martes, 7 de octubre de 2014

FRANCISCO: Audiencias Generales de septiembre (24, 17, 10 y 3)

AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
SEPTIEMBRE 2014



Plaza de San Pedro
Miércoles 24 de septiembre de 2014






Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy quisiera hablar del viaje apostólico que realicé a Albania el domingo pasado. Lo hago ante todo como acción de gracias a Dios, que me ha concedido realizar esa visita para demostrar a este pueblo, incluso físicamente y de modo tangible, mi cercanía y la de toda la Iglesia. Deseo también renovar mi fraterno reconocimiento al episcopado albanés, a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas que trabajan con tanto empeño. Mi agradecimiento se dirige también a las autoridades que me acogieron con tanta cortesía, así como a cuantos cooperaron para la realización de la visita.


Este viaje nació del deseo de ir a un país que, tras haber estado durante largo tiempo oprimido por un régimen ateo e inhumano, está viviendo una experiencia de pacífica convivencia entre sus diversos componentes religiosos. Me parecía importante alentarlo en este camino, para que lo continúe con tenacidad y profundice en él todos sus aspectos a favor del bien común. Por ello, en el centro del viaje tuvo lugar un encuentro interreligioso donde pude constatar, con viva satisfacción, que la pacífica y fructuosa convivencia entre personas y comunidades que pertenecen a religiones distintas no sólo es algo que se puede desear, sino que es concretamente posible y factible. ¡Ellos lo hacen realidad! Se trata de un diálogo auténtico y fructuoso que evita el relativismo y tiene en cuenta la identidad de cada uno. Lo que une a las diversas expresiones religiosas, en efecto, es el camino de la vida, la buena voluntad de hacer el bien al prójimo, sin negar o disminuir las respectivas identidades.

El encuentro con los sacerdotes, las personas consagradas, los seminaristas y los movimientos laicales fue una ocasión para hacer grata memoria, con acentos de especial emoción, por los numerosos mártires de la fe. Gracias a la presencia de algunos ancianos, que vivieron en su carne las terribles persecuciones, se evocó la fe de numerosos heroicos testigos del pasado, quienes siguieron a Cristo hasta las extremas consecuencias. Precisamente de la unión íntima con Jesús, de la relación de amor con Él, brotó para estos mártires —así como para cada mártir— la fuerza para afrontar los acontecimientos dolorosos que los condujeron al martirio. También hoy, como ayer, la fuerza de la Iglesia no viene de las capacidades organizativas o de las estructuras, que incluso son necesarias: la Iglesia no encuentra su fuerza allí. Nuestra fuerza es el amor de Cristo. Una fuerza que nos sostiene en los momentos de dificultad y que inspira la actual acción apostólica para ofrecer a todos bondad y perdón, testimoniando así la misericordia de Dios.


Al recorrer la calle principal de Tirana, que desde el aeropuerto conduce a la gran plaza central, pude contemplar los retratos de los cuarenta sacerdotes asesinados durante la dictadura comunista y para los cuales se inició la causa de beatificación. Ellos se suman a los centenares de religiosos cristianos y musulmanes asesinados, torturados, encarcelados y deportados sólo porque creían en Dios. Fueron años sombríos, durante los cuales se limitó la libertad religiosa y estaba prohibido creer en Dios, miles de iglesias y mezquitas fueron destruidas, transformadas en depósitos y cines que propagaban la ideología marxista, los libros religiosos fueron quemados y a los padres se les prohibía poner a los hijos los nombres religiosos de los antepasados. El recuerdo de estos hechos dramáticos es esencial para el futuro de un pueblo. La memoria de los mártires que resistieron en la fe es garantía para el destino de Albania; porque su sangre no fue derramada en vano, sino que es una semilla que dará frutos de paz y de colaboración fraterna. Hoy, en efecto, Albania es un ejemplo no sólo de renacimiento de la Iglesia, sino también de pacífica convivencia entre las religiones. Por lo tanto, los mártires no son personas derrotadas, sino vencedores: en su heroico testimonio se refleja la omnipotencia de Dios que siempre consuela a su pueblo, abriendo nuevas sendas y horizontes de esperanza.


Este mensaje de esperanza, fundado en la fe en Cristo y en la memoria del pasado, lo confié a toda la población albanesa que vi entusiasta y gozosa en los sitios de los encuentros y de las celebraciones, así como en las calles de Tirana. Alenté a todos a encontrar energía siempre nueva en el Señor resucitado, para poder ser levadura evangélica en la sociedad y comprometerse, como ya se hace, en actividades caritativas y educativas.


