viernes, 29 de noviembre de 2013

FRANCISCO: Ángelus del mes de Noviembre (24, 17, 10, 3 y 1°)

ÁNGELUS DEL PAPA FRANCISCO



SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO,
REY DE UNIVERSO

 
Plaza de San Pedro Domingo 24 de Noviembre de 2013
 
Antes de concluir esta celebración, deseo saludar a todos los peregrinos, las familias, los grupos parroquiales, las asociaciones y los movimientos venidos de muchos países. Saludo a los participantes en el Congreso nacional de la misericordia; saludo a la comunidad ucraniana, que recuerda el 80° aniversario del Holodomor, la «gran hambruna» provocada por el régimen soviético que causó millones de víctimas.


En esta jornada, nuestro recuerdo agradecido se dirige a los misioneros que, a lo largo de los siglos, anunciaron el Evangelio y esparcieron la semilla de la fe en tantas partes del mundo; entre éstos el beato Junípero Serra, misionero franciscano español, de quien se conmemora el tercer centenario del nacimiento.


No quiero terminar sin recordar a todos aquellos que trabajaron para llevar adelante este Año de la fe. A monseñor Rino Fisichella, quien guió este camino, le agradezco mucho, de corazón, a él y a todos sus colaboradores. ¡Muchas gracias!


Ahora rezamos juntos el Ángelus. Con esta oración invocamos la protección de María especialmente para nuestros hermanos y nuestras hermanas que son perseguidos por motivo de su fe, y ¡son muchos!


Angelus Domini...


Os agradezco vuestra presencia en esta concelebración. Os deseo un feliz domingo y un buen almuerzo.



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Plaza de San Pedro
Domingo 17 de Noviembre de 2013
 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


El Evangelio de este domingo (Lc 21, 5-19) consiste en la primera parte de un discurso de Jesús: sobre los últimos tiempos. Jesús lo pronuncia en Jerusalén, en las inmediaciones del templo; y la ocasión se la dio precisamente la gente que hablaba del templo y de su belleza. Porque era hermoso ese templo. Entonces Jesús dijo: «Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida» (Lc 21, 6). Naturalmente le preguntan: ¿cuándo va a ser eso?, ¿cuáles serán las señales? Pero Jesús desplaza la atención de estos aspectos secundarios —¿cuándo será? ¿cómo será?—, la desplaza a las verdaderas cuestiones. Y son dos. Primero: no dejarse engañar por los falsos mesías y no dejarse paralizar por el miedo. Segundo: vivir el tiempo de la espera como tiempo del testimonio y de la perseverancia. Y nosotros estamos en este tiempo de la espera, de la espera de la venida del Señor.


Este discurso de Jesús es siempre actual, también para nosotros que vivimos en el siglo XXI. Él nos repite: «Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre» (v. 8). Es una invitación al discernimiento, esta virtud cristiana de comprender dónde está el espíritu del Señor y dónde está el espíritu maligno. También hoy, en efecto, existen falsos «salvadores», que buscan sustituir a Jesús: líder de este mundo, santones, incluso brujos, personalidades que quieren atraer a sí las mentes y los corazones, especialmente de los jóvenes. Jesús nos alerta: «¡No vayáis tras ellos!». «¡No vayáis tras ellos!».


El Señor nos ayuda incluso a no tener miedo: ante las guerras, las revoluciones, pero también ante las calamidades naturales, las epidemias, Jesús nos libera del fatalismo y de falsas visiones apocalípticas.


El segundo aspecto nos interpela precisamente como cristianos y como Iglesia: Jesús anuncia pruebas dolorosas y persecuciones que sus discípulos deberán sufrir, por su causa. Pero asegura: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (v. 18). Nos recuerda que estamos totalmente en las manos de Dios. Las adversidades que encontramos por nuestra fe y nuestra adhesión al Evangelio son ocasiones de testimonio; no deben alejarnos del Señor, sino impulsarnos a abandonarnos aún más a Él, a la fuerza de su Espíritu y de su gracia.


