viernes, 25 de mayo de 2012

BENEDICTO XVI: Audiencia (Mayo 23), Regina Coeli (Mayo 20), Discursos (Mayo 21, 19 18 y 16),


AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Miércoles 23 de Mayo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:
El miércoles pasado mostré cómo san Pablo dice que el Espíritu Santo es el gran maestro de la oración y nos enseña a dirigirnos a Dios con los términos afectuosos de los hijos, llamándolo «Abba, Padre». Eso hizo Jesús. Incluso en el momento más dramático de su vida terrena, nunca perdió la confianza en el Padre y siempre lo invocó con la intimidad del Hijo amado. En Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su oración es: «¡Abba, Padre! Tú lo puedes todo; aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36).
Ya desde los primeros pasos de su camino, la Iglesia acogió esta invocación y la hizo suya, sobre todo en la oración del Padre nuestro, en la que decimos cada día: «Padre..., hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo» (Mt 6, 9-10). En las cartas de san Pablo la encontramos dos veces. El Apóstol, como acabamos de escuchar, se dirige a los Gálatas con estas palabras: «Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama en nosotros: “¡Abba, Padre!”» (Ga 4, 6). Y en el centro del canto al Espíritu Santo, que es el capítulo octavo de laCarta a los Romanos, afirma: «No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre!» (Rm 8, 15). El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos densas afirmaciones nos hablan del envío y de la acogida del Espíritu Santo, el don del Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo unigénito, y nos sitúa en una relación filial con Dios, relación de profunda confianza, como la de los niños; una relación filial análoga a la de Jesús, aunque sea distinto su origen y su alcance: Jesús es el Hijo eterno de Dios que se hizo carne, y nosotros, en cambio, nos convertimos en hijos en él, en el tiempo, mediante la fe y los sacramentos del Bautismo y la Confirmación; gracias a estos dos sacramentos estamos inmersos en el Misterio pascual de Cristo. El Espíritu Santo es el don precioso y necesario que nos hace hijos de Dios, que realiza la adopción filial a la que estamos llamados todos los seres humanos, porque, como precisa la bendición divina de la Carta a los Efesios, Dios «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo (...) a ser sus hijos» (Ef 1, 4-5).
Tal vez el hombre de hoy no percibe la belleza, la grandeza y el consuelo profundo que se contienen en la palabra «padre» con la que podemos dirigirnos a Dios en la oración, porque hoy a menudo no está suficientemente presente la figura paterna, y con frecuencia incluso no es suficientemente positiva en la vida diaria. La ausencia del padre, el problema de un padre que no está presente en la vida del niño, es un gran problema de nuestro tiempo, porque resulta difícil comprender en su profundidad qué quiere decir que Dios es Padre para nosotros, De Jesús mismo, de su relación filial con Dios podemos aprender qué significa propiamente «padre», cuál es la verdadera naturaleza del Padre que está en los cielos. Algunos críticos de la religión han dicho que hablar del «Padre», de Dios, sería una proyección de nuestros padres al cielo. Pero es verdad lo contrario: en el Evangelio, Cristo nos muestra quién es padre y cómo es un verdadero padre; así podemos intuir la verdadera paternidad, aprender también la verdadera paternidad. Pensemos en las palabras de Jesús en el Sermón de la montaña, donde dice: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5, 44-45). Es precisamente el amor de Jesús, el Hijo unigénito —que llega hasta el don de sí mismo en la cruz— el que revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es el Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por la cerrazón, por la autosuficiencia, por el egoísmo típicos del hombre viejo.
Así pues, podríamos decir que en Dios el ser Padre tiene dos dimensiones. Ante todo, Dios es nuestro Padre, porque es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer, es un milagro de Dios, es querido por él y es conocido personalmente por él. Cuando en el Libro del Génesis se dice que el ser humano es creado a imagen de Dios (cf. 1, 27), se quiere expresar precisamente esta realidad: Dios es nuestro padre, para él no somos seres anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Hay unas palabras en los Salmos que me conmueven siempre cuando las rezo: «Tus manos me hicieron y me formaron» (Sal 119, 73), dice el salmista. Cada uno de nosotros puede decir, en esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: «Tus manos me hicieron y me formaron. Tú me pensaste, me creaste, me quisiste». Pero esto todavía no basta. El Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión de la paternidad de Dios, más allá de la creación, pues Jesús es el «Hijo» en sentido pleno, «de la misma