sábado, 1 de junio de 2013

FRANCISCO: Discursos (Mayo 21, 18, 17, 16, 10 y 4)

VISITA A LA CASA DE ACOGIDA "DONO DI MARIA":
ENCUENTRO CON LAS MISIONERAS DE LA CARIDAD,
LOS HUÉSPEDES Y LOS VOLUNTARIOS

PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Martes 21 de Mayo de 2013

Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes.

Os dirijo a todos un afectuoso saludo; de modo del todo especial a vosotros, queridos huéspedes de esta Casa, que es sobre todo vuestra, porque para vosotros se pensó e instituyó. Doy las gracias a cuantos, de diversas maneras, sostienen esta bella realidad del Vaticano. Mi presencia esta tarde quiere ser ante todo un gracias sincero a las Misioneras de la Caridad, fundadas por la beata Teresa de Calcuta, que trabajan aquí desde hace 25 años, con numerosos voluntarios, a favor de tantas personas necesitadas de ayuda. ¡Gracias de corazón! Vosotras, queridas Hermanas junto a los Misioneros de la Caridad y a los colaboradores, hacéis visible el amor de la Iglesia por los pobres. Con vuestro servicio cotidiano sois —como dice un Salmo— la mano de Dios que sacia el hambre de todo viviente (cf. Sal 145, 16). En estos años, ¡cuántas veces os habéis inclinado hacia quien lo necesita, como el buen samaritano, le habéis mirado a los ojos, le habéis dado la mano para aliviarle! ¡Cuántas bocas habéis saciado con paciencia y dedicación! ¡Cuántas heridas, especialmente espirituales, habéis vendado! Hoy desearía detenerme en tres palabras que os son familiares: Casa, don y María.

Esta estructura, querida e inaugurada por el beato Juan Pablo II—¡esto es algo entre santos, entre beatos! Juan Pablo II, Teresa de Calcuta; y la santidad ha pasado; ¡es bello esto!— es una «casa». Y cuando decimos «casa» entendemos un lugar de acogida, una morada, un ambiente humano donde estar bien, reencontrarse a uno mismo, sentirse introducido en un territorio, en una comunidad. Más profundamente todavía, «casa» es una palabra de sabor típicamente familiar, que recuerda el calor, el afecto, el amor que se pueden experimentar en una familia. La «casa» entonces representa la riqueza humana más preciosa, la del encuentro, la de las relaciones entre las personas, distintas por edad, por cultura y por historia, pero que viven juntas y que juntas se ayudan a crecer. Precisamente por esto la «casa» es un lugar decisivo en la vida, donde la vida crece y se puede realizar, porque es un lugar donde cada persona aprende a recibir amor y a donar amor. Esta es la «casa». Y esto busca ser desde hace 25 años también esta casa. En el límite entre el Vaticano e Italia, representa una fuerte llamada a todos nosotros, a la Iglesia, a la ciudad de Roma, para ser cada vez más familia, «casa» en la que se está abierto a la acogida, a la atención, a la fraternidad.

Hay también una segunda palabra muy importante: la palabra «don», que califica esta Casa y define su identidad típica. Es una Casa, en efecto, que se caracteriza por el don, y por el don recíproco. ¿Qué es lo que quiero decir? Quiero decir que esta Casa dona acogida, apoyo material y espiritual a vosotros, queridos huéspedes, procedentes de distintas partes del mundo; pero también vosotros sois un don para esta Casa y para la Iglesia. Vosotros nos decís que amar a Dios y al prójimo no es algo abstracto, sino profundamente concreto: quiere decir ver en cada persona el rostro del Señor que hay que servir, y servirle concretamente. Y vosotros sois, queridos hermanos y hermanas, el rostro de Jesús. 


¡Gracias! Vosotros «donáis» la posibilidad, a cuantos trabajan en este lugar, de servir a Jesús en quien se encuentra en dificultad, en quien necesita ayuda. Así que esta Casa es una luminosa transparencia de la caridad de Dios, que es un Padre bueno y misericordioso para todos. Aquí se vive una hospitalidad abierta, sin distinción de nacionalidad o de religión, según la enseñanza de Jesús: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10, 8). Debemos recuperar todos el sentido del don, de la gratuidad, de la solidaridad. Un capitalismo salvaje ha enseñado la lógica del beneficio a cualquier precio; de dar para obtener; de la explotación sin contemplar a las personas... y los resultados los vemos en la crisis que estamos viviendo. Esta Casa es un lugar que educa en la caridad, una «escuela» de caridad que enseña a ir al encuentro de cada persona, no por beneficio, sino por amor. La música —digámoslo así— de esta Casa es el amor. ¡Y esto es bello! Y me gusta que seminaristas de todo el mundo vengan aquí para tener una experiencia directa de servicio. Los futuros sacerdotes pueden así vivir de modo concreto un aspecto esencial de la misión de la Iglesia y atesorarlo para su ministerio pastoral.

Finalmente hay una última característica de esta Casa: esta se califica como un don «de María». La Virgen Santa hizo de su existencia un don incesante y precioso a Dios, porque amaba al Señor. María es un ejemplo y un estímulo para quienes viven en esta Casa, y para todos nosotros, a fin de vivir la caridad hacia el prójimo, no por una especie de deber social, sino partiendo del amor de Dios, de la caridad de Dios. Y también —como hemos oído de la Madre— María es quien nos lleva a Jesús y nos enseña cómo ir donde Jesús; y la Madre de Jesús es nuestra y hace familia, con nosotros y con Jesús. Para nosotros, cristianos, el amor al prójimo nace del amor de Dios y es de ello la más límpida expresión. Aquí se busca amar al prójimo, pero también dejarse amar por el prójimo. Estas dos actitudes caminan juntas; no puede haber una sin la otra. En el papel con membrete de las Misioneras de la Caridad están impresas estas palabras de Jesús: «Todo lo que hayáis hecho a uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Amar a Dios en los hermanos y amar a los hermanos en Dios.

Queridos amigos, gracias de nuevo a cada uno de vosotros. Oro para que esta Casa siga siendo un lugar de acogida, de don, de caridad, en el corazón de nuestra ciudad de Roma. Que la Virgen María vele siempre por vosotros y os acompañe mi bendición. Gracias.

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PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
Sábado 18 de Mayo de 2013


Pregunta 1:

«La verdad cristiana es atrayente y persuasiva porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, al anunciar de manera convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres». Santo Padre, estas palabras suyas nos han impresionado profundamente: expresan de manera directa y radical la experiencia que cada uno de nosotros desea vivir sobre todo en el Año de la fe y en esta peregrinación que esta tarde nos ha traído aquí. Estamos ante usted para renovar nuestra fe, para confirmarla, para reforzarla. Sabemos que la fe no puede ser de una vez por todas. Como decía Benedicto XVI en Porta fidei: «La fe no es un presupuesto obvio». Esta afirmación no se refiere sólo al mundo, a los demás, a la tradición de la que venimos: esta afirmación se refiere ante todo a cada uno de nosotros. Demasiadas veces nos damos cuenta de cómo la fe es un germen de novedad, un inicio de cambio, pero a duras penas abarca la totalidad de la vida. No se convierte en el origen de todo nuestro conocer y hacer. Santidad, usted ¿cómo pudo en su vida llegar a la certeza de la fe? Y ¿qué camino nos indica para que cada uno de nosotros venza la fragilidad de la fe?

