jueves, 2 de abril de 2015

FRANCISCO: Audiencias Generales de marzo (18, 11 y 4)

AUDIENCIAS GENERALES DEL PAPA FRANCISCO
MARZO 2015



Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de marzo de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En nuestro camino de catequesis sobre la familia, hoy tenemos una etapa un poco especial: será una pausa de oración.


El 25 de marzo en la Iglesia celebramos solemnemente la Anunciación, inicio del misterio de la Encarnación. El arcángel Gabriel visita a la humilde joven de Nazaret y le anuncia que concebirá y dará a luz al Hijo de Dios. Con este anuncio el Señor ilumina y fortalece la fe de María, como lo hará luego también con su esposo José, para que Jesús pueda nacer en una familia humana. Esto es muy hermoso: nos muestra en qué medida el misterio de la Encarnación, tal como Dios lo quiso, comprende no sólo la concepción en el seno de la madre, sino también la acogida en una familia auténtica. Hoy quisiera contemplar con vosotros la belleza de este vínculo, la belleza de esta condescendencia de Dios; y podemos hacerlo rezando juntos el Avemaría, que en la primera parte retoma precisamente las palabras del ángel, las que dirigió a la Virgen. Os invito a rezar juntos:


«Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».


Y ahora un segundo aspecto: el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación, en muchos países se celebra la Jornada por la vida. Por eso, hace veinte años, san Juan Pablo II en esta fecha firmó la encíclica Evangelium vitae. Para recordar este aniversario hoy están presentes en la plaza muchos simpatizantes del Movimiento por la vida. En la «Evangelium vitae» la familia ocupa un sitio central, en cuanto que es el seno de la vida humana. La palabra de mi venerado predecesor nos recuerda que la pareja humana ha sido bendecida por Dios desde el principio para formar una comunidad de amor y de vida, a la que se le confía la misión de la procreación. Los esposos cristianos, al celebrar el sacramento del Matrimonio, se muestran disponibles para honrar esta bendición, con la gracia de Cristo, para toda la vida. La Iglesia, por su parte, se compromete solemnemente a ocuparse de la familia que nace en ella, como don de Dios para su vida misma, en las situaciones buenas y malas: el vínculo entre Iglesia y familia es sagrado e inviolable. La Iglesia, como madre, nunca abandona a la familia, incluso cuando está desanimada, herida y de muchos modos mortificada. Ni siquiera cuando cae en el pecado, o cuando se aleja de la Iglesia; siempre hará todo lo posible por tratar de atenderla y sanarla, invitarla a la conversión y reconciliarla con el Señor.


Pues bien, si esta es la tarea, se ve claro cuánta oración necesita la Iglesia para ser capaz, en cada época, de llevar a cabo esta misión. Una oración llena de amor por la familia y por la vida. Una oración que sabe alegrarse con quien se alegra y sufrir con quien sufre.


He aquí entonces lo que, juntamente con mis colaboradores, hemos pensado proponer hoy: renovar la oración por el Sínodo de los obispos sobre la familia. Relanzamos este compromiso hasta el próximo mes de octubre, cuando tendrá lugar la Asamblea sinodal ordinaria dedicada a la familia. Quisiera que esta oración, como todo el camino sinodal, esté animada por la compasión del buen Pastor por su rebaño, especialmente por las personas y las familias que por diversos motivos están «extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36). Así, sostenida y animada por la gracia de Dios, la Iglesia podrá estar aún más comprometida, y aún más unida, en el testimonio de la verdad del amor de Dios y de su misericordia por las familias del mundo, ninguna excluida, tanto dentro como fuera del redil.


Os pido, por favor, que no falte vuestra oración. Todos —Papa, cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, fieles laicos—, todos estamos llamados a rezar por el Sínodo. Esto es lo que se necesita, no de habladurías. Invito también a rezar a quienes se sienten alejados, o que ya no están acostumbrados a hacerlo. Esta oración por el Sínodo sobre la familia es para el bien de todos. Sé que esta mañana os han entregado una estampa, y que la tenéis entre las manos. Os invito a conservarla y llevarla con vosotros, para que en los próximos meses podáis rezarla con frecuencia, con santa insistencia, como nos lo pidió Jesús. Ahora la recitamos juntos:


Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.
Santa Familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas Iglesias domésticas.
Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.
Santa Familia de Nazaret,
que el próximo Sínodo de los obispos
haga tomar conciencia a todos del carácter
sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.
Amén.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española, en especial a los grupos provenientes de España, Uruguay, Colombia, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Les pido, por favor, que no falten las oraciones de todos por el Sínodo. Necesitamos oraciones, no chismes. Que recen también los que se sienten alejados o no están habituados a rezar. Muchas gracias.


(En italiano)


Dirijo un doloroso llamamiento para que no prevalezca la lógica del beneficio, sino la de la solidaridad y la justicia. En el centro de toda cuestión, especialmente la cuestión laboral, hay que poner siempre a la persona y su dignidad. Por eso tener trabajo es una cuestión de justicia y es una injusticia no tener trabajo. Cuando no se gana el pan, se pierde la dignidad. Este es el drama de nuestro tiempo, especialmente para los jóvenes quienes, sin trabajo, no tienen perspectivas para el futuro y pueden llegar a ser presa fácil de las organizaciones criminales. Por favor, luchemos por esto: la justicia del trabajo.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de marzo de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Después de haber pasado revista a las diversas figuras de la vida familiar —madrepadrehijoshermanosabuelos—, quisiera concluir este primer grupo de catequesis sobre la familia hablando de los niños. Lo haré en dos momentos: hoy me centraré en el gran don que son los niños para la humanidad —es verdad, son un gran don para la humanidad, pero son también los grandes excluidos porque ni siquiera les dejan nacer— y próximamente me detendré en algunas heridas que lamentablemente hacen mal a la infancia. Me vienen a la mente muchos niños con los que me he encontrado durante mi último viaje a Asia: llenos de vida y entusiasmo, y, por otra parte, veo que en el mundo muchos de ellos viven en condiciones no dignas... En efecto, del modo en el que son tratados los niños se puede juzgar a la sociedad, pero no sólo moralmente, también sociológicamente, si se trata de una sociedad libre o una sociedad esclava de intereses internacionales.