naturaleza del Padre», como profesamos en el Credo. Al hacerse un ser humano como nosotros, con la encarnación, la muerte y la resurrección, Jesús a su vez nos acoge en su humanidad y en su mismo ser Hijo, de modo que también nosotros podemos entrar en su pertenencia específica a Dios. Ciertamente, nuestro ser hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús: nosotros debemos llegar a serlo cada vez más, a lo largo del camino de toda nuestra existencia cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con él para entrar cada vez más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene la nuestra. Esta realidad fundamental se nos revela cuando nos abrimos al Espíritu Santo y él nos hace dirigirnos a Dios diciéndole «¡Abba, Padre!». Realmente, más allá de la creación, hemos entrado en la adopción con Jesús; unidos, estamos realmente en Dios, somos hijos de un modo nuevo, en una nueva dimensión.
Ahora deseo volver a los dos pasajes de san Pablo, que estamos considerando, sobre esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración; también aquí son dos pasajes que se corresponden, pero que contienen un matiz diverso. En la Carta a los Gálatas, de hecho, el Apóstol afirma que el Espíritu clama en nosotros «¡Abba, Padre!»; en la Carta a los Romanos dice que somos nosotros quienes clamamos «¡Abba, Padre!». Y san Pablo quiere darnos a entender que la oración cristiana nunca es, nunca se realiza en sentido único desde nosotros a Dios, no es sólo una «acción nuestra», sino que es expresión de una relación recíproca en la que Dios actúa primero: es el Espíritu Santo quien clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso viene del Espíritu Santo. Nosotros no podríamos orar si no estuviera inscrito en la profundidad de nuestro corazón el deseo de Dios, el ser hijos de Dios. Desde que existe, el homo sapiens siempre está en busca de Dios, trata de hablar con Dios, porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestro corazón. Así pues, la primera iniciativa viene de Dios y, con el Bautismo, Dios actúa de nuevo en nosotros, el Espíritu Santo actúa en nosotros; es el primer iniciador de la oración, para que nosotros podamos realmente hablar con Dios y decir «Abba» a Dios. Por consiguiente, su presencia abre nuestra oración y nuestra vida, abre a los horizontes de la Trinidad y de la Iglesia.
Además —este es el segundo punto—, comprendemos que la oración del Espíritu de Cristo en nosotros y la nuestra en él, no es sólo un acto individual, sino un acto de toda la Iglesia. Al orar, se abre nuestro corazón, entramos en comunión no sólo con Dios, sino también propiamente con todos los hijos de Dios, porque somos uno. Cuando nos dirigimos al Padre en nuestra morada interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos solos. Quien habla con Dios no está solo. Estamos inmersos en la gran oración de la Iglesia, somos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana esparcida por todos los rincones de la tierra y en todos los tiempos eleva a Dios; ciertamente los músicos y los instrumentos son distintos —y este es un elemento de riqueza—, pero la melodía de alabanza es única y en armonía. Así pues, cada vez que clamamos y decimos: «¡Abba, Padre!» es la Iglesia, toda la comunión de los hombres en oración, la que sostiene nuestra invocación, y nuestra invocación es invocación de la Iglesia. Esto se refleja también en la riqueza de los carismas, de los ministerios, de las tareas que realizamos en la comunidad. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos» (1 Co 12, 4-6). La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace decir «¡Abba, Padre!» con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único gran mosaico de la familia de Dios, en el que cada uno tiene un puesto y un papel importante, en profunda unidad con el todo.
Una última anotación: también aprendemos a clamar «¡Abba, Padre!» con María, la Madre del Hijo de Dios. La plenitud de los tiempos, de la que habla san Pablo en la Carta a los Gálatas (cf. 4, 4), se realizó en el momento del «sí» de María, de su adhesión plena a la voluntad de Dios: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1, 38).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a gustar en nuestra oración la belleza de ser amigos, más aún, hijos de Dios, de poderlo invocar con la intimidad y la confianza que tiene un niño con sus padres, que lo aman. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo para que clame en nosotros a Dios «¡Abba, Padre!» y para que nuestra oración cambie, para que convierta constantemente nuestro pensar, nuestro actuar, de modo que sea cada vez más conforme al del Hijo unigénito, Jesucristo. Gracias.


Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, Argentina, El Salvador, México y otros países latinoamericanos. Que Dios, nuestro Padre, aliente nuestro coloquio frecuente y devoto con él. Muchas gracias.


