
representáis, vuestra
presencia manifiesta la
calidad de las relaciones
entre vuestro país y la
Santa Sede.
Este encuentro es para mí
la ocasión para destacar las
relaciones de confianza que
existen generalmente en
Francia entre los
responsables de la vida
pública y los de la Iglesia
católica, ya sea a nivel
nacional, ya sea a nivel
regional o local. El
principio de laicidad que
gobierna las relaciones
entre el Estado francés y
las diversas confesiones
religiosas, no debe
significar en sí una
hostilidad a la realidad
religiosa, o una exclusión
de las religiones del campo
social o de los debates que
lo animan.
Es motivo de alegría el
hecho de que la sociedad
francesa redescubra
propuestas presentadas por
la Iglesia, entre otras, que
ofrecen una certera visión
de la persona y de su
dignidad en vista del bien
común. La Iglesia desea así
ofrecer su propia aportación
específica sobre las
cuestiones profundas que
comprometen una visión más
completa de la persona y su
destino, de la sociedad y su
destino. Esta contribución
no se sitúa solamente en el
ámbito antropológico o
social, sino también en los
ámbitos político, económico
y cultural.
Como elegidos por una
nación hacia la cual los
ojos del mundo se dirigen a
menudo, considero que es
vuestro deber contribuir de
modo eficaz y constante en
el mejoramiento de la vida
de vuestros conciudadanos,
que conocéis de modo
particular a través de los
innumerables contactos
locales que cultiváis, y que
os hacen sensibles a sus
necesidades auténticas.
Vuestra tarea es ciertamente
técnica y jurídica, y
consiste en proponer leyes,
en enmendarlas o incluso
derogarlas. Pero es también
necesario infundir en ellas
un suplemento, un espíritu,
diría un alma, que no
refleje solamente las
modalidades y las ideas del
momento, sino que les
confiera la indispensable
calidad que eleva y
ennoblece a la persona
humana.
Os formulo, por lo tanto,
de la manera más calurosa,
mi aliento a proseguir en
vuestra misión, buscando
siempre el bien de la
persona y promoviendo la
fraternidad en vuestro bello
país. Que Dios os bendiga.
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DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMUNIDAD DE LOS ESCRITORES
DE "LA CIVILTÀ CATTOLICA"
A LA COMUNIDAD DE LOS ESCRITORES
DE "LA CIVILTÀ CATTOLICA"
Palacio Apostólico Vaticano
Sala de los Papas
Viernes 14 de Junio de 2013
Viernes 14 de Junio de 2013
Queridos amigos en el
Señor:
Estoy contento de
encontraros, a vosotros,
escritores, a vuestra
comunidad al completo, a las
religiosas y a los agregados
de la administración de la
casa. Los jesuitas de La
Civiltà Cattolica, desde
1850, desarrollan un trabajo
que tiene un vínculo
particular con el Papa y la
Sede Apostólica. Mis
predecesores, recibiéndoos
en audiencia, reconocieron
varias veces cómo este
vínculo es un rasgo esencial
de vuestra revista. Hoy
desearía sugeriros tres
palabras que pueden ayudaros
en vuestro empeño.
La primera es el diálogo.
Vosotros lleváis a cabo un
importante servicio
cultural. Inicialmente la
aproximación y el estilo de
La Civiltà Cattolica
fueron combativos y a menudo
incluso ásperamente
polémicos, en sintonía con
el clima general de la
época. Recorriendo los 163
años de la revista, se
revela una rica variedad de
posturas, debidas tanto al
cambio de las circunstancias
históricas como a la
personalidad de cada
escritor. Vuestra fidelidad
a la Iglesia requiere
todavía ser duros contra las
hipocresías fruto de un
corazón cerrado, enfermo.
Duros contra esta
enfermedad. Pero vuestra
tarea principal no es
construir muros, sino
puentes; es la de establecer
un diálogo con todos los
hombres, también con quienes
no comparten la fe
cristiana, pero «cultivan
los bienes esclarecidos del
espíritu humano»; y hasta
con «aquellos que se oponen
a la Iglesia y la persiguen
de varias maneras» (Gaudium
et spes, 92). Son muchas
las cuestiones humanas que
hay que discutir y
compartir, y en el diálogo
siempre es posible acercarse
a la verdad, que es don de
Dios, y enriquecerse
recíprocamente. Dialogar
significa estar convencidos
de que el otro tiene algo
bueno que decir, dar espacio
a su punto de vista, a su
opinión, a sus propuestas,
sin caer, obviamente, en el
relativismo. Y para dialogar
es necesario bajar las
defensas y abrir las
puertas. Continuad el
diálogo con las
instituciones culturales,
sociales, políticas, también
para ofrecer vuestra
contribución a la formación
de ciudadanos que tengan
interés en el bien de todos
y trabajen por el bien
común. La «civilización
católica» es la civilización
del amor, de la
misericordia, de la fe.
La segunda palabra es
discernimiento. Vuestra
tarea es recoger y expresar
las expectativas, los
deseos, las alegrías y los
dramas de nuestro tiempo, y
ofrecer los elementos para
una lectura de la realidad a
la luz del Evangelio. Los
grandes interrogantes
espirituales hoy están más
vivos que nunca, pero se
necesita de alguien que los
interprete y los entienda.
Con inteligencia humilde y
abierta «buscad y encontrad
a Dios en todas las cosas»,
como escribía san Ignacio.
Dios actúa en la vida de
cada hombre y en la cultura:
el Espíritu sopla donde
quiere. Buscad descubrir lo
que Dios ha obrado y cómo
proseguirá su obra. Un
tesoro de los jesuitas es
precisamente el
discernimiento espiritual,
que intenta reconocer la
presencia del Espíritu de
Dios en la realidad humana y
cultural, la semilla ya
plantada de su presencia en
los acontecimientos, en las
sensibilidades, en los
deseos, en las tensiones
profundas de los corazones y
de los contextos sociales,
culturales y espirituales.
Recuerdo algo que decía
Rahner: el jesuita es un
especialista en el
discernimiento en el campo
de Dios y también en el
campo del diablo. No hay que
tener miedo de proseguir en
el discernimiento para
hallar la verdad. Cuando leí
estas observaciones de
Rahner, me impresionaron
bastante.
Y para buscar a Dios en
todas las cosas, en todos
los campos del saber, del
arte, de la ciencia, de la
vida política, social y
económica se necesita
estudio, sensibilidad,
experiencia. Algunas de las
materias que tratáis pueden
incluso no tener relación
explícita con una
perspectiva cristiana, pero
son importantes para captar
el modo en el que las
personas se comprenden a sí
mismas y el mundo que las
rodea. Que vuestra
observación informativa sea
amplia, objetiva y oportuna.
Es necesario también tener
una atención particular
respecto a la verdad, la
bondad y la belleza de Dios,
que deben considerarse
siempre juntas, y son
preciosos aliados en el
compromiso en defensa de la
dignidad del hombre, en la
construcción de una
convivencia pacífica y en
custodiar con premura la
creación. De esta atención
nace el juicio sereno,
sincero y fuerte acerca de
los acontecimientos,
iluminado por Cristo.
Grandes figuras, como Matteo
Ricci, son de ello modelo.
Todo esto requiere mantener
abiertos el corazón y la
mente, evitando la
enfermedad espiritual de la
autorreferencialidad.
También la Iglesia, cuando
se vuelve autorreferencial,
se enferma, envejece. Que
nuestra mirada, bien fija en
Cristo, sea profética y
dinámica hacia el futuro: de
este modo permaneceréis
siempre jóvenes y audaces en
la lectura de los
acontecimientos.
La tercera palabra es
frontera. La misión de una
revista de cultura como
La Civiltà Cattolica
entra en el debate cultural
contemporáneo y propone, de
modo serio y a la vez
accesible, la visión que
viene de la fe cristiana. La
fractura entre Evangelio y
cultura es, sin duda, un
drama (cf.
Evangelii
nuntiandi, 20). Vosotros
estáis llamados a dar
vuestra contribución para
sanar esta fractura que pasa
también a través del corazón
de cada uno de vosotros y de
vuestros lectores. Este
ministerio es típico de la
misión de la Compañía de
Jesús. Acompañad, con
vuestras reflexiones y
vuestras profundizaciones,
los procesos culturales y
sociales y a cuantos están
viviendo transiciones
difíciles, haciéndoos cargo
también de los conflictos.
