ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO
SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR
JESUCRISTO,
REY DE UNIVERSO
REY DE UNIVERSO
Plaza
de San Pedro
Domingo
24 de Noviembre de 2013
Antes de concluir esta
celebración, deseo saludar a todos
los peregrinos, las familias, los
grupos parroquiales, las
asociaciones y los movimientos
venidos de muchos países. Saludo a
los participantes en el Congreso
nacional de la misericordia; saludo
a la comunidad ucraniana, que
recuerda el 80° aniversario del
Holodomor, la «gran hambruna»
provocada por el régimen soviético
que causó millones de víctimas.
En esta jornada, nuestro recuerdo
agradecido se dirige a los
misioneros que, a lo largo de los
siglos, anunciaron el Evangelio y
esparcieron la semilla de la fe en
tantas partes del mundo; entre éstos
el beato Junípero Serra, misionero
franciscano español, de quien se
conmemora el tercer centenario del
nacimiento.
No quiero terminar sin recordar a
todos aquellos que trabajaron para
llevar adelante este Año de la fe.
A monseñor Rino Fisichella, quien
guió este camino, le agradezco
mucho, de corazón, a él y a todos
sus colaboradores. ¡Muchas gracias!
Ahora rezamos juntos el Ángelus.
Con esta oración invocamos la
protección de María especialmente
para nuestros hermanos y nuestras
hermanas que son perseguidos por
motivo de su fe, y ¡son muchos!
Angelus Domini...
Os agradezco vuestra presencia en
esta concelebración. Os deseo un
feliz domingo y un buen almuerzo.
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Plaza
de San Pedro
Domingo 17 de Noviembre de 2013
Domingo 17 de Noviembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Lc
21, 5-19) consiste en la primera
parte de un discurso de Jesús: sobre
los últimos tiempos. Jesús lo
pronuncia en Jerusalén, en las
inmediaciones del templo; y la
ocasión se la dio precisamente la
gente que hablaba del templo y de su
belleza. Porque era hermoso ese
templo. Entonces Jesús dijo: «Esto
que contempláis, llegarán días en
que no quedará piedra sobre piedra
que no sea destruida» (Lc 21,
6). Naturalmente le preguntan:
¿cuándo va a ser eso?, ¿cuáles serán
las señales? Pero Jesús desplaza la
atención de estos aspectos
secundarios —¿cuándo será? ¿cómo
será?—, la desplaza a las verdaderas
cuestiones. Y son dos. Primero: no
dejarse engañar por los falsos
mesías y no dejarse paralizar por el
miedo. Segundo: vivir el tiempo de
la espera como tiempo del testimonio
y de la perseverancia. Y nosotros
estamos en este tiempo de la espera,
de la espera de la venida del Señor.
Este discurso de Jesús es siempre
actual, también para nosotros que
vivimos en el siglo XXI. Él nos
repite: «Mirad que nadie os engañe.
Porque muchos vendrán en mi nombre»
(v. 8). Es una invitación al
discernimiento, esta virtud
cristiana de comprender dónde está
el espíritu del Señor y dónde está
el espíritu maligno. También hoy, en
efecto, existen falsos «salvadores»,
que buscan sustituir a Jesús: líder
de este mundo, santones, incluso
brujos, personalidades que quieren
atraer a sí las mentes y los
corazones, especialmente de los
jóvenes. Jesús nos alerta: «¡No
vayáis tras ellos!». «¡No vayáis
tras ellos!».
El Señor nos ayuda incluso a no
tener miedo: ante las guerras, las
revoluciones, pero también ante las
calamidades naturales, las
epidemias, Jesús nos libera del
fatalismo y de falsas visiones
apocalípticas.
El segundo aspecto nos interpela
precisamente como cristianos y como
Iglesia: Jesús anuncia pruebas
dolorosas y persecuciones que sus
discípulos deberán sufrir, por su
causa. Pero asegura: «Ni un cabello
de vuestra cabeza perecerá» (v. 18).
Nos recuerda que estamos totalmente
en las manos de Dios. Las
adversidades que encontramos por
nuestra fe y nuestra adhesión al
Evangelio son ocasiones de
testimonio; no deben alejarnos del
Señor, sino impulsarnos a
abandonarnos aún más a Él, a la
fuerza de su Espíritu y de su
gracia.
