domingo, 7 de diciembre de 2014

FRANCISCO: Discursos de noviembre (25 [2], 20, 17, 15, 14, 10, 7 [2], 6 [2] y 5)

DISCURSOS DEL PAPA FRANCISCO
NOVIEMBRE 2014 





DISCURSO  AL PARLAMENTO EUROPEO



Estrasburgo, Francia
Martes 25 de noviembre de 2014

 


Señor Presidente, Señoras y Señores Vicepresidentes,
Señoras y Señores Eurodiputados,
Trabajadores en los distintos ámbitos de este hemiciclo,
Queridos amigos


Les agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta institución fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la oportunidad que me ofrecen de dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos millones de ciudadanos de los 28 Estados miembros a quienes representan. Agradezco particularmente a usted, Señor Presidente del Parlamento, las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los miembros de la Asamblea.


Mi visita tiene lugar más de un cuarto de siglo después de la del Papa Juan Pablo II. Muchas cosas han cambiado desde entonces, en Europa y en todo el mundo. No existen los bloques contrapuestos que antes dividían el Continente en dos, y se está cumpliendo lentamente el deseo de que «Europa, dándose soberanamente instituciones libres, pueda un día ampliarse a las dimensiones que le han dado la geografía y aún más la historia».[1]
Junto a una Unión Europea más amplia, existe un mundo más complejo y en rápido movimiento. Un mundo cada vez más interconectado y global, y, por eso, siempre menos «eurocéntrico». Sin embargo, una Unión más amplia, más influyente, parece ir acompañada de la imagen de una Europa un poco envejecida y reducida, que tiende a sentirse menos protagonista en un contexto que la contempla a menudo con distancia, desconfianza y, tal vez, con sospecha.


Al dirigirme hoy a ustedes desde mi vocación de Pastor, deseo enviar a todos los ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento.


Un mensaje de esperanza basado en la confianza de que las dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad, para vencer todos los miedos que Europa – junto a todo el mundo – está atravesando. Esperanza en el Señor, que transforma el mal en bien y la muerte en vida.


Un mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres fundadores de la 
Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la capacidad de trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y la comunión entre todos los pueblos del Continente. En el centro de este ambicioso proyecto político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad trascendente.


Quisiera subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que existe entre estas dos palabras: «dignidad» y «trascendente».


La «dignidad» es una palabra clave que ha caracterizado el proceso de recuperación en la segunda postguerra. Nuestra historia reciente se distingue por la indudable centralidad de la promoción de la dignidad humana contra las múltiples violencias y discriminaciones, que no han faltado, tampoco en Europa, a lo largo de los siglos. La percepción de la importancia de los derechos humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia del valor de cada persona humana, única e irrepetible. Esta conciencia cultural encuentra su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en el pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas múltiples y lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente,[2] dando lugar al concepto de «persona».


Hoy, la promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el compromiso de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la persona, tanto en su seno como en las relaciones con los otros países. Se trata de un compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.


Efectivamente, ¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo necesario para vivir o, todavía peor, che no tiene el trabajo que le otorga dignidad?


Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y, menos aún, en beneficio de intereses económicos.


Es necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer de una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de los mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre más amplia de los derechos individuales – estoy tentado de decir individualistas –, que esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y antropológico, casi como una «mónada» (μονάς), cada vez más insensible a las otras «mónadas» de su alrededor. Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber, igualmente esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y al bien común de la sociedad misma.


Considero por esto que es vital profundizar hoy en una cultura de los derechos humanos que pueda unir sabiamente la dimensión individual, o mejor, personal, con la del bien común, con ese «todos nosotros» formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social.[3] En efecto, si el derecho de cada uno no está armónicamente ordenado al bien más grande, termina por concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se transforma en fuente de conflictos y de violencias.


Así, hablar de la dignidad trascendente del hombre, significa apelarse a su naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa «brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado;[4] significa sobre todo mirar al hombre no como un absoluto, sino como un ser relacional. Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy en Europa es la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno. Se ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados a su destino, como también en los jóvenes sin puntos de referencia y de oportunidades para el futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras ciudades y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca de un futuro mejor.


Esta soledad se ha agudizado por la crisis económica, cuyos efectos perduran todavía con consecuencias dramáticas desde el punto de vista social. Se puede constatar que, en el curso de los últimos años, junto al proceso de ampliación de la Unión Europea, ha ido creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a instituciones consideradas distantes, dedicadas a establecer reglas que se sienten lejanas de la sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas. Desde muchas partes se recibe una impresión general de cansancio, de envejecimiento, de una Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes ideales que han inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de atracción, en favor de los tecnicismos burocráticos de sus instituciones.


A eso se asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados por una opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo circunstante, y sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación antropológica auténtica.[5] El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de modo que – lamentablemente lo percibimos a menudo –, cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.


Este es el gran equívoco que se produce «cuando prevalece la absolutización de la técnica»,[6] que termina por causar «una confusión entre los fines y los medios».[7] Es el resultado inevitable de la «cultura del descarte» y del «consumismo exasperado». Al contrario, afirmar la dignidad de la persona significa reconocer el valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no puede ser objeto de intercambio o de comercio. Ustedes, en su vocación de parlamentarios, están llamados también a una gran misión, aunque pueda parecer inútil: Preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte». Cuidar de la fragilidad de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad.[8]


Por lo tanto, ¿cómo devolver la esperanza al futuro, de manera que, partiendo de las jóvenes generaciones, se encuentre la confianza para perseguir el gran ideal de una Europa unida y en paz, creativa y emprendedora, respetuosa de los derechos y consciente de los propios deberes?


Para responder a esta pregunta, permítanme recurrir a una imagen. Uno de los más célebres frescos de Rafael que se encuentra en el Vaticano representa la Escuela de Atenas. En el centro están Platón y Aristóteles. El primero con el dedo apunta hacia lo alto, hacia el mundo de las ideas, podríamos decir hacia el cielo; el segundo tiende la mano hacia delante, hacia el observador, hacia la tierra, la realidad concreta. Me parece una imagen que describe bien a Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problemas.


El futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e inseparable entre estos dos elementos. Una Europa que no es capaz de abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel «espíritu humanista» que, sin embargo, ama y defiende.


Precisamente a partir  de la necesidad de una apertura a la trascendencia, deseo afirmar la centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en manos de las modas y poderes del momento. En este sentido, considero fundamental no sólo el patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado para la formación cultural del continente, sino, sobre todo, la contribución que pretende dar hoy y en el futuro para su crecimiento. Dicha contribución no constituye un peligro para la laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de la Unión, sino que es un enriquecimiento. Nos lo indican los ideales que la han formado desde el principio, como son: la paz, la subsidiariedad, la solidaridad recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la dignidad de la persona.


Por ello, quisiera renovar la disponibilidad de la Santa Sede y de la Iglesia Católica, a través de la Comisión de las Conferencias Episcopales Europeas (COMECE), para mantener un diálogo provechoso, abierto y trasparente con las instituciones de la Unión Europea. Estoy igualmente convencido de que una Europa capaz de apreciar las propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y potencialidad, puede ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos que se expanden en el mundo actual, también por el gran vacío en el ámbito de los ideales, como lo vemos en el así llamado Occidente, porque «es precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra la violencia».[9]


A este respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente cristianas, en diversas partes del mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de tantos.


El lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero la unidad no significa uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. En realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la compone: como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros puede ser más plenamente sí mismo sin temor. En este sentido, considero que Europa es una familia de pueblos, que podrán sentir cercanas las instituciones de la Unión si estas saben conjugar sabiamente el anhelado ideal de la unidad, con la diversidad propia de cada uno, valorando todas las tradiciones; tomando conciencia de su historia y de sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones y fobias. Poner en el centro la persona humana significa sobre todo dejar que muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad, sea en el ámbito particular que como pueblo.


Por otra parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica riqueza en la medida en que se ponen al servicio de todos. Es preciso recordar siempre la arquitectura propia de la Unión Europea, construida sobre los principios de solidaridad y subsidiariedad, de modo que prevalezca la ayuda mutua y se pueda caminar, animados por la confianza recíproca.


En esta dinámica de unidad-particularidad, se les plantea también, Señores y Señoras Eurodiputados, la exigencia de hacerse cargo de mantener viva la democracia, la democracia de los pueblos de Europa. No se nos oculta que una concepción uniformadora de la globalidad daña la vitalidad del sistema democrático, debilitando el contraste rico, fecundo y constructivo, de las organizaciones y de los partidos políticos entre sí. De esta manera se corre el riesgo de vivir en el reino de la idea, de la mera palabra, de la imagen, del sofisma… y se termina por confundir la realidad de la democracia con un nuevo nominalismo político. Mantener viva la democracia en Europa exige evitar tantas «maneras globalizantes» de diluir la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.[10]


Mantener viva la realidad de las democracias es un reto de este momento histórico, evitando que su fuerza real – fuerza política expresiva de los pueblos – sea desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que las hacen más débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la historia nos ofrece.


Dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la persona humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por eso de invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se forman y dan fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir de la familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con graves consecuencias sociales. Por otra parte, subrayar la importancia de la familia, no sólo ayuda a dar prospectivas y esperanza a las nuevas generaciones, sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a vivir en condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un hogar familiar capaz de acompañarles y sostenerles.


Junto a la familia están las instituciones educativas: las escuelas y universidades. La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de conocimientos técnicos, sino que debe favorecer un proceso más complejo de crecimiento de la persona humana en su totalidad. Los jóvenes de hoy piden poder tener una formación adecuada y completa para mirar al futuro con esperanza, y no con desilusión. Numerosas son las potencialidades creativas de Europa en varios campos de la investigación científica, algunos de los cuales no están explorados todavía completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes alternativas de energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del ambiente.


Europa ha estado siempre en primera línea de un loable compromiso en favor de la ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad personal en la custodia de la creación, don precioso que Dios ha puesto en las manos de los hombres. Esto significa, por una parte, que la naturaleza está a nuestra disposición, podemos disfrutarla y hacer buen uso de ella; por otra parte, significa que no somos los dueños. Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos amar y respetar. «Nosotros en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer, de manipular, de explotar; no la “custodiamos”, no la respetamos, no la consideramos como un don gratuito que hay que cuidar».[11] Respetar el ambiente no significa sólo limitarse a evitar estropearlo, sino también utilizarlo para el bien. Pienso sobre todo en el sector agrícola, llamado a dar sustento y alimento al hombre. No se puede tolerar que millones de personas en el mundo mueran de hambre, mientras toneladas de restos de alimentos se desechan cada día de nuestras mesas. Además, el respeto por la naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se necesita una ecología humana, hecha del respeto de la persona, que hoy he querido recordar dirigiéndome a ustedes.


El segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es el trabajo. Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario sobre todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las condiciones adecuadas para su desarrollo. Esto implica, por un lado, buscar nuevos modos para conjugar la flexibilidad del mercado con la necesaria estabilidad y seguridad de las perspectivas laborales, indispensables para el desarrollo humano de los trabajadores; por otro lado, significa favorecer un adecuado contexto social, que no apunte a la explotación de las personas, sino a garantizar, a través del trabajo, la posibilidad de construir una familia y de educar los hijos.


Es igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales. Europa será capaz de hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si es capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas correctas, valientes y concretas que ayuden a los países de origen en su desarrollo sociopolítico y a la superación de sus conflictos internos – causa principal de este fenómeno –, en lugar de políticas de interés, que aumentan y alimentan estos conflictos. Es necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos.


Señor Presidente, Excelencias, Señoras y Señores Diputados:


Ser conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar en modo propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de la Unión en el futuro. Pienso sobre todo en los del área balcánica, para los que el ingreso en la Unión Europea puede responder al ideal de paz en una región que ha sufrido mucho por los conflictos del pasado. Por último, la conciencia de la propia identidad es indispensable en las relaciones con los otros países vecinos, particularmente con aquellos de la cuenca mediterránea, muchos de los cuales sufren a causa de conflictos internos y por la presión del fundamentalismo religioso y del terrorismo internacional.