Vuestro lugar propio son las
fronteras. Este es el sitio
de los jesuitas. Lo que
Pablo VI,
retomado por
Benedicto XVI, dijo de la
Compañía de Jesús, vale de
manera particular para
vosotros también hoy: «En
cualquier parte de la
Iglesia, incluso en las
áreas más difíciles y de
punta, en las encrucijadas
de las ideologías, en las
trincheras sociales, donde
haya existido o exista una
confrontación entre las
exigencias urgentes del
hombre y el mensaje perenne
del Evangelio, allí han
estado y están los
jesuitas». Por favor, sed
hombres de frontera, con esa
capacidad que viene de Dios
(cf. 2 Co 3, 6). Pero
no caigáis en la tentación
de domesticar las fronteras:
se debe ir hacia las
fronteras y no llevar las
fronteras a casa para
barnizarlas un poco y
domesticarlas. En el mundo
de hoy, sujeto a rápidos
cambios y agitado por
cuestiones de gran
relevancia para la vida de
la fe, es urgente un
valiente compromiso para
educar en una fe convencida
y madura, capaz de dar
sentido a la vida y de
ofrecer respuestas
convincentes a cuantos están
en busca de Dios. Se trata
de sostener la acción de la
Iglesia en todos los campos
de su misión. La Civiltà
Cattolica este año se ha
renovado: ha adoptado una
forma gráfica, se puede leer
también en versión digital y
llega a sus lectores en las
redes sociales. Igualmente
éstas son fronteras en las
que estáis llamados a
actuar. ¡Proseguid por este
camino!
Queridos padres: veo
entre vosotros a jóvenes,
menos jóvenes y ancianos.
Vuestra revista es única en
su género, que nace de una
comunidad de vida y estudio;
como un coro bien avenido,
cada uno debe tener su voz y
situarla en armonía con la
de los demás. ¡Ánimo,
queridos hermanos! Estoy
seguro de poder contar con
vosotros. Mientras os
encomiendo a Santa María del
Camino, os imparto a
vosotros, redactores,
colaboradores y religiosas,
así como a todos los
lectores de la revista, mi
bendición.
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DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A SU GRACIA JUSTIN WELBY,
ARZOBISPO DE CANTERBURY
Y PRIMADO DE LA COMUNIÓN ANGLICANA
A SU GRACIA JUSTIN WELBY,
ARZOBISPO DE CANTERBURY
Y PRIMADO DE LA COMUNIÓN ANGLICANA
Viernes
14 de Junio de 2013
Vuestra Gracia,
queridos amigos:
queridos amigos:
En la feliz circunstancia
de nuestro primer encuentro,
deseo daros la bienvenida
con las mismas palabras con
las que mi predecesor, el
venerable siervo de Dios
Pablo VI, se dirigió al
arzobispo Michael Ramsey
durante su histórica visita
de 1966: «sus pasos no
resuenan en una casa
extranjera [...] Nos
alegramos de abrirle las
puertas y, con las puertas,
nuestro corazón; porque
estamos contentos y honrados
[…] de acogerle “no como
huésped y forastero, sino
como conciudadano de los
santos y de la familia de
Dios” (cf. Ef 2,
19-20)».
Sé que Vuestra Gracia,
durante la ceremonia de
entronización en la Catedral
de Canterbury, recordó en la
oración al nuevo Obispo de
Roma. Le estoy profundamente
agradecido y pienso que,
habiendo iniciado nuestros
respectivos ministerios a
pocos días de distancia uno
de otro, tendremos siempre
un motivo particular para
sostenernos mutuamente con
la oración.
La historia de las
relaciones entre la Iglesia
de Inglaterra y la Iglesia
de Roma es larga y compleja,
no exenta de momentos
dolorosos. Las últimas
décadas, sin embargo, se
caracterizaron por un camino
de acercamiento y
fraternidad, por lo que
debemos sinceramente dar
gracias a Dios. Tal camino
se ha realizado ya sea
mediante el diálogo
teológico, con los trabajos
de la Comisión internacional
anglicana-católica, como
entrelazando, en todos los
niveles, relaciones
cordiales y una convivencia
cotidiana, caracterizada por
un profundo respeto
recíproco y sincera
colaboración. Al respecto,
estoy verdaderamente
contento de que hoy esté
presente, junto a usted, el
arzobispo de Westminster
monseñor Vincent Nichols. La
solidez de estos vínculos ha
permitido mantener el rumbo
incluso cuando, en el
diálogo teológico, surgieron
dificultades mayores de las
que se podían imaginar al
comienzo del camino.
Agradezco, además, el
sincero esfuerzo que la
Iglesia de Inglaterra ha
mostrado por comprender las
razones que han llevado a mi
predecesor, Benedicto XVI, a
ofrecer una estructura
canónica capaz de dar
respuesta a las cuestiones
de los grupos anglicanos que
han pedido ser recibidos,
también corporativamente, en
la Iglesia católica: estoy
seguro de que ello permitirá
conocer mejor y apreciar en
el mundo católico las
tradiciones espirituales,
litúrgicas y pastorales que
constituyen el patrimonio
anglicano.
El encuentro de hoy,
querido hermano, es la
ocasión para recordarnos que
el compromiso por la
búsqueda de la unidad entre
los cristianos no deriva de
razones de orden práctico,
sino de la voluntad misma
del Señor Jesucristo, que
nos ha hecho hermanos suyos
e hijos del único Padre. Por
esto la oración, que hoy
juntos elevamos, es de
fundamental importancia.
Desde la oración se
renovará día a día el
compromiso de caminar hacia
la unidad, que se podrá
expresar en la colaboración
en los diversos ámbitos de
la vida cotidiana. Entre
ellos, reviste particular
significado el testimonio de
la referencia a Dios y la
promoción de los valores
cristianos, ante una
sociedad que parece a veces
poner en discusión algunas
de las bases mismas de la
convivencia, como el respeto
por la sacralidad de la vida
humana, o la solidez de la
institución de la familia
fundada en el matrimonio,
valores que usted ha tenido
modo de recordar
recientemente.
Existe luego el
compromiso por una mayor
justicia social, por un
sistema económico al
servicio del hombre y en
beneficio del bien común.
Entre nuestras tareas, como
testigos del amor de Cristo,
está la de dar voz al clamor
de los pobres, para que no
sean abandonados a las leyes
de una economía que parece,
a veces, considerar al
hombre sólo como un
consumidor.
Sé que Vuestra Gracia es
particularmente sensible a
todas estas temáticas, en
las que compartimos muchas
ideas, así como conozco su
compromiso por favorecer la
reconciliación y la
resolución de los conflictos
entre las naciones. Al
respecto, junto al arzobispo
Nichols, usted ha solicitado
a las autoridades encontrar
una solución pacífica al
conflicto sirio, que
garantice también la
seguridad de toda la
población, incluso las
minorías, entre las que se
encuentran las antiguas
comunidades cristianas
locales. Como usted mismo
evidenció, nosotros los
cristianos llevamos la paz y
la gracia como un tesoro
para dar al mundo, pero
estos dones pueden dar
frutos solamente cuando los
cristianos viven y trabajan
juntos en armonía. De esta
manera será más fácil
contribuir en la
construcción de relaciones
de respeto y pacífica
convivencia con quienes
pertenecen a otras
tradiciones religiosas y
también con los no
creyentes.
La unidad, a la que
anhelamos sinceramente, es
un don que viene de lo alto
y que se funda en nuestra
comunión de amor con el
Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. Cristo mismo
prometió: «donde dos o tres
están reunidos en mi nombre,
allí estoy yo en medio de
ellos» (Mt 18, 20).
Caminemos, querido hermano,
hacia la unidad, unidos
fraternalmente en la caridad
y teniendo como punto de
referencia constante a
Jesucristo, nuestro hermano
mayor. En la adoración de
Jesucristo encontraremos el
fundamento y la razón de ser
de nuestro camino. Que el
Padre misericordioso escuche
y acoja las oraciones que le
dirigimos juntos.
Depositemos nuestras
esperanzas en Él, «que en
todo tiene poder para hacer
mucho más de cuanto podamos
pedir o concebir» (cf. Ef
3, 20).
