sábado, 31 de mayo de 2014

FRANCISCO: Audiencias Generales de Mayo (21, 14 y 7)

AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
MAYO 2014


Plaza de San Pedro
Miércoles 28 de mayo de 2014





Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Los días pasados, como sabéis, realicé una peregrinación a Tierra Santa. Ha sido un gran don para la Iglesia, y por ello doy gracias a Dios. Él me guió a esa Tierra bendita, que vio la presencia histórica de Jesús y donde tuvieron lugar acontecimientos fundamentales para el judaísmo, el cristianismo y el islam. Deseo renovar mi cordial agradecimiento a Su Beatitud el patriarca Fouad Twal, a los obispos de los diversos ritos, a los sacerdotes, a los franciscanos de la Custodia de Tierra Santa. ¡Son buenos estos franciscanos! Su trabajo es hermosísimo, lo que hacen. Mi pensamiento agradecido se dirige también a las autoridades jordanas, israelíes y palestinas, que me acogieron con mucha cortesía, diría también con amistad, así como a todos aquellos que cooperaron para la realización de la visita.


El fin principal de esta peregrinación ha sido conmemorar el 50° aniversario del histórico encuentro entre el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras. Fue esa ocasión la primera vez que un Sucesor de Pedro visitó Tierra Santa: Pablo VI inauguraba así, durante el Concilio Vaticano II, los viajes extra-italianos de los Papas en la época contemporánea. Ese gesto profético del obispo de Roma y del Patriarca de Constantinopla colocó una piedra miliar en el camino sufrido pero prometedor de la unidad de todos los cristianos, que desde entonces ha dado pasos importantes. Por ello, mi encuentro con Su Santidad Bartolomé, amado hermano en Cristo, ha representado el momento culminante de la visita. Juntos hemos rezado ante el Sepulcro de Jesús, y con nosotros estaban el patriarca greco-ortodoxo de Jerusalén Theophilos III y el patriarca armenio apostólico Nourhan, además de arzobispos y obispos de diversas Iglesias y Comunidades, Autoridades civiles y muchos fieles. En ese lugar donde resonó el anuncio de la Resurrección, hemos percibido toda la amargura y el sufrimiento de las divisiones que aún existen entre los discípulos de Cristo; y de verdad esto hace mucho mal, mal al corazón. Todavía estamos divididos. En ese lugar donde resonó precisamente el anuncio de la Resurrección, donde Jesús nos da la vida, aún nosotros estamos un poco divididos. Pero, sobre todo, en esa celebración llena de recíproca fraternidad, de estima y de afecto, hemos percibido fuerte la voz del Buen Pastor resucitado que quiere hacer de todas sus ovejas un solo rebaño; hemos percibido el deseo de sanar las heridas aún abiertas y proseguir con tenacidad el camino hacia la comunión plena. Una vez más, como lo hicieron los Papas anteriores, yo pido perdón por lo que nosotros hemos hecho para favorecer esta división, y pido al Espíritu Santo que nos ayude a sanar las heridas que hemos causado a los demás hermanos. Todos somos hermanos en Cristo y con el patriarca Bartolomé somos amigos, hermanos, y hemos compartido la voluntad de caminar juntos, hacer todo lo que desde hoy podamos realizar: rezar juntos, trabajar juntos por el rebaño de Dios, buscar la paz, custodiar la creación, muchas cosas que tenemos en común. Y como hermanos debemos seguir adelante.


Otro objetivo de esta peregrinación ha sido alentar en esa región el camino hacia la paz, que es al mismo tiempo don de Dios y compromiso de los hombres. Lo hice en Jordania, en Palestina y en Israel. Y lo hice siempre como peregrino, en el nombre de Dios y del hombre, llevando en el corazón una gran compasión hacia los hijos de esa Tierra que desde hace demasiado tiempo conviven con la guerra y tienen el derecho de conocer finalmente días de paz.