A ustedes, legisladores, les corresponde la tarea de custodiar y hacer crecer la identidad europea, de modo que los ciudadanos encuentren de nuevo la confianza en las instituciones de la Unión y en el proyecto de paz y de amistad en el que se fundamentan. Sabiendo que «cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva».[12] Les exhorto, pues, a trabajar para que Europa redescubra su alma buena.


Un autor anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el mundo lo que el alma al cuerpo».[13] La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa y al cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y errores, también pecados, pero siempre animada por el deseo de construir para el bien. Lo vemos en la belleza de nuestras ciudades, y más aún, en la de múltiples obras de caridad y de edificación humana común que constelan el Continente. Esta historia, en gran parte, debe ser todavía escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad de redescubrir su rostro para crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la concordia, porque ella misma no está todavía libre de conflictos.


Queridos Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente. Ha llegado el momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y persigue ideales; la Europa que mira y defiende y tutela al hombre; la Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para toda la humanidad.


Gracias.

 

[3] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate, 7; Con. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 26.
[6] Benedicto XVI, Caritas in veritate, 71.
[7] Ibíd.
[13] Carta a Diogneto, 6. 


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DISCURSO AL CONSEJO DE EUROPA



Estrasburgo, Francia
Martes 25 de noviembre de 2014



Señor Secretario General, Señora Presidenta,
Excelencias, Señoras y Señores


Me alegra poder tomar la palabra en esta Convención que reúne una representación significativa de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, de representantes de los países miembros, de los jueces del Tribunal Europeo de los derechos humanos, así como de las diversas Instituciones que componen el Consejo de Europa. En efecto, casi toda Europa está presente en esta aula, con sus pueblos, sus idiomas, sus expresiones culturales y religiosas, que constituyen la riqueza de este Continente. Estoy especialmente agradecido al Señor Secretario General del Consejo de Europa, Sr. Thorbjørn Jagland, por su amable invitación y las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo también a la Sra. Anne Brasseur, Presidente de la Asamblea Parlamentaria. Agradezco a todos de corazón su compromiso y la contribución que ofrecen a la paz en Europa, a través de la promoción de la democracia, los derechos humanos y el estado de derecho.


En la intención de sus Padres fundadores, el Consejo de Europa, que este año celebra su 65 aniversario, respondía a una tendencia ideal hacia la unidad, que ha animado en varias fases la vida del Continente desde la antigüedad. Sin embargo, a lo largo de los siglos, han prevalecido muchas veces las tendencias particularistas, marcadas por reiterados propósitos hegemónicos. Baste decir que, diez años antes de aquel 5 de mayo de 1949, cuando se firmó en Londres el Tratado que estableció el Consejo de Europa, comenzaba el conflicto más sangriento y cruel que recuerdan estas tierras, cuyas divisiones han continuado durante muchos años después, cuando el llamado Telón de Acero dividió en dos el Continente, desde el mar Báltico hasta el Golfo de Trieste. El proyecto de los Padres fundadores era reconstruir Europa con un espíritu de servicio mutuo, que aún hoy, en un mundo más proclive a reivindicar que a servir, debe ser la llave maestra de la misión del Consejo de Europa, en favor de la paz, la libertad y la dignidad humana.


Por otro lado, el camino privilegiado para la paz – para evitar que se repita lo ocurrido en las dos guerras mundiales del siglo pasado –  es reconocer en el otro no un enemigo que combatir, sino un hermano a quien acoger. Es un proceso continuo, que nunca puede darse por logrado plenamente. Esto es precisamente lo que intuyeron los Padres fundadores, que entendieron cómo la paz era un bien que se debe conquistar continuamente, y que exige una vigilancia absoluta. Eran conscientes de que las guerras se alimentan por los intentos de apropiarse espacios, cristalizar los procesos avanzados y tratar de detenerlos; ellos, por el contrario, buscaban la paz que sólo puede alcanzarse con la actitud constante de iniciar procesos y llevarlos adelante.


Afirmaban de este modo la voluntad de caminar madurando con el tiempo, porque es precisamente el tiempo lo que gobierna los espacios, los ilumina y los transforma en una cadena de crecimiento continuo, sin vuelta atrás. Por eso, construir la paz requiere privilegiar las acciones que generan nuevo dinamismo en la sociedad e involucran a otras personas y otros grupos que los desarrollen, hasta que den fruto en acontecimientos históricos importantes.[1]


Por esta razón dieron vida a este Organismo estable. Algunos años más tarde, el beato Pablo VI recordó que «las mismas instituciones que en el orden jurídico y en el concierto internacional tienen la función y el mérito de proclamar y de conservar la paz alcanzan su providencial finalidad cuando están continuamente en acción, cuando en todo momento saben engendrar la paz, hacer la paz».[2] Es preciso un proceso constante de humanización, y «no basta reprimir las guerras, suspender las luchas (...); no basta una paz impuesta, una paz utilitaria y provisoria; hay que tender a una paz amada, libre, fraterna, es decir, fundada en la reconciliación de los ánimos».[3] Es decir, continuar los procesos sin ansiedad, pero ciertamente con convicciones claras y con tesón.


Para lograr el bien de la paz es necesario ante todo  educar para ella, abandonando una cultura del conflicto, que tiende al miedo del otro, a la marginación de quien piensa y vive de manera diferente. Es cierto que el conflicto no puede ser ignorado o encubierto, debe ser asumido. Pero si nos quedamos atascados en él, perdemos perspectiva, los horizontes se limitan y la realidad misma sigue estando fragmentada. Cuando nos paramos en la situación conflictual perdemos el sentido de la unidad profunda de la realidad,[4] detenemos la historia y caemos en desgastes internos y en contradicciones estériles.


Por desgracia, la paz está todavía demasiado a menudo herida. Lo está en tantas partes del mundo, donde arrecian furiosos conflictos de diversa índole. Lo está aquí, en Europa, donde no cesan las tensiones. Cuánto dolor y cuántos muertos se producen todavía en este Continente, que anhela la paz, pero que vuelve a caer fácilmente en las tentaciones de otros tiempos. Por eso es importante y prometedora la labor del Consejo de Europa en la búsqueda de una solución política a las crisis actuales.


Pero la paz sufre también por otras formas de conflicto, como el terrorismo religioso e internacional, embebido de un profundo desprecio por la vida humana y que mata indiscriminadamente a víctimas inocentes. Por desgracia, este fenómeno se abastece de un tráfico de armas a menudo impune. La Iglesia considera que «la carrera de armamentos es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable».[5] La paz también se quebranta por el tráfico de seres humanos, que es la nueva esclavitud de nuestro tiempo, y que convierte a las personas en un artículo de mercado, privando a las víctimas de toda dignidad. No es difícil constatar cómo estos fenómenos están a menudo relacionados entre sí. El Consejo de Europa, a través de sus Comités y Grupos de Expertos, juega un papel importante y significativo en la lucha contra estas formas de inhumanidad.


Con todo, la paz no es solamente ausencia de guerra, de conflictos y tensiones. En la visión cristiana, es al mismo tiempo un don de Dios y fruto de la acción libre y racional del hombre, que intenta buscar el bien común en la verdad y el amor. «Este orden racional y moral se apoya precisamente en la decisión de la conciencia de los seres humanos de buscar la armonía en sus relaciones mutuas, respetando la justicia en todos».[6]


Entonces, ¿cómo lograr el objetivo ambicioso de la paz?
El camino elegido por el Consejo de Europa es ante todo el de la promoción de los derechos humanos, que enlaza con el desarrollo de la democracia y el estado de derecho. Es una tarea particularmente valiosa, con significativas implicaciones éticas y sociales, puesto que de una correcta comprensión de estos términos y una reflexión constante sobre ellos, depende el desarrollo de nuestras sociedades, su convivencia pacífica y su futuro. Este estudio es una de las grandes aportaciones que Europa ha ofrecido y sigue ofreciendo al mundo entero.


Así pues, en esta sede siento el deber de señalar la importancia de la contribución y la responsabilidad europea en el desarrollo cultural de la humanidad. Quisiera hacerlo a partir de una imagen tomada de un poeta italiano del siglo XX, Clemente Rebora, que, en uno de sus poemas, describe un álamo, con sus ramas tendidas al cielo y movidas por el viento, su tronco sólido y firme, y sus raíces profundamente ancladas en la tierra.[7] En cierto sentido, podemos pensar en Europa a la luz de esta imagen.


A lo largo de su historia, siempre ha tendido hacia lo alto, hacia nuevas y ambiciosas metas, impulsada por un deseo insaciable de conocimientos, desarrollo, progreso, paz y unidad. Pero el crecimiento del pensamiento, la cultura, los descubrimientos científicos son posibles por la solidez del tronco y la profundidad de las raíces que lo alimentan. Si pierde las raíces, el tronco se vacía lentamente y muere, y las ramas – antes exuberantes y rectas – se pliegan hacia la tierra y caen. Aquí está tal vez una de las paradojas más incomprensibles para una mentalidad científica aislada: para caminar hacia el futuro hace falta el pasado, se necesitan raíces profundas, y también se requiere el valor de no esconderse ante el presente y sus desafíos. Hace falta memoria, valor y una sana y humana utopía.


Por otro lado – observa Rebora – «el tronco se ahonda donde es más verdadero».[8] Las raíces se nutren de la verdad, que es el alimento, la linfa vital de toda sociedad que quiera ser auténticamente libre, humana y solidaria. Además, la verdad hace un llamamiento a la conciencia, que es irreductible a los condicionamientos, y por tanto capaz de conocer su propia dignidad y estar abierta a lo absoluto, convirtiéndose en fuente de opciones fundamentales guiadas por la búsqueda del bien para los demás y para sí mismo, y la sede de una libertad responsable.[9]


También hay que tener en cuenta que, sin esta búsqueda de la verdad, cada uno se convierte en medida de sí mismo y de sus actos, abriendo el camino a una afirmación subjetiva de los derechos, por lo que el concepto de derecho humano, que tiene en sí mismo un valor universal, queda sustituido por la idea del derecho individualista. Esto lleva al sustancial descuido de los demás, y a fomentar esa globalización de la indiferencia que nace del egoísmo, fruto de una concepción del hombre incapaz de acoger la verdad y vivir una auténtica dimensión social.


Este individualismo nos hace humanamente pobres y culturalmente estériles, pues cercena de hecho esas raíces fecundas que mantienen la vida del árbol. Del individualismo indiferente nace el culto a la opulencia, que corresponde a la cultura del descarte en la que estamos inmersos. Efectivamente, tenemos demasiadas cosas, que a menudo no sirven, pero ya no somos capaces de construir auténticas relaciones humanas, basadas en la verdad y el respeto mutuo. Así, hoy tenemos ante nuestros ojos la imagen de una Europa herida, por las muchas pruebas del pasado, pero también por la crisis del presente, que ya no parece ser capaz de hacerle frente con la vitalidad y la energía del pasado. Una Europa un poco cansada y pesimista, que se siente asediada por las novedades de otros continentes.


Podemos preguntar a Europa: ¿Dónde está tu vigor? ¿Dónde está esa tensión ideal que ha animado y hecho grande tu historia? ¿Dónde está tu espíritu de emprendedor curioso? ¿Dónde está tu sed de verdad, que hasta ahora has comunicado al mundo con pasión?
De la respuesta a estas preguntas dependerá el futuro del Continente. Por otro lado – volviendo a la imagen de Rebora – un tronco sin raíces puede seguir teniendo una apariencia vital, pero por dentro se vacía y muere. Europa debe reflexionar sobre si su inmenso patrimonio humano, artístico, técnico, social, político, económico y religioso es un simple retazo del pasado para museo, o si todavía es capaz de inspirar la cultura y abrir sus tesoros a toda la humanidad. En la respuesta a este interrogante, el Consejo de Europa y sus instituciones tienen un papel de primera importancia.


