lunes, 21 de mayo de 2012

BENEDICTO XVI: Carta (Mayo 3), Audiencia General (Mayo 16)


CARTA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL MILENARIO DE LA CATEDRAL DE BAMBERG

A mi venerado hermano
Ludwig Schick
arzobispo de Bamberg



He sabido con alegría que la archidiócesis de Bamberg celebra en estos días el milenario de su catedral imperial. De buen grado me uno en la alegría festiva a usted, excelencia, al reverendísimo obispo auxiliar, a los sacerdotes, a los diáconos y a los religiosos, así como a todos los fieles, y os expreso a todos mis mejores deseos de bendición.
En el sobresaliente edificio de la catedral de Bamberg, potencia y belleza se unen en un extraordinario testimonio de aquella fe de cuyo espíritu y fuerza nació esta sublime casa de Dios. La solemne celebración del milenario de su consagración, en la que participo íntimamente, puede llegar a ser para la archidiócesis de Bamberg el preludio del Año de la fe que proclamé para toda la Iglesia. Puede animaros a todos vosotros, sacerdotes y fieles, a redescubrir y profundizar aquella fe de la que vuestra espléndida catedral se yergue como testigo de piedra en el centro de la ciudad episcopal y de la Franconia. Por tanto, deseo invitaros a realizar mentalmente una «visita» a esa casa de Dios y a escuchar el mensaje que ella misma, aun sin usar palabras, nos anuncia de modo impresionante.
Lo que distingue a la catedral de todas las demás iglesias es la cátedra del obispo, situada en posición destacada. Por eso la llamamos catedral. La cátedra no es un trono, sino un púlpito para la enseñanza. De ella se difunde la palabra del obispo. Y los obispos, como sucesores de los Apóstoles, han sido instituidos por Dios, como enseña el concilio Vaticano II: «El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (Lumen gentium, 20). El obispo, como maestro de la verdad católica, es garante de la unidad de la diócesis, de sus sacerdotes y de sus fieles, y esto sólo en sintonía con la comunidad de fe de la Iglesia universal, que abraza el espacio y el tiempo.
Prosiguiendo, nos encontramos ante el altar. Es el centro de la catedral. El altar es el lugar sagrado donde se ofrece el sacrificio eucarístico, donde la pasión, la muerte y la resurrección se hacen presentes cada día de nuevo. «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20), prometió Jesús. Con intensidad única, la Iglesia se alegra de esta presencia en la Eucaristía, «fuente y culmen de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11). Dicha fuente brota de este altar, y su flujo vivificante se derrama desde ahí en toda la diócesis. Además, ante este altar el obispo impone las manos a los jóvenes a quienes envía como sacerdotes a las comunidades. Allí se consagran los óleos sagrados —el del Crisma, el de los catecúmenos y el de los enfermos—, con los cuales se administran los santos sacramentos en toda la archidiócesis. En verdad, este altar es el corazón de toda la archidiócesis.
Aquí se nos revela la verdadera naturaleza escondida de la Iglesia. Aun constituyendo una comunidad compuesta por personas, es al mismo tiempo un misterio divino. Cuerpo de Cristo, casa de Dios, así la llama la Sagrada Escritura. La Iglesia de Jesucristo no es simplemente un grupo de intereses, una empresa común, en una palabra, una forma de sociedad humana que, por tanto, podría estar formada y guiada según reglas seculares, políticas, con medios temporales. Quien es llamado al servicio de la Iglesia no es un funcionario de la comunidad, sino que recibe el encargo y el mandato de Jesucristo, la Cabeza de su Cuerpo místico. Es Cristo mismo quien une a los fieles en una unidad llena de vida.
Nos detenemos luego ante el extraordinario monumento fúnebre de los santos Enrique y Cunegunda, realizado por Riemenschneider. Fueron cristianos ejemplares que por los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y el Matrimonio recibieron el mandato y la misión al servicio del reino de Dios en el mundo. En esta pareja de reyes santos podéis reconocer, queridos hermanos y hermanas, lo que significa vivir como cristianos en el mundo y plasmarlo según el espíritu de Cristo. La tumba de la pareja imperial, así como la del rey Conrado III, os impulsan a anunciar la Palabra del Evangelio en la familia, en la profesión, en la sociedad, en la economía y en la cultura, y a forjar las realidades terrenas según su espíritu.
Por último, vuestra catedral custodia la tumba del Papa Clemente II, quien incluso después de su elección como sucesor de Pedro quiso seguir siendo obispo de Bamberg, dando así una notable prueba de la unidad de Bamberg con Roma. También esta tumba nos transmite un mensaje. Es un eco de las palabras que en cierta ocasión el Señor dijo a Pedro y, a través de su persona, a todos sus sucesores: Pedro, «sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18). Estas palabras recuerdan que vuestra archidiócesis de Bamberg está construida sobre esta piedra. En estrecha comunión con el Sucesor del apóstol Pedro y con la Iglesia universal encontraréis, también en la actual crisis de fe, una certeza de fe y una confianza inquebrantables.
La cátedra del obispo, el altar y las tumbas de los patronos de vuestra diócesis, así como las de un Papa y un rey, han transmitido su mensaje en nuestro tiempo. Lo mismo hacen los fuertes muros de la catedral, que custodian estos lugares sagrados. Son muros que han resistido a las tempestades de un milenio. Sobre ellos se han abatido las olas de las ideologías del siglo pasado hostiles a Dios y a los hombres. La casa estaba y sigue estando construida sobre piedra. Por último, están las cuatro altas torres de la catedral imperial, que apuntan hacia el cielo. Indican la meta de la peregrinación terrena de la Iglesia, como dice el lema del jubileo de la catedral: «Al encuentro del cielo». En este sentido, quiera Dios que el jubileo impulse «hacia el cielo» también a la Iglesia de Bamberg, a todos los fieles y a quienes visitan la catedral.
Conocer esta casa edificada sobre piedra, queridos hermanos y hermanas, puede reforzaros en la certeza de que el Señor no abandona a su Iglesia, tampoco en el futuro, aunque parezca difícil. En la Iglesia, de la que la catedral milenaria es un símbolo poderoso, también las generaciones futuras de fieles católicos encontrarán la patria del corazón y protección.
Que María, Madre de nuestro Señor, a la que llamáis con orgullo y con alegría duquesa de la Franconia, y los santos patronos de la diócesis Enrique y Cunegunda, sigan extendiendo su mano protectora sobre la catedral, sobre la ciudad, sobre la arquidiócesis y sobre toda la Franconia. Con este deseo os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.