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DISCURSO DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DEL XIII CONSEJO ORDINARIO
DE LA SECRETARÍA GENERAL DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
A LOS MIEMBROS DEL XIII CONSEJO ORDINARIO
DE LA SECRETARÍA GENERAL DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Jueves 13 de Junio de 2013
Jueves 13 de Junio de 2013
Queridos hermanos en el
episcopado:
Os saludo muy
cordialmente, agradeciendo
de modo especial a monseñor
Nikola Eterović, secretario
general, las palabras que me
ha dirigido. A través de
vosotros mi saludo se
extiende a las Iglesias
particulares que se os han
encomendado a vuestro
cuidado pastoral. Os
agradezco la ayuda ofrecida
al Obispo de Roma, en su
función de presidente del
Sínodo de los obispos, en la
elaboración y la actuación
de cuanto surgió en la XIII
Asamblea general Ordinaria.
Se trata de un valioso
servicio a la Iglesia
universal que requiere
disponibilidad, compromiso y
sacrificio, también para
afrontar largos viajes. Un
gracias sincero a cada uno
de vosotros.
Desearía poner de relieve
la importancia del tema de
esa Asamblea: La nueva
evangelización para la
transmisión de la fe.
Hay una estrecha conexión
entre estos dos elementos:
la transmisión de la fe
cristiana es el objetivo de
la nueva evangelización y de
toda la obra evangelizadora
de la Iglesia, que existe
precisamente para esto. La
expresión «nueva
evangelización», además,
resalta la conciencia cada
vez más clara de que incluso
en los países de antigua
tradición cristiana se hace
necesario un renovado
anuncio del Evangelio, para
reconducir a un encuentro
con Cristo que transforme
verdaderamente la vida y no
sea superficial, marcado por
la routine. Y esto
tiene consecuencias en la
acción pastoral. Como
señalaba el siervo de Dios
Pablo VI, «las condiciones
de la sociedad nos obligan a
rever los métodos, a buscar
con todos los medios y
estudiar cómo llevar al
hombre moderno el mensaje
cristiano, en el cual,
solamente, él puede
encontrar la respuesta a sus
interrogantes y la fuerza
para su compromiso de
solidaridad humana» (Discurso
al Sacro Colegio de los
cardenales, 22 de junio
de 1973). El mismo
Pontífice, en la
Evangelii nuntiandi, un
texto muy rico que no ha
perdido nada de su
actualidad, nos recordaba
cómo el compromiso de
anunciar el Evangelio «es
sin duda alguna un servicio
que se presenta a la
comunidad cristiana e
incluso a toda la humanidad»
(n. 1). Desearía alentar a
toda la comunidad eclesial a
ser evangelizadora, a no
tener miedo de «salir» de sí
misma para anunciar,
confiando sobre todo en la
presencia misericordiosa de
Dios que nos guía. Las
técnicas son ciertamente
importantes, pero ni
siquiera las más perfectas
podrían sustituir la acción
discreta pero eficaz de
Aquél que es el agente
principal de la
evangelización: el Espíritu
Santo (cf. ibid.,
75). Es necesario dejarse
conducir por Él, incluso si
nos lleva por caminos
nuevos; es necesario dejarse
transformar por Él para que
nuestro anuncio se realice
con la palabra acompañada
siempre por sencillez de
vida, espíritu de oración,
caridad hacia todos,
especialmente con los
pequeños y los pobres,
humildad y desapego de sí
mismos, santidad de vida
(cf. ibid., 76).
Solamente así será
verdaderamente fecundo.
Un pensamiento también
sobre el Sínodo de los
obispos. Ciertamente ha sido
uno de los frutos del
Concilio Vaticano II.
Gracias a Dios, en estos
casi cincuenta años, se
pudieron experimentar los
beneficios de esta
institución, que, de modo
permanente, está al servicio
de la misión y de la
comunión de la Iglesia, como
expresión de la colegialidad.
Lo puedo testimoniar también
a partir de mi experiencia
personal, por haber
participado en diversas
Asambleas sinodales.
Abiertos a la gracia del
Espíritu Santo, alma de la
Iglesia, confiamos en que el
Sínodo de los obispos
conocerá desarrollos
ulteriores para favorecer
aún más el diálogo y la
colaboración entre los
obispos; y entre ellos y el
Obispo de Roma. Queridos
hermanos, vuestro encuentro
de estos días en Roma tiene
como finalidad ayudarme en
la elección del tema de la
próxima Asamblea general
ordinaria. Agradezco las
propuestas enviadas por las
instituciones con las cuales
la Secretaría general del
Sínodo está en comunicación:
los Sínodos de las Iglesias
orientales católicas sui
iuris, las Conferencias
episcopales, los dicasterios
de la Curia romana y la
presidencia de la Unión de
superiores generales. Estoy
seguro de que, con el
discernimiento acompañado
por la oración, este trabajo
dará abundantes frutos para
toda la Iglesia, que, fiel
al Señor, desea anunciar con
ánimo renovado a Jesucristo
a los hombres y a las
mujeres de nuestro tiempo.
Él es «el camino, la verdad
y la vida» (Jn 14, 6)
para todos y para cada uno.
Confiando vuestro
servicio eclesial a la
intercesión maternal de la
bienaventurada Virgen María,
Estrella de la nueva
evangelización, imparto de
corazón a vosotros, a
vuestros colaboradores y a
vuestras Iglesias
particulares la bendición
apostólica.
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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LOS ESTUDIANTES DE LAS ESCUELAS DE LOS JESUITAS
DE ITALIA Y ALBANIA
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Pablo VI
Viernes 7 de Junio de 2013
Viernes 7 de Junio de 2013
En el encuentro con 9,000 representantes de las comunidades de las escuelas de la Compañía de Jesús en Italia y Albania, el Papa Francisco dio vida a un diálogo espontáneo con los jóvenes, dejando aparte el discurso escrito que resumió de palabra, y respondiendo a diez preguntas.
¡Queridos muchachos, queridos jóvenes!
Preparé este discurso para pronunciároslo... pero, ¡son cinco páginas! Un poco aburrido... Hagamos algo: haré un pequeño resumen y después lo entregaré, por escrito, al padre provincial; lo daré también al padre Lombardi, para que todos vosotros lo tengáis por escrito. Y además, hay posibilidad de que algunos de vosotros hagáis una pregunta y tengamos un pequeño diálogo. Esto os gusta, ¿o no? ¿Sí? Bien. Vamos por este camino.
El primer punto de este escrito es que en la educación que damos nosotros, jesuitas, el punto clave es —para nuestro desarrollo como personas— la magnanimidad. Debemos ser magnánimos, con el corazón grande, sin miedo. Apostar siempre por los grandes ideales. Pero también magnanimidad con las cosas pequeñas, con las cosas cotidianas. El corazón amplio, el corazón grande. Y esta magnanimidad es importante encontrarla con Jesús, en la contemplación de Jesús. Jesús es quien nos abre las ventanas al horizonte. Magnanimidad significa caminar con Jesús, con el corazón atento a lo que Jesús nos dice. Por este camino desearía decir algo a los educadores, a los profesionales en las escuelas y a los padres. Educar. Al educar existe un equilibrio que hay que mantener, equilibrar bien los pasos: un paso firme en el marco de seguridad, pero el otro caminando por la zona de riesgo. Y cuando ese riesgo se convierte en seguridad, el otro paso busca otra zona de riesgo. No se puede educar sólo en la zona de seguridad: no. Esto es impedir que crezcan las personalidades. Pero tampoco se puede educar sólo en la zona de riesgo: esto es demasiado peligroso. Este equilibrio de los pasos, recordadlo bien.
Hemos llegado a la última página. Y a vosotros, educadores, quiero también alentaros a buscar nuevas formas de educación no convencionales, según las necesidades de los lugares, de los tiempos y de las personas. Esto es importante, en nuestra espiritualidad ignaciana: ir siempre «a más», y no estar tranquilos con las cosas convencionales. Buscar nuevas formas según los
lugares, los tiempos y las personas. Os animo a esto.
Y ahora estoy dispuesto a responder a algunas preguntas que queráis hacer: los chavales, los educadores. Estoy a disposición. He dicho al padre provincial que me ayude en esto.
Un chaval: Soy Francesco Bassani, del Instituto Leone XIII. Soy un chico que, como te he escrito en mi carta, Papa, busca creer. Busco... intento, sí, ser fiel. Pero tengo dificultades. A veces me surgen dudas. Y creo que esto es absolutamente normal a mi edad. Dado que tú eres el Papa que creo que tendré más tiempo en el corazón, en mi vida, porque te encuentro en mi fase de adolescencia, de crecimiento, te quería pedir alguna palabra para sostenerme en este crecimiento y sostener a todos los chicos como yo.
