AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
NOVIEMBRE 2014
Plaza de San Pedro
Miércoles 26 de noviembre de 2014
Un poco feo el día, pero ustedes son valientes. ¡Felicitaciones! Esperamos rezar juntos hoy.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 26 de noviembre de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Un poco feo el día, pero ustedes son valientes. ¡Felicitaciones! Esperamos rezar juntos hoy.
Al
presentar la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo, el Concilio
Vaticano II tenía bien presente un verdad fundamental, que no hay
que olvidar jamás: la Iglesia no es una realidad estática,
detenida, con fin en sí misma, sino que está continuamente en
camino en la historia, hacia la meta última y maravillosa que es el
Reino de los cielos, del cual la Iglesia en la tierra es el germen y
el inicio (cfr Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Dogm. sobre la Iglesia
Lumen Gentium, 5). Cuando nos dirigimos hacia este horizonte, nos
damos cuenta que nuestra imaginación se detiene, revelándose apenas
capaz de intuir el esplendor del misterio que domina nuestros
sentidos. Y surgen espontáneas en nosotros algunas preguntas:
¿cuándo llegará este pasaje final? ¿Cómo será la nueva
dimensión en la cual la Iglesia entrará? ¿Qué será entonces la
humanidad? ¿Y de lo creado que nos circunda?
Pero estas preguntas no son nuevas, las habían hecho los discípulos a Jesús en aquel tiempo ¿pero cuándo sucederá esto? ¿Cuándo será el triunfo del Espíritu sobre la creación, sobre lo creado, sobre todo? Son preguntas humanas, preguntas antiguas. También nosotros hacemos estas preguntas.
La Constitución conciliar Gaudium et spes, de frente a estos interrogativos que resuenan desde siempre en el corazón del hombre, afirma: “Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano” (n. 39). He aquí la meta a la cual aspira la Iglesia: es como dice la Biblia la “Jerusalén nueva”, el “Paraíso”. Más que de un lugar, se trata de un “estado” del alma, en el cual nuestras expectativas más profundas serán cumplidas de manera superabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, alcanzará la plena maduración. ¡Seremos finalmente revestidos de la alegría, de la paz y del amor de Dios en modo completo, sin más ningún límite, y estaremos cara a cara con Él! ¡Es bello pensar esto! Pensar en el cielo. Todos nosotros nos encontraremos allí. Todos, todos, allí, todos. Es bello. ¡Da fuerza al alma!
2. En esta perspectiva, es bello percibir cómo hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia que está en el cielo y aquella todavía en camino sobre la tierra. Aquellos que ya viven en la presencia de Dios, de hecho, nos pueden sostener e interceder por nosotros, rezar por nosotros. Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer buenas acciones, oraciones y la Eucaristía misma para aliviar las tribulaciones de las almas que todavía están esperando la beatitud sin fin. Sí, porque en la perspectiva cristiana, la distinción no es más entre quien ya está muerto y que todavía no lo está, sino entre quien está en Cristo y quién no lo está. Éste es el elemento determinante, realmente decisivo para nuestra salvación y para nuestra felicidad.
3. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento de este diseño maravilloso no puede no interesar también todo aquello que nos rodea, y que ha salido del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma explícitamente, cuando dice que también “la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios”. (Rom 8,21). Otros textos utilizan la imagen del “cielo nuevo” y la “tierra nueva” (cf. 2 P 3,13; Ap 21,1), en el sentido de que todo el universo será renovado y liberado de una vez para siempre de todos los rastros del mal y de la misma muerte. Lo que se prospecta, como cumplimiento de una transformación que en realidad ya está en acto a partir de la muerte y resurrección de Cristo, es por lo tanto una nueva creación; no una aniquilación del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino que es llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belleza. Este es el diseño que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre quiere realizar y está realizando.
Queridos amigos, cuando pensamos en estas maravillosas realidades que nos esperan, nos damos cuenta del maravilloso don que es pertenecer a la Iglesia, que lleva inscrita una vocación altísima. Pidamos entonces a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que vigile siempre sobre nuestro camino y nos ayude a ser, como ella, un signo gozoso de confianza y esperanza entre nuestros hermanos.
