sábado, 5 de abril de 2014

FRANCISCO: Discursos de Marzo (31, 29, 28 [2], 24 [2], 22, 21, 20, 17, 14, 7, 6, 3 [2])

DISCURSOS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
 MARZO 2014


A LOS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL
DE LA SOCIEDAD SALESIANA DE SAN JUAN BOSCO



Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Lunes 31 de marzo de 2014




Queridos hermanos:


¡Sois bienvenidos! Doy las gracias a don Ángel por sus palabras. A él y al nuevo consejo general les deseo saber servir guiando, acompañando y sosteniendo a la congregación salesiana en su camino. Que el Espíritu Santo os ayude a percibir las expectativas y los desafíos de nuestra época, especialmente de los jóvenes, e interpretarlos a la luz del Evangelio y de vuestro carisma.


Imagino que durante el capítulo —que tuvo como tema «Testigos de la radicalidad evangélica»— habéis tenido siempre delante de vosotros a don Bosco y a los jóvenes; y a don Bosco con su lema: «Da mihi animas, cetera tolle». Él reforzaba este programa con otros dos elementos: trabajo y templanza. Recuerdo que en el colegio estaba prohibido dormir la siesta... ¡Templanza! a los salesianos y a nosotros. «El trabajo y la templanza —decía— harán florecer la congregación». Cuando se piensa en trabajar por el bien de las almas, se supera la tentación de la mundanidad espiritual, no se buscan otras cosas, sino sólo a Dios y su reino. Templanza, además, es sentido de la medida, contentarse, ser sencillos. Que la pobreza de don Bosco y de mamá Margarita inspire en cada salesiano y en cada una de vuestras comunidades una vida esencial y austera, cercanía a los pobres, transparencia y responsabilidad en la gestión de los bienes.


La evangelización de los jóvenes es la misión que el Espíritu Santo os ha confiado en la Iglesia. Esa misión está estrechamente unida a su educación: el camino de fe se injerta en el camino de crecimiento y el Evangelio enriquece también la maduración humana. Es necesario preparar a los jóvenes para trabajar en la sociedad según el espíritu del Evangelio, como agentes de justicia y de paz, y a vivir como protagonistas en la Iglesia. Para ello vosotros os servís de las necesarias profundizaciones y actualizaciones pedagógicas y culturales, para responder a la actual emergencia educativa. Que la experiencia de don Bosco y su «sistema preventivo» os sostengan siempre en el compromiso de vivir con los jóvenes. Que la presencia en medio de ellos se distinga por esa ternura que don Bosco llamó demostración de afecto, experimentando también nuevos lenguajes, pero sabiendo bien que el lenguaje del corazón es fundamental para acercarse y llegar a ser sus amigos.


Es de gran importancia aquí la dimensión vocacional. A veces la vocación a la vida consagrada se confunde con una opción de voluntariado, y esta visión distorsionada no hace bien a los institutos. El próximo año 2015, dedicado a la vida consagrada, será una ocasión propicia para presentar su belleza a los jóvenes. Es necesario evitar en cada caso visiones parciales, para no suscitar respuestas vocacionales frágiles y sostenidas por motivaciones débiles. Las vocaciones apostólicas son ordinariamente fruto de una buena pastoral juvenil. El cultivo de las vocaciones requiere atenciones específicas: ante todo la oración, luego actividades propias, itinerarios personalizados, la valentía de la propuesta, el acompañamiento y la implicación de las familias. La geografía vocacional ha cambiado y está cambiando, y esto significa nuevas exigencias para la formación, el acompañamiento y el discernimiento.


Trabajando con los jóvenes, vosotros encontráis el mundo de la exclusión juvenil. Y esto es tremendo. Hoy es tremendo pensar que hay más de 75 millones de jóvenes sin trabajo, aquí, en Occidente. Pensemos en la vasta realidad de la desocupación, con tantas consecuencias negativas. Pensemos en las dependencias, que lamentablemente son múltiples, pero que derivan de la raíz común de una falta de amor auténtico. Ir al encuentro de los jóvenes marginados requiere valor, madurez y mucha oración. Y a este trabajo se deben enviar a los mejores, ¡los mejores! Puede existir el riesgo de dejarse llevar por el entusiasmo, enviando a tales fronteras a personas de buena voluntad, pero no aptas. Por ello es necesario un atento discernimiento y un constante acompañamiento. El criterio es este: Allí van los mejores. «Necesito a este para hacerlo superior de aquí, o para estudiar teología...». Pero si tienes esta misión, mándalo allí, ¡a los mejores!


Gracias a Dios vosotros no vivís y no trabajáis como individuos aislados, sino como comunidad: y dad gracias a Dios por esto. La comunidad sostiene todo el apostolado. A veces las comunidades religiosas atraviesan tensiones, con el riesgo del individualismo y de la dispersión, en cambio se necesita una comunicación profunda y de relaciones auténticas. La fuerza humanizadora del Evangelio es testimoniada por la fraternidad vivida en comunidad, hecha de acogida, respeto, ayuda mutua, comprensión, cortesía, perdón y alegría. El espíritu de familia que os ha dejado don Bosco ayuda mucho en este sentido, favorece la perseverancia y crea atracción por la vida consagrada.


Queridos hermanos, el bicentenario del nacimiento de don Bosco está ya a la puerta. Será un momento propicio para volver a proponer el carisma de vuestro fundador. María Auxiliadora jamás ha dejado faltar su ayuda en la vida de la congregación, y ciertamente no la hará faltar tampoco en el futuro. Que su intercesión maternal os alcance de Dios los frutos esperados y deseados. Os bendigo y rezo por vosotros, y, por favor, rezad por mí.


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A LOS MIEMBROS DEL MOVIMIENTO APOSTÓLICO DE CIEGOS (MAC)
Y A LA PEQUEÑA MISIÓN PARA LOS SORDOMU
DOS



Palacio Apostólico Vaticano
Aula Pablo VI
Sábado 29 de marzo de 2014



Queridos hermanos y hermanas, ¡bienvenidos!


Saludo al Movimiento apostólico de ciegos, que ha promovido este encuentro con ocasión de sus Jornadas de participación; y saludo a la Pequeña misión para los sordomudos, que ha comprometido muchas realidades de personas sordas en Italia. Agradezco las palabras 
que me han dirigido los dos responsables; y extiendo mi saludo a los miembros de la «Unione italiana ciechi e ipovedenti» que participan en este encuentro.


Quisiera realizar con vosotros una breve reflexión a partir del tema «Testigos del Evangelio para una cultura del encuentro».


Lo primero que observo es que esta expresión termina con la palabra «encuentro», pero al inicio presupone otro encuentro, el encuentro con Jesucristo. En efecto, para ser testigos del Evangelio, se necesita haberlo encontrado a Él, a Jesús. Quien le conoce de verdad, se convierte en su testigo. Como la samaritana —leímos el domingo pasado—: esa mujer encuentra a Jesús, habla con Él, y su vida cambia; regresa con su gente y dice: «Venid a ver a uno que me ha dicho todo lo que he hecho, ¡quizás es el Mesías!» (cf. Jn 4, 29).


Testigo del Evangelio es aquel que ha encontrado a Jesucristo, que lo ha conocido, o mejor, se ha sentido conocido por Él, re-conocido, respetado, amado, perdonado, y este encuentro lo ha tocado en profundidad, lo ha colmado de una alegría nueva, un nuevo significado para la vida. Y esto trasluce, se comunica, se transmite a los demás.


He recordado a la samaritana porque es un ejemplo claro del tipo de personas que Jesús amaba encontrar, para hacer de ellos testigos: personas marginadas, excluidas, despreciadas. La samaritana lo era en cuanto mujer y en cuanto samaritana, porque los samaritanos eran muy despreciados por los judíos. Pero pensemos en los muchos que Jesús ha querido encontrar, sobre todo, personas afectadas por la enfermedad y la discapacidad, para sanarles y devolverles su dignidad plena. Es muy importante que justo estas personas se conviertan en testigos de una nueva actitud, que podemos llamar cultura del encuentro. Ejemplo típico es la figura del ciego de nacimiento, que se leerá mañana en el Evangelio de la misa (Jn 9, 1-41).


Ese hombre era ciego de nacimiento y era marginado en nombre de una falsa concepción que lo consideraba afectado por un castigo divino. Jesús rechaza radicalmente este modo de pensar —que es un modo verdaderamente blasfemo— y realiza para el ciego «la obra de Dios», donándole la vista. Pero lo significativo es que este hombre, a partir de lo que le sucedió, se convierte en testigo de Jesús y de su obra, que es la obra de Dios, de la vida, del amor, de la misericordia. Mientras los jefes de los fariseos, desde lo alto de su seguridad, le juzgan a él y a Jesús como «pecadores», el ciego curado, con sencillez desarmante, defiende a Jesús y al final profesa su fe en Él, y comparte también su suerte: Jesús es excluido, y también él es excluido. Pero en realidad, ese hombre entró a formar parte de la nueva comunidad, basada en la fe en Jesús y en el amor fraterno.


Aquí están las dos culturas opuestas. La cultura del encuentro y la cultura de la exclusión, la cultura del prejuicio, porque se perjudica y se excluye. La persona enferma y discapacitada, precisamente a partir de su fragilidad, de su límite, puede llegar a ser testigo del encuentro: el encuentro con Jesús, que abre a la vida y a la fe, y el encuentro con los demás, con la comunidad. En efecto, sólo quien reconoce la propia fragilidad, el propio límite puede construir relaciones fraternas y solidarias, en la Iglesia y en la sociedad.


Queridos amigos, os doy las gracias por haber venido y os aliento a seguir adelante por esta senda, en la que ya camináis. Vosotros del Movimiento apostólico de ciegos, haciendo fructificar el carisma de Maria Motta, mujer llena de fe y de espíritu apostólico. Y vosotros de la Pequeña misión para los sordomudos, en la estela del venerable don Giuseppe Gualandi. Y todos vosotros, aquí presentes, dejaos encontrar por Jesús: sólo Él conoce verdaderamente el corazón del hombre, sólo Él puede liberarlo de la cerrazón y del pesimismo estéril y abrirlo a la vida y a la esperanza.


(Antes de impartir la bendición a los presentes el Pontífice pronunció espontáneamente las siguientes palabras.)


Y ahora miremos a la Virgen. En ella se dio el primer encuentro: el encuentro entre Dios y la humanidad. Pidamos a la Virgen que nos ayude a ir adelante en esta cultura del encuentro. Y nos dirigimos a Ella con el Ave María.


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A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA



Palacio Apostólico Vaticano
Aula de las Bendiciones
Viernes 28 de marzo de 2014



Queridos hermanos:


Os doy la bienvenida con ocasión del curso anual sobre el fuero interno. Doy las gracias al cardenal Mauro Piacenza por las palabras con las que ha introducido este encuentro.


Desde hace un cuarto de siglo la Penitenciaría apostólica ofrece, sobre todo a los neopresbíteros y a los diáconos, la ocasión de este curso, para contribuir a la formación de buenos confesores, conscientes de la importancia de este ministerio. Os agradezco este valioso servicio y os aliento a llevarlo adelante con compromiso renovado, teniendo en cuenta la experiencia adquirida y con sabia creatividad, para ayudar cada vez mejor a la Iglesia y a los confesores a desempeñar el ministerio de la misericordia, que es tan importante.


Al respecto, deseo ofreceros algunas reflexiones.


