jueves, 31 de octubre de 2013

FRANCISCO: Discursos primera quincena de Octubre (15, 14, 12 [2], 11, 10 y 3)

 DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS SUPERIORES Y OFICIALES DE LA SECRETARÍA DE ESTADO
CON OCASIÓN DEL SALUDO AL CARDENAL TARCISIO BERTONE
Y DE LA TOMA DE POSESIÓN DEL NUEVO SECRETARIO DE ESTADO,
S.E. MONS. PIETRO PAROLIN


Biblioteca de la Secretaría de Estado
Martes 15 de Octubre de 2013



Queridos amigos, ¡buenos días!


Nos hemos reunido para dar las gracias al cardenal Tarcisio Bertone, que hoy deja el cargo de secretario de Estado, y para dar nuestra bienvenida a monseñor Parolin, pero será una bienvenida «in absentia», porque él tomará posesión de su nuevo cargo algunas semanas más tarde respecto a la fecha de hoy, por razón de una pequeña intervención quirúrgica a la que ha tenido que someterse.


En este momento es un sentimiento de gratitud el que desearía compartir con todos vosotros. Querido cardenal Tarcisio, pienso que interpreto también el pensamiento de mi amado predecesor Benedicto XVI al presentarle el más vivo agradecimiento por el trabajo desarrollado en estos años. Veo en usted ante todo el hijo de don Bosco. Todos estamos caracterizados por nuestra historia. Pensando en su largo servicio a la Iglesia, tanto en la enseñanza como en el ministerio de obispo diocesano y en el trabajo en la Curia, hasta el encargo de secretario de Estado, me parece que el hilo conductor está constituido precisamente por la vocación sacerdotal salesiana que le ha caracterizado desde la tierna infancia y que le ha llevado a desempeñar todos los encargos recibidos, indistintamente, con profundo amor a la Iglesia, gran generosidad, y con esa típica mezcla salesiana que une un sincero espíritu de obediencia y una gran libertad de iniciativa y de creatividad personal.


Para todo salesiano, el amor a la Iglesia se expresa de manera del todo particular en el amor al Sucesor de Pedro. Sentirse en el corazón de la Iglesia, precisamente porque se está con el Papa. Y precisamente porque se está con el Papa, participar de la vastedad de la misión de la Iglesia entera y de la amplitud de su dinamismo evangelizador. Y aquí llego al segundo aspecto que deseo subrayar: la actitud de incondicional fidelidad y de absoluta lealtad a Pedro, característica distintiva de su mandato como secretario de Estado, tanto hacia Benedicto XVI como respecto a mí en estos meses. Lo he podido advertir en muchas ocasiones y le estoy profundamente agradecido por esto.


Deseo finalmente darle las gracias también por la valentía y la paciencia con que ha vivido las contrariedades que ha tenido que afrontar. ¡Son muchas! Entre los sueños contados por don Bosco a sus jóvenes está el de las rosas: ¿lo recuerda? El santo ve una pérgola llena de rosas y comienza a encaminarse hacia su interior, seguido de muchos discípulos. Según se adentra, en cambio, junto a las bellas rosas, que cubren toda la pérgola, brotan espinas agudísimas, que hieren y provocan grandes dolores. Quien mira desde el exterior ve sólo las rosas, mientras que don Bosco y los discípulos que caminan en el interior sienten las espinas: muchos se desalientan, pero la Virgen María exhorta a todos a perseverar, y al final el santo se encuentra con los suyos en un bellísimo jardín. El sueño querría representar la fatiga del educador, pero pienso que se puede aplicar también a cualquier ministerio de responsabilidad en la Iglesia. Querido cardenal Bertone, en este momento me agrada pensar que, si ha habido espinas, la Virgen Auxiliadora ciertamente no ha hecho faltar su ayuda, y no hará que falte en el futuro: ¡esté seguro! El deseo que todos le expresamos es que siga disfrutando de los tesoros que han caracterizado su vocación: la presencia de Jesús Eucaristía, la asistencia de la Virgen, la amistad del Papa. Los tres grandes amores de don Bosco: estos tres.


Y con estos pensamientos damos también —«in absentia»— la más cordial bienvenida al nuevo Secretario. Él conoce muy bien a la familia de la Secretaría de Estado, donde ha trabajado muchos años, con pasión y competencia y con esa capacidad de diálogo y de trato humano que son una característica suya. En cierto sentido es como un volver «a casa».