En este momento pienso, y pensamos todos. Hagámoslo juntos: pensemos en los muchos hermanos y hermanas cristianos que sufren persecuciones a causa de su fe. Son muchos. Tal vez muchos más que en los primeros siglos. Jesús está con ellos. También nosotros estamos unidos a ellos con nuestra oración y nuestro afecto; tenemos admiración por su valentía y su testimonio. Son nuestros hermanos y hermanas, que en muchas partes del mundo sufren a causa de ser fieles a Jesucristo. Les saludamos de corazón y con afecto.
Al final, Jesús hace una promesa que es garantía de victoria: «Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (v. 19). ¡Cuánta esperanza en estas palabras! Son una llamada a la esperanza y a la paciencia, a saber esperar los frutos seguros de la salvación, confiando en el sentido profundo de la vida y de la historia: las pruebas y las dificultades forman parte de un designio más grande; el Señor, dueño de la historia, conduce todo a su realización. A pesar de los desórdenes y los desastres que agitan el mundo, el designio de bondad y de misericordia de Dios se cumplirá. Y ésta es nuestra esperanza: andar así, por este camino, en el designio de Dios que se realizará. Es nuestra esperanza.


Este mensaje de Jesús nos hace reflexionar sobre nuestro presente y nos da la fuerza para afrontarlo con valentía y esperanza, en compañía de la Virgen, que siempre camina con nosotros.


Después del Ángelus


Hoy la comunidad eritrea en Roma celebra la fiesta de San Miguel. ¡Les saludamos de corazón!


Se recuerda hoy la «Jornada de las víctimas de la carretera». Aseguro mi oración y aliento a proseguir en el compromiso de la prevención, porque la prudencia y el respeto de las normas son la primera forma de la tutela de sí y de los demás.


Ahora quisiera aconsejaros una medicina. Pero alguien puede pensar: «¿El Papa ahora es farmacéutico?» Es una medicina especial para concretar los frutos del Año de la fe, que llega a su fin. Es una medicina de 59 pastillas para el corazón. Se trata de una «medicina espiritual» llamada Misericordina. Una cajita con 59 píldoras dirigidas al corazón. En esta cajita está la medicina y algunos voluntarios os la distribuirán mientras salgáis de la Plaza. ¡Tomadlas! Hay un rosario, con el que se puede rezar también la «coronilla de la Misericordia», ayuda espiritual para nuestra alma y para difundir por todos lados el amor, el perdón y la fraternidad. No os olvidéis de llevarla, porque hace bien. Hace bien al corazón, al alma y a toda la vida.


A todos vosotros un cordial deseo de feliz domingo. ¡Hasta la vista y buen almuerzo!



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Plaza de San Pedro  
Domingo 10 de noviembre de 2013


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús enfrentando a los saduceos, quienes negaban la resurrección. Y es precisamente sobre este tema que ellos hacen una pregunta a Jesús, para ponerlo en dificultad y ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos. Parten de un caso imaginario: «Una mujer tuvo siete maridos, que murieron uno tras otro», y preguntan a Jesús: «¿De cuál de ellos será esposa esa mujer después de su muerte?». Jesús, siempre apacible y paciente, en primer lugar responde que la vida después de la muerte no tiene los mismos parámetros de la vida terrena. La vida eterna es otra vida, en otra dimensión donde, entre otras cosas, ya no existirá el matrimonio, que está vinculado a nuestra existencia en este mundo. Los resucitados —dice Jesús— serán como los ángeles, y vivirán en un estado diverso, que ahora no podemos experimentar y ni siquiera imaginar. Así lo explica Jesús.