Ante todo, el protagonista del ministerio de la Reconciliación es el Espíritu Santo. El perdón que el sacramento confiere es la vida nueva transmitida por el Señor Resucitado por medio de su Espíritu: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23). Por lo tanto, vosotros estáis llamados a ser siempre «hombres del Espíritu Santo», testigos y anunciadores, gozosos y fuertes, de la resurrección del Señor. Este testimonio se lee en el rostro, se oye en la voz del sacerdote que administra con fe y con «unción» el Sacramento de la Reconciliación. Él acoge a los penitentes no con la actitud de un juez y tampoco con la actitud de un simple amigo, sino con la caridad de Dios, con el amor de un padre que ve regresar al hijo y va a su encuentro, del pastor que ha encontrado a la oveja perdida. El corazón del sacerdote es un corazón que sabe conmoverse, no por sentimentalismo o por mera emotividad, sino por las «entrañas de misericordia» del Señor. Si bien es verdad que la tradición nos indica el doble papel de médico y juez para los confesores, no olvidemos nunca que como médico está llamado a curar y como juez a absolver.


Segundo aspecto: si la Reconciliación transmite la vida nueva del Resucitado y renueva la gracia bautismal, entonces vuestra tarea es donarla generosamente a los hermanos. Donar esta gracia. Un sacerdote que no cuida esta parte de su ministerio, tanto en el tiempo que le dedica como en la calidad espiritual, es como un pastor que no se ocupa de las ovejas que se han perdido; es como un padre que se olvida del hijo perdido y descuida esperarlo. Pero la misericordia es el corazón del Evangelio. No olvidéis esto: la misericordia es el corazón del Evangelio. Es la buena noticia de que Dios nos ama, que ama siempre al hombre pecador, y con este amor lo atrae a sí y lo invita a la conversión. No olvidemos que a los fieles a menudo les cuesta acercarse al sacramento, sea por razones prácticas, sea por la natural dificultad de confesar a otro hombre los propios pecados. Por esta razón es necesario trabajar mucho sobre nosotros mismos, sobre nuestra humanidad, para no ser nunca obstáculo sino favorecer siempre el acercamiento a la misericordia y al perdón. Pero muchas veces sucede que una persona viene y dice: «No me confieso desde hace muchos años, he tenido este problema, he dejado la Confesión porque he encontrado a un sacerdote y me ha dicho esto», y en lo que cuenta la persona se ve la imprudencia, la falta de amor pastoral. Y se alejan, por una mala experiencia en la Confesión. Si se tiene esta actitud de padre, que viene de la bondad de Dios, esto no sucederá jamás.


Es necesario evitar dos extremos opuestos: el rigorismo y el laxismo. Ninguno de los dos va bien, porque en realidad no se hacen cargo de la persona del penitente. En cambio la misericordia escucha de verdad con el corazón de Dios y quiere acompañar al alma en el camino de la reconciliación. La Confesión no es un tribunal de condena, sino experiencia de perdón y de misericordia.


Por último, todos conocemos las dificultades que con frecuencia encuentra la Confesión. Son muchas las razones, tanto históricas como espirituales. Con todo, sabemos que el Señor quiso hacer este inmenso don a la Iglesia, ofreciendo a los bautizados la seguridad del perdón del Padre. Es esto: es la seguridad del perdón del Padre. Por ello es muy importante que, en todas las diócesis y en las comunidades parroquiales se cuide de manera especial la celebración de este sacramento de perdón y de salvación. Conviene que en cada parroquia los fieles sepan cuándo pueden encontrar a los sacerdotes disponibles: cuando hay fidelidad, los frutos se ven. Esto vale de modo particular para las iglesias confiadas a las comunidades religiosas, que pueden asegurar una presencia constante de confesores.


Encomendamos a la Virgen, Madre de Misericordia, el ministerio de los sacerdotes y cada comunidad cristiana, para que comprendan cada vez más el valor del sacramento de la Penitencia. A nuestra Madre os encomiendo a todos vosotros y de corazón os bendigo.


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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE MADAGASCAR
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"



Viernes 28 de marzo de 2014




Queridos hermanos en el episcopado:


Es una alegría para mí encontrarme con vosotros con ocasión de vuestra visita ad limina. Agradezco a monseñor Désiré Tsarahazana, presidente de vuestra Conferencia episcopal, las cordiales palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. A través de usted transmito mi más cordial saludo a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los catequistas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis. Deseo que vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles sea para vosotros y para vuestras Iglesias locales la ocasión de una renovación espiritual y misionera, y también un signo de vuestra comunión con el Sucesor de Pedro y la Iglesia universal.


Deseo ante todo dar gracias con vosotros por la vitalidad de la Iglesia en Madagascar, y agradeceros vuestro valiente y perseverante trabajo de evangelización. Saber que en esta obra, que realizáis en condiciones difíciles, Dios tiene siempre la iniciativa, «nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente» (Evangelii gaudium, n. 12). Esta alegría tiene su origen en el encuentro personal con Cristo y en la acogida de su mensaje de misericordia. Es una exigencia primaria para los evangelizadores que tienen la misión de favorecer este encuentro del Señor con los hombres y las mujeres a los cuales son enviados.


Queridos hermanos, vuestro país, desde hace muchos años, atraviesa un período difícil y vive graves dificultades socio-económicas. Vosotros habéis exhortado a toda la sociedad a recobrar fuerzas con el fin de construir un futuro nuevo. No puedo dejar de alentaros a ocupar todo vuestro espacio en este trabajo de reconstrucción, dentro del respeto de los derechos y los deberes de cada uno. Es importante que mantengáis relaciones constructivas con las autoridades de vuestro país. Os corresponde a vosotros buscar la unidad, la justicia y la paz para servir mejor a vuestro pueblo, rechazando toda implicación en disputas políticas en detrimento del bien común. Que vuestra palabra y vuestros actos manifiesten siempre vuestra comunión profunda.


En esta perspectiva, deseo alabar el compromiso insustituible de vuestras diócesis en las obras sociales. De hecho, existe una íntima conexión entre evangelización y promoción humana. Esta se debe expresar y desarrollar en toda la acción evangelizadora (cf. Evangelii gaudium, n. 178). Os aliento, por lo tanto, a perseverar en la atención que prestáis a los pobres, sosteniendo, material y espiritualmente, a todos los que se dedican a ellos, en especial a las congregaciones religiosas, a quienes doy las gracias de todo corazón por su abnegación y el testimonio auténtico que dan del amor de Cristo por todos los hombres. Os invito también a interpelar sin temor a toda la sociedad malgache, y en especial a sus responsables, sobre la cuestión de la pobreza, debida en gran parte a la corrupción y a una falta de atención al bien común.


También la educación es para vosotros un campo que requiere considerables esfuerzos. Conozco todo el bien que hace la escuela católica a los jóvenes y a sus familias, a través de su acción evangelizadora.


La aportación intelectual, cultural y moral que toda la sociedad de Madagascar recibe de ella es considerable. Es necesario, por lo tanto, tratar de que el mayor número posible de niños, comprendidos los de las familias más modestas, pueda ser escolarizado, al mismo tiempo que, por dificultades económicas, muchos padres ya no se lo pueden permitir. Del mismo modo, os invito a actuar a fin de que en los institutos públicos se pueda garantizar una presencia cristiana. Que los cristianos comprometidos en el mundo de la educación contribuyan en la formación de los valores evangélicos y humanos en las jóvenes generaciones, que serán, incluso, los dirigentes de la sociedad futura.


En vuestro mensaje de clausura del Año de la fe, os habéis lamentado por la pérdida de la auténtica fihavanana, ese modo de vivir propio de vuestra cultura, que favorece la armonía y la solidaridad entre los malgaches. Los valores que el Creador infundió en vuestra cultura se deben seguir transmitiendo iluminándolos desde dentro con el mensaje evangélico. Así, la dignidad de la persona humana, la cultura de la paz, del diálogo y de la reconciliación podrán volver a encontrar su lugar en la sociedad con vistas a un futuro mejor.


Vosotros habéis puesto en práctica, en vuestras diócesis, un programa de formación a la vida y al amor, ambicioso y muy dinámico. Os aliento a perseverar en este camino, incluso si ello parece ir a contracorriente respecto a la mentalidad actual. La preparación al matrimonio, siempre que sea posible, se debe profundizar. Numerosas amenazas pesan sobre la familia, célula vital de la sociedad y de la Iglesia, por lo cual «necesita ser protegida y defendida, para poder prestar a la sociedad el servicio que la misma espera de la familia, es decir, darle hombres y mujeres capaces de edificar un tejido social de paz y de armonía» (Africae munus, n. 43). Además, las familias tienen más necesidad que nunca de ser sostenidas en su camino de fe. Que puedan encontrar perseverancia y fuerza en la oración, en la escucha de la Sagrada Escritura y en los sacramentos.


Ante los nuevos desafíos en ámbito interreligioso, me parece urgente desarrollar, e incluso a veces impulsar, un diálogo lúcido y constructivo, con el fin de mantener la paz entre las comunidades y favorecer el bien común. Os invito, sobre todo, a no dudar jamás del dinamismo del Evangelio y tampoco de su capacidad de convertir los corazones a Cristo resucitado y conducir a las personas a lo largo del camino de la salvación que esperan en lo más profundo de sí mismas.


Por lo tanto, es necesario que la fe, que los cristianos testimonian, se viva en la cotidianidad. La vida deber ser coherente con la fe a fin de que el testimonio sea creíble. Os invito también a suscitar en vuestras comunidades, a todos los niveles, un trabajo de profundización de la fe para vivirla de modo cada vez más vigoroso. Esta invitación se dirige sobre todo al clero y a las personas consagradas. El sacerdocio y la vida consagrada no son instrumentos de ascenso social, sino un servicio a Dios y a los hombres. Una atención especial se debe prestar al discernimiento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, tanto en las diócesis como en los diversos institutos de vida consagrada. La castidad y la obediencia se deben considerar con grandísima estima, y os corresponde a vosotros recordarlo constantemente. Estas virtudes deben ser presentadas y vividas sin ambigüedad por los formadores en los seminarios y en los noviciados. Lo mismo vale para la relación con los bienes temporales y la prudencia en su gestión. El antitestimonio en ese ámbito es particularmente desastroso por el escándalo que provoca, sobre todo ante una población que vive en la indigencia.


Vosotros tenéis también el deber de estar cerca y de prestar gran atención a la vida y a la situación de cada uno de vuestros sacerdotes, cuyas condiciones de vida son algunas veces muy duras —a causa de la soledad, la falta de medios y la inmensidad de la tarea— y están especialmente expuestos. Les aseguro mi estima y mi aliento en su misión, a fin de que sean pastores según el corazón de Dios, cercanos a los fieles y deseosos de anunciarles la Palabra de vida. Queridos hermanos en el episcopado, amad a vuestros sacerdotes y ayudadles a vivir en unión íntima con Cristo. La comunión entre vosotros y con vuestro presbyterium es fuente de alegría y de fecundidad en el anuncio del Evangelio.


Que el Señor siga derramando sobre vosotros sus gracias de luz, valor y fuerza. Por mi parte os exhorto a vivir siempre en la esperanza que nos viene de la presencia del Resucitado y os reitero mi afecto fraterno. Confío a cada uno de vosotros, así como a todos vuestros diocesanos, a la protección y a la intercesión maternal de la Virgen María y os imparto de todo corazón la bendición apostólica.


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A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LOS AGENTES SANITARIOS (PARA LA PASTORAL DE LA SALUD)

 

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Lunes 24 de marzo de 2014




Queridos hermanos y hermanas:


Os doy la bienvenida con ocasión de vuestra sesión plenaria, y doy las gracias a monseñor Zimowski por sus palabras. A cada uno de vosotros va el reconocimiento del obispo de Roma por el empeño que ponéis hacia tantos hermanos y hermanas que llevan el peso de la enfermedad, de la discapacidad, de una ancianidad difícil.


