miércoles, 8 de enero de 2014

FRANCISCO: Ángelus de Diciembre 2013 (29, 26, 22, 15, 8 y 1°)



ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO



FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE NAZARET


Plaza de San Pedro
Jueves 29 de Diciembre de 2013
 
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En este primer domingo después de Navidad, la Liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En efecto, cada belén nos muestra a Jesús junto a la Virgen y a san José, en la cueva de Belén. Dios quiso nacer en una familia humana, quiso tener una madre y un padre, como nosotros.


Y hoy el Evangelio nos presenta a la Sagrada Familia por el camino doloroso del destierro, en busca de refugio en Egipto. José, María y Jesús experimentan la condición dramática de los refugiados, marcada por miedo, incertidumbre, incomodidades (cf. Mt 2, 13-15.19-23). Lamentablemente, en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la televisión y los periódicos dan noticias de refugiados que huyen del hambre, de la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias.


En tierras lejanas, incluso cuando encuentran trabajo, no siempre los refugiados y los inmigrantes encuentran auténtica acogida, respeto, aprecio por los valores que llevan consigo. Sus legítimas expectativas chocan con situaciones complejas y dificultades que a veces parecen insuperables. Por ello, mientras fijamos la mirada en la Sagrada Familia de Nazaret en el momento en que se ve obligada a huir, pensemos en el drama de los inmigrantes y refugiados que son víctimas del rechazo y de la explotación, que son víctimas de la trata de personas y del trabajo esclavo. Pero pensemos también en los demás «exiliados»: yo les llamaría «exiliados ocultos», esos exiliados que pueden encontrarse en el seno de las familias mismas: los ancianos, por ejemplo, que a veces son tratados como presencias que estorban. Muchas veces pienso que un signo para saber cómo va una familia es ver cómo se tratan en ella a los niños y a los ancianos.


Jesús quiso pertenecer a una familia que experimentó estas dificultades, para que nadie se sienta excluido de la cercanía amorosa de Dios. La huida a Egipto causada por las amenazas de Herodes nos muestra que Dios está allí donde el hombre está en peligro, allí donde el hombre sufre, allí donde huye, donde experimenta el rechazo y el abandono; pero Dios está también allí donde el hombre sueña, espera volver a su patria en libertad, proyecta y elige en favor de la vida y la dignidad suya y de sus familiares.


Hoy, nuestra mirada a la Sagrada Familia se deja atraer también por la sencillez de la vida que ella lleva en Nazaret. Es un ejemplo que hace mucho bien a nuestras familias, les ayuda a convertirse cada vez más en una comunidad de amor y de reconciliación, donde se experimenta la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco. Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: permiso, gracias, perdón. Cuando en una familia no se es entrometido y se pide «permiso», cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir «gracias», y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir «perdón», en esa familia hay paz y hay alegría. Recordemos estas tres palabras. Pero las podemos repetir todos juntos: permiso, gracias, perdón. (Todos: permiso, gracias, perdón) Desearía alentar también a las familias a tomar conciencia de la importancia que tienen en la Iglesia y en la sociedad. El anuncio del Evangelio, en efecto, pasa ante todo a través de las familias, para llegar luego a los diversos ámbitos de la vida cotidiana.


Invoquemos con fervor a María santísima, la Madre de Jesús y Madre nuestra, y a san José, su esposo. Pidámosle a ellos que iluminen, conforten y guíen a cada familia del mundo, para que puedan realizar con dignidad y serenidad la misión que Dios les ha confiado.


Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:
El próximo Consistorio y el próximo Sínodo de los obispos afrontarán el tema de la familia, y la fase preparatoria ya comenzó hace tiempo. Por ello hoy, fiesta de la Sagrada Familia, deseo encomendar a Jesús, María y José este trabajo sinodal, rezando por las familias de todo el mundo. Os invito a uniros espiritualmente a mí en la oración que recito ahora.




Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.


Santa Familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas Iglesias domésticas.


Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.


Santa Familia de Nazaret,
que el próximo Sínodo de los Obispos
haga tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.


Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.


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FIESTA DE SAN ESTEBAN


 Plaza de San Pedro  
Domingo 26 de Diciembre de 2013


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Vosotros no tenéis miedo a la lluvia, ¡sois buenos!


