lunes, 30 de septiembre de 2013

FRANCISCO: Cartas (Septiembre 14 y 4 [2] ) y Mensaje (Septiembre 11)

CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON MOTIVO DE LA BEATIFICACIÓN DEL CURA BROCHERO




Excmo. Mons. José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe
Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina

Querido hermano:



Que finalmente el Cura Brochero esté entre los beatos es una alegría y una bendición muy grande para los argentinos y devotos de este pastor con olor a oveja, que se hizo pobre entre los pobres, que luchó siempre por estar bien cerca de Dios y de la gente, que hizo y continúa haciendo tanto bien como caricia de Dios a nuestro pueblo sufrido.



Me hace bien imaginar hoy a Brochero párroco en su mula malacara, recorriendo los largos caminos áridos y desolados de los 200 kilómetros cuadrados de su parroquia, buscando casa por casa a los bisabuelos y tatarabuelos de ustedes, para preguntarles si necesitaban algo y para invitarlos a hacer los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola. Conoció todos los rincones de su parroquia. No se quedó en la sacristía a peinar ovejas.



El Cura Brochero era una visita del mismo Jesús a cada familia. Él llevaba la imagen de la Virgen, el libro de oraciones con la Palabra de Dios, las cosas para celebrar la Misa diaria. Lo invitaban con mate, charlaban y Brochero les hablaba de un modo que todos lo entendían porque le salía del corazón, de la fe y el amor que él tenía a Jesús.



José Gabriel Brochero centró su acción pastoral en la oración. Apenas llegó a su parroquia, comenzó a llevar a hombres y mujeres a Córdoba para hacer los ejercicios espirituales con los padres jesuitas. ¡Con cuánto sacrificio cruzaban primero las Sierras Grandes, nevadas en invierno, para rezar en Córdoba capital! Después, ¡cuánto trabajo para hacer la Santa Casa de Ejercicios en la sede parroquial! Allí, la oración larga ante el crucifijo para conocer, sentir y gustar el amor tan grande del corazón de Jesús, y todo culminaba con el perdón de Dios en la confesión, con un sacerdote lleno de caridad y misericordia. ¡Muchísima misericordia!



Este coraje apostólico de Brochero lleno de celo misionero, esta valentía de su corazón compasivo como el de Jesús que lo hacía decir: «¡Guay de que el diablo me robe un alma!», lo movió a conquistar también para Dios a personas de mala vida y paisanos difíciles. Se cuentan por miles los hombres y mujeres que, con el trabajo sacerdotal de Brochero, dejaron el vicio y las peleas. Todos recibían los sacramentos durante los ejercicios espirituales y, con ellos, la fuerza y la luz de la fe para ser buenos hijos de Dios, buenos hermanos, buenos padres y madres de familia, en una gran comunidad de amigos comprometidos con el bien de todos, que se respetaban y ayudaban unos a otros.



En una beatificación es muy importante su actualidad pastoral. El Cura Brochero tiene la actualidad del Evangelio, es un pionero en salir a las periferias geográficas y existenciales para llevar a todos el amor, la misericordia de Dios. No se quedó en el despacho parroquial, se desgastó sobre la mula y acabó enfermando de lepra, a fuerza de salir a buscar a la gente, como un sacerdote callejero de la fe. Esto es lo que Jesús quiere hoy, discípulos misioneros, ¡callejeros de la fe!



Brochero era un hombre normal, frágil, como cualquiera de nosotros, pero conoció el amor de Jesús, se dejó trabajar el corazón por la misericordia de Dios. Supo salir de la cueva del «yo-me-mi-conmigo-para mí» del egoísmo mezquino que todos tenemos, venciéndose a sí mismo, superando con la ayuda de Dios esas fuerzas interiores de las que el demonio se vale para encadenarnos a la comodidad, a buscar pasarla bien en el momento, a sacarle el cuerpo al trabajo. Brochero escuchó el llamado de Dios y eligió el sacrificio de trabajar por su Reino, por el bien común que la enorme dignidad de cada persona se merece como hijo de Dios, y fue fiel hasta el final: continuaba rezando y celebrando la misa incluso ciego y leproso.