Pregunta 2:

Padre Santo, la mía es una experiencia de vida cotidiana, como tantas. Busco vivir la fe en el ambiente de trabajo, en contacto con los demás, como testimonio sincero del bien recibido en el encuentro con el Señor. Soy, somos «pensamientos de Dios», colmados por un Amor misterioso que nos ha dado la vida. Enseño en una escuela y esta conciencia me da el motivo para apasionar a mis chavales y también a los colegas. Compruebo a menudo que muchos buscan la felicidad en muchos caminos individuales en los que la vida y sus grandes interrogantes frecuentemente se reducen al materialismo de quien quiere tener todo y se queda perennemente insatisfecho, o al nihilismo según el cual nada tiene sentido. Me pregunto cómo puede llegar la propuesta de la fe —que es la de un encuentro personal, la de una comunidad, un pueblo— al corazón del hombre y de la mujer de nuestro tiempo. Estamos hechos para el infinito —«¡Apostad la vida por las cosas grandes!», nos dijo usted recientemente—, pero todo en torno a nosotros y a nuestros jóvenes parece decir que hay que conformarse con respuestas mediocres, inmediatas, y que el hombre debe entregarse a lo finito sin buscar otra cosa. A veces nos sentimos amedrentados, como los discípulos en la vigilia de Pentecostés. La Iglesia nos invita a la Nueva Evangelización. Creo que todos los aquí presentes sentimos fuertemente este desafío, que está en el corazón de nuestras experiencias. Por esto desearía pedirle, Padre Santo, que nos ayude, a mí y a todos, a entender cómo vivir este desafío en nuestro tiempo. ¿Para usted qué es lo más importante que todos nosotros, movimientos, asociaciones y comunidades, debemos contemplar para llevar a cabo la tarea a la que estamos llamados? ¿Cómo podemos comunicar de modo eficaz la fe hoy?

Pregunta 3:

Padre Santo, he oído con emoción las palabras que dijo en la audiencia a los periodistas tras su elección: «Cómo querría una Iglesia pobre y para los pobres». Muchos de nosotros estamos comprometidos con obras de caridad y justicia: somos parte activa de la arraigada presencia de la Iglesia allí donde el hombre sufre. Soy una empleada, tengo familia, y en la medida en que puedo me comprometo personalmente con la cercanía y la ayuda a los pobres. Pero no por esto me siento satisfecha. Desearía poder decir con la Madre Teresa: Todo es por Cristo. La gran ayuda para vivir esta experiencia son los hermanos y las hermanas de mi comunidad, que se comprometen por un mismo objetivo. Y en este compromiso nos sostiene la fe y la oración. La necesidad es grande. Nos lo ha recordado usted: «¡Cuántos pobres hay todavía en el mundo! Y ¡cuánto sufrimiento afrontan estas personas!». Y la crisis lo ha agravado todo. Pienso en la pobreza que aflige a tantos países y que se asoma también al mundo del bienestar, en la falta de trabajo, en los movimientos de emigración masiva, en las nuevas esclavitudes, en el abandono y en la soledad de muchas familias, de muchos ancianos y de tantas personas que carecen de casa o de trabajo. Desearía preguntarle, Padre Santo, ¿cómo podemos vivir, todos nosotros, una Iglesia pobre y para los pobres? ¿De qué forma el hombre que sufre es un interrogante para nuestra fe? Todos nosotros, como movimientos y asociaciones laicales, ¿qué contribución concreta y eficaz podemos dar a la Iglesia y a la sociedad para afrontar esta grave crisis que toca la ética pública, el modelo de desarrollo, la política, en resumen, un nuevo modo de ser hombres y mujeres?

Pregunta 4:

Caminar, construir, confesar. Este «programa» suyo para una Iglesia-movimiento, así al menos lo he entendido al oír una de sus homilías al comienzo del Pontificado, nos ha confortado y estimulado. Confortado, porque nos hemos encontrado en una unidad profunda con los amigos de la comunidad cristiana y con toda la Iglesia universal. Estimulado, porque en cierto sentido usted nos ha obligado a sacudir el polvo del tiempo y de la superficialidad de nuestra adhesión a Cristo. Pero debo decir que no consigo superar la sensación de turbación que me produce una de estas palabras: confesar. Confesar, esto es, testimoniar la fe. Pensemos en tantos hermanos nuestros que sufren a causa de ella, como oímos hace poco tiempo. A quien el domingo por la mañana tiene que decidir si ir a Misa porque sabe que, al hacerlo, peligra su vida. A quien se siente cercado y discriminado por la fe cristiana en tantas, demasiadas, partes de este mundo nuestro. Frente a estas situaciones parece que mi confesar, nuestro testimonio, es tímido y amedrentado. Desearíamos hacer más, pero ¿qué? Y ¿cómo aliviar su sufrimiento al no poder hacer nada, o muy poco, para cambiar su contexto político y social?
 
Respuestas del Santo Padre Francisco

¡Buenas tardes a todos!

Estoy contento de encontraros y de que todos nosotros nos encontremos en esta plaza para orar, para estar unidos y para esperar el don del Espíritu. Conocía vuestras preguntas y he pensado en ellas —¡así que esto no es sin conocimiento! Ante todo, ¡la verdad! Las tengo aquí, escritas.

La primera —«Usted ¿cómo pudo en su vida llegar a la certeza de la fe? Y ¿qué camino nos indica para que cada uno de nosotros venza la fragilidad de la fe?»— es una pregunta histórica, porque se refiere a mi historia, ¡la historia de mi vida!

Tuve la gracia de crecer en una familia en la que la fe se vivía de modo sencillo y concreto; pero fue sobre todo mi abuela, la mamá de mi padre, quien marcó mi camino de fe. Era una mujer que nos explicaba, nos hablaba de Jesús, nos enseñaba el Catecismo. Recuerdo siempre que el Viernes Santo nos llevaba, por la tarde, a la procesión de las antorchas, y al final de esta procesión llegaba el «Cristo yacente», y la abuela nos hacía —a nosotros, niños— arrodillarnos y nos decía: «Mirad, está muerto, pero mañana resucita». Recibí el primer anuncio cristiano precisamente de esta mujer, ¡de mi abuela! ¡Esto es bellísimo! El primer anuncio en casa, ¡con la familia! Y esto me hace pensar en el amor de tantas mamás y de tantas abuelas en la transmisión de la fe. Son quienes transmiten la fe. Esto sucedía también en los primeros tiempos, porque san Pablo decía a Timoteo: «Evoco el recuerdo de la fe de tu abuela y de tu madre» (cf. 2 Tm 1,5). Todas las mamás que están aquí, todas las abuelas, ¡pensad en esto! Transmitir la fe. Porque Dios nos pone al lado personas que ayudan nuestro camino de fe. Nosotros no encontramos la fe en lo abstracto, ¡no! Es siempre una persona que predica, que nos dice quién es Jesús, que nos transmite la fe, nos da el primer anuncio. Y así fue la primera experiencia de fe que tuve.