Una vez más doy gracias al Señor porque, este viaje, me concedió encontrar un pueblo valiente y fuerte, que no se dejó vencer por el dolor. A los hermanos y hermanas de Albania renuevo la invitación a la valentía del bien, para construir el presente y el mañana de su país y de Europa. Encomiendo los frutos de mi visita a la Virgen del Buen Consejo, venerada en el homónimo santuario de Escútari, a fin de que siga guiando el camino de este pueblo mártir. Que la dura experiencia del pasado lo arraigue cada vez más en la apertura a los hermanos, especialmente a los más débiles, y lo haga protagonista de ese dinamismo de la caridad tan necesario en el actual contexto sociocultural. Quisiera que todos nosotros enviásemos hoy un saludo a ese pueblo valiente y trabajador, y que en paz busca la unidad.
 

Saludos


Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, particularmente a los venidos de España, Puerto Rico, México, Ecuador, El Salvador, Costa Rica, Uruguay, Argentina y otros países latinoamericanos. Que la Virgen del Buen Consejo, patrona de este pueblo-mártir, le ayude a abrirse a los hermanos, en especial a los más débiles, y a construir el presente y el futuro del País y de Europa. Muchas gracias.


Llamamiento


Mi pensamiento se dirige ahora a los países de África que están sufriendo a causa de la epidemia del ébola. Estoy cercano a las numerosas personas afectadas por esta terrible enfermedad. Os invito a rezar por ellos y por quienes han perdido tan trágicamente la vida. Deseo que no disminuya la ayuda necesaria de la comunidad internacional para aliviar los sufrimientos de estos hermanos y hermanas nuestros. Por estos hermanos y hermanas enfermos recemos a la Virgen. (Ave María...)


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Plaza de San Pedro
Miércoles 17 de septiembre de 2014



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Esta semana seguimos hablando de la Iglesia. Cuando profesamos nuestra fe, afirmamos que la Iglesia es «católica» y «apostólica». ¿Pero cuál es efectivamente el significado de estas dos palabras, de estas dos notas características de la Iglesia? ¿Y qué valor tienen para las comunidades cristianas y para cada uno de nosotros?


Católica significa universal. Una definición completa y clara nos ofrece uno de los Padres de la Iglesia de los primeros siglos, san Cirilo de Jerusalén, cuando afirma: «La Iglesia sin lugar a dudas se la llama católica, es decir, universal, por el hecho de que está extendida por todas partes de uno a otro confín de la tierra; y porque universalmente y sin defecto enseña todas las verdades que deben llegar a ser conocidas por los hombres, tanto en lo que se refiere a las cosas celestiales, como a las terrestres» (Catequesis XVIII, 23).


Signo evidente de la catolicidad de la Iglesia es que ella habla todas las lenguas. Y esto es el efecto de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-13): es el Espíritu Santo quien capacitó a los Apóstoles y a toda la Iglesia para anunciar a todos, hasta los confines de la tierra, la Hermosa Noticia de la salvación y del amor de Dios. Así, la Iglesia nació católica, es decir, «sinfónica» desde los orígenes, y no puede no ser católica, proyectada a la evangelización y al encuentro con todos. Hoy la Palabra de Dios se lee en todas las lenguas, todos tienen el Evangelio en su idioma para leerlo. Y vuelvo al mismo concepto: siempre es bueno llevar con nosotros un Evangelio pequeño, para llevarlo en el bolsillo, en la cartera, y durante el día leer un pasaje. Esto nos hace bien. El Evangelio está difundido en todas las lenguas porque la Iglesia, el anuncio de Jesucristo Redentor, está en todo el mundo. Y por ello se dice que la Iglesia es católica, porque es universal.