Vaticano, 3 de mayo de 2012, fiesta de los Apóstoles Felipe y Santiago

BENEDICTO PP. XVI

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Miércoles 16 de Mayo de 2012

Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy quiero comenzar a hablar de la oración en las Cartas de san Pablo, el Apóstol de los gentiles. Ante todo, quiero notar cómo no es casualidad que sus Cartas comiencen y concluyan con expresiones de oración: al inicio, acción de gracias y alabanza; y, al final, deseo de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la que está dirigida la carta. Entre la fórmula de apertura: «Doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo» (Rm 1, 8), y el deseo final: «La gracia del Señor Jesús esté con vosotros» (1 Co 16, 23), se desarrollan los contenidos de las Cartas del Apóstol. La oración de san Pablo se manifiesta en una gran riqueza de formas que van de la acción de gracias a la bendición, de la alabanza a la petición y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra cómo la oración implica y penetra todas las situaciones de la vida, tanto las personales como las de las comunidades a las que se dirige.
Un primer elemento que el Apóstol quiere hacernos comprender es que la oración no se debe ver como una simple obra buena realizada por nosotros con respecto de Dios, una acción nuestra. Es ante todo un don, fruto de la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En laCarta a los Romanos escribe: «Del mismo modo el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (8, 26). Y sabemos que es verdad lo que dice el Apóstol: «No sabemos orar como conviene». Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje, para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Sólo podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice: precisamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no sólo comprende, sino que lleva, interpreta ante Dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma, a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es, en cierto modo, intérprete que nos hace comprender a nosotros mismos y a Dios lo que queremos decir.
En la oración, más que en otras dimensiones de la existencia, experimentamos nuestra debilidad, nuestra pobreza, nuestro ser criaturas, pues nos encontramos ante la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en la escucha y en el diálogo con Dios, para que la oración se convierta en la respiración diaria de nuestra alma, tanto más percibimos incluso el sentido de nuestra limitación, no sólo ante las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Entonces aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a él; comprendemos que «no sabemos orar como conviene» (Rm 8, 26). Y el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestra oración a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo obra del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres vinculados a las realidades materiales en hombres espirituales. En la Primera Carta a los Corintios dice: «Nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos. Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu» (2, 12-13). Al habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios (cf. Rm 8, 26).
Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del Espíritu del Hijo de Dios, en el que hemos sido hecho hijos. San Pablo habla del Espíritu de Cristo (cf. Rm8, 9) y no sólo del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su Espíritu es también Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, se hizo ya muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios e Hijo del hombre, el Espíritu de Dios también se hace espíritu humano y nos toca; podemos entrar en la comunión del Espíritu. Es como si dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo, que vivió, fue crucificado, murió y resucitó. El Apóstol recuerda que «nadie puede decir “Jesús es Señor”, sino por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Así pues, el Espíritu orienta nuestro corazón hacia Jesucristo, de manera que «ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros» (cf. Ga 2, 20). En sus Catequesis sobre los sacramentos, san Ambrosio, reflexionando sobre la Eucaristía, afirma: «Quien se embriaga del Espíritu está arraigado en Cristo» (5, 3, 17: pl 16, 450).
Y ahora quiero poner de relieve tres consecuencias en nuestra vida cristiana cuando dejamos actuar en nosotros, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro obrar.
