jueves, 2 de abril de 2015

FRANCISCO: Discursos de marzo (12 [3], 7, 6, 5, 4 y 2)

DISCURSOS DEL SANTO PADRE FRANCISCO 
MARZO 2015




SALUDO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMUNIDAD COREANA DE ROMA

Basílica Vaticana
Jueves 12 de marzo de 2015


¡Buenas tardes a todos!


Os doy la bienvenida. Me complace volver a reunirme otra vez con los obispos y encontraros a vosotros, miembros de la comunidad coreana. Tengo siempre en el corazón —¡aún no se ha ido!— la alegría de la visita a Corea. Fue una visita preciosa, preciosa, y no puedo olvidar vuestra fe y vuestro celo. Quiero expresar mi agradecimiento por esto. A vosotros obispos pido, por favor, que al regresar a la patria, llevéis mis saludos a la comunidad coreana y a todos los coreanos, también a los no católicos, porque es un pueblo que me ha edificado. Y no olvido el día de la beatificación, tan llena de gente, tan llena. 


Transmitid mis saludos.


Quisiera solamente recordar dos cosas. Primero, los laicos. Los laicos llevaron adelante vuestra Iglesia durante dos siglos. Ayudad a los laicos a ser conscientes de esta responsabilidad. Ellos heredaron esta gloriosa historia. Primero, los laicos: ¡que sean valientes como los primeros!


Segundo, los mártires. Vuestra Iglesia fue «regada» con la sangre de los mártires, y esto dio vida. Por favor no cedáis. Cuidaos del «bienestar religioso». Estad atentos, porque el diablo es astuto. Os explicaré con una anécdota: los japoneses, cuando en la persecución religiosa, torturaban a los cristianos —también entre vosotros, muchas torturas— después los llevaban a la cárcel, pero un mes antes del juicio, cuando debían apostatar, los conducían a una casa hermosa, les daban bien de comer, en un buen bienestar. Todas estas cosas están escritas en la historia de la persecución de los cristianos en ese país. ¿Por qué los llevaban un mes antes? Para ablandar la fe, para que encontraran el placer de estar bien, y después les proponían la apostasía y ellos cedían porque se habían debilitado. El cardenal Filoni me regaló un libro con la historia de las persecuciones japonesas, muy bueno. Y así algunos se derrumbaban y caían, mientras que otros luchaban hasta el final y morían.


Yo no quiero ser profeta, pero así os puede suceder a vosotros. Si vosotros no seguís adelante con la fuerza de la fe, con el celo, con el amor a Jesucristo, si vosotros llegáis a ser blandos —cristianismo de «agua de rosas», débil— vuestra fe se vendrá abajo.


El demonio es astuto —decía— y hará está propuesta, el bienestar religioso —«somos buenos católicos, pero hasta aquí...»— y os quitará la fuerza. No os olvidéis, por favor: sois hijos de mártires y el celo apostólico no se puede negociar. Recuerdo lo que dice la Carta a los hebreos: «Recordad aquellos días primeros, en los que soportasteis múltiples combates y sufrimientos por la fe. No renunciéis ahora» (cf. Hb 10, 32-36). Y dice también, en otro pasaje casi al final: «Acordaos de vuestros padres en la fe, de vuestros maestros, y seguid su ejemplo» (cf. Hb 12, 1).


Vosotros sois Iglesia de mártires, y esta es una promesa para toda Asia. Seguid adelante. No cedáis. Nada de mundanidad espiritual, nada. Nada de catolicismo fácil, sin celo. Nada de bienestar religioso. Amor a Jesucristo, amor a la cruz de Jesucristo y amor a vuestra historia.


Y con estas dos cosas me despido, para que podáis seguir la misa. Os agradezco mucho la visita y ahora os invito a rezar a la Virgen, todos juntos, un Avemaría: en coreano vosotros y yo en italiano.


[«Ave María...»]


Y por favor rezad por mí. Y ¡adelante!


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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE COREA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Palacio Apostólico Vaticano
Sala del Consistorio
Jueves 12 de marzo de 2015


Queridos hermanos obispos:


Es una gran alegría para mí daros la bienvenida mientras realizáis vuestra visita «ad limina Apostolorum» para rezar ante las tumbas de los santos Pedro y Pablo y reforzar los vínculos de amistad y comunión que nos unen. Rezo para que estos días sean una ocasión de gracia y renovación en vuestro servicio a Cristo y a su Iglesia.


Agradezco al arzobispo Kim las afectuosas palabras de saludo que ha pronunciado en vuestro nombre y en el de toda la Iglesia en Corea y en Mongolia. Vuestra presencia hoy me trae a la memoria los hermosos recuerdos de mi reciente visita a Corea, donde experimenté personalmente la bondad del pueblo coreano, que me acogió con tanta generosidad y compartió conmigo las alegrías y las tristezas de su vida. Mi visita a vuestro país seguirá siendo para mí un incentivo duradero en mi ministerio al servicio de la Iglesia universal.


Durante mi visita tuvimos la oportunidad de reflexionar sobre la vida de la Iglesia en Corea y, en particular, sobre nuestro ministerio episcopal al servicio del pueblo de Dios y de la sociedad. Deseo proseguir esa reflexión con vosotros hoy, destacando tres aspectos de mi visita: la memoria, los jóvenes y la misión de confirmar a nuestros hermanos y nuestras hermanas en la fe. También quiero compartir estas reflexiones con la Iglesia en Mongolia. Aun siendo una pequeña comunidad en un territorio vasto, es como el grano de mostaza, que es promesa de la plenitud del reino de Dios (cf. Mt 13, 31-32). Ojalá que estas reflexiones incentiven el crecimiento constante de ese grano y alimenten el rico suelo de la fe del pueblo de Mongolia.


Para mí, uno de los momentos más hermosos de la vista a Corea fue la beatificación de los mártires Paul Yun Ji-chung y compañeros. Incluyéndolos entre los beatos, alabamos a Dios por las innumerables gracias que derramó en la Iglesia en Corea en su infancia, y también dimos gracias por la respuesta fiel dada a estos dones de Dios. Ya antes de que su fe se manifestara plenamente en la vida sacramental de la Iglesia, estos primeros cristianos coreanos no sólo habían alimentado su relación personal con Jesús, sino que también la habían llevado a otros, prescindiendo de la clase o posición social, y habían vivido en una comunidad de fe y caridad como los primeros discípulos del Señor (cf. Hch 4, 32). «Estaban dispuestos a grandes sacrificios y a despojarse de todo lo que pudiera apartarles de Cristo […]: sólo Cristo era su verdadero tesoro» (Homilía en Seúl, 16 de agosto de 2014). Su amor a Dios y al prójimo se realizó en el acto final de entregar su propia vida, regando con su sangre el semillero de la Iglesia.


