AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Miércoles 27 de Noviembre de 2013
Miércoles 27 de Noviembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
¡Buenos días y felicidades porque sois valientes con
este frío en la plaza! ¡Muchas felicidades!
Deseo llevar a término las catequesis sobre el
«Credo», desarrolladas durante el
Año de la fe, que concluyó el domingo pasado. En
esta catequesis y en la próxima quisiera considerar el
tema de la resurrección de la carne, tomando dos
aspectos tal como los presenta el
Catecismo de la Iglesia católica, es decir,
nuestro morir y nuestro resucitar en Jesucristo. Hoy me
centro en el primer aspecto, «morir en Cristo».
Entre nosotros, por lo general, existe un modo
erróneo de mirar la muerte. La muerte nos atañe a
todos, y nos interroga de modo profundo, especialmente
cuando nos toca de cerca, o cuando golpea a los
pequeños, a los indefensos, de una manera que nos
resulta «escandalosa». A mí siempre me ha impresionado
la pregunta: ¿por qué sufren los niños?, ¿por qué mueren
los niños? Si se la entiende como el final de todo, la
muerte asusta, aterroriza, se transforma en amenaza que
quebranta cada sueño, cada perspectiva, que rompe toda
relación e interrumpe todo camino. Esto sucede cuando
consideramos nuestra vida como un tiempo cerrado entre
dos polos: el nacimiento y la muerte; cuando no creemos
en un horizonte que va más allá de la vida presente;
cuando se vive como si Dios no existiese. Esta
concepción de la muerte es típica del pensamiento ateo,
que interpreta la existencia como un encontrarse
casualmente en el mundo y un caminar hacia la nada. Pero
existe también un ateísmo práctico, que es un vivir sólo
para los propios intereses y vivir sólo para las cosas
terrenas. Si nos dejamos llevar por esta visión errónea
de la muerte, no tenemos otra opción que la de ocultar
la muerte, negarla o banalizarla, para que no nos cause
miedo.
Pero a esta falsa solución se rebela el «corazón» del
hombre, el deseo que todos nosotros tenemos de infinito,
la nostalgia que todos nosotros tenemos de lo eterno.
Entonces, ¿cuál es el sentido cristiano de la muerte?
Si miramos los momentos más dolorosos de nuestra vida,
cuando hemos perdido una persona querida —los padres, un
hermano, una hermana, un cónyuge, un hijo, un amigo—,
nos damos cuenta que, incluso en el drama de la pérdida,
incluso desgarrados por la separación, sube desde el
corazón la convicción de que no puede acabarse todo, que
el bien dado y recibido no fue inútil. Hay un instinto
poderoso dentro de nosotros, que nos dice que nuestra
vida no termina con la muerte.
Esta sed de vida encontró su respuesta real y
confiable en la resurrección de Jesucristo. La
resurrección de Jesús no da sólo la certeza de la vida
más allá de la muerte, sino que ilumina también el
misterio mismo de la muerte de cada uno de nosotros. Si
vivimos unidos a Jesús, fieles a Él, seremos capaces de
afrontar con esperanza y serenidad incluso el paso de la
muerte. La Iglesia, en efecto, reza: «Si nos entristece
la certeza de tener que morir, nos consuela la promesa
de la inmortalidad futura». Es ésta una hermosa oración
de la Iglesia. Una persona tiende a morir como ha
vivido. Si mi vida fue un camino con el Señor, un camino
de confianza en su inmensa misericordia, estaré
preparado para aceptar el momento último de mi vida
terrena como el definitivo abandono confiado en sus
manos acogedoras, a la espera de contemplar cara a cara
su rostro. Esto es lo más hermoso que nos puede suceder:
contemplar cara a cara el rostro maravilloso del Señor,
verlo como Él es, lleno de luz, lleno de amor, lleno de
ternura. Nosotros vayamos hasta este punto: contemplar
al Señor.
En este horizonte se comprende la invitación de Jesús
a estar siempre preparados, vigilantes, sabiendo que la
vida en este mundo se nos ha dado también para preparar
la otra vida, la vida con el Padre celestial. Y por ello
existe una vía segura: prepararse bien a la muerte,
estando cerca de Jesús. Ésta es la seguridad: yo me
preparo a la muerte estando cerca de Jesús. ¿Cómo se
está cerca de Jesús? Con la oración, los sacramentos y
también c0n la práctica de la caridad. Recordemos que Él
está presente en los más débiles y necesitados. Él mismo
se identificó con ellos, en la famosa parábola del
juicio final, cuando dice: «Tuve hambre y me disteis de
comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y
me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo
y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme...
Cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,
35-36.40). Por lo tanto, una vía segura es recuperar el
sentido de la caridad cristiana y de la participación
fraterna, hacernos cargo de las llagas corporales y
espirituales de nuestro prójimo. La solidaridad al
compartir el dolor e infundir esperanza es prólogo y
condición para recibir en herencia el Reino preparado
para nosotros. Quien practica la misericordia no teme la
muerte. Pensad bien en esto: ¡quien practica la
misericordia no teme la muerte! ¿Estáis de acuerdo? ¿Lo
decimos juntos para no olvidarlo? Quien practica la
misericordia no teme a la muerte. ¿Por qué no teme a la
muerte? Porque la mira a la cara en las heridas de los
hermanos, y la supera con el amor de Jesucristo.
Si abrimos la puerta de nuestra vida y de nuestro
corazón a los hermanos más pequeños, entonces incluso
nuestra muerte se convertirá en una puerta que nos
introducirá en el cielo, en la patria bienaventurada,
hacia la cual nos dirigimos, anhelando morar para
siempre con nuestro Padre Dios, con Jesús, con la Virgen
y con los santos.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos provenientes de España, México, Guatemala, Argentina y los demás países
latinoamericanos. No olviden que la solidaridad fraterna en el dolor y en la
esperanza es premisa y condición para entrar en el Reino de los cielos. Muchas
gracias.
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Plaza de San Pedro
Miércoles 20 de Noviembre de 2013
----- 0 ----- Miércoles 20 de Noviembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El
miércoles pasado hablé del perdón de los pecados,
referido de modo especial al Bautismo. Hoy continuamos
con el tema del perdón de los pecados, pero en relación
al así llamado «poder de las llaves», que es un
símbolo bíblico de la misión que Jesús confió a los
Apóstoles.
Ante todo debemos recordar que el protagonista del
perdón de los pecados es el Espíritu Santo. En su
primera aparición a los Apóstoles, en el cenáculo, Jesús
resucitado hizo el gesto de soplar sobre ellos diciendo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).
Jesús, transfigurado en su cuerpo, es ya el hombre
nuevo, que ofrece los dones pascuales fruto de su muerte
y resurrección. ¿Cuáles son estos dones? La paz, la
alegría, el perdón de los pecados, la misión, pero sobre
todo dona el Espíritu Santo que es la fuente de todo
esto. El soplo de Jesús, acompañado por las palabras con
las que comunica el Espíritu, indica la transmisión de
la vida, la vida nueva regenerada por el perdón.
Pero antes de hacer el gesto de soplar y donar el
Espíritu, Jesús muestra sus llagas, en las manos y en el
costado: estas heridas representan el precio de nuestra
salvación. El Espíritu Santo nos trae el perdón de Dios
«pasando a través» de las llagas de Jesús. Estas llagas
que Él quiso conservar. También en este momento Él, en
el Cielo, muestra al Padre las llagas con las cuales nos
rescató. Por la fuerza de estas llagas, nuestros pecados
son perdonados: así Jesús dio su vida para nuestra paz,
para nuestra alegría, para el don de la gracia en
nuestra alma, para el perdón de nuestros pecados. Es muy
bello contemplar a Jesús de este modo.
Y llegamos al segundo elemento: Jesús da a los
Apóstoles el poder de perdonar los pecados. Es un poco
difícil comprender cómo un hombre puede perdonar los
pecados, pero Jesús da este poder. La Iglesia es
depositaria del poder de las llaves, de abrir o
cerrar al perdón. Dios perdona a todo hombre en su
soberana misericordia, pero Él mismo quiso que quienes
pertenecen a Cristo y a la Iglesia reciban el perdón
mediante los ministros de la comunidad. A través del
ministerio apostólico me alcanza la misericordia de
Dios, mis culpas son perdonadas y se me dona la alegría.