Ante todo, con la oración animada por el Espíritu somos capaces de abandonar y superar cualquier forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de los hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro ser en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la situación descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino el mal que no queremos (cf. Rm 7, 19). Y esta es la expresión de la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, por las circunstancias de nuestro ser a causa del pecado original: queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal. El Apóstol quiere darnos a entender que no es en primer lugar nuestra voluntad lo que nos libra de estas condiciones, y tampoco la Ley, sino el Espíritu Santo. Y dado que «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Co 3, 17), con la oración experimentamos la libertad que nos ha dado el Espíritu: una libertad auténtica, que es libertad del mal y del pecado para el bien y para la vida, para Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de optar por el mal, sino con el «fruto del Espíritu que es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22). Esta es la verdadera libertad: poder seguir realmente el deseo del bien, de la verdadera alegría, de la comunión con Dios, y no ser oprimido por las circunstancias que nos llevan a otras direcciones.
Una segunda consecuencia que se verifica en nuestra vida cuando dejamos actuar en nosotros al Espíritu de Cristo es que la relación misma con Dios se hace tan profunda que no la altera ninguna realidad o situación. Entonces comprendemos que con la oración no somos liberados de las pruebas o de los sufrimientos, sino que podemos vivirlos en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cf. Rm 8, 17). Muchas veces, en nuestra oración, pedimos a Dios que nos libre del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Sin embargo, a menudo tenemos la impresión de que no nos escucha y entonces corremos el peligro de desalentarnos y de no perseverar. En realidad, no hay grito humano que Dios no escuche, y precisamente en la oración constante y fiel comprendemos con san Pablo que «los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará» (Rm 8, 18). La oración no nos libra de la prueba y de los sufrimientos; más aún —dice san Pablo— nosotros «gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8, 23); él dice que la oración no nos libra del sufrimiento, pero la oración nos permite vivirlo y afrontarlo con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús, el cual —según la Carta a los Hebreos— «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial» (5, 7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas, no fue la liberación de los sufrimientos, de la cruz, de la muerte, sino que fue una escucha mucho más grande, una respuesta mucho más profunda; a través de la cruz y la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva también a nosotros a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, en la plena esperanza, en la confianza en Dios que responde como respondió al Hijo.
Y, en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad y de toda la creación, que, «expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Esto significa que la oración, sostenida por el Espíritu de Cristo que habla en lo más íntimo de nosotros mismos, no permanece nunca cerrada en sí misma, nunca es sólo oración por mí, sino que se abre a compartir los sufrimientos de nuestro tiempo, de los demás. Se transforma en intercesión por los demás, y así en mi liberación, en canal de esperanza para toda la creación, en expresión de aquel amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que se nos ha dado (cf. Rm 5, 5). Y precisamente este es un signo de una verdadera oración, que no acaba en nosotros mismos, sino que se abre a los demás, y así me libera, así ayuda a la redención del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración debemos abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, el cual ruega en nosotros con gemidos inefables, para llevarnos a adherirnos a Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El Espíritu de Cristo se convierte en la fuerza de nuestra oración «débil», en la luz de nuestra oración «apagada», en el fuego de nuestra oración «árida», dándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir afrontando las pruebas de la existencia, con la certeza de que no estamos solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación «que gime y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22). Gracias.


Saludos
Saludo cordialmente a los grupos de lengua española, en particular al de la Institución Teresiana, en el centenario de su fundación y fiel servicio a la Iglesia, así como a los provenientes de España, México, Costa Rica, Guatemala, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a pedir al Señor, que su Espíritu sea nuestra fuerza para afrontar las pruebas con la esperanza de estar radicados en Dios. Muchas gracias.

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