ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO
MARZO 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Plaza de San Pedro
IV Domingo de Cuaresma, 30 de marzo de 2014
IV Domingo de Cuaresma, 30 de marzo de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el episodio del hombre ciego de nacimiento, a
quien Jesús le da la vista. El largo relato inicia con un ciego que comienza a
ver y concluye —es curioso esto— con presuntos videntes que siguen siendo ciegos
en el alma. El milagro lo narra Juan en apenas dos versículos, porque el
evangelista quiere atraer la atención no sobre el milagro en sí, sino sobre lo
que sucede después, sobre las discusiones que suscita. Incluso sobre las
habladurías, muchas veces una obra buena, una obra de caridad suscita críticas y
discusiones, porque hay quienes no quieren ver la verdad. El evangelista Juan
quiere atraer la atención sobre esto que ocurre incluso en nuestros días cuando
se realiza una obra buena. Al ciego curado lo interroga primero la multitud
asombrada —han visto el milagro y lo interrogan—, luego los doctores de la ley;
e interrogan también a sus padres. Al final, el ciego curado se acerca a la fe,
y esta es la gracia más grande que le da Jesús: no sólo ver, sino conocerlo a Él,
verlo a Él como «la luz del mundo» (Jn 9, 5).
Mientras que el ciego se acerca gradualmente a la luz, los doctores de la ley,
al contrario, se hunden cada vez más en su ceguera interior. Cerrados en su
presunción, creen tener ya la luz; por ello no se abren a la verdad de Jesús.
Hacen todo lo posible por negar la evidencia, ponen en duda la identidad del
hombre curado; luego niegan la acción de Dios en la curación, tomando como
excusa que Dios no obra en día de sábado; llegan incluso a dudar de que ese
hombre haya nacido ciego. Su cerrazón a la luz llega a ser agresiva y desemboca
en la expulsión del templo del hombre curado.
El camino del ciego, en cambio, es un itinerario en etapas, que parte del
conocimiento del nombre de Jesús. No conoce nada más sobre Él; en efecto dice:
«Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos» (v. 11). Tras
las insistentes preguntas de los doctores de la ley, lo considera en un primer
momento un profeta (v. 17) y luego un hombre cercano a Dios (v. 31). Después que
fue alejado del templo, excluido de la sociedad, Jesús lo encuentra de nuevo y
le «abre los ojos» por segunda vez, revelándole la propia identidad: «Yo soy el
Mesías», así le dice. A este punto el que había sido ciego exclamó: «Creo,
Señor» (v. 38), y se postró ante Jesús. Este es un pasaje del Evangelio que hace
ver el drama de la ceguera interior de mucha gente, también la nuestra porque
nosotros algunas veces tenemos momentos de ceguera interior.
Nuestra vida, algunas veces, es semejante a la del ciego que se abrió a la luz,
que se abrió a Dios, que se abrió a su gracia. A veces, lamentablemente, es un
poco como la de los doctores de la ley: desde lo alto de nuestro orgullo
juzgamos a los demás, incluso al Señor. Hoy, somos invitados a abrirnos a la luz
de Cristo para dar fruto en nuestra vida, para eliminar los comportamientos que
no son cristianos; todos nosotros somos cristianos, pero todos nosotros, todos,
algunas veces tenemos comportamientos no cristianos, comportamientos que son
pecados. Debemos arrepentirnos de esto, eliminar estos comportamientos para
caminar con decisión por el camino de la santidad, que tiene su origen en el
Bautismo. También nosotros, en efecto, hemos sido «iluminados» por Cristo en el
Bautismo, a fin de que, como nos recuerda san Pablo, podamos comportarnos como
«hijos de la luz» (Ef 5, 9), con humildad, paciencia, misericordia. Estos
doctores de la ley no tenían ni humildad ni paciencia ni misericordia.
Os sugiero que hoy, cuando volváis a casa, toméis el Evangelio de Juan y leáis
este pasaje del capítulo 9. Os hará bien, porque así veréis esta senda de la
ceguera hacia la luz y la otra senda nociva hacia una ceguera más profunda.
