jueves, 28 de noviembre de 2013

FRANCISCO: Homilías del mes de Noviembre (24, 23, 15, 4 y 1°)

HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO


SANTA MISA DE CLAUSURA DEL AÑO DE LA FE
EN LA SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO




Plaza de San Pedro
Domingo 24 de Noviembre de 2013



La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora con afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón.



Dirijo también un saludo cordial y fraterno a los Patriarcas y Arzobispos Mayores de las Iglesias orientales católicas, aquí presentes. El saludo de paz que nos intercambiaremos quiere expresar sobre todo el reconocimiento del Obispo de Roma a estas Comunidades, que han confesado el nombre de Cristo con una fidelidad ejemplar, pagando con frecuencia un alto precio.



Del mismo modo, y por su medio, deseo dirigirme a todos los cristianos que viven en Tierra Santa, en Siria y en todo el Oriente, para que todos obtengan el don de la paz y la concordia.



Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.



1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.



Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.



2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.



Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.



3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.



Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino.” ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estas en tu Reino.”



La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.



Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino.


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RITO DE LA ADMISIÓN AL CATECUMENADO Y ENCUENTRO CON LOS CATECÚMENOS
EN LA CLAUSURA DEL AÑO DE LA FE




Basílica Vaticana
Sábado 23 de Noviembre de 2013




"Queridos catecúmenos,



Este momento conclusivo del Año de la Fe, los encuentra aquí reunidos, con vuestros catequistas y familiares, en representación también de tantos otros hombres y mujeres que están cumpliendo, en diversas partes del mundo, su mismo camino de fe. Espiritualmente estamos todos unidos en este momento. Vienen de muchos Países diversos, de tradiciones culturales y experiencias diferentes. Y sin embargo, esta tarde sentimos de tener entre nosotros tantas cosas en común. Sobretodo tenemos una: el deseo de Dios. Este deseo es evocado por las palabras del salmista: «Como la cierva anhela corrientes de agua, así mi alma te anhela a ti, mi Dios. El alma mía tiene sed de Dios, del Dios viviente: ¿cuándo vendré y veré el rostro de Dios?» (Sal 42,2-3). ¡Cuan importante es mantener vivo este deseo, este anhelo de encontrar al Señor y hacer experiencia de Él, hacer experiencia de su amor, hacer experiencia de su misericordia! Si viene a faltar la sed del Dios viviente, la fe corre el riesgo de convertirse en rutinaria, corre el riesgo de apagarse, como un fuego que no es reavivado. Corre el riesgo de volverse “rancia”, sin sentido.



El pasaje del Evangelio ( cfr Jn 1,35-42), nos ha mostrado a Juan Bautista que indica a sus discípulos a Jesús como el Cordero de Dios. Dos de ellos siguen al Maestro, y posteriormente, a su vez, se convierten en “mediadores” que permiten a los otros encontrar al Señor, conocerlo y seguirlo. Son tres momentos en este pasaje que llaman a la experiencia del catecumenado. En primer lugar, está la escucha. Los dos discípulos han escuchado el testimonio del Bautista. También vosotros, queridos catecúmenos, habéis escuchado a quienes les han hablado de Jesús y les han propuesto seguirlo, convirtiéndose en sus discípulos a través del Bautismo. En el tumulto de tantas voces que resuenan alrededor de nosotros y dentro de nosotros, vosotros habéis escuchado y acogido la voz que les indicaba a Jesús como el único que puede dar pleno sentido a nuestra vida.