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REGINA CÆLI DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 20 de Mayo de 2012


Queridos hermanos y hermanas:


Cuarenta días después de la Resurrección —según el libro de los Hechos de los Apóstoles—, Jesús sube al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había enviado al mundo. En muchos países este misterio n0 se celebra el jueves, sino hoy, el domingo siguiente. La Ascensión del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación. Después de haber instruido por última vez a sus discípulos, Jesús sube al cielo (cf. Mc 16, 19). Él entretanto «no se separó de nuestra condición» (cf. Prefacio); de hecho, en su humanidad asumió consigo a los hombres en la intimidad del Padre y así reveló el destino final de nuestra peregrinación terrena. Del mismo modo que por nosotros bajó del cielo y por nosotros sufrió y murió en la cruz, así también por nosotros resucitó y subió a Dios, que por lo tanto ya no está lejano. San León Magno explica que con este misterio «no solamente se proclama la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. De hecho, hoy no solamente se nos confirma como poseedores del paraíso, sino que también penetramos en Cristo en las alturas del cielo» (De Ascensione Domini, Tractatus 73, 2.4: ccl 138 a, 451.453). Por esto, los discípulos cuando vieron al Maestro elevarse de la tierra y subir hacia lo alto, no experimentaron desconsuelo, como se podría pensar; más aún, sino una gran alegría, y se sintieron impulsados a proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte (cf. Mc 16, 20). Y el Señor resucitado obraba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma propio. Lo escribe también san Pablo: «Ha dado dones a los hombres... Ha constituido a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y doctores... para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos... a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 8.11-13).
Queridos amigos, la Ascensión nos dice que en Cristo nuestra humanidad es llevada a la altura de Dios; así, cada vez que rezamos, la tierra se une al cielo. Y como el incienso, al quemarse, hace subir hacia lo alto su humo, así cuando elevamos al Señor nuestra oración confiada en Cristo, esta atraviesa los cielos y llega a Dios mismo, que la escucha y acoge. En la célebre obra de san Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, leemos que «para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aun lo que él ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos» (Libro III, cap. 44, 2, Roma 1991, 335).
Supliquemos, por último, a la Virgen María para que nos ayude a contemplar los bienes celestiales, que el Señor nos promete, y a ser testigos cada vez más creíbles de su Resurrección, de la verdadera vida.


Después del Regina Caeli


Hoy se celebra la Jornada mundial de las comunicaciones sociales, sobre el tema «Silencio y Palabra: camino de evangelización». El silencio y la escucha son parte integrante de la comunicación, son un lugar privilegiado para el encuentro con la Palabra de Dios y con nuestros hermanos y hermanas. Invito a todos a rezar para que la comunicación, en todas sus formas, sirva siempre para instaurar con el prójimo un diálogo auténtico, fundado en el respeto recíproco, en la escucha y en la comunión.
El jueves 24 de mayo es el día dedicado a la memoria litúrgica de la Virgen María, Auxilio de los cristianos, venerada con gran devoción en el santuario de Sheshan, en Shanghai: nos unimos en oración con todos los católicos que están en China, para que anuncien con humildad y con alegría a Cristo muerto y resucitado, sean fieles a su Iglesia y al Sucesor de Pedro, y vivan cada día de modo coherente con la fe que profesan. Que María, Virgen fiel, sostenga el camino de los católicos chinos, haga su oración cada vez más intensa y valiosa a los ojos del Señor, y haga crecer el afecto y la participación de la Iglesia universal en el camino de la Iglesia que está en China.
Dirijo un cordial saludo a los miles de miembros del Movimiento italiano por la vida, reunidos en el aula Pablo VI. Queridos amigos, vuestro Movimiento siempre se ha dedicado a defender la vida humana, según las enseñanzas de la Iglesia. En esta línea habéis anunciado una iniciativa llamada «Uno de nosotros», para sostener la dignidad y los derechos de todo ser humano desde su concepción. Os animo y os exhorto a ser siempre testigos y constructores de la cultura de la vida.
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, así como a los que se unen a la misma a través de los medios de comunicación social. Invito a todos a perseverar junto con la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, en ferviente oración, para que la fuerza divina del Espíritu Santo haga morada en nosotros, y podamos así cumplir fielmente la voluntad del Señor, dando testimonio de su Evangelio con nuestra palabra y modo de obrar. Muchas gracias y feliz domingo.
Saludo a los estudiantes de varias escuelas, y aquí hoy por desgracia debo recordar a las muchachas y los muchachos de la escuela de Brindis, implicados ayer en un vil atentado. Pidamos juntos por los heridos, entre ellos algunos graves, y especialmente por la joven Melissa, víctima inocente de una brutal violencia y por sus familiares, que tienen gran dolor.
Mi pensamiento afectuoso va también a las queridas poblaciones de Emilia Romaña golpeadas hace pocas horas por un terremoto. Estoy cercano espiritualmente a las personas probadas por esta calamidad: imploremos la misericordia de Dios para los que han muerto y el alivio en el sufrimiento para los heridos.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL ALMUERZO CON EL COLEGIO CARDENALICIO