En este momento pienso, y
pensamos todos. Hagámoslo juntos:
pensemos en los muchos hermanos y
hermanas cristianos que sufren
persecuciones a causa de su fe. Son
muchos. Tal vez muchos más que en
los primeros siglos. Jesús está con
ellos. También nosotros estamos
unidos a ellos con nuestra oración y
nuestro afecto; tenemos admiración
por su valentía y su testimonio. Son
nuestros hermanos y hermanas, que en
muchas partes del mundo sufren a
causa de ser fieles a Jesucristo.
Les saludamos de corazón y con
afecto.
Al final, Jesús hace una promesa
que es garantía de victoria: «Con
vuestra perseverancia salvaréis
vuestras almas» (v. 19). ¡Cuánta
esperanza en estas palabras! Son una
llamada a la esperanza y a la
paciencia, a saber esperar los
frutos seguros de la salvación,
confiando en el sentido profundo de
la vida y de la historia: las
pruebas y las dificultades forman
parte de un designio más grande; el
Señor, dueño de la historia, conduce
todo a su realización. A pesar de
los desórdenes y los desastres que
agitan el mundo, el designio de
bondad y de misericordia de Dios se
cumplirá. Y ésta es nuestra
esperanza: andar así, por este
camino, en el designio de Dios que
se realizará. Es nuestra esperanza.
Este mensaje de Jesús nos hace
reflexionar sobre nuestro presente y
nos da la fuerza para afrontarlo con
valentía y esperanza, en compañía de
la Virgen, que siempre camina con
nosotros.
Después del Ángelus
Hoy la comunidad eritrea en Roma
celebra la fiesta de San Miguel.
¡Les saludamos de corazón!
Se recuerda hoy la «Jornada de
las víctimas de la carretera».
Aseguro mi oración y aliento a
proseguir en el compromiso de la
prevención, porque la prudencia y el
respeto de las normas son la primera
forma de la tutela de sí y de los
demás.
Ahora quisiera aconsejaros una
medicina. Pero alguien puede pensar:
«¿El Papa ahora es farmacéutico?» Es
una medicina especial para concretar
los frutos del
Año de la fe,
que llega a su fin. Es una medicina
de 59 pastillas para el corazón. Se
trata de una «medicina espiritual»
llamada Misericordina. Una
cajita con 59 píldoras dirigidas al
corazón. En esta cajita está la
medicina y algunos voluntarios os la
distribuirán mientras salgáis de la
Plaza. ¡Tomadlas! Hay un rosario,
con el que se puede rezar también la
«coronilla de la Misericordia»,
ayuda espiritual para nuestra alma y
para difundir por todos lados el
amor, el perdón y la fraternidad. No
os olvidéis de llevarla, porque hace
bien. Hace bien al corazón, al alma
y a toda la vida.
A todos vosotros un cordial deseo
de feliz domingo. ¡Hasta la vista y
buen almuerzo!
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Plaza de San Pedro
Domingo 10 de noviembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
El Evangelio de este domingo nos
presenta a Jesús enfrentando a los
saduceos, quienes negaban la
resurrección. Y es precisamente
sobre este tema que ellos hacen una
pregunta a Jesús, para ponerlo en
dificultad y ridiculizar la fe en la
resurrección de los muertos. Parten
de un caso imaginario: «Una mujer
tuvo siete maridos, que murieron uno
tras otro», y preguntan a Jesús:
«¿De cuál de ellos será esposa esa
mujer después de su muerte?». Jesús,
siempre apacible y paciente, en
primer lugar responde que la vida
después de la muerte no tiene los
mismos parámetros de la vida
terrena. La vida eterna es otra
vida, en otra dimensión donde, entre
otras cosas, ya no existirá el
matrimonio, que está vinculado a
nuestra existencia en este mundo.
Los resucitados —dice Jesús— serán
como los ángeles, y vivirán en un
estado diverso, que ahora no podemos
experimentar y ni siquiera imaginar.
Así lo explica Jesús.
Pero luego Jesús, por decirlo
así, pasa al contraataque. Y lo hace
citando la Sagrada Escritura, con
una sencillez y una originalidad que
nos dejan llenos de admiración por
nuestro Maestro, el único Maestro.
La prueba de la resurrección Jesús
la encuentra en el episodio de
Moisés y de la zarza ardiente (cf.