Dejemos que el Cura Brochero entre hoy, con mula y todo, en la casa de nuestro corazón y nos invite a la oración, al encuentro con Jesús, que nos libera de ataduras para salir a la calle a buscar al hermano, a tocar la carne de Cristo en el que sufre y necesita el amor de Dios. Solo así gustaremos la alegría que experimentó el Cura Brochero, anticipo de la felicidad de la que goza ahora como beato en el cielo.



Pido al Señor les conceda esta gracia, los bendiga y ruego a la Virgen Santa que los cuide.



Afectuosamente,



FRANCISCO



Vaticano, 14 de Septiembre de 2013


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CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PERIODISTA ITALIANO EUGENIO SCALFARI
DEL PERIÓDICO «LA REPUBBLICA»




Vaticano, 4 de Septiembre ce 2013




Estimado Dr. Scalfari:



Con viva cordialidad, y aunque sólo sea en grandes líneas, me gustaría intentar responder con la presente a la carta que, desde las páginas de “La Repubblica”, tuvo a bien dirigirme el 7 de julio con una serie de reflexiones personales, que amplió posteriormente, el día 7 de agosto, en las páginas de ese mismo diario.



Antes que nada, le agradezco la atención con que ha leído la Encíclica “Lumen fidei”. De hecho, en la intención de mi amado Predecesor, Benedicto XVI, que la concibió y en gran medida la redactó, y del que yo la heredé con gratitud, está pensada no sólo para confirmar en la fe en Jesucristo a los que ya se confiesan creyentes, sino también para suscitar un diálogo sincero y riguroso con quien, como usted, se define “un no creyente, interesado y fascinado por la predicación de Jesús de Nazaret desde hace muchos años”.



Por tanto, me parece, sin duda, positivo, no sólo para nosotros individualmente, sino también para la sociedad en que vivimos, detenernos a dialogar sobre un fenómeno tan importante como la fe, que se basa en la predicación y en la figura de Jesús.



Creo que hay, concretamente, dos circunstancias que hacen que hoy sea obligado y valioso este diálogo. Además, como es sabido, es uno de los objetivos del Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII, y del ministerio de los Papas posteriores que, cada uno con su sensibilidad y con su contribución, han seguido el camino trazado por el Concilio.



La primera circunstancia –como indican las páginas iniciales de la Encíclica– deriva del hecho de que, durante los siglos de la época moderna, hemos asistido a una paradoja: la fe cristiana, cuya novedad e incidencia en la vida de los hombres, desde el principio, se había expresado con el símbolo de la luz, a menudo ha sido descalificada como la oscuridad de la superstición que se opone a la luz de la razón. Y así se ha vuelto imposible la comunicación entre la Iglesia y la cultura de inspiración cristiana, por una parte, y la cultura moderna de signo iluminista, por otra. Ha llegado ahora el momento, y el Vaticano II inauguró precisamente esta nueva etapa, de entablar un diálogo abierto y sin prejuicios, que haga posible de nuevo un encuentro serio y fecundo.



La segunda circunstancia deriva del hecho de que este diálogo, para quien intenta ser fiel al don de seguir a Jesús a la luz de la fe, no es algo accesorio y secundario en la existencia del creyente, sino una expresión íntima e indispensable. Permítame que cite, a este respecto, una afirmación de la Encíclica, a mi entender, muy importante: como la verdad que testimonia la fe es la verdad del amor, “se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos” (n. 34). Éste es el espíritu que anima las palabras que le escribo.



La fe, para mí, nació del encuentro con Jesús. Un encuentro personal, que tocó mi corazón y dio una nueva dirección y un nuevo sentido a mi existencia. Pero, al mismo tiempo, un encuentro que ha sido posible gracias a la comunidad de fe en la que he vivido y por la cual pude llegar a comprender la Sagrada Escritura, tuve acceso a la vida nueva que brota a borbotones de Jesús a través de los Sacramentos, a la fraternidad con todos y al servicio de los pobres, verdadera imagen del Señor. Créame: sin la Iglesia no hubiera podido encontrar a Jesús, si bien soy consciente de que este inmenso don que es la fe lo guardan las frágiles vasijas de barro de nuestra humanidad.