Preguntémonos: ¿cómo está nuestro corazón? ¿Tengo un corazón abierto o un
corazón cerrado? ¿Abierto o cerrado hacia Dios? ¿Abierto o cerrado hacia el
prójimo? Siempre tenemos en nosotros alguna cerrazón que nace del pecado, de las
equivocaciones, de los errores. No debemos tener miedo.
Abrámonos a la luz del
Señor, Él nos espera siempre para hacer que veamos mejor, para darnos más luz,
para perdonarnos. ¡No olvidemos esto! A la Virgen María confiamos el camino
cuaresmal, para que también nosotros, como el ciego curado, con la gracia de
Cristo podamos «salir a la luz», ir más adelante hacia la luz y renacer a una
vida nueva.
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Plaza de San Pedro
III Domingo de Cuaresma, 23 de marzo de 2014
III Domingo de Cuaresma, 23 de marzo de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el encuentro de Jesús con la mujer samaritana,
acaecido en Sicar, junto a un antiguo pozo al que la mujer iba cada día a sacar
agua. Ese día encontró allí a Jesús, sentado, «fatigado por el viaje» (Jn
4, 6). Y enseguida le dice: «Dame de beber» (v. 7). De este modo supera las
barreras de hostilidad que existían entre judíos y samaritanos y rompe los
esquemas de prejuicio respecto a las mujeres. La sencilla petición de Jesús es
el comienzo de un diálogo franco, mediante el cual Él, con gran delicadeza,
entra en el mundo interior de una persona a la cual, según los esquemas sociales,
no habría debido ni siquiera dirigirle la palabra. ¡Pero Jesús lo hace! Jesús no
tiene miedo. Jesús cuando ve a una persona va adelante porque ama. Nos ama a
todos. No se detiene nunca ante una persona por prejuicios. Jesús la pone ante
su situación, sin juzgarla, sino haciendo que se sienta considerada, reconocida,
y suscitando así en ella el deseo de ir más allá de la rutina cotidiana.
Aquella sed de Jesús no era tanto sed de agua, sino de encontrar un alma
endurecida. Jesús tenía necesidad de encontrar a la samaritana para abrirle el
corazón: le pide de beber para poner en evidencia la sed que había en ella misma.
La mujer queda tocada por este encuentro: dirige a Jesús esos interrogantes
profundos que todos tenemos dentro, pero que a menudo ignoramos. También
nosotros tenemos muchas preguntas que hacer, ¡pero no encontramos el valor de
dirigirlas a Jesús! La cuaresma, queridos hermanos y hermanas, es el tiempo
oportuno para mirarnos dentro, para hacer emerger nuestras necesidades
espirituales más auténticas, y pedir la ayuda del Señor en la oración. El
ejemplo de la samaritana nos invita a expresarnos así: «Jesús, dame de esa agua
que saciará mi sed eternamente».
El Evangelio dice que los discípulos quedaron maravillados de que su Maestro
hablase con esa mujer. Pero el Señor es más grande que los prejuicios, por eso
no tuvo temor de detenerse con la samaritana: la misericordia es más grande que
el prejuicio. ¡Esto tenemos que aprenderlo bien! La misericordia es más grande
que el prejuicio, y Jesús es muy misericordioso, ¡mucho! El resultado de aquel
encuentro junto al pozo fue que la mujer quedó transformada: «dejó su cántaro»
(v. 28) con el que iba a coger el agua, y corrió a la ciudad a contar su
experiencia extraordinaria. «He encontrado a un hombre que me ha dicho todas las
cosas que he hecho. ¿Será el Mesías?» ¡Estaba entusiasmada! Había ido a sacar
agua del pozo y encontró otra agua, el agua viva de la misericordia, que salta
hasta la vida eterna. ¡Encontró el agua que buscaba desde siempre! Corre al
pueblo, aquel pueblo que la juzgaba, la condenaba y la rechazaba, y anuncia que
ha encontrado al Mesías: uno que le ha cambiado la vida. Porque todo encuentro
con Jesús nos cambia la vida, siempre. Es un paso adelante, un paso más cerca de
Dios. Y así, cada encuentro con Jesús nos cambia la vida. Siempre, siempre es
así.