Quisiera concluir dando las gracias a todos vosotros por el servicio cotidiano que desempeñáis, a menudo de forma escondida y anónima; es precioso para mi ministerio. Os invito a todos a rezar por mí —lo necesito mucho— y desearía que estuvierais seguros de mi oración y de mi amistad, de mi cercanía y de mi reconocimiento por este trabajo que realizáis. Sobre vosotros y vuestros seres queridos invoco la bendición del Señor. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Lunes 14 de Octubre de 2013



Queridos hermanos y hermanas:


Os saludo a todos y os doy las gracias por lo que hacéis al servicio de la nueva evangelización, y por el trabajo del Año de la fe. ¡Gracias de corazón! Lo que quisiera deciros hoy se puede resumir en tres puntos: primado del testimonio; urgencia de ir al encuentro; proyecto pastoral centrado en lo esencial.


En nuestro tiempo se verifica a menudo una actitud de indiferencia hacia la fe, que ya no se considera importante en la vida del hombre. Nueva evangelización significa despertar en el corazón y en la mente de nuestros contemporáneos la vida de la fe. La fe es un don de Dios, pero es importante que nosotros, cristianos, mostremos que vivimos de modo concreto la fe, a través del amor, la concordia, la alegría, el sufrimiento, porque esto suscita interrogantes, como al inicio del camino de la Iglesia: ¿por qué viven así? ¿Qué es lo que les impulsa? Son interrogantes que conducen al corazón de la evangelización, que es el testimonio de la fe y de la caridad. Lo que necesitamos, especialmente en estos tiempos, son testigos creíbles que con la vida y también con las palabras hagan visible el Evangelio, despierten la atracción por Jesucristo, por la belleza de Dios.


Muchas personas se han alejado de la Iglesia. Es erróneo echar la culpa a una parte o a la otra, es más, no es cuestión de hablar de culpas. Existen responsabilidades en la historia de la Iglesia y de sus hombres, están en ciertas ideologías y también en las personas. Como hijos de la Iglesia debemos continuar el camino del Concilio Vaticano II, despojarnos de cosas inútiles y perjudiciales, de falsas seguridades mundanas que cargan a la Iglesia y dañan su rostro.


Se necesitan cristianos que hagan visible a los hombres de hoy la misericordia de Dios, su ternura hacia cada creatura. Sabemos todos que la crisis de la humanidad contemporánea no es superficial, es profunda. Por esto la nueva evangelización, mientras llama a tener el valor de ir a contracorriente, de convertirse de los ídolos al único Dios verdadero, ha de usar el lenguaje de la misericordia, hecho de gestos y de actitudes antes que de palabras. En medio de la humanidad de hoy, la Iglesia dice: Venid a Jesús, todos vosotros que estáis cansados y oprimidos, y encontraréis descanso para vuestra alma (cf. Mt 11, 28-30). Venid a Jesús. Sólo Él tiene palabras de vida eterna.


Cada bautizado es «cristóforo», es decir, portador de Cristo, como decían los antiguos Padres. Quien ha encontrado a Cristo, como la Samaritana en el pozo, no puede guardar para sí mismo esta experiencia, sino que siente el deseo de compartirla, para llevar a otros a Jesús (cf. Jn 4). Todos debemos preguntarnos si quien nos encuentra percibe en nuestra vida el calor de la fe, si ve en nuestro rostro la alegría de haber encontrado a Cristo.


Aquí pasamos al segundo aspecto: el encuentro, ir al encuentro de los demás. La nueva evangelización es un movimiento renovado hacia quien ha perdido la fe y el sentido profundo de la vida. Este dinamismo forma parte de la gran misión de Cristo de traer vida al mundo, el amor del Padre a la humanidad. El Hijo de Dios «salió» de su condición divina y vino a nuestro encuentro. La Iglesia está dentro de este movimiento, cada cristiano está llamado a ir al encuentro de los demás, a dialogar con quienes no piensan como nosotros, con quienes tienen otra fe, o no tienen fe. Encontrar a todos, porque todos tenemos en común el ser creados a imagen y semejanza de Dios. Podemos ir al encuentro de todos, sin miedo y sin renunciar a nuestra pertenencia.


