Encuentro privado con el Patriarca de Rumania en el Patriarcado Ortodoxo de Bucarest
Esta tarde, el Santo Padre FRANCISCO dejó la Nunciatura Apostólica y se trasladó en automóvil al Patriarcado Ortodoxo Rumano para encontrarse en privado con el Patriarca de Rumania, Su Beatitud Daniel.
A su llegada, el Papa fue recibido por el Patriarca en la entrada del Palacio del Patriarcado, donde estaban presentes los miembros del Sínodo Permanente y la delegación eclesiástica del Vaticano.
Después de la foto oficial y la presentación de las respectivas delegaciones, el Papa FRANCISCO y el Patriarca Daniel fueron a la Sala Dignitas del Patriarcado donde tuvo lugar el encuentro.
Encuentro con el Sínodo Permanente de la Iglesia Ortodoxa Rumana.
A las 16:00 (15:00 hora de Roma), el Santo Padre FRANCISCO se reunió con el Sínodo Permanente de la Iglesia Ortodoxa Rumana en el Palacio del Patriarcado Ortodoxo.
Después del saludo del Patriarca, Su Beatitud Daniel, el Papa pronunció su discurso.
Al final, el Patriarca acompañó al Papa a la salida y le mostró las dos salas adyacentes a la del Conventus. Luego el Santo Padre se desplazó a la nueva Catedral ortodoxa de la Salvación del Pueblo.
Texto del discurso del Papa FRANCISCO al Sínodo Permanente de la Iglesia Ortodoxa Rumana:
VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO
A RUMANÍA
(31 DE MAYO - 2 DE JUNIO DE 2019)
A RUMANÍA
(31 DE MAYO - 2 DE JUNIO DE 2019)
ENCUENTRO CON EL PATRIARCA DANIEL Y EL SANTO SÍNODO
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Palacio del Patriarcado, Bucarest
Viernes, 31 de mayo de 2019
Viernes, 31 de mayo de 2019
Santidad, venerables Metropolitas y Obispos del Santo Sínodo:
Cristos a înviat! [¡Cristo ha resucitado!] La resurrección del Señor es el corazón del anuncio apostólico, transmitido y custodiado por nuestras Iglesias. El día de Pascua, los Apóstoles se regocijaron al ver al Resucitado (cf. Jn 20,20). En este tiempo de Pascua, también yo me regocijo al contemplar un reflejo de él en vuestros rostros, queridos Hermanos. Hace veinte años, ante este Santo Sínodo, el papa Juan Pablo II dijo: «he venido a contemplar el rostro de Cristo grabado en vuestra Iglesia; he venido a venerar este rostro sufriente, prenda de una nueva esperanza» (Discurso al Patriarca Teoctist y al Santo Sínodo, 8 mayo 1999: Insegnamenti XXII,1 [1999], 938). También yo he venido aquí hoy, peregrino, hermano peregrino, deseoso de ver el Rostro del Señor en el rostro de los hermanos; y, mirándoos, os agradezco de corazón vuestra acogida.
Los lazos de fe que nos unen se remontan a los Apóstoles, testigos del Resucitado, en particular al vínculo que unía Pedro a Andrés, que según la tradición trajo la fe a estas tierras. Hermanos de sangre (cf. Mc 1,16-18), lo fueron también, de manera excepcional, al derramar la sangre por el Señor. Ellos nos recuerdan que hay una fraternidad de la sangre que nos precede, y que, como una silenciosa corriente vivificante nunca ha dejado de irrigar y sostener nuestro caminar a lo largo de los siglos.
Aquí —como en tantos otros lugares actuales— habéis experimentado la Pascua de muerte y resurrección: muchos hijos e hijas de este país, de diferentes Iglesias y comunidades cristianas, han sufrido el viernes de la persecución, han atravesado el sábado del silencio, han vivido el domingo del renacimiento. ¡Cuántos mártires y confesores de la fe! Muchos, de confesiones distintas y en tiempos recientes, han estado en prisión uno al lado del otro apoyándose mutuamente. Su ejemplo está hoy ante nosotros y ante las nuevas generaciones que no han conocido aquellas dramáticas condiciones. Aquello por lo que han sufrido, hasta el punto de ofrecer sus vidas, es una herencia demasiado valiosa para que sea olvidada o mancillada. Y es una herencia común que nos llama a no distanciarnos del hermano que la comparte. Unidos a Cristo en el sufrimiento y el dolor, unidos por Cristo en la Resurrección para que «también nosotros llevemos una vida nueva» (Rm 6,4).