Pero hay un día muy importante para mí: el 21 de septiembre del ‘53. Tenía casi 17 años. Era el «Día del estudiante», para nosotros el día de  primavera —para vosotros aquí es el día de otoño. Antes de acudir a la fiesta, pasé por la parroquia a la que iba, encontré a un sacerdote a quien no conocía, y sentí la necesidad de confesarme. Ésta fue para mí una experiencia de encuentro: encontré a alguien que me esperaba. Pero no sé qué pasó, no lo recuerdo, no sé por qué estaba aquel sacerdote allí, a quien no conocía, por qué había sentido ese deseo de confesarme, pero la verdad es que alguien me esperaba. Me estaba esperando desde hacía tiempo. Después de la confesión sentí que algo había cambiado. Yo no era el mismo. Había oído justamente como una voz, una llamada: estaba convencido de que tenía que ser sacerdote. Esta experiencia en la fe es importante. Nosotros decimos que debemos buscar a Dios, ir a Él a pedir perdón, pero cuando vamos Él nos espera, ¡Él está primero! Nosotros, en español, tenemos una palabra que expresa bien esto: «El Señor siempre nos primerea», está primero, ¡nos está esperando! Y ésta es precisamente una gracia grande: encontrar a alguien que te está esperando. Tú vas pecador, pero Él te está esperando para perdonarte. Ésta es la experiencia que los profetas de Israel describían diciendo que el Señor es como la flor del almendro, la primera flor de primavera (cf. Jer 1, 11-12). Antes de que salgan las demás flores, está él: él que espera. El Señor nos espera. Y cuando le buscamos, hallamos esta realidad: que es Él quien nos espera para acogernos, para darnos su amor. Y esto te lleva al corazón un estupor tal que no lo crees, y así va creciendo la fe. Con el encuentro con una persona, con el encuentro con el Señor. Alguno dirá: «No; yo prefiero estudiar la fe en los libros». Es importante estudiarla, pero mira: esto solo no basta. Lo importante es el encuentro con Jesús, el encuentro con Él; y esto te da la fe, porque es precisamente Él quien te la da. Hablabais también de la fragilidad de la fe, cómo se hace para vencerla. El mayor enemigo de la fragilidad —curioso, ¿eh?— es el miedo. ¡Pero no tengáis miedo! Somos frágiles, y lo sabemos. Pero Él es más fuerte. Si tú estás con Él, no hay problema. Un niño es fragilísimo —he visto muchos hoy—, pero estaba con su papá, con su mamá: está seguro. Con el Señor estamos seguros. La fe crece con el Señor, precisamente de la mano del Señor; esto nos hace crecer y nos hace fuertes Pero si pensamos que podemos arreglárnoslas solos... Pensemos en qué le sucedió a Pedro: 

«Señor, nunca te negaré» (cf. Mt 26, 33-35); y después cantó el gallo y le había negado tres veces (cf. vv. 69-75). Pensemos: cuando nos fiamos demasiado de nosotros mismos, somos más frágiles, más frágiles. ¡Siempre con el Señor! Y decir «con el Señor» significa decir con la Eucaristía, con la Biblia, con la oración... pero también en familia, también con mamá, también con ella, porque ella es quien nos lleva al Señor; es la madre, es quien sabe todo. Así rezar también a la Virgen y pedirle, como mamá, que me fortalezca. Esto es lo que pienso sobre la fragilidad; al menos es mi experiencia. Algo que me hace fuerte todos los días es rezar el Rosario a la Virgen. Siento una fuerza muy grande porque acudo a Ella y me siento fuerte.

Pasemos a la segunda pregunta.

«Creo que todos los aquí presentes sentimos fuertemente este desafío, el desafío de la evangelización, que está en el corazón de nuestras experiencias. Por esto desearía pedirle, Padre Santo, que nos ayude, a mí y a todos, a entender cómo vivir este desafío en nuestro tiempo. ¿Para usted qué es lo más importante que todos nosotros, movimientos, asociaciones y comunidades, debemos contemplar para llevar a cabo la tarea a la que estamos llamados? ¿Cómo podemos comunicar de modo eficaz la fe hoy?»

Diré sólo tres palabras.

La primera: Jesús. ¿Qué es lo más importante? Jesús. Si vamos adelante con la organización, con otras cosas, con cosas bellas, pero sin Jesús, no vamos adelante; la cosa no marcha. Jesús es más importante. Ahora desearía hacer un pequeño reproche, pero fraternalmente, entre nosotros. Todos habéis gritado en la plaza: «Francisco, Francisco, Papa Francisco». Pero, ¿qué era de Jesús? Habría querido que gritarais: «Jesús, Jesús es el Señor, ¡y está en medio de nosotros!». De ahora en adelante nada de «Francisco», ¡sino Jesús!

La segunda palabra es: la oración. Mirar el rostro de Dios, pero sobre todo —y esto está unido a lo que he dicho antes— sentirse mirado. El Señor nos mira: nos mira antes. Mi 
vivencia es lo que experimento ante el sagrario cuando voy a orar, por la tarde, ante el Señor. Algunas veces me duermo un poquito; esto es verdad, porque un poco el cansancio del día te adormece. Pero Él me entiende. Y siento tanto consuelo cuando pienso que Él me mira. Nosotros pensamos que debemos rezar, hablar, hablar, hablar... ¡no! Déjate mirar por el Señor. Cuando Él nos mira, nos da la fuerza y nos ayuda a testimoniarle —porque la pregunta era sobre el testimonio de la fe, ¿no?—. Primero «Jesús»; después «oración» —sentimos que Dios nos lleva de la mano—. Así que subrayo la importancia de dejarse guiar por Él. Esto es más importante que cualquier cálculo. Somos verdaderos evangelizadores dejándonos guiar por Él. Pensemos en Pedro; tal vez estaba echándose la siesta y tuvo una visión, la visión del lienzo con todos los animales, y oyó que Jesús le decía algo, pero él no entendía. En ese momento llegaron algunos no-judíos a llamarle para ir a una casa, y vio cómo el Espíritu Santo estaba allí. Pedro se dejó guiar por Jesús para llevar  aquella primera evangelización a los gentiles, quienes no eran judíos: algo inimaginable en aquel tiempo (cf. Hch 10, 9-33). Y así, toda la historia, ¡toda la historia! 


Dejarse guiar por Jesús. Es precisamente el leader, nuestro leader es Jesús.

Y la tercera: el testimonio. Jesús, oración —la oración, ese dejarse guiar por Él— y después el testimonio. Pero desearía añadir algo. Este dejarse guiar por Jesús te lleva a las sorpresas de Jesús. Se puede pensar que la evangelización debemos programarla teóricamente, pensando en las estrategias, haciendo planes. Pero estos son instrumentos, pequeños instrumentos. Lo importante es Jesús y dejarse guiar por Él. Después podemos trazar las estrategias, pero esto es secundario.