Pero luego Jesús, por decirlo así, pasa al contraataque. Y lo hace citando la Sagrada Escritura, con una sencillez y una originalidad que nos dejan llenos de admiración por nuestro Maestro, el único Maestro. La prueba de la resurrección Jesús la encuentra en el episodio de Moisés y de la zarza ardiente (cf. Ex 3, 1-6), allí donde Dios se revela como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. El nombre de Dios está relacionado a los nombres de los hombres y las mujeres con quienes Él se vincula, y este vínculo es más fuerte que la muerte. Y nosotros podemos decir también de la relación de Dios con nosotros, con cada uno de nosotros: ¡Él es nuestro Dios! ¡Él es el Dios de cada uno de nosotros! Como si Él llevase nuestro nombre. A Él le gusta decirlo, y ésta es la alianza. He aquí por qué Jesús afirma: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos» (Lc 20, 38). Y éste es el vínculo decisivo, la alianza fundamental, la alianza con Jesús: Él mismo es la Alianza, Él mismo es la Vida y la Resurrección, porque con su amor crucificado venció la muerte. En Jesús Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a Él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que ésta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia.


Por lo tanto, lo que sucederá es precisamente lo contrario de cuanto esperaban los saduceos. No es esta vida la que hace referencia a la eternidad, a la otra vida, la que nos espera, sino que es la eternidad —aquella vida— la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros. Si miramos sólo con ojo humano, estamos predispuestos a decir que el camino del hombre va de la vida hacia la muerte. ¡Esto se ve! Pero esto es sólo si lo miramos con ojo humano. Jesús le da un giro a esta perspectiva y afirma que nuestra peregrinación va de la muerte a la vida: la vida plena. Nosotros estamos en camino, en peregrinación hacia la vida plena, y esa vida plena es la que ilumina nuestro camino. Por lo tanto, la muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre, nuestro nombre, como Él dijo: «Yo soy el Dios de Abrahán, Isaac, Jacob», también el Dios con mi nombre, con tu nombre, con tu nombre..., con nuestro nombre. ¡Dios de los vivientes! ... Está la derrota definitiva del pecado y de la muerte, el inicio de un nuevo tiempo de alegría y luz sin fin. Pero ya en esta tierra, en la oración, en los Sacramentos, en la fraternidad, encontramos a Jesús y su amor, y así podemos pregustar algo de la vida resucitada. La experiencia que hacemos de su amor y de su fidelidad enciende como un fuego en nuestro corazón y aumenta nuestra fe en la resurrección. En efecto, si Dios es fiel y ama, no puede serlo a tiempo limitado: la fidelidad es eterna, no puede cambiar. El amor de Dios es eterno, no puede cambiar. No es a tiempo limitado: es para siempre. Es para seguir adelante. Él es fiel para siempre y Él nos espera, a cada uno de nosotros, acompaña a cada uno de nosotros con esta fidelidad eterna.



Después del Ángelus


Se celebra hoy el septuagésimo quinto aniversario de la así llamada «Noche de los cristales rotos»: las violencias de la noche entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938 contra los judíos, las sinagogas, las casas y los negocios marcaron un triste paso hacia la tragedia de la «Shoah». Renovamos nuestra cercanía y solidaridad al pueblo judío, nuestros hermanos más grandes, mayores. Y oremos a Dios a fin de que la memoria del pasado, la memoria de los pecados pasados nos ayude a estar siempre vigilantes contra toda forma de odio y de intolerancia



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Plaza de San Pedro  
Domingo 3 de Noviembre de 2013

 


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


La página del Evangelio de san Lucas de este domingo nos presenta a Jesús que, en su camino hacia Jerusalén, entra en la ciudad de Jericó. Es la última etapa de un viaje que resume en sí el sentido de toda la vida de Jesús, dedicada a buscar y salvar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero cuanto más se acerca el camino a la meta, tanto más se va formando en torno a Jesús un círculo de hostilidad.


Sin embargo, en Jericó tiene lugar uno de los acontecimientos más gozosos narrados por san Lucas: la conversión de Zaqueo. Este hombre es una oveja perdida, es despreciado y es un «excomulgado», porque es un publicano, es más, es el jefe de los publicanos de la ciudad, amigo de los odiados ocupantes romanos, es un ladrón y un explotador.