En este Evangelio hallamos también nosotros el estímulo para «dejar nuestro
cántaro», símbolo de todo lo que aparentemente es importante, pero que pierde
valor ante el «amor de Dios». ¡Todos tenemos uno o más de uno! Yo os pregunto a
vosotros, también a mí: ¿cuál es tu cántaro interior, ese que te pesa, el que te
aleja de Dios? Dejémoslo un poco aparte y con el corazón escuchemos la voz de
Jesús, que nos ofrece otra agua, otra agua que nos acerca al Señor. Estamos
llamados a redescubrir la importancia y el sentido de nuestra vida cristiana,
iniciada en el bautismo y, como la samaritana, a dar testimonio a nuestros
hermanos. ¿De qué? De la alegría. Testimoniar la alegría del encuentro con
Jesús, porque he dicho que todo encuentro con Jesús nos cambia la vida, y
también todo encuentro con Jesús nos llena de alegría, esa alegría que viene de
dentro. Así es el Señor. Y contar cuántas cosas maravillosas sabe hacer el Señor
en nuestro corazón, cuando tenemos el valor de dejar aparte nuestro cántaro.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Ahora recordemos las dos frases: todo encuentro con Jesús nos cambia la vida y
todo encuentro con Jesús nos llena de alegría. ¿La decimos juntos? Todo
encuentro con Jesús nos cambia la vida y todo encuentro con Jesús nos llena de
alegría. Es así.
Mañana se celebra la Jornada mundial de la tuberculosis: oremos por todas las
personas afectadas por esta enfermedad, y por cuantos de diversos modos los
apoyan.
El viernes y el sábado próximos viviremos un momento penitencial especial,
llamado «24 horas para el Señor». Comenzará con la celebración en la basílica de
San Pedro, el viernes por la tarde, luego al atardecer y durante la noche
algunas iglesias del centro de Roma estarán abiertas para la oración y las
confesiones. Será —podemos llamarla así— una fiesta del perdón, que tendrá lugar
también en muchas diócesis y parroquias del mundo. El perdón que nos da el Señor
se debe festejar, como hizo el padre de la parábola del hijo pródigo, que cuando
el hijo regresó a casa hizo fiesta, olvidándose de todos sus pecados. Será la
fiesta del perdón.
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Plaza de San Pedro
Domingo 16 de marzo de 2014
Domingo 16 de marzo de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy el Evangelio nos presenta el acontecimiento de la Transfiguración. Es la
segunda etapa del camino cuaresmal: la primera, las tentaciones en el desierto,
el domingo pasado; la segunda: la Transfiguración. Jesús «tomó consigo a Pedro,
a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto» (Mt
17, 1). La montaña en la Biblia representa el lugar de la cercanía con Dios y
del encuentro íntimo con Él; el sitio de la oración, para estar en presencia del
Señor. Allí arriba, en el monte, Jesús se muestra a los tres discípulos
transfigurado, luminoso, bellísimo; y luego aparecen Moisés y Elías, que
conversan con Él. Su rostro estaba tan resplandeciente y sus vestiduras tan
cándidas, que Pedro quedó iluminado, en tal medida que quería permanecer allí,
casi deteniendo ese momento. Inmediatamente resuena desde lo alto la voz del
Padre que proclama a Jesús su Hijo predilecto, diciendo: «Escuchadlo» (v. 5).
¡Esta palabra es importante! Nuestro Padre que dijo a los apóstoles, y también a
nosotros: «Escuchad a Jesús, porque es mi Hijo predilecto». Mantengamos esta
semana esta palabra en la cabeza y en el corazón: «Escuchad a Jesús». Y esto no
lo dice el Papa, lo dice Dios Padre, a todos: a mí, a vosotros, a todos, a todos.
Es como una ayuda para ir adelante por el camino de la Cuaresma. «Escuchad a
Jesús». No lo olvidéis.
Es muy importante esta invitación del Padre. Nosotros, discípulos de Jesús,
estamos llamados a ser personas que escuchan su voz y toman en serio sus
palabras. Para escuchar a Jesús es necesario estar cerca de Él, seguirlo, como
hacían las multitudes del Evangelio que lo seguían por los caminos de Palestina.