Santidad, querido Hermano: Hace veinte años, el encuentro entre nuestros predecesores fue un regalo pascual, un evento que contribuyó no sólo al resurgir de las relaciones entre ortodoxos y católicos en Rumania, sino también al diálogo entre católicos y ortodoxos en general. Aquel viaje, que un obispo de Roma realizaba por primera vez a un país de mayoría ortodoxa, allanó el camino para otros eventos similares. Me gustaría dirigir un pensamiento de grata memoria al Patriarca Teoctist. Cómo no recordar el grito espontáneo “Unitate, unitate”, que se elevó aquí en Bucarest en aquellos días. Fue un anuncio de esperanza que surgió del Pueblo de Dios, una profecía que inauguró un tiempo nuevo: el tiempo de caminar juntos en el redescubrimiento y el despertar de la fraternidad que ya nos une. Y esto es ya unitate.
Caminar juntos con la fuerza de la memoria. No la memoria de los males sufridos e infligidos, de juicios y prejuicios, de las excomunicaciones, que nos encierran en un círculo vicioso y conducen a actitudes estériles, sino la memoria de las raíces: los primeros siglos en los que el Evangelio, anunciado con parresia y espíritu de profecía, encontró e iluminó a nuevos pueblos y culturas; los primeros siglos de los mártires, los Padres y confesores de la fe, de la santidad vivida y testimoniada cotidianamente por tantas personas sencillas que comparten el mismo Cristo. Los primeros siglos de la parresia y de la profecía. Gracias a Dios, nuestras raíces son sanas, son sanas y sólidas y, aunque su crecimiento ha sido afectado por las tortuosidades y las dificultades del tiempo, estamos llamados, como el salmista, a recordar con gratitud todo lo que el Señor ha realizado en nosotros, a elevar hacia él un himno de alabanza mutua (cf. Sal 77,6.12-13). El recuerdo de los pasos que hemos dado juntos nos anima a continuar hacia el futuro siendo conscientes —ciertamente— de las diferencias, pero sobre todo con la acción de gracias por un ambiente familiar que hay que redescubrir, con la memoria de comunión que tenemos que reavivar y que, como una lámpara, dé luz a los pasos de nuestro camino.
Caminar juntos a la escucha del Señor. Nos sirve de ejemplo lo que el Señor hizo el día de Pascua, cuando caminaba con los discípulos hacia Emaús. Ellos discutían de lo que había sucedido, de sus inquietudes, dudas e interrogantes. El Señor los escuchó pacientemente y con toda franqueza conversó con ellos ayudándolos a entender y discernir lo que había sucedido (cf. Lc 24,15-27).
También nosotros necesitamos escuchar juntos al Señor, especialmente en estos últimos años en que los caminos del mundo nos han conducido a rápidos cambios sociales y culturales. Son muchos los que se han beneficiado del desarrollo tecnológico y el bienestar económico, pero la mayoría de ellos han quedado inevitablemente excluidos, mientras que una globalización uniformadora ha contribuido a desarraigar los valores de los pueblos, debilitando la ética y la vida en común, contaminada en tiempos recientes por una sensación generalizada de miedo y que, a menudo fomentada a propósito, lleva a actitudes de aislamiento y odio. Tenemos necesidad de ayudarnos para no rendirnos a las seducciones de una “cultura del odio”, de una cultura individualista que, tal vez no sea tan ideológica como en los tiempos de la persecución ateísta, es sin embargo más persuasiva e igual de materialista. A menudo nos presenta como una vía para el desarrollo lo que parece inmediato y decisivo, pero que en realidad sólo es indiferente y superficial. La fragilidad de los vínculos, que termina aislando a las personas, afecta en particular a la célula fundamental de la sociedad, la familia, y nos pide el esfuerzo de salir e ir en ayuda de las dificultades de nuestros hermanos y hermanas, especialmente de los más jóvenes, no con desaliento y nostalgia, como los discípulos de Emaús, sino con el deseo de comunicar a Jesús resucitado, corazón de la esperanza. Necesitamos renovar con el hermano la escucha de las palabras del Señor para que el corazón arda al unísono y el anuncio no se debilite (cf. vv. 32.35). Necesitamos dejarnos inflamar el corazón con la fuerza del Espíritu Santo.