Aquella primera comunidad ha dejado a vosotros y a toda la Iglesia un hermoso testimonio de vida cristiana: «Su rectitud en la búsqueda de la verdad, su fidelidad a los más altos principios de la religión que abrazaron, así como su testimonio de caridad y solidaridad para con todos» (ibídem). Su ejemplo es una escuela que puede enseñarnos a ser testigos cristianos cada vez más fieles, llamándonos al encuentro, a la caridad y al sacrificio. Las lecciones que impartieron pueden aplicarse de modo particular a nuestro tiempo en el que, a pesar de los numerosos progresos realizados en la tecnología y en la comunicación, las personas están cada vez más aisladas y las comunidades más debilitadas. Qué importante es, pues, que trabajéis junto con los sacerdotes, los religiosos y las religiosas y los líderes laicos de vuestras diócesis para garantizar que las parroquias, las escuelas y los centros de apostolado sean auténticos lugares de encuentro: encuentro con el Señor, que nos enseña cómo amar y abre nuestros ojos a la dignidad de cada persona, y encuentro de unos con otros, especialmente con los pobres, los ancianos y las personas olvidadas en medio de nosotros. Cuando encontramos a Jesús y experimentamos su compasión por nosotros, nos convertimos en testigos cada vez más convincentes de su poder salvífico; compartimos más fácilmente nuestro amor por Él y los dones con los que hemos sido bendecidos. Nos convertimos en un sacrificio vivo, entregados a Dios y a los demás por amor (cf. Rm 12, 1, 9-10).


Mi pensamiento se dirige ahora a vuestros jóvenes, que con fuerza desean llevar adelante la herencia de vuestros antepasados. Están al comienzo de su vida y llenos de esperanzas, promesas y posibilidades. Fue una alegría para mí estar con los jóvenes de Corea y de toda Asia, que se reunieron para la Jornada de la juventud asiática, y experimentar su apertura a Dios y a los demás. Precisamente como el testimonio de los primeros cristianos nos invita a ser solícitos unos con otros, así también nuestros jóvenes nos desafían a escucharnos unos a otros. Sé que en vuestras diócesis, parroquias e instituciones estáis buscando nuevos modos de implicar a los jóvenes para que puedan expresarse y ser escuchados, a fin de compartir la riqueza de vuestra fe y de la vida de la Iglesia. Cuando hablamos con los jóvenes, ellos nos desafían a compartir la verdad de Jesucristo con claridad y de un modo que puedan comprender. También ponen a prueba la autenticidad de nuestra fe y de nuestra fidelidad. Aunque prediquemos a Cristo y no a nosotros mismos, estamos llamados a ser un ejemplo para el pueblo de Dios (cf. 1 P 5, 3) a fin de atraer a las personas hacia Él. 


Los jóvenes nos llamarán inmediatamente al orden a nosotros y a la Iglesia, si nuestra vida no refleja nuestra fe. Al respecto, su honradez puede ayudarnos precisamente mientras tratamos de impulsar a los fieles a manifestar la fe en su vida diaria.


Mientras reflexionáis sobre la vida de vuestras diócesis, mientras formuláis y revéis vuestros planes pastorales, os exhorto a tener presentes a los jóvenes a quienes servís. Vedlos como interlocutores para «edificar una Iglesia más santa, más misionera y humilde […], una Iglesia que ama y adora a Dios, que intenta servir a los pobres, a los que están solos, a los enfermos y a los marginados» (Homilía en el castillo de Haemi, 17 de agosto de 2014). 


Estad cerca de ellos y mostradles que os preocupáis por ellos y comprendéis sus necesidades. Esta cercanía no sólo reforzará las instituciones y las comunidades de la Iglesia, sino que también os ayudará a comprender las dificultades que ellos y sus familias experimentan en la vida diaria en la sociedad. De este modo, el Evangelio penetrará cada vez más profundamente en la vida, tanto de la comunidad católica como de la sociedad en su conjunto. A través de vuestro servicio a los jóvenes, la Iglesia llegará a ser esa levadura en el mundo que el Señor nos llama a ser (cf. Mt 13, 33).


Mientras os preparáis para volver a vuestras Iglesias locales, además de alentaros en vuestro ministerio y confirmaros en vuestra misión, os pido, sobre todo, que seáis servidores precisamente como Cristo, que vino a servir y no a ser servido (cf. Mt 20, 28). Nuestra vida es una vida de servicio, entregada libremente por cada alma confiada a nuestro cuidado, sin excepción. Comprobé esto en vuestro servicio generoso y altruista a vuestra gente, que se manifiesta de modo particular en vuestro anuncio de Jesucristo y en la entrega de vosotros mismos, que renováis cada día. «Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas» (Evangelii gaudium, 167).


Con este espíritu de servicio, sed solícitos unos con otros. A través de vuestra colaboración y vuestro apoyo fraterno, fortaleceréis la Iglesia en Corea y en Mongolia, y llegaréis a ser cada vez más eficaces al proclamar a Cristo. Estad cerca de vuestros sacerdotes: sed verdaderos padres que no sólo quieren exhortarlos y corregirlos, sino sobre todo acompañarlos en sus dificultades y alegrías. Acercaos también a los numerosos religiosos y religiosas, cuya consagración enriquece y sostiene cada día la vida de la Iglesia, puesto que ofrecen a la sociedad un signo visible del nuevo cielo y de la nueva tierra (cf. Ap 21, 1-2). 


Con estos obreros comprometidos en la viña del Señor, junto con todos los fieles laicos, edificad a partir de la herencia de vuestros antepasados y ofreced al Señor un sacrificio digno para hacer más profundas la comunión y la misión de la Iglesia en Corea y en Mongolia.


Deseo expresar de modo particular mi aprecio a la comunidad católica en Mongolia por sus esfuerzos en edificar el reino de Dios. Que siga siendo fervorosa en la fe, siempre confiada en que la fuerza santificadora del Espíritu Santo obra en ella como discípula misionera (cf. Evangelii gaudium, 119).


Queridos hermanos obispos: Con renovada gratitud por el testimonio duradero de las comunidades cristianas en Corea y en Mongolia, os aseguro mis constantes oraciones y mi cercanía espiritual. Os encomiendo a todos a la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y os imparto de buen grado mi bendición apostólica a vosotros y a todos los que han sido confiados a vuestra atención pastoral.