La liturgia prolonga la solemnidad de la Navidad durante ocho días: un tiempo de alegría para todo el pueblo de Dios. Y en este segundo día de la octava, en la alegría de la Navidad, se introduce la fiesta de san Esteban, el primer mártir de la Iglesia. El libro de los Hechos de los apóstoles nos lo presenta como un «hombre lleno de fe y de Espíritu Santo» (6, 5), elegido junto a otros seis para la atención de las viudas y los pobres en la primera comunidad de Jerusalén. Y nos relata su martirio: cuando, tras un discurso de fuego que suscitó la ira de los miembros del Sanedrín, fue arrastrado fuera de las murallas de la ciudad y lapidado. Esteban murió como Jesús, pidiendo el perdón para sus asesinos (7, 55-60).


En el clima gozoso de la Navidad, esta conmemoración podría parecer fuera de lugar. La Navidad, en efecto, es la fiesta de la vida y nos infunde sentimientos de serenidad y de paz. ¿Por qué enturbiarla con el recuerdo de una violencia tan atroz? En realidad, en la óptica de la fe, la fiesta de san Esteban está en plena sintonía con el significado profundo de la Navidad. En el martirio, en efecto, la violencia es vencida por el amor; la muerte por la vida. La Iglesia ve en el sacrificio de los mártires su «nacimiento al cielo». Celebremos hoy, por lo tanto, el «nacimiento» de Esteban, que brota en profundidad del Nacimiento de Cristo. Jesús transforma la muerte de quienes le aman en aurora de vida nueva.


En el martirio de Esteban se reproduce la misma confrontación entre el bien y el mal, entre el odio y el perdón, entre la mansedumbre y la violencia, que tuvo su culmen en la Cruz de Cristo. La memoria del primer mártir de este modo disipa, inmediatamente, una falsa imagen de la Navidad: la imagen fantástica y empalagosa, que en el Evangelio no existe. La liturgia nos conduce al sentido auténtico de la Encarnación, vinculando Belén con el Calvario y recordándonos que la salvación divina implica la lucha con el pecado, que pasa a través de la puerta estrecha de la Cruz. Éste es el camino que Jesús indicó claramente a sus discípulos, como atestigua el Evangelio de hoy: «Seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10, 22).


Por ello hoy rezamos de modo especial por los cristianos que sufren discriminaciones a causa del testimonio dado por Cristo y el Evangelio. Estamos cercanos a estos hermanos y hermanas que, como san Esteban, son acusados injustamente y convertidos en objeto de violencias de todo tipo. Estoy seguro de que, lamentablemente, son más numerosos hoy que en los primeros tiempos de la Iglesia. ¡Son muchos! Esto sucede especialmente allí donde la libertad religiosa aún no está garantizada o no se realiza plenamente. Sin embargo, sucede que en países y ambientes que en papel tutelan la libertad y los derechos humanos, pero donde, de hecho, los creyentes, y especialmente los cristianos, encuentran limitaciones y discriminaciones. Desearía pediros que recéis un momento en silencio por estos hermanos y hermanas [...] Y los encomendamos a la Virgen [Avemaría... ]. Para el cristiano esto no sorprende, porque Jesús lo anunció como ocasión propicia para dar testimonio. Sin embargo, a nivel civil, la injusticia se debe denunciar y eliminar. Que María, Reina de los mártires, nos ayude a vivir la Navidad con ese ardor de fe y amor que resplandece en san Esteban y en todos los mártires de la Iglesia.

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Plaza de San Pedro  
IV Domingo de Adviento, Domingo 22 de Diciembre de 2013


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En este cuarto domingo de Adviento, el Evangelio nos relata los hechos que precedieron el nacimiento de Jesús, y el evangelista Mateo los presenta desde el punto de vista de san José, el prometido esposo de la Virgen María.


José y María vivían en Nazaret; aún no vivían juntos, porque el matrimonio no se había realizado todavía. Mientras tanto, María, después de acoger el anuncio del Ángel, quedó embarazada por obra del Espíritu Santo. Cuando José se dio cuenta del hecho, quedó desconcertado. El Evangelio no explica cuáles fueron sus pensamientos, pero nos dice lo esencial: él busca cumplir la voluntad de Dios y está preparado para la renuncia más radical. En lugar de defenderse y hacer valer sus derechos, José elige una solución que para él representa un enorme sacrificio. Y el Evangelio dice: «Como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado» (1, 19).