Finalmente, el testimonio: la comunicación de la fe se puede hacer sólo con el testimonio, y esto es el amor. No con nuestras ideas, sino con el Evangelio vivido en la propia existencia y que el Espíritu Santo hace vivir dentro de nosotros. Es como una sinergia entre nosotros y el Espíritu Santo, y esto conduce al testimonio. A la Iglesia la llevan adelante los santos, que son precisamente quienes dan este testimonio. Como dijo Juan Pablo II y también Benedicto XVI, el mundo de hoy tiene mucha necesidad de testigos. No tanto de maestros, sino de testigos. No hablar tanto, sino hablar con toda la vida: la coherencia de vida, ¡precisamente la coherencia de vida! Una coherencia de vida que es vivir el cristianismo como un encuentro con Jesús que me lleva a los demás y no como un hecho social. 
Socialmente somos así, somos cristianos, cerrados en nosotros. No, ¡esto no! ¡El testimonio!

La tercera pregunta: «Desearía preguntarle, Padre Santo, ¿cómo podemos vivir, todos nosotros, una Iglesia pobre y para los pobres? ¿De qué forma el hombre que sufre es un interrogante para nuestra fe? Todos nosotros, como movimientos y asociaciones laicales, ¿qué contribución concreta y eficaz podemos dar a la Iglesia y a la sociedad para afrontar esta grave crisis que toca la ética pública» —¡esto es importante!—, «el modelo de desarrollo, la política, en resumen, un nuevo modo de ser hombres y mujeres?».

Retomo desde el testimonio. Ante todo, vivir el Evangelio es la principal contribución que podemos dar. La Iglesia no es un movimiento político, ni una estructura bien organizada: no es esto. No somos una ONG, y cuando la Iglesia se convierte en una ONG pierde la sal, no tiene sabor, es sólo una organización vacía. Y en esto sed listos, porque el diablo nos engaña, porque existe el peligro del eficientismo. Una cosa es predicar a Jesús, otra cosa es la eficacia, ser eficaces. No; aquello es otro valor. El valor de la Iglesia, fundamentalmente, es vivir el Evangelio y dar testimonio de nuestra fe. La Iglesia es la sal de la tierra, es luz del mundo, está llamada a hacer presente en la sociedad la levadura del Reino de Dios y lo hace ante todo con su testimonio, el testimonio del amor fraterno, de la solidaridad, del compartir. Cuando se oye a algunos decir que la solidaridad no es un valor, sino una «actitud primaria» que debe desaparecer... ¡esto no funciona! Se está pensando en una eficacia sólo mundana. Los momentos de crisis, como los que estamos viviendo —pero tú dijiste antes que «estamos en un mundo de mentiras»—, este momento de crisis, prestemos atención, no consiste en una crisis sólo económica; no es una crisis cultural. Es una crisis del hombre: ¡lo que está en crisis es el hombre! ¡Y lo que puede resultar destruido es el hombre! ¡Pero el hombre es imagen de Dios! ¡Por esto es una crisis profunda! En este momento de crisis no podemos preocuparnos sólo de nosotros mismos, encerrarnos en la soledad, en el desaliento, en el sentimiento de impotencia ante los problemas. No os encerréis, por favor. Esto es un peligro: nos encerramos en la parroquia, con los amigos, en el movimiento, con quienes pensamos las mismas cosas... pero ¿sabéis qué ocurre? Cuando la Iglesia se cierra, se enferma, se enferma. Pensad en una habitación cerrada durante un año; cuando vas huele a humedad, muchas cosas no marchan. Una Iglesia cerrada es lo mismo: es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Adónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean. Pero salir. Jesús nos dice: «Id por todo el mundo. Id. Predicad. Dad testimonio del Evangelio» (cf. Mc 16, 15). Pero ¿qué ocurre si uno sale de sí mismo? Puede suceder lo que le puede pasar a cualquiera que salga de casa y vaya por la calle: un accidente. Pero yo os digo: prefiero mil veces una Iglesia accidentada, que haya tenido un accidente, que una Iglesia enferma por encerrarse. Salid fuera, ¡salid! Pensad en lo que dice el Apocalipsis. Dice algo bello: que Jesús está a la puerta y llama, llama para entrar a nuestro corazón (cf. Ap 3, 20). Este es el sentido del Apocalipsis. Pero haceos esta pregunta: ¿cuántas veces Jesús está dentro y llama a la puerta para salir, para salir fuera, y no le dejamos salir sólo por nuestras seguridades, porque muchas veces estamos encerrados en estructuras caducas, que sirven sólo para hacernos esclavos y no hijos de Dios libres? En esta «salida» es importante ir al encuentro; esta palabra para mí es muy importante: el encuentro con los demás. ¿Por qué? Porque la fe es un encuentro con Jesús, y nosotros debemos hacer lo mismo que hace Jesús: encontrar a los demás. Vivimos una cultura del desencuentro, una cultura de la fragmentación, una cultura en la que lo que no me sirve lo tiro, la cultura del descarte. Pero sobre este punto os invito a pensar —y es parte de la crisis— en los ancianos, que son la sabiduría de un pueblo, en los niños... ¡la cultura del descarte! Pero nosotros debemos ir al encuentro y debemos crear con nuestra fe una «cultura del encuentro», una cultura de la amistad, una cultura donde hallamos hermanos, donde podemos hablar también con quienes no piensan como nosotros, también con quienes tienen otra fe, que no tienen la misma fe. Todos tienen algo en común con nosotros: son imágenes de Dios, son hijos de Dios. Ir al encuentro con todos, sin negociar nuestra pertenencia. Y otro punto es importante: con los pobres. Si salimos de nosotros mismos, hallamos la pobreza. Hoy —duele el corazón al decirlo—, hoy, hallar a un vagabundo muerto de frío no es noticia. Hoy es noticia, tal vez, un escándalo. Un escándalo: ¡ah! Esto es noticia. Hoy, pensar en que muchos niños no tienen qué comer no es noticia. Esto es grave, ¡esto es grave! No podemos quedarnos tranquilos. En fin... las cosas son así. No podemos volvernos cristianos almidonados, esos cristianos demasiado educados, que hablan de cosas teológicas mientras se toman el té, tranquilos. ¡No! Nosotros debemos ser cristianos valientes e ir a buscar a quienes son precisamente la carne de Cristo, ¡los que son la carne de Cristo! Cuando voy a confesar —ahora no puedo, porque salir a confesar... De aquí no se puede salir, pero este es otro problema—, cuando yo iba confesar en la diócesis precedente, venían algunos y siempre hacía esta pregunta: «Pero ¿usted da limosna?». —«Sí, padre». «Ah, bien, bien». Y hacía dos más: «Dígame, cuando usted da limosna, ¿mira a los ojos de aquél a quien da limosna?».  —«Ah, no sé, no me he dado cuenta». Segunda pregunta: «Y cuando usted da la limosna, ¿toca la mano de aquel a quien le da la limosna, o le echa la moneda?». Este es el problema: la carne de Cristo, tocar la carne de Cristo, tomar sobre nosotros este dolor por los pobres. La pobreza, para nosotros cristianos, no es una categoría sociológica o filosófica y cultural: no; es una categoría teologal. Diría, tal vez la primera categoría, porque aquel Dios, el Hijo de Dios, se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino. Y esta es nuestra pobreza: la pobreza de la carne de Cristo, la pobreza que nos ha traído el Hijo de Dios con su Encarnación. Una Iglesia pobre para los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué es esta pobreza, la pobreza del Señor. Y esto no es fácil. Pero existe un problema que no hace bien a los cristianos: el espíritu del mundo, el espíritu mundano, la mundanidad espiritual. Esto nos lleva a una suficiencia, a vivir el espíritu del mundo y no el de Jesús. La pregunta que hacíais vosotros: cómo se debe vivir para afrontar esta crisis que toca la ética pública, el modelo de desarrollo, la política. Como ésta es una crisis del hombre, una crisis que destruye al hombre, es una crisis que despoja al hombre de la ética. En la vida pública, en la política, si no existe ética, una ética de referencia, todo es posible y todo se puede hacer. Y vemos, cuando leemos el periódico, cómo la falta de ética en la vida pública hace mucho mal a toda la humanidad. 