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A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FORO INTERNO
ORGANIZADO POR EL TRIBUNAL DE LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA


Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Jueves 12 de marzo de 2015




Queridos hermanos:


Me alegra de manera especial, en este tiempo de Cuaresma, encontrarme con vosotros con ocasión del curso anual sobre el fuero interno organizado por la Penitenciaría apostólica. Dirijo un saludo cordial al cardenal Mauro Piacenza, penitenciario mayor, y le agradezco sus amables palabras. Le doy las gracias por las felicitaciones que me ha expresado, pero también quiero compartir otro aniversario: además del de mañana, dos años de pontificado, hoy se cumple el 57º aniversario de mi entrada en la vida religiosa. Rezad por mí. Saludo al regente, monseñor Krzysztof Nykiel, a los prelados, a los oficiales y al personal de la Penitenciaría, a los colegios de penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las basílicas papales in Urbe, y a todos los participantes en el curso, cuyo fin pastoral es ayudar a los nuevos sacerdotes y a los candidatos al orden sagrado a administrar rectamente el sacramento de la Reconciliación. Como sabemos, los sacramentos son el lugar de la cercanía y de la ternura de Dios por los hombres; son el modo concreto que Dios ha pensado, ha querido para salir a nuestro encuentro, para abrazarnos sin avergonzarse de nosotros y de nuestro límite.


Entre los sacramentos, ciertamente el de la Reconciliación hace presente con especial eficacia el rostro misericordioso de Dios: lo hace concreto y lo manifiesta continuamente, sin pausa. No lo olvidemos nunca, como penitentes o como confesores: no existe ningún pecado que Dios no pueda perdonar. Ninguno. Sólo lo que se aparta de la misericordia divina no se puede perdonar, como quien se aleja del sol no se puede iluminar ni calentar.
A la luz de este maravilloso don de Dios, quiero poner de relieve tres exigencias: vivir el sacramento como medio para educar en la misericordia, dejarse educar por lo que celebramos y custodiar la mirada sobrenatural.


1. Vivir el sacramento como medio para educar en la misericordia, significa ayudar a nuestros hermanos a experimentar la paz y la comprensión, humana y cristiana. La confesión no debe ser una «tortura», sino que todos deberían salir del confesionario con la felicidad en el corazón, con el rostro resplandeciente de esperanza, aunque a veces —lo sabemos— humedecido por las lágrimas de la conversión y de la alegría que deriva de ella (cf. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 44). El sacramento, con todos los actos del penitente, no debe convertirse en un pesado interrogatorio, fastidioso e indiscreto. Al contrario, debe ser un encuentro liberador y rico de humanidad, a través del cual se puede educar en la misericordia, que no excluye, sino que más bien comprende el justo compromiso de reparar, en la medida de las posibilidades, el mal cometido. Así, el fiel se sentirá invitado a confesarse frecuentemente, y aprenderá a hacerlo del mejor modo posible, con la delicadeza de conciencia que hace tanto bien al corazón, incluso al corazón del confesor. De esta manera nosotros, sacerdotes, hacemos crecer la relación personal con Dios, para que su reino de amor y de paz se dilate en los corazones.


Muchas veces se confunde la misericordia con el hecho de ser confesor «de manga ancha». Pero pensad en esto: ni un confesor de manga ancha ni un confesor rígido es misericordioso. Ninguno de los dos. El primero, porque dice: «Sigue adelante, esto no es pecado, sigue, sigue». El otro, porque dice: «No, la ley dice…». Pero ninguno de los dos trata al penitente como hermano, lo toma de la mano y lo acompaña en su camino de conversión. Uno dice: «Ve tranquilo, Dios perdona todo. Ve, ve». El otro dice: «No, la ley dice no». En cambio, el misericordioso lo escucha, lo perdona, pero se hace cargo de él y lo acompaña, porque la conversión comienza hoy —quizá—, pero debe proseguir con la perseverancia… Lo toma sobre sí, como el buen Pastor que va a buscar la oveja perdida y la toma sobre sí. Pero no hay que confundirse: esto es muy importante. Misericordia significa hacerse cargo del hermano o de la hermana y ayudarles a caminar. No decir «¡ah, no, sigue, sigue!», o la rigidez. Esto es muy importante. ¿Y quién puede hacer esto? El confesor que reza, el confesor que llora, el confesor que sabe que es más pecador que el penitente, y si no ha realizado la cosa fea que dice el penitente, es por pura gracia de Dios. Misericordioso es estar cerca y acompañar el proceso de conversión.


2. Y es precisamente a vosotros, confesores, que os digo: Dejaos educar por el sacramento de la reconciliación. Segundo punto. ¡Cuántas veces nos sucede que escuchamos confesiones que nos edifican! Hermanos y hermanas que viven una auténtica comunión personal y eclesial con el Señor y un amor sincero a los hermanos. Almas sencillas, almas de pobres de espíritu, que se abandonan totalmente al Señor, que se fían de la Iglesia y, por eso, también del confesor. También nos ocurre a menudo que asistimos a verdaderos milagros de conversión. Personas que desde hace meses, a veces años, han estado bajo el dominio del pecado y que, como el hijo pródigo, vuelven en sí y deciden levantarse y regresar a la casa del Padre (cf. Lc 15, 17) para implorar su perdón. ¡Qué hermoso es acoger a estos hermanos y hermanas arrepentidos con el abrazo de bendición del Padre misericordioso, que tanto nos ama y hace fiesta por cada hijo que con todo el corazón vuelve a Él.


¡Cuánto podemos aprender de la conversión y del arrepentimiento de nuestros hermanos! Nos impulsan a que también nosotros hagamos un examen de conciencia: yo, sacerdote, ¿amo así al Señor, como esta anciana? Yo, sacerdote, que he sido constituido ministro de su misericordia, ¿soy capaz de tener la misericordia que hay en el corazón de este penitente? Yo, confesor, ¿estoy dispuesto al cambio, a la conversión, como este penitente, a quien debo servir? Muchas veces nos edifican estas personas, nos edifican.


3. Cuando se escuchan las confesiones sacramentales de los fieles es preciso tener siempre la mirada interior dirigida al cielo, a lo sobrenatural. Ante todo, debemos reavivar en nosotros la conciencia de que nadie ejerce dicho ministerio por mérito propio, ni por sus propias competencias teológicas o jurídicas, ni por su propio trato humano o psicológico. Todos hemos sido constituidos ministros de la reconciliación por pura gracia de Dios, gratuitamente y por amor, más aún, precisamente por misericordia. Yo que he hecho esto, lo otro y lo de más allá, ahora debo perdonar… Me viene a la memoria el pasaje final de Ezequiel 16, cuando el Señor reprocha con palabras muy fuertes la infidelidad de su pueblo. Pero al final, dice: «Te perdonaré y te pondré sobre tus hermanas —las otras naciones— para que las juzgues y seas más importante que ellas; lo haré para que sientas vergüenza, para que te avergüences de lo que has hecho». La experiencia de la vergüenza: al escuchar este pecado, esta alma que se arrepiente con tanto dolor o con tanta delicadeza de conciencia, ¿soy capaz de avergonzarme de mis pecados? Y esta es una gracia. Somos ministros de la misericordia gracias a la misericordia de Dios; jamás debemos perder esta mirada sobrenatural, que nos hace verdaderamente humildes, acogedores y misericordiosos con cada hermano y hermana que pide confesarse. Y si no he hecho esto, si no he cometido ese pecado feo o no estoy en la cárcel, es por pura gracia de Dios, solamente por eso. No por mérito propio. Y esto debemos sentirlo en el momento de la administración del sacramento. También el modo de escuchar la acusación de los pecados debe ser sobrenatural: escuchar de modo sobrenatural, de modo divino; respetuoso de la dignidad y de la historia personal de cada uno, de manera que pueda comprender qué quiere Dios de él o de ella. Por eso la Iglesia está llamada a «iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este “arte del acompañamiento”, para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 169). También el pecador más grande, que se presenta a Dios para pedir perdón, es «tierra sagrada», y también yo, que debo perdonarlo en nombre de Dios, puedo hacer cosas más feas que las que ha hecho él. Cada fiel penitente que se acerca al confesionario es «tierra sagrada», tierra sagrada que hay que «cultivar» con dedicación, cuidado y atención pastoral.