Vuestro trabajo en estos días parte de lo que el beato Juan Pablo II, hace ya treinta años, afirmaba acerca del sufrimiento: «Hacer bien con el sufrimiento y hacer bien a quien sufre» (Carta ap. Salvifici doloris, 30). Estas palabras él las vivió, las testimonió de forma ejemplar. Su magisterio fue un magisterio vivo, que el pueblo de Dios retribuyó con mucho afecto y mucha veneración, reconociendo que Dios estaba con él.


Es verdad, en efecto, que incluso en el sufrimiento nadie está jamás solo, porque Dios en su amor misericordioso al hombre y al mundo abraza también las situaciones más inhumanas, en las que la imagen del Creador presente en cada persona aparece ofuscada o desfigurada. Así fue para Jesús en su Pasión. En Él todo dolor humano, toda angustia, todo sufrimiento fue asumido por amor, por la pura voluntad de estar cerca de nosotros, de estar con nosotros. Y aquí, en la Pasión de Jesús, está la mayor escuela para todo el que quiera dedicarse al servicio de los hermanos enfermos y sufrientes.


La experiencia de la participación fraterna con quien sufre nos abre a la belleza auténtica de la vida humana, que comprende su fragilidad. En la custodia y en la promoción de la vida, en cualquier etapa y condición que se encuentre, podemos reconocer la dignidad y el valor de cada ser humano, desde la concepción hasta la muerte.


Mañana celebraremos la solemnidad de la Anunciación del Señor. «Quien acogió “la Vida” en nombre de todos y para bien de todos fue María, la Virgen Madre, la cual tiene por tanto una relación personal estrechísima con el evangelio de la vida» (Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 102). María ofreció la propia vida, se puso totalmente a disposición de la voluntad de Dios, convirtiéndose en «lugar» de su presencia, «lugar» en el que mora el Hijo de Dios.


Queridos amigos, en el cotidiano desempeño de vuestro servicio, tengamos siempre presente la carne de Cristo presente en los pobres, en los que sufren, en los niños, también en los no deseados, en las personas con discapacidad física o psíquica, en los ancianos.
Por ello invoco sobre cada uno de vosotros, sobre todas las personas enfermas y sufrientes con sus familias, así como sobre todos los que cuidan de ellos, la materna protección de María, Salus infirmorum, a fin de que ilumine vuestra reflexión y vuestra acción en la obra de defensa y promoción de la vida y en la pastoral de la salud. Que el Señor os bendiga.


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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE GUINEA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"



Lunes 24 de marzo de 2014


Queridos hermanos en el episcopado:


¡Sed bienvenidos con ocasión de vuestra peregrinación a Roma para la visita «ad limina»! Habéis venido a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo, que aquí dieron testimonio de Cristo muerto y resucitado hasta entregar su propia vida. Aún hoy son los modelos de todos los pastores a quienes el Señor encomienda su pueblo. Podéis apoyaros en ellos para iluminaros y sosteneros en el cumplimiento de vuestra misión.


Agradezco a monseñor Emmanuel Félémou, presidente de vuestra Conferencia episcopal, las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. A cada uno de vosotros, y a través de vosotros a vuestros sacerdotes, a los religiosos y las religiosas, y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis, quiero expresar mi profundo afecto. Permitidme mencionar también aquí al cardenal Robert Sarah, quien, después de haber servido generosamente a la Iglesia en vuestro país, es ahora uno de mis estimados colaboradores.


Quiero expresaros además mi alegría y mi gratitud por el buen trabajo de evangelización realizado en Guinea. Los discípulos de Cristo forman allí un cuerpo vivo, que manifiesta la alegría del Evangelio mediante el entusiasmo de su fe, aunque las condiciones en las que se anuncia la buena nueva a menudo sean difíciles. A los ojos humanos, los medios de evangelización podrían parecer irrisorios. Lejos de desanimaros, no debéis olvidar nunca que es obra de Jesús mismo, más allá de todo lo que podamos descubrir y entender (cf. Evangelii gaudium, 12). Por lo demás, no estáis solos, puesto que todo vuestro pueblo es misionero con vosotros (cf. ib., n. 119). Así pues, debéis tener mucha confianza y remar resueltamente mar adentro.


Sin embargo, para que el Evangelio toque y convierta los corazones en profundidad, debemos recordar que sólo si estamos unidos en el amor podemos dar testimonio de la verdad del Evangelio: «Para que todos sean uno…, para que el mundo crea» (Jn 17, 21), nos dice Jesús. La Iglesia tiene necesidad de la comunión entre vosotros y con el sucesor de Pedro. Las discordias entre los cristianos son el mayor obstáculo para la evangelización. Favorecen el crecimiento de grupos que aprovechan la pobreza y la credulidad de las personas para proponerles soluciones fáciles, pero ilusorias, a los problemas. En un mundo herido por numerosos conflictos étnicos, políticos y religiosos, nuestras comunidades deben ser «auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae» (Evangelii gaudium, 100). Dios nos da la gracia, si sabemos acogerla, de hacer que la unidad prevalezca sobre el conflicto: «¡No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno!» (ib., n. 101).


Para que el anuncio del Evangelio dé fruto, toda nuestra existencia debe ser coherente con el Evangelio que anunciamos. Me alegra constatar que esto, desde muchos puntos de vista, ya es una realidad viva en vuestras diócesis. Ante todo, pienso en los fieles laicos comprometidos en la pastoral y, en particular, en los catequistas que realizan un trabajo insustituible de evangelización y de animación de las comunidades cristianas. Les doy las gracias de corazón. Habéis abierto centros de formación destinados a ellos, y no puedo dejar de invitaros a perseverar en los esfuerzos realizados para garantizar la calidad de esta formación. También os exhorto a sostener a las familias, cuyo modelo cristiano debe proponerse y vivirse sin ambigüedad, mientras la poligamia todavía está difundida y los matrimonios mixtos son cada vez más frecuentes.


De igual modo tenéis la tarea fundamental de invitar a los fieles a rezar y a vivir una auténtica cercanía a Dios, ya que de la calidad del amor a Dios deriva todo el dinamismo misionero (cf. Evangelii gaudium, 264). A través de la celebración digna de la Eucaristía, los fieles pueden entrar en el misterio del Señor que da su vida por ellos, y encontrar allí la alegría de la esperanza, el consuelo en la prueba y la fuerza para avanzar a lo largo del camino.


También os sugiero invitar a los laicos, en particular a los más jóvenes, a testimoniar su fe comprometiéndose más en la sociedad, mostrando así el propio amor a su país. En colaboración con los diversos protagonistas de la vida social, han de ser siempre y por doquier artífices de paz y de reconciliación, para luchar contra la pobreza extrema que debe afrontar Guinea. En esta perspectiva, a pesar de las dificultades encontradas, os aliento a profundizar las relaciones con vuestros compatriotas musulmanes, aprendiendo recíprocamente a aceptar modos de ser, de pensar y de expresarse diferentes.


Mi pensamiento se dirige también a los religiosos y religiosas que, en la diversidad de sus carismas, aportan al pueblo de Guinea la ofrenda insustituible de su oración de adoración, alabanza e intercesión. Viviendo a menudo en una situación de gran pobreza, en colaboración con algunos laicos, manifiestan la caridad de Cristo mediante sus obras de asistencia a la población tanto en el campo sanitario, como en la educación e instrucción. Les aseguro mi apoyo y mi oración. Ellos llevan a cabo una verdadera evangelización con las obras, y dan un testimonio auténtico de la ternura de Dios por todos los hombres, en particular por los más pobres y débiles, testimonio que toca los corazones y arraiga firmemente la fe de los fieles. No obstante la escasez de medios y la inmensidad de la tarea, os invito a sostenerlos siempre, tanto espiritual como materialmente, para que perseveren con valentía en las obras de evangelización y de promoción social.


El apostolado de los sacerdotes, dedicados generosamente a las tareas del ministerio, a menudo resulta difícil, en particular por su número muy exiguo. Les aseguro mi cercanía y mi aliento. Sed para ellos padres y amigos que sostienen y guían con corazón y espíritu fraterno. También los sacerdotes deben vivir coherentemente lo que predican; está en juego la credibilidad misma del testimonio de la Iglesia. Es indispensable hacer todo lo posible para suscitar abundantes y sólidas vocaciones sacerdotales. Me alegro de la reciente apertura del seminario mayor «Benedicto XVI», acontecimiento lleno de esperanza para el futuro. Aprovechad, pues, esta página que se abre en la historia del clero guineano para suscitar un nuevo impulso en la vida sacerdotal. La formación en el seminario debe ofrecer a los jóvenes un camino serio de crecimiento intelectual y espiritual. Que se les proponga de modo auténtico la santidad sacerdotal, comenzando por el ejemplo de sacerdotes que viven su vocación con alegría; los futuros presbíteros aprenderán a vivir de manera verdadera las exigencias del celibato eclesiástico, así como la relación justa con los bienes materiales, el rechazo de la mundanidad y el arribismo —puesto que el sacerdocio no es un instrumento de ascenso social—, y también el compromiso real junto a los más pobres.


Queridos hermanos en el episcopado: os encomiendo a todos vosotros, así como a los sacerdotes, las personas consagradas, los catequistas y los fieles laicos de vuestras diócesis, a la protección de la Virgen María, Madre de la Iglesia, y os imparto de todo corazón la bendición apostólica.


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A LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACIÓN "CORALLO"


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 22 de marzo de 2014



Agradezco mucho lo que usted ha dicho, y os agradezco el trabajo que realizáis. Esa verdad… buscar la verdad con los medios de comunicación. Pero, ¡no sólo la verdad! Verdad, bondad y belleza, las tres cosas juntas. Vuestro trabajo debe llevarse a cabo por estos tres caminos: el camino de la verdad, el camino de la bondad y el camino de la belleza. Pero la verdad, la bondad y la belleza que son consistentes, que vienen de dentro, que son humanas. Y, en el camino de la verdad, en los tres caminos, podemos encontrar errores, incluso trampas. «Yo pienso, busco la verdad…»: está atento, para no convertirte en un intelectual sin inteligencia. «Yo voy, busco la bondad…»: está atento, para no convertirte en un moralista sin bondad. «A mí me gusta la belleza…»: sí, pero está atento, para no hacer lo que se hace a menudo, «falsificar» la belleza, buscar los cosméticos para elaborar una belleza artificial, que no existe. La verdad, la bondad y la belleza como vienen de Dios y están en el hombre. Y este es el trabajo de los medios de comunicación, el vuestro.


Usted ha aludido a dos cosas, y quiero retomarlas. Ante todo, la unidad armoniosa de vuestro trabajo. Hay medios de comunicación grandes y hay medios de comunicación pequeños… Pero si leemos el capítulo doce de la primera carta de san Pablo a los Corintios, vemos que en la Iglesia no hay ni grande ni pequeño: cada uno tiene su función, uno ayuda al otro, la mano no puede existir sin la cabeza, etc. Todos somos miembros, y también vuestros medios de comunicación, sean más grandes o más pequeños, son miembros, y armonizados por su vocación de servicio a la Iglesia. Nadie debe sentirse pequeño, demasiado pequeño respecto a otro demasiado grande. Todos somos pequeños ante Dios, con humildad cristiana, pero todos tenemos una función. ¡Todos! Como en la Iglesia… Yo haría esta pregunta: ¿Quién es más importante en la Iglesia? ¿El Papa o la anciana que todos los días reza el rosario por la Iglesia? Que lo diga Dios, yo no puedo decirlo. Pero la importancia de esta armonía es de cada uno de nosotros, porque la Iglesia es la armonía de la diversidad. El cuerpo de Cristo es esta armonía de la diversidad, y quien realiza la armonía es el Espíritu Santo: Él es el más importante de todos. Esto es lo que usted ha dicho, y quiero subrayarlo. Es importante: buscar la unidad, y no usar la lógica de que el pez grande se traga al pequeño.