El segundo momento es el encuentro. Los dos discípulos encuentran al Maestro y permanecen con Él. Después de haberlo encontrado, advierten inmediatamente algo nuevo en su corazón: la exigencia de transmitir su alegría también a los otros, para que también ellos lo puedan encontrar. Andrés, en efecto, encuentra a su hermano Simón y lo conduce a Jesús. ¡Cuánto bien nos hace contemplar esta escena! Nos recuerda que Dios no nos ha creado para estar solos, cerrados en nosotros mismos, sino para poder encontrarlo a Él y para abrirnos al encuentro con los otros. Dios en primer lugar viene hacia cada uno de nosotros; ¡y esto es maravilloso. Él viene a nuestro encuentro! En el Biblia Dios aparece siempre como aquel que toma la iniciativa del encuentro con el hombre: es Él quien busca al hombre, y por lo general, lo busca justamente mientras el hombre hace la experiencia amarga y trágica de traicionar a Dios y huir de Él. Dios no espera a buscarlo: lo busca enseguida. ¡Es un buscador paciente nuestro Padre! Él nos precede y nos espera siempre. No se cansa de esperarnos, no se aleja de nosotros, sino que tiene la paciencia de esperar el momento favorable para el encuentro con cada uno de nosotros. Y cuando ocurre el encuentro, no es nunca un encuentro apresurado, porque Dios desea permanecer por mucho tiempo con nosotros para sostenernos, para consolarnos, para donarnos su alegría. Dios se apresura para encontrarnos, pero nunca se apresura para dejarnos. Se queda con nosotros. Como nosotros lo anhelamos a Él y lo deseamos, así también Él desea estar con nosotros, porque nosotros le pertenecemos a Él, somos “cosa” suya, somos sus criaturas. También Él, podemos decir, tiene sed de nosotros, de encontrarnos. Nuestro Dios es un Dios sediento por nosotros. Este es el corazón de Dios… ¡es bello sentir esto!




La última parte del pasaje es caminar. Los dos discípulos caminan hacia Jesús y luego hacen un trecho de camino junto a Él. Es una enseñanza importante para todos nosotros. La fe es un camino con Jesús. Recuerden siempre esto: la fe es caminar con Jesús; es un camino que dura toda la vida. Al final será el encuentro definitivo. Cierto, en algunos momentos de este camino nos sentimos cansados y confundidos. Pero la fe nos da la certeza de la presencia constante de Jesús en cada situación, también la más dolorosa o difícil de entender. Estamos llamados a caminar para entrar siempre más adentro del misterio del amor de Dios, que nos sobrepasa y nos permite vivir con serenidad y esperanza.




Queridos catecúmenos, hoy vosotros iniciaiís el camino del catecumenado. Les deseo recorrerlo con alegría, seguros del sostén de toda la Iglesia, que los mira con mucha confianza. María, la discípula perfecta, los acompaña: ¡es bello sentirla como nuestra Madre en la fe! Los invito a custodiar el entusiasmo del primer momento que les ha hecho abrir los ojos a la luz de la fe; a recordar, como el discípulo amado, el día, la hora en la cual por primera vez permanecieron con Jesús, sintieron su mirada sobre vosotros. No se olviden nunca esta mirada de Jesús, sobre ti, sobre ti, sobre ti... ¡No se olviden nunca esa mirada! Es una mirada de amor. Y así estarán siempre ciertos del amor fiel del Señor. Él es fiel. Estén ciertos: ¡Él no los traicionará jamás!".





(Traducción del original italiano: http://catolicidad.blogspot.com)


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ORDENACIÓN EPISCOPAL DE S.E. MONS. FERNANDO VÉRGEZ ALZAGA, L.C.,
OBISPO TIT. DE VILLAMAGNA DI PROCONSOLARE
SECRETARIO GENERAL DE LA GOBERNACIÓN DEL ESTADO DE LA CIUDAD DEL VATICANO


 

Basílica Vaticana
Viernes 15 de Noviembre de 2013


 
L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española n. 47 del 22/11/2013




Un cargo delicado ha confiado «de modo especial» el Papa Francisco al secretario general de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, el español Fernando Vérgez Alzaga, el día que recibió la ordenación episcopal: «la atención pastoral de los trabajadores del Vaticano». Para ellos, dijo, deberá ser «padre y hermano», «con auténtico amor y ternura».


Casi un programa episcopal, por lo tanto, el indicado por el Pontífice a monseñor Vérgez Alzaga durante la celebración que tuvo lugar el viernes 15 de noviembre, por la tarde, en la basílica de San Pedro con la presencia de muchísimos empleados de la Gobernación y de la Santa Sede, y de casi seiscientos Legionarios de Cristo, hermanos de la congregación del neo-obispo.


