sábado, 31 de mayo de 2014

FRANCISCO: Homilías de Mayo (30, 11 y 4)

HOMILÍAS DEL SANTO PADRE FRANCISCO
MAYO 2014


SANTA MISA CON ORDENACIÓN EPISCOPAL DE MONS. FABIO FABENE,
SUBSECRETARIO DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS




Basílica Vaticana
Viernes 30 de mayo de 2014




Hermanos e hijos amadísimos:


Vamos a considerar atentamente a qué ministerio en la Iglesia asciende hoy nuestro hermano.


Jesucristo, Señor nuestro, enviado por el Padre para redimir al hombre, envió, a su vez, por el mundo a los doce apóstoles, para que, llenos del poder del Espíritu Santo, anunciaran el Evangelio a todos los pueblos, agrupándolos bajo el único Pastor, y los guiasen a la salvación.


Para que este ministerio apostólico se perpetuara de generación en generación, los Doce eligieron colaboradores, a quienes comunicaron el don del Espíritu que habían recibido de Cristo, por la imposición de las manos que confiere la plenitud del sacramento del Orden. De esta manera, a través de la sucesión continua de los obispos, en la tradición viva de la Iglesia se ha ido transmitiendo este tan importante ministerio, y permanece y se acrecienta hasta nuestros días la obra del Salvador.


En la persona del obispo, rodeado de sus presbíteros, está presente entre vosotros el mismo Jesucristo, Señor y Pontífice eterno. Él es quien, en el ministerio del obispo, sigue predicando el Evangelio de salvación y santificando a los creyentes mediante los sacramentos de la fe; es Cristo quien, por medio del ministerio paternal del obispo, agrega nuevos miembros a la Iglesia, su Cuerpo; es Cristo quien, valiéndose de la sabiduría y prudencia del obispo, guía al pueblo de Dios, a través de su peregrinar terreno, hasta la felicidad eterna.


Recibid, pues, con alegría y acción de gracias a nuestro hermano que, nosotros obispos, con la imposición de las manos, hoy agregamos al colegio episcopal. Debéis honrarlo como ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios, a él se ha confiado dar testimonio del Evangelio y administrar la vida del espíritu y la santidad. Recordad las palabras de Jesús a los Apóstoles: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10, 16).


Y tú, Fabio, hermano amadísimo, elegido por el Señor, recuerda que has sido elegido entre los hombres y puesto al servicio de ellos en las cosas de Dios. Has sido elegido de la grey: que nunca la vanidad, el orgullo y la soberbia te dominen. Y has sido constituido para los hombres: que tu actitud sea siempre de servicio. Como Jesús, así. Episcopado es el nombre de un servicio, no de un honor, porque al obispo compete más servir que dominar, según el mandamiento del Maestro: «El mayor entre vosotros sea como el más pequeño y el que gobierna como el que sirve». Te recomiendo que tengas presentes las palabras de Pablo que hemos escuchado hoy: vigila sobre ti mismo y vigila sobre el pueblo de Dios. Este vigilar significa estar en vela, estar atento, para defenderse a sí mismo de tantos pecados y de tantas actitudes mundanas, y para defender al pueblo de Dios de los lobos que Pablo decía que vendrían.


Proclama la Palabra de Dios en toda ocasión, a tiempo y a destiempo; amonesta, reprende, exhorta con toda paciencia y deseo de enseñar. En la oración y en el sacrificio eucarístico pide abundancia y diversidad de gracias, para que el pueblo a ti encomendado participe de la plenitud de Cristo. Y velar sobre su pueblo también significa rezar, rezar por el pueblo, como hacía Moisés: con las manos levantadas, aquella oración de intercesión, aquella oración valiente, cara a cara con el Señor, por el pueblo.


Cuida y dirige la Iglesia que se te confía, y sé fiel dispensador de los misterios de Cristo. Elegido por el Padre para el cuidado de su familia, ten siempre ante tus ojos al buen Pastor, que conoce a sus ovejas y es conocido por ellas, y no dudó en dar su vida por el rebaño.
Ama con amor de padre y de hermano a cuantos Dios pone bajo tu cuidado, especialmente a los presbíteros y diáconos —colaboradores tuyos en el ministerio sagrado—; pero también a los pobres, a los débiles, a los que tienen necesidad de acogida y ayuda. Exhorta a los fieles a trabajar contigo en la obra apostólica, y procura siempre atenderlos y escucharlos.


De aquellos que aún no están incorporados al rebaño de Cristo, cuida sin desmayo, porque ellos también te han sido encomendados en el Señor. Y reza por ellos.