Queridos hermanos: Os deseo que aprovechéis el tiempo cuaresmal para la conversión personal y para dedicaros generosamente a escuchar las confesiones, de modo que el pueblo de Dios pueda llegar purificado a la fiesta de la Pascua, que representa la victoria definitiva de la Misericordia divina sobre todo el mal del mundo. Encomendémonos a la intercesión de María, Madre de la Misericordia y Refugio de los pecadores. Ella sabe cómo ayudarnos a nosotros, pecadores. A mí me gusta mucho leer las historias de san Alfonso María de Ligorio y los diversos capítulos de su libro «Las glorias de María». Esas historias de la Virgen, que siempre es el refugio de los pecadores y busca el camino para que el Señor perdone todo. Que ella nos enseñe este arte. Os bendigo de corazón y, por favor, os pido que recéis por mí. Gracias.



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AL MOVIMIENTO DE COMUNIÓN Y LIBERACIÓN


Plaza de San Pedro
Sábado 7 de marzo de 2015


Queridos hermanos y hermanas:


¡Buenos días! Os doy la bienvenida a todos y os agradezco vuestro afecto caluroso. Dirijo mi saludo cordial a los cardenales y obispos. Saludo a don Julián Carrón, presidente de vuestra fraternidad, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos; y también le agradezco, don Julián, la hermosa carta que usted escribió a todos, invitándolos a venir. Muchas gracias.


Mi primer pensamiento se dirige a vuestro fundador, monseñor Luigi Giussani, recordando el décimo aniversario de su nacimiento al cielo. Estoy agradecido a don Giussani por varias razones. La primera, más personal, es el bien que este hombre me hizo a mí y a mi vida sacerdotal a través de la lectura de sus libros y de sus artículos. La otra razón es que su pensamiento es profundamente humano y llega hasta lo más íntimo del anhelo del hombre. Sabéis cuán importante era para don Giussani la experiencia del encuentro: encuentro no con una idea, sino con una Persona, con Jesucristo. Así, él educó en la libertad, guiando al encuentro con Cristo, porque Cristo nos da la verdadera libertad. Hablando del encuentro, me viene a la memoria «La vocación de Mateo», ese Caravaggio ante el cual me detenía largamente en San Luis de los Franceses cada vez que venía a Roma. Ninguno de los que estaban allí, incluido Mateo, ávido de dinero, podía creer en el mensaje de ese dedo que lo indicaba, en el mensaje de esos ojos que lo miraban con misericordia y lo elegían para el seguimiento. Sentía el estupor del encuentro. Así es el encuentro con Cristo, que viene y nos invita.


Todo en nuestra vida, hoy como en tiempos de Jesús, comienza con un encuentro. Un encuentro con este hombre, el carpintero de Nazaret, un hombre como todos y, al mismo tiempo, diverso. Pensemos en el evangelio de san Juan, allí donde relata el primer encuentro de los discípulos con Jesús (cf. 1, 35-42). Andrés, Juan y Simón: se sintieron mirados en lo más profundo, conocidos íntimamente, y esto suscitó en ellos una sorpresa, un estupor que, inmediatamente, los hizo sentirse unidos a Él… O cuando, después de la resurrección, Jesús le pregunta a Pedro: «¿Me amas?» (Jn 21, 15), y Pedro le responde: «Sí»; ese sí no era el resultado de la fuerza de voluntad, no venía sólo de la decisión del hombre Simón: venía ante todo de la gracia, era el «primerear», el preceder de la gracia. Ese fue el descubrimiento decisivo para san Pablo, para san Agustín, y para tantos otros santos: Jesucristo siempre es el primero, nos primerea, nos espera, Jesucristo nos precede siempre; y cuando nosotros llegamos, Él ya nos estaba esperando. Él es como la flor del almendro: es la que florece primero y anuncia la primavera.


Y no se puede comprender esta dinámica del encuentro que suscita el estupor y la adhesión sin la misericordia. Sólo quien ha sido acariciado por la ternura de la misericordia conoce verdaderamente al Señor. El lugar privilegiado del encuentro es la caricia de la misericordia de Jesucristo a mi pecado. Y por eso, algunas veces, me habéis oído decir que el puesto, el lugar privilegiado del encuentro con Jesucristo es mi pecado. Gracias a este abrazo de misericordia vienen ganas de responder y cambiar, y puede brotar una vida diversa. La moral cristiana no es el esfuerzo titánico, voluntarista de quien decide ser coherente y lo logra, una especie de desafío solitario ante el mundo. No. Esta no es la moral cristiana, es otra cosa. La moral cristiana es respuesta, es la respuesta conmovida ante una misericordia sorprendente, imprevisible, incluso «injusta» según los criterios humanos, de uno que me conoce, conoce mis traiciones y me quiere lo mismo, me estima, me abraza, me llama de nuevo, espera en mí, espera de mí. La moral cristiana no es no caer jamás, sino levantarse siempre, gracias a su mano que nos toma. Y el camino de la Iglesia es también este: dejar que se manifieste la gran misericordia de Dios. Decía días pasados a los nuevos cardenales: «El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el camino de la Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a buscar a los lejanos en las “periferias” esenciales de la existencia; es el de adoptar integralmente la lógica de Dios», que es la de la misericordia (Homilía, 15 de febrero de 2015: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de febrero de 2015, p. 10). También la Iglesia debe sentir el impulso gozoso de convertirse en flor de almendro, es decir, en primavera como Jesús, para toda la humanidad.