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Ducal
Lunes 21 de Mayo de 2012 

Eminencia,
queridos hermanos:

En este momento mi palabra sólo puede ser una palabra de agradecimiento. Agradecimiento ante todo al Señor por los muchos años que me ha concedido; años con muchos días de alegría, espléndidos tiempos, pero también con noches oscuras. Pero retrospectivamente se comprende que igualmente las noches eran necesarias y buenas, motivo de agradecimiento.
Hoy la palabra Ecclesia militans está algo pasada de moda; pero en realidad podemos entender cada vez mejor que es verdadera, contiene verdad. Vemos cómo el mal quiere dominar en el mundo y es necesario entrar en lucha contra el mal. Vemos cómo lo hace de tantos modos, cruentos, con las distintas formas de violencia, pero también disfrazado de bien y precisamente así destruyendo los fundamentos morales de la sociedad.
San Agustín dijo que toda la historia es una lucha entre dos amores: amor a uno mismo hasta el desprecio de Dios; amor a Dios hasta el desprecio de uno mismo, en el martirio. Nosotros estamos en esta lucha y es muy importante tener amigos. Y en mi caso estoy rodeado de los amigos del Colegio cardenalicio: son mis amigos y me siento en casa, me siento seguro en esta compañía de grandes amigos, que están conmigo, y todos juntos con el Señor.
Gracias por esta amistad. Gracias a usted, eminencia, por todo lo que ha hecho por este momento, hoy, y por todo lo que hace siempre. Gracias a vosotros por la comunión de las alegrías y de los dolores. Sigamos adelante; el Señor dijo: «¡Ánimo, yo he vencido al mundo!». Estamos en el equipo del Señor, por tanto, en el equipo victorioso. Gracias a todos vosotros. Que el Señor os bendiga a todos. Y brindemos.


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MOVIMIENTO ECLESIAL DE COMPROMISO CULTURAL,
FEDERACIÓN DE ORGANISMOS CRISTIANOS
DE SERVICIO INTERNACIONAL VOLUNTARIO
MOVIMIENTO CRISTIANO DE TRABAJADORES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Aula Pablo VI
Sábado 19 de Mayo de 2012

Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra acogeros esta mañana en este encuentro que reúne al Movimiento eclesial de compromiso cultural, a la Federación de organismos cristianos de servicio internacional voluntario y al Movimiento cristiano de trabajadores. Saludo con afecto a los hermanos en el episcopado que os apoyan y os guían, a los dirigentes y responsables, a los consiliarios y a todos los socios y simpatizantes. Este año vuestras asociaciones festejan los aniversarios de fundación: ochenta años el Movimiento eclesial de compromiso cultural; cuarenta años la Federación de organismos cristianos de servicio internacional voluntario y el Movimiento cristiano de trabajadores. Estas tres realidades son deudoras de la sabia obra del siervo de Dios Pablo VI, quien, en calidad de consiliario nacional, sostuvo los primeros pasos del Movimiento de licenciados de la Acción católica en 1932, y, como Pontífice, el reconocimiento de la Federación de los organismos cristianos de voluntariado y el nacimiento del Movimiento cristiano de trabajadores, en 1972. A mi venerado predecesor se dirige nuestro recuerdo y nuestra gratitud por el impulso que dio a estas importantes asociaciones eclesiales.
Los aniversarios son ocasiones propicias para pensar nuevamente en el propio carisma con gratitud y también con mirada crítica, atenta a los orígenes históricos y a los nuevos signos de los tiempos.Cultura, voluntariado y trabajo constituyen un trinomio indisoluble del compromiso diario del laicado católico, que quiere hacer incisiva su pertenencia a Cristo y a la Iglesia, tanto en el ámbito privado como en la esfera pública de la sociedad. El fiel laico se pone propiamente en acción cuando entra en uno o más de estos ámbitos y, en el servicio cultural, en la acción solidaria con las personas necesitadas y en el trabajo, se esfuerza por promover la dignidad humana. Estos tres ámbitos están unidos por un común denominador: el don de sí. En efecto, el compromiso cultural, sobre todo el escolar y el universitario, orientado a la formación de las futuras generaciones, no se limita a la transmisión de nociones técnicas y teóricas, sino que implica el don de sí con la palabra y con el ejemplo. El voluntariado, recurso insustituible de la sociedad, conlleva no tanto dar cosas cuanto darse a sí mismo en la ayuda concreta a los más necesitados. Por último, el trabajo no es sólo instrumento de ganancia individual, sino también ocasión para expresar las propias capacidades dedicándose, con espíritu de servicio, a la actividad profesional, ya sea obrera, agrícola, científica o de otro tipo.
Pero para vosotros todo esto tiene una connotación particular, la cristiana: vuestra acción debe estar animada por la caridad; esto significa aprender a ver con los ojos de Cristo y dar al otro algo más que las cosas necesarias exteriormente, darle la mirada, el gesto de amor que necesita. Esto nace del amor que proviene de Dios, quien nos ha amado primero, nace del encuentro íntimo con él (cf. Deus caritas est, 18). San Pablo, en su discurso de despedida de los ancianos de Éfeso, recuerda una verdad expresada por Jesús: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20, 35). Queridos amigos, es la lógica del don, una lógica a menudo subestimada, que vosotros valoráis y testimoniáis: dar el propio tiempo, las propias habilidades y competencias, la propia instrucción, la propia profesionalidad; en una palabra, prestar atención al otro, sin esperar nada a cambio en este mundo; y os agradezco este gran testimonio. Al obrar así, no sólo se hace bien al otro, sino que también se descubre la felicidad profunda, según la lógica de Cristo, que se entregó totalmente a sí mismo.
La familia es el primer lugar en el que se experimenta el amor gratuito; y cuando esto no sucede, la familia se desnaturaliza, entra en crisis. Todo lo que se vive en la familia, la entrega sin reservas por el bien del otro, es un momento educativo fundamental para aprender a vivir como cristianos también la relación con la cultura, el voluntariado y el trabajo. En la encíclica Caritas in veritatequise extender el modelo familiar de la lógica de la gratuidad y de la entrega a una dimensión universal. La justicia sola de hecho no es suficiente. Para que haya verdadera justicia es necesario algo «más» que sólo la gratuidad y la solidaridad pueden dar: «La solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos; por tanto, no se la puede dejar solamente en manos del Estado. Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia» (n. 38). La gratuidad no se compra en el mercado y no se puede prescribir por ley. Sin embargo, tanto la economía como la política necesitan la gratuidad, personas abiertas al don recíproco (cf. ib, 39).
El encuentro de hoy pone de relieve dos elementos: la afirmación por vuestra parte de la necesidad de seguir recorriendo el camino del Evangelio, con fidelidad a la doctrina social de la Iglesia y con lealtad a los pastores; y mi aliento, el aliento del Papa, que os invita a proseguir con constancia vuestro compromiso en favor de los hermanos. De este compromiso también forma parte la tarea de evidenciar las injusticias y testimoniar los valores en los que se funda la dignidad de la persona, promoviendo las formas de solidaridad que favorecen el bien común. El Movimiento eclesial de compromiso cultural, a la luz de su historia, está llamado a un renovado servicio en el mundo de la cultura, caracterizado por desafíos urgentes y complejos, para la difusión del humanismo cristiano: la razón y la fe son aliadas en el camino hacia la Verdad. La Federación de organismos cristianos de servicio internacional voluntario debe continuar confiando sobre todo en la fuerza de la caridad que viene de Dios, prosiguiendo su lucha contra toda forma de pobreza y de exclusión, en favor de las poblaciones menos favorecidas. El Movimiento cristiano de trabajadores ha de llevar luz y esperanza cristiana al mundo del trabajo, para lograr también una justicia social cada vez mayor. Además, ha de mirar siempre al mundo juvenil, que hoy más que nunca busca sendas de compromiso que sepan conjugar idealidad y concreción.
Queridos amigos, deseo a cada uno que prosiga con alegría su compromiso personal y asociativo, testimoniando el Evangelio del don y de la gratuidad. Invoco para vosotros la intercesión maternal de la Virgen María y os imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo a todos los socios y a los familiares. Gracias por vuestro compromiso y por vuestra presencia.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE OBISPOS DE RITO ORIENTAL DE ESTADOS UNIDOS
(REGIONES XVI Y XV) EN VISITA «AD LIMINA
»