El camino llega a su destino, como en Emaús, a través de la oración insistente, para que el Señor se quede con nosotros (cf. vv. 28-29). Él, que se revela al partir el pan (cf. vv. 30-31), llama a la caridad, a servir juntos; a “dar a Dios” antes de “decir Dios”; a no ser pasivos en el bien, sino prontos para alzarse y caminar, activos y colaboradores (cf. v. 33). Las numerosas comunidades ortodoxas rumanas, que allí donde están, colaboran excelentemente con las numerosas diócesis católicas de Europa occidental; son un ejemplo en este sentido. En muchos casos se ha desarrollado una relación de confianza mutua y amistad, basado en la fraternidad, alimentada por gestos concretos de acogida, apoyo y solidaridad. A través de esta relación mutua, muchos rumanos católicos y ortodoxos han descubierto que no son extraños, sino hermanos y amigos.
Caminar juntos hacia un nuevo Pentecostés. El trayecto que nos espera va desde la Pascua a Pentecostés: desde esa alba pascual de unidad, que aquí amaneció hace veinte años, nos dirigimos hacia un nuevo Pentecostés. Para los discípulos, la Pascua marcó el inicio de un nuevo camino en el que, sin embargo, los temores y las incertidumbres no habían desaparecido. Así fue hasta Pentecostés, cuando los Apóstoles, reunidos alrededor de la Santa Madre de Dios, con un solo Espíritu y en una pluralidad y riqueza de lenguas, fueron testigos del Resucitado con la Palabra y con la vida. Nuestro camino se ha reanudado a partir de la certeza de tener al hermano a nuestro lado, para compartir la fe fundada en la resurrección del mismo Señor. De Pascua a Pentecostés: tiempo para recogerse en oración bajo la protección de la Santa Madre de Dios, para invocar el Espíritu unos por otros. Que nos renueve el Espíritu Santo, que desdeña la uniformidad y ama plasmar la unidad en la más bella y armoniosa diversidad. Que su fuego consuma nuestras desconfianzas; su viento expulse las reticencias que nos impiden testimoniar juntos la nueva vida que nos ofrece. Que él, artífice de fraternidad, nos dé la gracia de caminar juntos; que él, creador de la novedad, nos haga valientes para experimentar nuevas formas de compartir y de misión. Que él, fortaleza de los mártires, nos ayude a que su sacrificio no sea infecundo.
Santidad y queridos hermanos: Caminemos juntos en alabanza de la Santísima Trinidad y en beneficio mutuo para ayudar a nuestros hermanos a ver a Jesús. Os renuevo mi gratitud y os aseguro el afecto, la amistad, la fraternidad y la oración mías y de la Iglesia Católica.
Cristos a înviat! [¡Cristo ha resucitado!] La resurrección del Señor es el corazón del anuncio apostólico, transmitido y custodiado por nuestras Iglesias. El día de Pascua, los Apóstoles se regocijaron al ver al Resucitado (cf. Jn 20,20). En este tiempo de Pascua, también yo me regocijo al contemplar un reflejo de él en vuestros rostros, queridos Hermanos. Hace veinte años, ante este Santo Sínodo, el papa Juan Pablo II dijo: «he venido a contemplar el rostro de Cristo grabado en vuestra Iglesia; he venido a venerar este rostro sufriente, prenda de una nueva esperanza» (Discurso al Patriarca Teoctist y al Santo Sínodo, 8 mayo 1999: Insegnamenti XXII,1 [1999], 938). También yo he venido aquí hoy, peregrino, hermano peregrino, deseoso de ver el Rostro del Señor en el rostro de los hermanos; y, mirándoos, os agradezco de corazón vuestra acogida.