Si la Iglesia nació católica, quiere decir que nació «en salida», que nació misionera. Si los Apóstoles hubiesen permanecido allí en el cenáculo, sin salir para llevar el Evangelio, la Iglesia sería sólo la Iglesia de ese pueblo, de esa ciudad, de ese cenáculo. Pero todos salieron por el mundo, desde el momento del nacimiento de la Iglesia, desde el momento que descendió sobre ellos el Espíritu Santo. Y es así como la Iglesia nació «en salida», es decir, misionera. Es lo que expresamos llamándola apostólica, porque el apóstol es quien lleva la buena noticia de la Resurrección de Jesús. Este término nos recuerda que la Iglesia, sobre el fundamento de los Apóstoles y en continuidad con ellos —son los Apóstoles quienes fueron y fundaron nuevas iglesias, ordenaron nuevos obispos, y así en todo el mundo, en continuidad. Hoy todos nosotros estamos en continuidad con ese grupo de Apóstoles que recibió el Espíritu Santo y luego fue en «salida», a predicar—, es enviada a llevar a todos los hombres este anuncio del Evangelio, acompañándolo con los signos de la ternura y del poder de Dios. También esto deriva del acontecimiento de Pentecostés: es el Espíritu Santo, en efecto, quien supera toda resistencia, quien vence las tentaciones de cerrarse en sí mismo, entre pocos elegidos, y de considerarse los únicos destinatarios de la bendición de Dios. Si, por ejemplo, algunos cristianos hacen esto y dicen: «Nosotros somos los elegidos, sólo nosotros», al final mueren. Mueren primero en el alma, luego morirán en el cuerpo, porque no tienen vida, no son capaces de generar vida, otra gente, otros pueblos: no son apostólicos. Y es precisamente el Espíritu quien nos conduce al encuentro de los hermanos, incluso de los más distantes en todos los sentidos, para que puedan compartir con nosotros el amor, la paz, la alegría que el Señor Resucitado nos ha dejado como don.


¿Qué comporta para nuestras comunidades y para cada uno de nosotros formar parte de una Iglesia que es católica y apostólica? Ante todo, significa interesarse por la salvación de toda la humanidad, no sentirse indiferentes o ajenos ante la suerte de tantos hermanos nuestros, sino abiertos y solidarios hacia ellos. Significa, además, tener el sentido de la plenitud, de la totalidad, de la armonía de la vida cristiana, rechazando siempre las posiciones parciales, unilaterales, que nos cierran en nosotros mismos.


Formar parte de la Iglesia apostólica quiere decir ser conscientes de que nuestra fe está anclada en el anuncio y en el testimonio de los Apóstoles de Jesús –está anclada allí, es una larga cadena que viene de allí—; y, por ello, sentirse siempre enviados, sentirse mandados, en comunión con los sucesores de los Apóstoles, a anunciar con el corazón lleno de alegría a Cristo y su amor por toda la humanidad. Y aquí quisiera recordar la vida heroica de tantos, tantos misioneros y misioneras que dejaron su patria para ir a anunciar el Evangelio a otros países, a otros continentes. Me decía un cardenal brasileño que trabaja bastante en la Amazonia, que cuando él va a un lugar, en un país o en una ciudad de la Amazonia, va siempre al cementerio y allí ve las tumbas de estos misioneros, sacerdotes, hermanos, religiosas que fueron a predicar el Evangelio: apóstoles. Y él piensa: todos ellos pueden ser canonizados ahora, lo dejaron todo para anunciar a Jesucristo. Demos gracias al Señor porque nuestra Iglesia tiene muchos misioneros, ha tenido numerosos misioneros y tiene necesidad de muchos más. Demos gracias al Señor por ello. Tal vez entre tantos jóvenes, muchachos y muchachas que están aquí, alguno quiera llegar a ser misionero: ¡qué siga adelante! Es hermoso esto, llevar el Evangelio de Jesús. ¡Que sea valiente!


Pidamos entonces al Señor que renueve en nosotros el don de su Espíritu, para que cada comunidad cristiana y cada bautizado sea expresión de la santa madre Iglesia católica y apostólica.
 

Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española venidos de España, México, Panamá, Nicaragua, Argentina, Perú, Chile y otros países latinoamericanos. Pido al Señor que su visita a Roma, y en concreto a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo, los ayude a anunciar a Cristo, que ama a todos los hombres.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 10 de septiembre de 2014





Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En nuestro itinerario de catequesis sobre la Iglesia, nos estamos centrando en considerar que la Iglesia es madre. En el último encuentro hemos puesto de relieve cómo la Iglesia nos hace crecer y, con la luz y la fuerza de la Palabra de Dios, nos indica el camino de la salvación, y nos defiende del mal. Hoy quisiera destacar un aspecto especial de esta acción educativa de nuestra madre Iglesia, es decir cómo ella nos enseña las obras de misericordia.