Papa Francisco: Caminar es un arte, porque si caminamos siempre deprisa nos cansamos y no podemos llegar al final, al final del camino. En cambio, si nos detenemos y no caminamos, ni siquiera llegamos al final. Caminar es precisamente el arte de mirar el horizonte, pensar adónde quiero ir, pero también soportar el cansancio del camino. Y muchas veces el camino es difícil, no es fácil. «Quiero ser fiel a este camino, pero no es fácil, escuchas: hay oscuridad, hay días de oscuridad, también días de fracaso, incluso alguna jornada de caída... uno cae, cae...». Pero pensad siempre en esto: no tengáis miedo de los fracasos; no tengáis miedo de las caídas. En el arte de caminar lo que importa no es no caer, sino no «quedarse caídos». Levantarse pronto, inmediatamente, y seguir andando. Y esto es bello: esto es trabajar todos los días, esto es caminar humanamente. Pero también: es malo caminar solos, malo y aburrido. Caminar en comunidad, con los amigos, con quienes nos quieren: esto nos ayuda, nos ayuda a llegar precisamente a la meta a la que queremos llegar. No sé si he respondido a tu pregunta. ¿Sí? ¿No tendrás miedo del camino? Gracias.
Una niña: Soy Sofía Grattarola, del Instituto Massimiliano Massimo. Y quería preguntarle, dado que usted, como todos los niños, cuando estaban en primaria tenían amigos, ¿no? Y dado que hoy usted es Papa, si ve todavía a estos amigos...
Papa Francisco: Soy Papa desde hace dos meses y medio. Mis amigos están a 14 horas de avión, están lejos. Pero quiero decirte algo: han venido tres de ellos a verme y a saludarme; y les veo y me escriben, y les quiero mucho. No se puede vivir sin amigos: esto es importante, es importante.
Una niña: Soy Teresa. Francisco, ¿querías ser Papa?
Papa Francisco: ¿Sabes qué significa que una persona no se quiera a ella misma? Una persona que desea, que tiene ganas de ser Papa, no se quiere bien a ella misma. Dios no lo bendice. No; yo no quise ser Papa. ¿Vale? Ven, ven, ven...
Una señora: Santidad, somos Mónica y Antonella, de la coral de los Alumnos del Cielo del Instituto Social de Turín. Como nosotros, que fuimos educados en las escuelas de los jesuitas, a menudo somos invitados a reflexionar sobre la espiritualidad de san Ignacio, deseamos preguntarle: dado que eligió la vida consagrada, ¿qué le impulsó a ser jesuita antes que sacerdote diocesano o de otra Orden? Gracias.
Papa Francisco: Me alojé varias veces en el Social de Turín. Lo conozco bien. Lo que más me gustó de la Compañía es la misionariedad, y quería ser misionero. Y cuando estudiaba teología escribí al General, que era el padre Arrupe, para que me mandara, me enviara a Japón o a otro sitio. Pero él lo pensó bien, y me dijo, con mucha caridad: «Pero usted ha tenido una afección pulmonar, cosa no muy buena para un trabajo tan fuerte», y me quedé en Buenos Aires. Pero fue muy bueno, el padre Arrupe, porque no dijo: «Pero usted no es muy santo para ser misionero»: era bueno, tenía caridad. Y lo que me dio mucha fuerza para hacerme jesuita es la misionariedad: ir fuera, ir a las misiones a anunciar a Jesucristo. Creo que esto es propio de nuestra espiritualidad: ir fuera, salir, salir siempre para anunciar a Jesucristo, y no permanecer un poco cerrados en nuestras estructuras, tantas veces estructuras caducas. Es lo que me impulsó. Gracias.
Una niña: Soy Caterina De Marchis, del Instituto Leone XIII, y me preguntaba: ¿por qué usted —bueno, tú— has renunciado a todas las riquezas de un Papa, como un apartamento lujoso, o a un coche enorme, y en cambio has ido a un pequeño apartamento cerca, o tomaste el autobús de los obispos? ¿Cómo es que has renunciado a la riqueza?
Papa Francisco: Bueno, creo que es no sólo un tema de riqueza. Para mí es un problema de personalidad: esto es. Tengo la necesidad de vivir entre la gente, y si viviera solo, tal vez un poco aislado, no me haría bien. Esta pregunta me la hizo un profesor: «Pero ¿por qué usted no va a vivir allí?». Respondí: «Oiga, profesor: por motivos psiquiátricos». Es mi personalidad. Pero el apartamento ese [del palacio pontificio] no es tan lujoso, tranquila... Pero no puedo vivir solo, ¿entiendes? Y además creo que sí: los tiempos nos hablan de mucha pobreza en el mundo, y esto es un escándalo. La pobreza del mundo es un escándalo. En un mundo donde hay tantas, tantas riquezas, tantos recursos para dar de comer a todos, no se puede entender cómo hay tantos niños hambrientos, que haya tantos niños sin educación, ¡tantos pobres! La pobreza, hoy, es un grito. Todos nosotros tenemos que pensar si podemos ser un poco más pobres: también esto todos lo debemos hacer. Cómo puedo ser un poco más pobre para parecerme mejor a Jesús, que era el Maestro pobre. De esto se trata. Pero no es una cuestión de virtud mía, personal; es sólo que yo no puedo vivir solo; y también lo del coche, lo que dices: no tener tantas cosas y ser un poco más pobre. Es esto.
Un chico: Me llamo Eugenio Serafini, soy del Instituto cei, centro educativo ignaciano. Le quería hacer una pegunta breve: ¿Qué es lo que hizo cuando decidió ser, no Papa, sino párroco, ser jesuita? ¿Cómo hizo? ¿No le fue difícil abandonar o dejar a la familia, a los amigos?
Papa Francisco: Mira, siempre es difícil: siempre. Para mí fue difícil. No es fácil. Hay momentos bellos, y Jesús te ayuda, te da un poco de alegría. Pero hay momentos difíciles, en los que te sientes solo, te sientes árido, sin gozo interior. Existen momentos oscuros, de oscuridad interior. Hay dificultades. Pero es muy bello seguir a Jesús, ir por el camino de Jesús, que luego sopesas y vas adelante. Y luego llegan momentos más bellos. Pero nadie debe pensar que en la vida no habrá dificultades. Yo también desearía hacer una pregunta ahora: ¿cómo pensáis ir adelante con las dificultades? No es fácil. Pero debemos ir adelante con fuerza y con confianza en el Señor; con el Señor, todo se puede.
Una joven: Hola, me llamo Federica Iaccarino y vengo del Instituto Pontano de Nápoles. Quería pedir una palabra para los jóvenes de hoy, para el futuro de los jóvenes de hoy, dado que Italia se encuentra en una posición de gran dificultad. Y querría pedir una ayuda para poder mejorarla, una ayuda para nosotros, para poder sacar adelante a estos chicos, a nosotros, jóvenes.
Papa Francisco: Dices que Italia está en un momento difícil. Sí, hay una crisis. Pero te diré: no sólo Italia. Todo el mundo, en este momento, está en un momento de crisis. Y la crisis, la crisis no es algo malo. Es verdad que la crisis nos hace sufrir, pero debemos —y vosotros, jóvenes, principalmente—, debemos saber leer la crisis. Esta crisis, ¿qué significa? ¿Qué debo hacer yo para ayudar a salir de la crisis? La crisis que estamos viviendo en este momento es una crisis humana. Se dice: pero es una crisis económica, una crisis del trabajo. Sí, es verdad. Pero ¿por qué? Porque este problema del trabajo, este problema en la economía, son consecuencias del gran problema humano. Lo que está en crisis es el valor de la persona humana, y nosotros tenemos que defender a la persona humana. En este momento... bueno, ya lo he contado tres veces, pero lo haré una cuarta. Leí, una vez, un relato de un rabino medieval, del año 1200. Este rabino explicaba a los judíos de aquel tiempo la historia de la Torre de Babel. Construir la Torre de Babel no era fácil: tenían que hacerse los ladrillos; ¿y cómo se hace el ladrillo? Buscar el barro, la paja, mezclarlos, llevarlos al horno: era un gran trabajo. Y después de este trabajo, un ladrillo se convertía en un verdadero tesoro. Luego llevaban los ladrillos a lo alto, para la construcción de la Torre de Babel. Si un ladrillo caía, era una tragedia; castigaban al obrero que lo había hecho caer, ¡era una tragedia! Pero si caía un hombre, ¡no pasaba nada! Esta es la crisis que hoy estamos viviendo; ésta: es la crisis de la persona. Hoy no cuenta la persona, cuentan los fondos, el dinero. Y Jesús, Dios, dio el mundo, toda la creación, la dio a la persona, al hombre y a la mujer, a fin de que la sacaran adelante; no al dinero. Es una crisis, la persona está en crisis porque la persona hoy —escuchad bien, esto es verdad— ¡es esclava! Y nosotros debemos liberarnos de estas estructuras económicas y sociales que nos esclavizan. Y ésta es vuestra tarea.