Usted ha dicho otra cosa, que yo también mencioné en la exhortación apostólica Evangelii gaudium. Ha hablado del clericalismo. Es uno de los males, es uno de los males de la Iglesia. Pero es un mal «cómplice», porque a los sacerdotes les agrada la tentación de clericalizar a los laicos; pero muchos laicos, de rodillas, piden ser clericalizados, porque es más cómodo, ¡es más cómodo! ¡Y este es un pecado de ambas partes! Debemos vencer esta tentación. El laico debe ser laico, bautizado, tiene la fuerza que viene de su bautismo. Servidor, pero con su vocación laical, y esto no se vende, no se negocia, no se es cómplice del otro… No. ¡Yo soy así! Porque allí está en juego la identidad. En mi tierra oía muchas veces esto: «¿Sabe? En mi parroquia hay un laico honrado. Este hombre sabe organizar… Eminencia: ¿por qué no lo hacemos diácono?». Es la propuesta inmediata del sacerdote: clericalizar. A este laico hagámoslo… ¿Y por qué? ¿Porque es más importante el diácono, el sacerdote, que el laico? ¡No! ¡Este es un error! ¿Es un buen laico? Que siga así y crezca así. Porque allí está en juego la identidad de la pertenencia cristiana. Para mí, el clericalismo impide el crecimiento del laico. Pero tened presente lo que he dicho: es una tentación cómplice entre dos. Porque no habría clericalismo si no hubiera laicos que quieren ser clericalizados. ¿Está claro esto? Por eso os agradezco lo que hacéis. Armonía: también esta es otra armonía, porque la función del laico no puede cumplirla el sacerdote, y el Espíritu Santo es libre: algunas veces inspira al sacerdote para que haga algo; otras, al laico. Se habla en el consejo pastoral. Son muy importantes los consejos pastorales: una parroquia —y en esto cito el Código de derecho canónico—, una parroquia que no tenga consejo pastoral y consejo de asuntos económicos, no es una buena parroquia: le falta vida.
Además, son tantas las virtudes. He aludido a ellas al inicio: ir por el camino de la bondad, de la verdad y de la belleza, y tantas virtudes por este camino. Pero, ¡también están los pecados de los medios de comunicación! Me permito hablar un poco sobre esto. Para mí, los pecados de los medios de comunicación, los más grandes, son los que van por el camino del embuste, de la mentira, y son tres: la desinformación, la calumnia y la difamación. Estas dos últimas son graves, pero no tan peligrosas como la primera. ¿Por qué? Os lo explico. La calumnia es pecado mortal, pero se puede aclarar y llegar a conocer que es una calumnia. La difamación es pecado mortal, pero se puede llegar a decir: esta es una injusticia, porque esta persona ha hecho esa cosa en aquel tiempo, pero después se ha arrepentido, ha cambiado de vida. Pero la desinformación es decir la mitad de las cosas, las que son más convenientes para mí, y no decir la otra mitad. Y así, el que ve la tv o el que oye la radio, no puede formarse un juicio perfecto, porque no tiene los elementos y no se los dan. De estos tres pecados, por favor, huid. Desinformación, calumnia y difamación.


Os agradezco lo que hacéis. He dicho a monseñor Sanchirico que os entregue el discurso que había escrito, porque sus palabras [del presidente] me han inspirado a deciros espontáneamente esto, y lo he dicho con un lenguaje del corazón: sentidlo así. No con el lenguaje italiano, ¡porque no hablo con el estilo de Dante!... Os lo agradezco mucho, y ahora os invito a rezar un Avemaría a la Virgen, para daros la bendición. Dios te salve, María…


 
Texto del discurso preparado por el Pontífice y entregado a la Asociación:


Queridos amigos:


Os doy la bienvenida, y agradezco al presidente las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro. Dirijo un saludo también a quienes nos están siguiendo mediante las radios y las televisiones de la Asociación «Corallo». Estas emisoras quieren expresar el compromiso de la Iglesia que está en Italia por estar cerca y ser amiga de toda persona, y hablar a la gente allí donde habita, vive, trabaja, ama, sufre.


Sois una «red». Quiero partir de esta imagen, que nos hace pensar en los primeros discípulos de Jesús: eran pescadores, trabajaban con las redes. Y Jesús los llamó para que lo siguieran e hizo de ellos «pescadores de hombres» (Mt 4, 19). También vosotros podéis ser «pescadores de hombres» con vuestra red de radios y televisiones locales, que abraza a toda Italia; una red sencilla, popular, y está bien que siga siéndolo así. Llegando a todas las ciudades y a todos los pueblos, vuestras emisoras son un instrumento para que todos escuchen la voz del Señor.


Me viene a la memoria el episodio del profeta Elías en el monte Horeb (cf. 1 Re 19, 9-13), cuando estaba delante de la cueva y asistió a fenómenos impresionantes: el viento impetuoso, el terremoto, el fuego…, pero el Señor no hablaba de ese modo. Después, Elías oyó el «susurro de una brisa suave» (v. 12). Y en ese susurro escuchó la voz del Señor que le hablaba. Pues bien, vuestras radios y televisiones pueden transmitir, a través del éter, algo de esa voz, a fin de que hable a los hombres y a las mujeres que buscan una palabra de esperanza, de confianza, para su vida.


De este modo, sois voz de una Iglesia que no tiene miedo de entrar en los desiertos del hombre, de salir a su encuentro, de buscarlo en sus inquietudes, en sus extravíos, dialogando con todos, incluso con las personas que, por diversos motivos, se han alejado de la comunidad cristiana y se sienten lejanas de Dios. Pero, en realidad, Dios nunca está lejos, ¡está siempre cerca! Y vosotros podéis contribuir a hacer resonar ese «susurro suave», capaz de decir a cada uno: «El Maestro está aquí y te llama» (Jn 11, 19). ¡Precisamente este ser llamado por nombre calienta el corazón!


¿Y de qué modo, con vuestra «red», podéis ayudar a Jesucristo en su misión, a anunciar hoy el Evangelio del reino de Dios?


Ante todo, digo que prestando atención a temáticas importantes para la vida de las personas, de la familia, de la sociedad; y tratando estos argumentos no de manera sensacionalista, sino responsable, con pasión sincera por el bien común y por la verdad (cf. Juan Pablo II, Mensaje para la XXVIII Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24 de enero de 1994). A menudo en las grandes emisoras estos temas se afrontan sin el debido respeto por las personas y por los valores en juego, de modo espectacular. En cambio, es esencial que en vuestras transmisiones se perciba este respeto, que las historias humanas no deben instrumentalizarse nunca.


Y podéis dar otra contribución con la cualidad humana y ética de vuestro trabajo. Podéis ayudar a formar lo que el Papa Benedicto llamó un «ecosistema» mediático, es decir, un ambiente que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos (cf. Mensaje para la XLVI Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24 de enero de 2012). Hoy hay mucha contaminación, y también el clima mediático tiene sus formas de contaminación, sus «venenos». La gente lo sabe, se da cuenta, pero, por desgracia, se acostumbra a respirar a través de la radio y la televisión un aire sucio, que no hace bien. Hay necesidad de hacer circular el aire limpio, que la gente pueda respirar libremente y dé oxígeno a la mente y al alma.


Todo esto exige una profesionalidad adecuada, pero va más allá. Os pide vivir la «comunicación en términos de proximidad» (Mensaje para la XLVIII Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 24 de enero de 2014). Os llama a ser el rostro de una Iglesia que se hace «buen samaritano», incluso mediante las radios y las televisiones. En efecto, la parábola del buen samaritano también puede ser una parábola del comunicador: «Quien comunica se hace prójimo. El buen samaritano no sólo se hace próximo, sino que se hace cargo del hombre medio muerto que encuentra al borde del camino» (ibid). En esa parábola Jesús invierte la perspectiva: «No se trata de reconocer al otro como mi semejante, sino de ser capaz de hacerme semejante al otro» (ibid).


Por eso, mientras os agradezco vuestro compromiso, pido al Señor que vuestra red sea cada vez más experiencia de proximidad, capaz de dar voz al Señor que caldea el corazón y difunde esperanza y alegría.


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ENCUENTRO CON LOS FAMILIARES DE LAS VÍCTIMAS DE LA CRIMINALIDAD ORGANIZADA
Y LOS VOLUNTARIOS DE LA ASOCIACIÓN "LIBERA"



Parroquia de San Gregorio VII, Roma
Viernes 21 de marzo de 2014





Queridos hermanos y hermanas:



Gracias por haber realizado esta etapa en Roma, que me da la posibilidad de encontrarme con vosotros, antes de la vigilia y de la «Jornada de la memoria y del compromiso» que viviréis esta noche y mañana en Latina. Doy las gracias a don Luigi Ciotti y a sus colaboradores, y también a los padres franciscanos de esta parroquia. Saludo también al obispo de Latina, monseñor Crociata, aquí presente. Gracias, excelencia.



El deseo que siento es de compartir con vosotros una esperanza, y es esta: que el sentido de responsabilidad poco a poco triunfe sobre la corrupción, en todas las partes del mundo... Y esto debe partir desde dentro, de las conciencias, y desde allí volver a curar, volver a sanar los comportamientos, las relaciones, las decisiones, el tejido social, de modo que la justicia gane espacio, se amplíe, se arraigue, y ocupe el sitio de la iniquidad.



Sé que vosotros sentís fuertemente esta esperanza, y quiero compartirla con vosotros, deciros que os estaré cercano incluso esta noche y mañana, en Latina —si bien no podré ir físicamente, pero estaré con vosotros en este camino, que requiere tenacidad, perseverancia.



En especial, quiero expresar mi solidaridad a quienes entre vosotros han perdido a una persona querida, víctima de la violencia mafiosa. Gracias por vuestro testimonio, porque no os habéis cerrado, sino que os habéis abierto, habéis salido, para contar vuestra historia de dolor y de esperanza. Esto es muy importante, especialmente para los jóvenes.



Quiero rezar con vosotros —y lo hago de corazón— por todas las víctimas de la mafia. Incluso hace pocos días, cerca de Taranto, se produjo un delito que no tuvo piedad ni siquiera de un niño. Pero al mismo tiempo recemos juntos, todos juntos, para pedir la fuerza de seguir adelante, de no desalentarnos, sino de seguir luchando contra la corrupción.



Y siento que no puedo terminar sin decir una palabra a los grandes ausentes, hoy, a los protagonistas ausentes: a los hombres y mujeres mafiosos. Por favor, cambiad de vida, convertíos, deteneos, dejad de hacer el mal. Y nosotros rezamos por vosotros. Convertíos, lo pido de rodillas; es por vuestro bien. Esta vida que vivís ahora, no os dará placer, no os dará alegría, no os dará felicidad. El poder, el dinero que vosotros ahora tenéis de tantos negocios sucios, de tantos crímenes mafiosos, es dinero ensangrentado, es poder ensangrentado, y no podréis llevarlo a la otra vida. 


Convertíos, aún hay tiempo, para no acabar en el infierno. Es lo que os espera si seguís por este camino. Habéis tenido un papá y una mamá: pensad en ellos. Llorad un poco y convertíos.