Pero estas preguntas no son nuevas, las habían hecho los discípulos a Jesús en aquel tiempo ¿pero cuándo sucederá esto? ¿Cuándo será el triunfo del Espíritu sobre la creación, sobre lo creado, sobre todo? Son preguntas humanas, preguntas antiguas. También nosotros hacemos estas preguntas.
La Constitución conciliar Gaudium et spes, de frente a estos interrogativos que resuenan desde siempre en el corazón del hombre, afirma: “Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano” (n. 39). He aquí la meta a la cual aspira la Iglesia: es como dice la Biblia la “Jerusalén nueva”, el “Paraíso”. Más que de un lugar, se trata de un “estado” del alma, en el cual nuestras expectativas más profundas serán cumplidas de manera superabundante y nuestro ser, como criaturas y como hijos de Dios, alcanzará la plena maduración. ¡Seremos finalmente revestidos de la alegría, de la paz y del amor de Dios en modo completo, sin más ningún límite, y estaremos cara a cara con Él! ¡Es bello pensar esto! Pensar en el cielo. Todos nosotros nos encontraremos allí. Todos, todos, allí, todos. Es bello. ¡Da fuerza al alma!
2. En esta perspectiva, es bello percibir cómo hay una continuidad y una comunión de fondo entre la Iglesia que está en el cielo y aquella todavía en camino sobre la tierra. Aquellos que ya viven en la presencia de Dios, de hecho, nos pueden sostener e interceder por nosotros, rezar por nosotros. Por otro lado, también nosotros estamos siempre invitados a ofrecer buenas acciones, oraciones y la Eucaristía misma para aliviar las tribulaciones de las almas que todavía están esperando la beatitud sin fin. Sí, porque en la perspectiva cristiana, la distinción no es más entre quien ya está muerto y que todavía no lo está, sino entre quien está en Cristo y quién no lo está. Éste es el elemento determinante, realmente decisivo para nuestra salvación y para nuestra felicidad.
3. Al mismo tiempo, la Sagrada Escritura nos enseña que el cumplimiento de este diseño maravilloso no puede no interesar también todo aquello que nos rodea, y que ha salido del pensamiento y del corazón de Dios. El apóstol Pablo lo afirma explícitamente, cuando dice que también “la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios”. (Rom 8,21). Otros textos utilizan la imagen del “cielo nuevo” y la “tierra nueva” (cf. 2 P 3,13; Ap 21,1), en el sentido de que todo el universo será renovado y liberado de una vez para siempre de todos los rastros del mal y de la misma muerte. Lo que se prospecta, como cumplimiento de una transformación que en realidad ya está en acto a partir de la muerte y resurrección de Cristo, es por lo tanto una nueva creación; no una aniquilación del cosmos y de todo lo que nos rodea, sino que es llevar cada cosa a su plenitud de ser, de verdad, de belleza. Este es el diseño que Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, desde siempre quiere realizar y está realizando.
Queridos amigos, cuando pensamos en estas maravillosas realidades que nos esperan, nos damos cuenta del maravilloso don que es pertenecer a la Iglesia, que lleva inscrita una vocación altísima. Pidamos entonces a la Virgen María, Madre de la Iglesia, que vigile siempre sobre nuestro camino y nos ayude a ser, como ella, un signo gozoso de confianza y esperanza entre nuestros hermanos.
Saludos
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy reflexionamos sobre la Iglesia que peregrina
hacia el Reino. El Reino ya está dentro de nosotros. Vamos caminando
hacia el encuentro con Dios, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
que es la plenitud del Reino.