Un buen educador apunta a lo esencial. No se pierde en los detalles, sino que quiere transmitir lo que verdaderamente cuenta para que el hijo o el discípulo encuentre el sentido y la alegría de vivir. Es la verdad. Y lo esencial, según el Evangelio, es la misericordia. Lo esencial del Evangelio es la misericordia. Dios envió a su Hijo, Dios se hizo hombre para salvarnos, es decir para darnos su misericordia. Lo dice claramente Jesús al resumir su enseñanza para los discípulos: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36). ¿Puede existir un cristiano que no sea misericordioso? No. El cristiano necesariamente debe ser misericordioso, porque este es el centro del Evangelio. Y fiel a esta enseñanza, la Iglesia no puede más que repetir lo mismo a sus hijos: «Sed misericordiosos», como lo es el Padre, y como lo fue Jesús. Misericordia.


Y entonces la Iglesia se comporta como Jesús. No da lecciones teóricas sobre el amor, sobre la misericordia. No difunde en el mundo una filosofía, un camino de sabiduría... Cierto, el cristianismo es también todo esto, pero como consecuencia, por reflejo. La madre Iglesia, como Jesús, enseña con el ejemplo, y las palabras sirven para iluminar el significado de sus gestos.


La madre Iglesia nos enseña a dar de comer y de beber a quien tiene hambre y sed, a vestir a quien está desnudo. ¿Y cómo lo hace? Lo hace con el ejemplo de muchos santos y santas que hicieron esto de modo ejemplar; pero lo hace con el ejemplo de muchísimos padres y madres, que enseñan a sus hijos que lo que nos sobra a nosotros es para quien le falta lo necesario. Es importante saber esto. En las familias cristianas más sencillas ha sido siempre sagrada la regla de la hospitalidad: no falta nunca un plato y una cama para quien lo necesita. Una vez una mamá me contaba —en la otra diócesis— que quería enseñar esto a sus hijos y les decía que ayudaran a dar de comer a quien tiene hambre. Y tenía tres hijos. Y un día a la hora del almuerzo —el papá estaba en el trabajo, estaba ella con los tres hijos, pequeños, de 7, 5 y 4 años más o menos— y llamaron a la puerta: era un señor que pedía de comer. Y la mamá le dijo: «Espera un momento». Volvió a entrar y dijo a los hijos: «Hay un señor allí y pide de comer, ¿qué hacemos?». «Le damos, mamá, le damos». Cada uno tenía en el plato un bistec con patatas fritas. «Muy bien —dice la mamá—, tomemos la mitad de cada uno de vosotros, y le damos la mitad del bistec de cada uno de vosotros». «Ah no, mamá, así no está bien». «Es así, tú debes dar de lo tuyo». Y así esta mamá enseñó a los hijos a dar de comer de lo propio. Este es un buen ejemplo que me ayudó mucho. «Pero no me sobra nada...». «Da de lo tuyo». Así nos enseña la madre Iglesia. Y vosotras, muchas madres que estáis aquí, sabéis lo que tenéis que hacer para enseñar a vuestros hijos para que compartan sus cosas con quien tiene necesidad.


La madre Iglesia enseña a estar cerca de quien está enfermo. ¡Cuántos santos y santas sirvieron a Jesús de este modo! Y cuántos hombres y mujeres sencillos, cada día, ponen en práctica esta obra de misericordia en una habitación del hospital, o de un asilo, o en la propia casa, asistiendo a una persona enferma.


La madre Iglesia enseña a estar cerca de quien está en la cárcel. «Pero Padre no, esto es peligroso, es gente mala». Pero cada uno de nosotros es capaz... Oíd bien esto: cada uno de nosotros es capaz de hacer lo mismo que hizo ese hombre o esa mujer que está en la cárcel. Todos tenemos la capacidad de pecar y de hacer lo mismo, de equivocarnos en la vida. No es más malo que tú o que yo. La misericordia supera todo muro, toda barrera, y te conduce a buscar siempre el rostro del hombre, de la persona. Y es la misericordia la que cambia el corazón y la vida, que puede regenerar a una persona y permitirle incorporarse de un modo nuevo en la sociedad.