No olvides que formas parte del Colegio episcopal en el seno de la Iglesia católica, que es una por el vínculo del amor. Por tanto, tu solicitud pastoral debe extenderse a todas las comunidades cristianas, dispuesto siempre a acudir en ayuda de las más necesitadas. Creo que esto te será fácil en la tarea que te he encomendado en la Secretaría del Sínodo de los obispos.


Vela, vela con amor sobre la grey universal, a cuyo servicio te pone el Espíritu Santo para regir a la Iglesia de Dios. Vela, no te adormezcas, vigila, permanece en vela, y que el Señor te acompañe, te acompañe en este velar que hoy te confío en el nombre del Padre, cuya imagen representas en la asamblea; en el nombre del Hijo, cuyo oficio de maestro, sacerdote y pastor ejerces; y en el nombre del Espíritu Santo, que da vida a la Iglesia de Cristo y fortalece nuestra debilidad.
 


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Basílica Vaticana
IV Domingo de Pascua, 11 de mayo de 2014


 


En la homilía el Pontífice pronunció las palabras sugeridas por el «rito de ordenación de los presbíteros» evidenciando algunos pasajes.


Queridos hermanos, estos hijos y hermanos nuestros han sido llamados al orden del presbiterado. Como vosotros bien sabéis, el Señor Jesús es el único sumo sacerdote del Nuevo Testamento, pero en Él también todo el pueblo santo de Dios ha sido constituido pueblo sacerdotal. Sin embargo, entre todos sus discípulos, el Señor Jesús quiso escoger a algunos en particular, para que, ejercitando públicamente en la Iglesia y en su nombre el oficio sacerdotal a favor de todos los hombres, continúen su misión personal de maestro, sacerdote y pastor.


Después de una madura reflexión, vamos a elevar al orden de los presbíteros a estos hermanos nuestros, para que al servicio de Cristo maestro, sacerdote y pastor, cooperen en la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, en pueblo de Dios y templo santo del Espíritu.


Ellos, en efecto, serán configurados con Cristo, sumo y eterno sacerdote, es decir, serán consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, y con este título, que les une a su obispo en el sacerdocio, serán predicadores del Evangelio, pastores del pueblo de Dios, y presidirán los actos de culto, especialmente en la celebración del sacrificio del Señor.


En cuanto a vosotros, hermanos e hijos amadísimos, que vais a ser promovidos al orden del presbiterado, considerad que ejercitando el ministerio de la sagrada doctrina seréis partícipes de la misión de Cristo, único Maestro. Dispensad a todos esa palabra, que vosotros mismos habéis recibido con alegría de vuestras madres, de vuestras catequistas. Leed y meditad asiduamente la palabra del Señor para creer lo que habéis leído, enseñar lo que habéis aprendido en la fe y vivir lo que habéis enseñado. Así, pues, vuestra doctrina, que no es vuestra, sea alimento para el pueblo de Dios: ¡vosotros no sois dueños de la doctrina! Es la doctrina del Señor, y vosotros debéis ser fieles a la doctrina del Señor. Que vuestra doctrina sea, por lo tanto, alimento para el pueblo de Dios, y el perfume de vuestra vida alegría y sostén para los fieles de Cristo, a fin de que con la palabra y el ejemplo edifiquéis la casa de Dios, que es la Iglesia.


Y así continuaréis la obra santificadora de Cristo. A través de vuestro ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto porque se une al sacrificio de Cristo, que por vuestras manos y en nombre de toda la Iglesia es ofrecido de modo incruento sobre el altar en la celebración de los santos misterios.


Reconoced, pues, lo que hacéis, imitad lo que celebráis, para que participando en el misterio de la muerte y resurrección del Señor, llevéis la muerte de Cristo en vuestros miembros y caminéis con Él en una vida nueva.


Con el Bautismo agregaréis nuevos fieles al pueblo de Dios; con el sacramento de la Penitencia perdonaréis los pecados en nombre de Cristo y de la Iglesia. Y aquí quiero detenerme y pediros que, por el amor de Jesucristo, jamás os canséis de ser misericordiosos. ¡Por favor! Tened esa capacidad de perdón que tuvo el Señor, que no vino a condenar sino a perdonar. Tened misericordia, ¡mucha misericordia! Y si os viene el escrúpulo de ser demasiado «perdonadores» pensad en ese santo cura del que os he hablado, que iba delante del Santísimo y decía: «Señor, perdóname si he perdonado demasiado, pero eres tú quien me has dado el mal ejemplo». Y os digo, de verdad: siento tanto dolor cuando encuentro gente que no va a confesarse porque ha sido maltratada, regañada. ¡Han sentido que las puertas de las iglesias se le cerraban en la cara! Por favor, no hagáis esto: misericordia, misericordia. El buen pastor entra por la puerta y la puerta de la misericordia son las llagas del Señor: si vosotros no entráis en vuestro ministerio por las llagas del Señor, no seréis buenos pastores.