Como bien afirma el Concilio Vaticano II, la Iglesia no es una
realidad estática, sino que camina continuamente en la historia hacia la
meta última y maravillosa que es el Reino de los Cielos, del cual la
Iglesia es en la tierra su semilla e y su inicio. En este
camino, es hermoso percibir la comunión entre la Iglesia del cielo, que
nos sostiene con su intercesión, y nosotros, que en la Eucaristía
estamos invitados a ofrecer oraciones por las almas que se encuentran a
la espera de la felicidad eterna. Desde la perspectiva cristiana, la
distinción ya no es entre quien está muerto o quien no lo está, sino
entre quien está con Cristo y quien no está con Cristo; éste es el
elemento fundamental y decisivo para nuestra felicidad.
Aunque no sabemos el tiempo en el que llegará el fin de todo lo
creado, sabemos por la Revelación que Dios nos prepara una nueva tierra,
donde habitará la justicia y la felicidad saciará de manera
sobreabundante los deseos del corazón del hombre. Esto es el “Paraíso”,
que no es un lugar sino un “estado”, donde nuestras esperanzas serán
verdaderamente colmadas, en una nueva creación, con plenitud de ser,
verdad y belleza, libre de todo mal y de la misma muerte.
* * *
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos provenientes de España, Argentina, México, así como a los venidos
de otros países latinoamericanos. Conscientes del don maravilloso de
pertenecer a la Iglesia, pidamos a la Virgen María, nuestra Madre del
cielo, que nos acompañe siempre y nos ayude a ser, como ella, signo
gozoso de esperanza para nuestros hermanos. Muchas gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 19 de noviembre de 2014
Miércoles 19 de noviembre de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Un gran don del Concilio Vaticano II fue haber recuperado una visión
de Iglesia fundada en la comunión, y haber comprendido de nuevo el
principio de la autoridad y de la jerarquía en esa perspectiva. Esto nos
ha ayudado a comprender mejor que todos los cristianos, en cuanto
bautizados, tienen igual dignidad ante el Señor y los une la misma
vocación, que es la santidad (cf. const. Lumen gentium, 39-42). Ahora nos preguntamos: ¿en qué consiste esta vocación universal a ser santos? ¿Y cómo podemos realizarla?
Ante todo debemos tener bien presente que la santidad no es algo que
nos procuramos nosotros, que obtenemos con nuestras cualidades y
capacidades. La santidad es un don, es el don que nos da el Señor Jesús,
cuando nos toma para sí y nos reviste de sí mismo, nos hace como Él. En
la Carta a los Efesios, el apóstol Pablo afirma que «Cristo amó a su
Iglesia: Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla» (Ef
5, 25-26). Aquí está, verdaderamente la santidad es el rostro más bello
de la Iglesia, el rostro más bello: es un redescubrirse en comunión con
Dios, en la plenitud de su vida y de su amor. Se comprende, entonces,
que la santidad no es una prerrogativa sólo de algunos: la santidad es
un don ofrecido a todos, ninguno excluido, por lo cual constituye el
carácter distintivo de todo cristiano.
Todo esto nos hace comprender que, para ser santos, no hay que ser
forzosamente obispos, sacerdotes o religiosos: no, todos estamos
llamados a ser santos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que
la santidad está reservada sólo para quienes tienen la posibilidad de
tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicarse
exclusivamente a la oración. Pero no es así. Alguno piensa que la
santidad es cerrar los ojos y poner cara de santito. ¡No! No es esto la
santidad. La santidad es algo más grande, más profundo que nos da Dios.
Es más, estamos llamados a ser santos precisamente viviendo con amor y
ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada
día. Y cada uno en las condiciones y en el estado de vida en el que se
encuentra. ¿Tú eres consagrado, eres consagrada? Sé santo viviendo con
alegría tu entrega y tu ministerio. ¿Estás casado? Sé santo amando y
ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la
Iglesia.
¿Eres un bautizado no casado? Sé santo cumpliendo con honradez y
competencia tu trabajo y ofreciendo el tiempo al servicio de los
hermanos. «Pero, padre, yo trabajo en una fábrica; yo trabajo como
contable, siempre con los números, y allí no se puede ser santo...».
—«Sí, se puede. Allí donde trabajas, tú puedes ser santo. Dios te da la
gracia para llegar a ser santo. Dios se comunica contigo». Siempre, en
todo lugar se puede llegar a ser santo, es decir, podemos abrirnos a
esta gracia que actúa dentro de nosotros y nos conduce a la santidad.