Nadie está excluido de la esperanza de la vida, del amor de Dios. La Iglesia está invitada a despertar por todas partes esta esperanza, especialmente donde está sofocada por condiciones existenciales difíciles, algunas veces inhumanas, donde la esperanza no respira, se sofoca. Se necesita el oxígeno del Evangelio, el soplo del Espíritu de Cristo Resucitado, que vuelva a encenderla en los corazones. La Iglesia es la casa en la cual las puertas están siempre abiertas no sólo para que cada uno pueda encontrar allí acogida y respirar amor y esperanza, sino también para que nosotros podamos salir a llevar este amor y esta esperanza. El Espíritu Santo nos impulsa a salir de nuestro recinto y nos guía hasta las periferias de la humanidad.


Todo esto, sin embargo, en la Iglesia no se deja a la casualidad, a la improvisación. Exige el compromiso común para un proyecto pastoral que remita a lo esencial y que esté bien centrado en lo esencial, es decir, en Jesucristo. No es útil dispersarse en muchas cosas secundarias o superfluas, sino concentrarse en la realidad fundamental, que es el encuentro con Cristo, con su misericordia, con su amor, y en amar a los hermanos como Él nos amó. Un encuentro con Cristo que es también adoración, palabra poco usada: adorar a Cristo. Un proyecto animado por la creatividad y por la fantasía del Espíritu Santo, que nos impulsa también a recorrer nuevas vías, con valentía, sin fosilizarnos. Podríamos preguntarnos: ¿cómo es la pastoral de nuestras diócesis y parroquias? ¿Hace visible lo esencial, es decir, a Jesucristo? Las diversas experiencias, características, ¿caminan juntas en la armonía que dona el Espíritu Santo? ¿O nuestra pastoral es dispersiva, fragmentaria, por lo cual, al final, cada uno va por su cuenta?


En este contexto quisiera destacar la importancia de la catequesis, como momento de la evangelización. Lo hizo ya el Papa Pablo VI en la Evangelii nuntiandi (cf. n. 44). De allí el gran movimiento catequístico llevó adelante una renovación para superar la fractura entre Evangelio y cultura y el analfabetismo de nuestros días en materia de fe. He recordado en otras ocasiones un hecho que me ha impresionado en mi ministerio: encontrar a niños que no sabían ni siquiera hacerse el signo de la cruz. ¡En nuestras ciudades! Es un servicio precioso para la nueva evangelización el que realizan los catequistas, y es importante que los padres sean los primeros catequistas, los primeros educadores en la fe en la propia familia con el testimonio y con la palabra.


Gracias por esta visita. ¡Buen trabajo! Que el Señor os bendiga y la Virgen os proteja.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro
Sábado 12 de Octubre de 2013



Queridos hermanos y hermanas:


En este encuentro del Año de la fe dedicado a María, Madre de Cristo y de la Iglesia, Madre nuestra. Su imagen, traída desde Fátima, nos ayuda a sentir su presencia entre nosotros. Hay una realidad: María siempre nos lleva a Jesús. Es una mujer de fe, una verdadera creyente. Podemos preguntarnos: ¿Cómo es la fe de María?


1. El primer elemento de su fe es éste: La fe de María desata el nudo del pecado (cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm., Lumen gentium, 56). ¿Qué significa esto? Los Padres conciliares [del Vaticano II] han tomado una expresión de san Ireneo que dice así: «El nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe, lo desató la Virgen María por su fe» (Adversus Haereses, III, 22, 4).


El «nudo» de la desobediencia, el «nudo» de la incredulidad. Cuando un niño desobedece a su madre o a su padre, podríamos decir que se forma un pequeño «nudo». Esto sucede si el niño actúa dándose cuenta de lo que hace, especialmente si hay de por medio una mentira; en ese momento no se fía de la mamá o del papá. Ustedes saben cuántas veces pasa esto. Entonces, la relación con los padres necesita ser limpiada de esta falta y, de hecho, se pide perdón para que haya de nuevo armonía y confianza. Algo parecido ocurre en nuestras relaciones con Dios. Cuando no lo escuchamos, no seguimos su voluntad, cometemos actos concretos en los que mostramos falta de confianza en él – y esto es pecado –, se forma como un nudo en nuestra interioridad. Y estos nudos nos quitan la paz y la serenidad. Son peligrosos, porque varios nudos pueden convertirse en una madeja, que siempre es más doloroso y más difícil de deshacer.