A partir de aquí, desde esta experiencia personal de fe vivida en la Iglesia, escucho con agrado sus preguntas y busco, junto a usted, senderos por los cuales podamos comenzar a recorrer juntos parte del camino.



Perdóneme si no sigo uno tras otro los razonamientos que usted expuso en el editorial del 7 de julio. Me parece más práctico –o al menos va más con mi estilo– ir en cierto modo al fondo de sus consideraciones. No me detengo tampoco en la dinámica de la estructura de la Encíclica, en la que usted echa de menos una sección dedicada específicamente a la experiencia histórica de Jesús de Nazaret.



Simplemente señalo, para comenzar, que un estudio de ese tipo no es secundario. Se trata, de hecho, siguiendo, por otra parte, la lógica que guía el desarrollo de la Encíclica, de prestar atención al significado de lo que Jesús dijo e hizo y así, en definitiva, a lo que Jesús ha sido y es para nosotros. Las Cartas de San Pablo y el Evangelio de Juan, frecuentemente citados en la Encíclica, están construidos, en realidad, sobre el sólido fundamento del ministerio mesiánico de Jesús de Nazaret, que llegó a su punto culminante en la pascua de muerte y resurrección.



Por tanto, es necesario confrontarse con Jesús, con lo concreto y desabrido de su vida –diría yo–, tal como la cuenta, sobre todo, el más antiguo de los Evangelios, el de Marcos. En ella se ve cómo el “escándalo” que provocan las palabras y los hechos de Jesús a su alrededor se debe a su extraordinaria “autoridad”: una palabra, ésta, utilizada ya por el Evangelio de Marcos, pero que no es fácil de traducir. La palabra griega es “exousía”, que literalmente quiere decir lo que “proviene del ser” que cada uno es. No se trata de algo exterior o forzado, sino más bien de algo que sale de dentro y que se impone por sí mismo. Jesús, en efecto, llama la atención, sorprende, aporta novedad –él mismo lo dice– desde su relación con Dios, al que llama familiarmente Abbá, que es quien le da esta “autoridad” para que la use en favor de los hombres.



Así, Jesús predica “como quien tiene autoridad”, cura, llama a los discípulos al seguimiento, perdona… cosas, todas ellas, que en el Antiguo Testamento son propias de Dios y sólo de Dios. La pregunta que más se repite en el Evangelio de Marcos: “¿Quién es éste que…?”, y que se refiere a la identidad de Jesús, nace de la constatación de una autoridad diferente a la del mundo, una autoridad que no pretende imponerse sobre los demás, sino servirlos, darles libertad y plenitud de vida. Y esto hasta el punto de poner en juego la propia vida, hasta experimentar la incomprensión, la traición, el rechazo, hasta ser condenado a muerte, hasta caer en el estado de abandono en la cruz. Sin embargo, Jesús permanece fiel a Dios, hasta el final.



Y paradójicamente, precisamente entonces –como exclama el centurión romano a los pies de la cruz, en el Evangelio de Marcos–, Jesús se manifiesta como el Hijo de Dios, Hijo de un Dios que es amor y que quiere, con todo su ser, que el hombre, todo hombre, se descubra y viva como verdadero hijo suyo. Esto, para la fe cristiana, lo ratifica el hecho de que Jesús ha resucitado: no para salir vencedor sobre quien lo había rechazado, sino para confirmar que el amor de Dios es más fuerte que la muerte, que el perdón de Dios es más fuerte que cualquier pecado, y que vale la pena gastar la propia vida, hasta el final, para dar testimonio de este inmenso don.