Pienso especialmente en el papel de la Corte Europea de los Derechos Humanos, que es de alguna manera la «conciencia» de Europa en el respeto de los derechos humanos. Mi esperanza es que dicha conciencia madure cada vez más, no por un mero consenso entre las partes, sino como resultado de la tensión hacia esas raíces profundas, que es el pilar sobre los que los Padres fundadores de la Europa contemporánea decidieron edificar.
Junto a las raíces – que se deben buscar, encontrar y mantener vivas con el ejercicio cotidiano de la memoria, pues constituyen el patrimonio genético de Europa –, están los desafíos actuales del Continente, que nos obligan a una creatividad continua, para que estas raíces sean fructíferas hoy, y se proyecten hacia utopías del futuro. Permítanme mencionar sólo dos: el reto de la multipolaridad y el desafío de la transversalidad.


La historia de Europa puede llevarnos a concebirla ingenuamente como una bipolaridad o, como mucho, una tripolaridad (pensemos en la antigua concepción: Roma - Bizancio - Moscú), y dentro de este esquema, fruto de reduccionismos geopolíticos hegemónicos, movernos en la interpretación del presente y en la proyección hacia la utopía del futuro.
Hoy las cosas no son así, y podemos hablar legítimamente  de una Europa multipolar. Las tensiones – tanto las que construyen como las que disgregan – se producen entre múltiples polos culturales, religiosos y políticos. Europa afronta hoy el reto de «globalizar» de modo original esta multipolaridad. Las culturas no se identifican necesariamente con los países: algunos de ellos tienen diferentes culturas y algunas culturas se manifiestan en diferentes países. Lo mismo ocurre con las expresiones políticas, religiosas y asociativas.


Globalizar de modo original –subrayo esto: de modo original- la multipolaridad comporta el reto de una armonía constructiva, libre de hegemonías que, aunque pragmáticamente parecen facilitar el camino, terminan por destruir la originalidad cultural y religiosa de los pueblos.


Hablar de la multipolaridad europea es hablar de pueblos que nacen, crecen y se proyectan hacia el futuro. La tarea de globalizar la multipolaridad de Europa no se puede imaginar con la figura de la esfera – donde todo es igual y ordenado, pero que resulta reductiva puesto que cada punto es equidistante del centro –, sino más bien con la del poliedro, donde la unidad armónica del todo conserva la particularidad de cada una de las partes. Hoy Europa es multipolar en sus relaciones y tensiones; no se puede pensar ni construir Europa sin asumir a fondo esta realidad multipolar.


El otro reto que quisiera mencionar es la transversalidad. Comienzo con una experiencia personal: en los encuentros con políticos de diferentes países de Europa, he notado que los jóvenes afrontan la realidad política desde una perspectiva diferente a la de sus colegas más adultos. Tal vez dicen cosas aparentemente semejantes, pero el enfoque es diverso. La letra es similar, pero la música es diferente. Esto ocurre en los jóvenes políticos de diferentes partidos. Y es un dato que indica una realidad de la Europa actual de la que no se puede prescindir en el camino de la consolidación continental y de su proyección de futuro: tener en cuenta esta transversalidad que se percibe en todos los campos. No se puede recorrer este camino sin recurrir al diálogo, también intergeneracional. Si quisiéramos definir hoy el Continente, debemos hablar de una Europa dialogante, que sabe poner la transversalidad de opiniones y reflexiones al servicio de pueblos armónicamente unidos.


Asumir este camino de la comunicación transversal no sólo comporta empatía intergeneracional, sino metodología histórica de crecimiento. En el mundo político actual de Europa, resulta estéril el diálogo meramente en el seno de los organismos (políticos, religiosos, culturales) de la propia pertenencia. La historia pide hoy la capacidad de salir de las estructuras que «contienen» la propia identidad, con el fin de hacerla más fuerte y más fructífera en la confrontación fraterna de la transversalidad. Una Europa que dialogue únicamente dentro de los grupos cerrados de pertenencia se queda a mitad de camino; se necesita el espíritu juvenil que acepte el reto de la transversalidad.


En esta perspectiva, acojo favorablemente la voluntad del Consejo de Europa de invertir en el diálogo intercultural, incluyendo su dimensión religiosa, mediante los Encuentros sobre la dimensión religiosa del diálogo intercultural. Es una oportunidad provechosa para el intercambio abierto, respetuoso y enriquecedor entre las personas y grupos de diverso origen, tradición étnica, lingüística y religiosa, en un espíritu de comprensión y respeto mutuo.


Dichos encuentros parecen particularmente importantes en el ambiente actual multicultural, multipolar, en busca de una propia fisionomía, para combinar con sabiduría la identidad europea que se ha formado a lo largo de los siglos con las solicitudes que llegan de otros pueblos que ahora se asoman al Continente.


En esta lógica se incluye la aportación que el cristianismo puede ofrecer hoy al desarrollo cultural y social europeo en el ámbito de una correcta relación entre religión y sociedad. En la visión cristiana, razón y fe, religión y sociedad, están llamadas a iluminarse una a otra, apoyándose mutuamente y, si fuera necesario, purificándose recíprocamente de los extremismos ideológicos en que pueden caer. Toda la sociedad europea se beneficiará de una reavivada relación entre los dos ámbitos, tanto para hacer frente a un fundamentalismo religioso, que es sobre todo enemigo de Dios, como para evitar una razón «reducida», que no honra al hombre.


Estoy convencido de que hay muchos temas, y actuales, en los que puede haber un enriquecimiento mutuo, en los que la Iglesia Católica – especialmente a través del Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa (CCEE) – puede colaborar con el Consejo de Europa y ofrecer una contribución fundamental. En primer lugar, a la luz de lo que acabo de decir, en el ámbito de una reflexión ética sobre los derechos humanos, sobre los que esta Organización está frecuentemente llamada a reflexionar. Pienso particularmente en las cuestiones relacionadas con la protección de la vida humana, cuestiones delicadas que han de ser sometidas a un examen cuidadoso, que tenga en cuenta la verdad de todo el ser humano, sin limitarse a campos específicos, médicos, científicos o jurídicos.


También hay numerosos retos del mundo contemporáneo que precisan estudio y un compromiso común, comenzando por la acogida  de los emigrantes, que necesitan antes que nada lo esencial para vivir, pero, sobre todo, que se les reconozca su dignidad como personas. Después tenemos todo el grave problema del trabajo, especialmente por los elevados niveles de desempleo juvenil que se produce en muchos países – una verdadera hipoteca para el futuro –,  pero también por la cuestión de la dignidad del trabajo.


Espero ardientemente que se instaure una nueva colaboración social y económica, libre de condicionamientos ideológicos, que sepa afrontar el mundo globalizado, manteniendo vivo el sentido de la solidaridad y de la caridad mutua, que tanto ha caracterizado el rostro de Europa, gracias a la generosa labor de cientos de hombres y mujeres –  algunos de los cuales la Iglesia Católica considera santos – que, a lo largo de los siglos, se han esforzado por desarrollar el Continente, tanto mediante la actividad empresarial como con obras educativas, asistenciales y de promoción humana. Estas últimas, sobre todo, son un punto de referencia importante para tantos pobres que viven en Europa. ¡Cuántos hay por nuestras calles! No sólo piden pan para el sustento, que es el más básico de los derechos, sino también redescubrir el valor de la propia vida, que la pobreza tiende a hacer olvidar, y recuperar la dignidad que el trabajo confiere.


En fin, entre los temas que requieren nuestra reflexión y nuestra colaboración está la defensa del medio ambiente, de nuestra querida Tierra, el gran recurso que Dios nos ha dado y que está a nuestra disposición, no para ser desfigurada, explotada y denigrada, sino para que, disfrutando de su inmensa belleza, podamos vivir con dignidad.


Señor Secretario, Señora Presidenta, Excelencias, Señoras y Señores,


El beato Pablo VI calificó a la Iglesia como «experta en humanidad».[10] En el mundo, a imitación de Cristo, y no obstante los pecados de sus hijos, ella no busca más que servir y dar testimonio de la verdad.[11] Nada más, sino sólo este espíritu, nos guía en el alentar el camino de la humanidad.


Con esta disposición, la Santa Sede tiene la intención de continuar su colaboración con el Consejo de Europa, que hoy desempeña un papel fundamental para forjar la mentalidad de las futuras generaciones de europeos. Se trata de realizar juntos una reflexión a todo campo, para que se instaure una especie de «nueva agorá», en la que toda instancia civil y religiosa pueda confrontarse libremente con las otras, si bien en la separación de ámbitos y en la diversidad de posiciones, animada exclusivamente por el deseo de verdad y de edificar el bien común. En efecto, la cultura nace siempre del encuentro mutuo, orientado a estimular la riqueza intelectual y la creatividad de cuantos participan; y esto, además de ser una práctica del bien, esto es belleza. Mi esperanza es que Europa, redescubriendo su patrimonio histórico y la profundidad de sus raíces, asumiendo su acentuada multipolaridad y el fenómeno de la transversalidad dialogante, reencuentre esa juventud de espíritu que la ha hecho fecunda y grande.


Gracias.
 
 

[3] Ibíd.
[7] «Vibra nel vento con tutte le sue foglie / il pioppo severo; / spasima l'aria in tutte le sue doglie / nell'ansia del pensiero: / dal tronco in rami per fronde si esprime/ tutte al ciel tese con raccolte cime: / fermo rimane il tronco del mistero, / e il tronco s'inabissa ov'è più vero»: Il pioppo, en Canti dell'Infermità, ed. Vanni Scheiwiller, Milán 1957, 32.
[8] Ibíd.
[10] Carta Enc. Populorum progressio, 13.
[11] Cf. Ibíd.


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VISITA A LA SEDE DE LA FAO CON MOTIVO DE LA
II CONFERENCIA INTERNACIONAL SOBRE NUTRICIÓN

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO



Jueves 20 de noviembre de 2014



Señor Presidente,
Señoras y Señores
 

Con sentido de respeto y aprecio, me presento hoy aquí, en la Segunda Conferencia Internacional sobre Nutrición. Le agradezco, señor Presidente, la calurosa acogida y las palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo cordialmente al Director General de la FAO, el Prof. José Graziano da Silva, y a la Directora General de la OMS, la Dra. Margaret Chan, y me alegra su decisión de reunir en esta Conferencia a representantes de Estados, instituciones internacionales, organizaciones de la sociedad civil, del mundo de la agricultura y del sector privado, con el fin de estudiar juntos las formas de intervención para asegurar la nutrición, así como los cambios necesarios que se han de aportar a las estrategias actuales. La total unidad de propósitos y de obras, pero sobre todo el espíritu de hermandad, pueden ser decisivos para soluciones adecuadas. La Iglesia, como ustedes saben, siempre trata de estar atenta y solícita respecto a todo lo que se refiere al bienestar espiritual y material de las personas, ante todo de los que viven marginados y son excluidos, para que se garanticen su seguridad y su dignidad.


1. Los destinos de cada nación están más que nunca enlazados entre sí, al igual que los miembros de una misma familia, que dependen los unos de los otros. Pero vivimos en una época en la que las relaciones entre las naciones están demasiado a menudo dañadas por la sospecha recíproca, que a veces se convierte en formas de agresión bélica y económica, socava la amistad entre hermanos y rechaza o descarta al que ya está excluido. Lo sabe bien quien carece del pan cotidiano y de un trabajo decente. Este es el cuadro del mundo, en el que se han de reconocer los límites de planteamientos basados en la soberanía de cada uno de los Estados, entendida como absoluta, y en los intereses nacionales, condicionados frecuentemente por reducidos grupos de poder. Lo explica bien la lectura de la agenda de trabajo de ustedes para elaborar nuevas normas y mayores compromisos para nutrir al mundo. En esta perspectiva, espero que, en la formulación de dichos compromisos, los Estados se inspiren en la convicción de que el derecho a la alimentación sólo quedará garantizado si nos preocupamos por su sujeto real, es decir, la persona que sufre los efectos del hambre y la desnutrición.