Pero para la misericordia de Dios – lo sabemos – nada es imposible. Hasta los nudos más enredados se deshacen con su gracia. Y María, que con su «sí» ha abierto la puerta a Dios para deshacer el nudo de la antigua desobediencia, es la madre que con paciencia y ternura nos lleva a Dios, para que él desate los nudos de nuestra alma con su misericordia de Padre. Todos nosotros tenemos alguno, y podemos preguntarnos en nuestro corazón: ¿Cuáles son los nudos que hay en mi vida? «Padre, los míos no se puede desatar». Pero eso es un error. Todos los nudos del corazón, todos los nudos de la conciencia se pueden deshacer. ¿Pido a María que me ayude a tener confianza en la misericordia de Dios para deshacerlos, para cambiar? Ella, mujer de fe, sin duda nos dirá: «Vete adelante, ve donde el Señor: Él comprende». Y ella nos lleva de la mano, Madre, Madre, hacia el abrazo del Padre, del Padre de la misericordia.


2. Segundo elemento: la de fe de María da carne humana a Jesús. Dice el Concilio: «Por su fe y obediencia engendró en la tierra al Hijo mismo del Padre, ciertamente sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo» (Const. dogm., Lumen gentium, 63). Este es un punto sobre el que los Padres de la Iglesia han insistido mucho: María ha concebido a Jesús en la fe, y después en la carne, cuando ha dicho «sí» al anuncio que Dios le ha dirigido mediante el ángel. ¿Qué quiere decir esto? Que Dios no ha querido hacerse hombre ignorando nuestra libertad, ha querido pasar a través del libre consentimiento de María, a través de su «sí». Le ha preguntado: «¿Estás dispuesta a esto? Y ella ha dicho: «sí».


Pero lo que ha ocurrido en la Virgen Madre de manera única, también nos sucede a nosotros en el plano espiritual cuando acogemos la Palabra de Dios con corazón bueno y sincero y la ponemos en práctica. Es como si Dios adquiriera carne en nosotros. Él viene a habitar en nosotros, porque toma morada en aquellos que le aman y cumplen su Palabra. No es fácil entender esto, pero, sí, es fácil sentirlo en el corazón.


¿Pensamos que la encarnación de Jesús es sólo algo del pasado, que no nos concierne personalmente? Creer en Jesús significa ofrecerle nuestra carne, con la humildad y el valor de María, para que él pueda seguir habitando en medio de los hombres; significa ofrecerle nuestras manos para acariciar a los pequeños y a los pobres; nuestros pies para salir al encuentro de los hermanos; nuestros brazos para sostener a quien es débil y para trabajar en la viña del Señor; nuestra mente para pensar y hacer proyectos a la luz del Evangelio; y, sobre todo, nuestro corazón para amar y tomar decisiones según la voluntad de Dios. Todo esto acontece gracias a la acción del Espíritu Santo. Y, así, somos los instrumentos de Dios para que Jesús actúe en el mundo a través de nosotros.


3. Y el último elemento es la fe de María como camino: El Concilio afirma que María «avanzó en la peregrinación de la fe» (ibíd., 58). Por eso ella nos precede en esta peregrinación, nos acompaña, nos sostiene.


¿En qué sentido la fe de María ha sido un camino? En el sentido de que toda su vida fue un seguir a su Hijo: él –Jesús– es la vía, él es el camino. Progresar en la fe, avanzar en esta peregrinación espiritual que es la fe, no es sino seguir a Jesús; escucharlo, y dejarse guiar por sus palabras; ver cómo se comporta él y poner nuestros pies en sus huellas, tener sus mismos sentimientos y actitudes. Y, ¿cuáles son los sentimientos y actitudes de Jesús?: Humildad, misericordia, cercanía, pero también un firme rechazo de la hipocresía, de la doblez, de la idolatría. La vía de Jesús es la del amor fiel hasta el final, hasta el sacrificio de la vida; es la vía de la cruz. Por eso, el camino de la fe pasa a través de la cruz, y María lo entendió desde el principio, cuando Herodes quiso matar a Jesús recién nacido. Pero después, esta cruz se hizo más pesada, cuando Jesús fue rechazado: María siempre estaba con Jesús, seguía a Jesús mezclada con el pueblo, y oía sus chácharas, la odiosidad de aquellos que no querían a Jesús. Y esta cruz, ella la ha llevado. La fe de María afrontó entonces la incomprensión y el desprecio. Cuando llegó la «hora» de Jesús, esto es, la hora de la pasión, la fe de María fue entonces la lamparilla encendida en la noche, esa lamparilla en plena noche. María veló durante la noche del sábado santo. Su llama, pequeña pero clara, estuvo encendida hasta el alba de la Resurrección; y cuando le llegó la noticia de que el sepulcro estaba vacío, su corazón quedó henchido de la alegría de la fe, la fe cristiana en la muerte y resurrección de Jesucristo. Porque la fe siempre nos lleva a la alegría, y ella es la Madre de la alegría. Que ella nos enseñe a caminar por este camino de la alegría y a vivir esta alegría. Este es el punto culminante –esta alegría, este encuentro entre Jesús y María–, pero imaginemos cómo fue... Este encuentro es el punto culminante del camino de la fe de María y de toda la Iglesia. ¿Cómo es nuestra fe? ¿La tenemos encendida, como María, también en los momentos difíciles, los momentos de oscuridad? ¿He sentido la alegría de la fe?