Un niño: Hola, soy Francesco Vin, y vengo del Colegio San Ignacio de Messina. Te quería preguntar si has estado alguna vez en Sicilia.
Papa Francisco: No. Puedo decir dos cosas: no, o todavía no.
El niño: Si vienes, ¡te esperamos!
Papa Francisco: Pero te digo algo: de Sicilia conozco una película bellísima, que vi hace diez años; se llama Kaos, con la «k»: Kaos. Es una película sobre cuatro relatos de Pirandello, y es muy bonita esta película. Pude contemplar todas las bellezas de Sicilia. Esto es lo único que conozco de Sicilia. ¡Pero es bonita!
Un profesor: Enseño español porque soy español: soy de San Sebastián. Profesor también de religión, y puedo decir que los docentes, los profesores, le queremos mucho: esto es seguro. No hablo en nombre de nadie, pero al ver a tantos exalumnos, también a tantas personalidades, y también a nosotros, adultos, profesores, educados por los jesuitas, me interrogo sobre nuestro compromiso político, social, en la sociedad, como adultos en las escuelas jesuíticas. Díganos alguna palabra: cómo nuestro compromiso, nuestro trabajo hoy, en Italia, en el mundo, puede ser jesuítico, puede ser evangélico.
Papa Francisco: Muy bien. Involucrarse en la política es una obligación para un cristiano. Nosotros, cristianos, no podemos «jugar a Pilato», lavarnos las manos: no podemos. Tenemos que involucrarnos en la política porque la política es una de las formas más altas de la caridad, porque busca el bien común. Y los laicos cristianos deben trabajar en política. Usted me dirá: «¡Pero no es fácil!». Pero tampoco es fácil ser sacerdote. No existen cosas fáciles en la vida. No es fácil, la política se ha ensuciado demasiado; pero me pregunto: se ha ensuciado ¿por qué? ¿Por qué los cristianos no se han involucrado en política con el espíritu evangélico? Con una pregunta que te dejo: es fácil decir «la culpa es de ese». Pero yo, ¿qué hago? ¡Es un deber! Trabajar por el bien común, ¡es un deber de un cristiano! Y muchas veces el camino para trabajar es la política. Hay otros caminos: profesor, por ejemplo, es otro camino. Pero la actividad política por el bien común es uno de los caminos. Esto está claro.
Un joven: Padre, me llamo Giacomo. En realidad no estoy solo aquí hoy, sino que traigo a un gran número de muchachos, que son los chicos de la «Lega Missionaria Studenti». Es un movimiento un poco transversal, así que un poco por todos los colegios que tenemos un poco de «Lega Missionaria Studenti». Padre, ante todo mi gratitud y la de todos los chicos a quienes he oído estos días, porque por fin con usted hemos encontrado ese mensaje de esperanza que antes nos sentíamos obligados a reencontrar por el mundo. Ahora poderlo oír en nuestra casa es algo que para nosotros es poderosísimo. Sobre todo, Padre, permítame decirlo, esta luz se encendió en ese lugar en el que los jóvenes empezábamos realmente a perder la esperanza. Así que gracias, porque verdaderamente ha llegado al fondo. Mi pregunta es ésta, Padre: nosotros, como usted bien sabe por su experiencia, hemos aprendido a experimentar, a convivir con muchos tipos de pobreza, que son la pobreza material —pienso en la pobreza de nuestro hermanamiento en Kenia—, la pobreza espiritual —pienso en Rumanía, pienso en las plagas de los acontecimientos políticos, pienso en el alcoholismo. Por lo tanto, Padre, quiero preguntarle: ¿cómo podemos los jóvenes convivir con esta pobreza? ¿Cómo debemos comportarnos?
Papa Francisco: Antes que nada desearía decir algo a todos vosotros, jóvenes: ¡no os dejéis robar la esperanza! Por favor, ¡no os la dejéis robar! ¿Y quién te roba la esperanza? El espíritu del mundo, las riquezas, el espíritu de la vanidad, la soberbia, el orgullo. Todas estas cosas te roban la esperanza. ¿Dónde encuentro la esperanza? En Jesús pobre, Jesús que se hizo pobre por nosotros. Y tú has hablado de pobreza. La pobreza nos llama a sembrar esperanza, para tener también yo más esperanza. Esto parece un poco difícil de entender, pero recuerdo que el padre Arrupe, una vez, escribió una carta buena a los centros de investigación social, a los centros sociales de la Compañía. Él hablaba de cómo se debe estudiar el problema social. Pero al final nos decía, decía a todos nosotros: «Mirad, no se puede hablar de pobreza sin tener la experiencia con los pobres». Tú has hablado del hermanamiento con Kenia: la experiencia con los pobres. No se puede hablar de pobreza, de pobreza abstracta, ¡ésta no existe! La pobreza es la carne de Jesús pobre, en ese niño que tiene hambre, en quien está enfermo, en esas estructuras sociales que son injustas. Ir, mirar allí la carne de Jesús. Pero la esperanza no os la dejéis robar por el bienestar, por el espíritu de bienestar que, al final, te lleva a ser nada en la vida. El joven debe apostar por altos ideales: éste es el consejo. Pero la esperanza, ¿dónde la encuentro? En la carne de Jesús sufriente y en la verdadera pobreza. Hay un vínculo entre ambas. Gracias.
Ahora os doy a todos, a todos vosotros, a vuestras familias, a todos, la bendición del Señor.
Queridos muchachos, queridos jóvenes:
Estoy contento de recibiros con vuestras familias, profesores y amigos de la gran familia de las escuelas de los jesuitas italianos y de Albania. A todos vosotros, mi afectuoso saludo: ¡bienvenidos! Con todos vosotros me siento verdaderamente «en familia». Y es motivo de especial alegría la coincidencia de este encuentro nuestro con la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
Desearía deciros, ante todo, una cosa que se refiere a san Ignacio de Loyola, nuestro fundador. En otoño de 1537, de camino a Roma con el grupo de sus primeros compañeros, se interrogó: si nos preguntan quiénes somos, ¿qué responderemos? Surge espontánea la respuesta: «Diremos que somos la “Compañía de Jesús”» (Fontes Narrativi Societatis Iesu, vol. 1, pp. 320-322). Un nombre comprometedor, que quería indicar una relación de estrechísima amistad, de afecto total hacia Jesús, de quien querían seguir sus huellas. ¿Por qué os he querido contar este hecho?
Porque san Ignacio y sus compañeros habían entendido que Jesús les enseñaba cómo vivir bien, cómo realizar una existencia que tuviera un sentido profundo, que done entusiasmo, alegría y esperanza; habían comprendido que Jesús es un gran maestro de vida y un modelo de vida, y que no sólo les enseñaba, sino que les invitaba también a seguirle por este camino.
Queridos jóvenes, si ahora os hiciera esta pregunta: ¿por qué vais a la escuela? ¿Qué me responderíais? Probablemente habría muchas respuestas según la sensibilidad de cada uno. Pero pienso que se podría resumir todo diciendo que la escuela es uno de los ambientes educativos en los que se crece para aprender a vivir, para llegar a ser hombres y mujeres adultos y maduros, capaces de caminar, de recorrer el camino de la vida. ¿Cómo os ayuda la escuela a crecer? Os ayuda no sólo en el desarrollo de vuestra inteligencia, sino para una formación integral de todos los componentes de vuestra personalidad.
Siguiendo esto que nos enseña san Ignacio, el elemento principal en la escuela es aprender a ser magnánimos. La magnanimidad: esta virtud del grande y del pequeño (Non coerceri maximo contineri minimo, divinum est), que nos hace mirar siempre al horizonte. ¿Qué quiere decir ser magnánimos? Significa tener el corazón grande, tener grandeza de ánimo, quiere decir tener grandes ideales, el deseo de realizar grandes cosas para responder a lo que Dios nos pide, y precisamente por esto realizar bien las cosas de cada día, todas las acciones cotidianas, las obligaciones, los encuentros con las personas; hacer las cosas pequeñas de cada día con un corazón grande abierto a Dios y a los demás. Es importante entonces cuidar la formación humana que tiene como fin la magnanimidad. La escuela no amplía sólo vuestra dimensión intelectual, sino también humana. Y pienso que las escuelas de los jesuitas están atentas de modo particular a desarrollar las virtudes humanas: la lealtad, el respeto, la fidelidad, el compromiso. Desearía detenerme en dos valores fundamentales: la libertad y el servicio. Ante todo: sed personas libres.