Hoy día se habla mucho de derechos, olvidando con frecuencia los deberes; tal vez nos hemos preocupado demasiado poco de los que pasan hambre. Duele constatar además que la lucha contra el hambre y la desnutrición se ve obstaculizada por la «prioridad del mercado» y por la «preminencia de la ganancia», que han reducido los alimentos a una mercancía cualquiera, sujeta a especulación, incluso financiera. Y mientras se habla de nuevos derechos, el hambriento está ahí, en la esquina de la calle, y pide carta de ciudadanía, ser considerado en su condición, recibir una alimentación de base sana. Nos pide dignidad, no limosna.


2. Estos criterios no pueden permanecer en el limbo de la teoría. Las personas y los pueblos exigen que se ponga en práctica la justicia; no sólo la justicia legal, sino también la contributiva y la distributiva. Por tanto, los planes de desarrollo y la labor de las organizaciones internacionales deberían tener en cuenta el deseo, tan frecuente entre la gente común, de ver que se respetan en todas las circunstancias los derechos fundamentales de la persona humana y, en nuestro caso, la persona con hambre. Cuando eso suceda, también las intervenciones humanitarias, las operaciones urgentes de ayuda o de desarrollo – el verdadero, el integral desarrollo – tendrán mayor impulso y darán los frutos deseados.


3. El interés por la producción, la disponibilidad de alimentos y el acceso a ellos, el cambio climático, el comercio agrícola, deben ciertamente inspirar las reglas y las medidas técnicas, pero la primera preocupación debe ser la persona misma, aquellos que carecen del alimento diario y han dejado de pensar en la vida, en las relaciones familiares y sociales, y luchan sólo por la supervivencia. El santo Papa Juan Pablo II, en la inauguración en esta sala de la Primera Conferencia sobre Nutrición, en 1992, puso en guardia a la comunidad internacional ante el riesgo de la «paradoja de la abundancia»: hay comida para todos, pero no todos pueden comer, mientras que el derroche, el descarte, el consumo excesivo y el uso de alimentos para otros fines, están ante nuestros ojos. Esta es la paradoja. Por desgracia, esta «paradoja» sigue siendo actual. Hay pocos temas sobre los que se esgrimen tantos sofismas como los que se dicen sobre el hambre; pocos asuntos tan susceptibles de ser manipulados por los datos, las estadísticas, las exigencias de seguridad nacional, la corrupción o un reclamo lastimero a la crisis económica. Este es el primer reto que se ha de superar.


El segundo reto que se debe afrontar es la falta de solidaridad, una palabra que tenemos la sospecha que inconscientemente la queremos sacar del diccionario. Nuestras sociedades se caracterizan por un creciente individualismo y por la división; esto termina privando a los más débiles de una vida digna y provocando revueltas contra las instituciones. Cuando falta la solidaridad en un país, se resiente todo el mundo. En efecto, la solidaridad es la actitud que hace a las personas capaces de salir al encuentro del otro y fundar sus relaciones mutuas en ese sentimiento de hermandad que va más allá de las diferencias y los límites, e impulsa a buscar juntos el bien común.


Los seres humanos, en la medida en que toman conciencia de ser parte responsable del designio de la creación, se hacen capaces de respetarse recíprocamente, en lugar de combatir entre sí, dañando y empobreciendo el planeta. También a los Estados, concebidos como una comunidad de personas y de pueblos, se les pide que actúen de común acuerdo, que estén dispuestos a ayudarse unos a otros mediante los principios y normas que el derecho internacional pone a su disposición. Una fuente inagotable de inspiración es la ley natural, inscrita en el corazón humano, que habla un lenguaje que todos pueden entender: amor, justicia, paz, elementos inseparables entre sí. Como las personas, también los Estados y las instituciones internacionales están llamados a acoger y cultivar estos valores: amor, justicia, paz. Y hacerlo en un espíritu de diálogo y escucha recíproca. De este modo, el objetivo de nutrir a la familia humana se hace factible.


4. Cada mujer, hombre, niño, anciano, debe poder contar en todas partes con estas garantías. Y es deber de todo Estado, atento al bienestar de sus ciudadanos, suscribirlas sin reservas, y preocuparse de su aplicación. Esto requiere perseverancia y apoyo. La Iglesia Católica trata de ofrecer también en este campo su propia contribución, mediante una atención constante a la vida de los pobres, de los necesitados, en todas las partes del planeta; en esta misma línea se mueve la implicación activa de la Santa Sede en las organizaciones internacionales y con sus múltiples documentos y declaraciones. Se pretende de este modo contribuir a identificar y asumir los criterios que debe cumplir el desarrollo de un sistema internacional ecuánime. Son criterios que, en el plano ético, se basan en pilares como la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad; al mismo tiempo, en el campo jurídico, estos mismos criterios incluyen la relación entre el derecho a la alimentación y el derecho a la vida y a una existencia digna, el derecho a ser protegidos por la ley, no siempre cercana a la realidad de quien pasa hambre, y la obligación moral de compartir la riqueza económica del mundo.


Si se cree en el principio de la unidad de la familia humana, fundado en la paternidad de Dios Creador, y en la hermandad de los seres humanos, ninguna forma de presión política o económica que se sirva de la disponibilidad de alimentos puede ser aceptable. Presión política y económica, aquí pienso en nuestra hermana y madre tierra, en el planeta, si somos libres de presiones políticas y económicas para cuidarlo, para evitar que se autodestruya. Tenemos adelante Perú y Francia dos conferencias que nos desafían, cuidar el planeta. Recuerdo una frase que escuché de un anciano hace muchos años, Dios siempre perdona… las ofensas, los maltratos, Dios siempre perdona, los hombres perdonamos a veces, la tierra no perdona nunca. Cuidar a la hermana tierra, la madre tierra para que no responda con la destrucción. Pero, por encima de todo, ningún sistema de discriminación, de hecho o de derecho, vinculado a la capacidad de acceso al mercado de los alimentos, debe ser tomado como modelo de las actuaciones internacionales que se proponen eliminar el hambre.


Al compartir estas reflexiones con ustedes, pido al Todopoderoso, al Dios rico en misericordia, que bendiga a todos los que, con diferentes responsabilidades, se ponen al servicio de los que pasan hambre y saben atenderlos con gestos concretos de cercanía. Ruego también para que la comunidad internacional sepa escuchar el llamado de esta Conferencia y lo considere una expresión de la común conciencia de la humanidad: dar de comer a los hambrientos para salvar la vida en el planeta. Gracias.


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A LOS PARTICIPANTES EN EL COLOQUIO INTERNACIONAL
SOBRE LA COMPLEMENTARIEDAD DEL HOMBRE Y LA MUJER,
ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE



Aula del Sínodo
Lunes 17 de noviembre de 2014


Queridos hermanos y hermanas:


Os saludo cordialmente y doy las gracias al cardenal Müller por sus palabras, con las que introdujo este encuentro nuestro.


Quisiera ante todo compartir una reflexión sobre el título de vuestro coloquio. 


«Complementariedad»: es una palabra preciosa, con múltiples matices. Se puede referir a diversas situaciones en las que un elemento completa al otro o lo suple en una de sus carencias. Sin embargo, complementariedad es mucho más que esto. Los cristianos encuentran su significado en la Primera Carta de san Pablo a los Corintios, donde el apóstol dice que el Espíritu ha dado a cada uno dones diversos de modo que, como los miembros del cuerpo humano se complementan para el bien de todo el organismo, los dones de cada uno contribuyan al bien de todos (cf. 1 Cor 12). Reflexionar sobre la complementariedad no es más que meditar sobre las armonías dinámicas que están en el centro de toda la Creación. Esta es la palabra clave: armonía. El Creador hizo todas las complementariedades para que el Espíritu Santo, que es el autor de la armonía, construya esta armonía.


Oportunamente os habéis reunido en este coloquio internacional para profundizar el tema de la complementariedad entre hombre y mujer. En efecto, esta complementariedad está en la base del matrimonio y de la familia, que es la primera escuela donde aprendemos a apreciar nuestros dones y los de los demás y donde comenzamos a aprender el arte de vivir juntos. Para la mayor parte de nosotros, la familia constituye el sitio principal donde comenzamos a «respirar» valores e ideales, así como a realizar nuestro potencial de virtud y de caridad. Al mismo tiempo, como sabemos, las familias son lugar de tensiones: entre egoísmo y altruismo, entre razón y pasión, entre deseos inmediatos y objetivos a largo plazo, etc. Pero las familias proveen también el ámbito en donde se resuelven tales tensiones: y esto es importante. Cuando hablamos de complementariedad entre hombre y mujer en este contexto, no debemos confundir tal término con la idea superficial de que todos los papeles y las relaciones de ambos sexos están encerrados en un modelo único y estático. La complementariedad asume muchas formas, porque cada hombre y cada mujer da su propia aportación personal al matrimonio y a la educación de los hijos. La propia riqueza personal, el propio carisma personal y la complementariedad se convierte así en una gran riqueza. Y no sólo es un bien, sino que es también belleza.


En nuestra época el matrimonio y la familia están en crisis. Vivimos en una cultura de lo provisional, en la que cada vez más personas renuncian al matrimonio como compromiso público. Esta revolución en las costumbres y en la moral ha ondeado con frecuencia la «bandera de la libertad», pero en realidad ha traído devastación espiritual y material a innumerables seres humanos, especialmente a los más vulnerables. Es cada vez más evidente que la decadencia de la cultura del matrimonio está asociada a un aumento de pobreza y a una serie de numerosos otros problemas sociales que azotan de forma desproporcionada a las mujeres, los niños y los ancianos. Y son siempre ellos quienes sufren más en esta crisis.


La crisis de la familia dio origen a una crisis de ecología humana, porque los ambientes sociales, como los ambientes naturales, necesitan ser protegidos. Incluso si la humanidad ahora ha comprendido la necesidad de afrontar lo que constituye una amenaza para nuestros ambientes naturales, somos lentos —somos lentos en nuestra cultura, también en nuestra cultura católica—, somos lentos en reconocer que también nuestros ambientes sociales están en peligro. Es indispensable, por lo tanto, promover una nueva ecología humana y hacerla ir hacia adelante.


Hay que insistir en los pilares fundamentales que rigen una nación: sus bienes inmateriales. La familia sigue siendo la base de la convivencia y la garantía contra la desintegración social. Los niños tienen el derecho de crecer en una familia, con un papá y una mamá, capaces de crear un ambiente idóneo para su desarrollo y su maduración afectiva. Por esa razón, en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, he puesto el acento en la aportación «indispensable» del matrimonio a la sociedad, aportación que «supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja» (n. 66). Es por ello que os agradezco el énfasis puesto por vuestro coloquio en los beneficios que el matrimonio puede dar a los hijos, a los esposos mismos y a la sociedad.


En estos días, mientras reflexionáis sobre la complementariedad entre hombre y mujer, os exhorto a poner de relieve otra verdad referida al matrimonio: que el compromiso definitivo respecto a la solidaridad, la fidelidad y el amor fecundo responde a los deseos más profundos del corazón humano. Pensemos sobre todo en los jóvenes que representan el futuro: es importante que ellos no se dejen envolver por la mentalidad perjudicial de lo provisional y sean revolucionarios por la valentía de buscar un amor fuerte y duradero, es decir, de ir a contracorriente: se debe hacer esto. Sobre esto quisiera decir una cosa: no debemos caer en la trampa de ser calificados con conceptos ideológicos. La familia es una realidad antropológica, y, en consecuencia, una realidad social, de cultura, etc. No podemos calificarla con conceptos de naturaleza ideológica, que tienen fuerza sólo en un momento de la historia y después decaen. No se puede hablar hoy de familia conservadora o familia progresista: la familia es familia. No os dejéis calificar por este o por otros conceptos de naturaleza ideológica. La familia tiene una fuerza en sí misma.