La fe cristiana cree esto: que Jesús es el Hijo de Dios, que ha venido a dar su vida para abrirnos a todos el camino del amor. Por eso, tiene razón, estimado Dr. Scalfari, cuando ve en la encarnación del Hijo de Dios el eje de la fe cristiana. Ya Tertuliano escribió “caro cardo salutis”, la carne (de Cristo) es el eje de la salvación. Porque la encarnación, es decir, el hecho de que el Hijo de Dios haya venido en nuestra carne y haya compartido nuestras alegrías y nuestras penas, nuestros logros y nuestros fracasos, hasta el grito de la cruz, viviendo todo desde el amor y la fidelidad al Abbá, da testimonio del increíble amor que Dios tiene por cada hombre, del valor inestimable que le concede. Por eso, cada uno de nosotros está llamado a hacer suya la mirada y la opción de amor de Jesús, a entrar en su forma de ser, de pensar y de obrar. Esto es la fe, con todas las expresiones que son descritas detalladamente en la Encíclica.



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Volviendo al editorial del 7 de julio, usted me pregunta también cómo se entiende la originalidad de la fe cristiana, centrada precisamente en la encarnación del Hijo de Dios, con respecto a otras religiones que se basan, en cambio, en la trascendencia absoluta de Dios.



La originalidad –diría yo– estriba precisamente en el hecho de que la fe nos hace participar, en Jesús, en la relación que Él tiene con Dios, que es Abbá y, a partir de ahí, en la relación que Él establece con los demás hombres, incluso con los enemigos, bajo el signo del amor. Con otras palabras, la filiación de Jesús, tal como nos la presenta la fe cristiana, no ha sido revelada para crear una separación insuperable entre Jesús y todos los demás, sino para decirnos que, en Él, todos estamos llamados a ser hijos del único Padre y hermanos entre nosotros. La singularidad de Jesús es para la comunicación, no para la exclusión.



Ciertamente, de aquí se sigue también –y no es algo banal– esa distinción entre la esfera religiosa y la esfera política que expresa la frase “dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”, afirmada claramente por Jesús, y sobre la cual, no sin dificultad, se ha construido la historia de occidente. La Iglesia, de hecho, está llamada a esparcir la levadura y la sal del Evangelio, es decir, el amor y la misericordia de Dios, que son para todos los hombres, indicando la meta ultraterrena y definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil y política le corresponde la ardua tarea de organizar y encarnar en la justicia y en la solidaridad, en el derecho y en la paz, una vida cada vez más humana. Vivir la fe cristiana no significa huir del mundo o buscar una cierta hegemonía, sino servir al hombre, a todo el hombre y a todos los hombres, a partir de las periferias de la historia, teniendo despierto el sentido de la esperanza, que impulsa a hacer el bien a pesar de todo y mirando siempre más allá.



Usted me pregunta también, como conclusión del primer artículo, qué decir a los hermanos judíos sobre la promesa que Dios les hizo: ¿ha sido retirada definitivamente? Se trata de una cuestión –créame– que nos interpela radicalmente, como cristianos, que con la ayuda de Dios, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II, hemos descubierto que el pueblo judío sigue siendo, para nosotros, la raíz santa de la que brotó el retoño de Jesús. También yo, que he cultivado amistad durante todos estos años en Argentina con los hermanos judíos, muchas veces he interrogado a Dios en la oración, especialmente cuando me venía a la mente el recuerdo de la terrible experiencia de la Shoah. Lo que le puedo decir, con el Apóstol Pablo, es que la fidelidad de Dios a la alianza establecida con Israel no ha fallado y que, en las terribles pruebas de estos siglos, los judíos han mantenido su fe en Dios. Y esto, nunca se lo agradeceremos suficientemente como Iglesia, pero también como humanidad. Además, perseverando en la fe en el Dios de la alianza, nos recuerdan a todos, también a nosotros cristianos, que estamos siempre a la espera, como peregrinos, del regreso del Señor y que, por tanto, siempre debemos estar abiertos a Él y nunca conformarnos con lo que ya hemos conseguido.