Esta tarde, Madre, te damos gracias por tu fe de mujer fuerte y humilde; y renovamos nuestra entrega a ti, Madre de nuestra fe. Amén.



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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL SEMINARIO ORGANIZADO
POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS
CON OCASIÓN DEL XXV ANIVERSARIO DE LA "MULIERIS DIGNITATEM"

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Sábado 12 de Octubre de 2013
 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Comparto con vosotros, si bien brevemente, el importante tema que habéis afrontado en estos días: la vocación y misión de la mujer en nuestro tiempo. Os agradezco vuestra aportación. La ocasión ha sido el 25° aniversario de la carta apostólica Mulieris dignitatem del Papa Juan Pablo II: un documento histórico, el primero del Magisterio pontificio dedicado totalmente al tema de la mujer. Habéis profundizado en especial ese punto donde se dice que Dios confía de modo especial el hombre, el ser humano, a la mujer (cf. n. 30).


¿Qué significa este «confiar especialmente», especial custodia del ser humano a la mujer? Me parece evidente que mi Predecesor se refiere a la maternidad. Muchas cosas pueden cambiar y han cambiado en la evolución cultural y social, pero permanece el hecho de que es la mujer quien concibe, lleva en el seno y da a luz a los hijos de los hombres. Esto no es sencillamente un dato biológico, sino que comporta una riqueza de implicaciones tanto para la mujer misma, por su modo de ser, como para sus relaciones, por el modo de situarse ante la vida humana y la vida en general. Llamando a la mujer a la maternidad, Dios le ha confiado de manera muy especial el ser humano.


Aquí, sin embargo, hay dos peligros siempre presentes, dos extremos opuestos que afligen a la mujer y a su vocación. El primero es reducir la maternidad a un papel social, a una tarea, incluso noble, pero que de hecho desplaza a la mujer con sus potencialidades, no la valora plenamente en la construcción de la comunidad. Esto tanto en ámbito civil como en ámbito eclesial. Y, como reacción a esto, existe otro peligro, en sentido opuesto, el de promover una especie de emancipación que, para ocupar los espacios sustraídos al ámbito masculino, abandona lo femenino con los rasgos preciosos que lo caracterizan. Aquí desearía subrayar cómo la mujer tiene una sensibilidad especial para las «cosas de Dios», sobre todo en ayudarnos a comprender la misericordia, la ternura y el amor que Dios tiene por nosotros. A mí me gusta incluso pensar que la Iglesia no es «el» Iglesia, es «la» Iglesia. 
La Iglesia es mujer, es madre, y esto es hermoso. Debéis pensar y profundizar en esto.
La Mulieris dignitatem se sitúa en este contexto, y ofrece una reflexión profunda, orgánica, con una sólida base antropológica iluminada por la Revelación. De aquí debemos partir de nuevo hacia el trabajo de profundización y de promoción que ya otras veces tuve ocasión de desear. También en la Iglesia es importante preguntarse: ¿qué presencia tiene la mujer? 

Sufro —digo la verdad— cuando veo en la Iglesia o en algunas organizaciones eclesiales que el papel de servicio —que todos nosotros tenemos y debemos tener— que el papel de servicio de la mujer se desliza hacia un papel de servidumbre. No sé si se dice así en italiano. ¿Me comprendéis? Servicio. Cuando veo mujeres que hacen cosas de servidumbre, es que no se entiende bien lo que debe hacer una mujer. ¿Qué presencia tiene la mujer en la Iglesia? ¿Puede ser mayormente valorada? Es una realidad que me interesa especialmente y por esto he querido encontraros —contra el reglamento, porque no está previsto un encuentro de este tipo— y bendecir vuestro compromiso. Gracias, llevémoslo adelante juntos. Que María santísima, gran mujer, Madre de Jesús y de todos los hijos de Dios, nos acompañe. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A UNA DELEGACIÓN DE LA COMUNIDAD JUDÍA DE ROMA