Que este coloquio pueda ser fuente de inspiración para todos aquellos que tratan de sostener y reforzar la unión del hombre y la mujer en el matrimonio como un bien único, natural, fundamental y hermoso para las personas, las familias, las comunidades y las sociedades.


En este contexto me complace confirmar que, si Dios quiere, en septiembre de 2015 iré a Filadelfia para el octavo Encuentro mundial de las familias.


Os agradezco las oraciones con las que acompañáis mi servicio a la Iglesia. También yo rezo por vosotros y os bendigo de corazón. Muchas gracias.


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A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO CONMEMORATIVO
DE LA ASOCIACIÓN DE MÉDICOS CATÓLICOS ITALIANOS
CON MOTIVO DEL 70 ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN


Aula Pablo VI
Sábado 15 de noviembre de 2014


¡Buenos días!


Os agradezco la presencia y también el deseo: ¡que el Señor me conceda vida y salud! Pero esto depende también de los médicos, que ayuden al Señor. En especial quiero saludar al consiliario eclesiástico, monseñor Edoardo Menichelli, al cardenal Tettamanzi, que ha sido vuestro primer consiliario, y también un recuerdo al cardenal Fiorenzo Angelini, que durante decenios siguió la vida de la Asociación y que está muy enfermo y ha sido ingresado en estos días, ¿no? Agradezco igualmente al presidente, también por ese buen deseo, gracias.


No cabe duda de que, en nuestros días, con motivo de los progresos científicos y técnicos, han aumentado notablemente las posibilidades de curación física; y, sin embargo, en algunos aspectos parece disminuir la capacidad de «hacerse cargo» de la persona, sobre todo cuando sufre, es frágil e indefensa. En efecto, las conquistas de la ciencia y de la medicina pueden contribuir a mejorar la vida humana en la medida en que no se alejen de la raíz ética de tales disciplinas. Por esta razón, vosotros, médicos católicos os comprometéis a vivir vuestra profesión como una misión humana y espiritual, como un auténtico apostolado laical.


La atención a la vida humana, especialmente la que cuenta con mayores dificultades, es decir, la del enfermo, el anciano, el niño, implica profundamente la misión de la Iglesia. Ella se siente llamada también a participar en el debate que tiene por objeto la vida humana, presentando la propia propuesta fundada en el Evangelio. Desde muchos aspectos, la calidad de la vida está vinculada preferentemente a las posibilidades económicas, al «bienestar», a la belleza y al deleite de la vida física, olvidando otras dimensiones más profundas —relacionales, espirituales y religiosas— de la existencia. En realidad, a la luz de la fe y de la recta razón, la vida humana es siempre sagrada y siempre «de calidad». No existe una vida humana más sagrada que otra: toda vida humana es sagrada. Como tampoco existe una vida humana cualitativamente más significativa que otra, sólo en virtud de mayores medios, derechos y oportunidades económicas y sociales.


Esto es lo que vosotros, médicos católicos, tratáis de afirmar, ante todo con vuestro estilo profesional. Vuestro trabajo quiere testimoniar con la palabra y con el ejemplo que la vida humana es siempre sagrada, válida e inviolable, y como tal se debe amar, defender y atender. Esta profesionalidad vuestra, enriquecida con el espíritu de fe, es un motivo más para colaborar con quienes —incluso a partir de diferentes perspectivas religiosas y de pensamiento— reconocen la dignidad de la persona humana como criterio de su actividad. En efecto, si el juramento de Hipócrates os compromete a ser siempre servidores de la vida, el Evangelio os impulsa más allá: a amarla siempre y de todas las formas, sobre todo cuando necesita especiales atenciones y cuidados. Así han hecho los componentes de vuestra Asociación a lo largo de los setenta años de benemérita actividad. Os exhorto a continuar con humildad y confianza por este camino, esforzándoos por perseguir vuestras finalidades estatutarias que recogen la enseñanza del Magisterio de la Iglesia en el ámbito médico-moral.


El pensamiento dominante propone a veces una «falsa compasión»: la que considera una ayuda para la mujer favorecer el aborto, un acto de dignidad facilitar la eutanasia, una conquista científica «producir» un hijo considerado como un derecho en lugar de acogerlo como don; o usar vidas humanas como conejillos de laboratorio para salvar posiblemente a otras. La compasión evangélica, en cambio, es la que acompaña en el momento de la necesidad, es decir, la del buen samaritano, que «ve», «tiene compasión», se acerca y ofrece ayuda concreta (cf. Lc 10, 33). Vuestra misión de médicos os pone a diario en contacto con muchas formas de sufrimiento: os aliento a haceros cargo de ello como «buenos samaritanos», teniendo especial atención hacia los ancianos, los enfermos y los discapacitados. La fidelidad al Evangelio de la vida y al respeto de la misma como don de Dios, a veces requiere opciones valientes y a contracorriente que, en circunstancias especiales, pueden llegar a la objeción de conciencia. Y a muchas consecuencias sociales que tal fidelidad comporta. Estamos viviendo en una época de experimentación con la vida. 
Pero un experimentar mal. Tener hijos en lugar de acogerlos como don, como he dicho. Jugar con la vida. Estad atentos, porque esto es un pecado contra el Creador: contra Dios Creador, que creó de este modo las cosas. Cuando muchas veces en mi vida de sacerdote escuché objeciones: «Pero, dime, ¿por qué la Iglesia se opone al aborto, por ejemplo? ¿Es un problema religioso?» —«No, no. No es un problema religioso». —«¿Es un problema filosófico?» —«No, no es un problema filosófico». Es un problema científico, porque allí hay una vida humana y no es lícito eliminar una vida humana para resolver un problema. «Pero no, el pensamiento moderno...» —«Pero, oye, en el pensamiento antiguo y en el pensamiento moderno, la palabra matar significa lo mismo». Lo mismo vale para la eutanasia: todos sabemos que con muchos ancianos, en esta cultura del descarte, se realiza esta eutanasia oculta. Pero, también está la otra. Y esto es decir a Dios: «No, el final de la vida lo decido yo, como yo quiero». Pecado contra Dios Creador. Pensad bien en esto.


Os deseo que los setenta años de vida de vuestra Asociación estimulen un ulterior camino de crecimiento y maduración. Que podáis colaborar de modo constructivo con todas las personas y las instituciones que comparten con vosotros el amor a la vida y se disponen a servirla en su dignidad, sacralidad e inviolabilidad. San Camilo de Lellis, al sugerir el método más eficaz en la atención del enfermo, decía sencillamente: «Poned más corazón en esas manos». Poned más corazón en esas manos. Es este también mi deseo. Que la Virgen santa, la Salus infirmorum, sostenga los propósitos con los que queréis continuar vuestra obra. Os pido, por favor, que recéis por mí, y de corazón os bendigo. Gracias.


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 A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO MUNDIAL DE ASESORES FISCALES


Aula Pablo VI
Viernes 14 de noviembre de 2014


¡Buenos días a todos!


Os doy una cordial bienvenida con ocasión de vuestro congreso mundial, y agradezco a la señora presidenta de la Federación internacional sus palabras de introducción. Os habéis dado cita para focalizar una visión compartida sobre el futuro, confrontando las diversas experiencias maduradas en vuestros países de proveniencia. Es un momento importante ya sea para afrontar las problemáticas que atañen hoy a vuestra profesión, ya sea para renovar la conciencia del hecho que ella también es un servicio a la colectividad. Y, en torno a vuestro congreso, habéis querido introducir este momento, que os recuerda el Evangelio de Jesucristo como fuente perenne de inspiración para la renovación personal y social.


El actual contexto socioeconómico plantea de manera urgente la cuestión del trabajo. La cuestión del trabajo: este es el punto clave. Desde vuestro observatorio profesional, os dais cuenta muy bien de la dramática realidad de tantas personas que tienen un empleo precario o lo han perdido; de tantas familias que pagan las consecuencias de ello; de tantos jóvenes en busca de un primer empleo y de un trabajo digno. Son numerosos los que carecen de las garantías jurídicas y económicas más elementales, especialmente los inmigrantes, obligados a trabajar «en negro».


En este contexto es más fuerte la tentación de defender el propio interés sin preocuparse por el bien común, sin pensar mucho en la justicia y la legalidad. Por eso se requiere que todos, especialmente cuantos ejercen una profesión que tiene que ver con el buen funcionamiento de la vida económica de un país, desempeñen un papel positivo, constructivo, en la realización diaria del propio trabajo, sabiendo que detrás de cada documento hay una historia, hay rostros. En dicho compromiso que, como decíamos, requiere la cooperación de todos, el profesional cristiano saca cada día de la oración y de la Palabra de Dios la fuerza, ante todo, para hacer bien su propio deber, con competencia y sabiduría; y después, para «ir más allá», que significa ir al encuentro de las personas con dificultades; ejercitar la creatividad que le permita encontrar soluciones en situaciones bloqueadas; hacer valer las razones de la dignidad humana frente a la rigidez de la burocracia.


La economía y las finanzas son dimensiones de la actividad humana y pueden ser ocasiones de encuentros, de diálogo, de cooperación, de reconocimiento de derechos y de prestación de servicios, de afianzamiento de la dignidad en el trabajo. Pero para esto es necesario poner siempre en el centro al hombre con su dignidad, contrastando las dinámicas que tienden a homologar todo y anteponen el dinero. Cuando el dinero llega a ser un fin en sí mismo y la razón de toda actividad, de toda iniciativa, entonces prevalecen la visión utilitarista y las lógicas salvajes del beneficio, que no respetan a las personas, con la consiguiente y generalizada caída de los valores de la solidaridad y del respeto por la persona humana. Cuantos actúan de diversas maneras en la economía y en las finanzas, están llamados a hacer elecciones que favorezcan el bienestar social y económico de toda la humanidad, ofreciendo a todos la oportunidad de realizar el propio desarrollo.


Vosotros, contables, en vuestra actividad os relacionáis con las empresas, pero también con las familias y las personas, para ofrecer vuestro asesoramiento económico-financiero. Os animo a trabajar siempre responsablemente, favoreciendo relaciones leales, de justicia y, en la medida de lo posible, de fraternidad, afrontando con valentía sobre todo los problemas de los más débiles y los más pobres. No basta con dar respuestas concretas a cuestiones económicas y materiales; es preciso suscitar y cultivar una ética de la economía, de las finanzas y del trabajo; es preciso mantener vivo el valor de la solidaridad —esta palabra que hoy corre el riesgo de ser borrada del diccionario—, la solidaridad como actitud moral, expresión de la atención al otro en todas sus exigencias legítimas.


Si a las generaciones futuras queremos entregar mejorado el patrimonio ambiental, económico, cultural y social que hemos heredado, estamos llamados a asumir la responsabilidad de trabajar por una globalización de la solidaridad. La solidaridad es una exigencia que brota de la misma red de interconexiones que se desarrollan con la globalización. Y la doctrina social de la Iglesia nos enseña que el principio de solidaridad se realiza en armonía con el de subsidiariedad. Gracias al efecto de estos dos principios, los procesos tienden al servicio del hombre y crece la justicia, sin la cual no puede haber paz verdadera y duradera.


Mientras os dejo estas sencillas ideas de reflexión, os encomiendo a cada uno de vosotros y vuestro trabajo a la protección de la Virgen María. Os bendigo de corazón y os pido, por favor, que recéis por mí. Gracias.


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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL
DE SENEGAL-MAURITANIA-CABO VERDE-GUINEA BISSAU,
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Lunes 10 de noviembre de 2014


Queridos hermanos obispos:


Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de vuestra peregrinación a Roma para la visita ad limina. Doy un saludo cordial al señor cardenal Sarr, así como a cada uno de vosotros, y agradezco a monseñor Benjamin Ndiaye, presidente de vuestra Conferencia episcopal, las palabras que me ha dirigido. Os pido que, cuando volváis a vuestras diócesis, transmitáis mi afecto a todos vuestros fieles —a los sacerdotes, a las personas consagradas y, en particular, a las familias—, asegurándoles mi cercanía a lo largo del camino de su vida cristiana, con el pensamiento y la oración. Del mismo modo, me encomiendo a la oración de cada uno de vosotros y de cada una de vuestras comunidades.