Esta breve frase resume un verdadero drama interior, si pensamos en el amor que José tenía por María. Pero también en esa circunstancia José quiere hacer la voluntad de Dios y decide, seguramente con gran dolor, repudiar a María en privado. Hay que meditar estas palabras para comprender cuál fue la prueba que José tuvo que afrontar los días anteriores al nacimiento de Jesús. Una prueba semejante a la del sacrificio de Abrahán, cuando Dios le pidió el hijo Isaac (cf. Gn 22): renunciar a lo más precioso, a la persona más amada.


Pero, como en el caso de Abrahán, el Señor interviene: encontró la fe que buscaba y abre una vía diversa, una vía de amor y de felicidad: «José —le dice— no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo» (Mt 1, 20).


Este Evangelio nos muestra toda la grandeza del alma de san José. Él estaba siguiendo un buen proyecto de vida, pero Dios reservaba para él otro designio, una misión más grande. José era un hombre que siempre dejaba espacio para escuchar la voz de Dios, profundamente sensible a su secreto querer, un hombre atento a los mensajes que le llegaban desde lo profundo del corazón y desde lo alto. No se obstinó en seguir su proyecto de vida, no permitió que el rencor le envenenase el alma, sino que estuvo disponible para ponerse a disposición de la novedad que se le presentaba de modo desconcertante. Y así, era un hombre bueno. No odiaba, y no permitió que el rencor le envenenase el alma. ¡Cuántas veces a nosotros el odio, la antipatía, el rencor nos envenenan el alma! Y esto hace mal. No permitirlo jamás: él es un ejemplo de esto. Y así, José llegó a ser aún más libre y grande. Aceptándose según el designio del Señor, José se encuentra plenamente a sí mismo, más allá de sí mismo. Esta libertad de renunciar a lo que es suyo, a la posesión de la propia existencia, y esta plena disponibilidad interior a la voluntad de Dios, nos interpelan y nos muestran el camino.


Nos disponemos entonces a celebrar la Navidad contemplando a María y a José: María, la mujer llena de gracia que tuvo la valentía de fiarse totalmente de la Palabra de Dios; José, el hombre fiel y justo que prefirió creer al Señor en lugar de escuchar las voces de la duda y del orgullo humano. Con ellos, caminamos juntos hacia Belén.


Después del Ángelus


Leo allí, escrito en grande: «Los pobres no pueden esperar». ¡Es hermoso! Y esto me hace pensar que Jesús nació en un establo, no en una casa. Después tuvo que huir, ir a Egipto para salvar la vida. Al final, volvió a su casa, a Nazaret. Hoy pienso, al leer ese cartel, en tantas familias sin casa, sea porque jamás la han tenido, sea porque la han perdido por diversos motivos. Familia y casa van unidos. Es muy difícil llevar adelante una familia sin habitar en una casa. En estos días de Navidad, invito a todos —personas, entidades sociales, autoridades— a hacer todo lo posible para que cada familia pueda tener una casa.


Deseo a todos un feliz domingo y una Navidad de esperanza, de justicia y de fraternidad. ¡Buen almuerzo y hasta la vista!

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Plaza de San Pedro  
III Domingo de Adviento "Gaudete", 15 de Diciembre de 2013



¡Gracias! Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy es el tercer domingo de Adviento, llamado también domingo de Gaudete, es decir, domingo de la alegría. En la liturgia resuena repetidas veces la invitación a gozar, a alegrarse. ¿Por qué? Porque el Señor está cerca. La Navidad está cercana. El mensaje cristiano se llama «Evangelio», es decir, «buena noticia», un anuncio de alegría para todo el pueblo; la Iglesia no es un refugio para gente triste, la Iglesia es la casa de la alegría. Y quienes están tristes encuentran en ella la alegría, encuentran en ella la verdadera alegría.