¿Qué es lo que quiero decir? Tal vez se piensa que la libertad es hacer todo aquello que se quiere; o bien arriesgarse en experiencias-límite para probar la exaltación y vencer el aburrimiento. Esto no es la libertad. Libertad quiere decir saber reflexionar acerca de lo que hacemos, saber valorar lo que está bien y lo que está mal, los comportamientos que nos hacen crecer; quiere decir elegir siempre el bien. Nosotros somos libres para el bien. Y en esto no tengáis miedo de ir a contracorriente, incluso si no es fácil. Ser libres para elegir siempre el bien es fatigoso, pero os hará personas rectas, que saben afrontar la vida, personas con valentía y paciencia (parresia e ypomoné). La segunda palabra es servicio. En vuestras escuelas participáis en varias actividades que os habitúan a no cerraros en vosotros mismos o en vuestro pequeño mundo, sino a abriros a los demás, especialmente a los más pobres y necesitados, a trabajar por mejorar el mundo en el que vivimos. Sed hombres y mujeres con los demás y para los demás, verdaderos modelos en el servicio a los demás.
Para ser magnánimos con libertad interior y espíritu de servicio es necesaria la formación espiritual. Queridos muchachos, queridos jóvenes, ¡amad cada vez más a Jesucristo! Nuestra vida es una respuesta a su llamada y vosotros seréis felices y construiréis bien vuestra vida si sabréis responder a esta llamada. Percibid la presencia del Señor en vuestra vida. Él está cerca a cada uno de vosotros como compañero, como amigo, que os sabe ayudar y comprender, os alienta en los momentos difíciles y nunca os abandona. En la oración, en el diálogo con Él, en la lectura de la Biblia, descubriréis que Él está realmente cerca de vosotros. Y aprended también a leer los signos de Dios en vuestra vida. Él nos habla siempre, incluso a través de los hechos de nuestro tiempo y de nuestra existencia de cada día. Está en nosotros escucharle.
No quiero ser demasiado largo, pero una palabra específica desearía dirigirla a los educadores: a los jesuitas, a los profesores, a los empleados de vuestras escuelas y a los padres. No os desalentéis ante las dificultades que presenta el desafío educativo. Educar no es una profesión, sino una actitud, un modo de ser; para educar es necesario salir de uno mismo y estar en medio de los jóvenes, acompañarles en las etapas de su crecimiento poniéndose a su lado. Donadles esperanza, optimismo para su camino por el mundo. Enseñad a ver la belleza y la bondad de la creación y del hombre, que conserva siempre la impronta del Creador. Pero sobre todo sed testigos con vuestra vida de aquello que transmitís. Un educador —jesuita, profesor, empleado, padre—, con sus palabras, transmite conocimientos, valores, pero será incisivo en los muchachos si acompaña las palabras con su testimonio, con su coherencia de vida. Sin coherencia no es posible educar. Todos sois educadores, en este campo no se delega. Entonces, es esencial, y se ha de favorecer y alimentar, la colaboración con espíritu de unidad y de comunidad entre los diversos componentes educativos. El colegio puede y debe ser catalizador, lugar de encuentro y de convergencia de toda la comunidad educativa con el único objetivo de formar, ayudar a crecer como personas maduras, sencillas, competentes y honestas, que sepan amar con fidelidad, que sepan vivir la vida como respuesta a la vocación de Dios y la futura profesión como servicio a la sociedad. A los jesuitas desearía decir que es importante alimentar su compromiso en el campo educativo. Las escuelas son un valioso instrumento para dar una aportación al camino de la Iglesia y de toda la sociedad. El campo educativo, además, no se limita a la escuela convencional. Animaos a buscar nuevas formas de educación no convencional según «las necesidades de los lugares, los tiempos y las personas».
Por último, un saludo a todos los ex alumnos presentes, a los representantes de la escuelas italianas de la Red de Fe y Alegría, que conozco bien por el gran trabajo que realiza en América del Sur, especialmente entre las clases más pobres. Y un saludo especial a la delegación del Colegio albanés de Shkodër, que después de largos años de represión de las instituciones religiosas, desde 1994 ha retomado su actividad, acogiendo y educando a jóvenes católicos, ortodoxos, musulmanes y también algunos alumnos nacidos en contextos familiares agnósticos. Así, la escuela se convierte en espacio de diálogo y de serena confrontación, para promover actitudes de respeto, escucha, amistad y espíritu de colaboración.
Queridos amigos, os doy las gracias a todos por este encuentro. Os encomiendo a la intercesión maternal de María y os acompaño con mi bendición: el Señor está siempre cerca de vosotros, os levanta de las caídas y os impulsa a crecer y a realizar opciones cada vez más altas «con grande ánimo y liberalidad», con magnanimidad. Ad Maiorem Dei Gloriam
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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA
Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 6 de Junio de 2013
Jueves 6 de Junio de 2013
Querido hermano en el episcopado,
queridos sacerdotes,
queridas hermanas,
amigos:
queridos sacerdotes,
queridas hermanas,
amigos:
Dirijo a todos la más cordial bienvenida. Saludo cordialmente a vuestro presidente, monseñor Beniamino Stella, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, haciendo memoria de las gratas visitas que hice en el pasado a vuestra Casa. Recuerdo también la cordial insistencia con la que monseñor Stella me convenció, hace ya dos años, para que enviara a un sacerdote de la arquidiócesis de Buenos Aires a la Academia. Monseñor Stella sabe llamar a la puerta. Un grato pensamiento dirijo también a sus colaboradores, a las religiosas y al personal que ofrecen su generoso servicio en vuestra comunidad.
Queridos amigos, vosotros os estáis preparando para un ministerio de especial empeño que os pondrá al servicio directo del Sucesor de Pedro, de su carisma de unidad y comunión, y de su solicitud por todas las Iglesias. Lo que se presta en las representaciones pontificias es un trabajo que requiere, como por lo demás todo tipo de ministerio sacerdotal, una gran libertad interior, gran libertad interior. Vivid estos años de vuestra preparación con empeño, generosidad y grandeza de ánimo a fin de que esta libertad tome verdaderamente forma en vosotros.
Pero, ¿qué significa tener libertad interior?
Ante todo significa estar libres de proyectos personales, estar libres de proyectos personales, de algunas de las modalidades concretas con las que tal vez, un día, habíais pensado vivir vuestro sacerdocio, de la posibilidad de programar el futuro; de la perspectiva de permanecer largo tiempo en «vuestro» lugar de acción pastoral. Significa, en cierto modo, llegar a ser libres también respecto a la cultura y a la mentalidad de la cual procedéis, no para olvidarla y mucho menos para negarla, sino para abriros, en la caridad, a la comprensión de culturas diversas y al encuentro con hombres que pertenecen a mundos incluso muy lejanos del vuestro.
Sobre todo, significa velar para estar libres de ambiciones o miras personales, que tanto mal pueden causar a la Iglesia, teniendo cuidado de poner siempre en primer lugar no vuestra realización, o el reconocimiento que podríais recibir dentro y fuera de la comunidad eclesial, sino el bien superior de la causa del Evangelio y la realización de la misión que se os confiará. Y este estar libres de ambiciones o miras personales, para mí, es importante, es importante. El carrerismo es una lepra, una lepra. Por favor: nada de carrerismo. Por este motivo debéis estar dispuestos a integrar vuestra visión de la Iglesia, incluso legítima, toda idea personal o juicio, en el horizonte de la mirada de Pedro y de su peculiar misión al servicio de la comunión y de la unidad del rebaño de Cristo, de su caridad pastoral, que abraza a todo el mundo y que, también gracias a la acción de las representaciones pontificias, quiere hacerse presente sobre todo en aquellos lugares, a menudo olvidados, donde son mayores las necesidades de la Iglesia y de la humanidad.