Vuestra peregrinación es una ocasión para consolidar la comunión fraterna que las Iglesias particulares mantienen con la Iglesia de Roma y con su obispo. Pero también es la ocasión para fortalecer los vínculos de caridad que existen entre vosotros —puesto que cada obispo debe tener en el corazón la preocupación por todas las Iglesias— y para vivir así la colegialidad. Esto representa un hermoso desafío para una Conferencia episcopal que reúne a obispos provenientes de cuatro países —Senegal, Mauritania, Cabo Verde y Guinea Bissau—, países diversos por lengua, geografía, cultura e historia pero que, sin embargo, sienten la necesidad de encontrarse y apoyarse recíprocamente en el ministerio. Es importante que manifestéis esta comunión en la diferencia, que de por sí ya es dar testimonio auténtico de Cristo resucitado en un mundo en el que demasiados conflictos dividen a los pueblos, puesto que «el anuncio de paz (…) es la convicción de que la unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades. Supera cualquier conflicto en una nueva y prometedora síntesis» (Evangelii gaudium, 230). Os invito a perseverar en la acogida recíproca, a través de vuestros encuentros y vuestros trabajos comunes, sin descorazonaros frente a las dificultades, ya que el Espíritu de Cristo os une y os «infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia» (Evangelii gaudium, 259).


Entre los desafíos que todos vosotros debéis afrontar, está el de radicar más profundamente la fe en los corazones, para que realmente se ponga en práctica en la vida. Cierto, esto es particularmente evidente en las regiones de primera evangelización, pero lo es también allí donde el Evangelio fue anunciado hace mucho tiempo, puesto que la fe es un don que hay que fortalecer siempre y que hoy es amenazado de múltiples modos, ya sea por propuestas religiosas más fáciles y atractivas en el plano moral que surgen en todas partes, ya sea por el fenómeno de la secularización, que también afecta a las sociedades africanas. Para permanecer siempre fieles a Cristo, a pesar de las dificultades, es necesario amarlo y mantenerse unido a Él con fervor, y percibir hasta qué punto encontrarlo «da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1).


Por lo tanto, es indispensable que los laicos reciban una sólida formación doctrinal y espiritual y un apoyo constante, para que sean capaces de dar testimonio de Cristo en sus ambientes de vida, a fin de impregnar duraderamente la sociedad de los principios del Evangelio, evitando a la vez que la fe sea marginada en la vida pública. Una fecunda colaboración entre sacerdotes, institutos religiosos y laicos, así como la atención pastoral dada a las asociaciones y a los movimientos, contribuirán ciertamente al logro de este objetivo.


La pastoral familiar —como destacó el reciente Sínodo de los obispos— debe ser a su vez objeto de una atención particular, porque la familia es la célula básica de la sociedad y de la Iglesia, es el lugar donde se enseñan los rudimentos de la fe, los principios elementales de la vida en común, y, muy a menudo, el lugar donde nacen las vocaciones sacerdotales y religiosas que necesitan vuestras Iglesias.


La formación de los sacerdotes es determinante para el futuro. Vuestros países viven situaciones muy distintas, pero el primado de la calidad sobre la cantidad sigue siendo necesario por doquier. Por un lado, es importante que la formación sacerdotal —que debe ser al mismo tiempo, y de modo interactivo, espiritual, intelectual, comunitaria y pastoral— sea de calidad; y sé cuánto representa esto para vosotros en esfuerzos y recursos. Por otro, os invito a estar cerca de vuestros sacerdotes, en particular de los jóvenes, y a aseguraros de que, después de la ordenación, perseveren tanto en la formación permanente como en la vida de oración y que se beneficien de un acompañamiento espiritual. Es así como podrán afrontar los desafíos que se les presenten: para unos, cierto aislamiento; para otros, la pobreza material y la falta de recursos; para otros incluso, la fascinación del mundo, etc.



De igual modo, el contacto con las otras religiones es una realidad particularmente presente en algunas de vuestras diócesis, puesto que allí el islam es fuertemente mayoritario, en condiciones de relaciones recíprocas entre comunidades muy diferentes de un lugar al otro. Creo que es importante que los clérigos reciban en el seminario una formación más estructurada, de modo que desarrollen sobre el terreno un diálogo constructivo con los musulmanes, diálogo cada vez más necesario para convivir con ellos pacíficamente. De hecho, «si todos nosotros, creyentes en Dios, deseamos servir a la reconciliación, la justicia y la paz, hemos de trabajar juntos para impedir toda forma de discriminación, intolerancia y fundamentalismo confesional» (Africae munus, 94). Además, la Iglesia debe testimoniar incesantemente el amor de Dios, creador de todos los hombres, sin hacer ninguna distinción religiosa en su acción social (cf. ibídem).


Más en general, me parece importante que no dudéis en ocupar el lugar que os corresponde en la sociedad civil. Sé que trabajáis con perseverancia, sobre todo en Senegal y Guinea Bissau, por la paz y la reconciliación, hecho que me alegra mucho: mi oración os acompaña en estos esfuerzos. Os recomiendo que os preocupéis por mantener buenas relaciones con las autoridades políticas, para favorecer el reconocimiento oficial de las estructuras eclesiales que facilitan mucho el trabajo de evangelización. Algunos de vosotros, por ejemplo los obispos de Cabo Verde, ya se benefician de la existencia de un Acuerdo marco entre el Estado y la Santa Sede.


También allí donde la Iglesia es muy minoritaria —e, incluso, está totalmente al margen de la vida civil— es, de todos modos, apreciada y reconocida por su contribución significativa en los ambientes de la promoción humana, la salud y la educación. Os agradezco las obras realizadas en vuestras diócesis —muy a menudo a través del compromiso perseverante de las congregaciones religiosas y de numerosos laicos asociados, a quienes doy las gracias vivamente—, que constituyen ya una auténtica evangelización en acción. No dudéis en realizar una reflexión más sistemática sobre estos temas y en ejecutar auténticos proyectos de solidaridad y educación de la juventud.


Queridos hermanos obispos: algunas de vuestras Iglesias son pequeñas, frágiles, pero valientes y generosas en el anuncio de la fe, y vosotros habéis testimoniado su dinamismo real. Doy gracias a Dios por las maravillas que ha realizado entre vosotros, y os doy las gracias a vosotros y también a todos los que participan en esta obra común de evangelización. Es cierto que no faltan los desafíos, pero os animo a ir resueltamente adelante, seguros de que el Espíritu de Jesús os guía: «Porque Él viene en ayuda de nuestra debilidad’ (…) puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero (…), sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento» (Evangelii gaudium, 280).
Confirmándoos mi afecto y mi caluroso aliento, os encomiendo a vosotros, así como a todos los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos de vuestras diócesis, a la protección de la Virgen María, y os imparto de todo corazón la bendición apostólica.
 

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A LAS PARTICIPANTES EN EL CAPÍTULO GENERAL
DE LAS HIJAS DE MARÍA AUXILIA
DORA


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 8 de noviembre de 2014


Queridas hermanas:


La madre Yvonne ha agradecido la audiencia, pero no habría sido posible sin su insistencia. No sé si esta superiora sabe gobernar, no sé, es un asunto vuestro, pero sé que sabe llamar a la puerta, es fuerte, sí. Os lo aseguro. Le agradezco, madre, lo que ha dicho. También yo me permito ser insistente, pensando en la Patagonia… No digo nada más.


En estos días habéis centrado vuestra atención en el tema «Ser hoy con los jóvenes casa que evangeliza», que se sitúa muy bien en el actual contexto social y eclesial, marcado por muchas formas de miseria espiritual y material. En efecto, hoy se sufre por indigencia, pero también por carencia de amor y de relaciones. En dicho contexto podéis captar, sobre todo, la fragilidad de los jóvenes a los que os dedicáis con amorosa solicitud, según el estilo de don Bosco y el ejemplo de la madre Mazzarello. A todos estáis llamadas a ofrecer el mensaje del Evangelio, que se resume en el amor del Padre misericordioso a toda persona.


De vuestros trabajos están aflorando orientaciones fundamentales para la vida de cada religiosa y de cada comunidad.


Ante todo, el compromiso de dejaros guiar por la perspectiva de «salir», de ponerse en camino hacia las numerosas fronteras geográficas y existenciales, con una atención preferencial a los pobres y a las diversas formas de exclusión. ¡Hay tantas!


Después, la certeza de la necesidad de realizar oportunos itinerarios de cambio y de conversión pastoral, transformando así vuestras casas en ambientes de evangelización en los que los jóvenes, sobre todo, estén implicados en vuestra misma misión. Se trata de establecer un clima de corresponsabilidad que favorezca el camino de fe de cada uno y la adhesión personal a Jesús, para que Él siga fascinando a todos. De este modo, se forma a los jóvenes para que se conviertan ellos mismos en agentes evangelizadores de otros jóvenes.


No puedo dejar de alentaros a ir adelante con entusiasmo en estas líneas de acción que el Espíritu Santo os está sugiriendo. Abrid el corazón para acoger las mociones interiores de la gracia de Dios; ampliad la mirada, ampliad la mirada para reconocer las necesidades más auténticas y las urgencias de una sociedad y de una generación que están cambiando. Sed por doquier testimonio profético y presencia educativa mediante una acogida incondicional de los jóvenes, afrontando el desafío de la interculturalidad e identificando itinerarios para hacer eficaces vuestras actividades apostólicas en un contexto —juvenil— impregnado por el mundo virtual y las nuevas tecnologías, especialmente las digitales.


Para hacer todo esto es indispensable poner siempre a Cristo en el centro de la propia existencia; es indispensable dejarse plasmar por la Palabra de Dios, que ilumina, orienta y sostiene; es indispensable alimentar el espíritu misionero con la oración perseverante, con la adoración, con el «perder el tiempo» ante el sagrario.


A la vez, estáis llamadas a testimoniar un ideal de comunión fraterna entre vosotras, con sentimientos de acogida recíproca, aceptando los límites y valorando las cualidades y los dones de cada una, según la enseñanza de Jesús: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). Quiero repetir un consejo que en estos días he dado a otro grupo de religiosos: la unidad. Jamás, que jamás entre vosotras haya envidia, celosos, no permitáis estas cosas. Y unidad en casa. Pero el más peligroso es el terrorismo en la vida religiosa: ha entrado el terrorismo de las habladurías. Si tienes algo contra una hermana, ve a decírselo en la cara. Pero jamás este terrorismo, porque la habladuría es una bomba que arrojas contra la comunidad y la destruye. Unidad, sin el terrorismo de las habladurías.


Y esta unidad requiere —lo sabéis bien— un serio camino de formación, que comprenda también la actualización en las ciencias humanas que pueden ayudaros en vuestra misión. En efecto, se os pide que escuchéis con disponibilidad y compresión a cuantos recurren a vosotras para un apoyo moral y humano, que interpretéis las situaciones en las que actuáis, a fin de que podáis inculturar el mensaje evangélico. Con este propósito, la misión ad gentes os ofrece un campo vastísimo para entregaros vosotras mismas con amor.


Durante los trabajos capitulares no habéis dejado de reflexionar sobre vuestra actividad apostólica diaria, que os pone en contacto con las alegrías, las expectativas y los sufrimientos de la gente. Estando con los niños en los patios, con los alumnos en las aulas, con los jóvenes en las ciudades reales o en los «barrios virtuales», con las mujeres jóvenes en los mercados, os acercáis a realidades y problemas siempre nuevos que os interpelan. Sed misioneras de esperanza y alegría para todos, testimoniando los valores propios de vuestra identidad salesiana, especialmente la categoría del encuentro, aspecto fundamental de vuestro carisma: es una fuente siempre fresca y vital de la que podéis sacar el amor que revitaliza la pasión por Dios y por los jóvenes. Que las dificultades inevitables, que se encuentran en el camino, no disminuyan el entusiasmo de vuestra acción apostólica. Por el contrario, que el ejemplo de san Juan Bosco y de santa Dominga Mazzarello os impulse a contribuir con mayor entusiasmo aún a la nueva evangelización, mediante vuestras actividades en el ámbito de la educación y de la escuela, de la catequesis y de la formación de los jóvenes en el apostolado.