Pero la alegría del Evangelio no es una alegría cualquiera. Encuentra su razón de ser en el saberse acogidos y amados por Dios. Como nos recuerda hoy el profeta Isaías (cf. 35, 1-6a.8a.10), Dios es Aquél que viene a salvarnos, y socorre especialmente a los extraviados de corazón. Su venida en medio de nosotros fortalece, da firmeza, dona valor, hace exultar y florecer el desierto y la estepa, es decir, nuestra vida, cuando se vuelve árida. 

¿Cuándo llega a ser árida nuestra vida? Cuando no tiene el agua de la Palabra de Dios y de su Espíritu de amor. Por más grandes que sean nuestros límites y nuestros extravíos, no se nos permite ser débiles y vacilantes ante las dificultades y ante nuestras debilidades mismas. Al contrario, estamos invitados a robustecer las manos, a fortalecer las rodillas, a tener valor y a no temer, porque nuestro Dios nos muestra siempre la grandeza de su misericordia. Él nos da la fuerza para seguir adelante. Él está siempre con nosotros para ayudarnos a seguir adelante. Es un Dios que nos quiere mucho, nos ama y por ello está con nosotros, para ayudarnos, para robustecernos y seguir adelante. ¡Ánimo! ¡Siempre adelante! Gracias a su ayuda podemos siempre recomenzar de nuevo. ¿Cómo? ¿Recomenzar desde el inicio? Alguien puede decirme: «No, Padre, yo he hecho muchas cosas... Soy un gran pecador, una gran pecadora... No puedo recomenzar desde el inicio». ¡Te equivocas! Tú puedes recomenzar de nuevo. ¿Por qué? Porque Él te espera, Él está cerca de ti, Él te ama, Él es misericordioso, Él te perdona, Él te da la fuerza para recomenzar de nuevo. ¡A todos! Entonces somos capaces de volver a abrir los ojos, de superar tristeza y llanto y entonar un canto nuevo. Esta alegría verdadera permanece también en la prueba, incluso en el sufrimiento, porque no es una alegría superficial, sino que desciende en lo profundo de la persona que se fía de Dios y confía en Él.


La alegría cristiana, al igual que la esperanza, tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, en la certeza de que Él mantiene siempre sus promesas. El profeta Isaías exhorta a quienes se equivocaron de camino y están desalentados a confiar en la fidelidad del Señor, porque su salvación no tardará en irrumpir en su vida. Quienes han encontrado a Jesús a lo largo del camino, experimentan en el corazón una serenidad y una alegría de la que nada ni nadie puede privarles. Nuestra alegría es Jesucristo, su amor fiel e inagotable. Por ello, cuando un cristiano llega a estar triste, quiere decir que se ha alejado de Jesús. Entonces, no hay que dejarle solo. Debemos rezar por él, y hacerle sentir el calor de la comunidad.


Que la Virgen María nos ayude a apresurar el paso hacia Belén, para encontrar al Niño que nació por nosotros, por la salvación y la alegría de todos los hombres. A ella le dice el Ángel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). Que ella nos conceda vivir la alegría del Evangelio en la familia, en el trabajo, en la parroquia y en cada ambiente. Una alegría íntima, hecha de asombro y ternura. La alegría que experimenta la mamá cuando contempla a su niño recién nacido, y siente que es un don de Dios, un milagro por el cual sólo se puede agradecer.


Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas, lo siento por vosotros que estáis bajo la lluvia. Pero yo estoy con vosotros, desde aquí... ¡Sois valientes! ¡Gracias!


Hoy el primer saludo está reservado a los niños de Roma, llegados para la tradicional bendición de los «Bambinelli», organizada por el «Centro Oratori Romani». Queridos niños, cuando recéis ante vuestro belén, recordaos también de mí, como yo me acuerdo de vosotros. Os agradezco, y ¡feliz Navidad!


Saludo a las familias, a los grupos parroquiales, a las asociaciones y a los peregrinos procedentes de Roma, de Italia y de muchas partes del mundo, en especial de España y Estados Unidos. Con afecto saludo a los muchachos de Zambia, y les deseo que lleguen a ser «piedras vivas» para construir una sociedad más humana. Extiendo este deseo a todos los jóvenes aquí presentes, especialmente a los de Piscopio y Gallipoli, y a los universitarios de la Acción Católica de Basilicata.