¿Eres padre o abuelo? Sé santo enseñando con pasión a los hijos o a los
nietos a conocer y a seguir a Jesús. Es necesaria mucha paciencia para
esto, para ser un buen padre, un buen abuelo, una buena madre, una buena
abuela; se necesita mucha paciencia y en esa paciencia está la
santidad: ejercitando la paciencia. ¿Eres catequista, educador o
voluntario? Sé santo siendo signo visible del amor de Dios y de su
presencia junto a nosotros. Es esto: cada estado de vida conduce a la
santidad, ¡siempre! En tu casa, por la calle, en el trabajo, en la
Iglesia, en ese momento y en tu estado de vida se abrió el camino hacia
la santidad. No os desalentéis al ir por este camino. Es precisamente
Dios quien nos da la gracia. Sólo esto pide el Señor: que estemos en
comunión con Él y al servicio de los hermanos.
A este punto, cada uno de nosotros puede hacer un poco de examen de
conciencia, ahora podemos hacerlo, que cada uno responda a sí mismo, en
silencio: ¿cómo hemos respondido hasta ahora a la llamada del Señor a la
santidad? ¿Tengo ganas de ser un poco mejor, de ser más cristiano, más
cristiana? Este es el camino de la santidad. Cuando el Señor nos invita a
ser santos, no nos llama a algo pesado, triste... ¡Todo lo contrario!
Es la invitación a compartir su alegría, a vivir y a entregar con gozo
cada momento de nuestra vida, convirtiéndolo al mismo tiempo en un don
de amor para las personas que están a nuestro alrededor. Si comprendemos
esto, todo cambia y adquiere un significado nuevo, un significado
hermoso, un significado comenzando por las pequeñas cosas de cada día.
Un ejemplo. Una señora va al mercado a hacer la compra, encuentra a una
vecina y comienza a hablar, y luego vienen las críticas y esta señora
dice: «No, no, no yo no hablaré mal de nadie». Este es un paso hacia la
santidad, te ayuda a ser más santo. Luego, en tu casa, tu hijo te pide
hablar un poco de sus cosas fantasiosas: «Oh, estoy muy cansado, he
trabajado mucho hoy...» – «Pero tú acomódate y escucha a tu hijo, que lo
necesita». Y tú te acomodas, lo escuchas con paciencia: este es un paso
hacia la santidad. Luego termina el día, estamos todos cansados, pero
está la oración. Hagamos la oración: también este es un paso hacia la
santidad. Después viene el domingo y vamos a misa, comulgamos, a veces
precedido de una hermosa confesión que nos limpie un poco. Esto es un
paso hacia la santidad. Luego pensamos en la Virgen, tan buena, tan
hermosa, y tomamos el rosario y rezamos. Este es un paso hacia la
santidad. Luego voy por la calle, veo a un pobre, a un necesitado, me
detengo, hablo con él, le doy algo: es un paso a la santidad. Son
pequeñas cosas, pero muchos pequeños pasos hacia la santidad. Cada paso
hacia la santidad nos hará personas mejores, libres del egoísmo y de la
cerrazón en sí mismos, y abiertas a los hermanos y a sus necesidades.
Queridos amigos, en la Primera Carta de san Pedro se nos dirige esta
exhortación: «Como buenos administradores de la multiforme gracia de
Dios, poned al servicio de los demás el carisma que cada uno ha
recibido. Si uno habla, que sean sus palabras como palabras de Dios; si
uno presta servicio, que lo haga con la fuerza que Dios le concede, para
que Dios sea glorificado en todo, por medio de Jesucristo» (4, 10-11).
He aquí la invitación a la santidad. Acojámosla con alegría, y
apoyémonos unos a otros, porque el camino hacia la santidad no se
recorre solos, cada uno por su cuenta, sino que se recorre juntos, en
ese único cuerpo que es la Iglesia, amada y santificada por el Señor
Jesucristo. Sigamos adelante con valentía en esta senda de la santidad.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos provenientes de España, Argentina, México, Costa Rica y República
Dominicana, así como a los venidos de otros países latinoamericanos.