Queridas hermanas, sabéis bien cuánto estima la Iglesia la vida consagrada. En efecto, está en el corazón mismo de la comunidad y es un elemento decisivo de su misión, a la que ofrece una contribución específica mediante el testimonio de una vida entregada totalmente a Dios y a los hermanos. Que este sea el compromiso de cada una de vosotras y de toda vuestra congregación con la ayuda maternal de María santísima, a quien veneráis con el título de Auxiliadora. Con este deseo os imparto de corazón a vosotras, y a todas vuestras hermanas, la bendición apostólica. Y os pido que recéis por mí y que no olvidéis la Patagonia. Gracias.


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A LA ASAMBLEA ECUMÉNICA DE OBISPOS
AMIGOS DEL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLARES


Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Viernes 7 de noviembre de 2014 


Queridos hermanos y hermanas:



De corazón os doy mi bienvenida, con ocasión de vuestra asamblea ecuménica que tiene por tema: «La Eucaristía, misterio de comunión». Este encuentro anual, al que acudís no sólo de diversos países sino también de diversas Iglesias y Comunidades eclesiales, es una expresión, un fruto de lo que produce el amor a la Palabra de Dios y la voluntad de conformar la existencia al Evangelio: estas actitudes suscitadas y acompañadas por la gracia del Espíritu Santo hacen brotar numerosas iniciativas, hacen florecer sólidas amistades y momentos fuertes de fraternidad y comunión. Os animo a tomar en consideración esta rica experiencia y a proseguir con valentía, siempre atentos a los signos de los tiempos y pidiendo al Señor el don de la escucha recíproca y la docilidad a su voluntad.



Quiero destacar, en particular, un aspecto que ha sido mencionado por los tres hermanos que acaban de hacer uso de la palabra, y a quienes cordialmente doy las gracias. Me refiero a la aguda conciencia del valor, en nuestro mundo atormentado, de un claro testimonio de unidad entre los cristianos y de una muestra explícita de estima, de respeto y, más precisamente, de fraternidad entre nosotros. Esta fraternidad es un signo luminoso y atrayente de nuestra fe en Cristo resucitado.



En efecto, si como cristianos tratamos de responder de modo incisivo a las numerosas problemáticas y a los dramas de nuestro tiempo, es preciso hablar y actuar como hermanos, y de tal modo que todos puedan reconocerlo fácilmente. También este es un modo —tal vez para nosotros el primero— de responder a la globalización de la indiferencia con una globalización de la solidaridad y de la fraternidad, que entre los bautizados deberá resplandecer de modo aún más nítido.



El hecho de que en diferentes países falte la libertad de manifestar públicamente la religión y vivir abiertamente según las exigencias de la ética cristiana; las persecuciones de los cristianos y otras minorías; el triste fenómeno del terrorismo; el drama de los refugiados causado por guerras y otras razones; los desafíos del fundamentalismo y, por otra parte, del secularismo exasperado; todas estas realidades interpelan nuestra conciencia de cristianos y de pastores.



Dichos desafíos son un llamamiento a buscar con renovado compromiso, con constancia y paciencia los caminos que conducen a la unidad, «para que el mundo crea» (Jn 17, 21), y para que nosotros seamos los primeros en rebosar de confianza y valentía. Y entre estos caminos hay uno que es un camino real, y es precisamente la Eucaristía como misterio de comunión. Desde su primera carta a los Corintios —donde el tema de las divisiones es prioritario— el apóstol Pablo indica claramente la Cena del Señor como momento central de la vida de la comunidad, «momento de la verdad»: allí se verifica en grado superlativo el encuentro entre la gracia de Cristo y nuestra responsabilidad; allí, en la Eucaristía, sentimos claramente que la unidad es don y que, al mismo tiempo, es responsabilidad, responsabilidad grave (cf. 1 Cor 11, 17-33).



Queridos hermanos y hermanas: os deseo que vuestra asamblea dé frutos abundantes de crecimiento en la comunión y en el testimonio de la fraternidad. Que la Virgen Madre os sostenga en este compromiso y en todo vuestro ministerio. Os pido, por favor, que recéis por mí, y de corazón os invito a rezar juntos la oración del Señor, para que nos bendiga a todos. Cada uno la reza en su propia lengua.



Pater noster…


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A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA NACIONAL
DE LA CONFERENCIA ITALIANA DE SUPERIORES MAYORES (CISM)


Palacio Apostólico Vaticano
 Sala Clementina
Viernes 7 de noviembre de 2014



Queridos hermanos:


Os doy la bienvenida y os agradezco vuestra acogida, en especial doy las gracias al padre presidente por haber introducido nuestro encuentro, que tiene lugar al término de vuestra asamblea nacional. A la luz de lo que he escuchado de vuestro trabajo, quisiera compartir con vosotros algunos puntos de referencia para el camino.


Ante todo, la vida religiosa ayuda principalmente a la Iglesia a realizar esa «atracción» que la hace crecer, porque ante el testimonio de un hermano o de una hermana que vive de verdad la vida religiosa, la gente se pregunta: «¿qué hay aquí?», «¿qué es lo que impulsa a esta persona a ir más allá del horizonte mundano?». Diría que esta es la primera cuestión: ayudar a la Iglesia a crecer por la vía de la atracción. Sin preocuparse por juntar prosélitos: ¡atracción!


Lo hemos escuchado en el Evangelio del miércoles pasado: si uno «no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío» (Lc 14, 33). Esta decisión, de diversas formas, se pide a todo cristiano. Pero nosotros religiosos estamos llamados a dar un testimonio de profecía. El testimonio de una vida evangélica es lo que distingue al discípulo misionero y en especial a quien sigue al Señor por la senda da la vida consagrada. Y el testimonio profético coincide con la santidad. La profecía auténtica jamás es ideológica, no está enfrentada con la institución: es institución. La profecía es institucional. La profecía auténtica no es ideológica, no va «a la moda», sino que es siempre un signo de contradicción según el Evangelio, así como era Jesús. Jesús, por ejemplo, fue un signo de contradicción para las autoridades religiosas de su tiempo: jefes de los fariseos y de los saduceos, doctores de la ley. Y lo fue también para otras denominaciones y propuestas: esenios, zelotes, etc. Signo de contradicción.


Os agradezco el trabajo que habéis hecho en estos días, como decía el padre presidente: un trabajo que ayuda a seguir adelante en el camino trazado por la Evangelii gaudium. Él usó una bella expresión, dijo: «no queremos combatir batallas de retroguardia, de defensa, sino entregarnos entre la gente», con la certeza de fe que Dios siempre hace brotar y madurar su reino. Esto no es fácil, no se da por descontado; requiere conversión; requiere ante todo oración y adoración. Por favor, adoración. Y requiere compartir con el pueblo santo de Dios que vive en las periferias de la historia. Descentrarse. Todo carisma, para vivir y ser fecundo, está llamado a descentrarse, para que en el centro esté sólo Jesucristo. El carisma no se debe conservar como una botella de agua destilada, se debe hacer fructificar con valentía, confrontándolo con la realidad presente, con las culturas, con la historia, como nos enseñan los grandes misioneros de nuestros institutos.


La vida fraterna es un signo claro que la vida religiosa está llamada a dar hoy. Por favor, que no tenga lugar entre vosotros el terrorismo de las habladurías. Sacadlo fuera. Que haya fraternidad. Y si tú tienes algo contra el hermano, se lo dices de frente... Algunas veces acabarás a los golpes, no es un problema: es mejor esto que el terrorismo de las habladurías. Hoy la cultura dominante es individualista, centrada en los derechos subjetivos. Es una cultura que corroe la sociedad a partir de su célula primaria que es la familia. La vida consagrada puede ayudar a la Iglesia y a toda la sociedad dando testimonio de fraternidad, que es posible vivir juntos como hermanos en la diversidad: ¡esto es importante! Porque en la comunidad uno no elige con anticipación, allí se encuentran personas distintas por carácter, edad, formación, sensibilidad... sin embargo, se trata de vivir como hermanos. No siempre se logra, vosotros lo sabéis bien. Muchas veces nos equivocamos, porque todos somos pecadores, pero se reconoce el hecho de haberse equivocado, se pide perdón y se ofrece el perdón. Y esto hace bien a la Iglesia: hace circular en el cuerpo de la Iglesia la savia de la fraternidad. Y hace bien también a toda la sociedad.


Pero esta fraternidad presupone la paternidad de Dios y la maternidad de la Iglesia y de la Madre, la Virgen María. Cada día tenemos que volver a ponernos en esta relación, y lo podemos hacer con la oración, la Eucaristía, la adoración, el Rosario. Así renovamos cada día nuestro «estar» con Cristo y en Cristo, y así nos introducimos en la relación auténtica con el Padre que está en el cielo y con la Madre Iglesia, nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica, y la Madre María. Si nuestra vida se sitúa siempre de nuevo en estas relaciones fundamentales, entonces estamos en condiciones de vivir también una fraternidad auténtica, una fraternidad testimonial, que atrae.


Queridos hermanos, os dejo estas sencillas pistas, sobre las cuales ya estáis caminando. Os animo a seguir adelante y os acompaño por este camino. Que el Señor os bendiga y bendiga a todas vuestras comunidades, especialmente a las que son más probadas y a las que más sufren. Y os doy las gracias por la oración con la que me acompañáis a mí y mi servicio a la Iglesia. ¡Gracias!


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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DEL MALAWI
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Jueves 6 noviembre de 2014



Queridos hermanos obispos:


Os doy una alegre bienvenida a vosotros, que habéis venido desde el «cálido corazón de África», mientras realizáis vuestra peregrinación a Roma, «el cálido corazón de la Iglesia». Pido al Señor que os bendiga abundantemente durante estos días de oración, de encuentro y de diálogo. Que los santos Pedro y Pablo, a quienes habéis venido a venerar, intercedan por todos nosotros para que se fortalezcan los vínculos de comunión espiritual entre el Sucesor de Pedro y la Iglesia en Malawi. Agradezco al obispo Joseph Zuza las cordiales palabras pronunciadas en vuestro nombre, así como de los sacerdotes, eligiosos y laicos de Malawi. Os pido amablemente que les aseguréis mi cercanía espiritual.


Deseo comenzar expresando mi estima por cada uno de vosotros y por el buen trabajo que realizáis —que, de hecho, el Señor realiza por medio de vosotros— con vuestro servicio al pueblo santo de Dios en Malawi. La eficacia de vuestros esfuerzos pastorales y administrativos es fruto de vuestra fe, además de la unidad y del espíritu fraterno que caracterizan a vuestra Conferencia episcopal. La comunión que vivís, signo de la unidad de Dios y de la unidad de la Iglesia universal, os ha permitido hablar al unísono sobre cuestiones importantes para la nación en general. De este modo, junto con vuestros sacerdotes, estáis garantizando que el mensaje evangélico de reconciliación, de justicia y paz (cf. Africae munus) se proclame para el bien de toda la sociedad. Rezo para que vuestra amistad en «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32) siga siendo un signo característico de vuestro ministerio, crezca siempre y siga dando abundantes frutos.


Deseo expresar también mi aprecio por el admirable espíritu de la gente de Malawi, que, aun debiendo afrontar numerosos obstáculos en términos de desarrollo, progreso económico y estándar de vida, se mantiene firme en su compromiso de vida familiar. Precisamente en la familia, con su capacidad única de transformar a cada miembro, en particular a los jóvenes, en una persona de amor, de sacrificio, de compromiso y fidelidad, la Iglesia y la sociedad en Malawi encontrarán los recursos necesarios para renovar y edificar una cultura de la solidaridad. Vosotros mismos conocéis bien los desafíos y la importancia de la vida familiar y, como padres y pastores, estáis llamados a alimentarla, protegerla y fortalecerla en el contexto de la «familia de fe» que es la Iglesia. De hecho, para los cristianos la vida familiar y la vitalidad eclesial dependen una de otra, y se fortalecen recíprocamente (cf. Evangelii gaudium, n. 62, 66-67).