Los lazos de fe que nos unen se remontan a los Apóstoles, testigos del Resucitado, en particular al vínculo que unía Pedro a Andrés, que según la tradición trajo la fe a estas tierras. Hermanos de sangre (cf. Mc 1,16-18), lo fueron también, de manera excepcional, al derramar la sangre por el Señor. Ellos nos recuerdan que hay una fraternidad de la sangre que nos precede, y que, como una silenciosa corriente vivificante nunca ha dejado de irrigar y sostener nuestro caminar a lo largo de los siglos.
Aquí —como en tantos otros lugares actuales— habéis experimentado la Pascua de muerte y resurrección: muchos hijos e hijas de este país, de diferentes Iglesias y comunidades cristianas, han sufrido el viernes de la persecución, han atravesado el sábado del silencio, han vivido el domingo del renacimiento. ¡Cuántos mártires y confesores de la fe! Muchos, de confesiones distintas y en tiempos recientes, han estado en prisión uno al lado del otro apoyándose mutuamente. Su ejemplo está hoy ante nosotros y ante las nuevas generaciones que no han conocido aquellas dramáticas condiciones. Aquello por lo que han sufrido, hasta el punto de ofrecer sus vidas, es una herencia demasiado valiosa para que sea olvidada o mancillada. Y es una herencia común que nos llama a no distanciarnos del hermano que la comparte. Unidos a Cristo en el sufrimiento y el dolor, unidos por Cristo en la Resurrección para que «también nosotros llevemos una vida nueva» (Rm 6,4).
Santidad, querido Hermano: Hace veinte años, el encuentro entre nuestros predecesores fue un regalo pascual, un evento que contribuyó no sólo al resurgir de las relaciones entre ortodoxos y católicos en Rumania, sino también al diálogo entre católicos y ortodoxos en general. Aquel viaje, que un obispo de Roma realizaba por primera vez a un país de mayoría ortodoxa, allanó el camino para otros eventos similares. Me gustaría dirigir un pensamiento de grata memoria al Patriarca Teoctist. Cómo no recordar el grito espontáneo “Unitate, unitate”, que se elevó aquí en Bucarest en aquellos días. Fue un anuncio de esperanza que surgió del Pueblo de Dios, una profecía que inauguró un tiempo nuevo: el tiempo de caminar juntos en el redescubrimiento y el despertar de la fraternidad que ya nos une. Y esto es ya unitate.
Caminar juntos con la fuerza de la memoria. No la memoria de los males sufridos e infligidos, de juicios y prejuicios, de las excomunicaciones, que nos encierran en un círculo vicioso y conducen a actitudes estériles, sino la memoria de las raíces: los primeros siglos en los que el Evangelio, anunciado con parresia y espíritu de profecía, encontró e iluminó a nuevos pueblos y culturas; los primeros siglos de los mártires, los Padres y confesores de la fe, de la santidad vivida y testimoniada cotidianamente por tantas personas sencillas que comparten el mismo Cristo. Los primeros siglos de la parresia y de la profecía. Gracias a Dios, nuestras raíces son sanas, son sanas y sólidas y, aunque su crecimiento ha sido afectado por las tortuosidades y las dificultades del tiempo, estamos llamados, como el salmista, a recordar con gratitud todo lo que el Señor ha realizado en nosotros, a elevar hacia él un himno de alabanza mutua (cf. Sal 77,6.12-13). El recuerdo de los pasos que hemos dado juntos nos anima a continuar hacia el futuro siendo conscientes —ciertamente— de las diferencias, pero sobre todo con la acción de gracias por un ambiente familiar que hay que redescubrir, con la memoria de comunión que tenemos que reavivar y que, como una lámpara, dé luz a los pasos de nuestro camino.
Caminar juntos a la escucha del Señor. Nos sirve de ejemplo lo que el Señor hizo el día de Pascua, cuando caminaba con los discípulos hacia Emaús. Ellos discutían de lo que había sucedido, de sus inquietudes, dudas e interrogantes. El Señor los escuchó pacientemente y con toda franqueza conversó con ellos ayudándolos a entender y discernir lo que había sucedido (cf. Lc 24,15-27).