Acojamos con alegría la invitación a la santidad y sostengámonos los
unos a los otros en este camino que no se recorre solo, sino en comunión
con aquel único cuerpo que es la Iglesia. Nuestra santa Madre la
Iglesia jerárquica. Muchas gracias y que el Señor los bendiga.
LLAMAMIENTOS
Sigo con preocupación el aumento alarmante de la tensión en Jerusalén
y en otras zonas de Tierra Santa, con episodios inaceptables de
violencia que no perdonan ni siquiera los lugares de culto. Aseguro una
oración especial por todas las víctimas de esa dramática situación y por
quienes sufren más las consecuencias. Desde lo profundo del corazón,
dirijo a las partes implicadas un llamamiento a fin de que se ponga fin a
la espiral de odio y de violencia y se tomen decisiones valientes para
la reconciliación y la paz. Construir la paz es difícil, pero vivir sin
paz es un tormento.
* * *
El viernes 21 de noviembre, memoria litúrgica de la Presentación de María Santísima en el Templo, celebraremos la Jornada pro Orantibus,
dedicada a las comunidades religiosas de clausura. Es una ocasión
oportuna para dar gracias al Señor por el don de tantas personas que, en
los monasterios y en los eremitorios, se entregan a Dios en la oración y
en el silencio activo, reconociéndole ese primado que sólo a Él
corresponde. Damos gracias al Señor por los testimonios de vida
claustral y no dejemos que les falte nuestro apoyo espiritual y
material, para realizar tan importante misión.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 12 de noviembre de 2014
Miércoles 12 de noviembre de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis precedente
hemos destacado cómo el Señor sigue apacentando a su rebaño a través
del ministerio de los obispos, con la colaboración de los presbíteros y
diáconos. Es en ellos donde Jesús se hace presente, con el poder de su
Espíritu, y sigue sirviendo a la Iglesia, alimentando en ella la fe, la
esperanza y el testimonio de la caridad. Estos ministerios constituyen,
por lo tanto, un don grande del Señor para cada comunidad cristiana y
para toda la Iglesia, ya que son un signo vivo de su presencia y de su
amor.
Hoy queremos preguntarnos: ¿qué se les pide a estos ministros de la
Iglesia, para que vivan de modo auténtico y fecundo su servicio?
En las «Cartas pastorales» enviadas a sus discípulos Timoteo y Tito,
el apóstol Pablo se detiene con atención en la figura de los obispos,
presbíteros y diáconos, también en la figura de los fieles, ancianos y
jóvenes. Se detiene en una descripción de cada cristiano en la Iglesia,
trazando para los obispos, presbíteros y diáconos aquello a lo que están
llamados y las características que se deben reconocer en los que son
elegidos e investidos con estos ministerios. Ahora, es emblemático cómo,
junto a las virtudes inherentes a la fe y a la vida espiritual —que no
se pueden descuidar, porque son la vida misma—, se enumeran algunas
cualidades exquisitamente humanas: la acogida, la sobriedad, la
paciencia, la mansedumbre, la fiabilidad, la bondad de corazón. Es este
el alfabeto, la gramática de base de todo ministerio. Debe ser la
gramática de base de todo obispos, de todo sacerdote, de todo diácono.
Sí, porque sin esta predisposición hermosa y genuina a encontrar,
conocer, dialogar, apreciar y relacionarse con los hermanos de modo
respetuoso y sincero, no es posible ofrecer un servicio y un testimonio
auténticamente gozoso y creíble.