El Santo Padre pronunció en esencia la homilía ritual prevista en la edición italiana del Pontifical Romano para la ordenación de obispos, homilía que el Papa completó con algunos añadidos personales. Invitó al prelado a seguir, en el cumplimiento del cargo —que desempeña desde el 30 de octubre—, el ejemplo del Buen Pastor, «que conoce a sus ovejas, ellas le conocen y por ellas no dudó en dar la vida». Un amor «de padre y de hermano» respecto a «todos aquellos que Dios te confía», agregó, «ante todo los presbíteros y los diáconos, tus colaboradores en el ministerio», pero también «los pobres, los indefensos y cuantos necesitan acogida y ayuda». Sin olvidar «exhortar a los fieles a cooperar en el compromiso apostólico, escuchándoles de buen grado».


El Santo Padre destacó luego cómo el episcopado es «el nombre de un servicio, no de un honor», puesto que al obispo «le compete más servir que dominar, según el mandamiento del Maestro: “Quien es el más grande entre vosotros, sea como el más pequeño, y quien gobierna como el que sirve”». Dirigiéndose una vez más a monseñor Vérgez Alzaga, «elegido por el Señor», el Papa Francisco le invitó a reflexionar en el hecho de haber sido elegido «entre los hombres y para los hombres», y de haber sido constituido «en las cosas que se refieren a Dios».


El Santo Padre se dejó llevar por muchos recuerdos que volvían a aflorar en ese momento en su memoria. En especial, dijo, el del «gran servicio de ternura y caridad» que precisamente el nuevo obispo ofreció como secretario al cardenal Eduardo Francisco Pironio (1920-1998), antes obispo de Mar del Plata en Argentina, luego prefecto de la Congregación para los religiosos y, por último, presidente del Consejo pontificio para los laicos. «Estoy seguro —añadió— que él está entre nosotros en este momento, y se alegra». Por este servicio prestado al siervo de Dios Pironio, el Papa Francisco «en nombre de la Iglesia», agradeció «una vez más» a monseñor Vérgez Alzaga: un «servicio humilde y silencioso el suyo, un servicio de hijo y de hermano».


El Papa Bergoglio recordó luego «con alegría la amistad», también la fraternidad, con el cardenal Antonio Quarracino (1923-1998) —arzobispo de Buenos Aires desde 1990 hasta su muerte—, que «te quería mucho». Y con tono confidencial agregó: «Te confieso que hoy, al escuchar estos cantos tan bellos, no puedo no pensar en las religiosas benedictinas de Victoria», en la provincia argentina de Buenos Aires, quienes «en este momento siguen esta ceremonia. Estás bien acompañado».


Ante dieciocho cardenales, entre ellos Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio, y los treinta y tres obispos que concelebraron, el Papa Francisco invitó al prelado a recordar que «en la Iglesia católica, congregada en el vínculo de la caridad, estás unido al colegio de los obispos y debes llevar en ti la solicitud por todas las Iglesias, socorriendo generosamente a las que están más necesitadas de ayuda». En especial, le pidió que vigile «con amor y con misericordia grande por todo el rebaño, en el que el Espíritu Santo te coloca para guiar a la Iglesia de Dios».


Iglesia que, a través del arzobispo Angelo Becciu, sustituto de la Secretaría de Estado, presentó el elegido al Santo Padre para pedirle la ordenación episcopal. Co-ordenantes el cardenal Giuseppe Bertello, presidente de la Gobernación, y el obispo Bryan Farrell, Legionario de Cristo y secretario del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. El servicio litúrgico estuvo a cargo de unos quince Legionarios de Cristo, mientras que en el momento de la presentación de los dones subieron al altar algunos familiares de monseñor Vérgez Alzaga. Asistieron al rito los cardenales De Paolis, Lajolo, Coppa, Herranz y Montezemolo. Entre los concelebrantes, numerosos prelados de la Curia romana. Entre ellos, monseñor Peter Bryan Wells, asesor de la Secretaría de Estado. Animó la liturgia el coro de la Capilla Sixtina, dirigido por monseñor Massimo Palombella, acompañado por el coro guía «Mater Ecclesiae». El Papa llegó a la basílica acompañado por el arzobispo Georg Gänswein, prefecto de la Casa pontificia.