Recemos juntos a nuestra Madre María para que nos ayude: Ave María...


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A LOS DIRIGENTES Y  OBREROS DE LAS FÁBRICAS DE ACERO DE TERNI
Y A LOS FIELES DE LA DIÓCESIS DE TERNI-NARNI-AMELIA 



 Palacio Apostólico Vaticano
Aula Pablo VI
Jueves 20 de marzo de 2014





Doy mi cordial bienvenida a cada uno de vosotros. La ocasión que os ha motivado a venir es el 130° aniversario de la fundación de las acererías de Terni, símbolo de capacidad empresarial y laboral que han hecho célebre este nombre más allá de las fronteras de Italia. Saludo a vuestro Pastor, monseñor Ernesto Vecchi, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido y sobre todo el servicio que realiza en la Iglesia de Terni-Narni-Amelia. Es un servicio que desempeña en el momento de su vida en que tendría el derecho a descansar, y, en lugar de reposar, continúa trabajando: gracias, monseñor Vecchi, ¡muchas gracias! Saludo a las autoridades civiles, como también a los sacerdotes, las personas consagradas, los fieles laicos, las diversas realidades sociales y los distintos componentes de vuestra comunidad diocesana.



Este encuentro me ofrece la posibilidad de renovar la cercanía de toda la Iglesia, no sólo a la sociedad de «Aceros especiales de Terni», sino también a las empresas de vuestro territorio y, más en general, a todo el mundo del trabajo. Ante el actual desarrollo de la economía y la dificultad que atraviesa la actividad laboral, es necesario reafirmar que el trabajo es una realidad esencial para la sociedad, para las familias y para los individuos. 

El trabajo, en efecto, concierne directamente a la persona, su vida, su libertad y su felicidad. El valor principal del trabajo es el bien de la persona humana, porque la realiza como tal, con sus actitudes y capacidades intelectivas, creativas y manuales. De aquí deriva que el trabajo no tiene solamente una finalidad económica y de ganancia, sino sobre todo una finalidad que implica al hombre y su dignidad. La dignidad del hombre está vinculada al trabajo. He escuchado a algunos jóvenes obreros que están sin trabajo, y me han dicho esto: «Padre, en casa —mi esposa, mis hijos— comemos todos los días, porque en la parroquia, o en el club, o en la Cruz Roja nos dan de comer. Pero, Padre, yo no sé lo que significa traer el pan a casa, y tengo necesidad de comer, pero necesito tener la dignidad de llevar el pan a casa». ¡Y esto es el trabajo! Y si falta el trabajo se lastima esta dignidad. Quien está desocupado o subempleado corre el peligro, en efecto, de ser colocado a los márgenes de la sociedad, de convertirse en una víctima de la exclusión social. Muchas veces sucede que las personas sin trabajo —pienso sobre todo en los numerosos jóvenes actualmente desempleados— caen en el desaliento crónico o, peor, en la apatía.



¿Qué podemos decir ante el gravísimo problema de la desocupación que afecta a diversos países europeos? Es la consecuencia de un sistema económico que ya no es capaz de crear trabajo, porque ha puesto en el centro a un ídolo, ¡que se llama dinero! Por lo tanto, los diversos entes políticos, sociales y económicos están llamados a favorecer un planteamiento distinto, basado en la justicia y en la solidaridad. Esta palabra, en este momento, corre el riesgo de ser excluida del diccionario. Solidaridad: parece como una palabra fea. ¡No! La solidaridad es importante, pero este sistema no la quiere, prefiere excluirla. Esta solidaridad humana que asegura a todos la posibilidad de desempeñar una actividad laboral digna. El trabajo es un bien de todos, que debe estar al alcance de todos. La fase de grave dificultad y desocupación se debe afrontar con los instrumentos de la creatividad y la solidaridad. La creatividad de empresarios y artesanos valientes, que miran al futuro con confianza y esperanza. Y la solidaridad entre todos los componentes de la sociedad, que renuncian a algo, adoptan un estilo de vida más sobrio, para ayudar a quienes se encuentran en una condición de necesidad.



Este gran desafío interpela a toda la comunidad cristiana. Por ello habéis venido hoy aquí juntos: acererías, obispo, comunidad diocesana. Y por esto la historia contemporánea de vuestra Iglesia está inseparablemente vinculada a la visita del beato Juan Pablo II a las acererías. Toda la Iglesia está comprometida en una conversión pastoral y misionera, como ha destacado vuestro obispo. A este respecto, el compromiso principal es siempre el de reavivar las raíces de la fe y de vuestra adhesión a Jesucristo. Aquí está el principio que inspira las decisiones de un cristiano: su fe. ¡La fe mueve montañas! La fe cristiana es capaz de enriquecer a la sociedad gracias a la carga de fraternidad concreta que lleva en sí misma. Una fe acogida con alegría, vivida a fondo y con generosidad puede dar a la sociedad una fuerza humanizante. Por lo tanto, todos estamos llamados a buscar modos siempre nuevos para testimoniar con valentía una fe viva y vivificante.



Queridos hermanos y hermanas, no dejéis jamás de esperar en un futuro mejor. Luchad por esto, luchad. No os dejéis atrapar por el vórtice del pesimismo, ¡por favor! Si cada uno hace lo que le corresponde, si todos ponen siempre en el centro a la persona humana, no el dinero, con su dignidad, si se consolida una actitud de solidaridad y compartir fraterno, inspirada en el Evangelio, se podrá salir del pantano de una estación económica y laboral ardua y difícil.



Con esta esperanza, invoco la maternal intercesión de la Virgen María sobre vosotros y sobre toda la diócesis, especialmente sobre el mundo del trabajo, las familias en dificultad, para que no pierdan la dignidad que da el trabajo, sobre los niños y jóvenes y sobre los ancianos.



Todos nosotros, ahora, sentados como estamos, oremos a la Virgen, que es nuestra Madre, para que nos conceda la gracia de trabajar juntos con creatividad, solidaridad y fe. Ave María...



Os bendiga Dios Omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Y os pido, por favor, rezad por mí. Gracias.


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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE TIMOR ORIENTAL
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"



Lunes 17 de marzo de 2014



Amados hermanos en el episcopado:


En el amor de Cristo, saludo cordialmente a toda la Iglesia de Dios en Timor Oriental, representada aquí por vosotros, sus pastores, que habéis venido a «conocer a Pedro» en la persona de su Sucesor y a «exponer a su consideración» vuestro servicio a la causa del Evangelio (cf. Ga 1, 18; 2, 2). Agradezco a monseñor Basílio, obispo de Baucau y presidente de la Conferencia episcopal, las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todos y que muestran el admirable crecimiento de vuestras comunidades y su deseo de ser fieles al Evangelio. Os felicito porque las semillas de la buena nueva de Jesús, plantadas en vuestra tierra hace casi quinientos años, han crecido y han dado fruto en un pueblo que, desde la gran prueba del último cuarto del siglo XX, se profesa católico de modo decidido y valiente. La creación de la nueva diócesis de Maliana, al inicio de 2010, y la institución de la Conferencia episcopal timorense, a final de 2011, son señales positivas de la obra que el Señor ha comenzado entre vosotros y que quiere ir consumando (cf. Flp 1, 6).


Estas señales expresan el arraigo de la Iglesia en Timor y al mismo tiempo invitan a sus hijos y a sus hijas a un gran testimonio de vida cristiana y a un esfuerzo redoblado de evangelización para llevar la buena nueva a todos los estratos de la sociedad, transformándola desde dentro (cf. exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 18). A través de vuestras relaciones quinquenales y otras noticias, he podido conocer el espíritu fraterno que anima al pueblo timorense y a sus líderes en la construcción de una nación libre, solidaria y justa para todos. En los años que os separan de la última visita «ad limina» —realizada en octubre de 2002, o sea, pocos meses después del anhelado y feliz nacimiento de vuestra patria— no han faltado dolorosas sorpresas de ajuste nacional, con la Iglesia que recordaba las bases necesarias para una sociedad que quiere ser digna del hombre y de su destino trascendente. Estoy seguro de que vosotros, con los sacerdotes, seguiréis cumpliendo la función de conciencia crítica de la nación, manteniendo para este fin la debida independencia del poder político, en una colaboración equidistante que le deje la responsabilidad de ocuparse del bien común de la sociedad y de promoverlo.


De hecho, la Iglesia pide una sola cosa en el ámbito de la sociedad: la libertad de anunciar el Evangelio de modo integral, aun cuando va contracorriente, defendiendo valores que ha recibido y a los que debe permanecer fiel. Y vosotros, queridos hermanos, no tengáis miedo de ofrecer esta contribución de la Iglesia al bien de toda la sociedad. Nos lo recuerdan bien las palabras del Concilio Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (constitución pastoral Gaudium et spes, 1). En verdad, el Padre celestial, al enviar a su Hijo en nuestra carne, puso en nosotros sus entrañas de misericordia. Y, sin la misericordia, hoy tenemos pocas posibilidades de insertarnos en un mundo de «heridos», que tiene necesidad de comprensión, de perdón, de amor. Por eso no me canso de invitar a toda la Iglesia a la «revolución de la ternura» (exhortación apostólica Evangelii gaudium, 88). Los agentes de evangelización deben ser capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas en la noche, de dialogar con sus ilusiones y desilusiones, de arreglar sus desavenencias.


Sin disminuir el valor del ideal evangélico, es preciso acompañar, con misericordia y paciencia, las etapas posibles de crecimiento de las personas, que se construyen día a día. Por eso, en la comunión fraterna y solidaria de la Conferencia episcopal, he insistido repetidamente en este desafío de una sólida formación de los sacerdotes, de los religiosos y de los fieles laicos. Depositáis muchas esperanzas en vuestros seminarios, en los noviciados y, últimamente, en el Instituto superior de filosofía y teología «Dom Jaime Garcia Goulart»; pero no dejéis de suscitar y hacer crecer la corriente de solidaridad también con las demás Iglesias locales, en particular, mediante el envío de seminaristas mayores para que realicen sus estudios en universidades eclesiásticas o —quizá con mayor beneficio— de sacerdotes, para que consigan las especializaciones más necesarias en los diferentes servicios de la comunidad eclesial de Timor Oriental. Se necesitan formadores y profesores de teología cualificados, sobre todo para consolidar los resultados alcanzados en el campo de la evangelización, enriqueciendo a la Iglesia con su «rostro timorense».


Naturalmente, no se pretende una evangelización realizada sólo por agentes cualificados, con el resto del pueblo fiel como mero receptor de sus acciones. Al contrario, debemos hacer de cada cristiano un protagonista. «Si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús» (ibídem, n. 120). Y si alguien ha acogido este amor que le devuelve el sentido de la vida, no podrá contener su deseo de comunicarlo a los demás. Esta es la fuente de la acción evangelizadora. El corazón creyente sabe que, sin Jesús, la vida no es la misma cosa. ¡Pues bien! Lo que ha descubierto que le ayuda a vivir, le da esperanza, debe comunicarlo a los demás.


Como sabemos, amados hermanos, en todos los bautizados —desde el primero hasta el último— actúa el Espíritu que impulsa a evangelizar. Esta «presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que les permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión» (ibídem, n. 119). En estas limitaciones del lenguaje vemos aflorar la necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio, porque «una fe que no se hace cultura —como escribió Juan Pablo II— es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida» (Carta con la que se instituye el Consejo pontificio para la cultura, 20 de mayo de 1982, n. 2). Si en los varios contextos culturales de Timor Oriental la fe y la evangelización no son capaces de decir Dios, de anunciar la victoria de Cristo sobre el drama de la condición humana, de abrir espacios para el Espíritu renovador, es porque no están suficientemente vivas en los fieles cristianos, que tienen necesidad de un camino de formación y de maduración. Esto «implica tomarse muy en serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre ella. Todo ser humano necesita cada vez más de Cristo, y la evangelización no debería dejar que alguien se conforme con poco, sino que pueda decir plenamente: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2, 20)» (exhortación apostólica Evangelii gaudium, 160).