Hay luego una actitud de fondo que Pablo recomienda a sus discípulos
y, en consecuencia, a todos los que son investidos con el ministerio
pastoral, sean obispos, sacerdotes o diáconos. El apóstol exhorta a
reavivar continuamente el don que se ha recibido (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1,
6). Esto significa que debe estar siempre viva la consciencia de que no
son obispos, sacerdotes o diáconos porque son más inteligentes, más
listos y mejores que los demás, sino sólo en virtud de un don, un don de
amor dispensado por Dios, en el poder de su Espíritu, para el bien de
su pueblo. Esta consciencia es verdaderamente importante y constituye
una gracia que se debe pedir cada día. En efecto, un pastor que es
consciente de que su ministerio brota únicamente de la misericordia y
del corazón de Dios nunca podrá asumir una actitud autoritaria, como si
todos estuviesen a sus pies y la comunidad fuese su propiedad, su reino
personal.
La consciencia de que todo es don, todo es gracia, ayuda también a un
pastor a no caer en la tentación de ponerse en el centro de la atención
y confiar sólo en sí mismo. Son las tentaciones de la vanidad, del
orgullo, de la suficiencia, de la soberbia. Ay si un obispo, un
sacerdote o un diácono pensase que lo sabe todo, que tiene siempre la
respuesta justa para cada cosa y que no necesita de nadie. Al contrario,
la consciencia de ser él, en primer lugar, objeto de la misericordia y
de la compasión de Dios debe llevar a un ministro de la Iglesia a ser
siempre humilde y comprensivo respecto a los demás. Incluso con la
consciencia de estar llamado a custodiar con valentía el depósito de la
fe (cf. 1 Tm 6, 20), él se dispondrá a escuchar a la gente. Es
consciente, en efecto, de tener siempre algo por aprender, incluso de
quienes pueden estar lejos de la fe y de la Iglesia. Con sus hermanos en
el ministerio, todo esto debe llevar, además, a asumir una actitud
nueva, caracterizada por el compartir, la corresponsabilidad y la
comunión.
Queridos amigos, debemos estar siempre agradecidos al Señor, porque
en la persona y en el ministerio de los obispos, de los sacerdotes y de
los diáconos sigue guiando y formando a su Iglesia, haciéndola crecer a
lo largo del camino de la santidad. Al mismo tiempo, debemos seguir
rezando, para que los pastores de nuestras comunidades sean imagen viva
de la comunión y del amor de Dios.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos provenientes de España, Argentina, México, y quiero de alguna
manera expresar a los mexicanos, a los aquí presentes y a los que están
en la patria, mi cercanía en este momento doloroso de legal
desaparición, pero, sabemos, de asesinato de los estudiantes. Se hace
visible la realidad dramática de toda la criminalidad que está detrás
del comercio y tráfico de drogas. Estoy cerca de ustedes y de sus
familias. De Guatemala, y Chile. Me agradó ver el grupo de militares
chilenos en estos días en que estamos conmemorando el trigésimo
aniversario de la firma del tratado de paz entre Argentina y Chile. Los
límites ya están claros, no nos vamos a seguir peleando por los límites;
nos vamos a pelear por otras cosas, pero no por eso. Pero hay una cosa
que quiero hacer notar: esto se dio gracias a la voluntad de diálogo.
Solamente cuando hay voluntad de diálogo se solucionan las cosas. Y
quiero también elevar un pensamiento de gratitud a san Juan Pablo II y
al Cardenal Samorè, que tanto hicieron para lograr esta paz entre
nosotros. Ojalá todos los pueblos que tengan conflictos de cualquier
índole, sean limítrofes o culturales, se animen a solucionarlos en la
mesa del diálogo y no en la crueldad de una guerra. Saludo a todos los
ciudadanos de los demás países latinoamericanos presentes. Invito a
todos a dar gracias a Dios por las personas que ejercen un ministerio de
guía en la Iglesia y la hacen crecer en santidad. Recemos para que sean
siempre imagen viva del amor de Dios. Muchas gracias.
Llamamiento
Con gran inquietud sigo los dramáticos acontecimientos de los
cristianos que en diversas partes del mundo son perseguidos y asesinados
por su creencia religiosa. Siento la necesidad de expresar mi profunda
cercanía espiritual a las comunidades cristianas duramente golpeadas por
una violencia absurda que no da señales de detenerse, y aliento a los
pastores y a todos los fieles a ser fuertes y firmes en la esperanza.