Hoy recordáis también los sesenta años del comienzo de vuestro Movimiento, «que no nació en la Iglesia —como os dijo Benedicto XVI— de una voluntad organizativa de la jerarquía, sino que se originó de un encuentro renovado con Cristo y así, podemos decir, de un impulso derivado, en definitiva, del Espíritu Santo» (Discurso a la peregrinación de Comunión y Liberación, 24 de marzo de 2007: : L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de marzo de 2007, p. 6).


Después de sesenta años el carisma originario no ha perdido su lozanía y vitalidad. Pero recordad que el centro no es el carisma, el centro es uno solo, es Jesús, Jesucristo. Cuando pongo en el centro mi método espiritual, mi camino espiritual, mi modo de actuarlo, me salgo del camino. Toda la espiritualidad, todos los carismas en la Iglesia deben ser «descentrados»: en el centro está sólo el Señor. Por eso, cuando Pablo en la primera Carta a los Corintios habla de los carismas, de esta realidad tan hermosa de la Iglesia, del Cuerpo místico, termina hablando del amor, es decir, de lo que viene de Dios, de lo que es propio de Dios, y que nos permite imitarlo. No os olvidéis nunca de esto, de ser descentrados.


Y tampoco el carisma se conserva en una botella de agua destilada. Fidelidad al carisma no quiere decir «petrificarlo», es el diablo quien «petrifica», no os olvidéis. Fidelidad al carisma no quiere decir escribirlo en un pergamino y ponerlo en un cuadro. La referencia a la herencia que os ha dejado don Giussani no puede reducirse a un museo de recuerdos, de decisiones tomadas, de normas de conducta. Comporta ciertamente fidelidad a la tradición, pero fidelidad a la tradición —decía Mahler— «significa mantener vivo el fuego y no adorar las cenizas». Don Giussani no os perdonaría jamás que perdierais la libertad y os transformarais en guías de museo o en adoradores de cenizas. Mantened vivo el fuego de la memoria del primer encuentro y sed libres.


Así, centrados en Cristo y en el Evangelio, podéis ser brazos, manos, pies, mente y corazón de una Iglesia «en salida». El camino de la Iglesia es salir para ir a buscar a los lejanos en las periferias, para servir a Jesús en cada persona marginada, abandonada, sin fe, desilusionada de la Iglesia, prisionera de su propio egoísmo.


«Salir» también significa rechazar la autorreferencialidad en todas sus formas, significa saber escuchar a quien no es como nosotros, aprendiendo de todos, con humildad sincera. Cuando somos esclavos de la autorreferencialidad, terminamos por cultivar una «espiritualidad de etiqueta»: «Yo soy cl». Esta es la etiqueta. Y luego caemos en las mil trampas que nos presenta la complacencia autorreferencial, el mirarnos en el espejo que nos lleva a desorientarnos y a transformarnos en meros empresarios de una ong.


Queridos amigos: Quiero terminar con dos citas muy significativas de don Giussani, una de los comienzos y la otra del final de su vida.


La primera: «El cristianismo no se realiza jamás en la historia como fijación de posiciones que hay que defender, que se relacionan con lo nuevo como pura antítesis; el cristianismo es principio de redención, que asume lo nuevo, salvándolo» (Porta la speranza. Primi scritti, Génova 1967, p. 119). Esta será en torno a 1967.


La segunda, de 2004: «No sólo nunca pretendí “fundar” nada, sino que creo que el genio del movimiento que he visto nacer consiste en haber sentido la urgencia de proclamar la necesidad de volver a los aspectos elementales del cristianismo, es decir, la pasión por el hecho cristiano como tal, en sus elementos originales y nada más» (Carta a Juan Pablo II, 26 de enero de 2004, con ocasión del 50° aniversario de Comunión y Liberación).


Que el Señor os bendiga y la Virgen os proteja. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.


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A LOS MIEMBROS DEL CAMINO NEOCATECUMENAL


Aula Pablo VI
Viernes 6 de marzo de 2015


Queridos hermanos y hermanas:


¡Buenos días a todos! Y gracias, muchas gracias por haber venido a este encuentro.
La tarea del Papa, la tarea de Pedro, es la de confirmar a los hermanos en la fe. Así, vosotros también habéis querido con este gesto pedir al Sucesor de Pedro que confirme vuestra llamada, que sostenga vuestra misión y bendiga vuestro carisma. Y hoy confirmo vuestra llamada, sostengo vuestra misión y bendigo vuestro carisma. Lo hago no porque él [señala a Kiko] me pagó, !no! Lo hago porque quiero hacerlo. Iréis en nombre de Cristo a todo el mundo a llevar su Evangelio: Que Cristo os preceda, que Cristo os acompañe, que Cristo lleve a su realización la salvación de la que sois portadores.


Junto a vosotros saludo a todos los cardenales y obispos que os acompañan hoy y que en sus diócesis apoyan vuestra misión. En especial saludo a los iniciadores del Camino Neocatecumenal, Kiko Argüello y Carmen Hernández, junto con el padre Mario Pezzi: también a ellos expreso mi aprecio y mi aliento por todo lo que, a través del Camino, están haciendo en beneficio de la Iglesia. Yo digo siempre que el Camino Neocatecumenal hace un gran bien en la Iglesia.


Como dijo Kiko, nuestro encuentro de hoy es un envío misionero, en obediencia a lo que Cristo nos pidió y escuchamos en el Evangelio. Y estoy particularmente contento de que esta misión vuestra se lleve a cabo gracias a familias cristianas que, reunidas en una comunidad, tienen la misión de entregar los signos de la fe que atraen a los hombres hacia la belleza del Evangelio, según las palabras de Cristo: «Amaos como yo os he amado; de este amor conocerán que sois mis discípulos» (cf. Jn 13, 34-35), y «sean todos uno y el mundo creerá» (cf. Jn 17, 21). Estas comunidades, llamadas por los obispos, están formadas por un presbítero y cuatro o cinco familias, con hijos incluso mayores, y constituyen una «missio ad gentes», con un mandato de evangelizar a los no cristianos. 
Los no cristianos que jamás escucharon hablar de Jesucristo, y muchos no cristianos que olvidaron quién era Jesucristo, quién es Jesucristo: no cristianos bautizados, a quienes la secularización, la mundanidad y muchas otras cosas les hicieron olvidar la fe. ¡Despertad esa fe!


Por lo tanto, incluso antes que con la palabra, es con vuestro testimonio de vida como manifestáis el corazón de la revelación de Cristo: que Dios ama al hombre hasta entregarse a la muerte por él y que fue resucitado por el Padre para darnos la gracia de dar nuestra vida a los demás. El mundo de hoy tiene extrema necesidad de es este gran mensaje. Cuánta soledad, cuánto sufrimiento, cuánta lejanía de Dios en tantas periferias de Europa y América y en muchas ciudades de Asia. Cuánta necesidad tiene el hombre de hoy, en todo lugar, de sentir que Dios lo ama y que el amor es posible. Estas comunidades cristianas, gracias a vosotros, familias misioneras, tienen la tarea esencial de hacer visible este mensaje. Y ¿cuál es el mensaje? «¡Cristo ha resucitado! ¡Cristo vive! ¡Cristo está vivo entre nosotros!».