Desearía contaros una historia. Ya lo he hecho dos veces esta semana, pero lo haré una tercera vez con vosotros. Es la historia que cuenta un midrash bíblico de un rabino del siglo XII. Él narra la historia de la construcción de la Torre de Babel y dice que, para construir la Torre de Babel, era necesario hacer los ladrillos. ¿Qué significa esto? Ir, amasar el barro, llevar la paja, hacer todo... después, al horno. Y cuando el ladrillo estaba hecho había que llevarlo a lo alto, para la construcción  de la Torre de Babel. Un ladrillo era un tesoro, por todo el trabajo que se necesitaba para hacerlo. Cuando caía un ladrillo, era una tragedia nacional y el obrero culpable era castigado; era tan precioso un ladrillo que si caía era un drama. Pero si caía un obrero no ocurría nada, era otra cosa. Esto pasa hoy: si las inversiones en las bancas caen un poco... tragedia... ¿qué hacer? Pero si mueren de hambre las personas, si no tienen qué comer, si no tienen salud, ¡no pasa nada! ¡Ésta es nuestra crisis de hoy! Y el testimonio de una Iglesia pobre para los pobres va contra esta mentalidad. 


La cuarta pregunta: «Frente a estas situaciones parece que mi confesar, mi testimonio, es tímido y amedrentado. Desearía hacer más, pero ¿qué? Y ¿cómo ayudar a nuestros hermanos, cómo aliviar su sufrimiento al no poder hacer nada, o muy poco, para cambiar su contexto político-social?». Para anunciar el Evangelio son necesarias dos virtudes: la valentía y la paciencia. Ellos [los cristianos que sufren] están en la Iglesia de la paciencia. Ellos sufren y hay más mártires hoy que en los primeros siglos de la Iglesia; ¡más mártires! Hermanos y hermanas nuestros. ¡Sufren! Llevan la fe hasta el martirio. Pero el martirio jamás es una derrota; el martirio es el grado más alto del testimonio que debemos dar. Nosotros estamos en camino hacia el martirio, los pequeños martirios: renunciar a esto, hacer esto... pero estamos en camino. Y ellos, pobrecillos, dan la vida, pero la dan —como hemos oído de la situación en Pakistán— por amor a Jesús, testimoniando a Jesús. Un cristiano debe tener siempre esta actitud de mansedumbre, de humildad, precisamente la actitud que tienen ellos, confiando en Jesús, encomendándose a Jesús. Hay que precisar que muchas veces estos conflictos no tienen un origen religioso; a menudo existen otras causas, de tipo social y político, y desgraciadamente las pertenencias religiosas se utilizan como gasolina sobre el fuego. Un cristiano debe saber siempre responder al mal con el bien, aunque a menudo es difícil. Nosotros buscamos hacerles sentir, a estos hermanos y hermanas, que estamos profundamente unidos —¡profundamente unidos!— a su situación, que sabemos que son cristianos «entrados en la paciencia». Cuando Jesús va al encuentro de la Pasión, entra en la paciencia. Ellos han entrado en la paciencia: hacérselo saber, pero también hacerlo saber al Señor. Os hago una pregunta: ¿oráis por estos hermanos y estas hermanas? ¿Oráis por ellos? ¿En la oración de todos los días? No pediré ahora que levante la mano quien reza: no. No lo pediré, ahora. Pero pensadlo bien. En la oración de todos los días decimos a Jesús: «Señor, mira a este hermano, mira a esta hermana que sufre tanto, ¡que sufre tanto!». Ellos hacen la experiencia del límite, precisamente del límite entre la vida y la muerte. Y también para nosotros: esta experiencia debe llevarnos a promover la libertad religiosa para todos, ¡para todos! Cada hombre y cada mujer deben ser libres en la propia confesión religiosa, cualquiera que ésta sea. ¿Por qué? Porque ese hombre y esa mujer son hijos de Dios.

Y así creo haber dicho algo acerca de vuestras preguntas; me disculpo si he sido demasiado largo. ¡Muchas gracias! Gracias a vosotros, y no olvidéis: nada de una Iglesia cerrada, sino una Iglesia que va fuera, que va a las periferias de la existencia. Que el Señor nos guíe por ahí. Gracias. 

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL
DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICAS

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Viernes 17 de Mayo de 2013
Me alegra particularmente, queridos hermanos y hermanas, encontrarme por primera vez con vosotros, directores nacionales de las Obras misionales pontificias provenientes de todo el mundo. Saludo cordialmente al cardenal Fernando Filoni, le agradezco el servicio que presta como prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, así como también las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. El cardenal Filoni tiene un trabajo más en este tiempo: es profesor. Viene a mí para «enseñarme la Iglesia». Sí, viene y me dice: esta diócesis es así o asá... Conozco la Iglesia gracias a sus lecciones. No son lecciones a pagar, lo hace gratuitamente. Saludo también al secretario, monseñor Savio Hon Tai-Fai, al secretario adjunto monseñor Protase Rugambwa, y a todos los colaboradores del dicasterio y de las Obras misionales pontificias, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas.

Quiero deciros que os aprecio particularmente porque ayudáis a tener siempre viva la actividad de evangelización, paradigma de toda obra de la Iglesia. La misionariedad es paradigma de toda obra de la Iglesia; es una actitud paradigmática. En efecto, el Obispo de Roma está llamado a ser Pastor no sólo de su Iglesia particular, sino también de todas las Iglesias, para que el Evangelio se anuncie hasta los confines de la tierra. Y en esta tarea, las Obras misionales pontificias son un instrumento privilegiado en las manos del Papa, que es principio y signo de la unidad y la universalidad de la Iglesia (cf. Conc. Ecum. Vat. II, constitución dogmática Lumen gentium, 23). Se llaman, en efecto, «pontificias» porque están a directa disposición del Obispo de Roma con el objetivo específico de actuar para ofrecer a todos el don valioso del Evangelio. Son plenamente actuales, es más, necesarias aún hoy, porque hay muchos pueblos que todavía no han conocido y encontrado a Cristo, y es urgente encontrar nuevas formas y nuevos caminos para que la gracia de Dios pueda tocar el corazón de cada hombre y de cada mujer y llevarlos a Él. De esto todos nosotros somos instrumentos sencillos, pero importantes; hemos recibido el don de la fe, no para tenerla escondida, sino para difundirla, para que pueda iluminar el camino de muchos hermanos.