Paso ahora a las tres preguntas que me planteó en el artículo del 7 de agosto.
Me parece que, en las dos primeras, usted desea comprender la actitud de la Iglesia con los que no comparten la fe en Jesús. En primer lugar, me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a quien no cree y no busca la fe. Partiendo de que la misericordia de Dios no tiene límites –que es lo más importante– si acudimos a él con corazón sincero y contrito, la cuestión para quien no cree está en obedecer a la propia conciencia. Hay pecado, también para quien no tiene fe, cuando se va contra la conciencia. Escucharla y obedecerla significa, de hecho, decidirse frente a lo que se percibe como bueno o como malo. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de nuestras acciones.



En segundo lugar, me pregunta si pensar que no hay nada absoluto y, por tanto, tampoco una verdad absoluta, sino sólo una serie de verdades relativas y subjetivas, es un error o un pecado. Para empezar, no hablaría, ni siquiera para quien cree, de verdad “absoluta”, si se entiende absoluto en el sentido de inconexo, que carece de cualquier tipo de relación. Para la fe cristiana, la verdad es el amor de Dios por nosotros en Jesucristo. Por tanto, ¡la verdad es una relación! De hecho, todos nosotros captamos la verdad y la expresamos a partir de nosotros mismos: desde nuestra historia y cultura, desde la situación en que vivimos, etc. Eso no quiere decir que la verdad sea variable y subjetiva, todo lo contrario. Más bien indica que se nos da siempre y sólo como camino y vida. ¿No dijo el mismo Jesús: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”? Con otras palabras, la verdad, siendo, en definitiva, una sola cosa con el amor, requiere humildad y apertura para buscarla, acogerla y expresarla. Por tanto, es necesario ponerse de acuerdo en los términos, y quizás, para salir de los atolladeros de la contraposición… absoluta, replantear en profundidad la cuestión. Creo que esto es totalmente necesario hoy para entablar el diálogo sereno y constructivo que proponía al principio de mis reflexiones.



En la última pregunta me plantea si, con la desaparición del hombre sobre la tierra, desaparecerá también el pensamiento capaz de pensar a Dios. Ciertamente, la grandeza del hombre radica en su capacidad de pensar a Dios. Es decir, en la capacidad de vivir una relación consciente y responsable con Él. Pero la relación se da entre dos realidades. Dios –así lo veo yo y así lo experimento, y son muchos los que, ayer y hoy, lo comparten– no es una idea, por muy alta que sea, fruto del pensamiento humano. Dios es una realidad con “R” mayúscula. Jesús nos lo revela –y vive la relación con Él– como un Padre de bondad y misericordia infinita. Dios no depende, por tanto, de nuestro pensamiento. Además, incluso si acabase la vida humana sobre la tierra –y para la fe cristiana, en todo caso, este mundo tal como lo conocemos está destinado a desaparecer–, el hombre no dejaría de existir ni tampoco, aunque no sabemos bien cómo, el mundo creado con él. La Escritura habla de “cielos nuevos y tierra nueva” y afirma que, al final, en un lugar y en un tiempo que están más allá de nosotros, pero que en la fe anhelamos expectantes, Dios será “todo en todos”.



Estimado Dr. Scalfari, concluyo aquí estas reflexiones, suscitadas por lo que ha tenido a bien comunicarme y plantearme. Recíbalas como un intento de respuesta provisional, pero sincera y confiada, a la invitación que le he hecho de recorrer juntos parte del camino. La Iglesia, créame, a pesar de todas sus parsimonias, infidelidades, errores y pecados que puede haber cometido y que todavía hoy puede cometer en quienes la forman, no tiene otro sentido y finalidad que vivir y dar testimonio de Jesús: Él que ha sido enviado por el Abbá “a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19).
Con fraterna cercanía,



 FRANCISCO


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CARTA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
AL PRESIDENTE DE LA FEDERACIÓN RUSA, VLADÍMIR PUTIN,
CON OCASIÓN DE LA REUNIÓN DEL G20 DE SAN PETERSBURGO




A Su Excelencia
el señor Vladimir Putin
Presidente de la Federación Rusa




En el año en curso, usted tiene el honor y la responsabilidad de presidir el Grupo de las veinte mayores economías mundiales. Soy consciente de que la Federación Rusa ha participado en tal Grupo desde su creación y ha desarrollado siempre un papel positivo en la promoción de la gobernabilidad de las finanzas mundiales, profundamente golpeadas por la crisis iniciada en 2008.