Jesús no tenía una cátedra o un púlpito fijos, sino que era un maestro
itinerante, proponía sus enseñanzas, que eran las enseñanzas que le había dado
el Padre, a lo largo de los caminos, recorriendo trayectos no siempre
previsibles y a veces poco libres de obstáculos. Seguir a Jesús para escucharle.
Pero también escuchamos a Jesús en su Palabra escrita, en el Evangelio. Os hago
una pregunta: ¿vosotros leéis todos los días un pasaje del Evangelio? Sí, no… sí,
no… Mitad y mitad… Algunos sí y algunos no. Pero es importante. ¿Vosotros leéis
el Evangelio? Es algo bueno; es una cosa buena tener un pequeño Evangelio,
pequeño, y llevarlo con nosotros, en el bolsillo, en el bolso, y leer un breve
pasaje en cualquier momento del día. En cualquier momento del día tomo del
bolsillo el Evangelio y leo algo, un breve pasaje. Es Jesús que nos habla allí,
en el Evangelio. Pensad en esto. No es difícil, ni tampoco necesario que sean
los cuatro: uno de los Evangelios, pequeñito, con nosotros. Siempre el Evangelio
con nosotros, porque es la Palabra de Jesús para poder escucharle.
De este episodio de la Transfiguración quisiera tomar dos elementos
significativos, que sintetizo en dos palabras: subida y descenso.
Nosotros necesitamos ir a un lugar apartado, subir a la montaña en un espacio de
silencio, para encontrarnos a nosotros mismos y percibir mejor la voz del Señor.
Esto hacemos en la oración. Pero no podemos permanecer allí. El encuentro con
Dios en la oración nos impulsa nuevamente a «bajar de la montaña» y volver a la
parte baja, a la llanura, donde encontramos a tantos hermanos afligidos por
fatigas, enfermedades, injusticias, ignorancias, pobreza material y espiritual.
A estos hermanos nuestros que atraviesan dificultades, estamos llamados a llevar
los frutos de la experiencia que hemos tenido con Dios, compartiendo la gracia
recibida. Y esto es curioso. Cuando oímos la Palabra de Jesús, escuchamos la
Palabra de Jesús y la tenemos en el corazón, esa Palabra crece. ¿Sabéis cómo
crece? ¡Donándola al otro! La Palabra de Cristo crece en nosotros cuando la
proclamamos, cuando la damos a los demás. Y ésta es la vida cristiana. Es una
misión para toda la Iglesia, para todos los bautizados, para todos nosotros:
escuchar a Jesús y donarlo a los demás. No olvidarlo: esta semana, escuchad a
Jesús. Y pensad en esta cuestión del Evangelio: ¿lo haréis? ¿Haréis esto? Luego,
el próximo domingo me diréis si habéis hecho esto: llevar un pequeño Evangelio
en el bolsillo o en el bolso para leer un breve pasaje durante el día.
Y ahora dirijámonos a nuestra Madre María, y encomendémonos a su guía para
continuar con fe y generosidad este itinerario de la Cuaresma, aprendiendo un
poco más a «subir» con la oración y escuchar a Jesús y a «bajar» con la caridad
fraterna, anunciando a Jesús.
Al término de la oración mariana, el Santo Padre, tras saludar a los grupos
presentes, dirigió las siguientes palabras.
Os invito a recordar en la oración a los pasajeros y a la tripulación del avión
de Malasia y a sus familiares. Estamos cerca de ellos en este difícil momento.
A todos deseo un feliz domingo y un buen almuerzo. ¡Hasta la vista!
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Plaza de San Pedro
I Domingo de Cuaresma, 9 de marzo de 2014
I Domingo de Cuaresma, 9 de marzo de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio del primer domingo de Cuaresma presenta cada año el episodio de las
tentaciones de Jesús, cuando el Espíritu Santo, que descendió sobre Él después
del bautismo en el Jordán, lo llevó a afrontar abiertamente a Satanás en el
desierto, durante cuarenta días, antes de iniciar su misión pública.