A todos vosotros os deseo un feliz domingo y buen almuerzo. ¡Hasta la vista!


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SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
DE LA VIRGEN MARÍA



Plaza de San Pedro  
II Domingo de Adviento, 8 de Diciembre de 2013



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Este segundo domingo de Adviento cae en el día de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, y así nuestra mirada es atraída por la belleza de la Madre de Jesús, nuestra Madre. Con gran alegría la Iglesia la contempla «llena de gracia» (Lc 1, 28), y comenzando con estas palabras la saludamos todos juntos: «llena de gracia». Digamos tres veces: «Llena de gracia». Todos: ¡Llena de gracia! ¡Llena de gracia! ¡Llena de gracia! Así, Dios la miró desde el primer instante en su designio de amor. La miró bella, llena de gracia. ¡Es hermosa nuestra madre! María nos sostiene en nuestro camino hacia la Navidad, porque nos enseña cómo vivir este tiempo de Adviento en espera del Señor. Porque este tiempo de Adviento es una espera del Señor, que nos visitará a todos en la fiesta, pero también a cada uno en nuestro corazón. ¡El Señor viene! ¡Esperémosle!


El Evangelio de san Lucas nos presenta a María, una muchacha de Nazaret, pequeña localidad de Galilea, en la periferia del Imperio romano y también en la periferia de Israel. Un pueblito. Sin embargo en ella, la muchacha de aquel pueblito lejano, sobre ella, se posó la mirada del Señor, que la eligió para ser la madre de su Hijo. En vista de esta maternidad, María fue preservada del pecado original, o sea de la fractura en la comunión con Dios, con los demás y con la creación que hiere profundamente a todo ser humano. Pero esta fractura fue sanada anticipadamente en la Madre de Aquél que vino a liberarnos de la esclavitud del pecado. La Inmaculada está inscrita en el designio de Dios; es fruto del amor de Dios que salva al mundo.


La Virgen no se alejó jamás de ese amor: toda su vida, todo su ser es un «sí» a ese amor, es un «sí» a Dios. Ciertamente, no fue fácil para ella. Cuando el Ángel la llamó «llena de gracia» (Lc 1, 28), ella «se turbó grandemente», porque en su humildad se sintió nada ante Dios. El Ángel la consoló: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús» (vv. 30-31). Este anuncio la confunde aún más, también porque todavía no se había casado con José; pero el Ángel añade: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (v. 35). María escucha, obedece interiormente y responde: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (v. 38).


El misterio de esta muchacha de Nazaret, que está en el corazón de Dios, no nos es extraño. No está ella allá y nosotros aquí. No, estamos conectados. De hecho, Dios posa su mirada de amor sobre cada hombre y cada mujer, con nombre y apellido. Su mirada de amor está sobre cada uno de nosotros. El apóstol Pablo afirma que Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos e intachables» (Ef 1, 4). También nosotros, desde siempre, hemos sido elegidos por Dios para vivir una vida santa, libre del pecado. Es un proyecto de amor que Dios renueva cada vez que nosotros nos acercamos a Él, especialmente en los Sacramentos.


En esta fiesta, entonces, contemplando a nuestra Madre Inmaculada, bella, reconozcamos también nuestro destino verdadero, nuestra vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor, ser transformados por la belleza de Dios. Mirémosla a ella, nuestra Madre, y dejémonos mirar por ella, porque es nuestra Madre y nos quiere mucho; dejémonos mirar por ella para aprender a ser más humildes, y también más valientes en el seguimiento de la Palabra de Dios; para acoger el tierno abrazo de su Hijo Jesús, un abrazo que nos da vida, esperanza y paz.



Después del Ángelus


Nos unimos espiritualmente a la Iglesia que vive en América del Norte, que hoy recuerda la fundación de su primera parroquia, hace 350 años: Nuestra Señora de Quebec. Damos gracias por el camino realizado desde entonces, especialmente por los santos y mártires que fecundaron esas tierras. Bendigo de corazón a todos los fieles que celebran este jubileo.