El contexto actual, altamente interdependiente, exige un marco financiero mundial, con propias reglas justas y claras, para conseguir un mundo más equitativo y solidario, en el que sea posible derrotar el hambre, ofrecer a todos un trabajo digno, una vivienda decorosa y la asistencia sanitaria necesaria. Su presidencia del G20 durante el año en curso ha asumido el empeño de consolidar la reforma de las organizaciones financieras internacionales y de llegar a un consenso sobre los estándares financieros adecuados a las circunstancias actuales. No obstante, la economía mundial podrá desarrollarse realmente en la medida en que sea capaz de permitir una vida digna a todos los seres humanos, desde los más ancianos hasta los niños aún en el seno materno, no sólo a los ciudadanos de los países miembros del G20, sino a todo habitante de la tierra, hasta quienes se encuentran en las situaciones sociales más difíciles o en los lugares más perdidos.



En esta perspectiva, parece claro que en la vida de los pueblos los conflictos armados constituyen siempre la deliberada negación de toda posible concordia internacional, creando divisiones profundas y heridas lacerantes que requieren muchos años para cicatrizar. Las guerras constituyen el rechazo práctico a comprometerse para alcanzar esas grandes metas económicas y sociales que la comunidad internacional se ha dado, como son, por ejemplo, los Millennium Development Goals. Lamentablemente, los muchos conflictos armados que aún hoy afligen el mundo nos presentan, cada día, una dramática imagen de miseria, hambre, enfermedades y muerte. En efecto, sin paz no hay ningún tipo de desarrollo económico. La violencia no lleva jamás a la paz, condición necesaria para tal desarrollo.



El encuentro de los jefes de Estado y de Gobierno de las veinte mayores economías, que representan dos tercios de la población y el 90% del PIB mundial, no tiene la seguridad internacional como su objetivo principal. Sin embargo, no podrá prescindir de reflexionar sobre la situación en Oriente Medio y en particular en Siria. Desgraciadamente, es doloroso constatar que demasiados intereses de parte han prevalecido desde que empezó el conflicto sirio, impidiendo hallar una solución que evitara la inútil masacre a la que estamos asistiendo. Que los líderes de los Estados del G20 no permanezcan inertes frente a los dramas que vive ya desde hace demasiado tiempo la querida población siria y que corren el riesgo de llevar nuevos sufrimientos a una región tan probada y necesitada de paz. A todos y cada uno de ellos dirijo un sentido llamamiento para que ayuden a encontrar caminos para superar las diversas contraposiciones y abandonen cualquier vana pretensión de una solución militar. Que haya, más bien, un nuevo empeño para perseguir, con valentía y determinación, una solución pacífica a través del diálogo y la negociación entre las partes interesadas con el apoyo concorde de la comunidad internacional. Además, es un deber moral de todos los Gobiernos del mundo favorecer toda iniciativa orientada a promover la asistencia humanitaria a quienes sufren a causa del conflicto dentro y fuera del país.



Señor presidente, esperando que estas reflexiones constituyan una válida contribución espiritual a vuestro encuentro, rezo por un resultado fructífero de los trabajos del g20. Invoco abundantes bendiciones sobre la Cumbre de San Petersburgo, sobre todos los participantes, sobre los ciudadanos de todos los Estados miembros y sobre todas las actividades y compromisos de la Presidencia Rusa del G20 en el año 2013.



Pidiéndole que rece por mí, aprovecho la ocasión para expresar, señor presidente, mis sentimientos más altos de estima.