Impedido de acercarse a Jesús, probablemente por motivo de su mala fama, y siendo pequeño de estatura, Zaqueo se trepa a un árbol, para poder ver al Maestro que pasa. Este gesto exterior, un poco ridículo, expresa sin embargo el acto interior del hombre que busca pasar sobre la multitud para tener un contacto con Jesús. Zaqueo mismo no conoce el sentido profundo de su gesto, no sabe por qué hace esto, pero lo hace; ni siquiera se atreve a esperar que se supere la distancia que le separa del Señor; se resigna a verlo sólo de paso. Pero Jesús, cuando se acerca a ese árbol, le llama por su nombre: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19, 5). Ese hombre pequeño de estatura, rechazado por todos y distante de Jesús, está como perdido en el anonimato; pero Jesús le llama, y ese nombre «Zaqueo», en la lengua de ese tiempo, tiene un hermoso significado lleno de alusiones: «Zaqueo», en efecto, quiere decir «Dios recuerda».


Y Jesús va a la casa de Zaqueo, suscitando las críticas de toda la gente de Jericó (porque también en ese tiempo se murmuraba mucho), que decía: ¿Cómo? Con todas las buenas personas que hay en la ciudad, ¿va a estar precisamente con ese publicano? Sí, porque él estaba perdido; y Jesús dice: «Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también éste es hijo de Abrahán» (Lc 19, 9). En la casa de Zaqueo, desde ese día, entró la alegría, entró la paz, entró la salvación, entró Jesús.


No existe profesión o condición social, no existe pecado o crimen de algún tipo que pueda borrar de la memoria y del corazón de Dios a uno solo de sus hijos. «Dios recuerda», siempre, no olvida a ninguno de aquellos que ha creado. Él es Padre, siempre en espera vigilante y amorosa de ver renacer en el corazón del hijo el deseo del regreso a casa. Y cuando reconoce ese deseo, incluso simplemente insinuado, y muchas veces casi inconsciente, inmediatamente está a su lado, y con su perdón le hace más suave el camino de la conversión y del regreso. Miremos hoy a Zaqueo en el árbol: su gesto es un gesto ridículo, pero es un gesto de salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza por tantas cosas que has cometido, detente un poco, no te asustes. Piensa que alguien te espera porque nunca dejó de recordarte; y este alguien es tu Padre, es Dios quien te espera. Trépate, como hizo Zaqueo, sube al árbol del deseo de ser perdonado; yo te aseguro que no quedarás decepcionado. Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar. Recordadlo bien, así es Jesús.


Hermanos y hermanas, dejémonos también nosotros llamar por el nombre por Jesús. En lo profundo del corazón, escuchemos su voz que nos dice: «Es necesario que hoy me quede en tu casa», es decir, en tu corazón, en tu vida. Y acojámosle con alegría: Él puede cambiarnos, puede convertir nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor. Jesús puede hacerlo; ¡déjate mirar por Jesús!



Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Saludo con afecto a todos los romanos y a los peregrinos presentes, en especial a las familias, las parroquias y los grupos de tantos países del mundo.


Saludo a los fieles provenientes de Líbano y a los de la ciudad de Madrid.


Saludo a los jóvenes de Petosino, a los confirmandos de Grassina (Florencia) y a los jóvenes de Cavallermaggiore (Cúneo); a los peregrinos de Nápoles, Salerno, Venecia, Nardò y Gallipoli.


A todos deseo un feliz domingo y buen almuerzo. ¡Hasta la vista!


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SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS


Plaza de San Pedro Viernes 1° de Noviembre de 2013

 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


La fiesta de Todos los santos que celebramos hoy nos recuerda que la meta de nuestra existencia no es la muerte, ¡es el Paraíso! Lo escribe el apóstol Juan: «Aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Los santos, los amigos de Dios, nos aseguran que esta promesa no defrauda. En su existencia terrena, en efecto, vivieron en comunión profunda con Dios. Vieron el rostro de Dios en el rostro de los hermanos más pequeños y despreciados, y ahora le contemplan cara a cara en su belleza gloriosa.