Por ello exhorté a los fieles cristianos a dejarse «ungir» con corazón abierto y dócil por el Espíritu Santo, para ser cada vez más capaces de tener gestos de humildad, de fraternidad y de reconciliación. El Espíritu permite asumir estas actitudes en la vida cotidiana, con personas de distintas culturas y religiones, y llegar a ser así «artesanos» de la paz. La paz se construye artesanalmente. No existen industrias de paz, no. Se construye cada día, artesanalmente, y también con el corazón abierto para que venga el don de Dios. Por ello exhorté a los fieles cristianos a dejarse «ungir».
 

En Jordania agradecí a las autoridades y al pueblo su compromiso en la acogida de numerosos refugiados provenientes de las zonas de guerra, un compromiso humanitario que merece y requiere el apoyo constante de la Comunidad internacional. Me ha conmovido la generosidad del pueblo jordano al recibir a los refugiados, muchos que huyen de la guerra, en esa zona. Que el Señor bendiga a este pueblo acogedor, que lo bendiga abundantemente. Y nosotros debemos rezar para que el Señor bendiga esta acogida y pedir a todas las instituciones internacionales que ayuden a este pueblo en el trabajo de acogida que realiza. Durante la peregrinación alenté también en otros lugares a las autoridades implicadas a proseguir los esfuerzos para disminuir las tensiones en la zona medio-oriental, sobre todo en la atormentada Siria, así como a continuar buscando una solución justa al conflicto israelí-palestino. Por ello invité al presidente de Israel y al presidente de Palestina, ambos hombres de paz y artífices de paz, a venir al Vaticano a rezar juntos conmigo por la paz. Y, por favor, os pido a vosotros que no nos dejéis solos: vosotros rezad, rezad mucho para que el Señor nos dé la paz, nos dé la paz en esa Tierra bendecida. Cuento con vuestras oraciones. Rezad con fuerza en este tiempo, rezad mucho para que venga la paz.


Esta peregrinación a Tierra Santa ha sido también la ocasión para confirmar en la fe a las comunidades cristianas, que sufren mucho, y expresar la gratitud de toda la Iglesia por la presencia de los cristianos en esa zona y en todo Oriente Medio. Estos hermanos nuestros son valerosos testigos de esperanza y de caridad, «sal y luz» en esa Tierra. Con su vida de fe y de oración y con la apreciada actividad educativa y asistencial, ellos trabajan en favor de la reconciliación y del perdón, contribuyendo al bien común de la sociedad. Con esta peregrinación, que ha sido una auténtica gracia del Señor, quise llevar una palabra de esperanza, pero al mismo tiempo la he recibido de ellos. La he recibido de hermanos y hermanas que esperan «contra toda esperanza» (Rm 4, 18), a través de muchos sufrimientos, como los de quien huyó del propio país a causa de los conflictos; como los de quienes, en diversas partes del mundo, son discriminados y despreciados por motivo de su fe en Cristo. ¡Sigamos estando cerca de ellos! Recemos por ellos y por la paz en Tierra Santa y en todo Oriente Medio. Que la oración de toda la Iglesia sostenga también el camino hacia la unidad plena entre los cristianos, para que el mundo crea en el amor de Dios que en Jesucristo vino a habitar en medio de nosotros.


Y os invito ahora a todos a rezar juntos, a rezar juntos a la Virgen, Reina de la paz, Reina de la unidad entre los cristianos, la Mamá de todos los cristianos: que ella nos traiga la paz, a todo el mundo, y que ella nos acompañe en este camino de unidad.

[Ave María...]


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a pedir al Señor por nuestros hermanos de Tierra Santa, por la paz en Oriente Medio y por la unidad de los cristianos. Muchas gracias.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 21 de mayo de 2014






Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hoy quisiera poner de relieve otro don del Espíritu Santo: el don de ciencia. Cuando se habla de ciencia, el pensamiento se dirige inmediatamente a la capacidad del hombre de conocer cada vez mejor la realidad que lo rodea y descubrir las leyes que rigen la naturaleza y el universo. La ciencia que viene del Espíritu Santo, sin embargo, no se limita al conocimiento humano: es un don especial, que nos lleva a captar, a través de la creación, la grandeza y el amor de Dios y su relación profunda con cada creatura.