Ciudad del Vaticano, 4 de Septiembre de 2013



FRANCISCO


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MENSAJE DEL PAPA FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA 47ª SEMANA SOCIAL
DE LOS CATÓLICOS ITALIANOS




Al venerado hermano
Cardenal Angelo Bagnasco
Presidente de la Conferencia episcopal italiana




Dirijo mi saludo a usted y a todos los participantes en la 47ª Semana social de los católicos italianos, convocada en Turín. Renuevo mi abrazo fraterno a los obispos presentes, en especial al Pastor de esa Iglesia, arzobispo Cesare Nosiglia, así como al arzobispo Arrigo Miglio y a los miembros del Comité científico y organizador. Saludo a todos los representantes de las diócesis de Italia y de las diversas asociaciones eclesiales.




La tradición de las Semanas sociales en Italia inició en 1907, y entre sus principales promotores se contó al beato Giuseppe Toniolo. Esta 47ª Semana es la primera que se realiza después de su beatificación, que tuvo lugar el 28 de abril de 2012, y precisamente se confió de modo especial a su intercesión. La figura del beato Toniolo forma parte de ese luminoso grupo de católicos laicos que, a pesar de las dificultades de su tiempo, quisieron y supieron, con la ayuda de Dios, recorrer caminos proficuos para trabajar en la búsqueda y en la construcción del bien común. Con su vida y su pensamiento ellos practicaron lo que luego el Concilio Vaticano II enseñó respecto a la vocación y misión de los laicos (cf. Const. dogm. Lumen gentium, 31); y su ejemplo constituye un aliento siempre válido para los católicos laicos de hoy para buscar a su vez vías eficaces con la misma finalidad, a la luz del más reciente Magisterio de la Iglesia (cf. Benedicto XVI, enc. Deus caritas est, 28). La fuerza ejemplar de la santidad en campo social se hace, en este caso, aún más sensible desde la sede de esta 47ª Semana social. Turín, en efecto, es una ciudad emblemática para todo el camino histórico-social de Italia, y lo es de modo particular por la presencia de la Iglesia en este camino. En los siglos XIX y XX trabajaron en Turín numerosos hombres y mujeres, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos, algunos de ellos santos y beatos, que testimoniaron con la vida y actuaron eficazmente con las obras al servicio de los jóvenes, las familias y los más pobres.




Las Semanas sociales de los católicos italianos, en los diversos períodos históricos, han sido providenciales y valiosas, y lo son aún hoy. Las mismas se proponen, en efecto, como iniciativa cultural y eclesial de alto nivel, capaz de afrontar, y si es posible anticipar, los interrogantes y desafíos algunas veces radicales planteados por la actual evolución de la sociedad. Por ello, la Iglesia en Italia, hace ya 25 años, quiso retomarlas y relanzarlas, como momentos cualificados de escucha y de investigación, de confrontación y de profundización, muy importantes tanto para la comunidad eclesial misma, por su servicio de evangelización y promoción humana, como para los estudiosos y los agentes en el campo cultural y social (cf. Nota pastoral cei del 20 de noviembre de 1988). Las Semanas sociales son, de este modo, un instrumento privilegiado a través del cual la Iglesia en Italia da su propia aportación para la búsqueda del bien común del país (cf. Conc. Ecum. Vat. ii, const. past. Gaudium et spes, 26). Esta tarea, que es tarea de toda la comunidad en sus diversas articulaciones, pertenece, como ya lo recordábamos, de modo específico a los laicos y a su responsabilidad.




El tema de esta Semana social es «La familia, esperanza y futuro para la sociedad italiana». Expreso todo mi aprecio por esta elección, y por haber asociado a la familia la idea de esperanza y de futuro. ¡Es precisamente así! Pero para la comunidad cristiana la familia es mucho más que un «tema»: es vida, es tejido cotidiano, es camino de generaciones que se transmiten la fe juntamente con el amor y con los valores morales fundamentales, es solidaridad concreta, fatiga, paciencia, y también proyecto, esperanza, futuro. Todo esto, que la comunidad cristiana vive a la luz de la fe, de la esperanza y de la caridad, nunca lo guarda para sí misma, sino que cada día se convierte en levadura en la masa de toda la sociedad, para su mayor bien común (cf. ibid., 47).