Y, si vive en el creyente, Cristo abrirá las páginas con el designio de Dios, aún selladas para las culturas locales, haciendo despuntar otras formas de expresión, señales más elocuentes, palabras llenas de nuevo significado. En el libro del Apocalipsis (cf. 5, 1-10) hay una página que lo ejemplifica: se habla de un libro cerrado con siete sellos, que sólo Cristo es capaz de abrir: Él es el Cordero inmolado que, con su sangre, ha rescatado para Dios a hombres de todas las tribus, lenguas, pueblos y naciones. Timor Oriental, el Cielo te ha rescatado, para que tú te abras al Cielo. Todo esto comporta una serie de desafíos para permitir una comprensión más fácil de la palabra de Dios y una mejor recepción de los sacramentos. Pero un desafío no es una amenaza. La conciencia misionera presupone hoy que se posean el valor humilde del diálogo y la convicción firme de presentar una propuesta de plenitud humana en nuestro contexto cultural.


Amados hermanos en el episcopado: He querido limitarme a tres puntos, objeto de vuestras preocupaciones; el primero es vuestra contribución como conciencia crítica de la nación; el segundo es toda la Iglesia que, movida por entrañas de misericordia, sale a misionar; el tercero es la expresión de la buena nueva de la salvación en las lenguas locales. Creo que puedo resumir todo con una imagen que os es familiar y querida: el pueblo fiel en peregrinación a los santuarios marianos, bajo la guía del obispo (digo «guiar», que no es sinónimo de mandar, dominar). Y el lugar del obispo puede ser triple: delante, para indicar el camino a su pueblo; en medio, para mantenerlo unido y neutralizar pérdidas; o detrás, para evitar que alguno se atrase o se aleje, pero fundamentalmente porque la misma grey está dotada de olfato para encontrar nuevos caminos: el sentido de la fe. En todo caso, sed hombres capaces de acompañar, con amor y paciencia, los pasos de Dios en su pueblo, y valorad todo lo que lo mantiene unido, poniendo en guardia contra posibles peligros, pero, sobre todo, haciendo crecer la esperanza: ¡que haya sol y luz en los corazones! Al mismo tiempo que os doy las gracias a todos por los esfuerzos realizados al servicio del Evangelio, pido al pueblo timorense que rece por mí; lo encomiendo a la protección de la Inmaculada Concepción —invocada afectuosamente con el título de «Virgem da Aitara»— y, por su intercesión, imploro para vosotros, para los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, para los seminaristas, los novicios y las novicias, para los catequistas, los animadores de los movimientos eclesiales y la juventud briosa, para las familias con sus niños y sus ancianos, y para todos los demás miembros del pueblo de Dios, la abundancia de las gracias del Cielo, y como prenda de ellas os imparto la bendición apostólica.


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 AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE CUARESMA


Ariccia
Viernes 14 de marzo de 2014



Don Angelo, quiero darle las gracias en mi nombre y en nombre de todos nosotros por su ayuda en estos días, su acompañamiento, su escucha. Nosotros ahora volvemos a casa con una buena semilla: la semilla de la Palabra de Dios. Es una buena semilla. El Señor enviará la lluvia y esa semilla crecerá. Crecerá y dará fruto. Damos gracias al Señor por la semilla y por la lluvia que enviará, pero queremos agradecer también al sembrador. Porque usted ha sido el sembrador, y sabe hacerlo, sabe hacerlo. Porque usted, arroja por aquí, arroja por allá sin advertirlo —o haciendo como que no se da cuenta—, pero acierta, va al centro, da en el blanco. Gracias por esto. Y le pido que siga rezando por este «sindicato de creyentes» —todos somos pecadores, pero todos tenemos ganas de seguir a Jesús más de cerca, sin perder la esperanza en la promesa, y también sin perder el sentido del humor— y a veces saludarlos de lejos. Gracias, padre.


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A UNA DELEGACIÓN DEL CONSEJO ECUMÉNICO DE IGLESIAS

Viernes 7 de marzo de 2014





Dear brother,
distinguidos responsables del Consejo mundial de Iglesias:


Deseo dar a todos una cordial bienvenida. Doy las gracias al doctor Tveit por las palabras que me ha dirigido y por hacerse intérprete de vuestros sentimientos. Este encuentro marca un ulterior e importante capítulo de largas y proficuas relaciones entre la Iglesia católica y el Consejo mundial de Iglesias. El obispo de Roma os está agradecido por el servicio que ofrecéis a la causa de la unidad entre los creyentes en Cristo.


Desde sus comienzos, el Consejo mundial de Iglesias ha ofrecido una gran contribución para formar la sensibilidad de todos los cristianos sobre el hecho de que nuestras divisiones representan un fuerte obstáculo para el testimonio del Evangelio en el mundo. Ellas no se deben aceptar con resignación, como si fueran sencillamente un componente inevitable de la experiencia histórica de la Iglesia. Si los cristianos ignoran la llamada a la unidad que el Señor les dirige, corren el riesgo de ignorar al Señor mismo y la salvación que Él nos ofrece a través de su Cuerpo, la Iglesia: «No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4, 12).


Las relaciones entre la Iglesia católica y el Consejo mundial de Iglesias, que se desarrollaron a partir del Concilio Vaticano II, hicieron que, superando las mutuas incomprensiones, pudiéramos llegar a una sincera colaboración ecuménica y a un creciente «intercambio de dones» entre las diversas comunidades. La senda hacia la comunión plena y visible es un camino que resulta aún hoy arduo y cuesta arriba. Sin embargo, el Espíritu nos invita a no tener miedo, a seguir adelante con confianza, a no contentarnos con los progresos que también hemos podido experimentar en estos decenios.


En este camino es fundamental la oración. Sólo con espíritu de oración humilde e insistente se podrá tener la necesaria clarividencia, discernimiento y las motivaciones para ofrecer nuestro servicio a la familia humana, en todas sus debilidades y necesidades, tanto espirituales como materiales.


Queridos hermanos, os aseguro mi oración para que, durante vuestro encuentro con el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, sea posible determinar el modo más eficaz para progresar juntos en este camino. Que el Espíritu del Señor sostenga a cada uno de vosotros y a vuestras familias, a vuestros colegas del Consejo mundial de Iglesias y a todos los que tienen interés por la promoción de la unidad. Orad también por mí, a fin de que el Señor me conceda ser dócil instrumento de su voluntad y siervo de la unidad. Que la paz y la gracia del Señor os acompañen.


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ENCUENTRO
CON LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA


Aula Pablo VI
Jueves 6 de marzo de 2014




Cuando juntamente con el cardenal vicario hemos pensado en este encuentro, le dije que podía hacer para vosotros una meditación sobre el tema de la misericordia. Al inicio de la Cuaresma reflexionar juntos, como sacerdotes, sobre la misericordia nos hace bien. Todos nosotros lo necesitamos. Y también los fieles, porque como pastores debemos dar mucha misericordia, mucha.


El pasaje del Evangelio de Mateo que hemos escuchado nos hace dirigir la mirada a Jesús que camina por las ciudades y los poblados. Y esto es curioso. ¿Cuál es el sitio donde Jesús estaba más a menudo, donde se le podía encontrar con más facilidad? Por los caminos. Podía parecer un sin morada fija, porque estaba siempre por la calle. La vida de Jesús estaba por los caminos. Sobre todo nos invita a percibir la profundidad de su corazón, lo que Él siente por la multitud, por la gente que encuentra: esa actitud interior de «compasión», viendo a la multitud, sintió compasión. Porque ve a las personas «cansadas y extenuadas, como ovejas sin pastor». Hemos escuchado muchas veces estas palabras, que tal vez no entran con fuerza. Pero son fuertes. Un poco como muchas personas que vosotros encontráis hoy por las calles de vuestros barrios... Luego el horizonte se amplía, y vemos que estas ciudades y estos poblados no son sólo Roma e Italia, sino que son el mundo... y aquellas multitudes extenuadas son poblaciones de muchos países que están sufriendo situaciones aún más difíciles...


Entonces comprendemos que nosotros no estamos aquí para hacer un hermoso ejercicio espiritual al inicio de la Cuaresma, sino para escuchar la voz del Espíritu que habla a toda la Iglesia en este tiempo nuestro, que es precisamente el tiempo de la misericordia. De ello estoy seguro. No es sólo la Cuaresma; nosotros estamos viviendo en tiempo de misericordia, desde hace treinta años o más, hasta ahora.


En toda la Iglesia es el tiempo de la misericordia.


Ésta fue una intuición del beato Juan Pablo II. Él tuvo el «olfato» de que éste era el tiempo de la misericordia. Pensemos en la beatificación y canonización de sor Faustina Kowalska; luego introdujo la fiesta de la Divina Misericordia. Despacito fue avanzando, siguió adelante con esto.


En la homilía para la canonización, que tuvo lugar en el año 2000, Juan Pablo II destacó que el mensaje de Jesucristo a sor Faustina se sitúa temporalmente entre las dos guerras mundiales y está muy vinculado a la historia del siglo XX. Y mirando al futuro dijo: «¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio». Está claro. Aquí es explícito, en el año 2000, pero es algo que en su corazón maduraba desde hacía tiempo. En su oración tuvo esta intuición.
Hoy olvidamos todo con demasiada rapidez, incluso el Magisterio de la Iglesia. En parte es inevitable, pero los grandes contenidos, las grandes intuiciones y los legados dejados al Pueblo de Dios no podemos olvidarlos. Y el de la divina misericordia es uno de ellos. Es un legado que él nos ha dado, pero que viene de lo alto. Nos corresponde a nosotros, como ministros de la Iglesia, mantener vivo este mensaje, sobre todo en la predicación y en los gestos, en los signos, en las opciones pastorales, por ejemplo la opción de restituir prioridad al sacramento de la Reconciliación, y al mismo tiempo a las obras de misericordia. Reconciliar, poner paz mediante el Sacramento, y también con las palabras, y con las obras de misericordia.


¿Qué significa misericordia para los sacerdotes?


Me viene a la memoria que algunos de vosotros me habéis telefoneado, escrito una carta, luego hablé por teléfono... «Pero, padre, ¿por qué usted se mete así con los sacerdotes?». Porque decían que yo apaleo a los sacerdotes. No quiero apalear aquí...