Vosotros habéis recibido la fuerza de dejar todo y partir hacia tierras lejanas gracias a un camino de iniciación cristiana, vivido en pequeñas comunidades, donde habéis descubierto de nuevo las inmensas riquezas de vuestro bautismo. Este es el Camino Neocatecumenal, un auténtico don de la Providencia a la Iglesia de nuestros tiempos, como ya afirmaron mis predecesores; sobre todo san Juan Pablo II cuando os dijo: «Reconozco el Camino Neocatecumenal como un itinerario de formación católica, válida para la sociedad y para los tiempos de hoy» (Carta Ogniqualvolta, 30 de agosto de 1990). El Camino se basa en esas tres dimensiones de la Iglesia que son la Palabra, la Liturgia y la Comunidad. Por ello, la escucha obediente y constante de la Palabra de Dios, la celebración eucarística en pequeñas comunidades después de las primeras Vísperas del domingo, la celebración de Laudes en familia en el día domingo con todos los hijos, y el compartir la propia fe con los demás hermanos están en el origen de tantos dones que el Señor os prodigó, así como las numerosas vocaciones al presbiterado y a la vida consagrada. Ver todo esto es un consuelo, porque confirma que el Espíritu de Dios está vivo y operante en su Iglesia, también hoy, y que responde a las necesidades del hombre moderno.


En diversas ocasiones insistí sobre la necesidad que la Iglesia tiene de pasar de una pastoral de simple conservación a una pastoral decididamente misionera (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 15). Cuántas veces, en la Iglesia, tenemos a Jesús dentro y no lo dejamos salir... ¡Cuántas veces! Esto es lo más importante que hay que hacer si no queremos que las aguas se estanquen en la Iglesia. El Camino desde hace años está realizando estas missio ad gentes entre los no cristianos, para una implantatio Ecclesiae, una nueva presencia de Iglesia, allí donde la Iglesia no existe y ya no es capaz de llegar a las personas. «¡Cuánta alegría nos dais con vuestra presencia y con vuestra actividad!», os dijo el beato Papa Pablo VI en su primera audiencia con vosotros (8 de mayo de 1974). Yo también hago mías estas palabras y os aliento a seguir adelante, confiándoos a la santísima Virgen María que inspiró el Camino Neocatecumenal. Ella intercede por vosotros ante su Hijo divino.


Queridísimos, que el Señor os acompañe. ¡Id con mi bendición!


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A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA DE LA 
ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Palacio Apostólico Vaticano
 Sala Clementina
Jueves 5 de marzo de 2015


Queridos hermanos y hermanas:


Os saludo cordialmente con ocasión de vuestra asamblea general, llamada a reflexionar sobre el tema «Asistencia al anciano y cuidados paliativos», y agradezco al presidente sus amables palabras. Me complace saludar especialmente al cardenal Sgreccia, que es un pionero… ¡gracias!


Los cuidados paliativos son expresión de la actitud propiamente humana de cuidarse unos a otros, especialmente a quien sufre. Testimonian que la persona humana es siempre valiosa, aunque esté marcada por la ancianidad y la enfermedad. En efecto, la persona, en cualquier circunstancia, es un bien para sí misma y para los demás, y es amada por Dios. Por eso, cuando su vida se vuelve muy frágil y se acerca la conclusión de su existencia terrena, sentimos la responsabilidad de asistirla y acompañarla del mejor modo.


El mandamiento bíblico que nos pide honrar a los padres, en sentido lato, nos recuerda que debemos honrar a todas las personas ancianas. A este mandamiento Dios asocia una doble promesa: «Para que se prolonguen tus días» (Ex 20, 12) y —la otra— «seas feliz» (Dt 5, 16). La fidelidad al cuarto mandamiento no sólo asegura el don de la tierra, sino sobre todo la posibilidad de disfrutar de ella. En efecto, la sabiduría que nos lleva a reconocer el valor de la persona anciana y a honrarla, es la misma sabiduría que nos permite apreciar los numerosos dones que recibimos diariamente de la mano providente del Padre y ser felices. El precepto nos revela la fundamental relación pedagógica entre padres e hijos, entre ancianos y jóvenes, con referencia a la custodia y a la transmisión de la enseñanza religiosa y sapiencial a las generaciones futuras. Respetar esta enseñanza y a quienes la transmiten es fuente de vida y de bendición.


Al contrario, la Biblia reserva una severa advertencia a quienes descuidan o maltratan a los padres (cf. Ex 21, 17; Lv 20, 9). Este mismo juicio vale hoy cuando los padres, siendo ancianos y menos útiles, permanecen marginados hasta el abandono; y tenemos muchos ejemplos.


La Palabra de Dios es siempre viva, y vemos bien cómo el mandamiento tiene apremiante actualidad para la sociedad contemporánea, en la que la lógica de la utilidad prevalece sobre la de la solidaridad y la gratuidad, incluso en el seno de las familias. Por lo tanto, escuchemos con corazón dócil la Palabra de Dios que nos viene de los mandamientos, los cuales, recordémoslo siempre, no son vínculos que aprisionan, sino palabras de vida.


«Honrar» hoy también podría traducirse como el deber de tener máximo respeto y cuidar a quien, por su condición física o social, podría ser abandonado para morir o «dejarlo morir». Toda la medicina tiene una función especial dentro de la sociedad como testigo de la honra que se debe a la persona anciana y a todo ser humano. Evidencia y eficiencia no pueden ser los únicos criterios que orienten la actuación de los médicos, ni lo son las reglas de los sistemas sanitarios y el beneficio económico. Un Estado no puede pensar en obtener beneficio con la medicina. Al contrario, no hay deber más importante para una sociedad que el de cuidar a la persona humana.


Vuestro trabajo durante estos días explora nuevas áreas de aplicación de los cuidados paliativos. Hasta ahora han sido un valioso acompañamiento para los enfermos oncológicos, pero hoy las enfermedades son muchas y variadas, a menudo relacionadas con la ancianidad, caracterizada por un desmejoramiento crónico progresivo, y para las que puede servir este tipo de asistencia. Ante todo, los ancianos tienen necesidad del cuidado de sus familiares, cuyo afecto ni siquiera las estructuras públicas más eficientes o los agentes sanitarios más competentes y caritativos pueden sustituir. Cuando no son autosuficientes o tienen enfermedades avanzadas o terminales, los ancianos pueden disponer de una asistencia verdaderamente humana y recibir respuestas adecuadas a sus exigencias gracias a los cuidados paliativos ofrecidos como integración y apoyo a la atención prestada por sus familiares. Los cuidados paliativos tienen el objetivo de aliviar el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y al mismo tiempo garantizar al paciente un adecuado acompañamiento humano (cf. Carta encíclica Evangelium vitae, 65). Se trata de un apoyo importante, sobre todo para los ancianos, que, a causa de su edad, reciben cada vez menos atención de la medicina curativa y a menudo permanecen abandonados. El abandono es la «enfermedad» más grave del anciano, y también la injusticia más grande que puede sufrir: quienes nos han ayudado a crecer no deben ser abandonados cuando tienen necesidad de nuestra ayuda, nuestro amor y nuestra ternura.