Palacio Apostólico Vaticano
Sala de los Papas
Viernes 11 de Octubre de 2013




Queridos amigos de la Comunidad judía de Roma:


Shalom! Estoy contento de acogeros y de tener así la posibilidad de profundizar y ampliar el primer encuentro celebrado con algunos de vuestros representantes el pasado 20 de marzo. Saludo a todos con afecto, en particular al rabino jefe, doctor Riccardo Di Segni, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido. También por el recuerdo del valor de nuestro padre Abrahán cuando luchaba con el Señor para salvar Sodoma y Gomorra: «y si fueran treinta, y su fueran veinticinco, y si fueran veinte...». Es justamente una oración valerosa ante el Señor. Gracias. Saludo también al presidente de la Comunidad judía de Roma, el doctor Riccardo Pacifici, y al presidente de la Unión de las Comunidades judías italianas, el doctor Renzo Gattegna.


Como Obispo de Roma, siento particularmente cercana la vida de la Comunidad judía de la Urbe: sé que ella, con más de dos mil años de presencia ininterrumpida, puede enorgullecerse de ser la más antigua de Europa occidental. Desde hace muchos siglos, por lo tanto, la Comunidad judía y la Iglesia de Roma conviven en esta ciudad nuestra, con una historia —lo sabemos bien— que ha sido a menudo recorrida por incomprensiones y también por auténticas injusticias. Es una historia, sin embargo, que, con la ayuda de Dios, ha conocido ya desde hace muchas décadas el desarrollo de relaciones amistosas y fraternas.


A este cambio de mentalidad ciertamente contribuyó, por parte católica, la reflexión del Concilio Vaticano II, pero una aportación no menor vino por la vida y la acción, por ambas partes, de hombres sabios y generosos, capaces de reconocer la llamada del Señor y de encaminarse con valentía por senderos nuevos de encuentro y de diálogo.


Paradójicamente, la tragedia común de la guerra nos enseñó a caminar juntos. Recordaremos en pocos días el 70º aniversario de la deportación de los judíos de Roma. Haremos memoria y oraremos por tantas víctimas inocentes de la barbarie humana, por sus familias. Será también la ocasión para mantener siempre vigilante nuestra atención para que no vuelvan a tomar vida, bajo ningún pretexto, formas de intolerancia y de antisemitismo, en Roma y en el resto del mundo. Lo he dicho otras veces y me agrada repetirlo ahora: es una contradicción que un cristiano sea antisemita. Un poco sus raíces son judías. ¡Un cristiano no puede ser antisemita! ¡Que el antisemitismo sea desterrado del corazón y de la vida de cada hombre y de cada mujer!


Este aniversario nos permitirá también recordar cómo en la hora de las tinieblas la comunidad cristiana de esta ciudad supo tender la mano al hermano en dificultad. Sabemos cómo muchos institutos religiosos, monasterios y las propias basílicas papales, interpretando la voluntad del Papa, abrieron sus puertas para una acogida fraterna, y cómo muchos cristianos comunes ofrecieron la ayuda que podían dar, fuera pequeña o grande.


En su gran mayoría no estaban ciertamente al corriente de la necesidad de actualizar la comprensión cristiana del judaísmo o tal vez conocían poco la vida misma de la comunidad judía. Pero tuvieron la valentía de hacer lo que en aquel momento era lo justo: proteger al hermano, que estaba en peligro. Me gusta subrayar este aspecto, porque si bien es verdad que es importante profundizar, por ambas partes, la reflexión teológica a través del diálogo, es también verdad que existe un diálogo vital, el de la experiencia cotidiana, que no es menos fundamental. Es más, sin éste, sin una verdadera y concreta cultura del encuentro, que lleva a relaciones auténticas, sin prejuicios ni sospechas, de poco serviría el compromiso en el campo intelectual. También aquí, como frecuentemente me gusta subrayar, el Pueblo de Dios tiene un olfato propio e intuye el sendero que Dios le pide recorrer. En este caso el sendero de la amistad, de la cercanía, de la fraternidad.


Espero contribuir aquí, en Roma, como Obispo, a esta cercanía y amistad, igual que tuve la gracia —porque ha sido una gracia— de hacer con la comunidad judía de Buenos Aires. Entre las muchas cosas que nos pueden reunir, está el testimonio de la verdad de las diez palabras, del Decálogo, como sólido fundamento y fuente de vida también para nuestra sociedad, tan desorientada por un pluralismo extremo de opciones y orientaciones, y marcada por un relativismo que lleva a no tener ya puntos de referencia sólidos y seguros (cf. Benedicto XVI, Discurso en la Sinagoga de Roma, 17 de Enero de 2010, 5-6).