Esperanza y futuro presuponen memoria. La memoria de nuestros ancianos es el apoyo para ir adelante en el camino. El futuro de la sociedad, y en concreto de la sociedad italiana, está radicado en los mayores y en los jóvenes: éstos, porque tienen la fuerza y la edad para llevar adelante la historia; los otros, porque son la memoria viva. Un pueblo que no cuida a los ancianos, los niños y los jóvenes no tiene futuro, porque maltrata la memoria y la promesa.




En esta perspectiva se coloca esta 47ª Semana social, con el documento preparatorio que la precedió. Ésta quiere ofrecer un testimonio y proponer una reflexión, un discernimiento, sin prejuicios, lo más abierto posible, atento a las ciencias humanas y sociales. Ante todo, como Iglesia ofrecemos una concepción de la familia, que es la del Libro del Génesis, de la unidad en la diferencia entre hombre y mujer, y de su fecundidad. En esta realidad, además, reconocemos un bien para todos, la primera sociedad natural, come se recogió también en la Constitución de la República italiana. En definitiva, queremos reafirmar que la familia así entendida sigue siendo el primer y principal sujeto constructor de la sociedad y de una economía a la medida del hombre, y como tal merece ser eficazmente sostenida. Las consecuencias, positivas o negativas, de las opciones de carácter cultural, sobre todo, y político referidas a la familia tocan los diversos ámbitos de la vida de una sociedad y de un país: desde el problema demográfico —que es grave para todo el continente europeo y de modo especial para Italia— a las demás cuestiones relativas al trabajo y a la economía en general, al crecimiento de los hijos, hasta aquellas que se refieren a la visión antropológica misma que está en la base de nuestra civilización (cf. Benedicto XVI, enc. Caritas in veritate, 44).




Estas reflexiones no atañen solamente a los creyentes sino a todas las personas de buena voluntad, a todos aquellos que se interesan por el bien común del país, precisamente como sucede con los problemas de la ecología ambiental, que mucho puede ayudar a comprender los de la «ecología del hombre» (cf. Ib., Discurso al Bundestag, Berlín, 22 de septiembre de 2011). La familia es escuela privilegiada de generosidad, de compartir, de responsabilidad, escuela que educa a superar una cierta mentalidad individualista que se abrió camino en nuestras sociedades. Sostener y promover a las familias, valorando en ellas su papel fundamental y central, es trabajar por un desarrollo equitativo y solidario.




No podemos ignorar el sufrimiento de tantas familias debido a la falta de trabajo, al problema de la casa, a la imposibilidad práctica de actuar libremente las propias opciones educativas; el sufrimiento debido a los conflictos internos de las familias mismas, a los fracasos de la experiencia conyugal y familiar, a la violencia que lamentablemente anida y provoca daños incluso en el seno de nuestras casas. A todos debemos y queremos estar especialmente cerca, con respeto y auténtico sentido de fraternidad y solidaridad. Queremos, sobre todo, recordar el testimonio sencillo, pero hermoso y valiente, de tantísimas familias que viven la experiencia del matrimonio y de ser padres con alegría, iluminados y sostenidos por la gracia del Señor, sin miedo de afrontar incluso los momentos de la cruz que, vivida en unión con la del Señor, no impide el camino del amor, sino que, es más, puede hacerlo más fuerte y más completo.




Que esta Semana social contribuya de modo eficaz a poner de relieve el vínculo que une el bien común a la promoción de la familia fundada en el matrimonio, más allá de prejuicios e ideologías. Se trata de una deuda de esperanza que todos tienen respecto al país, de modo particular de los jóvenes, a quienes es necesario ofrecer esperanza para el futuro. A usted, querido hermano, y a la gran asamblea de la Semana social de Turín aseguro mi recuerdo en la oración y, mientras pido que recen también por mí y por mi servicio a la Iglesia, envío de corazón la bendición apostólica.




Vaticano, 11 de Septiembre de 2013




FRANCISCO



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