El tentador busca apartar a Jesús del proyecto del Padre, o sea, de la senda del
sacrificio, del amor que se ofrece a sí mismo en expiación, para hacerle seguir
un camino fácil, de éxito y de poder. El duelo entre Jesús y Satanás tiene lugar
a golpes de citas de la Sagrada Escritura. El diablo, en efecto, para apartar a
Jesús del camino de la cruz, le hace presente las falsas esperanzas mesiánicas:
el bienestar económico, indicado por la posibilidad de convertir las piedras en
pan; el estilo espectacular y milagrero, con la idea de tirarse desde el punto
más alto del templo de Jerusalén y hacer que los ángeles le salven; y, por
último, el atajo del poder y del dominio, a cambio de un acto de adoración a
Satanás. Son los tres grupos de tentaciones: también nosotros los conocemos bien.
Jesús rechaza decididamente todas estas tentaciones y ratifica la firme voluntad
de seguir la senda establecida por el Padre, sin compromiso alguno con el pecado
y con la lógica del mundo. Mirad bien cómo responde Jesús. Él no dialoga con
Satanás, como había hecho Eva en el paraíso terrenal. Jesús sabe bien que con
Satanás no se puede dialogar, porque es muy astuto. Por ello, Jesús, en lugar de
dialogar como había hecho Eva, elige refugiarse en la Palabra de Dios y responde
con la fuerza de esta Palabra. Acordémonos de esto: en el momento de la
tentación, de nuestras tentaciones, nada de diálogo con Satanás, sino siempre
defendidos por la Palabra de Dios. Y esto nos salvará. En sus respuestas a
Satanás, el Señor, usando la Palabra de Dios, nos recuerda, ante todo, que «no
sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt
4, 4; cf. Dt 8, 3); y esto nos da fuerza, nos sostiene en la lucha contra
la mentalidad mundana que abaja al hombre al nivel de las necesidades primarias,
haciéndole perder el hambre de lo que es verdadero, bueno y bello, el hambre de
Dios y de su amor. Recuerda, además, que «está escrito también: “No tentarás al
Señor, tu Dios”» (v. 7), porque el camino de la fe pasa también a través de la
oscuridad, la duda, y se alimenta de paciencia y de espera perseverante. Jesús
recuerda, por último, que «está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él
sólo darás culto”» (v. 10); o sea, debemos deshacernos de los ídolos, de las
cosas vanas, y construir nuestra vida sobre lo esencial.
Estas palabras de Jesús encontrarán luego confirmación concreta en sus acciones.
Su fidelidad absoluta al designio de amor del Padre lo conducirá, después de
casi tres años, a la rendición final de cuentas con el «príncipe de este mundo»
(Jn 16, 11), en la hora de la pasión y de la cruz, y allí Jesús
reconducirá su victoria definitiva, la victoria del amor.
Queridos hermanos, el tiempo de Cuaresma es ocasión propicia para todos nosotros
de realizar un camino de conversión, confrontándonos sinceramente con esta
página del Evangelio. Renovemos las promesas de nuestro Bautismo: renunciemos a
Satanás y a todas su obras y seducciones —porque él es un seductor—, para
caminar por las sendas de Dios y llegar a la Pascua en la alegría del Espíritu (cf.
Oración colecta del IV Domingo de Cuaresma, Año A).
Después del Ángelus
Durante esta Cuaresma, tengamos presente la invitación de Cáritas internacional
en su campaña contra el hambre en el mundo. Deseo a todos que el camino
cuaresmal, que comenzó hace poco, sea rico en frutos; y os pido un recuerdo en
la oración por mí y por los colaboradores de la Curia romana, que esta tarde
iniciaremos la semana de ejercicios espirituales. Gracias.
¡Feliz domingo y buen almuerzo! ¡Hasta la vista!
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Plaza de San Pedro
Domingo 2 de marzo de 2014
Domingo 2 de marzo de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el centro de la liturgia de este domingo encontramos una de las verdades más consoladoras: la divina Providencia. El profeta Isaías la presenta con la imagen del amor materno lleno de ternura, y dice así: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» (49, 15). ¡Qué hermoso es esto! Dios no se olvida de nosotros, de cada uno de nosotros. De cada uno de nosotros con nombre y apellido. Nos ama y no se olvida. Qué buen pensamiento... Esta invitación a la confianza en Dios encuentra un paralelo en la página del Evangelio de Mateo: «Mirad los pájaros del cielo —dice Jesús—: no siembran ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta... Fijaos cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos» (Mt 6, 26.28-29).
