domingo, 7 de diciembre de 2014

FRANCISCO: Homilías de noviembre 2014 (3 y 1°)

HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
NOVIEMBRE 2014


 - GIOVANNI ANTONIO FARINA
- KURIAKOSE ELIAS CHAVARA DELLA SACRA FAMIGLIA
- LUDOVICO DA CASORIA
- NICOLA DA LONGOBARDI
- EUFRASIA ELUVATHINGAL DEL SACRO CUORE
- AMATO RONCONI





Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo
Paza de San Pietro
Domingo 23 de noviembre 2014



La liturgia hoy nos invita a fijar la mirada en Jesús como Rey del Universo. La bella oración del Prefacio nos recuerda que su reino es «reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz». Las lecturas que hemos escuchado nos muestran como Jesús ha realizado su reino; como lo realiza en el devenir de la historia; y que nos pide a nosotros.


Sobre todo, como Jesús ha realizado el reino: lo ha hecho con la cercanía y ternura hacia nosotros. Él es el Pastor, del cual nos ha hablado el profeta Ezequiel en la primera lectura (cfr. 34,11-12.15-17). Todo este pasaje esta tejido por verbos que indican la atención y el amor del Pastor a su rebaño: buscar, vigilar, reunir, llevar al pasto, hacer reposar, buscar la oveja perdida, orientar a la desorientada, vendar las heridas, sanar a la enferma, cuidarlas, pastorear. Todas estas actitudes se han hecho realidad en Jesucristo: Él es verdaderamente el “gran Pastor de las ovejas y guardián de nuestras almas” (cfr. Eb 13,20; 1Pt 2,25).


Y cuantos en la Iglesia estamos llamados a ser pastores, no podemos  separarnos de este modelo, si no queremos convertirnos en mercenarios. Al respecto, el pueblo de Dios posee un olfato infalible en reconocer los buenos pastores y distinguirlos de los mercenarios.


Después de su victoria, es decir después de su Resurrección, ¿cómo Jesús lleva adelante su reino? El apóstol Pablo, en la primera Carta a los Corintios, dice: «Es necesario que Él reine hasta que no haya puesto a todos sus enemigos bajo sus pies» (15,25). Es el Padre que poco a poco ha puesto todo bajo el Hijo, y al mismo tiempo el Hijo pone todo bajo el Padre, y al final también Él mismo. Jesús no es un rey a la manera de este mundo: para Él reinar no es mandar, sino obedecer al Padre, entregarse a Él, para que se cumpla su diseño de amor y de salvación. De este modo existe plena reciprocidad entre el Padre y el Hijo. Por lo tanto el tiempo del reino de Cristo es el largo tiempo de la sumisión de todo al Hijo y de la entrega de todo al Padre. «El último enemigo en ser vencido será la muerte» (1 Cor 15,26). Y al final, cuando todo será puesto bajo la majestad de Jesús, y todo, también Jesús mismo, será puesto bajo el Padre, Dios será todo en todos (cfr. 1 Cor 15, 28).


El Evangelio nos dice que cosa nos pide el reino de Jesús a nosotros: nos recuerda que la cercanía y la ternura son la regla de vida también para nosotros, y sobre esto seremos juzgados. Este será el protocolo de nuestro juicio. Es la gran parábola del juicio final de Mateo 25. El Rey dice: «Vengan, benditos de mi Padre, tomen en posesión el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, era forastero y me acogiste, estaba desnudo y me vestiste, enfermo y me visitaste, en la cárcel y viniste a verme» (25,34-36). Los justos le preguntaran: ¿cuándo hicimos todo esto? Y Él responderá: «En verdad les digo: que cuanto hicieron a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron» (Mt 25,40).


La salvación no comienza en la confesión de la soberanía de Cristo, sino en la imitación de las obras de misericordia mediante las cuales Él ha realizado el Reino. Quien las cumple demuestra que ha recibido la realeza de Jesús, porque ha hecho espacio en su corazón a la caridad de Dios. Al atardecer de la vida seremos juzgados sobre el amor, sobre la projimidad y sobre la ternura hacia los hermanos. De esto dependerá nuestro ingreso o no en el reino de Dios, nuestra ubicación de una o de otra parte. Jesús, con su victoria, nos ha abierto su reino, pero está en cada uno de nosotros entrar o no, ya a partir de esta vida – el Reino inicia ahora – haciéndonos  concretamente prójimo al hermano que pide pan, vestido, acogida, solidaridad, catequesis. Y si verdaderamente amamos a este hermano o aquella hermana, seremos impulsados a compartir con él o con ella lo más precioso que tenemos, es decir ¡Jesús mismo y su Evangelio!


