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CIUDAD DEL VATICANO (http://catolicidad.blogspot.com – Abril 19 de 2014). Hace siete años, tras la muerte del Papa Juan Pablo II, el entonces Prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger era elegido Sumo Pontífice de la Iglesia católica universal, convirtiéndose en el Pontífice 265 y tomando el nombre de Benedicto XVI.
En el balcón del Palacio Apostólico Vaticano se escucharon estas palabras en latín pronunciadas por el Cardenal Protodiácono Jorge Medina Estévez:
Annuntio
vobis gaudium magnum;
habemus Papam:
habemus Papam:
Eminentissimum
ac Reverendissimum Dominum,
Dominum Josephum
Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Ratzinger
qui sibi nomen imposuit Benedictum XVI
Dominum Josephum
Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Ratzinger
qui sibi nomen imposuit Benedictum XVI
Este es el texto del primer mensaje del Papa Benedicto XVI al final de la Concelebración Eucarística con los Cardenales electores en la Capilla Sixtina:
MISSA PRO ECCLESIA
PRIMER MENSAJE
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON LOS CARDENALES ELECTORES EN LA CAPILLA SIXTINA
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON LOS CARDENALES ELECTORES EN LA CAPILLA SIXTINA
Miércoles 20 de abril de 2005
Venerados hermanos cardenales;
amadísimos hermanos y hermanas en Cristo;
todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad:
amadísimos hermanos y hermanas en Cristo;
todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad:
1. ¡Gracia y paz en abundancia a todos vosotros! (cf. 1 P 1, 2). En mi
espíritu conviven en estos momentos dos sentimientos opuestos. Por una parte, un
sentimiento de incapacidad y de turbación humana por la responsabilidad con
respecto a la Iglesia universal, como Sucesor del apóstol Pedro en esta Sede de
Roma, que ayer me fue confiada. Por otra, siento viva en mí una profunda
gratitud a Dios, que, como cantamos en la sagrada liturgia, no abandona nunca a
su rebaño, sino que lo conduce a través de las vicisitudes de los tiempos, bajo
la guía de los que él mismo ha escogido como vicarios de su Hijo y ha
constituido pastores (cf. Prefacio de los Apóstoles, I).
Amadísimos hermanos, esta íntima gratitud por el don de la misericordia divina
prevalece en mi corazón, a pesar de todo. Y lo considero como una gracia
especial que me ha obtenido mi venerado predecesor Juan Pablo II. Me parece
sentir su mano fuerte que estrecha la mía; me parece ver sus ojos sonrientes y
escuchar sus palabras, dirigidas en este momento particularmente a mí: "¡No
tengas miedo!".
La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días sucesivos han sido para la
Iglesia y para el mundo entero un tiempo extraordinario de gracia. El gran dolor
por su fallecimiento y la sensación de vacío que ha dejado en todos se han
mitigado gracias a la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado durante
muchos días en la multitudinaria oleada de fe, de amor y de solidaridad
espiritual que culminó en sus exequias solemnes.
Podemos decir que el funeral de Juan Pablo II fue una experiencia realmente
extraordinaria, en la que, de alguna manera, se percibió el poder de Dios que, a
través de su Iglesia, quiere formar con todos los pueblos una gran familia
mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del Amor (cf.
Lumen gentium,
1). En la hora de la muerte, configurado con su Maestro y Señor, Juan Pablo II
coronó su largo y fecundo pontificado, confirmando en la fe al pueblo cristiano,
congregándolo en torno a sí y haciendo que toda la familia humana se sintiera
más unida.
¿Cómo no sentirse apoyados por este testimonio? ¿Cómo no experimentar el impulso
que brota de este acontecimiento de gracia?
2. Contra todas mis previsiones, la divina Providencia, a través del voto de los
venerados padres cardenales, me ha llamado a suceder a este gran Papa. En estos
momentos vuelvo a pensar en lo que sucedió en la región de Cesarea de Filipo
hace dos mil años. Me parece escuchar las palabras de Pedro: "Tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios vivo", y la solemne afirmación del Señor: "Tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. (...) A ti te daré las llaves
del reino de los cielos" (Mt 16, 15-19).