Cuando nuestros ojos son iluminados por el Espíritu, se abren a la contemplación de Dios, en la belleza de la naturaleza y la grandiosidad del cosmos, y nos llevan a descubrir cómo cada cosa nos habla de Él y de su amor. Todo esto suscita en nosotros gran estupor y un profundo sentido de gratitud. Es la sensación que experimentamos también cuando admiramos una obra de arte o cualquier maravilla que es fruto del ingenio y de la creatividad del hombre: ante todo esto el Espíritu nos conduce a alabar al Señor desde lo profundo de nuestro corazón y a reconocer, en todo lo que tenemos y somos, un don inestimable de Dios y un signo de su infinito amor por nosotros.


En el primer capítulo del Génesis, precisamente al inicio de toda la Biblia, se pone de relieve que Dios se complace de su creación, subrayando repetidamente la belleza y la bondad de cada cosa. Al término de cada jornada, está escrito: «Y vio Dios que era bueno» (1, 12.18.21.25): si Dios ve que la creación es una cosa buena, es algo hermoso, también nosotros debemos asumir esta actitud y ver que la creación es algo bueno y hermoso. He aquí el don de ciencia que nos hace ver esta belleza; por lo tanto, alabemos a Dios, démosle gracias por habernos dado tanta belleza. Y cuando Dios terminó de crear al hombre no dijo «vio que era bueno», sino que dijo que era «muy bueno» (v. 31). A los ojos de Dios nosotros somos la cosa más hermosa, más grande, más buena de la creación: incluso los ángeles están por debajo de nosotros, somos más que los ángeles, como hemos escuchado en el libro de los Salmos. El Señor nos quiere mucho. Debemos darle gracias por esto. El don de ciencia nos coloca en profunda sintonía con el Creador y nos hace participar en la limpidez de su mirada y de su juicio. Y en esta perspectiva logramos ver en el hombre y en la mujer el vértice de la creación, como realización de un designio de amor que está impreso en cada uno de nosotros y que hace que nos reconozcamos como hermanos y hermanas.


Todo esto es motivo de serenidad y de paz, y hace del cristiano un testigo gozoso de Dios, siguiendo las huellas de san Francisco de Asís y de muchos santos que supieron alabar y cantar su amor a través de la contemplación de la creación. Al mismo tiempo, el don de ciencia nos ayuda a no caer en algunas actitudes excesivas o equivocadas. La primera la constituye el riesgo de considerarnos dueños de la creación. La creación no es una propiedad, de la cual podemos disponer a nuestro gusto; ni, mucho menos, es una propiedad sólo de algunos, de pocos: la creación es un don, es un don maravilloso que Dios nos ha dado para que cuidemos de él y lo utilicemos en beneficio de todos, siempre con gran respeto y gratitud. La segunda actitud errónea está representada por la tentación de detenernos en las creaturas, como si éstas pudiesen dar respuesta a todas nuestras expectativas. Con el don de ciencia, el Espíritu nos ayuda a no caer en este error.


Pero quisiera volver a la primera vía equivocada: disponer de la creación en lugar de custodiarla. Debemos custodiar la creación porque es un don que el Señor nos ha dado, es el regalo de Dios a nosotros; nosotros somos custodios de la creación. Cuando explotamos la creación, destruimos el signo del amor de Dios. Destruir la creación es decir a Dios: «no me gusta». Y esto no es bueno: he aquí el pecado.


El cuidado de la creación es precisamente la custodia del don de Dios y es decir a Dios: «Gracias, yo soy el custodio de la creación para hacerla progresar, jamás para destruir tu don». Esta debe ser nuestra actitud respecto a la creación: custodiarla, porque si nosotros destruimos la creación, la creación nos destruirá. No olvidéis esto. Una vez estaba en el campo y escuché un dicho de una persona sencilla, a la que le gustaban mucho las flores y las cuidaba. Me dijo: «Debemos cuidar estas cosas hermosas que Dios nos ha dado; la creación es para nosotros a fin de que la aprovechemos bien; no explotarla, sino custodiarla, porque Dios perdona siempre, nosotros los hombres perdonamos algunas veces, pero la creación no perdona nunca, y si tú no la cuidas ella te destruirá».