Hoy la Iglesia nos pone delante como modelos los nuevos Santos que, mediante las obras de generosa dedicación a Dios y a los hermanos, han servido, cada uno en su propio ámbito, el reino de Dios y se han convertido en herederos. Cada uno de ellos ha respondido con extraordinaria creatividad al mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Se han dedicado sin ahorrarse al servicio de los últimos, asistiendo a los indigentes, a los enfermos, a los ancianos, a los peregrinos. Su predilección por los pequeños y por los pobres era el reflejo y la medida del amor incondicional a Dios. De hecho, han buscado y descubierto la caridad en la relación fuerte y personal con Dios, de la cual surge el verdadero amor por el prójimo. Por eso, en la hora del juicio, han escuchado esta dulce invitación: «Vengan, benditos de mi Padre, tomen en posesión el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo» (Mt 25,34).


Con el rito de canonización, una vez más hemos confesado el misterio del reino de Dios y honorado a Cristo Rey, Pastor lleno de amor por su grey. Que los nuevos Santos, con su ejemplo y su intercesión, hagan crecer en nosotros la alegría de caminar en la vía del Evangelio, la decisión de asumirlo como la brújula de nuestra vida. Sigamos sus huellas, imitemos su fe y su caridad, para que también nuestra esperanza se llene de inmortalidad. No nos dejemos distraer por otros intereses terrenos y pasajeros. Y nos guie en el camino hacia el reino de los Cielos la Madre, Reina de todos los Santos.




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Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Lunes 3 de noviembre de 2014


Esta celebración, gracias a la Palabra de Dios, está toda iluminada por la fe en la Resurrección. Una verdad que se abrió camino no sin dificultad en el Antiguo Testamento, y que emerge de forma explícita precisamente en el episodio que hemos escuchado, la colecta para el sacrificio expiatorio en favor de los difuntos (2 Mac 12, 43-46).


Toda la divina Revelación es fruto del diálogo entre Dios y su pueblo, y también la fe en la Resurrección está vinculada a este diálogo, que acompaña el camino del pueblo de Dios en la historia. No sorprende que un misterio tan grande, tan decisivo, tan sobrehumano como el de la Resurrección haya requerido todo el itinerario, todo el tiempo necesario, hasta llegar a Jesucristo. Él puede decir: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25), porque en Él este misterio no sólo se revela plenamente, sino que se realiza, tiene lugar, llega a ser realidad por primera vez y definitivamente. El Evangelio que hemos escuchado, que une —según la redacción de san Marcos— el relato de la muerte de Jesús y el del sepulcro vacío, representa la cima de todo ese camino: es el acontecimiento de la Resurrección, que responde a la larga búsqueda del pueblo de Dios, a la búsqueda de todo hombre y de toda la humanidad.


Cada uno de nosotros está invitado a entrar en este acontecimiento. Estamos llamados a estar primero ante la cruz de Jesús, como María, como las mujeres, como el centurión; a escuchar el grito de Jesús y su último suspiro, y, por último, el silencio; ese silencio que se prolonga durante todo el Sábado Santo. Y estamos llamados también a ir al sepulcro, para ver que la gran piedra fue movida; para escuchar el anuncio: «Ha resucitado, no está aquí» (Mc 16, 6). Allí está la respuesta. Allí está el fundamento, la roca. No en «discursos persuasivos de sabiduría», sino en la palabra viviente de la cruz y la resurrección de Jesús.


Esto es lo que predica el apóstol Pablo: Jesucristo crucificado y resucitado. Si Él no resucitó, nuestra fe es vana e inconsistente. Pero como Él resucitó, es más, Él es la Resurrección, entonces nuestra fe está llena de verdad y de vida eterna.


Renovando la tradición, nosotros ofrecemos hoy el Sacrificio eucarístico en sufragio de nuestros hermanos cardenales y obispos que fallecieron en los últimos doce meses. Y nuestra oración se enriquece con sentimientos, recuerdos y gratitud por el testimonio de personas que hemos conocido, con quienes hemos compartido el servicio en la Iglesia. Muchos de sus rostros los recordamos; pero a todos, a cada uno de ellos los mira el Padre con su amor misericordioso. Y juntamente con la mirada del Padre celestial está también la de la Madre, que intercede por estos hijos suyos tan queridos. Que puedan gozar de la alegría de la nueva Jerusalén juntamente con los fieles a quienes sirvieron aquí en la tierra.



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SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS




Cementerio del Verano, Roma
Sábado 1° de noviembre de 2014



«El hombre se adueña de todo, se cree Dios, se cree el rey» y devasta toda la creación: lo destacó el Papa Francisco en la homilía de la misa celebrada el 1 de noviembre en el cementerio monumental romano del Verano en la solemnidad de Todos los santos. «¿Pero quién paga la fiesta? —continuó el Pontífice— ¡Ellos! Los pequeños, los pobres, quienes en persona acabaron en el descarte. Y esto no es historia antigua: sucede hoy».