En una palabra, el ministerio al que os preparáis —porque vosotros os preparáis a un ministerio. No a una profesión, a un ministerio—, este ministerio, os pide salir de vosotros mismos, un desprendimiento de sí que puede alcanzarse únicamente a través de un intenso camino espiritual y una seria unificación de la vida entorno al misterio del amor de Dios y al inescrutable designio de su llamada. A la luz de la fe, podemos vivir la libertad de nuestros proyectos y de nuestra voluntad no como motivo de frustración o de vacío, sino como apertura al don superabundante de Dios, que hace fecundo nuestro sacerdocio. Vivir el ministerio al servicio del Sucesor de Pedro y de las Iglesias a las que seréis enviados podrá parecer exigente, pero os permitirá, por decirlo así, ser y respirar en el corazón de la Iglesia, de su catolicidad. Y esto constituye un don especial, puesto que, como recordaba precisamente a vuestra comunidad el Papa Benedicto XVI, «donde hay apertura a la objetividad de la catolicidad, allí está también el principio de una auténtica personalización» (Discurso a la Academia eclesiástica pontificia , 10 de junio de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 2011, p. 5).
Cuidad de manera especial la vida espiritual, que es la fuente de la libertad interior. Sin oración no hay libertad interior. Podréis tomar en consideración los elementos de conformación a Cristo propios de la espiritualidad sacerdotal, cultivando la vida de oración y haciendo de vuestro trabajo diario el gimnasio de vuestra santificación. Me gusta recordar aquí la figura del beato Juan XXIII, de quien hemos celebrado hace pocos días el quincuagésimo aniversario del fallecimiento: su servicio como representante pontificio fue uno de los ámbitos, y no el menos significativo, en los que se forjó su santidad. Releyendo sus escritos, impresiona la atención que siempre dedicó a custodiar su propia alma en medio de las más diversas ocupaciones en ámbito eclesial y político. De aquí nacía su libertad interior, la leticia que transmitía exteriormente y la eficacia misma de su acción pastoral y diplomática. Así anotaba en el Diario del alma, durante los ejercicios espirituales de 1948, mientras era nuncio en París: «Cuanto más maduro en años y en experiencias, más reconozco que el camino más seguro para mi santificación personal y para el mejor éxito de mi servicio a la Santa Sede sigue siendo el esfuerzo vigilante de reducir todo —principios, orientaciones, posiciones, asuntos— al máximo de sencillez y de calma; con atención en podar siempre mi viña de aquello que es follaje inútil... e ir recto a lo que es verdad, justicia, caridad, sobre todo caridad. Cualquier otro modo de hacer no es más que pose y búsqueda de afirmación personal, que pronto traiciona y llega a ser un estorbo y ridículo» (Cinisello Balsamo 2000, p. 497). Él quería podar su viña, quitar el follaje, podar. Y algunos años después, al llegar el término de su largo servicio como representante pontificio, siendo ya patriarca de Venecia, escribía así: «Ahora me encuentro en pleno ministerio dirigido a las almas. En verdad, siempre consideré que para un eclesiástico la diplomacia así llamada siempre debe estar permeada de espíritu pastoral; de otro modo nada cuenta, y pone en ridículo una misión santa» (ibid., pp. 513-514). Esto es importante. Escuchad bien: cuando en la nunciatura hay un secretario o un nuncio que no va por el camino de la santidad y se deja involucrar en las muchas formas, en las numerosas maneras de mundanidad espiritual, hace el ridículo y todos se ríen de él. Por favor, no hagáis el ridículo: o santos o volved a la diócesis como párrocos; pero no seáis ridículos en la vida diplomática, donde para un sacerdote existen tantos peligros para la vida espiritual.
Una palabra —¡gracias!— desearía decir también a las Hermanas que desempeñan con espíritu religioso y franciscano su servicio cotidiano en medio de vosotros. Son las buenas madres que os acompañan con la oración, con sus palabras sencillas y esenciales y, sobre todo, con el ejemplo de fidelidad, entrega y amor. Junto a ellas quisiera dar las gracias al personal laico que trabaja en la Casa. Son presencias escondidas, pero importantes, que os permiten vivir con serenidad y dedicación vuestro tiempo en la Academia.
Queridos sacerdotes, os deseo que emprendáis el servicio a la Santa Sede con el mismo espíritu que el beato Juan XXIII. Os pido que recéis por mí y os encomiendo a la protección de la Virgen María y de san Antonio, abad, vuestro patrono. Que os acompañe la seguridad de mi recuerdo y mi bendición, que de corazón extiendo a todos vuestros seres queridos. Gracias.
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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS ORGANISMOS DE CARIDAD CATÓLICOS
QUE TRABAJAN EN EL CONTEXTO DE LA CRISIS EN SIRIA
Y EN LOS PAÍSES VECINOS
Salón de la Domus Sanctae Marthae
Miércoles 5 de Junio de 2013
Os agradezco este encuentro y toda la actividad humanitaria que realizáis en Siria y en los países vecinos, para ayudar a las poblaciones que son víctimas del conflicto actual. Personalmente he animado al Pontificio Consejo Cor Unum para que promoviera esta reunión de coordinación de la actividad que desarrollan en la región los organismos caritativos católicos. Agradezco al cardenal Sarah sus palabras de saludo. Doy la bienvenida de modo especial a los que vienen de Oriente Medio, en particular a los que representan a la Iglesia en Siria.
Todos conocen la preocupación de la Santa Sede por la crisis siria y de modo concreto por la población, que con frecuencia sufre de manera inerme las consecuencias del conflicto. Benedicto XVI pidió varias veces que callasen las armas y se encontrase una solución a través del diálogo, para alcanzar una profunda reconciliación entre las partes. ¡Que callen las armas! Además, en noviembre pasado, quiso expresar su cercanía personal enviando a aquella zona al cardenal Sarah, al mismo tiempo que acompañó ese gesto con la petición de «no ahorrar ningún esfuerzo en la búsqueda de la paz», y manifestando su concreta y paterna solicitud con un don, al que contribuyeron también los padres sinodales en octubre pasado.
De modo personal, también a mí me preocupa la suerte de la población siria. El día de Pascua pedí la paz «sobre todo para la amada Siria, para su población herida por el conflicto, y para los numerosos prófugos que esperan una ayuda y un consuelo. ¡Cuánta sangre se ha derramado! ¿Y cuántos sufrimientos habrá que soportar todavía antes de que se encuentre una solución política a la crisis?» (Mensaje Urbi et Orbi, 31 marzo 2013).
Frente a la continuación de la violencia y los atropellos renuevo con fuerza mi llamamiento a la paz. En las últimas semanas la comunidad internacional ha reafirmado su intención de promover iniciativas concretas para poner en marcha un diálogo provechoso, con el fin de acabar con la guerra. Son intentos que hay que apoyar y de los que se espera el acercamiento de la paz. La Iglesia se siente llamada a dar el testimonio humilde, pero concreto y eficaz, de la caridad que ha aprendido de Cristo, Buen Samaritano. Sabemos que allí donde alguien sufre, Cristo está presente. No podemos echarnos atrás, especialmente ante las situaciones de mayor dolor. Vuestra presencia en la reunión de coordinación manifiesta la voluntad de continuar con fidelidad la maravillosa obra de asistencia humanitaria, en Siria y en los países vecinos, que generosamente acogen a los que huyen de la guerra. Que vuestra actividad sea puntual y coordinada, expresión de la comunión que, como ha sugerido el reciente Sínodo sobre Oriente Medio, es en sí misma testimonio. Pido a la Comunidad internacional, junto a la búsqueda de una solución negociada del conflicto, favorecer la ayuda humanitaria para los prófugos y refugiados sirios, mirando en primer lugar el bien de la persona y la tutela de su dignidad. Para la Santa Sede, la actividad de las Agencias de caridad católicas es extremadamente significativa: ayudar a la población siria, más allá de las diferencias étnicas o religiosas, es el modo más directo de contribuir a la pacificación y edificación de una sociedad abierta a todos sus componentes. También hacia esto tiende el esfuerzo de la Santa Sede: construir un futuro de paz para Siria, en el que todos puedan vivir libremente y expresarse según su peculiaridad.
El pensamiento del Papa se dirige también en este momento a las comunidades cristianas que viven en Siria y en todo el Oriente Medio. La Iglesia sostiene a sus miembros que hoy pasan por un momento de particular dificultad. Ellos tienen la gran tarea de seguir haciendo presente el cristianismo en la región en que ha nacido. Y nuestro compromiso consistirá en favorecer la permanencia de este testimonio. La participación de toda la comunidad cristiana en esta gran obra de asistencia y ayuda es actualmente un imperativo. Y todos pensamos, todos pensamos en Siria. Cuánto sufrimiento, cuánta pobreza, cuándo dolor de Jesús que sufre, que es pobre, que es arrojado de su Patria. ¡Es Jesús! Esto es un misterio, pero es nuestro misterio cristiano. Veamos a Jesús que sufre en los habitantes de la querida Siria.