Una vez más dirijo un sentido llamamiento a quienes tienen
responsabilidades políticas a nivel local e internacional, así como a
todas las personas de buena voluntad, a fin de que se realice una amplia
movilización de conciencias en favor de los cristianos perseguidos.
Ellos tienen el derecho de volver a tener seguridad y serenidad en sus
países, profesando libremente nuestra fe. Y ahora por todos los
cristianos, perseguidos por ser cristianos, os invito a rezar el
Padrenuestro.
* * *
(Saludo a los enfermos que seguían la Audiencia desde el aula Pablo VI)
Los fieles que participan en esta audiencia están en dos sitios: uno
aquí e la plaza —todos nosotros nos vemos—, el otro sitio es el aula
Pablo VI donde hay numerosos enfermos, más de doscientos. Y como el
tiempo estaba un poco incierto, no se sabía si estaba el peligro de la
lluvia o no, por lo tanto están allí cubiertos y siguen la audiencia en
la pantalla gigante. Invito a saludar con un aplauso a nuestro hermanos
que están en el aula Pablo VI.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 5 de noviembre de 2014
Miércoles 5 de noviembre de 2014
Hemos escuchado lo que el apóstol Pablo decía al obispo Tito. ¿Pero cuántas virtudes debemos tener, nosotros, los obispos? Hemos escuchado todos, ¿no? No es fácil, no es fácil, porque somos pecadores. Pero nos encomendamos a vuestra oración, para que al menos nos acerquemos a estas cosas que el apóstol Pablo aconseja a todos los obispos.
¿De acuerdo? ¿Rezaréis por nosotros?
Hemos ya tenido ocasión de destacar, en las catequesis anteriores, cómo el Espíritu Santo colma siempre a la Iglesia con sus dones, en abundancia. Ahora, con el poder y la gracia de su Espíritu, Cristo no deja de suscitar ministerios, con el fin de edificar a las comunidades cristianas como su cuerpo. Entre estos ministerios, se distingue el ministerio episcopal. En el obispo, con la colaboración de los presbíteros y diáconos, es Cristo mismo quien se hace presente y sigue cuidando de su Iglesia, asegurando su protección y su guía.
En la presencia y en el ministerio de los obispos, presbíteros y diáconos podemos reconocer el auténtico rostro de la Iglesia: es la Santa Madre Iglesia jerárquica. Y, verdaderamente, a través de estos hermanos elegidos por el Señor y consagrados con el sacramento del Orden, la Iglesia ejerce su maternidad: nos engendra en el Bautismo como cristianos, haciéndonos renacer en Cristo; cuida nuestro crecimiento en la fe; nos acompaña a los brazos del Padre, para recibir su perdón; prepara para nosotros la mesa eucarística, donde nos nutre con la Palabra de Dios y el Cuerpo y la Sangre de Jesús; invoca sobre nosotros la bendición de Dios y la fuerza de su Espíritu, sosteniéndonos a lo largo de toda nuestra vida y envolviéndonos con su ternura y su calor, sobre todo en los momentos más delicados de la prueba, del sufrimiento y de la muerte.
Esta maternidad de la Iglesia se expresa, en especial, en la persona del obispo y en su ministerio. En efecto, como Jesús eligió a los Apóstoles y los envió a anunciar el Evangelio y a apacentar su rebaño, así los obispos, sus sucesores, son puestos a la cabeza de las comunidades cristianas, como garantes de su fe y como signos vivos de la presencia del Señor en medio de ellos. Comprendemos, por lo tanto, que no se trata de una posición de prestigio, de un cargo honorífico. El episcopado no es una condecoración, es un servicio. Jesús lo quiso así. No debe haber lugar en la Iglesia para la mentalidad mundana. La mentalidad mundana dice: «Este hombre hizo la carrera eclesiástica, llegó a ser obispo».