¡Tú eres el Cristo! ¡Tú eres Pedro! Me parece revivir esa misma escena
evangélica; yo, Sucesor de Pedro, repito con estremecimiento las estremecedoras
palabras del pescador de Galilea y vuelvo a escuchar con íntima emoción la
consoladora promesa del divino Maestro. Si es enorme el peso de la
responsabilidad que cae sobre mis débiles hombros, sin duda es inmensa la fuerza
divina con la que puedo contar: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia" (Mt 16, 18). Al escogerme como Obispo de Roma, el Señor ha
querido que sea su vicario, ha querido que sea la "piedra" en la que todos
puedan apoyarse con seguridad. A él le pido que supla la pobreza de mis fuerzas,
para que sea valiente y fiel pastor de su rebaño, siempre dócil a las
inspiraciones de su Espíritu.
Me dispongo a iniciar este ministerio peculiar, el ministerio "petrino" al
servicio de la Iglesia universal, abandonándome humildemente en las manos de la
Providencia de Dios. Ante todo, renuevo a Cristo mi adhesión total y confiada:
"In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum!".
A vosotros, venerados hermanos cardenales, con espíritu agradecido por la
confianza que me habéis manifestado, os pido que me sostengáis con la oración y
con la colaboración constante, activa y sabia. A todos los hermanos en el
episcopado les pido también que me acompañen con la oración y con el consejo,
para que pueda ser verdaderamente el "Siervo de los siervos de Dios".
Como Pedro
y los demás Apóstoles constituyeron por voluntad del Señor un único Colegio
apostólico, del mismo modo el Sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los
Apóstoles, tienen que estar muy unidos entre sí, como reafirmó con fuerza el
Concilio (cf.
Lumen gentium, 22). Esta comunión colegial, aunque sean
diversas las responsabilidades y las funciones del Romano Pontífice y de los
obispos, está al servicio de la Iglesia y de la unidad en la fe de todos los
creyentes, de la que depende en gran medida la eficacia de la acción
evangelizadora en el mundo contemporáneo.
Por tanto, quiero proseguir por esta
senda, por la que han avanzado mis venerados predecesores, preocupado únicamente
de proclamar al mundo entero la presencia viva de Cristo.
3. Tengo ante mis ojos, en particular, el testimonio del Papa Juan Pablo II. Deja una Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su doctrina y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo al futuro. Con el gran jubileo ha entrado en el nuevo milenio, llevando en las manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del concilio Vaticano II. El Papa Juan Pablo II presentó con acierto ese concilio como "brújula" para orientarse en el vasto océano del tercer milenio (cf. Novo millennio ineunte, 57-58). También en su testamento espiritual anotó: "Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado" (17.III.2000).
Por eso, también yo, al disponerme para el servicio del Sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza mi decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del concilio Vaticano II, a ejemplo de mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición de dos mil años de la Iglesia. Este año se celebrará el cuadragésimo aniversario de la clausura de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Los documentos conciliares no han perdido su actualidad con el paso de los años; al contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la actual sociedad globalizada.
4. Mi pontificado inicia, de manera particularmente significativa, mientras la
Iglesia vive el Año especial dedicado a la Eucaristía. ¿Cómo no percibir en esta
coincidencia providencial un elemento que debe caracterizar el ministerio al que
he sido llamado? La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y manantial de la
misión evangelizadora de la Iglesia, no puede menos de constituir siempre el
centro y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado.
La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue
entregando a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su
Sangre. De la comunión plena con él brota cada uno de los elementos de la vida
de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso
de anuncio y de testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos,
especialmente hacia los pobres y los pequeños.
Por tanto, en este año se deberá celebrar de un modo singular la solemnidad del
Corpus Christi. Además, en agosto, la Eucaristía será el centro de la
Jornada mundial de la juventud en Colonia y, en octubre, de la Asamblea
ordinaria del Sínodo de los obispos, cuyo tema será: "La Eucaristía, fuente y
cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia". Pido a todos que en los
próximos meses intensifiquen su amor y su devoción a Jesús Eucaristía y que
expresen con valentía y claridad su fe en la presencia real del Señor, sobre
todo con celebraciones solemnes y correctas.
Se lo pido de manera especial a los sacerdotes, en los que pienso en este
momento con gran afecto. El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto
con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo
II. "La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, "forma
eucarística"", escribió en su última Carta con ocasión del Jueves santo
(n. 1). A este objetivo contribuye mucho, ante todo, la devota celebración
diaria del sacrificio eucarístico, centro de la vida y de la misión de todo
sacerdote.
5. Alimentados y sostenidos por la Eucaristía, los católicos no pueden menos de
sentirse impulsados a la plena unidad que Cristo deseó tan ardientemente en el
Cenáculo. El Sucesor de Pedro sabe que tiene que hacerse cargo de modo muy
particular de este supremo deseo del divino Maestro, pues a él se le ha confiado
la misión de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22, 32).