Con el óleo santo daréis alivio a los enfermos; celebrando los ritos sagrados y elevando en las diversas horas del día la oración de alabanza y de súplica, os haréis voz del pueblo de Dios y de toda la humanidad.


Conscientes de haber sido elegidos entre los hombres y constituidos en su favor para atender a las cosas de Dios, ejerced con alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de Cristo, buscando únicamente agradar a Dios y no a vosotros mismos.


Y pensad en lo que decía san Agustín de los pastores que buscaban agradarse a sí mismos y usaban las ovejas del Señor como alimento y para vestirse, para llevar puesto la majestad de un ministerio que no se sabía si era de Dios. Por último, participando en la misión de Cristo, jefe y pastor, en comunión filial con vuestro obispo, comprometeos a unir a los fieles en una sola familia, para conducirlos a Dios Padre, por medio de Cristo en el Espíritu Santo. Tened siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que no vino para ser servido, sino para servir, y para buscar y salvar lo que estaba perdido.


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CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA PARA LA COMUNIDAD POLACA
EN ACCIÓN DE GRACIAS POR LA CANONIZACIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II




Iglesia de San Estanislao, Via delle Botteghe Oscure, Roma
III Domingo de Pascua, 4 de mayo de 2014






En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles hemos escuchado la voz de Pedro, que anuncia con fuerza la resurrección de Jesús. Pedro es testigo de la esperanza que es Cristo. Y en la segunda lectura también Pedro confirma a los fieles en la fe en Cristo, al escribir: «por medio de Él, creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos..., de manera que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios» (1 P 1, 21).


Pedro es el punto de referencia firme de la comunidad porque está cimentado en la Roca que es Cristo.


Así fue Juan Pablo II, auténtica piedra anclada en la gran Roca.


Una semana después de la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, nos reunimos en esta iglesia de los polacos en Roma, para dar gracias al Señor por el don del santo obispo de Roma hijo de vuestra nación. En esta iglesia a la que él vino más de 80 veces. Siempre venía aquí, en los diferentes momentos de su vida y de la vida de Polonia.


En los momentos de tristeza y de abatimiento, cuando todo parecía perdido, él no perdía la esperanza, porque su fe y su esperanza estaban puestas en Dios (cf. 1 P 1, 21). Y así era piedra, roca para esta comunidad, que aquí reza, que aquí escucha la Palabra, prepara para los Sacramentos y los administra, acoge a quien pasa necesidad, canta y hace fiesta, y desde aquí sale hacia las periferias de Roma...


Vosotros, hermanos y hermanas, formáis parte de un pueblo que ha sido muy probado en su historia. El pueblo polaco sabe bien que para entrar en la gloria es necesario pasar a través de la pasión y la cruz (cf. Lc 24, 26). Y lo sabe no porque lo ha estudiado, lo sabe porque lo ha vivido. San Juan Pablo II, como digno hijo de su patria terrena, recorrió este camino. Lo siguió de manera ejemplar, recibiendo de Dios un despojamiento total. Por ello «su carne descansa en la esperanza» (cf. Hch 2, 26; Sal 16, 9).


¿Y nosotros? ¿Estamos dispuestos a seguir este camino?


Vosotros, queridos hermanos, que formáis hoy la comunidad cristiana de los polacos en Roma, ¿queréis seguir este camino?


San Pedro, también con la voz de san Juan Pablo II, os dice: «Comportaos con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación» (1 P 1, 17). Es verdad, somos viandantes, pero no errantes. En camino, pero sabemos adonde vamos. Los errantes no lo saben. Somos peregrinos, pero no vagabundos, como decía san Juan Pablo II.


Los dos discípulos de Emaús al ir eran errantes, no sabían dónde acabarían, pero a la vuelta no. Al regresar eran testigos de la esperanza que es Cristo. Porque lo habían encontrado a Él, al Viandante Resucitado. Este Jesús es el Viandante Resucitado que camina con nosotros. Jesús está aquí hoy, está aquí entre nosotros. Está aquí en su Palabra, está aquí en el altar, camina con nosotros, es el Viandante Resucitado.


También nosotros podemos llegar a ser «viandantes resucitados», si su Palabra caldea nuestro corazón, y su Eucaristía nos abre los ojos a la fe y nos nutre de esperanza y de caridad. También nosotros podemos caminar al lado de los hermanos y hermanas que están tristes y desesperados, y caldear su corazón con el Evangelio, y partir con ellos el pan de la fraternidad.


Que san Juan Pablo II nos ayude a ser «viandantes resucitados». Amén.


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