Queridos amigos, os doy las gracias por vuestra visita e invoco con vosotros la protección y la bendición del Altísimo para este camino nuestro común de amistad y de confianza. Que Él, en su benevolencia, conceda a nuestros días su paz. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A UNA DELEGACIÓN DE LOS CABALLEROS DE COL
ÓN

Palacio Apostólico Vaticano
 Sala Clementina
Jueves 10 de Octubre de 2013
 


Queridos amigos, buenos días:


Doy la bienvenida al Consejo directivo de los Caballeros de Colón con ocasión del encuentro que estáis celebrando en Roma. Os doy las gracias de nuevo por las oraciones que, junto a todos los Caballeros y a sus familias, habéis ofrecido por mí y por las necesidades de la Iglesia en el mundo, desde mi elección como Obispo de Roma.


En esta ocasión deseo también expresaros mi agradecimiento por el incesante apoyo que vuestra Asociación desde siempre presta a la acción de la Santa Sede. Tal apoyo encuentra particular expresión en el «Vicarius Christi Fund», que es signo elocuente de vuestra solidaridad con la solicitud del Sucesor de Pedro por la Iglesia universal, y se manifiesta también cotidianamente, en las oraciones, en los sacrificios y en la acción apostólica que tan numerosos Caballeros desarrollan en sus Consejos locales, en las parroquias y en sus comunidades. Que la oración, el compromiso en el testimonio de la fe, la atención a las necesidades de los hermanos más necesitados, sean siempre las tres columnas que rigen constantemente vuestra actividad personal y asociativa. Y seguid, en fidelidad a la visión del venerable padre Michael McGivney, vuestro fundador, buscando nuevos caminos para ser la levadura del Evangelio en el mundo, fuerza para la renovación espiritual de la sociedad.


Mientras el Año de la fe se aproxima a su conclusión, os encomiendo a todos vosotros de manera especial a la intercesión de san José, custodio de la Sagrada Familia de Nazaret, que es un admirable modelo de las virtudes viriles de discreta fortaleza, integridad y fidelidad que los Caballeros de Colón se comprometen a preservar, cultivar y transmitir a las futuras generaciones de hombres católicos.


Mientras os pido que oréis por mí, con gran afecto en el Señor os imparto de corazón a vosotros, a todos los Caballeros y a sus familias mi bendición.

 
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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO ORGANIZADO
POR EL CONSEJO PONTIFICIO «JUSTICIA Y PAZ»
EN EL 50° ANIVERSARIO DELA "PACEM IN TERRIS"


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 3 de Octubre de 2013




Queridos hermanos y hermanas, buenos días.


Comparto hoy con vosotros la conmemoración de la histórica encíclica Pacem in terris, promulgada por el beato Juan XXIII el 11 de abril de 1963. La Providencia ha querido que este encuentro tenga lugar precisamente poco después del anuncio de su canonización. Saludo a todos, en particular al cardenal Turkson, agradeciéndole las palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre.


Los más ancianos entre nosotros recordamos bien la época de la encíclica Pacem in terris. Era el ápice de la llamada «guerra fría». Al final de 1962 la humanidad estaba al borde de un conflicto atómico mundial, y el Papa elevó un dramático y entristecido llamamiento de paz, dirigiéndose así a todos los que tenían la responsabilidad del poder; decía: «Con la mano en la conciencia, que escuchen el grito angustioso que de todos los puntos de la tierra, desde los niños inocentes a los ancianos, desde las personas a las comunidades, sale hacia el cielo: ¡Paz, paz!» (Radio mensaje, 25 de octubre de 1962). Era un grito a los hombres, pero era también una súplica dirigida al Cielo. El diálogo que entonces fatigosamente empezó entre los grandes bloques contrapuestos llevó, durante el Pontificado de otro beato, Juan Pablo II, a la superación de aquella fase y a la apertura de espacios de libertad y de diálogo. Las semillas de paz sembradas por el beato Juan XXIII dieron frutos. Sin embargo, a pesar de que hayan caído muros y barreras, el mundo sigue teniendo necesidad de paz y el llamamiento de la Pacem in terris permanece fuertemente actual.