Ex 3, 1-6), allí donde Dios
se revela como el Dios de Abrahán,
de Isaac y de Jacob. El nombre de
Dios está relacionado a los nombres
de los hombres y las mujeres con
quienes Él se vincula, y este
vínculo es más fuerte que la muerte.
Y nosotros podemos decir también de
la relación de Dios con nosotros,
con cada uno de nosotros: ¡Él es
nuestro Dios! ¡Él es el Dios de
cada uno de nosotros! Como si Él
llevase nuestro nombre. A Él le
gusta decirlo, y ésta es la alianza.
He aquí por qué Jesús afirma: «No es
Dios de muertos, sino de vivos:
porque para Él todos están vivos» (Lc
20, 38). Y éste es el vínculo
decisivo, la alianza fundamental, la
alianza con Jesús: Él mismo es la
Alianza, Él mismo es la Vida y la
Resurrección, porque con su amor
crucificado venció la muerte. En
Jesús Dios nos dona la vida eterna,
la dona a todos, y gracias a Él
todos tienen la esperanza de una
vida aún más auténtica que ésta. La
vida que Dios nos prepara no es un
sencillo embellecimiento de esta
vida actual: ella supera nuestra
imaginación, porque Dios nos
sorprende continuamente con su amor
y con su misericordia.
Por lo tanto, lo que sucederá es
precisamente lo contrario de cuanto
esperaban los saduceos. No es esta
vida la que hace referencia a la
eternidad, a la otra vida, la que
nos espera, sino que es la eternidad
—aquella vida— la que ilumina y da
esperanza a la vida terrena de cada
uno de nosotros. Si miramos sólo con
ojo humano, estamos predispuestos a
decir que el camino del hombre va de
la vida hacia la muerte. ¡Esto se
ve! Pero esto es sólo si lo miramos
con ojo humano. Jesús le da un giro
a esta perspectiva y afirma que
nuestra peregrinación va de la
muerte a la vida: la vida plena.
Nosotros estamos en camino, en
peregrinación hacia la vida plena, y
esa vida plena es la que ilumina
nuestro camino. Por lo tanto, la
muerte está detrás, a la espalda, no
delante de nosotros. Delante de
nosotros está el Dios de los
vivientes, el Dios de la alianza, el
Dios que lleva mi nombre, nuestro
nombre, como Él dijo: «Yo soy el
Dios de Abrahán, Isaac, Jacob»,
también el Dios con mi nombre, con
tu nombre, con tu nombre..., con
nuestro nombre. ¡Dios de los
vivientes! ... Está la derrota
definitiva del pecado y de la
muerte, el inicio de un nuevo tiempo
de alegría y luz sin fin. Pero ya en
esta tierra, en la oración, en los
Sacramentos, en la fraternidad,
encontramos a Jesús y su amor, y así
podemos pregustar algo de la vida
resucitada. La experiencia que
hacemos de su amor y de su fidelidad
enciende como un fuego en nuestro
corazón y aumenta nuestra fe en la
resurrección. En efecto, si Dios es
fiel y ama, no puede serlo a tiempo
limitado: la fidelidad es eterna, no
puede cambiar. El amor de Dios es
eterno, no puede cambiar. No es a
tiempo limitado: es para siempre. Es
para seguir adelante. Él es fiel
para siempre y Él nos espera, a cada
uno de nosotros, acompaña a cada uno
de nosotros con esta fidelidad
eterna.
Después del Ángelus
Se celebra hoy el septuagésimo
quinto aniversario de la así llamada
«Noche de los cristales rotos»: las
violencias de la noche entre el 9 y
el 10 de noviembre de 1938 contra
los judíos, las sinagogas, las casas
y los negocios marcaron un triste
paso hacia la tragedia de la «Shoah».
Renovamos nuestra cercanía y
solidaridad al pueblo judío,
nuestros hermanos más grandes,
mayores. Y oremos a Dios a fin de
que la memoria del pasado, la
memoria de los pecados pasados nos
ayude a estar siempre vigilantes
contra toda forma de odio y de
intolerancia
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Plaza de San Pedro
Domingo 3 de Noviembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página del Evangelio de san Lucas de este domingo nos presenta a Jesús que, en su camino hacia Jerusalén, entra en la ciudad de Jericó. Es la última etapa de un viaje que resume en sí el sentido de toda la vida de Jesús, dedicada a buscar y salvar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero cuanto más se acerca el camino a la meta, tanto más se va formando en torno a Jesús un círculo de hostilidad.