Palacio Apostólico Vaticano
Viernes 18 de Mayo de 2012

Queridos hermanos en el episcopado:
Os saludo a todos con afecto fraterno en el Señor. Nuestro encuentro de hoy concluye la serie de visitas quinquenales ad limina Apostolorum de los obispos de Estados Unidos. Como sabéis, en los últimos seis meses he querido reflexionar con vosotros y con vuestros hermanos en el episcopado sobre algunos desafíos espirituales y culturales urgentes que debe afrontar la Iglesia en vuestro país, mientras lleva a cabo la tarea de la nueva evangelización.
Me alegra en especial que en este encuentro conclusivo participen los obispos de las diversas Iglesias orientales presentes en Estados Unidos, pues vosotros y vuestros fieles encarnáis de modo único la riqueza étnica, cultural y espiritual de la comunidad católica estadounidense, pasada y presente. Históricamente, la Iglesia en Estados Unidos ha luchado por reconocer e incorporar esta diversidad, y lo ha logrado, no sin dificultades, forjando una comunión en Cristo y en la fe apostólica que refleja la catolicidad, signo indefectible de la Iglesia. En esta comunión, que tiene su fuente y su modelo en el misterio del Dios uno y trino (cf. Lumen gentium, 4), la unidad y la diversidad se reconcilian y valorizan constantemente, como signo y sacramento de la vocación y del destino último de toda la familia humana.
Durante nuestros encuentros, vosotros y vuestros hermanos en el episcopado habéis hablado con insistencia de la importancia de preservar, fomentar y promover este don de la unidad católica como condición fundamental para el cumplimiento de la misión de la Iglesia en vuestro país. En este discurso conclusivo quiero tocar sólo dos puntos específicos, que se han abordado repetidamente en nuestras conversaciones y que, como vosotros, considero fundamentales para el ejercicio de vuestro ministerio de guiar el rebaño de Cristo a través de las dificultades y las oportunidades del momento presente.
Ante todo quiero comenzar elogiando vuestros incansables esfuerzos, siguiendo las mejores tradiciones de la Iglesia en Estados Unidos, para responder al fenómeno constante de la inmigración en vuestro país. La comunidad católica en Estados Unidos sigue acogiendo con gran generosidad oleadas de nuevos inmigrantes, proporcionándoles asistencia pastoral y ayuda caritativa, y sosteniendo modos de regularizar su situación, especialmente por lo que se refiere a la reunificación de las familias. Un signo particular de eso es el compromiso constante de los obispos estadounidenses en favor de la reforma de las leyes relativas a la inmigración. Se trata, evidentemente, de una cuestión difícil y compleja desde el punto de vista civil y político, así como social y económico, pero sobre todo desde el punto de vista humano. Por eso preocupa profundamente a la Iglesia, pues implica la necesidad de asegurar un trato justo a los inmigrantes y defender su dignidad humana.
También hoy la Iglesia en Estados Unidos está llamada a abrazar, incorporar y cultivar el rico patrimonio de fe y de cultura presente en los numerosos grupos de inmigrantes en el país, no sólo entre los que pertenecen a vuestros ritos, sino también en el número cada vez mayor de católicos hispanos, asiáticos y africanos. La exigente tarea pastoral de promover una comunión de culturas en vuestras Iglesias locales se debe considerar de especial importancia en el ejercicio de vuestro ministerio al servicio de la unidad (cf. Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, n. 63). Esta diaconía de comunión implica algo más que respetar meramente la diversidad lingüística, promover sólidas tradiciones y proporcionar los programas y servicios sociales tan necesarios. Exige también un compromiso constante en la predicación, en la catequesis y en la actividad pastoral orientada a infundir en todos los fieles un sentido más profundo de su comunión en la fe apostólica y su responsabilidad en la misión de la Iglesia en Estados Unidos. Tampoco se puede subestimar la importancia de este desafío: la inmensa promesa y las energías vivas de una nueva generación de católicos esperan ser utilizadas para la renovación de la vida de la Iglesia y la reconstrucción del tejido de la sociedad estadounidense.