Ciertamente es una misión difícil la que nos espera, pero, con la guía del Espíritu Santo, se convierte en una misión entusiástica. Todos experimentamos nuestra pobreza, nuestra debilidad al llevar al mundo el tesoro precioso del Evangelio, pero debemos seguir repitiendo continuamente las palabras de san Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Co 4, 7). Es esto lo que nos debe dar siempre valentía: saber que la fuerza de la evangelización viene de Dios, pertenece a Él. Nosotros estamos llamados a abrirnos cada vez más a la acción del Espíritu Santo, y a ofrecer toda nuestra disponibilidad para ser instrumentos de la misericordia de Dios, de su ternura, de su amor por cada hombre y por cada mujer, sobre todo por los pobres, los excluidos, los lejanos. Y para cada cristiano, para toda la Iglesia, esta no es una misión facultativa, no es una misión facultativa, sino esencial. Como decía san Pablo: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16). ¡La salvación de Dios es para todos!

A vosotros, queridos directores nacionales, os repito la invitación que Pablo VI os dirigió hace casi cincuenta años, de custodiar celosamente la dimensión universal de las Obras misionales, «que tienen el honor, la responsabilidad y el deber de sostener la misión [de anunciar el Evangelio] y de suministrar las ayudas necesarias» (Discurso a las Obras misionales pontificias, 14 de mayo de 1965: aas 57 1965, 520). No os canséis de educar a cada cristiano, desde la infancia, en un espíritu verdaderamente universal y misionero, y de sensibilizar a toda la comunidad para que sostenga y ayude a las misiones según las necesidades de cada una (cf. Conc. Ecum. Vat. ii, decreto Ad gentes, 38). Haced que las Obras misionales pontificias, en la línea de su tradición secular, sigan animando y formando a las Iglesias, abriéndolas a una dimensión amplia de la misión evangelizadora. Justamente las Obras misionales pontificias también dependen de la solicitud de los obispos, para que estén «radicadas en la vida de las Iglesias particulares» (Estatuto de las Obras misionales pontificias, n. 17); pero realmente deben convertirse en instrumento privilegiado de educación en el espíritu misionero universal y en una comunión y colaboración cada vez mayores entre las Iglesias para el anuncio del Evangelio al mundo. Frente a la tentación de las comunidades de cerrarse en sí mismas —es una tentación muy frecuente, muy frecuente, cerrarse en sí mismas— preocupadas por sus propios problemas, vuestra tarea es exhortar a la missio ad gentes, testimoniar proféticamente que la vida de la Iglesia y de las Iglesias es misión, y es misión universal. El ministerio episcopal y todos los ministerios son ciertamente para el crecimiento de la comunidad cristiana, pero también están puestos al servicio de la comunión entre las Iglesias para la misión evangelizadora. En este contexto, os invito a tener una atención particular hacia las jóvenes Iglesias, que a menudo trabajan en un clima de dificultad, de discriminación e incluso de persecución, para sostenerlas y ayudarlas cuando testimonien el Evangelio con la palabra y las obras.

Queridos hermanos y hermanas, al renovaros mi gratitud a todos, os aliento a continuar vuestro compromiso para que las Iglesias locales asuman cada vez más generosamente su parte de responsabilidad en la misión universal de la Iglesia. Invocando a María, Estrella de la evangelización, hago mías las palabras de Pablo VI, palabras tan actuales que parecen haber sido escritas ayer. El Pontífice decía: «Ojalá que el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el mundo» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Gracias.
A vosotros, a vuestros colaboradores, a vuestras familias, y a todos aquellos que lleváis en el corazón, a vuestro trabajo misionero, a todos, la bendición.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS EMBAJADORES DE KIRGUISTÁN, ANTIGUA Y BARBUDA,
LUXEMBURGO Y BOTSWANA


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 16 de Mayo de 2013
Señores Embajadores:

Me alegra recibirlos con ocasión de la presentación de sus Cartas credenciales como Embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de sus respectivos países antela Santa Sede: Kirguistán, Antigua y Barbuda, el Gran Ducado de Luxemburgo y Botswana. Las amables palabras que me han dirigido, y que agradezco profundamente, manifiestan los deseos de los Jefes de Estado de sus respectivos países de que las relaciones de estima y de cooperación con la Santa Sede se desarrollen. Les agradeceré que les hagan llegar mis sentimientos de gratitud y respeto, asegurándoles mis oraciones por sus personas y por sus conciudadanos.

Señores Embajadores, la humanidad está viviendo en este momento un giro histórico que podemos ver en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al auténtico bienestar de la humanidad, como, por ejemplo, en el ámbito de la salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo siguen viviendo precariamente el día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento, con sus secuelas psicológicas; el miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los así llamados países ricos; la alegría de vivir se va apagando; la falta de respeto y la violencia aumentan; la pobreza es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir, y a menudo, para vivir sin dignidad. Una de las causas de esta situación, en mi opinión, se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, aceptando su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. De manera que la crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica. 

¡La negación de la primacía del hombre! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32, 15-34) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y un objetivo verdaderamente humano.

La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica, que reduce al hombre a una sola de sus necesidades: el consumo. Y peor todavía, hoy se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del “descarte”. Esta deriva se verifica a nivel individual y social. Y, además, se promueve. En este contexto, la solidaridad, que es el tesoro de los pobres, se considera a menudo contraproducente, contraria a la razón financiera y económica. 


Mientras las ganancias de unos pocos van creciendo exponencialmente, las de la mayoría disminuyen. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera, negando el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los Países de las posibilidades reales de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello se añade, una corrupción ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no tiene límites.

Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética, el rechazo de Dios. Igual que la solidaridad, también la ética molesta. Se considera contraproducente; demasiado humana, porque relativiza el dinero y el poder; una amenaza, porque condena la manipulación y la degradación de la persona. Porque la ética lleva a Dios, que está fuera de las categorías del mercado. Para los agentes financieros, económicos y políticos, Dios es incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, porque llama al hombre a su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud. La ética -una ética no ideologizada, naturalmente- permite, en mi opinión, crear un equilibrio y un orden social más humano. En este sentido, animo a los expertos financieros y a los gobernantes de sus Países a considerar las palabras de San Juan Crisóstomo: "No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos" (Homilía sobre Lázaro, 1, 6: PG 48, 992D).