De este modo Jesús nos llama a vivir la reconciliación
también en la dimensión eclesial, comunitaria. Y esto es
muy bello. La Iglesia, que es santa y a la vez
necesitada de penitencia, acompaña nuestro camino de
conversión durante toda la vida. La Iglesia no es dueña
del poder de las llaves, sino que es sierva del
ministerio de la misericordia y se alegra todas las
veces que puede ofrecer este don divino.
Muchas personas tal vez no comprenden la dimensión
eclesial del perdón, porque domina siempre el
individualismo, el subjetivismo, y también nosotros, los
cristianos, lo experimentamos. Cierto, Dios perdona a
todo pecador arrepentido, personalmente, pero el
cristiano está vinculado a Cristo, y Cristo está unido a
la Iglesia. Para nosotros cristianos hay un don más, y
hay también un compromiso más: pasar humildemente a
través del ministerio eclesial. Esto debemos valorarlo;
es un don, una atención, una protección y también es la
seguridad de que Dios me ha perdonado. Yo voy al hermano
sacerdote y digo: «Padre, he hecho esto...». Y él
responde: «Yo te perdono; Dios te perdona». En ese
momento, yo estoy seguro de que Dios me ha perdonado. Y
esto es hermoso, esto es tener la seguridad de que Dios
nos perdona siempre, no se cansa de perdonar. Y no
debemos cansarnos de ir a pedir perdón. Se puede sentir
vergüenza al decir los pecados, pero nuestras madres y
nuestras abuelas decían que es mejor ponerse rojo una
vez que no amarillo mil veces. Nos ponemos rojos una
vez, pero se nos perdonan los pecados y se sigue
adelante.
Al final, un último punto: el sacerdote
instrumento para el perdón de los pecados. El perdón
de Dios que se nos da en la Iglesia, se nos transmite
por medio del ministerio de un hermano nuestro, el
sacerdote; también él es un hombre que, como nosotros,
necesita de misericordia, se convierte verdaderamente en
instrumento de misericordia, donándonos el amor sin
límites de Dios Padre. También los sacerdotes deben
confesarse, también los obispos: todos somos pecadores.
También el Papa se confiesa cada quince días, porque
incluso el Papa es un pecador. Y el confesor escucha las
cosas que yo le digo, me aconseja y me perdona, porque
todos tenemos necesidad de este perdón. A veces sucede
que escuchamos a alguien que afirma que se confiesa
directamente con Dios... Sí, como decía antes, Dios te
escucha siempre, pero en el sacramento de la
Reconciliación manda a un hermano a traerte el perdón,
la seguridad del perdón, en nombre de la Iglesia.
El servicio que el sacerdote presta como ministro de
parte de Dios para perdonar los pecados es muy delicado
y exige que su corazón esté en paz, que el sacerdote
tenga el corazón en paz; que no maltrate a los fieles,
sino que sea apacible, benévolo y misericordioso; que
sepa sembrar esperanza en los corazones y, sobre todo,
que sea consciente de que el hermano o la hermana que se
acerca al sacramento de la Reconciliación busca el
perdón y lo hace como se acercaban tantas personas a
Jesús para que les curase. El sacerdote que no tenga
esta disposición de espíritu es mejor que, hasta que no
se corrija, no administre este Sacramento. Los fieles
penitentes tienen el derecho, todos los fieles tienen el
derecho, de encontrar en los sacerdotes a los servidores
del perdón de Dios.
Queridos hermanos, como miembros de la Iglesia,
¿somos conscientes de la belleza de este don que nos
ofrece Dios mismo? ¿Sentimos la alegría de este interés,
de esta atención maternal que la Iglesia tiene hacia
nosotros? ¿Sabemos valorarla con sencillez y asiduidad?
No olvidemos que Dios no se cansa nunca de perdonarnos.
Mediante el ministerio del sacerdote nos estrecha en un
nuevo abrazo que nos regenera y nos permite volver a
levantarnos y retomar de nuevo el camino. Porque ésta es
nuestra vida: volver a levantarnos continuamente y
retomar el camino.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los
grupos provenientes de España, Venezuela, Guatemala, Argentina, México y los
demás países latinoamericanos. No olvidemos que Dios nunca se cansa de
perdonarnos. Mediante el ministerio del sacerdote nos da un abrazo que nos
regenera y nos permite levantarnos y retomar de nuevo el camino. Muchas gracias.