Los santos no son superhombres, ni nacieron perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo vivieron una vida normal, con alegría y dolores, fatigas y esperanzas. Pero, ¿qué es lo que cambió su vida? Cuando conocieron el amor de Dios, le siguieron con todo el corazón, sin condiciones e hipocresías; gastaron su vida al servicio de los demás, soportaron sufrimientos y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz. Esta es la vida de los santos: personas que por amor a Dios no le pusieron condiciones a Él en su vida; no fueron hipócritas; gastaron su vida al servicio de los demás para servir al prójimo; sufrieron muchas adversidades, pero sin odiar. Los santos no odiaron nunca. Comprended bien esto: el amor es de Dios, pero el odio ¿de quién viene? El odio no viene de Dios, sino del diablo. Y los santos se alejaron del diablo; los santos son hombres y mujeres que tienen la alegría en el corazón y la transmiten a los demás. Nunca odiar, sino servir a los demás, a los más necesitados; rezar y vivir en la alegría. Este es el camino de la santidad.


Ser santos no es un privilegio de pocos, como si alguien hubiera tenido una gran herencia. Todos nosotros en el Bautismo tenemos la herencia de poder llegar a ser santos. La santidad es una vocación para todos. Todos, por lo tanto, estamos llamados a caminar por el camino de la santidad, y esta senda tiene un nombre, un rostro: el rostro de Jesucristo. Él nos enseña a ser santos. En el Evangelio nos muestra el camino: el camino de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-12). El Reino de los cielos, en efecto, es para quienes no ponen su seguridad en las cosas, sino en el amor de Dios; para quienes tienen un corazón sencillo, humilde, no presumen ser justos y no juzgan a los demás, quienes saben alegrarse con quien se alegra, no son violentos sino misericordiosos y buscan ser artífices de reconciliación y de paz. El santo, la santa, es artífice de reconciliación y de paz; ayuda siempre a la gente a reconciliarse y ayuda siempre a fin de que haya paz. Y así es hermosa la santidad; es un hermoso camino.


Hoy, en esta fiesta, los santos nos dan un mensaje. Nos dicen: fiaos del Señor, porque el Señor no defrauda. No decepciona nunca, es un buen amigo siempre a nuestro lado. Con su testimonio, los santos nos alientan a no tener miedo de ir a contra corriente o de ser incomprendidos y escarnecidos cuando hablamos de Él y del Evangelio; nos demuestran con su vida que quien permanece fiel a Dios y a su Palabra experimenta ya en esta tierra el consuelo de su amor y luego el «céntuplo» en la eternidad. Esto es lo que esperamos y pedimos al Señor para nuestros hermanos y hermanas difuntos. Con sabiduría la Iglesia ha puesto en estrecha secuencia la fiesta de Todos los santos y la conmemoración de Todos los fieles difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración de los espíritus bienaventurados se une la oración de sufragio por cuantos nos precedieron en el paso de este mundo a la vida eterna.


Confiemos nuestra oración a la intercesión de María, Reina de Todos los santos.




Después del Ángelus


Queridos hermanos y hermanas:


Os saludo a todos con afecto, especialmente a las familias, a los grupos parroquiales y las asociaciones.


Un caluroso saludo dirijo a quienes han participado esta mañana en la Carrera de los santos, organizada por la Fundación «Don Bosco en el mundo». San Pablo diría que toda la vida del cristiano es una «carrera» para conquistar el premio de la santidad: vosotros nos dais un buen ejemplo. ¡Gracias por esta carrera!


Esta tarde iré al cementerio del Verano y celebraré la santa misa. Estaré unido espiritualmente a quienes en estos días visitan los cementerios, donde duermen quienes nos precedieron bajo el signo de la fe y esperan el día de la resurrección. Rezaré en particular por las víctimas de la violencia, especialmente por los cristianos que perdieron la vida a causa de las persecuciones. Rezaré también de modo especial por quienes, hermanos y hermanas nuestros, hombres, mujeres y niños murieron de sed, hambre y fatiga en el trayecto para alcanzar una condición de vida mejor. En estos días hemos visto en los periódicos esa imagen cruel del desierto: hagamos todos, en silencio, una oración por estos hermanos y hermanas nuestros.


A todos deseo una feliz fiesta de Todos los santos. ¡Hasta la vista y buen almuerzo!


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