Queridos Embajadores, sería conveniente realizar una reforma financiera que fuera ética y, a su vez, que comportara una reforma económica beneficiosa para todos. Esto requeriría un cambio de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos. Les exhorto a que afronten este reto, con determinación y visión de futuro, teniendo en cuenta, por supuesto,  la especificidad de cada contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres; pero el Papa tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. El Papa exhorta a la solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a la ética en favor del hombre.

La Iglesia, por su parte, siempre se esfuerza por el desarrollo integral de las personas. En este sentido, insiste en que el bien común no debe ser un simple añadido, una simple idea secundaria en un programa político. La Iglesia invita a los gobernantes a estar verdaderamente al servicio del bien común de sus pueblos. Exhorta a los poderes financieros a tener en cuenta la ética y la solidaridad. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire los propios planes? Se formará una nueva mentalidad política y económica que ayudará a transformar la dicotomía absoluta entre la esfera económica y social en una sana convivencia.

Por último, saludo con afecto, a través de ustedes, a los Pastores y a los fieles de las comunidades católicas de sus Países. Les invito a ser testigos valientes y gozosos de la fe y del amor fraterno siguiendo a Cristo. ¡No tengan miedo de contribuir al desarrollo de sus países mediante iniciativas y actitudes inspiradas en las Sagradas Escrituras! Y ahora que comienzan su misión, les expreso, señores Embajadores, mis mejores deseos, asegurándoles la cooperación de la Curia Romana para el cumplimiento de su función. Con este fin, invoco complacido, sobre ustedes, sus familiares y colaboradores, la abundancia de las bendiciones divinas. Gracias.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A SU SANTIDAD TAWADROS II,
PAPA DE ALEJANDRÍA Y PATRIARCA DE LA SEDE DE SAN MARCOS


Viernes 10 de Mayo de 2013
Santidad, Χριστòς α’νέστη,
queridos hermanos en Cristo:


Es para mí una gran alegría y un verdadero momento de gracia poder acogeros aquí, junto a la tumba del apóstol Pedro, en recuerdo del histórico encuentro que hace cuarenta años unió a nuestros predecesores, el Papa Pablo VI y el Papa Shenouda III, recientemente fallecido, en un abrazo de paz y fraternidad, tras siglos de separación recíproca. Con profundo afecto, pues, le doy la bienvenida a usted, Santidad, y a los distinguidos miembros de su delegación, y le agradezco sus palabras. A través de vosotros, extiendo mi cordial saludo en el Señor a los obispos, al clero, a los monjes y a toda la Iglesia ortodoxa copta.

La visita de hoy refuerza los lazos de amistad y de fraternidad que ya unen la Sede de Pedro y la Sede de Marcos, heredera de un inestimable legado de mártires, teólogos, santos monjes y discípulos fieles de Cristo, quienes durante generaciones y generaciones han dado testimonio del Evangelio, a menudo en situaciones de gran dificultad.

Hace cuarenta años, la Declaración común de nuestros predecesores representó un hito en el camino ecuménico, y gracias a ella se constituyó una Comisión de diálogo teológico entre nuestras Iglesias que ha dado buenos resultados y ha preparado el terreno para el diálogo más amplio entre la Iglesia católica y toda la familia de las Iglesias ortodoxas orientales, que sigue con fruto hasta hoy. En aquella solemne Declaración, nuestras Iglesias reconocían que confesaban, en la línea de las tradiciones apostólicas, «una única fe en un solo Dios uno y trino» y la «divinidad del único Hijo encarnado de Dios [...], Dios perfecto respecto a su divinidad y perfecto hombre respecto a su humanidad». Reconocían que la vida divina se nos da y se alimenta a través de los siete sacramentos, y se sentían unidas en la veneración común a la Madre de Dios.

Nos alegra poder confirmar hoy cuanto nuestros ilustres predecesores declararon solemnemente, nos alegra reconocernos unidos por el único Bautismo, cuya expresión especial es nuestra oración común, que anhela el día en que, cumpliéndose el deseo del Señor, podamos comulgar en el único cáliz.

Cierto, también somos conscientes de que el camino que nos espera es quizá aún largo, pero no queremos olvidarnos del mucho camino ya recorrido que se ha concretado en luminosos momentos de comunión, entre los cuales me agrada recordar el encuentro en febrero de 2000 en El Cairo entre el Papa Shenouda III y el beato Juan Pablo II, peregrino, durante el gran Jubileo, en los lugares de origen de nuestra fe. Estoy convencido de que, con la guía del Espíritu Santo, nuestra oración perseverante, nuestro diálogo y la voluntad de construir día a día la comunión en el amor mutuo nos permitirán dar nuevos e importantes pasos hacia la unidad plena.

Santidad, conozco los numerosos gestos de atención y de caridad fraterna que usted ha tenido, desde los primeros días de su ministerio, con la Iglesia copta católica, con su pastor, el Patriarca Ibrahim Isaac Sidrak, y con su predecesor, el cardenal Antonios Naguib. La institución de un «Consejo nacional de las Iglesias cristianas», querido por usted con fuerza, representa un signo importante de la voluntad de todos los creyentes en Cristo de desarrollar en la vida diaria relaciones cada vez más fraternas y de ponerse al servicio de toda la sociedad egipcia, de la que son parte integrante. Sepa, Santidad, que su esfuerzo por favorecer la comunión entre los creyentes en Cristo, así como su interés vigilante por el destino de su país y por el papel de las comunidades cristianas en el seno de la sociedad egipcia, tienen profundo eco en el corazón del Sucesor de Pedro y de toda la comunidad católica.

«Si un miembro sufre, todos sufren con él. Si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12, 26). Esta es una ley de vida cristiana, y en este sentido podemos decir que existe un ecumenismo del sufrimiento: como la sangre de los mártires ha sido semilla de fuerza y de fertilidad para la Iglesia, así la comunión de los sufrimientos diarios puede convertirse en instrumento eficaz de unidad. Y esto es verdad, en cierto sentido, también en el marco más amplio de la sociedad y de las relaciones entre cristianos y no cristianos: del sufrimiento común, en efecto, pueden brotar, con la ayuda de Dios, perdón, reconciliación y paz.

Santidad, al asegurarle de corazón mi oración para que toda la grey confiada a su cuidado pastoral sea siempre fiel a la llamada del Señor, invoco la protección común de los santos Pedro apóstol y Marcos evangelista: que ellos, que durante su vida colaboraron eficientemente en la difusión del Evangelio, intercedan por nosotros y acompañen el camino de nuestras Iglesias.

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PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Papal de Santa María la Mayor
Sábado 4 de Mayo de 2013



Agradezco al Eminentísimo Señor Arcipreste de esta Basílica las palabras que ha dicho antes. Le agradezco, hermano y amigo, una amistad que nació en aquel país en el fin del mundo. Muchas gracias. Agradezco la presencia del Señor Cardenal Vicario, de los Señores Cardenales, los Obispos, los Sacerdotes. Y os agradezco a vosotros, hermanos y hermanas, que hoy hayáis venido a rezar a la Virgen María, la madre, la «Salus Populi Romani». Porque esta tarde nos encontramos aquí ante María. Hemos rezado bajo su guía maternal para que nos acerque cada vez más a su Hijo Jesús; le hemos traído nuestras alegrías y nuestras angustias, nuestras esperanzas y dificultades; la hemos invocado con la hermosa advocación “Salus Populi Romani”, pidiendo para todos nosotros, para Roma, para todo el mundo, que nos conceda la salud. Sí, porque María nos da la salud, es nuestra salud.