Preguntémonos qué significa misericordia para un sacerdote, permitidme decir para nosotros sacerdotes. Para nosotros, para todos nosotros. Los sacerdotes se conmueven ante las ovejas, como Jesús, cuando veía a la gente cansada y extenuada como ovejas sin pastor. Jesús tiene las «entrañas» de Dios, Isaías habla mucho de ello: está lleno de ternura hacia la gente, especialmente hacia las personas excluidas, es decir, hacia los pecadores, hacia los enfermos de los que nadie se hace cargo... De modo que a imagen del buen Pastor, el sacerdote es hombre de misericordia y de compasión, cercano a su gente y servidor de todos. Éste es un criterio pastoral que quisiera subrayar bien: la cercanía. La proximidad y el servicio, pero la proximidad, la cercanía... Quien sea que se encuentre herido en su vida, de cualquier modo, puede encontrar en él atención y escucha... En especial el sacerdote demuestra entrañas de misericordia al administrar el sacramento de la Reconciliación; lo demuestra en toda su actitud, en el modo de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver... Pero esto deriva del modo en el cual él mismo vive el sacramento en primera persona, del modo como se deja abrazar por Dios Padre en la Confesión, y permanece dentro de este abrazo... Si uno vive esto dentro de sí, en su corazón, puede también donarlo a los demás en el ministerio. Y os dejo una pregunta: ¿Cómo me confieso? ¿Me dejo abrazar? Me viene a la mente un gran sacerdote de Buenos Aires, tiene menos años que yo, tendrá 72... Una vez vino a mí. Es un gran confesor: siempre hay fila con él... Los sacerdotes, la mayoría, van a él a confesarse... Es un gran confesor. Y una vez vino a mí: «Pero padre...». «Dime». «Tengo un poco de escrúpulos, porque sé que perdono demasiado». «Reza... si tú perdonas demasiado...». Y hemos hablado de la misericordia. A un cierto punto me dijo: «Sabes, cuando yo siento que es fuerte este escrúpulo, voy a la capilla, ante el Sagrario, y le digo: Discúlpame, Tú tienes la culpa, porque me has dado un mal ejemplo. Y me marcho tranquilo...». Es una hermosa oración de misericordia. Si uno en la confesión vive esto en sí mismo, en su corazón, puede también donarlo a los demás.


El sacerdote está llamado a aprender esto, a tener un corazón que se conmueve. Los sacerdotes —me permito la palabra— «fríos», los «de laboratorio», todo limpio, todo hermoso, no ayudan a la Iglesia. Hoy podemos pensar a la Iglesia como un «hospital de campo». Esto, perdonadme, lo repito, porque lo veo así, lo siento así: un «hospital de campo». Se necesita curar las heridas, muchas heridas. Muchas heridas. Hay mucha gente herida, por los problemas materiales, por los escándalos, incluso en la Iglesia... Gente herida por las falacias del mundo... Nosotros, sacerdotes, debemos estar allí, cerca de esta gente. Misericordia significa ante todo curar las heridas. Cuando uno está herido, necesita en seguida esto, no los análisis, como los valores del colesterol, de la glucemia... Pero está la herida, sana la herida, y luego vemos los análisis. Después se harán los tratamientos especializados, pero antes se deben curar las heridas abiertas. Para mí, en este momento, esto es más importante. Y hay también heridas ocultas, porque hay gente que se aleja para no mostrar las heridas... Me viene a la mente la costumbre, por la ley mosaica, de los leprosos en tiempo de Jesús, que siempre estaban alejados, para no contagiar... Hay gente que se aleja por vergüenza, por esa vergüenza de no mostrar las heridas... Y se alejan tal vez un poco con la cara torcida, en contra de la Iglesia, pero en el fondo, dentro, está la herida... ¡Quieren una caricia! Y vosotros, queridos hermanos —os pregunto—, ¿conocéis las heridas de vuestros feligreses? ¿Las intuís? ¿Estáis cercanos a ellos? Es la única pregunta...


Misericordia significa ni manga ancha ni rigidez.


Volvamos al sacramento de la Reconciliación. Sucede a menudo, a nosotros, sacerdotes, escuchar la experiencia de nuestros fieles que nos cuentan de haber encontrado en la Confesión un sacerdote muy «riguroso», o por el contrario muy «liberal», rigorista o laxista. Y esto no está bien. Que haya diferencias de estilo entre los confesores es normal, pero estas diferencias no pueden referirse a la esencia, es decir, a la sana doctrina moral y a la misericordia. Ni el laxista ni el rigorista dan testimonio de Jesucristo, porque ni uno ni otro se hace cargo de la persona que encuentra. El rigorista se lava las manos: en efecto, la clava a la ley entendida de modo frío y rígido; el laxista, en cambio, se lava las manos: sólo aparentemente es misericordioso, pero en realidad no toma en serio el problema de esa conciencia, minimizando el pecado. La misericordia auténtica se hace cargo de la persona, la escucha atentamente, se acerca con respeto y con verdad a su situación, y la acompaña en el camino de la reconciliación. Y esto es fatigoso, sí, ciertamente. El sacerdote verdaderamente misericordioso se comporta como el buen Samaritano... pero, ¿por qué lo hace? Porque su corazón es capaz de compasión, es el corazón de Cristo.


Sabemos bien que ni el laxismo ni el rigorismo hacen crecer la santidad. Tal vez algunos rigoristas parecen santos, santos... Pero pensad en Pelagio y luego hablamos... No santifican al sacerdote, y no santifican al fiel, ni el laxismo ni el rigorismo. La misericordia, en cambio, acompaña el camino de la santidad, la acompaña y la hace crecer... ¿Demasiado trabajo para un párroco? Es verdad, demasiado trabajo. ¿Y de qué modo acompaña y hace crecer el camino de la santidad? A través del sufrimiento pastoral, que es una forma de la misericordia. ¿Qué significa sufrimiento pastoral? Quiere decir sufrir por y con las personas. Y esto no es fácil. Sufrir como un padre y una madre sufren por los hijos; me permito decir, incluso con ansiedad...


Para explicarme os hago algunas preguntas que me ayudan cuando un sacerdote viene a mí. Me ayudan también cuando estoy solo ante el Señor.


Dime: ¿Tú lloras? ¿O hemos perdido las lágrimas? Recuerdo que en los Misales antiguos, los de otra época, hay una oración hermosa para pedir el don de las lágrimas. Comenzaba así la oración: «Señor, Tú que diste a Moisés el mandato de golpear la piedra para que brotase agua, golpea la piedra de mi corazón para que las lágrimas...»: era así, más o menos, la oración. Era hermosísima. Pero, ¿cuántos de nosotros lloramos ante el sufrimiento de un niño, ante la destrucción de una familia, ante tanta gente que no encuentra el camino?... El llanto del sacerdote... ¿Tú lloras? ¿O en este presbiterio hemos perdido las lágrimas?


¿Lloras por tu pueblo? Dime, ¿tú haces la oración de intercesión ante el sagrario?
¿Tú luchas con el Señor por tu pueblo, como luchó Abrahán: «¿Y si fuesen menos? ¿Y si son 25? ¿Y si son 20?...» (cf. Gn 18, 22-33). Esa oración valiente de intercesión... Nosotros hablamos de parresia, de valor apostólico, y pensamos en los proyectos pastorales, esto está bien, pero la parresia misma es necesaria también en la oración. ¿Luchas con el Señor? ¿Discutes con el Señor como hizo Moisés? Cuando el Señor estaba harto, cansado de su pueblo y le dijo: «Tú quédate tranquilo... destruiré a todos, y te haré jefe de otro pueblo». «¡No, no! Si tú destruyes al pueblo, me destruyes también a mí». ¡Éstos tenían los pantalones! Y hago una pregunta: ¿Tenemos nosotros los pantalones para luchar con Dios por nuestro pueblo?


Otra pregunta que hago: por la noche, ¿cómo concluyes tu jornada? ¿Con el Señor o con la televisión?


¿Cómo es tu relación con quienes te ayudan a ser más misericordioso? Es decir, ¿cómo es tu relación con los niños, los ancianos, los enfermos? ¿Sabes acariciarlos, o te avergüenzas de acariciar a un anciano?


No tengas vergüenza de la carne de tu hermano (cf. Reflexiones en esperanza, I cap.). Al final, seremos juzgados acerca de cómo hemos sabido acercarnos a «toda carne» —esto es Isaías. No te avergüences de la carne de tu hermano. «Hacernos prójimo»: la proximidad, la cercanía, hacernos cercanos a la carne del hermano. El sacerdote y el levita que pasaron antes que el buen samaritano no supieron acercarse a esa persona maltratada por los bandidos. Su corazón estaba cerrado. Tal vez el sacerdote miró el reloj y dijo: «Debo ir a la misa, no puedo llegar tarde a misa», y se marchó. ¡Justificaciones! Cuántas veces buscamos justificaciones, para dar vueltas alrededor del problema, de la persona. El otro, el levita, o el doctor de la ley, el abogado, dijo: «No, no puedo porque si hago esto mañana tendré que ir como testigo, perderé tiempo...». ¡Las excusas!... Tenían el corazón cerrado. Pero el corazón cerrado se justifica siempre por lo que no hace. En cambio, el samaritano abrió su corazón, se dejó conmover en las entrañas, y ese movimiento interior se tradujo en acción práctica, en una acción concreta y eficaz para ayudar a esa persona.


Al final de los tiempos, se permitirá contemplar la carne glorificada de Cristo sólo a quien no se haya avergonzado de la carne de su hermano herido y excluido.


Os lo confieso, a mí me hace bien, algunas veces, leer la lista sobre la cual seré juzgado, me hace bien: está en Mateo 25.


Éstas son las cosas que me han venido a mi memoria, para compartirlas con vosotros. Están un poco así, como han salido... [El cardenal Vallini: «Un buen examen de conciencia»] Nos hará bien. [aplausos]


En Buenos Aires —hablo de otro sacerdote— había un confesor famoso: éste era sacramentino. Casi todo el clero se confesaba con él. Cuando, una de las dos veces que vino, Juan Pablo ii pidió un confesor en la nunciatura, fue él. Era anciano, muy anciano... Fue provincial en su Orden, profesor... pero siempre confesor, siempre. Y siempre había fila, allí, en la iglesia del Santísimo Sacramento. En ese tiempo, yo era vicario general y vivía en la Curia, y cada mañana, temprano, bajaba al fax para ver si había algo. Y la mañana de Pascua leí un fax del superior de la comunidad: «Ayer, media hora antes de la vigilia pascual, falleció el padre Aristi, a los 94 —¿o 96?— años. El funeral será el día...». Y la mañana de Pascua yo tenía que ir a almorzar con los sacerdotes del asilo de ancianos —lo hacía normalmente en Pascua—, y luego —me dije— después de la comida iré a la iglesia. Era una iglesia grande, muy grande, con una cripta bellísima. Bajé a la cripta y estaba el ataúd, sólo dos señoras ancianas rezaban allí, sin ninguna flor. Pensé: pero este hombre, que perdonó los pecados a todo el clero de Buenos Aires, también a mí, ni siquiera tiene una flor... Subí y fui a una florería —porque en Buenos Aires, en los cruces de las calles hay florerías, por la calle, en los sitios donde hay gente— y compré flores, rosas... Regresé y comencé a preparar bien el ataúd, con flores... Miré el rosario que tenía entre las manos... E inmediatamente se me ocurrió —ese ladrón que todos tenemos dentro, ¿no?—, y mientras acomodaba las flores tomé la cruz del rosario, y con un poco de fuerza la arranqué. Y en ese momento lo miré y dije: «Dame la mitad de tu misericordia». Sentí una cosa fuerte que me dio el valor de hacer esto y de hacer esa oración. Luego, esa cruz la puse aquí, en el bolsillo. Las camisas del Papa no tienen bolsillos, pero yo siempre llevo aquí una bolsa de tela pequeña, y desde ese día hasta hoy, esa cruz está conmigo. Y cuando me surge un mal pensamiento contra alguna persona, la mano me viene aquí, siempre. Y siento la gracia. Siento que me hace bien. Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote misericordioso, de un sacerdote que se acerca a las heridas...


Si pensáis, vosotros seguramente habéis conocido a muchos, a muchos, porque los sacerdotes de Italia son buenos. Son buenos. Creo que si Italia es aún tan fuerte, no es tanto por nosotros obispos, sino por los párrocos, por los sacerdotes. Es verdad, esto es verdad. No es un poco de incienso para consolar, lo siento así.