LLAMAMIENTOS
1. En la memoria litúrgica de la Presentación de
María Santísima en el Templo, celebraremos la Jornada
pro orantibus, dedicada al recuerdo de las
comunidades religiosas de clausura. Es una ocasión
oportuna para dar gracias al Señor por el don de tantas
personas que, en los monasterios y en las ermitas, se
dedican a Dios en la oración y en el silencio activo.
Demos gracias al Señor por los testimonios de vida
claustral y no hagamos faltar nuestro apoyo espiritual y
material a estos hermanos y hermanas, a fin de que
puedan
realizar su importante misión.
2. El 22 de noviembre próximo las Naciones Unidas
inaugurarán el «Año internacional de la familia rural»,
orientado también a destacar que la economía agrícola y
el desarrollo rural encuentran en la familia un agente
respetuoso de la creación y atento a las necesidades
concretas. También en el trabajo, la familia es un
modelo de fraternidad para vivir una experiencia de
unidad y de solidaridad entre sus miembros, con una
mayor sensibilidad hacia quien tiene más necesidad de
atención o de ayuda, evitando que surjan eventuales
conflictos sociales. Por estos motivos, mientras expreso
satisfacción por esa iniciativa oportuna, deseo que la
misma contribuya a valorar los innumerables beneficios
que la familia aporta al crecimiento económico, social,
cultural y moral de toda la comunidad humana.
Plaza de San Pedro
Miércoles 13 de Noviembre de 2013
Miércoles 13 de Noviembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Credo, a través del cual cada domingo
hacemos nuestra profesión de fe, afirmamos: «Confieso
que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados».
Se trata de la única referencia a un Sacramento en todo
el Credo. En efecto, el Bautismo es la «puerta»
de la fe y de la vida cristiana. Jesús Resucitado dejó a
los Apóstoles esta consigna: «Id al mundo entero y
proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y
sea bautizado se salvará» (Mc 16, 15-16). La
misión de la Iglesia es evangelizar y perdonar los
pecados a través del sacramento bautismal. Pero volvamos
a las palabras del Credo. La expresión se puede
dividir en tres puntos: «confieso»; «un solo
bautismo»; «para el perdón de los pecados».
«Confieso». ¿Qué quiere decir esto? Es un término
solemne que indica la gran importancia del objeto, es
decir, del Bautismo. En efecto, pronunciando estas
palabras afirmamos nuestra auténtica identidad de hijos
de Dios. El Bautismo es en cierto sentido el carné de
identidad del cristiano, su certificado de nacimiento y
el certificado de nacimiento en la Iglesia. Todos
vosotros sabéis el día que nacisteis y festejáis el
cumpleaños, ¿verdad? Todos nosotros festejamos el
cumpleaños. Os hago una pregunta, que ya hice otras
veces, pero la hago una vez más: ¿quién de vosotros
recuerda la fecha de su Bautismo? Levante la mano: son
pocos (y no pregunto a los obispos para no hacerles
pasar vergüenza...). Pero hagamos una cosa: hoy, cuando
volváis a casa, preguntad qué día habéis sido
bautizados, buscad, porque este es el segundo
cumpleaños. El primer cumpleaños es el nacimiento a la
vida y el segundo cumpleaños es el nacimiento en la
Iglesia. ¿Haréis esto? Es una tarea para hacer en casa:
buscar el día que nací para la Iglesia, y dar gracias al
Señor porque el día del Bautismo nos abrió la puerta de
su Iglesia. Al mismo tiempo, al Bautismo está ligada
nuestra fe en el perdón de los pecados. El Sacramento de
la Penitencia o Confesión es, en efecto, como un
«segundo bautismo», que remite siempre al primero para
consolidarlo y renovarlo. En este sentido el día de
nuestro Bautismo es el punto de partida de un camino
bellísimo, un camino hacia Dios que dura toda la vida,
un camino de conversión que está continuamente sostenido
por el Sacramento de la Penitencia. Pensad en esto:
cuando vamos a confesarnos de nuestras debilidades, de
nuestros pecados, vamos a pedir el perdón de Jesús, pero
vamos también a renovar el Bautismo con este perdón. Y
esto es hermoso, es como festejar el día del Bautismo en
cada Confesión. Por lo tanto la Confesión no es una
sesión en una sala de tortura, sino que es una fiesta.