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SANTA MISA EN SUFRAGIO DE LOS CARDENALES
Y OBISPOS FALLECIDOS DURANTE EL AÑO




Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Lunes 4 de Noviembre de 2013




En el clima espiritual del mes de noviembre marcado por el recuerdo de los fieles difuntos, recordamos a los hermanos cardenales y obispos de todo el mundo que regresaron a la casa del Padre durante este último año. Mientras ofrecemos por cada uno de ellos esta santa Eucaristía, pedimos al Señor que les conceda el premio celestial prometido a los siervos buenos y fieles.


Hemos escuchado las palabras de san Pablo: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).


El apóstol presenta el amor de Dios como el motivo más profundo, invencible, de la confianza y de la esperanza cristianas. Él enumera las fuerzas contrarias y misteriosas que pueden amenazar el camino de la fe. Pero inmediatamente afirma con seguridad que si incluso toda nuestra existencia está rodeada de amenazas, nada podrá separarnos del amor que Cristo mismo mereció por nosotros, entregándose totalmente. También los poderes demoníacos, hostiles al hombre, se detienen impotentes ante la íntima unión de amor entre Jesús y quien le acoge con fe. Esta realidad del amor fiel que Dios tiene por cada uno de nosotros nos ayuda a afrontar con serenidad y fuerza el camino de cada día, que a veces es ágil, a veces en cambio, es lento y fatigoso.


Sólo el pecado del hombre puede interrumpir este vínculo; pero también en este caso Dios le buscará siempre, le perseguirá para restablecer con él una unión que perdura incluso después de la muerte, es más, una unión que alcanza su cumbre en el encuentro final con el Padre. Esta certeza confiere un sentido nuevo y pleno a la vida terrena y nos abre a la esperanza para la vida más allá de la muerte.


En efecto, cada vez que nos encontramos ante la muerte de una persona querida o que hemos conocido bien, surge en nosotros la pregunta: «¿Qué será de su vida, de su trabajo, de su servicio en la Iglesia?». El libro de la Sabiduría nos ha respondido: ellos están en las manos de Dios. La mano es signo de acogida y protección, es signo de una relación personal de respeto y fidelidad: dar la mano, estrechar la mano. He aquí, estos pastores celosos que entregaron su vida al servicio de Dios y de los hermanos están en las manos de Dios. Todo lo de ellos está bien cuidado y no será corroído por la muerte. En las manos de Dios están todos sus días entretejidos de alegrías y sufrimientos, de esperanzas y fatigas, de fidelidad al Evangelio y pasión por la salvación espiritual y material del rebaño a ellos confiado.


También los pecados, nuestros pecados están en las manos de Dios; esas manos son misericordiosas, manos «llagadas» de amor. No por casualidad Jesús quiso conservar las llagas en sus manos para hacernos sentir su misericordia. Y ésta es nuestra fuerza, nuestra esperanza.


Esta realidad, llena de esperanza, es la perspectiva de la resurrección final, de la vida eterna, a la cual están destinados «los justos», quienes acogen la Palabra de Dios y son dóciles a su Espíritu.


Queremos recordar así a nuestros hermanos cardenales y obispos difuntos. Hombres entregados a su vocación y a su servicio a la Iglesia, que amaron como se ama a una esposa. En la oración los encomendamos a la misericordia del Señor, por intercesión de la Virgen y de san José, para que les acoja en su reino de luz y de paz, allí donde viven eternamente los justos y quienes fueron testigos fieles del Evangelio. En esta plegaria rezamos también por nosotros, para que el Señor nos prepare para este encuentro. No sabemos la fecha, pero el encuentro tendrá lugar.