Jesucristo, con su Pasión, Muerte y Resurrección, nos ha traído la salvación, nos ha dado la gracia y el gozo de ser hijos de Dios, de invocarlo verdaderamente con el nombre de Padre. María es madre, y una madre se preocupa sobre todo de la salud de sus hijos, la preserva siempre con amor grande y tierno. La Virgen María protege nuestra salud. ¿Qué quiere decir esto, que la Virgen María protege nuestra salud? Pienso sobre todo en tres aspectos: nos ayuda a crecer, a afrontar la vida, a ser libres; nos ayuda a crecer, nos ayuda a afrontar la vida, nos ayuda a ser libres.

1. Una mamá ayuda a sus hijos a crecer y quiere que crezcan bien; por eso los educa para que no se dejen llevar por la pereza –a veces fruto de un cierto bienestar–, para que no cedan a una vida cómoda que se conforma sólo con tener cosas. La mamá se preocupa de que sus hijos sigan creciendo más, crezcan fuertes, capaces de asumir responsabilidades y compromisos en la vida, de proponerse grandes ideales. El Evangelio de San Lucas dice que, en la familia de Nazaret, Jesús “iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él” (Lc 2,40). La Virgen María hace esto mismo en nosotros, nos ayuda a crecer humanamente y en la fe, a ser fuertes y a no ceder a la tentación de ser superficiales, como hombres y como cristianos, sino a vivir con responsabilidad, a ir siempre más allá.

2. Una mamá además se ocupa de la salud de los hijos educándolos para que afronten las dificultades de la vida. No se educa, no se cuida la salud evitando los problemas, como si la vida fuese un camino sin obstáculos. La mamá ayuda a sus hijos a ver con realismo los problemas de la vida y a no venirse abajo, sino a afrontarlos con valentía, a no ser flojos, a superarlos, conjugando adecuadamente la seguridad y el riesgo, que una madre sabe “intuir”. Y esto una mamá sabe hacerlo. Non lleva al hijo sólo por el camino seguro, porque de esa manera el hijo no puede crecer, pero tampoco lo abandona siempre en el camino peligroso, porqué es arriesgado. Una mamá sabe sopesar las cosas. Una vida sin desafíos no existe y un chico o una joven que no sabe afrontarlos poniendo en juego su propia vida, es un chico o una joven sin consistencia. Recordemos la parábola del buen samaritano: Jesús no propone como modelo el comportamiento del sacerdote y del levita, que evitan socorrer a quien había caído en manos de los ladrones, sino el del samaritano que ve la situación de aquel hombre y la afronta concretamente, asumiendo los riesgos. María ha pasado muchos momentos no fáciles en su vida, desde el nacimiento de Jesús, cuando “no había sitio para ellos en la posada” (Lc 2,7), hasta el Calvario (cf. Jn 19,25). Como una buena madre está a nuestro lado, para que no perdamos jamás el arrojo frente a las adversidades de la vida, frente a nuestra debilidad, frente a nuestros pecados: nos fortalece, nos señala el camino de su Hijo. Jesús, desde la cruz, dice a María indicando a Juan: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”, y a Juan: “Ahí tienes a tu madre” (cf. Jn 19,26-27). En aquel discípulo estamos representados todos nosotros: el Señor nos encomienda en las manos llenas de amor y de ternura de la Madre, de modo que podamos contar con su ayuda para afrontar y vencer las dificultades de nuestro camino humano y cristiano; no temer las dificultades, afrontarlas con la ayuda de mamá.

3. Un último aspecto: una buena mamá no sólo sigue de cerca el crecimiento de sus hijos sin evitar los problemas, los retos de la vida; una buena mamá ayuda también a tomar decisiones definitivas con libertad. Esto no es fácil, pero una mamá sabe hacerlo. Pero, ¿qué quiere decir ‘libertad’? No se trata ciertamente de hacer siempre lo que uno quiere, dejarse dominar por las pasiones, pasar de una cosa a otra sin discernimiento, seguir la moda del momento;  libertad no significa prescindir sin más de lo que a uno no le gusta. No, ¡eso no es libertad! ¡La libertad es un don para que sepamos elegir bien en la vida! María, como buena madre que es, nos enseña a ser, como Ella, capaces de tomar decisiones definitivas; decisiones definitivas, en este momento en el que reina, por decirlo así, la filosofía de lo pasajero. Es tan difícil comprometerse en la vida definitivamente. Y ella nos ayuda a tomar decisiones definitivas con aquella libertad plena con la que respondió “sí” al designio de Dios en su vida (cf. Lc 1,38).

Queridos hermanos y hermanas, ¡qué difícil es tomar decisiones definitivas en nuestros días! Nos seduce lo pasajero. Somos víctimas de una tendencia que nos lleva a la provisionalidad… como si quisiésemos seguir siendo adolescentes. Es de alguna manera la fascinación del permanecer adolescentes, y esto: ¡para toda la vida! ¡No tengamos miedo a los compromisos definitivos, a los compromisos que implican y exigen toda la vida! ¡Así la vida será fecunda! Y esto es libertad: tener el valor de tomar estas decisiones con magnanimidad.

Toda la existencia de María es un canto a la vida, un canto al amor a la vida: ha engendrado a Jesús según la carne y ha acompañado el nacimiento de la Iglesia en el Calvario y en el Cenáculo. La Salus Populi Romani es la mamá que nos concede la salud en el crecimiento, nos concede la salud para afrontar y superar los problemas, haciéndonos libres para tomar decisiones definitivas; la mamá que nos enseña a ser fecundos, a estar abiertos a la vida y a dar siempre frutos de bondad, frutos de alegría, frutos de esperanza, a no perder nunca la esperanza, a dar vida a los otros, vida física y espiritual.

Esto te pedimos esta tarde, oh María, Salus Populi Romani, para el pueblo de Roma, para todos nosotros: danos la salud que sólo tú nos puedes dar, para que seamos siempre signos e instrumentos de vida. Amén.


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A la salida de la Basílica, por el atrio, el Santo Padre ha dirigido las siguientes palabras a los numerosos fieles reunidos en la plaza:

Hermanos y hermanas:

Buenas tardes. Muchas gracias por vuestra presencia en la casa de la mamá de Roma, de nuestra Madre. Viva la Salus Populi Romani. Viva la Virgen María. Es nuestra Madre. Encomendémonos a ella, porque ella nos protege como una buena mamá. Yo rezo por vosotros, pero os pido rezar por mí, porque lo necesito. Tres “Avemarías” por mí. Os deseo un buen domingo, mañana. Hasta pronto. Ahora os doy la bendición, a vosotros y a todas vuestras familias. La bendición de Dios todopoderoso, Padre… Feliz domingo.

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