Por lo tanto, aprecio vuestro compromiso científico y cultural para garantizar que los cuidados paliativos puedan llegar a todos los que los necesitan. Animo a los profesionales y a los estudiantes a especializarse en este tipo de asistencia, que no tiene menos valor por el hecho de que «no salva la vida». Los cuidados paliativos realizan algo igualmente importante: valoran a la persona. A todos los que, de diferentes modos, están comprometidos en el campo de los cuidados paliativos, los exhorto a poner en práctica este compromiso, conservando íntegro el espíritu de servicio y recordando que el conocimiento médico es verdaderamente ciencia, en su significado más noble, sólo si se considera un auxilio con vistas al bien del hombre, un bien que jamás se alcanza «contra» su vida y su dignidad.


Esta capacidad de servicio a la vida y a la dignidad de la persona enferma, aunque sea anciana, mide el verdadero progreso de la medicina y de toda la sociedad. Repito la exhortación de Juan Pablo ii: «¡Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana! ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!» (ibídem, n. 5).


Deseo que continuéis el estudio y la investigación, para que la obra de promoción y defensa de la vida sea cada vez más eficaz y fecunda. Que os proteja la Virgen Madre, Madre de la vida, y os acompañe mi bendición. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.


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A LOS OBISPOS AMIGOS DEL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLARES

Aula Pablo VI
Miércoles 4 de marzo de 2015


Queridos hermanos:


Os doy la bienvenida y agradezco al cardenal Kovithavanij su introducción. Agradezco también a la presidenta y al co-presidente del Movimiento de los Focolares su presencia.
Os ha reunido en Roma la amistad con este Movimiento y el interés por la «espiritualidad de comunión». En estos días, en especial, vuestra reflexión se centra en el tema «Eucaristía, misterio de comunión».


En efecto, el carisma de la unidad propio de la Obra de María está fuertemente anclado en la Eucaristía, que le confiere su carácter cristiano y eclesial. Sin la Eucaristía la unidad perdería su polo de atracción divina y se reduciría a un sentimiento y a una dinámica solamente humana, psicológica, sociológica. En cambio, la Eucaristía garantiza que en el centro esté Cristo, y que sea su Espíritu, el Espíritu Santo, quien mueva nuestros pasos y nuestras iniciativas de encuentro y comunión.


El apóstol Pablo escribe: «Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan» (1 Cor 10, 17). Como obispos, reunimos a las comunidades en torno a la Eucaristía, a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida. Este es nuestro servicio, y es fundamental. El obispo es principio de unidad en la Iglesia, pero esto no se lleva a cabo sin la Eucaristía: el obispo no reúne al pueblo alrededor de su persona o de las propias ideas, sino en torno a Cristo presente en su Palabra y en el Sacramento de su Cuerpo y Sangre. Y, en la escuela de Jesús, buen Pastor, Cordero inmolado y resucitado, el obispo reúne a las ovejas a él confiadas con la entrega de su vida, asumiendo él mismo una forma de existencia eucarística. Así, pues, el obispo, al conformarse con Cristo, se convierte en Evangelio vivo, se convierte en Pan partido para la vida de muchos con su predicación y su testimonio. Quien se nutre con fe de Cristo Pan vivo su amor lo impulsa a dar la vida por los hermanos, a salir, a ir al encuentro de quien es marginado y despreciado.


Os doy las gracias en especial a vosotros, hermanos, que venís de las tierras ensangrentadas de Siria e Irak, así como de Ucrania. En el sufrimiento que estáis viviendo con vuestra gente, vosotros experimentáis la fuerza que viene de Jesús Eucaristía, la fuerza de seguir adelante unidos en la fe y en la esperanza.


En la celebración diaria de la misa nosotros estamos unidos a vosotros, rezamos por vosotros ofreciendo el Sacrificio de Cristo; y allí encuentran fuerza y significado también las múltiples iniciativas de solidaridad en favor de vuestras Iglesias.


Queridos hermanos, os aliento a seguir adelante con vuestro compromiso en favor del camino ecuménico y del diálogo interreligioso. Y os agradezco la aportación que hacéis para una mayor comunión entre los diversos movimientos eclesiales.


Que el Señor os bendiga y la Virgen os proteja. Recemos unos por otros. Os agradezco vuestras oraciones.


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A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL REGIONAL DEL NORTE DE ÁFRICA (CERNA)
EN VISTA “AD LIMINA APOSTOLORUM”


Lunes 2 de marzo de 2015


Queridos hermanos en el episcopado:


Os acojo con alegría durante estos días que realizáis vuestra visita ad limina. Deseo que la peregrinación a las tumbas de los Apóstoles fortalezca vuestra fe y consolide vuestra esperanza, para que prosigáis el ministerio que se os ha confiado en cada uno de vuestros países. Doy las gracias a monseñor Vincent Landel, arzobispo de Rabat y presidente de vuestra Conferencia, que en nombre de todos vosotros ha expresado sentimientos de comunión con el Sucesor de Pedro. A través de vosotros, me uno a los fieles de vuestras diócesis del norte de África. Llevadles el afecto del Papa y la certeza de que permanece cercano a ellos y los alienta mientras dan generoso testimonio del Evangelio de paz y amor de Jesús. Mi saludo cordial también se dirige a todos los habitantes de vuestros países, en particular a las personas que sufren.


Desde hace algunos años, vuestra región experimenta desarrollos significativos que han permitido esperar ver realizadas ciertas aspiraciones a una mayor libertad y a la dignidad, y favorecer una libertad de conciencia más grande. Pero a veces este desarrollo ha llevado a explosiones de violencia. En particular, quiero rendir homenaje a la valentía, a la fidelidad y a la perseverancia de los obispos en Libia, así como de los sacerdotes, las personas consagradas y los laicos que permanecen en el país a pesar de los numerosos peligros. Son auténticos testigos del Evangelio. Les doy las gracias de corazón, y os aliento a todos a proseguir vuestros esfuerzos para contribuir a la paz y a la reconciliación en toda vuestra región.