También nosotros necesitamos escuchar juntos al Señor, especialmente en estos últimos años en que los caminos del mundo nos han conducido a rápidos cambios sociales y culturales. Son muchos los que se han beneficiado del desarrollo tecnológico y el bienestar económico, pero la mayoría de ellos han quedado inevitablemente excluidos, mientras que una globalización uniformadora ha contribuido a desarraigar los valores de los pueblos, debilitando la ética y la vida en común, contaminada en tiempos recientes por una sensación generalizada de miedo y que, a menudo fomentada a propósito, lleva a actitudes de aislamiento y odio. Tenemos necesidad de ayudarnos para no rendirnos a las seducciones de una “cultura del odio”, de una cultura individualista que, tal vez no sea tan ideológica como en los tiempos de la persecución ateísta, es sin embargo más persuasiva e igual de materialista. A menudo nos presenta como una vía para el desarrollo lo que parece inmediato y decisivo, pero que en realidad sólo es indiferente y superficial. La fragilidad de los vínculos, que termina aislando a las personas, afecta en particular a la célula fundamental de la sociedad, la familia, y nos pide el esfuerzo de salir e ir en ayuda de las dificultades de nuestros hermanos y hermanas, especialmente de los más jóvenes, no con desaliento y nostalgia, como los discípulos de Emaús, sino con el deseo de comunicar a Jesús resucitado, corazón de la esperanza. Necesitamos renovar con el hermano la escucha de las palabras del Señor para que el corazón arda al unísono y el anuncio no se debilite (cf. vv. 32.35). Necesitamos dejarnos inflamar el corazón con la fuerza del Espíritu Santo.
El camino llega a su destino, como en Emaús, a través de la oración insistente, para que el Señor se quede con nosotros (cf. vv. 28-29). Él, que se revela al partir el pan (cf. vv. 30-31), llama a la caridad, a servir juntos; a “dar a Dios” antes de “decir Dios”; a no ser pasivos en el bien, sino prontos para alzarse y caminar, activos y colaboradores (cf. v. 33). Las numerosas comunidades ortodoxas rumanas, que allí donde están, colaboran excelentemente con las numerosas diócesis católicas de Europa occidental; son un ejemplo en este sentido. En muchos casos se ha desarrollado una relación de confianza mutua y amistad, basado en la fraternidad, alimentada por gestos concretos de acogida, apoyo y solidaridad. A través de esta relación mutua, muchos rumanos católicos y ortodoxos han descubierto que no son extraños, sino hermanos y amigos.
Caminar juntos hacia un nuevo Pentecostés. El trayecto que nos espera va desde la Pascua a Pentecostés: desde esa alba pascual de unidad, que aquí amaneció hace veinte años, nos dirigimos hacia un nuevo Pentecostés. Para los discípulos, la Pascua marcó el inicio de un nuevo camino en el que, sin embargo, los temores y las incertidumbres no habían desaparecido. Así fue hasta Pentecostés, cuando los Apóstoles, reunidos alrededor de la Santa Madre de Dios, con un solo Espíritu y en una pluralidad y riqueza de lenguas, fueron testigos del Resucitado con la Palabra y con la vida. Nuestro camino se ha reanudado a partir de la certeza de tener al hermano a nuestro lado, para compartir la fe fundada en la resurrección del mismo Señor. De Pascua a Pentecostés: tiempo para recogerse en oración bajo la protección de la Santa Madre de Dios, para invocar el Espíritu unos por otros. Que nos renueve el Espíritu Santo, que desdeña la uniformidad y ama plasmar la unidad en la más bella y armoniosa diversidad. Que su fuego consuma nuestras desconfianzas; su viento expulse las reticencias que nos impiden testimoniar juntos la nueva vida que nos ofrece. Que él, artífice de fraternidad, nos dé la gracia de caminar juntos; que él, creador de la novedad, nos haga valientes para experimentar nuevas formas de compartir y de misión. Que él, fortaleza de los mártires, nos ayude a que su sacrificio no sea infecundo.
Santidad y queridos hermanos: Caminemos juntos en alabanza de la Santísima Trinidad y en beneficio mutuo para ayudar a nuestros hermanos a ver a Jesús. Os renuevo mi gratitud y os aseguro el afecto, la amistad, la fraternidad y la oración mías y de la Iglesia Católica.
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