Os agradezco una vez más esta iniciativa e invoco sobre cada uno de vosotros la bendición divina. La extiendo de modo particular a los queridos fieles que viven en Siria y a todos los sirios que actualmente se ven obligados a dejar sus casas a causa de la guerra. Que a través de vosotros, aquí presentes, el querido pueblo de Siria y del Oriente Medio sepa que el Papa está cerca y los acompaña. La Iglesia no los abandona.
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PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS
DE BÉRGAMO EN EL 50° ANIVERSARIO
DE LA MUERTE DEL BEATO PAPA JUAN XXIII
DE LA MUERTE DEL BEATO PAPA JUAN XXIII
PALABRAS DEL
SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Lunes 3 de Junio de 2013
Lunes 3 de Junio de 2013
Estoy contento de daros la bienvenida aquí, junto a la tumba del apóstol Pedro, en este lugar que es casa para cada católico. Saludo con afecto a vuestro obispo, monseñor Francesco Beschi, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Quedan algunas cosas por decir, pero las dirá él.
Hace exactamente cincuenta años, precisamente a esta hora, el beato Juan XXIII dejaba este mundo. Quien, como yo, tiene cierta edad, mantiene un vivo recuerdo de la conmoción que se difundió por todas partes en esos días: la plaza de San Pedro se convirtió en un santuario a cielo abierto, acogiendo de día y de noche a fieles de todas las edades y condiciones sociales, con ansia y en oración por la salud del Papa. Todo el mundo había reconocido en el Papa Juan XXIII a un pastor y padre. Pastor porque era padre. ¿Qué fue lo que lo hizo posible? ¿Cómo pudo llegar al corazón de personas tan distintas, incluso de muchos no cristianos? Para responder a esta pregunta, podemos remitirnos a su lema episcopal, Oboedientia et pax: obediencia y paz. «Estas palabras —anotaba monseñor Roncalli la víspera de su consagración episcopal— son en cierto sentido mi historia y mi vida» (Diario del alma, Retiro de preparación para la consagración episcopal, 13-17 de marzo de 1925). Obediencia y paz.
Desearía partir de la paz, porque este es el aspecto más evidente, el que la gente percibió en el Papa Juan XXIII: Angelo Roncalli era un hombre capaz de transmitir paz; una paz natural, serena, cordial; una paz que con su elección al Pontificado se manifestó a todo el mundo y recibió el nombre de bondad. Es muy bello encontrar a un sacerdote, a un presbítero bueno, con bondad. Y esto me hace pensar en algo que san Ignacio de Loyola —¡pero no hago publicidad!— decía a los jesuitas, cuando hablaba de las cualidades que debe tener un superior. Y decía: debe tener esto, esto, esto, esto... una larga lista de cualidades. Pero al final decía: «Y si no tiene estas virtudes, al menos que tenga mucha bondad». Es lo esencial. Es un padre. Un sacerdote con bondad. Indudablemente este fue un rasgo distintivo de su personalidad, que le permitió construir en todas partes amistades sólidas y que destacó de modo especial en su ministerio de representante del Papa, que desempeñó durante casi tres décadas, a menudo en contacto con ambientes y mundos muy lejanos del universo católico en el que él había nacido y se había formado.
Precisamente en esos ambientes se mostró un eficaz artífice de relaciones y un valioso promotor de unidad, dentro y fuera de la comunidad eclesial, abierto al diálogo con los cristianos de otras Iglesias, con exponentes del mundo judío y musulmán y con muchos otros hombres de buena voluntad. En realidad, el Papa Juan XXIII transmitía paz porque tenía un alma profundamente pacificada: él se había dejado pacificar por el Espíritu Santo. Y este ánimo pacificado era fruto de un largo y arduo trabajo sobre sí mismo, trabajo del que ha quedado abundante huella en el Diario del alma. Allí podemos ver al seminarista, al sacerdote, al obispo Roncalli ocupado en el camino de progresiva purificación del corazón. Lo vemos, día a día, atento para reconocer y mortificar los deseos que proceden del propio egoísmo, discerniendo las inspiraciones del Señor, dejándose guiar por sabios directores espirituales e inspirar por maestros como san Francisco de Sales y san Carlos Borromeo. Leyendo esos escritos asistimos verdaderamente a la formación de un alma, bajo la acción del Espíritu Santo que actúa en su Iglesia, en las almas: ha sido Él precisamente quien, con estas buenas predisposiciones, pacificó su alma.
Aquí llegamos a la segunda y decisiva palabra: «obediencia». Si la paz fue la característica exterior, la obediencia constituyó para Roncalli la disposición interior: la obediencia, en realidad, fue el instrumento para alcanzar la paz. Ante todo, la obediencia tuvo un sentido muy sencillo y concreto: desempeñar en la Iglesia el servicio que los superiores le pedían, sin buscar nada para sí, sin evadir nada de lo que se le pedía, incluso cuando eso significó dejar la propia tierra, confrontarse con mundos para él desconocidos, permanecer largos años en lugares donde la presencia de católicos era muy escasa. Este dejarse conducir, como un niño, edificó su itinerario sacerdotal que vosotros conocéis bien, desde secretario de monseñor Radini Tedeschi y, al mismo tiempo, profesor y padre espiritual en el seminario diocesano, a representante pontificio en Bulgaria, Turquía y Grecia, Francia, a Pastor de la Iglesia veneciana y por último Obispo de Roma. A través de esta obediencia, el sacerdote y obispo Roncalli vivió también una fidelidad más profunda, que podríamos definir, como él habría dicho, abandono en la divina Providencia. Él reconoció constantemente, en la fe, que a través de ese itinerario de vida guiado aparentemente por otros, no conducido por los propios gustos o sobre la base de una sensibilidad espiritual propia, Dios iba trazando su proyecto. Era un hombre de gobierno, un conductor. Pero un conductor conducido, por el Espíritu Santo, por obediencia.
Aún más profundamente, mediante este abandono cotidiano a la voluntad de Dios, el futuro Papa Juan XXIII vivió una purificación que le permitió desprenderse completamente de sí mismo y adherirse a Cristo, dejando emerger así la santidad que la Iglesia reconoció luego oficialmente. «El que pierda su vida por mi causa la salvará» nos dice Jesús (Lc 9, 24). Aquí está la verdadera fuente de la bondad del Papa Juan XXIII, de la paz que difundió en el mundo, aquí se encuentra la raíz de su santidad: su obediencia evangélica.
Esta es una enseñanza para cada uno de nosotros, pero también para la Iglesia de nuestro tiempo: si sabemos dejarnos conducir por el Espíritu Santo, si sabemos mortificar nuestro egoísmo para dejar espacio al amor del Señor y a su voluntad, entonces encontraremos la paz, entonces sabremos ser constructores de paz y difundiremos paz a nuestro alrededor. A los cincuenta años de su muerte, la guía sabia y paterna del Papa Juan XXIII, su amor a la tradición de la Iglesia y la consciencia de su necesidad constante de actualización, la intuición profética de la convocatoria del Concilio Vaticano IIy el ofrecimiento de la propia vida por su buen éxito, permanecen como hitos en la historia de la Iglesia del siglo XX y como un faro luminoso para el camino que nos espera.
Queridos bergamascos, vosotros estáis justamente orgullosos del «Papa bueno», luminoso ejemplo de la fe y de las virtudes de generaciones enteras de cristianos de vuestra tierra. Custodiad su espíritu, profundizad en el estudio de su vida y de sus escritos, pero sobre todo imitad su santidad. Dejaos guiar por el Espíritu Santo. No tengáis miedo de los riesgos, como él no tuvo miedo. Docilidad al Espíritu, amor a la Iglesia y adelante... el Señor hará todo. Que él siga acompañando con amor desde el cielo a vuestra Iglesia, que tanto amó en vida, y obtenga para ella del Señor el don de numerosos y santos sacerdotes, de vocaciones a la vida religiosa y misionera, así como a la vida familiar y al compromiso laical en la Iglesia y en el mundo. ¡Gracias por vuestra visita al Papa Juan XXIII! De corazón os bendigo a todos. Muchas gracias.
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