Sin embargo, en Jericó tiene lugar uno de los acontecimientos más gozosos narrados por san Lucas: la conversión de Zaqueo. Este hombre es una oveja perdida, es despreciado y es un «excomulgado», porque es un publicano, es más, es el jefe de los publicanos de la ciudad, amigo de los odiados ocupantes romanos, es un ladrón y un explotador.
Impedido de acercarse a Jesús, probablemente por motivo de su mala fama, y siendo pequeño de estatura, Zaqueo se trepa a un árbol, para poder ver al Maestro que pasa. Este gesto exterior, un poco ridículo, expresa sin embargo el acto interior del hombre que busca pasar sobre la multitud para tener un contacto con Jesús. Zaqueo mismo no conoce el sentido profundo de su gesto, no sabe por qué hace esto, pero lo hace; ni siquiera se atreve a esperar que se supere la distancia que le separa del Señor; se resigna a verlo sólo de paso. Pero Jesús, cuando se acerca a ese árbol, le llama por su nombre: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19, 5). Ese hombre pequeño de estatura, rechazado por todos y distante de Jesús, está como perdido en el anonimato; pero Jesús le llama, y ese nombre «Zaqueo», en la lengua de ese tiempo, tiene un hermoso significado lleno de alusiones: «Zaqueo», en efecto, quiere decir «Dios recuerda».
Y Jesús va a la casa de Zaqueo, suscitando las críticas de toda la gente de Jericó (porque también en ese tiempo se murmuraba mucho), que decía: ¿Cómo? Con todas las buenas personas que hay en la ciudad, ¿va a estar precisamente con ese publicano? Sí, porque él estaba perdido; y Jesús dice: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán» (Lc 19, 9). En la casa de Zaqueo, desde ese día, entró la alegría, entró la paz, entró la salvación, entró Jesús.
No existe profesión o condición social, no existe pecado o crimen de algún tipo que pueda borrar de la memoria y del corazón de Dios a uno solo de sus hijos. «Dios recuerda», siempre, no olvida a ninguno de aquellos que ha creado. Él es Padre, siempre en espera vigilante y amorosa de ver renacer en el corazón del hijo el deseo del regreso a casa. Y cuando reconoce ese deseo, incluso simplemente insinuado, y muchas veces casi inconsciente, inmediatamente está a su lado, y con su perdón le hace más suave el camino de la conversión y del regreso. Miremos hoy a Zaqueo en el árbol: su gesto es un gesto ridículo, pero es un gesto de salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza por tantas cosas que has cometido, detente un poco, no te asustes. Piensa que alguien te espera porque nunca dejó de recordarte; y este alguien es tu Padre, es Dios quien te espera. Trépate, como hizo Zaqueo, sube al árbol del deseo de ser perdonado; yo te aseguro que no quedarás decepcionado. Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar. Recordadlo bien, así es Jesús.
Hermanos y hermanas, dejémonos también nosotros llamar por el nombre por Jesús. En lo profundo del corazón, escuchemos su voz que nos dice: «Es necesario que hoy me quede en tu casa», es decir, en tu corazón, en tu vida. Y acojámosle con alegría: Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor. Jesús puede hacerlo; ¡déjate mirar por Jesús!
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Saludo con afecto a todos los romanos y a los peregrinos presentes, en especial a las familias, las parroquias y los grupos de tantos países del mundo.
Saludo a los fieles provenientes de Líbano y a los de la ciudad de Madrid.
Saludo a los jóvenes de Petosino, a los confirmandos de Grassina (Florencia) y a los jóvenes de Cavallermaggiore (Cúneo); a los peregrinos de Nápoles, Salerno, Venecia, Nardò y Gallipoli.
A todos deseo un feliz domingo y buen almuerzo. ¡Hasta la vista!
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SOLEMNIDAD
DE TODOS LOS SANTOS
Plaza
de
San Pedro
Viernes 1° de Noviembre de 2013
La fiesta de Todos los santos que celebramos hoy nos recuerda que la meta de nuestra existencia no es la muerte, ¡es el Paraíso! Lo escribe el apóstol Juan: «Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Los santos, los amigos de Dios, nos aseguran que esta promesa no defrauda. En su existencia terrena, en efecto, vivieron en comunión profunda con Dios. Vieron el rostro de Dios en el rostro de los hermanos más pequeños y despreciados, y ahora le contemplan cara a cara en su belleza gloriosa.