Vuestra Conferencia episcopal, que reúne regularmente a los pastores de Marruecos, Argelia, Túnez y Libia, es un importante lugar de intercambio y diálogo, pero también ha de ser un instrumento de comunión que permita profundizar relaciones fraternas y confiadas entre vosotros. Vuestra peregrinación a Roma es una feliz ocasión para renovar vuestro compromiso común al servicio de la misión de la Iglesia en cada uno de vuestros países. 


Realizáis esta misión con los sacerdotes, vuestros colaboradores directos, que a veces, al ser originarios de numerosos países, tienen dificultades para adaptarse a situaciones muy nuevas para ellos. Por lo tanto, es particularmente necesario que estéis cerca de cada uno de ellos y atentos a su formación permanente, para que puedan vivir su ministerio plena y serenamente. A cada uno de ellos les dirijo mi más cordial saludo, y les aseguro a todos mi oración.


Las religiosas y los religiosos también tienen un papel importante en la vida y en la misión de vuestras Iglesias. Les agradezco el testimonio de vida fraterna y el compromiso tan generoso al servicio de sus propios hermanos y hermanas. En este Año de la vida consagrada, los invito a tomar renovada conciencia de la importancia de la contemplación en su vida y hacer resplandecer de este modo la belleza y la santidad de su vocación.


En el centro de vuestra misión y en la fuente de vuestra esperanza están, ante todo, el encuentro personal con Jesucristo y la certeza de que Él actúa en el mundo al que habéis sido enviados en su nombre. Así pues, la vitalidad evangélica de vuestras diócesis depende de la calidad de la vida espiritual y sacramental de cada uno. La historia de vuestra región se ha caracterizado por numerosas figuras de santidad, desde Cipriano y Agustín, patrimonio espiritual de toda la Iglesia, hasta el beato Carlos de Foucauld, de quien el próximo año celebraremos el centenario de su muerte; y, más cercanos a nosotros, por los religiosos y las religiosas que entregaron todo a Dios y a sus hermanos, hasta el sacrificio de su vida. Os corresponde a vosotros desarrollar esta herencia espiritual, ante todo entre vuestros fieles, pero también abriéndola a todos. Además, me alegra saber que durante estos últimos años ha sido posible restaurar diversos santuarios cristianos en Argelia. 


Acogiendo a cada uno tal como es, con benevolencia y sin proselitismo, vuestras comunidades muestran que quieren ser una Iglesia de puertas abiertas, siempre «en salida» (cf. Evangelii gaudium, 46-47).


En las situaciones a veces difíciles que vive vuestra región, vuestro ministerio de pastores experimenta muchas alegrías. Así, la acogida de nuevos discípulos que se unen a vosotros, tras descubrir el amor de Dios manifestado en Jesús, es un hermoso signo que da el Señor. Al compartir con sus compatriotas la preocupación por la edificación de una sociedad cada vez más fraterna y abierta, muestran que todos son hijos de un mismo Padre. Los saludo de modo particular y les aseguro mi afecto, deseando que ocupen plenamente su lugar en la vida de vuestras diócesis.


También la universalidad es una característica de vuestras Iglesias, cuyos fieles provienen de numerosas naciones para formar comunidades muy vivas. Los invito a manifestar en su rostro la alegría del Evangelio, la alegría de haber encontrado a Cristo, que los hace vivir. 


También para vosotros es una ocasión para maravillaros ante la obra de Dios, que se difunde entre todos los pueblos y en todas las culturas. Quiero expresar mi aliento a los numerosos jóvenes estudiantes provenientes del África subsahariana, que forman una parte importante de vuestras comunidades. Manteniéndose firmes en la fe, serán capaces de establecer con todos vínculos de amistad, confianza y respeto, y así contribuirán a la edificación de un mundo más fraterno.


El diálogo interreligioso es una parte importante de la vida de vuestras Iglesias. También en este ámbito, la fantasía de la caridad abre innumerables caminos para llevar el soplo evangélico a la culturas y a los ámbitos sociales más diversos (cf. Carta apostólica a todos los consagrados con ocasión del Año de la vida consagrada, 28 de noviembre de 2014). Sabéis hasta qué punto el escaso conocimiento recíproco es motivo de tantas incomprensiones y, a veces, incluso de enfrentamientos. Sin embargo, como escribió Benedicto XVI en la exhortación apostólica Africae munus, «si todos nosotros, creyentes en Dios, deseamos servir a la reconciliación, la justicia y la paz, hemos de trabajar juntos para impedir toda forma de discriminación, intolerancia y fundamentalismo confesional» (n. 94). 


El antídoto más eficaz contra toda forma de violencia es la educación en el descubrimiento y en la aceptación de la diferencia como riqueza y fecundidad. Además, es indispensable que en vuestras diócesis sacerdotes, religiosas y laicos se formen en este ámbito. Al respecto, me alegra observar que el Pontificio instituto de estudios árabes e islámicos (PISAI), que celebra este año su quincuagésimo aniversario, nació en vuestra región, en Túnez. Apoyar y utilizar este instituto tan necesario para impregnarse de la lengua y de la cultura, permitirá profundizar un diálogo en la verdad y en el amor entre cristianos y musulmanes. También vivís día a día el diálogo con los cristianos de diferentes confesiones. Que el Instituto ecuménico Al Mowafaqa, fundado en Marruecos para promover el diálogo ecuménico e interreligioso en el contexto que le es propio, contribuya a su vez a un mejor conocimiento recíproco.


Iglesia del encuentro y del diálogo, también queréis estar al servicio de todos, sin distinción. Con medios a menudo humildes, manifestáis la caridad de Cristo y de la Iglesia entre los más pobres, los enfermos, las personas ancianas, las mujeres necesitadas y los detenidos. Os agradezco de corazón el papel que desempeñáis cuando acudís en ayuda de los numerosos inmigrantes originarios de África que buscan en vuestros países un lugar de paso o de acogida. Reconociendo su dignidad humana y esforzándoos por despertar las conciencias ante tantos dramas humanos, mostráis el amor que Dios siente por cada uno de ellos.


Queridos hermanos en el episcopado: Por último, quiero aseguraros el apoyo de toda la Iglesia a vuestra misión. Estáis «en las periferias», con el servicio especial de manifestar la presencia de Cristo en su Iglesia en esta región. Vuestro testimonio de vida, con sencillez y pobreza, es un signo importante para toda la Iglesia. Estad seguros de que el Sucesor de Pedro os acompaña en vuestro duro camino y os alienta a ser siempre hombres de esperanza.


Os encomiendo a la protección de Nuestra Señora de África, que vela sobre todo el continente, y a la intercesión de san Agustín, del beato Carlos de Foucauld y de todos los santos de África. De todo corazón os imparto una afectuosa bendición apostólica a vosotros y a todos vuestros diocesanos.


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