¿Pero cuál es el fundamento de la construcción de la paz? La Pacem in terris lo quiere recordar a todos: éste consiste en el origen divino del hombre, de la sociedad y de la autoridad misma, que compromete a los individuos, las familias, los diversos grupos sociales y los Estados a vivir relaciones de justicia y solidaridad. Es tarea entonces de todos los hombres construir la paz, a ejemplo de Jesucristo, a través de estos dos caminos: promover y practicar la justicia, con verdad y amor; contribuir, cada uno según sus posibilidades, al desarrollo humano integral, según la lógica de la solidaridad.


Mirando nuestra realidad actual, me pregunto si hemos comprendido esta lección de la Pacem in terris. Me pregunto si las palabras justicia y solidaridad están sólo en nuestro diccionario o todos trabajamos para que se hagan realidad. La encíclica del beato Juan XXIII nos recuerda claramente que no puede haber verdadera paz y armonía si no trabajamos por una sociedad más justa y solidaria, si no superamos egoísmos, individualismos, intereses de grupo y esto en todos los niveles.


Vayamos un poco adelante. ¿Qué consecuencias tiene recordar el origen divino del hombre, de la sociedad y de la autoridad misma? La Pacem in terris focaliza una consecuencia básica: el valor de la persona, la dignidad de cada ser humano, que hay que promover, respetar y tutelar siempre. Y no son sólo los principales derechos civiles y políticos los que deben ser garantizados —afirma el beato Juan XXIII—, sino que se debe también ofrecer a cada uno la posibilidad de acceder efectivamente a los medios esenciales de subsistencia, el alimento, el agua, la casa, la atención sanitaria, la educación y la posibilidad de formar y sostener a una familia. Estos son los objetivos que tienen una prioridad inderogable en la acción nacional e internacional y miden su bondad. De ellos depende una paz duradera para todos. Y es importante también que tenga espacio esa rica gama de asociaciones y de cuerpos intermedios que, en la lógica de la subsidiariedad y en el espíritu de la solidaridad, persigan tales objetivos. Cierto, la encíclica afirma objetivos y elementos que ya ha adquirido nuestro modo de pensar, pero hay que preguntarse: ¿lo están verdaderamente en la realidad? Después de cincuenta años, ¿encuentran verificación en el desarrollo de nuestras sociedades?


La Pacem in terris no intentaba afirmar que sea tarea de la Iglesia dar indicaciones concretas sobre temas que, en su complejidad, deben dejarse a la libre discusión. Sobre las materias políticas, económicas y sociales no es el dogma el que indica las soluciones prácticas, sino más bien lo son el diálogo, la escucha, la paciencia, el respeto del otro, la sinceridad y también la disponibilidad a revisar la propia opinión. En el fondo, el llamamiento a la paz de Juan XXIII en 1962 se dirigía a orientar el debate internacional según estas virtudes.


Los principios fundamentales de la Pacem in terris pueden guiar con fruto el estudio y la discusión sobre las «res novae» que interesan a vuestro congreso: la emergencia educativa, la influencia de los medios de comunicación de masa sobre las conciencias, el acceso a los recursos de la tierra, el buen o mal uso de los resultados de las investigaciones biológicas, la carrera de armamento y las medidas de seguridad nacionales e internacionales. La crisis económica mundial, que es un síntoma grave de la falta de respeto por el hombre y por la verdad con que se han tomado decisiones por parte de los gobiernos y de los ciudadanos, lo dicen con claridad. La Pacem in terris traza una línea que va desde la paz que hay que construir en el corazón de los hombres a un replanteamiento de nuestro modelo de desarrollo y de acción a todos los niveles, para que nuestro mundo sea un mundo de paz. Me pregunto si estamos dispuestos a acoger su invitación.


Hablando de paz, hablando de la inhumana crisis económica mundial, que es un síntoma grave de la falta de respeto por el hombre, no puedo dejar de recordar con gran dolor a las numerosas víctimas del enésimo y trágico naufragio sucedido hoy en el mar de Lampedusa. ¡Me surge la palabra vergüenza! ¡Es una vergüenza! Roguemos juntos a Dios por quien ha perdido la vida: hombres, mujeres, niños, por los familiares y por todos los refugiados. ¡Unamos nuestros esfuerzos para que no se repitan tragedias similares! Sólo una decidida colaboración de todos puede ayudar a prevenirlas.


Queridos amigos, que el Señor, con la intercesión de María, Reina de la paz, nos ayude a acoger siempre en nosotros la paz que es don de Cristo Resucitado, y a trabajar siempre con empeño y con creatividad por el bien común. Gracias.


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