La madre Iglesia enseña a estar cerca de quien está abandonado y muere solo. Es lo que hizo la beata Teresa por las calles de Calcuta; es lo que hicieron y hacen tantos cristianos que no tienen miedo de estrechar la mano a quien está por dejar este mundo. Y también aquí la misericordia dona la paz a quien parte y a quien permanece, haciéndonos sentir que Dios es más grande que la muerte, y que permaneciendo en Él incluso la última separación es un «hasta la vista»... Esto lo había entendido bien la beata Teresa. Le decían: «Madre, esto es perder tiempo». Encontraba gente moribunda por la calle, gente a la que empezaban a comer el cuerpo las ratas de la calle, y ella los llevaba a casa para que muriesen limpios, tranquilos, acariciados, en paz. Ellas les decía «hasta la vista», a todos estos... Y muchos hombres y mujeres como ella hicieron esto. Y ellos los esperan, allí [indica el cielo], en la puerta, para abrirles la puerta del Cielo. Ayudar a la gente a morir bien, en paz.


Queridos hermanos y hermanas, así la Iglesia es madre, enseñando a sus hijos las obras de misericordia. Ella aprendió de Jesús este camino, aprendió que esto es lo esencial para la salvación. No basta amar a quien nos ama. Jesús dice que esto lo hacen los paganos. No basta hacer el bien a quien nos hace el bien. Para cambiar el mundo en algo mejor es necesario hacer el bien a quien no es capaz de hacer lo mismo, como hizo el Padre con nosotros, dándonos a Jesús. ¿Cuánto hemos pagado nosotros por nuestra redención? Nada, todo es gratis. Hacer el bien sin esperar algo a cambio. Eso hizo el Padre con nosotros y nosotros debemos hacer lo mismo. Haz el bien y sigue adelante.


Qué hermoso es vivir en la Iglesia, en nuestra madre Iglesia que nos enseña estas cosas que nos ha enseñado Jesús. Damos gracias al Señor, que nos da la gracia de tener como madre a la Iglesia, ella que nos enseña el camino de la misericordia, que es la senda de la vida. Demos gracias al Señor.

Saludos


Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Colombia, Perú, Chile, Argentina y otros países latinoamericanos. Les animo a agradecer al Señor que nos haya dado a la Iglesia como madre, y a recorrer con generosidad el camino de la misericordia. Muchas gracias y que Dios los bendiga.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 3 de septiembre de 2014


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En las catequesis anteriores hemos tenido ocasión de destacar varias veces que no se llega a ser cristianos por uno mismo, es decir, con las propias fuerzas, de modo autónomo, ni tampoco se llega a ser cristianos en un laboratorio, sino que somos engendrados y alimentados en la fe en el seno de ese gran cuerpo que es la Iglesia. En este sentido la Iglesia es verdaderamente madre, nuestra madre Iglesia —es hermoso decirlo así: nuestra madre Iglesia— una madre que nos da vida en Cristo y nos hace vivir con todos los demás hermanos en la comunión del Espíritu Santo.


La Iglesia, en su maternidad, tiene como modelo a la Virgen María, el modelo más hermoso y más elevado que pueda existir. Es lo que ya habían destacado las primeras comunidades cristianas y el Concilio Vaticano IIexpresó de modo admirable (cf. const. Lumen gentium, 63-64). La maternidad de María es ciertamente única, extraordinaria, y se realizó en la plenitud de los tiempos, cuando la Virgen dio a luz al Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo. Así, pues, la maternidad de la Iglesia se sitúa precisamente en continuidad con la de María, como prolongación en la historia. La Iglesia, en la fecundidad del Espíritu, sigue engendrando nuevos hijos en Cristo, siempre en la escucha de la Palabra de Dios y en la docilidad a su designio de amor. La Iglesia es madre. El nacimiento de Jesús en el seno de María, en efecto, es preludio del nacimiento de cada cristiano en el seno de la Iglesia, desde el momento que Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos (cf. Rm 8, 29) y nuestro primer hermano Jesús nació de María, es el modelo, y todos nosotros hemos nacido en la Iglesia. Comprendemos, entonces, cómo la relación que une a María y a la Iglesia es tan profunda: mirando a María descubrimos el rostro más hermoso y más tierno de la Iglesia; y mirando a la Iglesia reconocemos los rasgos sublimes de María. Nosotros cristianos, no somos huérfanos, tenemos una mamá, tenemos una madre, y esto es algo grande. No somos huérfanos. La Iglesia es madre, María es madre.