Los santos no son superhombres, ni nacieron perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo vivieron una vida normal, con alegría y dolores, fatigas y esperanzas. Pero, ¿qué es lo que cambió su vida? Cuando conocieron el amor de Dios, le siguieron con todo el corazón, sin condiciones e hipocresías; gastaron su vida al servicio de los demás, soportaron sufrimientos y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz. Esta es la vida de los santos: personas que por amor a Dios no le pusieron condiciones a Él en su vida; no fueron hipócritas; gastaron su vida al servicio de los demás para servir al prójimo; sufrieron muchas adversidades, pero sin odiar. Los santos no odiaron nunca. Comprended bien esto: el amor es de Dios, pero el odio ¿de quién viene? El odio no viene de Dios, sino del diablo. Y los santos se alejaron del diablo; los santos son hombres y mujeres que tienen la alegría en el corazón y la transmiten a los demás. Nunca odiar, sino servir a los demás, a los más necesitados; rezar y vivir en la alegría. Este es el camino de la santidad.
Ser santos no es un privilegio de pocos, como si alguien hubiera tenido una gran herencia. Todos nosotros en el Bautismo tenemos la herencia de poder llegar a ser santos. La santidad es una vocación para todos. Todos, por lo tanto, estamos llamados a caminar por el camino de la santidad, y esta senda tiene un nombre, un rostro: el rostro de Jesucristo. Él nos enseña a ser santos. En el Evangelio nos muestra el camino: el camino de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-12). El Reino de los cielos, en efecto, es para quienes no ponen su seguridad en las cosas, sino en el amor de Dios; para quienes tienen un corazón sencillo, humilde, no presumen ser justos y no juzgan a los demás, quienes saben alegrarse con quien se alegra, no son violentos sino misericordiosos y buscan ser artífices de reconciliación y de paz. El santo, la santa, es artífice de reconciliación y de paz; ayuda siempre a la gente a reconciliarse y ayuda siempre a fin de que haya paz. Y así es hermosa la santidad; es un hermoso camino.
Hoy, en esta fiesta, los santos nos dan un mensaje. Nos dicen: fiaos del Señor, porque el Señor no defrauda. No decepciona nunca, es un buen amigo siempre a nuestro lado. Con su testimonio, los santos nos alientan a no tener miedo de ir a contra corriente o de ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él y del Evangelio; nos demuestran con su vida que quien permanece fiel a Dios y a su Palabra experimenta ya en esta tierra el consuelo de su amor y luego el «céntuplo» en la eternidad. Esto es lo que esperamos y pedimos al Señor para nuestros hermanos y hermanas difuntos. Con sabiduría la Iglesia ha puesto en estrecha secuencia la fiesta de Todos los santos y la conmemoración de Todos los fieles difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración de los espíritus bienaventurados se une la oración de sufragio por cuantos nos precedieron en el paso de este mundo a la vida eterna.
Confiemos nuestra oración a la intercesión de María, Reina de Todos los santos.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas:
Os saludo a todos con afecto, especialmente a las familias, a los grupos parroquiales y las asociaciones.
Un caluroso saludo dirijo a quienes han participado esta mañana en la Carrera de los santos, organizada por la Fundación «Don Bosco en el mundo». San Pablo diría que toda la vida del cristiano es una «carrera» para conquistar el premio de la santidad: vosotros nos dais un buen ejemplo. ¡Gracias por esta carrera!
Esta tarde iré al cementerio del Verano y celebraré la santa misa. Estaré unido espiritualmente a quienes en estos días visitan los cementerios, donde duermen quienes nos precedieron bajo el signo de la fe y esperan el día de la resurrección. Rezaré en particular por las víctimas de la violencia, especialmente por los cristianos que perdieron la vida a causa de las persecuciones. Rezaré también de modo especial por quienes, hermanos y hermanas nuestros, hombres, mujeres y niños murieron de sed, hambre y fatiga en el trayecto para alcanzar una condición de vida mejor. En estos días hemos visto en los periódicos esa imagen cruel del desierto: hagamos todos, en silencio, una oración por estos hermanos y hermanas nuestros.
A todos deseo una feliz fiesta de Todos los santos. ¡Hasta la vista y buen almuerzo!
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