La misericordia. Pensad en tantos sacerdotes que están en el cielo y pedid esta gracia. Que os concedan esa misericordia que tuvieron con sus fieles. Y esto hace bien.


Muchas gracias por la escucha y por haber venido aquí.


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A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DE LA
FEDERACIÓN ITALIANA DE EJERCICIOS ESPIRITUALES (FIES)
 


Palacio Apostólico Vaticano
 Sala Clementina

Lunes 3 de marzo de 2014



Eminencia,
excelencia,
queridos hermanos y hermanas:


Os recibo muy complacido con ocasión de este aniversario. Saludo al presidente, le saludo y agradezco sus palabras. Saludo a los consejeros, a los delegados y a todos los presentes.
Este importante aniversario os ofrece la ocasión propicia para un balance, para reflexionar en vuestra historia haciendo memoria de los orígenes y leyendo los nuevos signos de los tiempos. Por ello hace bien recordar la finalidad de la Federación, que es la de «dar a conocer los ejercicios espirituales, entendidos como una experiencia fuerte de Dios en un clima de escucha de la Palabra en orden a una conversión y entrega cada vez más total a Cristo y a la Iglesia» (art. 2).

El tema que habéis escogido para vuestra Asamblea: «Enamorados de la belleza espiritual para difundir la fragancia de Cristo» (cf. 2 Cor 2, 14), expresa la convicción de que proponer los ejercicios espirituales, significa invitar a una experiencia de Dios, de su amor, de su belleza. Quien vive los ejercicios de modo auténtico experimenta la atracción, la fascinación de Dios, y vuelve renovado, transfigurado a la vida ordinaria, al ministerio, a las relaciones cotidianas, llevando consigo el perfume de Cristo.

Los hombres y las mujeres de hoy tienen necesidad de encontrar a Dios, de conocerlo «no sólo de oídas» (cf. Job 42, 5). Vuestro servicio está totalmente orientado a esto, y lo hacéis al ofrecer los espacios y tiempos de escucha intensa de su Palabra en el silencio y en la oración. Lugares privilegiados para tal experiencia espiritual son las casas de espiritualidad, que se orientan a esta finalidad, sostenidas y provistas de personal adecuado. Aliento a los pastores de las diversas comunidades a preocuparse para que no falten casas de ejercicios, donde agentes bien formados y predicadores preparados, dotados de cualidades doctrinales y espirituales, sean auténticos maestros de espíritu. Sin embargo, jamás olvidemos que el protagonista de la vida espiritual es el Espíritu Santo. Él sostiene cada iniciativa nuestra de bien y de oración.

Queridos amigos, una buena tanda de ejercicios espirituales contribuye a renovar en quien participa de ella la adhesión incondicional a Cristo, y ayuda a comprender que la oración es el medio insustituible de unión con Él crucificado: pone me iuxta te! Os doy las gracias por el valioso servicio que prestáis a la Iglesia, a fin de que la práctica de los ejercicios espirituales se difunda, sostenga y valorice. Que la Virgen os asista siempre en este trabajo. Por mi parte, os pido que recéis por mí, y sobre todos vosotros invoco la abundancia de las bendiciones celestiales.
 

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A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DE LA
FEDERACIÓN ITALIANA DE EJERCICIOS ESPIRITUALES (FIES)



Palacio Apostólico Vaticano

Sala Clementina
Lunes 3 de marzo de 2014




Eminencia,
excelencia,
queridos hermanos y hermanas:


Os recibo muy complacido con ocasión de este aniversario. Saludo al presidente, le saludo y agradezco sus palabras. Saludo a los consejeros, a los delegados y a todos los presentes.
Este importante aniversario os ofrece la ocasión propicia para un balance, para reflexionar en vuestra historia haciendo memoria de los orígenes y leyendo los nuevos signos de los tiempos. Por ello hace bien recordar la finalidad de la Federación, que es la de «dar a conocer los ejercicios espirituales, entendidos como una experiencia fuerte de Dios en un clima de escucha de la Palabra en orden a una conversión y entrega cada vez más total a Cristo y a la Iglesia» (art. 2).


El tema que habéis escogido para vuestra Asamblea: «Enamorados de la belleza espiritual para difundir la fragancia de Cristo» (cf. 2 Cor 2, 14), expresa la convicción de que proponer los ejercicios espirituales, significa invitar a una experiencia de Dios, de su amor, de su belleza. Quien vive los ejercicios de modo auténtico experimenta la atracción, la fascinación de Dios, y vuelve renovado, transfigurado a la vida ordinaria, al ministerio, a las relaciones cotidianas, llevando consigo el perfume de Cristo.


Los hombres y las mujeres de hoy tienen necesidad de encontrar a Dios, de conocerlo «no sólo de oídas» (cf. Job 42, 5). Vuestro servicio está totalmente orientado a esto, y lo hacéis al ofrecer los espacios y tiempos de escucha intensa de su Palabra en el silencio y en la oración. Lugares privilegiados para tal experiencia espiritual son las casas de espiritualidad, que se orientan a esta finalidad, sostenidas y provistas de personal adecuado. Aliento a los pastores de las diversas comunidades a preocuparse para que no falten casas de ejercicios, donde agentes bien formados y predicadores preparados, dotados de cualidades doctrinales y espirituales, sean auténticos maestros de espíritu. Sin embargo, jamás olvidemos que el protagonista de la vida espiritual es el Espíritu Santo. Él sostiene cada iniciativa nuestra de bien y de oración.


Queridos amigos, una buena tanda de ejercicios espirituales contribuye a renovar en quien participa de ella la adhesión incondicional a Cristo, y ayuda a comprender que la oración es el medio insustituible de unión con Él crucificado: pone me iuxta te! Os doy las gracias por el valioso servicio que prestáis a la Iglesia, a fin de que la práctica de los ejercicios espirituales se difunda, sostenga y valorice. Que la Virgen os asista siempre en este trabajo. Por mi parte, os pido que recéis por mí, y sobre todos vosotros invoco la abundancia de las bendiciones celestiales.
 

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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"



Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Lunes 3 de marzo de 2014




Queridos hermanos,


agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos el Presidente de la Conferencia Episcopal Española, y que expresan vuestro firme propósito de servir fielmente al Pueblo de Dios que peregrina en España, donde arraigó muy pronto la Palabra de Dios, que ha dado frutos de concordia, cultura y santidad. Lo queréis resaltar de manera particular con la celebración del ya cercano V Centenario del nacimiento de Santa Teresa de Jesús, primera doctora de la Iglesia.

Ahora que estáis sufriendo la dura experiencia de la indiferencia de muchos bautizados y tenéis que hacer frente a una cultura mundana, que arrincona a Dios en la vida privada y lo excluye del ámbito público, conviene no olvidar vuestra historia. De ella aprendemos que la gracia divina nunca se extingue y que el Espíritu Santo continúa obrando en la realidad actual con generosidad. Fiémonos siempre de Él y de lo mucho que siembra en los corazones de quienes están encomendados a nuestros cuidados pastorales (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 68).

A los obispos se les confía la tarea de hacer germinar estas semillas con el anuncio valiente y veraz del evangelio, de cuidar con esmero su crecimiento con el ejemplo, la educación y la cercanía, de armonizarlas en el conjunto de la «viña del Señor», de la que nadie puede quedar excluido. Por eso, queridos hermanos, no ahorréis esfuerzos para abrir nuevos caminos al evangelio, que lleguen al corazón de todos, para que descubran lo que ya anida en su interior: a Cristo como amigo y hermano.

No será difícil encontrar estos caminos si vamos tras las huellas del Señor, que «no ha venido para que le sirvan, sino para servir» (Mc 10,45); que supo respetar con humildad los tiempos de Dios y, con paciencia, el proceso de maduración de cada persona, sin miedo a dar el primer paso para ir a su encuentro. Él nos enseña a escuchar a todos de corazón a corazón, con ternura y misericordia, y a buscar lo que verdaderamente une y sirve a la mutua edificación.

En esta búsqueda, es importante que el obispo no se sienta solo, ni crea estar solo, que sea consciente de que también la grey que le ha sido encomendada tiene olfato para las cosas de Dios. Especialmente sus colaboradores más directos, los sacerdotes, por su estrecho contacto con los fieles, con sus necesidades y desvelos cotidianos. También las personas consagradas, por su rica experiencia espiritual y su entrega misionera y apostólica en numerosos campos. Y los laicos, que desde las más variadas condiciones de vida y respectivas competencias llevan adelante el testimonio y la misión de la Iglesia (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 33).

Asimismo, el momento actual, en el que las mediaciones de la fe son cada vez más escasas y no faltan dificultades para su transmisión, exige poner a vuestras Iglesias en un verdadero estado de misión permanente, para llamar a quienes se han alejado y fortalecer la fe, especialmente en los niños. Para ello no dejéis de prestar una atención particular al proceso de iniciación a la vida cristiana. La fe no es una mera herencia cultural, sino un regalo, un don que nace del encuentro personal con Jesús y de la aceptación libre y gozosa de la nueva vida que nos ofrece. Esto requiere anuncio incesante y animación constante, para que el creyente sea coherente con la condición de hijo de Dios que ha recibido en el bautismo.

Despertar y avivar una fe sincera, favorece la preparación al matrimonio y el acompañamiento de las familias, cuya vocación es ser lugar nativo de convivencia en el amor, célula originaria de la sociedad, transmisora de vida e iglesia doméstica donde se fragua y se vive la fe.Una familia evangelizada es un valioso agente de evangelización, especialmente irradiando las maravillas que Dios ha obrado en ella. Además, al ser por su naturaleza ámbito de generosidad, promoverá el nacimiento de vocaciones al seguimiento del Señor en el sacerdocio o la vida consagrada.

El año pasado publicasteis el documento “Vocaciones sacerdotales para el siglo XXI”, señalando así el interés de vuestras Iglesias particulares en la pastoral vocacional. Es un aspecto que un obispo debe poner en su corazón como absolutamente prioritario, llevándolo a la oración, insistiendo en la selección de los candidatos y preparando equipos de buenos formadores y profesores competentes.

Finalmente, quisiera subrayar que el amor y el servicio a los pobres es signo del Reino de Dios que Jesús vino a traer (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 48). Sé bien que, en estos últimos años, precisamente vuestra Caritas – y también otras obras benéficas de la Iglesia – han merecido gran reconocimiento, de creyentes y no creyentes. Me alegra mucho, y pido al Señor que esto sea motivo de acercamiento a la fuente de la caridad, a Cristo que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos» (Hch 10,38); y también a su Iglesia, que es madre y nunca puede olvidar a sus hijos más desfavorecidos. Os invito, pues, a manifestar aprecio y a mostraros cercanos a cuantos ponen sus talentos y sus manos al servicio del «programa del Buen Samaritano, el programa de Jesús» (Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 31b).

Queridos hermanos, ahora que estáis reunidos en la Visita ad limina para manifestar los lazos de comunión con el Obispo de Roma (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 22), deseo agradeceros de todo corazón vuestro servicio al santo pueblo fiel de Dios. Seguid adelante con esperanza. Poneos al frente de la renovación espiritual y misionera de vuestras Iglesias particulares, como hermanos y pastores de vuestros fieles, y también de los que no lo son, o lo han olvidado. Para ello, os será de gran ayuda la colaboración franca y fraterna en el seno de la Conferencia Episcopal, así como el apoyo recíproco y solícito en la búsqueda de las formas más adecuadas de actuar.

Os pido, por favor, que llevéis a los queridos hijos de España un especial saludo del Papa, que los confía a los maternos cuidados de la Santísima Virgen María, les suplica que recen por él y les imparte su Bendición.


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