La Iglesia es nuestra madre porque nos ha dado a luz en el Bautismo. Cada vez que bautizamos a un niño, se convierte en hijo de la Iglesia, entra en la Iglesia. Y desde ese día, como mamá atenta, nos hace crecer en la fe y nos indica, con la fuerza de la Palabra de Dios, el camino de salvación, defendiéndonos del mal.


La Iglesia ha recibido de Jesús el tesoro precioso del Evangelio no para tenerlo para sí, sino para entregarlo generosamente a los demás, como hace una mamá. En este servicio de evangelización se manifiesta de modo peculiar la maternidad de la Iglesia, comprometida, como una madre, a ofrecer a sus hijos el sustento espiritual que alimenta y hace fructificar la vida cristiana. Todos, por lo tanto, estamos llamados a acoger con mente y corazón abiertos la Palabra de Dios que la Iglesia dispensa cada día, porque esta Palabra tiene la capacidad de cambiarnos desde dentro. Sólo la Palabra de Dios tiene esta capacidad de cambiarnos desde dentro, desde nuestras raíces más profundas. La Palabra de Dios tiene este poder. ¿Y quién nos da la Palabra de Dios? La madre Iglesia. Ella nos amamanta desde niños con esta Palabra, nos educa durante toda la vida con esta Palabra, y esto es algo grande. Es precisamente la madre Iglesia que con la Palabra de Dios nos cambia desde dentro. La Palabra de Dios que nos da la madre Iglesia nos transforma, hace nuestra humanidad no palpitante según la mundanidad de la carne, sino según el Espíritu.
 

En su solicitud maternal, la Iglesia se esfuerza por mostrar a los creyentes el camino a recorrer para vivir una vida fecunda de alegría y de paz. Iluminados por la luz del Evangelio y sostenidos por la gracia de los Sacramentos, especialmente la Eucaristía, podemos orientar nuestras opciones al bien y atravesar con valentía y esperanza los momentos de oscuridad y los senderos más tortuosos. El camino de salvación, a través del cual la Iglesia nos guía y nos acompaña con la fuerza del Evangelio y el apoyo de los Sacramentos, nos da la capacidad de defendernos del mal. La Iglesia tiene la valentía de una madre que sabe que tiene que defender a sus propios hijos de los peligros que derivan de la presencia de Satanás en el mundo, para llevarlos al encuentro con Jesús. Una madre defiende siempre a los hijos. Esta defensa consiste también en exhortar a la vigilancia: vigilar contra el engaño y la seducción del maligno. Porque si bien Dios venció a Satanás, este vuelve siempre con sus tentaciones; nosotros lo sabemos, todos somos tentados, hemos sido tentados y somos tentados. Satanás viene «como león rugiente» (1 P 5, 8), dice el apóstol Pedro, y nosotros no podemos ser ingenuos, sino que hay que vigilar y resistir firmes en la fe. Resistir con los consejos de la madre Iglesia, resistir con la ayuda de la madre Iglesia, que como una mamá buena siempre acompaña a sus hijos en los momentos difíciles.


Queridos amigos, esta es la Iglesia, esta es la Iglesia que todos amamos, esta es la Iglesia que yo amo: una madre a la que le interesa el bien de sus hijos y que es capaz de dar la vida por ellos. No tenemos que olvidar, sin embargo, que la Iglesia no son sólo los sacerdotes, o nosotros obispos, no, somos todos. La Iglesia somos todos. ¿De acuerdo? Y también nosotros somos hijos, pero también madres de otros cristianos. Todos los bautizados, hombres y mujeres, juntos somos la Iglesia. ¡Cuántas veces en nuestra vida no damos testimonio de esta maternidad de la Iglesia, de esta valentía maternal de la Iglesia! ¡Cuántas veces somos cobardes! Encomendémonos a María, para que Ella como madre de nuestro hermano primogénito, Jesús, nos enseñe a tener su mismo espíritu maternal respecto a nuestros hermanos, con la capacidad sincera de acoger, de perdonar, de dar fuerza y de infundir confianza y esperanza. Es esto lo que hace una mamá.


 
Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Cuba, Costa Rica, Argentina, Guatemala, Colombia y otros países latinoamericanos. Invito a todos a invocar la intercesión maternal de María y aprender de ella esa ternura que nos permite ser testigos de la maternidad de la Iglesia. Muchas gracias.


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