Desde este punto de vista, queridos hermanos, es esencial que tengáis siempre presentes las necesidades, las experiencias y las realidades de las familias en vuestros esfuerzos por difundir el Evangelio. No hay ningún aspecto de la vida familiar —infancia y juventud; amistad, noviazgo y matrimonio; intimidad nupcial, fidelidad y amor; relaciones interpersonales y apoyo— que esté excluido del toque salvífico y fortalecedor del amor de Dios, comunicado a través de los Evangelios y enseñado por la Iglesia. La aportación más grande que la Iglesia puede dar al futuro de Malawi —y, de hecho, a su propio desarrollo— es un apostolado atento y gozoso a las familias. «La acción pastoral debe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance los vínculos interpersonales» (Evangelii gaudium, 67), proceso que humaniza y santifica, e inicia y alcanza su perfección natural en la familia. Por lo tanto, haciendo todo lo posible por apoyar, educar y evangelizar a las familias, especialmente las que se encuentran en situaciones de dificultad económica, de ruptura, violencia o infidelidad, obtendréis beneficios inestimables para la Iglesia y para toda la sociedad de Malawi.


Un resultado natural de este apostolado será el aumento del número de jóvenes hombres y mujeres dispuestos y capaces de dedicarse al servicio de los demás en el sacerdocio y en la vida religiosa. Mientras la Iglesia en Malawi sigue madurando, es fundamental que evangelizadores locales, hombres y mujeres, construyan sobre los sólidos fundamentos puestos por generaciones de fieles misioneros. Jamás podemos contentarnos con las conquistas del pasado, sino que siempre debemos tratar de compartir las bendiciones y llevar adelante la misión de la Iglesia (cf. Evangelii gaudium, n. 69). Este es un signo cierto de que nos motiva un amor que busca el bien del otro. Donde se alimenta el amor auténtico a Cristo y al prójimo, no habrá carencia de sacerdotes generosos ni de hombres y mujeres consagrados a Dios en la vida religiosa.


De modo especial, os pido que estéis cerca de vuestros sacerdotes, que los escuchéis y los apoyéis. Con frecuencia se sienten tironeados por diversas direcciones, respondiendo con caridad y, a menudo, con gran sacrificio personal. Deben saber que los amáis como debe hacerlo un padre. Un modo indispensable de demostrar esta solicitud paterna es ofrecer a los candidatos al sacerdocio una formación humana cada vez más completa, de la que depende una formación espiritual, intelectual y pastoral integral. Os animo a proseguir vuestros esfuerzos para garantizar que los seminaristas y religiosos se preparen adecuadamente para el ministerio en vuestro país, a fin de que Dios, que inició en ellos la buena obra, la lleve a la perfección (cf. Flp 1, 6). A su vez, sacerdotes y religiosos bien formados estarán en condiciones de poner con alegría y generosidad los frutos de su formación al servicio de la nueva evangelización, tan necesaria para Malawi y para todo el mundo.


Sé que sois conscientes de la responsabilidad de la Iglesia hacia los jóvenes, que son una parte valiosa del presente de Malawi y la promesa de su futuro. No dudéis en ofrecerles la verdad de nuestra fe y mostrarles la alegría de vivir las exigencias morales del Evangelio. Anunciad a Cristo con convicción y amor, promoviendo así la estabilidad de la vida familiar y contribuyendo a una cultura más justa y virtuosa.


Queridos hermanos, el número de personas en Malawi que viven en la pobreza y tienen una esperanza de vida muy limitada es una tragedia. Mi pensamiento se dirige a quienes sufren de sida y, en particular, a los niños huérfanos y a los padres, dejados sin amor y sin apoyo como consecuencia de esta enfermedad. Seguid estando cerca de quien sufre, de los enfermos y, especialmente, de los niños. Os pido de modo particular que expreséis mi gratitud a los numerosos hombres y mujeres que dan a conocer la ternura y el amor de Cristo en las instituciones católicas de asistencia sanitaria. El servicio que la Iglesia brinda a los enfermos a través del cuidado pastoral, la oración, las clínicas y los hospicios, siempre debe encontrar su manantial y su modelo en Cristo, quien nos amó tanto que dio su vida por nosotros (cf. Ga 2, 20). En efecto, ¿de qué otro modo podríamos seguir al Señor, si no es comprometiéndonos personalmente en el servicio a los enfermos, a los pobres, a los moribundos y a los necesitados? De la fe en Cristo, nacida tras reconocer nuestra necesidad de Él, que vino a curar nuestras heridas para enriquecernos, para darnos la vida, para alimentarnos, «brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad» (Evangelii gaudium, n. 186). Os agradezco que estéis tan cerca de los enfermos y de todos los que sufren, brindándoles la amorosa presencia de su pastor.


Con estas reflexiones, queridos hermanos obispos, os encomiendo a todos vosotros a la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y con gran afecto os imparto mi bendición apostólica, que extiendo de buen grado a todos los amados sacerdotes, religiosos y fieles laicos de Malawi.
 

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A UNA DELEGACIÓN DE LA ALIANZA EVANGÉLICA MUNDIAL


Jueves 6 de octubre de 2014



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:


«Gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo, que se entregó por nuestros pecados para librarnos de este perverso mundo presente, conforme al designio de Dios, nuestro Padre» (Ga 1, 3-4). El apóstol Pablo expresa con estas palabras nuestra fe común, nuestra esperanza común. Quisiera que mi saludo, que proclama que Jesucristo es Señor y Salvador, llegara también a los miembros de vuestras comunidades de origen.


Al ofrecer toda nuestra voluntad, con renovado amor, al servicio del Evangelio, ayudamos a la Iglesia a ser cada vez más en Cristo y con Cristo la vid fecunda del Señor, «hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y en el conocimiento pleno del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 13). Esta realidad tiene su fundamento en el Bautismo, a través del cual participamos en los frutos de la muerte y resurrección de Cristo. El Bautismo es un inestimable don divino que tenemos en común (cf. Ga 3, 27). Gracias a él, ya no vivimos sólo en la dimensión terrena, sino también en el poder del Espíritu.


El sacramento del Bautismo nos recuerda una verdad fundamental y muy consoladora: que el Señor siempre nos precede con su amor y su gracia. Precede nuestras comunidades; precede, anticipa y prepara el corazón de quienes anuncian el Evangelio y de quienes acogen el Evangelio de la salvación. «Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación personal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco debería entenderse como una mera suma de pequeños gestos personales dirigidos a algunos individuos necesitados…, una serie de acciones tendentes sólo a tranquilizar la propia conciencia. La propuesta es el reino de Dios (cf. Lc 4, 43); se trata de amar a Dios que reina en el mundo» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 180). El reino de Dios nos precede siempre, así como nos precede el misterio de la unidad de la Iglesia.


Desde el comienzo hubo divisiones entre los cristianos, y aún hoy, por desgracia, sigue habiendo rivalidad y conflictos entre nuestras comunidades. Dicha situación debilita nuestra capacidad de cumplir el mandato del Señor de anunciar el Evangelio a todas las naciones (cf. Mt 28, 19-20). La realidad de nuestras divisiones afea la belleza de la única túnica de Cristo, pero no destruye completamente la profunda unidad generada por la gracia en todos los bautizados (cf. Concilio ecuménico Vaticano II, Unitatis redintegratio, 13). Es cierto que la eficacia del anuncio cristiano sería mayor si los cristianos superaran sus divisiones y pudieran celebrar juntos los sacramentos y juntos difundir la Palabra de Dios y testimoniar la caridad.


Me alegra saber que, en diversos países del mundo, católicos y evangélicos han establecido relaciones de fraternidad y colaboración. Además, los esfuerzos conjuntos entre el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y la Comisión teológica de la World Evangelical Alliance abrieron nuevas perspectivas, aclarando malentendidos y mostrando caminos para superar prejuicios. Deseo que dichas consultas inspiren ulteriormente nuestro testimonio común y nuestros esfuerzos evangelizadores: «Si realmente creemos en la libre y generosa acción del Espíritu, ¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros! No se trata sólo de recibir información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 246). Espero, además, que el documento «Testimonio cristiano en un mundo multirreligioso. Recomendaciones para el comportamiento», se convierta en motivo de inspiración para el anuncio del Evangelio en contextos multirreligiosos.


Queridos hermanos y hermanas, confío en que el Espíritu Santo, que infunde en la Iglesia, con su soplo potente, la valentía de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, inaugure una nueva etapa en las relaciones entre católicos y evangélicos. Una etapa que permita realizar de manera más plena la voluntad del Señor de llevar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1, 8). Para ello os aseguro mi oración, y también os pido que recéis por mí y por mi ministerio. Gracias.


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A LOS PARTICIPANTES EN UN CURSO SOBRE EL MATRIMONIO
ORGANIZADO POR LA ROTA ROMANA


Aula Pablo VI
Miércoles 5 de noviembre de 2014


No he preparado un discurso, sólo quiero saludaros. En el Sínodo extraordinario se habló de los procedimientos, de los procesos, y existe una preocupación por agilizar los procedimientos, por un motivo de justicia. Justicia, para que sean justas, y justicia para la gente que espera, como dijo hace un momento el monseñor decano. Justicia: cuánta gente espera durante años una sentencia. Y por eso ya antes del Sínodo formé una Comisión que ayudase a preparar diversas posibilidades en esta línea: una línea de justicia, y también de caridad, porque hay mucha gente que tiene necesidad de una palabra de la Iglesia sobre su situación matrimonial, para el sí y para el no, pero que sea justa. Algunos procedimientos son muy largos o muy pesados que no ayudan, y la gente renuncia. Un ejemplo: el Tribunal interdiocesano de Buenos Aires, no recuerdo pero creo que, en primera instancia, tiene quince diócesis; creo que la más lejana está a 240 kilómetros... No se puede, es imposible imaginar que personas sencillas, comunes, vayan al Tribunal: tienen que hacer un viaje, tienen que perder días de trabajo, incluso la retribución por la presencia... muchas cosas... 
Dicen: «Dios me comprende, y sigo adelante así, con este peso en el alma». Y la madre Iglesia debe hacer justicia y decir: «Sí, es verdad, tu matrimonio es nulo; no, tu matrimonio es válido». Pero justicia es decirlo. Así, ellos pueden seguir adelante sin esta duda, esta oscuridad en el alma.


Es importante que se hagan estos cursos, y agradezco mucho al monseñor decano lo que ha hecho. Y le doy las gracias también porque él mismo preside esta Comisión para encontrar sugerencias de agilización de los procedimientos. Adelante siempre. Es la madre Iglesia quien sale y busca a sus hijos para hacer justicia. Y se necesita también estar muy atentos para que los procedimientos no se encuentren dentro del marco de los negocios: y no hablo de cosas extrañas. Se han dado incluso escándalos públicos. Yo tuve que despedir del Tribunal a una persona, hace tiempo, que decía: «Diez mil dólares y te hago los dos procesos, el civil y el eclesiástico». Por favor, ¡esto no! También en el Sínodo algunas propuestas hablaron de gratuidad, se tiene que ver... Pero cuando los intereses espirituales están apegados al económico, ¡esto no es de Dios! La madre Iglesia tiene mucha generosidad para hacer justicia gratuitamente, como gratuitamente fuimos justificados por Jesucristo. Este punto es importante: separad las dos cosas.


Y gracias por haber venido a este curso: se debe estudiar y se debe seguir adelante y buscar siempre la salus animarum, que no necesariamente se tiene que encontrar fuera de la justicia, sino más bien, con justicia. Muchas gracias, y os pido que recéis por mí. Gracias.


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