La Confesión es para los bautizados, para tener limpio
el vestido blanco de nuestra dignidad cristiana.
Segundo elemento: «un solo bautismo». Esta
expresión remite a la expresión de san Pablo: «Un solo
Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5).
La palabra «bautismo» significa literalmente
«inmersión», y, en efecto, este Sacramento constituye
una auténtica inmersión espiritual en la muerte de
Cristo, de la cual se resucita con Él como nuevas
criaturas (cf. Rm 6, 4). Se trata de un baño de
regeneración y de iluminación. Regeneración porque actúa
ese nacimiento del agua y del Espíritu sin el cual nadie
puede entrar en el reino de los cielos (cf. Jn 3,
5). Iluminación porque, a través del Bautismo, la
persona humana se colma de la gracia de Cristo, «luz
verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9) y
expulsa las tinieblas del pecado. Por esto, en la
ceremonia del Bautismo se les da a los padres una vela
encendida, para significar esta iluminación; el Bautismo
nos ilumina desde dentro con la luz de Jesús. En virtud
de este don el bautizado está llamado a convertirse él
mismo en «luz» —la luz de la fe que ha recibido— para
los hermanos, especialmente para aquellos que están en
las tinieblas y no vislumbran destellos de resplandor en
el horizonte de su vida.
Podemos preguntarnos: el Bautismo, para mí, ¿es un
hecho del pasado, aislado en una fecha, esa que hoy
vosotros buscaréis, o una realidad viva, que atañe a mi
presente, en todo momento? ¿Te sientes fuerte, con la
fuerza que te da Cristo con su muerte y su resurrección?
¿O te sientes abatido, sin fuerza? El Bautismo da fuerza
y da luz. ¿Te sientes iluminado, con esa luz que viene
de Cristo? ¿Eres hombre o mujer de luz? ¿O eres una
persona oscura, sin la luz de Jesús? Es necesario tomar
la gracia del Bautismo, que es un regalo, y llegar a ser
luz para todos.
Por último, una breve referencia al tercer elemento:
«para el perdón de los pecados». En el sacramento
del Bautismo se perdonan todos los pecados, el pecado
original y todos los pecados personales, como también
todas las penas del pecado. Con el Bautismo se abre la
puerta a una efectiva novedad de vida que no está
abrumada por el peso de un pasado negativo, sino que
goza ya de la belleza y la bondad del reino de los
cielos. Se trata de una intervención poderosa de la
misericordia de Dios en nuestra vida, para salvarnos.
Esta intervención salvífica no quita a nuestra
naturaleza humana su debilidad —todos somos débiles y
todos somos pecadores—; y no nos quita la
responsabilidad de pedir perdón cada vez que nos
equivocamos. No puedo bautizarme más de una vez, pero
puedo confesarme y renovar así la gracia del Bautismo.
Es como si hiciera un segundo Bautismo. El Señor Jesús
es muy bueno y jamás se cansa de perdonarnos. Incluso
cuando la puerta que nos abrió el Bautismo para entrar
en la Iglesia se cierra un poco, a causa de nuestras
debilidades y nuestros pecados, la Confesión la vuelve
abrir, precisamente porque es como un segundo Bautismo
que nos perdona todo y nos ilumina para seguir adelante
con la luz del Señor. Sigamos adelante así, gozosos,
porque la vida se debe vivir con la alegría de
Jesucristo; y esto es una gracia del Señor.
Saludos
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a
los grupos venidos de España, Argentina, México, Venezuela, Guatemala y otros
países latinoamericanos. Que vuestra presencia junto al sepulcro de los
apóstoles Pedro y Pablo os ayude a redescubrir el don que Dios nos ha dado en el
bautismo, y encontrar en él el impulso para un camino de conversión y renovación
espiritual. Muchas gracias.
LLAMAMIENTO
Hermanos y hermanas, me he enterado con gran dolor
que hace dos días, en Damasco, proyectiles han matado a
algunos niños que volvían de la escuela y también al
conductor del autobús. Otros niños fueron heridos. Por
favor, ¡que estas tragedias no sucedan más! ¡Recemos
fuertemente! En estos días estamos rezando y uniendo las
fuerzas para ayudar a nuestros hermanos y hermanas de
Filipinas, golpeados por el tifón. Estas son las
verdaderas batallas que hay que combatir. ¡Por la vida!