Esto debe hacernos pensar y debe hacernos pedir al Espíritu Santo el don de ciencia para comprender bien que la creación es el regalo más hermoso de Dios. Él hizo muchas cosas buenas para la cosa mejor que es la persona humana.



Saludos


Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, particularmente a los grupos de sacerdotes del Colegio Mexicano en Roma, de la Arquidiócesis de Madrid y de la Diócesis de Nezahualcoyotl, así como a los fieles venidos de España, México, Argentina, Panamá, Costa Rica, Paraguay, Perú, Colombia y otros países latinoamericanos. Que sepamos ver cuanto nos rodea como obra de Dios, y a nuestros semejantes como hermanos y hermanas. Muchas gracias.


El próximo sábado iniciaré el viaje a Tierra Santa, la tierra de Jesús. Será un viaje estrictamente religioso. El primer motivo es para encontrar a mi hermano Bartolomé i, en la conmemoración del 50° aniversario del encuentro de Pablo VI con Atenágoras I. Pedro y Andrés se encuentran otra vez y esto es muy hermoso. El segundo motivo es para rezar por la paz en esa tierra que tanto sufre. Os pido que recéis por este viaje. 


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Plaza de San Pedro
Miércoles 14 de mayo de 2014





Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En las catequesis precedentes hemos reflexionado sobre los tres primeros dones del Espíritu Santo: sabiduría, inteligencia y consejo. Hoy pensemos en lo que hace el Señor: Él viene siempre a sostenernos en nuestra debilidad y esto lo hace con un don especial: el don de fortaleza.


Hay una parábola, relatada por Jesús, que nos ayuda a captar la importancia de este don. Un sembrador salió a sembrar; sin embargo, no toda la semilla que esparció dio fruto. Lo que cayó al borde del camino se lo comieron los pájaros; lo que cayó en terreno pedregoso o entre abrojos brotó, pero inmediatamente lo abrasó el sol o lo ahogaron las espinas. Sólo lo que cayó en terreno bueno creció y dio fruto (cf. Mc 4, 3-9; Mt 13, 3-9; Lc 8, 4-8). Como Jesús mismo explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce abundantemente la semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, se encuentra a menudo con la aridez de nuestro corazón, e incluso cuando es acogida corre el riesgo de permanecer estéril. Con el don de fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera de la tibieza, de las incertidumbres y de todos los temores que pueden frenarlo, de modo que la Palabra del Señor se ponga en práctica, de manera auténtica y gozosa. Es una gran ayuda este don de fortaleza, nos da fuerza y nos libera también de muchos impedimentos.


Hay también momentos difíciles y situaciones extremas en las que el don de fortaleza se manifiesta de modo extraordinario, ejemplar. Es el caso de quienes deben afrontar experiencias particularmente duras y dolorosas, que revolucionan su vida y la de sus seres queridos. La Iglesia resplandece por el testimonio de numerosos hermanos y hermanas que no dudaron en entregar la propia vida, con tal de permanecer fieles al Señor y a su Evangelio. También hoy no faltan cristianos que en muchas partes del mundo siguen celebrando y testimoniando su fe, con profunda convicción y serenidad, y resisten incluso cuando saben que ello puede comportar un precio muy alto. También nosotros, todos nosotros, conocemos gente que ha vivido situaciones difíciles, numerosos dolores. Pero, pensemos en esos hombres, en esas mujeres que tienen una vida difícil, que luchan por sacar adelante la familia, educar a los hijos: hacen todo esto porque está el espíritu de fortaleza que les ayuda. Cuántos hombres y mujeres —nosotros no conocemos sus nombres— que honran a nuestro pueblo, honran a nuestra Iglesia, porque son fuertes: fuertes al llevar adelante su vida, su familia, su trabajo, su fe. Estos hermanos y hermanas nuestros son santos, santos en la cotidianidad, santos ocultos en medio de nosotros: tienen el don de fortaleza para llevar adelante su deber de personas, de padres, de madres, de hermanos, de hermanas, de ciudadanos. ¡Son muchos! Demos gracias al Señor por estos cristianos que viven una santidad oculta: es el Espíritu Santo que tienen dentro quien les conduce. Y nos hará bien pensar en esta gente: si ellos hacen todo esto, si ellos pueden hacerlo, ¿por qué yo no? Y nos hará bien también pedir al Señor que nos dé el don de fortaleza.