Hoy por la tarde, siguiendo una antigua tradición, iré a la Plaza de España, para rezar junto al monumento de la Inmaculada. Os pido que os unáis espiritualmente a mí en esta peregrinación, que es un acto de devoción filial a María, para confiarle la ciudad de Roma, la Iglesia y toda la humanidad. De regreso iré un momento a Santa María la Mayor para saludar con la oración a la «Salus Populi Romani» y rezar por todos vosotros, por todos los romanos.


A todos deseo un feliz domingo y feliz fiesta de nuestra Madre. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!

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Plaza de San Pedro  
Domingo 1° de Diciembre de 2013


 


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Comenzamos hoy, primer domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico, es decir un nuevo camino del Pueblo de Dios con Jesucristo, nuestro Pastor, que nos guía en la historia hacia la realización del Reino de Dios. Por ello este día tiene un atractivo especial, nos hace experimentar un sentimiento profundo del sentido de la historia. Redescubrimos la belleza de estar todos en camino: la Iglesia, con su vocación y misión, y toda la humanidad, los pueblos, las civilizaciones, las culturas, todos en camino a través de los senderos del tiempo.


¿En camino hacia dónde? ¿Hay una meta común? ¿Y cuál es esta meta? El Señor nos responde a través del profeta Isaías, y dice así: «En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la cumbre de las montañas, más elevado que las colinas. Hacia él confluirán todas las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob. Él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas”» (2, 2-3). Esto es lo que dice Isaías acerca de la meta hacia la que nos dirigimos. Es una peregrinación universal hacia una meta común, que en el Antiguo Testamento es Jerusalén, donde surge el templo del Señor, porque desde allí, de Jerusalén, ha venido la revelación del rostro de Dios y de su ley. La revelación ha encontrado su realización en Jesucristo, y Él mismo, el Verbo hecho carne, se ha convertido en el «templo del Señor»: es Él la guía y al mismo tiempo la meta de nuestra peregrinación, de la peregrinación de todo el Pueblo de Dios; y bajo su luz también los demás pueblos pueden caminar hacia el Reino de la justicia, hacia el Reino de la paz. Dice de nuevo el profeta: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra» (2, 4).


Me permito repetir esto que dice el profeta, escuchad bien: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra». ¿Pero cuándo sucederá esto? Qué hermoso día será ese en el que las armas sean desmontadas, para transformarse en instrumentos de trabajo. ¡Qué hermoso día será ése! ¡Y esto es posible! Apostemos por la esperanza, la esperanza de la paz. Y será posible.


Este camino no se acaba nunca. Así como en la vida de cada uno de nosotros siempre hay necesidad de comenzar de nuevo, de volver a levantarse, de volver a encontrar el sentido de la meta de la propia existencia, de la misma manera para la gran familia humana es necesario renovar siempre el horizonte común hacia el cual estamos encaminados. ¡El horizonte de la esperanza! Es ese el horizonte para hacer un buen camino. El tiempo de Adviento, que hoy de nuevo comenzamos, nos devuelve el horizonte de la esperanza, una esperanza que no decepciona porque está fundada en la Palabra de Dios. Una esperanza que no decepciona, sencillamente porque el Señor no decepciona jamás. ¡Él es fiel!, ¡Él no decepciona! ¡Pensemos y sintamos esta belleza!


El modelo de esta actitud espiritual, de este modo de ser y de caminar en la vida, es la Virgen María. Una sencilla muchacha de pueblo, que lleva en el corazón toda la esperanza de Dios. En su seno, la esperanza de Dios se hizo carne, se hizo hombre, se hizo historia: Jesucristo. Su Magníficat es el cántico del Pueblo de Dios en camino, y de todos los hombres y mujeres que esperan en Dios, en el poder de su misericordia. Dejémonos guiar por Ella, que es madre, es mamá, y sabe cómo guiarnos. Dejémonos guiar por Ella en este tiempo de espera y de vigilancia activa.



Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Hoy es la Jornada mundial de lucha contra el hiv/sida. Expresamos nuestra cercanía a las personas afectadas, en especial a los niños. Una cercanía que es muy concreta por el compromiso silencioso de tantos misioneros y agentes. Recemos por todos, también por los médicos e investigadores. Que cada enfermo, sin exclusión alguna, pueda acceder a los cuidados que necesita.


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