¡Jamás por la muerte!
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Plaza de San Pedro
Miércoles 6 de Noviembre de 2013
Miércoles 6 de Noviembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado hablé de la comunión de los santos, entendida como comunión entre las personas santas, es decir, entre nosotros creyentes. Hoy desearía profundizar otro aspecto de esta realidad: ¿recordáis que había dos aspectos: uno la comunión, la unidad entre nosotros, y, el otro aspecto, la comunión con las cosas santas, con los bienes espirituales? Las dos realidades están estrechamente relacionadas entre sí. En efecto, la comunión entre los cristianos crece mediante la participación en los bienes espirituales. En particular consideramos: los Sacramentos, los carismas y la caridad. (cf. Catecismo de la Iglesia católica nn. 949-953). Nosotros crecemos en unidad, en comunión con: los Sacramentos, los carismas que cada uno tiene del Espíritu Santo y con la caridad.
Ante todo, la comunión con los Sacramentos. Los Sacramentos expresan y realizan una comunión efectiva y profunda entre nosotros, puesto que en ellos encontramos a Cristo Salvador y, a través de Él, a nuestros hermanos en la fe. Los Sacramentos no son apariencias, no son ritos, sino que son la fuerza de Cristo; es Jesucristo presente en los Sacramentos. Cuando celebramos la Eucaristía es Jesús vivo quien nos congrega, nos hace comunidad, nos hace adorar al Padre. Cada uno de nosotros, en efecto, mediante el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, está incorporado a Cristo y unido a toda la comunidad de los creyentes. Por lo tanto, si por un lado es la Iglesia la que «hace» los Sacramentos, por otro son los Sacramentos que «hacen» a la Iglesia, la edifican, generando nuevos hijos, agregándolos al pueblo santo de Dios, consolidando su pertenencia.
Cada encuentro con Cristo, que en los Sacramentos nos dona la salvación, nos invita a «ir» y comunicar a los demás una salvación que hemos podido ver, tocar, encontrar, acoger, y que es verdaderamente creíble porque es amor. De este modo los Sacramentos nos impulsan a ser misioneros, y el compromiso apostólico de llevar el Evangelio a todo ambiente, incluso a los más hostiles, constituye el fruto más auténtico de una asidua vida sacramental, en cuanto que es participación en la iniciativa salvífica de Dios, que quiere donar a todos la salvación. La gracia de los Sacramentos alimenta en nosotros una fe fuerte y gozosa, una fe que sabe asombrarse ante las «maravillas» de Dios y sabe resistir a los ídolos del mundo. Por ello, es importante recibir la Comunión, es importante que los niños estén bautizados pronto, que estén confirmados, porque los Sacramentos son la presencia de Jesucristo en nosotros, una presencia que nos ayuda. Es importante, cuando nos sentimos pecadores, acercarnos al sacramento de la Reconciliación. Alguien podrá decir: «Pero tengo miedo, porque el sacerdote me apaleará». No, no te apaleará el sacerdote. ¿Tú sabes a quién te encontrarás en el sacramento de la Reconciliación? ¡Encontrarás a Jesús que te perdona! Es Jesús quien te espera allí; y éste es un Sacramento que hace crecer a toda la Iglesia.
Un segundo aspecto de la comunión con las cosas santas es el de la comunión de los carismas. El Espíritu Santo concede a los fieles una multitud de dones y de gracias espirituales; esta riqueza, digamos, «fantasiosa» de los dones del Espíritu Santo tiene como fin la edificación de la Iglesia. Los carismas —palabra un poco difícil— son los regalos que nos da el Espíritu Santo, habilidad, posibilidad... Regalos dados no para que queden ocultos, sino para compartirlos con los demás. No se dan para beneficio de quien los recibe, sino para utilidad del pueblo de Dios. Si un carisma, en cambio, uno de estos regalos, sirve para afirmarse a sí mismo, hay que dudar si se trata de un carisma auténtico o de que sea vivido fielmente. Los carismas son gracias particulares, dadas a algunos para hacer el bien a muchos otros. Son actitudes, inspiraciones e impulsos interiores que nacen en la conciencia y en la experiencia de determinadas personas, quienes están llamadas a ponerlas al servicio de la comunidad. En especial, estos dones espirituales favorecen a la santidad de la Iglesia y de su misión. Todos estamos llamados a respetarlos en nosotros y en los demás, a acogerlos como estímulos útiles para una presencia y una obra fecunda de la Iglesia. San Pablo exhortaba: «No apaguéis el espíritu» (1 Ts 5, 19). No apaguemos el espíritu que nos da estos regalos, estas habilidades, estas virtudes tan bellas que hacen crecer a la Iglesia.