Este esfuerzo por promover la unidad católica no sólo es necesario para afrontar los desafíos positivos de la nueva evangelización, sino también para contrarrestar las fuerzas de disgregación en el seno de la Iglesia, que representan cada vez más un gran obstáculo para su misión en Estados Unidos. Aprecio los esfuerzos que se realizan para alentar a los fieles, tanto individualmente como en las múltiples asociaciones eclesiales, a actuar juntos, hablando con una sola voz al afrontar los problemas urgentes del momento presente. Aquí quiero repetir el apremiante llamamiento que dirigí a los católicos estadounidenses durante mi visita pastoral: «Sólo podemos avanzar si fijamos juntos nuestra mirada en Cristo» y de este modo emprendemos «la verdadera renovación espiritual que quería el Concilio, la única renovación que puede reforzar la Iglesia en la santidad y en la unidad indispensable para la proclamación eficaz del Evangelio en el mundo de hoy» (Homilía en la catedral de San Patricio, Nueva York, 19 de abril de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de abril de 2008, p. 16).
En nuestras conversaciones muchos habéis hablado de vuestra preocupación de construir relaciones cada vez más fuertes de amistad, cooperación y confianza con vuestros sacerdotes. También ahora os exhorto a permanecer particularmente cercanos a los hombres y mujeres que en vuestras Iglesias locales están comprometidos a seguir a Cristo de un modo cada vez más perfecto, abrazando generosamente los consejos evangélicos. Deseo reafirmar mi profunda gratitud por el ejemplo de fidelidad y abnegación que dan muchas mujeres consagradas en vuestro país, y unirme a ellas en la oración para que este momento de discernimiento dé abundantes frutos espirituales para reavivar a sus comunidades y reforzarlas en la fidelidad a Cristo y a la Iglesia, así como a sus carismas fundacionales. La urgente necesidad que existe en la actualidad de un testimonio creíble y atractivo de la fuerza redentora y transformadora del Evangelio hace que sea fundamental para recuperar el sentido de la sublime dignidad y belleza de la vida consagrada, orar por las vocaciones religiosas y promoverlas activamente, reforzando a la vez los canales de comunicación y cooperación existentes, especialmente a través de la obra del vicario o del delegado para los religiosos en cada diócesis.
Queridos hermanos en el episcopado, es mi deseo que el Año de la fe, que comenzará el próximo 11 de octubre, en el quincuagésimo aniversario de la convocatoria del concilio Vaticano II, despierte en toda la comunidad católica en Estados Unidos el deseo de reapropiarse con alegría y gratitud del inestimable tesoro de nuestra fe. Con el progresivo debilitamiento de los valores cristianos tradicionales y la amenaza de un tiempo en el que nuestra fidelidad al Evangelio nos puede costar cara, no sólo es preciso comprender, articular y defender la verdad de Cristo, sino también proponerla con alegría y confianza como clave de la realización humana auténtica y del bienestar de toda la sociedad.
Ahora, al concluir estos encuentros, me uno de buen grado a vosotros en la acción de gracias a Dios todopoderoso por los signos de nueva vitalidad y esperanza con los que ha bendecido a la Iglesia en Estados Unidos. Al mismo tiempo, le pido que os fortalezca a vosotros y a vuestros hermanos en el episcopado en la delicada misión de guiar a la comunidad católica en vuestro país por los caminos de la unidad, la verdad y la caridad, mientras afronta los desafíos del futuro. Con palabras de la antigua oración, pidamos al Señor que oriente nuestro corazón y el de nuestros fieles, para que el rebaño no desfallezca nunca en la obediencia a sus pastores, y para que los pastores no desfallezcan nunca en la solicitud por el rebaño (cf. Sacramentarium Veronense, «Missa de natale Episcoporum»). Con gran afecto os encomiendo a vosotros, a vuestros sacerdotes, religiosos y fieles laicos encomendados a vuestra solicitud pastoral, a la amorosa intercesión de María Inmaculada, patrona de Estados Unidos, y os imparto de corazón mi bendición apostólica, como prenda de alegría y de paz en el Señor.