Pero pensando en tantas personas que viven en condiciones precarias, o totalmente en la miseria que ofende su dignidad, estas palabras de Jesús podrían parecer abstractas, si no ilusorias. Pero en realidad son más que nunca actuales. Nos recuerdan que no se puede servir a dos señores: Dios y la riqueza. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Debemos escuchar bien esto. Si cada uno busca acumular para sí, no habrá jamás justicia. Si, en cambio, confiando en la providencia de Dios, buscamos juntos su Reino, entonces a nadie faltará lo necesario para vivir dignamente.
Un corazón ocupado por el afán de poseer es un corazón lleno de este anhelo de poseer, pero vacío de Dios. Por ello Jesús advirtió en más de una ocasión a los ricos, porque es grande su riesgo de poner su propia seguridad en los bienes de este mundo, y la seguridad, la seguridad definitiva, está en Dios. En un corazón poseído por las riquezas, no hay mucho sitio para la fe: todo está ocupado por las riquezas, no hay sitio para la fe. Si, en cambio, se deja a Dios el sitio que le corresponde, es decir, el primero, entonces su amor conduce a compartir también las riquezas, a ponerlas al servicio de proyectos de solidaridad y de desarrollo, como demuestran tantos ejemplos, incluso recientes, en la historia de la Iglesia. Y así la Providencia de Dios pasa a través de nuestro servicio a los demás, nuestro compartir con los demás. Si cada uno de nosotros no acumula riquezas sólo para sí, sino que las pone al servicio de los demás, en este caso la Providencia de Dios se hace visible en este gesto de solidaridad. Si, en cambio, alguien acumula sólo para sí, ¿qué sucederá cuando sea llamado por Dios? No podrá llevar las riquezas consigo, porque —lo sabéis— el sudario no tiene bolsillos. Es mejor compartir, porque al cielo llevamos sólo lo que hemos compartido con los demás.
La senda que indica Jesús puede parecer poco realista respecto a la mentalidad común y a los problemas de la crisis económica; pero, si se piensa bien, nos conduce a la justa escala de valores. Él dice: «¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido?» (Mt 6, 25). Para hacer que a nadie le falte el pan, el agua, el vestido, la casa, el trabajo, la salud, es necesario que todos nos reconozcamos hijos del Padre que está en el cielo y, por lo tanto, hermanos entre nosotros, y nos comportemos en consecuencia. Esto lo recordaba en el Mensaje para la paz del 1 de enero: el camino para la paz es la fraternidad: este ir juntos, compartir las cosas juntos.
A la luz de la Palabra de Dios de este domingo, invoquemos a la Virgen María como Madre de la divina Providencia. A ella confiamos nuestra existencia, el camino de la Iglesia y de la humanidad. En especial, invoquemos su intercesión para que todos nos esforcemos por vivir con un estilo sencillo y sobrio, con la mirada atenta a las necesidades de los hermanos más carecientes.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Os pido que recéis aún por Ucrania, que está viviendo una situación delicada: mientras que deseo que todos los componentes del país se comprometan para superar las incomprensiones y para construir juntos el futuro de la nación, dirijo a la comunidad internacional un dolorido llamamiento para que sostenga toda iniciativa en favor del diálogo y la concordia.
En esta semana iniciaremos la Cuaresma, que es el camino del pueblo de Dios hacia la Pascua, un camino de conversión, de lucha contra el mal con las armas de la oración, del ayuno, de la misericordia. La humanidad necesita justicia, reconciliación, paz, y sólo podrá tenerlas si vuelve con todo el corazón a Dios, que es su fuente. También todos nosotros tenemos necesidad del perdón de Dios. Entremos en la Cuaresma con espíritu de adoración a Dios y de solidaridad fraterna con quienes, en este tiempo, son más probados por la indigencia y por conflictos violentos.
A todos deseo un feliz domingo y buen almuerzo. ¡Hasta la vista!
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