¿Cuál es nuestra actitud ante estos dones del Espíritu Santo? ¿Somos conscientes de que el Espíritu de Dios es libre de darlos a quien quiere? ¿Les consideramos una ayuda espiritual, a través de la cual el Señor sostiene nuestra fe y refuerza nuestra misión en el mundo?
Y llegamos al tercer aspecto de la comunión con los casas santas, es decir, la comunión de la caridad, la unidad entre nosotros que produce la caridad, el amor. Los paganos, observando a los primeros cristianos, decían: ¡cómo se aman, cómo se quieren! No se odian, no hablan mal unos de otros. Esta es la caridad, el amor de Dios que el Espíritu Santo nos pone en el corazón. Los carismas son importantes en la vida de la comunidad cristiana, pero son siempre medios para crecer en la caridad, en el amor, que san Pablo sitúa sobre los carismas (cf. 1 Cor 13, 1-13). Sin amor, en efecto, incluso los dones más extraordinarios son vanos. Este hombre cura a la gente, tiene esta cualidad, esta otra virtud... pero, ¿tiene amor y caridad en su corazón? Si lo tiene, bien; pero si no lo tiene, no es útil a la Iglesia. Sin amor todos estos dones y carismas no sirven a la Iglesia, porque donde no hay amor hay un vacío que lo llena el egoísmo. Y me pregunto: ¿podemos vivir en comunión y en paz, si todos nosotros somos egoístas? No se puede, por esto es necesario el amor que nos une. El más pequeño de nuestros gestos de amor tiene efectos buenos para todos. Por lo tanto, vivir la unidad en la Iglesia y la comunión de la caridad significa no buscar el propio interés, sino compartir los sufrimientos y las alegrías de los hermanos (cf. 1 Cor 12, 26), dispuestos a llevar los pesos de los más débiles y pobres. Esta solidaridad fraterna no es una figura retórica, un modo de decir, sino que es parte integrante de la comunión entre los cristianos. Si lo vivimos, somos en el mundo signo, «sacramento» del amor de Dios. Lo somos los unos para los otros y lo somos para todos. No se trata sólo de esa caridad menuda que nos podemos ofrecer mutuamente, se trata de algo más profundo: es una comunión que nos hace capaces de entrar en la alegría y en el dolor de los demás para hacerlos sinceramente nuestros.
A menudo somos demasiado áridos, indiferentes, distantes y en lugar de transmitir fraternidad, transmitimos malhumor, frialdad y egoísmo. Y con malhumor, frialdad y egoísmo no se puede hacer crecer la Iglesia; la Iglesia crece sólo con el amor que viene del Espíritu Santo. El Señor nos invita a abrirnos a la comunión con Él, en los Sacramentos, en los carismas y en la caridad, para vivir de manera digna nuestra vocación cristiana.
Y ahora me permito pediros un acto de caridad: podéis estar tranquilos que no se hará una colecta. Antes de venir a la plaza fui a ver a una niña de un año y medio con una enfermedad gravísima. Su papá y su mamá rezan, y piden al Señor la salud para esta hermosa niña. Se llama Noemi. Sonreía, pobrecita. Hagamos un acto de amor. No la conocemos, pero es una niña bautizada, es una de nosotros, es una cristiana. Hagamos un acto de amor por ella y en silencio pidamos que el Señor le ayude en este momento y le conceda la salud. En silencio, un momento, y luego rezaremos el Avemaría. Y ahora todos juntos recemos a la Virgen por la salud de Noemí. Avemaría... Gracias por este acto de caridad.
Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Panamá, Argentina y los demás países latinoamericanos. Que María Santísima haga de todos nosotros discípulos misioneros, que dan gratis las gracias recibidas. Muchas gracias.
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