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PROYECCIÓN DE LA PELÍCULA «MARÍA DE NAZARET»

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Miércoles 16 de Mayo de 2012

Queridos amigos:
Gracias a todos vosotros por este momento que invita a reflexionar a través de las imágenes y los diálogos del filme «María de Nazaret». En especial, gracias a la rai con su directora general, señora Lorenza Lei, y los demás representantes, así como a «Lux Vide», con la familia Bernabei y el equipo de producción.
Expreso mi cordial gratitud al director del Bayerischer Rundfunk, profesor Gerhard Fuchs, al productor Martin Choroba, a la Tellux-Film-Gesellschaft de Múnich, así como a todos los que han colaborado, a los actores presentes y al grupo de los camarógrafos, por esta presentación en el palacio apostólico.
Gracias también a los representantes de Telecinco de España.
No es fácil delinear la figura de una madre, porque contiene una riqueza de vida difícil de describir; y eso resulta aún más arduo si se trata de María de Nazaret, una mujer que es Madre de Jesús, del Hijo de Dios hecho hombre.
Habéis centrado el filme en tres figuras femeninas, cuyas vidas se entrecruzan, pero que hacen opciones profundamente diferentes. Herodías permanece cerrada en sí misma, en su mundo; no logra elevar la mirada para leer los signos de Dios y no sale del mal. María Magdalena tiene una vida más compleja: sufre la fascinación de una vida fácil, basada en las cosas, y usa varios medios para alcanzar sus objetivos, hasta el momento dramático en el que es juzgada, es puesta ante su vida, y aquí el encuentro con Jesús le abre el corazón, le cambia la existencia. Pero el centro es María de Nazaret. En ella se encuentra la riqueza de una vida que fue un «Heme aquí» a Dios: es una madre que albergaba el deseo de tener siempre consigo a su Hijo, pero sabe que es de Dios; tiene una fe y un amor tan grandes que acepta que parta y cumpla su misión; es un repetir «Heme aquí» a Dios desde la Anunciación hasta la cruz.
Tres experiencias, un paradigma de cómo se puede enfocar la propia vida: sobre el egoísmo, sobre la cerrazón en sí mismos y en las cosas materiales, dejándose guiar por el mal; o sobre el sentido de la presencia de un Dios que vino y permanece en medio de nosotros, y que nos espera con bondad si nos equivocamos y nos pide que lo sigamos, que nos fiemos de él.
María de Nazaret es la mujer del «Heme aquí» pleno y total a la voluntad divina, y en este «sí», repetido también ante el dolor de la pérdida del Hijo, encuentra la felicidad plena y profunda. ¡Gracias a todos por esta grata velada!
La «mujer del “Heme aquí” pleno y total a la voluntad divina»: la figura de la Virgen fue descrita con estas palabras por Benedicto XVI en su alocución al final de la proyección de la película «María de Nazaret». El lugar, la sala Clementina del palacio apostólico, que por una tarde, el miércoles 16 de mayo, se transformó en sala cinematográfica con pantalla grande, butacas, un centenar de espectadores y el Papa como invitado de honor. La cinta es una co-producción de Raifiction, Lux Vide, BetaFilm, Tellux, Bayerischer Rundfunk y Telecinco Cinema; la dirección, de Giacomo Campiotti. Las imágenes de María y de su vida —desde la infancia a la anunciación de la Encarnación, el nacimiento de Jesús, la presentación en el templo, el comienzo de la predicación del reino de Dios, la pasión, muerte y resurrección del Hijo— ocuparon 75 minutos de proyección, una versión reducida respecto a las dos partes que el 1 y 2 de abril emitió la televisión pública italiana Rai Uno. Al final de la película, Benedicto XVI pronunció el saludo que publicamos junto a estas líneas. Entre los espectadores se contaron el cardenal Re; el arzobispo Becciu, sustituto de la Secretaría de Estado; el obispo Sciacca, secretario general de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano; y monseñor Wells, asesor de la Secretaría de Estado. El Papa estuvo acompañado por el arzobispo Harvey, prefecto de la Casa pontificia; y los monseñores Gänswein, secretario particular, y Xuereb, de la secretaría particular. Entre las personalidades, Ettore, Matilde y Paolo Bernabei, respectivamente presidente honorario, presidente y director de Lux Vide; los actores Alissa Jung, Andreas Pietschmann y Luca Marinelli, intérpretes de los papeles de María, Jesús y José; el director Campiotti; y Lorenza Lei, directora general de la Rai.


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