No hay que pensar que el don de fortaleza es necesario sólo en algunas ocasiones o situaciones especiales. Este don debe constituir la nota de fondo de nuestro ser cristianos, en el ritmo ordinario de nuestra vida cotidiana. Como he dicho, todos los días de la vida cotidiana debemos ser fuertes, necesitamos esta fortaleza para llevar adelante nuestra vida, nuestra familia, nuestra fe. El apóstol Pablo dijo una frase que nos hará bien escuchar: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4, 13). Cuando afrontamos la vida ordinaria, cuando llegan las dificultades, recordemos esto: «Todo lo puedo en Aquel que me da la fuerza». El Señor da la fuerza, siempre, no permite que nos falte. El Señor no nos prueba más de lo que nosotros podemos tolerar. Él está siempre con nosotros. «Todo lo puedo en Aquel que me conforta».


Queridos amigos, a veces podemos ser tentados de dejarnos llevar por la pereza o, peor aún, por el desaliento, sobre todo ante las fatigas y las pruebas de la vida. En estos casos, no nos desanimemos, invoquemos al Espíritu Santo, para que con el don de fortaleza dirija nuestro corazón y comunique nueva fuerza y entusiasmo a nuestra vida y a nuestro seguimiento de Jesús.



Saludos


Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Ecuador, Venezuela, Chile, Argentina y otros países latinoamericanos. Pidamos a la Virgen María que, por su intercesión, el Espíritu Santo nos conceda el don de fortaleza, para que sepamos seguir siempre a Jesús con alegría y perseverancia. Muchas gracias y que Dios los bendiga.


LLAMAMIENTO


Queridos hermanos, os invito a rezar por los mineros que murieron ayer en la mina de Soma, en Turquía, y por quienes aún están atrapados en las galerías. Que el Señor acoja a los difuntos en su casa y consuele a sus familiares.


Y recemos también por las personas que en estos días perdieron la vida en el mar Mediterráneo. Que se pongan en primer lugar los derechos humanos —recemos por esto: que se pongan en primer lugar los derechos humanos— y que se unan las fuerzas para prevenir estos estragos vergonzosos.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 7 de mayo de 2014


 


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Hemos escuchado en la lectura del pasaje del libro de los Salmos que dice: «El Señor me aconseja, hasta de noche me instruye internamente» (cf. Sal 16, 7). Y este es otro don del Espíritu Santo: el don de consejo. Sabemos cuán importante es, en los momentos más delicados, poder contar con las sugerencias de personas sabias y que nos quieren. Ahora, a través del don de consejo, es Dios mismo, con su Espíritu, quien ilumina nuestro corazón, de tal forma que nos hace comprender el modo justo de hablar y de comportarse; y el camino a seguir. ¿Pero cómo actúa este don en nosotros?