Por tanto, con plena conciencia, al inicio de su ministerio en la Iglesia de
Roma que Pedro regó con su sangre, su actual Sucesor asume como compromiso
prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad
plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es
su apremiante deber. Es consciente de que para ello no bastan las
manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que
penetren en los espíritus y sacudan las conciencias, impulsando a cada uno a la
conversión interior, que es el fundamento de todo progreso en el camino del
ecumenismo.
El diálogo teológico es muy necesario. También es indispensable investigar las
causas históricas de algunas decisiones tomadas en el pasado. Pero lo más
urgente es la "purificación de la memoria", tantas veces recordada por Juan
Pablo II, la única que puede disponer los espíritus para acoger la verdad plena
de Cristo. Ante él, juez supremo de todo ser vivo, debe ponerse cada uno,
consciente de que un día deberá rendirle cuentas de lo que ha hecho u omitido
por el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus discípulos.
El actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esa
exigencia y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la causa
prioritaria del ecumenismo. Siguiendo las huellas de sus predecesores, está
plenamente decidido a impulsar toda iniciativa que pueda parecer oportuna para
fomentar los contactos y el entendimiento con los representantes de las
diferentes Iglesias y comunidades eclesiales. Más aún, a ellos les dirige,
también en esta ocasión, el saludo más cordial en Cristo, único Señor de todos.
6. En este momento, vuelvo con la memoria a la inolvidable experiencia que hemos
vivido todos con ocasión de la muerte y las exequias del llorado Juan Pablo II.
En torno a sus restos mortales, depositados en la tierra desnuda, se reunieron
jefes de naciones, personas de todas las clases sociales, y especialmente
jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y admiración. El mundo entero con
confianza dirigió a él su mirada. A muchos les pareció que esa intensa
participación, difundida hasta los confines del planeta por los medios de
comunicación social, era como una petición común de ayuda dirigida al Papa por
la humanidad actual, que, turbada por incertidumbres y temores, se plantea
interrogantes sobre su futuro.
La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de su deber de volver
a proponer al mundo la voz de Aquel que dijo: "Yo soy la luz del mundo; el que
me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn
8, 12). Al iniciar su ministerio, el nuevo Papa sabe que su misión es hacer que
resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo: no su
propia luz, sino la de Cristo.
Con esta conciencia me dirijo a todos, también a los seguidores de otras
religiones o a los que simplemente buscan una respuesta al interrogante
fundamental de la existencia humana y todavía no la han encontrado. Me dirijo a
todos con sencillez y afecto, para asegurarles que la Iglesia quiere seguir
manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, en busca del verdadero bien
del hombre y de la sociedad.
Pido a Dios la unidad y la paz para la familia humana y reafirmo la
disponibilidad de todos los católicos a colaborar en el auténtico desarrollo
social, respetuoso de la dignidad de todo ser humano.
No escatimaré esfuerzos ni empeño para proseguir el prometedor diálogo entablado
por mis venerados predecesores con las diferentes culturas, para que de la
comprensión recíproca nazcan las condiciones de un futuro mejor para todos.
Pienso de modo especial en los jóvenes. A ellos, que fueron los interlocutores
privilegiados del Papa Juan Pablo II, va mi afectuoso abrazo, a la espera de
encontrarme con ellos, si Dios quiere, en Colonia, con ocasión de la próxima
Jornada mundial de la juventud. Queridos jóvenes, que sois el futuro y la
esperanza de la Iglesia y de la humanidad, seguiré dialogando con vosotros,
escuchando vuestras expectativas para ayudaros a conocer cada vez con mayor
profundidad a Cristo vivo, que es eternamente joven.
7. Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor! Esta invocación,
que constituye el tema principal de la
carta apostólica de Juan Pablo II para el
Año de la Eucaristía, es la oración que brota de modo espontáneo de mi corazón,
mientras me dispongo a iniciar el ministerio al que me ha llamado Cristo. Como
Pedro, también yo le renuevo mi promesa de fidelidad incondicional. Sólo a él
quiero servir dedicándome totalmente al servicio de su Iglesia.
Para poder cumplir esta promesa, invoco la materna intercesión de María
santísima, en cuyas manos pongo el presente y el futuro de mi persona y de la
Iglesia. Que intercedan también con su oración los santos apóstoles Pedro y
Pablo y todos los santos.
Con estos sentimientos, os imparto mi afectuosa bendición a vosotros, venerados
hermanos cardenales, a cada uno de los que participan en este rito y a cuantos
lo siguen mediante la televisión y la radio.
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