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SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS




Cementerio Romano del Verano
Viernes 1° de Noviembre de 2013



 A esta hora, antes del atardecer, en este cementerio nos recogemos y pensamos en nuestro futuro, pensamos en todos aquellos que se han ido, que nos han precedido en la vida y están en el Señor.


Es muy bella la visión del Cielo que hemos escuchado en la primera lectura: el Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura, el amor pleno. Nos espera todo esto. Quienes nos precedieron y están muertos en el Señor están allí. Ellos proclaman que fueron salvados no por sus obras —también hicieron obras buenas— sino que fueron salvados por el Señor: «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). Es Él quien nos salva, es Él quien al final de nuestra vida nos lleva de la mano como un papá, precisamente a ese Cielo donde están nuestros antepasados. Uno de los ancianos hace una pregunta: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» (v. 13). ¿Quiénes son estos justos, estos santos que están en el Cielo? La respuesta: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero» (v. 14).


En el Cielo podemos entrar sólo gracias a la sangre del Cordero, gracias a la sangre de Cristo. Es precisamente la sangre de Cristo la que nos justificó, nos abrió las puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros que nos precedieron en la vida y están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la sangre de Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de la sangre de Cristo. Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con el Señor, Él no decepciona jamás.


Hemos escuchado en la segunda Lectura lo que el apóstol Juan decía a sus discípulos: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce... Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 1-2). Ver a Dios, ser semejantes a Dios: ésta es nuestra esperanza. Y hoy, precisamente en el día de los santos y antes del día de los muertos, es necesario pensar un poco en la esperanza: esta esperanza que nos acompaña en la vida. Los primeros cristianos pintaban la esperanza con un ancla, como si la vida fuese el ancla lanzada a la orilla del Cielo y todos nosotros en camino hacia esa orilla, agarrados a la cuerda del ancla. Es una hermosa imagen de la esperanza: tener el corazón anclado allí donde están nuestros antepasados, donde están los santos, donde está Jesús, donde está Dios. Esta es la esperanza que no decepciona; hoy y mañana son días de esperanza.


La esperanza es un poco como la levadura, que ensancha el alma; hay momentos difíciles en la vida, pero con la esperanza el alma sigue adelante y mira a lo que nos espera. Hoy es un día de esperanza. Nuestros hermanos y hermanas están en la presencia de Dios y también nosotros estaremos allí, por pura gracia del Señor, si caminamos por la senda de Jesús. Concluye el apóstol Juan: «Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo» (v.3). También la esperanza nos purifica, nos aligera; esta purificación en la esperanza en Jesucristo nos hace ir de prisa, con prontitud. En este pre-atarceder de hoy, cada uno de nosotros puede pensar en el ocaso de su vida: «¿Cómo será mi ocaso?». Todos nosotros tendremos un ocaso, todos. ¿Lo miro con esperanza? ¿Lo miro con la alegría de ser acogido por el Señor? Esto es un pensamiento cristiano, que nos da paz. Hoy es un día de alegría, pero de una alegría serena, tranquila, de la alegría de la paz. Pensemos en el ocaso de tantos hermanos y hermanas que nos precedieron, pensemos en nuestro ocaso, cuando llegará. Y pensemos en nuestro corazón y preguntémonos: «¿Dónde está anclado mi corazón?». Si no estuviese bien anclado, anclémoslo allá, en esa orilla, sabiendo que la esperanza no defrauda porque el Señor Jesús no decepciona.



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Al término de la celebración, tras la oración por los difuntos, el Papa agregó las siguientes palabras.


Desearía rezar también de modo especial por nuestros hermanos y nuestras hermanas que murieron en estos días mientras buscaban una liberación, una vida más digna. Hemos visto las imágenes, la crueldad del desierto, hemos visto el mar donde muchos se ahogaron. Recemos por ellos. Y recemos también por quienes se salvaron y en este momento están en muchos sitios de acogida, amontonados, esperando que los trámites legales se agilicen para poder ir a otro lugar, más cómodos, a otros centros de acogida.


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