En el momento en el que lo acogemos y lo albergamos en nuestro corazón, el Espíritu Santo comienza inmediatamente a hacernos sensibles a su voz y a orientar nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras intenciones según el corazón de Dios. Al mismo tiempo, nos conduce cada vez más a dirigir nuestra mirada interior hacia Jesús, como modelo de nuestro modo de actuar y de relacionarnos con Dios Padre y con los hermanos. El consejo, pues, es el don con el cual el Espíritu Santo capacita a nuestra conciencia para hacer una opción concreta en comunión con Dios, según la lógica de Jesús y de su Evangelio. De este modo, el Espíritu nos hace crecer interiormente, nos hace crecer positivamente, nos hace crecer en la comunidad y nos ayuda a no caer en manos del egoísmo y del propio modo de ver las cosas. Así el Espíritu nos ayuda a crecer y también a vivir en comunidad. La condición esencial para conservar este don es la oración. Volvemos siempre al mismo tema: ¡la oración! Es muy importante la oración. Rezar con las oraciones que todos sabemos desde que éramos niños, pero también rezar con nuestras palabras. Decir al Señor: «Señor, ayúdame, aconséjame, ¿qué debo hacer ahora?». Y con la oración hacemos espacio, a fin de que el Espíritu venga y nos ayude en ese momento, nos aconseje sobre lo que todos debemos hacer. ¡La oración! Jamás olvidar la oración. ¡Jamás! Nadie, nadie, se da cuenta cuando rezamos en el autobús, por la calle: rezamos en silencio con el corazón. Aprovechamos esos momentos para rezar, orar para que el Espíritu nos dé el don de consejo.


En la intimidad con Dios y en la escucha de su Palabra, poco a poco, dejamos a un lado nuestra lógica personal, impuesta la mayoría de las veces por nuestras cerrazones, nuestros prejuicios y nuestras ambiciones, y aprendemos, en cambio, a preguntar al Señor: ¿cuál es tu deseo?, ¿cuál es tu voluntad?, ¿qué te gusta a ti? De este modo madura en nosotros una sintonía profunda, casi connatural en el Espíritu y se experimenta cuán verdaderas son las palabras de Jesús que nos presenta el Evangelio de Mateo: «No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, porque no seréis vosotros los que habléis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros» (Mt 10, 19-20). Es el Espíritu quien nos aconseja, pero nosotros debemos dejar espacio al Espíritu, para que nos pueda aconsejar. Y dejar espacio es rezar, rezar para que Él venga y nos ayude siempre.


Como todos los demás dones del Espíritu, también el de consejo constituye un tesoro para toda la comunidad cristiana. El Señor no nos habla sólo en la intimidad del corazón, nos habla sí, pero no sólo allí, sino que nos habla también a través de la voz y el testimonio de los hermanos. Es verdaderamente un don grande poder encontrar hombres y mujeres de fe que, sobre todo en los momentos más complicados e importantes de nuestra vida, nos ayudan a iluminar nuestro corazón y a reconocer la voluntad del Señor.


Recuerdo una vez en el santuario de Luján, yo estaba en el confesonario, delante del cual había una larga fila. Había también un muchacho todo moderno, con los aretes, los tatuajes, todas estas cosas... Y vino para decirme lo que le sucedía. Era un problema grande, difícil. Y me dijo: yo le he contado todo esto a mi mamá, y mi mamá me ha dicho: dirígete a la Virgen y ella te dirá lo que debes hacer. He aquí a una mujer que tenía el don de consejo. No sabía cómo salir del problema del hijo, pero indicó el camino justo: dirígete a la Virgen y ella te dirá. Esto es el don de consejo. Esa mujer humilde, sencilla, dio a su hijo el consejo más verdadero. En efecto, este muchacho me dijo: he mirado a la Virgen y he sentido que tengo que hacer esto, esto y esto... Yo no tuve que hablar, ya lo habían dicho todo su mamá y el muchacho mismo. Esto es el don de consejo. Vosotras, mamás, que tenéis este don, pedidlo para vuestros hijos: el don de aconsejar a los hijos es un don de Dios.


Queridos amigos, el Salmo 16, que hemos escuchado, nos invita a rezar con estas palabras: «Bendeciré al Señor que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré» (vv. 7-8). Que el Espíritu infunda siempre en nuestro corazón esta certeza y nos colme de su consolación y de su paz. Pedid siempre el don de consejo.




Saludos


Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Guatemala, Colombia, Perú, Uruguay, Venezuela, Argentina y otros países latinoamericanos. Que la intercesión de la Virgen María, en este mes de mayo, nos ayude a vivir nuestra vida cristiana con más docilidad a la voz y al amor del Espíritu Santo. Muchas gracias, que Dios los bendiga y la Virgen los cuide.


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