Cuando en la primera lectura escuchamos esta voz del Ángel que gritó con voz potente a los cuatro Ángeles que se les había encargado devastar la tierra y el mar y destruir todo: «No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles» (Ap 7, 3) a mí me vino a la memoria una frase que no está aquí, pero está en el corazón de todos nosotros: «Los hombres son capaces de hacerlo mejor que vosotros». Nosotros somos capaces de devastar la tierra mejor que los Ángeles. Y esto lo estamos haciendo, esto lo hacemos: devastar la Creación, devastar la vida, devastar las culturas, devastar los valores, devastar la esperanza. ¡Cuánta necesidad tenemos de la fuerza del Señor para que nos selle con su amor y con su fuerza, para detener esta descabellada carrera de destrucción! Destrucción de lo que Él nos ha dado, de las cosas más hermosas que Él hizo por nosotros, para que nosotros las llevásemos adelante, las hiciésemos crecer, para dar frutos. Cuando miraba en la sacristía las fotografías de hace 71 años (bombardeo del Verano del 19 de julio de 1943), pensé: «Esto ha sido grave, muy doloroso. Esto es nada en comparación con lo que sucede hoy». 
El hombre se adueña de todo, se cree Dios, se cree el rey. Y las guerras: las guerras que continúan, no precisamente sembrando semilla de vida, sino destruyendo. Es la industria de la destrucción. Es un sistema, incluso de vida, que cuando las cosas no se pueden acomodar, se descartan: se descartan los niños, se descartan los ancianos, se descartan los jóvenes sin trabajo. Esta devastación ha construido esta cultura del descarte: se descartan pueblos... Esta es la primera imagen que se me ocurrió cuando escuché esta lectura.
La segunda imagen, en la misma lectura: esta «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (7, 9). Los pueblos, la gente... 
Ahora empieza el frío: estos pobres que para salvar su vida tienen que huir de sus casas, de sus pueblos, de sus aldeas, hacia el desierto... y viven en tiendas, sienten el frío, sin medicinas, hambrientos, porque el «dios-hombre» se adueñó de la Creación, de todo lo hermoso que Dios hizo por nosotros. ¿Pero quién paga la fiesta? ¡Ellos! Los pequeños, los pobres, quienes en persona acabaron en el descarte. Y esto no es historia antigua: sucede hoy. «Pero, padre, es lejano...» — También aquí, en todas partes. Sucede hoy. Diré aún más: parece que esta gente, estos niños hambrientos, enfermos, parece que no cuentan, que son de otra especie, que no son humanos. Y esta multitud está ante Dios y pide: «¡Por favor, salvación! ¡Por favor, paz! ¡Por favor, pan! ¡Por favor, trabajo! ¡Por favor, hijos y abuelos! ¡Por favor, jóvenes con la dignidad de poder trabajar!». Entre estos perseguidos, están también los que son perseguidos por la fe. «Uno de los ancianos me dijo: “Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?”... “Son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero”» (7, 13-14). Y hoy, sin exagerar, hoy, en el día de Todos los santos, quisiera que pensáramos en todos ellos, los santos desconocidos. Pecadores como nosotros, peor que nosotros, pero destruidos. A esta tan numerosa gente que viene de la gran tribulación. La mayor parte del mundo vive en la tribulación. Y el Señor santifica a este pueblo, pecador como nosotros, pero lo santifica con la tribulación.


Y al final, la tercera imagen: Dios. La primera, la devastación; la segunda, las víctimas; la tercera, Dios. En la segunda lectura hemos escuchado: «Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2): es decir la esperanza. Y esta es la bendición del Señor que aún tenemos: la esperanza. La esperanza de que tenga piedad de su pueblo, que tenga piedad de estos que están en la gran tribulación, que tenga piedad también de los destructores, a fin de que se conviertan. Así, la santidad de la Iglesia sigue adelante: con esta gente, con nosotros que veremos a Dios como Él es. ¿Cuál debe ser nuestra actitud si queremos entrar en este pueblo y caminar hacia el Padre, en este mundo de devastación, en este mundo de guerras, en este mundo de tribulaciones? Nuestra actitud, lo hemos escuchado en el Evangelio, es la actitud de las Bienaventuranzas. Sólo ese camino nos llevará al encuentro con Dios. Sólo ese camino nos salvará de la destrucción, de la devastación de la tierra, de la creación, de la moral, de la historia, de la familia, de todo. Sólo ese camino: ¡pero nos hará pasar por cosas desagradables! Nos traerá problemas, persecuciones. Pero sólo ese camino nos llevará hacia adelante. Y así, este pueblo que hoy sufre tanto por el egoísmo de los devastadores, de nuestros hermanos devastadores, este pueblo sigue adelante con las Bienaventuranzas, con la esperanza de encontrar a Dios, de encontrar cara a cara al Señor, con la esperanza de llegar a ser santos, en ese momento del encuentro definitivo con Él.


Que el Señor nos ayude y nos dé la gracia de esta esperanza, pero también la gracia de la valentía de salir de todo lo que es destrucción, devastación, relativismo de vida, exclusión de los demás, exclusión de los valores, exclusión de todo lo que el Señor nos ha dado: exclusión de la paz. Que nos libre de esto y nos done la gracia de caminar con la esperanza de encontrarnos un día cara a cara con Él. Y esta esperanza, hermanos y hermanas, no defrauda.


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