No, no, en la Iglesia no debe haber sitio para esta mentalidad. El episcopado es un servicio, no una condecoración para enaltecerse. Ser obispos quiere decir tener siempre ante los ojos el ejemplo de Jesús que, como buen Pastor, vino no para ser servido, sino para servir (cf. Mt 20, 28; Mc 10, 45) y para dar su vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). Los santos obispos —y son muchos en la historia de la Iglesia, muchos obispos santos— nos muestran que este ministerio no se busca, no se pide, no se compra, sino que se acoge en obediencia, no para elevarse, sino para abajarse, como Jesús que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 8). Es triste cuando se ve a un hombre que busca este ministerio y hace muchas cosas para llegar allí y cuando llega allí no sirve, se da importancia y vive sólo para su vanidad.
Hay otro elemento precioso, que merece ser destacado. Cuando Jesús eligió y llamó a los Apóstoles, no los pensó uno separado del otro, cada uno por su cuenta, sino juntos, para que estuviesen con Él, unidos, como una sola familia. También los obispos constituyen un único colegio, reunido en torno al Papa, quien es custodio y garante de esta profunda comunión, que tanto le interesaba a Jesús y a sus Apóstoles mismos. Cuán hermoso es, entonces, cuando los obispos, con el Papa, expresan esta colegialidad y tratan de ser cada vez más y mejor servidores de los fieles, más servidores en la Iglesia. Lo hemos experimentado recientemente en la Asamblea del Sínodo sobre la familia. Pero pensemos en todos los obispos dispersos en el mundo que, incluso viviendo en localidades, culturas, sensibilidades y tradiciones diferentes y lejanas entre sí, de un sitio a otro —un obispo me decía hace días que para llegar a Roma se necesitaban, desde el lugar de donde era él, más de 30 horas de avión— se sienten parte uno del otro y llegan a ser expresión de la relación íntima, en Cristo, de sus comunidades. Y en la oración eclesial común todos los obispos se reúnen juntos a la escucha del Señor y del Espíritu, pudiendo así poner atención en profundidad al hombre y a los signos de los tiempos (cf. Conc. Ecum. Vat. ii, const. Gaudium et spes, 4).
Queridos amigos, todo esto nos hace comprender por qué las comunidades cristianas reconocen en el obispo un don grande, y están llamadas a alimentar una sincera y profunda comunión con él, a partir de los presbíteros y los diáconos. No existe una Iglesia sana si los fieles, los diáconos y los presbíteros no están unidos al obispo. Esta Iglesia que no está unida al obispo es una Iglesia enferma. Jesús quiso esta unión de todos los fieles con el obispo, también de los diáconos y los presbíteros. Y esto lo hacen con la consciencia de que es precisamente en el obispo donde se hace visible el vínculo de cada una de las Iglesias con los Apóstoles y con todas las demás comunidades, unidas a sus obispos y al Papa en la única Iglesia del Señor Jesús, que es nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica. Gracias.
Saludos
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Puerto Rico, Venezuela, Chile y otros países latinoamericanos. Invito a todos a agradecer al Señor el servicio de los obispos en la Iglesia, acompañándolos con el afecto, la cercanía y la oración. Muchas gracias y que Dios los bendiga.
(En italiano)
Me complace anunciar que, si Dios quiere, el próximo 21 de junio, iré en peregrinación a Turín para venerar la Sábana santa y rendir homenaje a san Juan Bosco, en la conmemoración del bicentenario de su nacimiento.
Dirijo un saludo especial a todos los enfermos de ELA y, mientras aseguro mi cercanía y la oración, deseo que toda la sociedad civil sostenga a sus familias para afrontar tales condiciones graves de sufrimiento.
(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)
Ayer hemos celebrado la memoria de san Carlos Borromeo, intrépido pastor de Milán. Que su vigor espiritual os estimule a vosotros, queridos jóvenes, a tomar en serio la fe en vuestra vida; que su confianza en Cristo Salvador os sostenga a vosotros, queridos enfermos, en los momentos de mayor dificultad; y que su entrega apostólica os recuerde a vosotros, queridos recién casados, la importancia de la educación cristiana en vuestra casa matrimonial.
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