En primer lugar, los niños nos recuerdan que todos, en los primeros años de vida, hemos sido totalmente dependientes de los cuidados y de la benevolencia de los demás. Y el Hijo de Dios no se ahorró este paso. Es el misterio que contemplamos cada año en Navidad. El belén es el icono que nos comunica esta realidad del modo más sencillo y directo. Pero es curioso: Dios no tiene dificultad para hacerse entender por los niños, y los niños no tienen problemas para comprender a Dios. No por casualidad en el Evangelio hay algunas palabras muy bonitas y fuertes de Jesús sobre los «pequeños». Este término «pequeños» se refiere a todas las personas que dependen de la ayuda de los demás, y en especial a los niños. Por ejemplo Jesús dice: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11, 25). Y dice también: «Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial» (Mt 18, 10).


Por lo tanto, los niños son en sí mismos una riqueza para la humanidad y también para la Iglesia, porque nos remiten constantemente a la condición necesaria para entrar en el reino de Dios: la de no considerarnos autosuficientes, sino necesitados de ayuda, amor y perdón. Y todos necesitamos ayuda, amor y perdón.


Los niños nos recuerdan otra cosa hermosa, nos recuerdan que somos siempre hijos: incluso cuando se llega a la edad de adulto, o anciano, también si se convierte en padre, si ocupa un sitio de responsabilidad, por debajo de todo esto permanece la identidad de hijo. Todos somos hijos. Y esto nos reconduce siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado nosotros mismos sino que la hemos recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que nos ha sido dado. A veces corremos el riesgo de vivir olvidándonos de esto, como si fuésemos nosotros los dueños de nuestra existencia y, en cambio, somos radicalmente dependientes. En realidad, es motivo de gran alegría sentir que en cada edad de la vida, en cada situación, en cada condición social, somos y permanecemos hijos. Este es el principal mensaje que nos dan los niños con su presencia misma: sólo con ella nos recuerdan que todos nosotros y cada uno de nosotros somos hijos.


Y son numerosos los dones, muchas las riquezas que los niños traen a la humanidad. Recordaré sólo algunos.


Portan su modo de ver la realidad, con una mirada confiada y pura. El niño tiene una confianza espontánea en el papá y en la mamá; y tiene una confianza natural en Dios, en Jesús, en la Virgen. Al mismo tiempo, su mirada interior es pura, aún no está contaminada por la malicia, la doblez, las «incrustaciones» de la vida que endurecen el corazón. 


Sabemos que también los niños tienen el pecado original, sus egoísmos, pero conservan una pureza y una sencillez interior. Pero los niños no son diplomáticos: dicen lo que sienten, dicen lo que ven, directamente. Y muchas veces ponen en dificultad a los padres, manifestando delante de otras personas: «Esto no me gusta porque es feo». Pero los niños dicen lo que ven, no son personas dobles, no han cultivado aún esa ciencia de la doblez que nosotros adultos lamentablemente hemos aprendido.


Los niños —en su sencillez interior— llevan consigo, además, la capacidad de recibir y dar ternura. Ternura es tener un corazón «de carne» y no «de piedra», come dice la Biblia (cf. Ez 36, 26). La ternura es también poesía: es «sentir» las cosas y los acontecimientos, no tratarlos como meros objetos, sólo para usarlos, porque sirven...


Los niños tienen la capacidad de sonreír y de llorar. Algunos, cuando los tomo para abrazarlos, sonríen; otros me ven vestido de blanco y creen que soy el médico y que vengo a vacunarlos, y lloran... pero espontáneamente. Los niños son así: sonríen y lloran, dos cosas que en nosotros, los grandes, a menudo «se bloquean», ya no somos capaces... Muchas veces nuestra sonrisa se convierte en una sonrisa de cartón, algo sin vida, una sonrisa que no es alegre, incluso una sonrisa artificial, de payaso. Los niños sonríen espontáneamente y lloran espontáneamente. Depende siempre del corazón, y con frecuencia nuestro corazón se bloquea y pierde esta capacidad de sonreír, de llorar. Entonces, los niños pueden enseñarnos de nuevo a sonreír y a llorar. Pero, nosotros mismos, tenemos que preguntarnos: ¿sonrío espontáneamente, con naturalidad, con amor, o mi sonrisa es artificial? ¿Todavía lloro o he perdido la capacidad de llorar? Dos preguntas muy humanas que nos enseñan los niños.


Por todos estos motivos Jesús invita a sus discípulos a «hacerse como niños», porque «de los que son como ellos es el reino de Dios» (cf. Mt 18, 3; Mc 10, 14).
Queridos hermanos y hermanas, los niños traen vida, alegría, esperanza, incluso complicaciones. Pero la vida es así. Ciertamente causan también preocupaciones y a veces muchos problemas; pero es mejor una sociedad con estas preocupaciones y estos problemas, que una sociedad triste y gris porque se quedó sin niños. Y cuando vemos que el número de nacimientos de una sociedad llega apenas al uno por ciento, podemos decir que esta sociedad es triste, es gris, porque se ha quedado sin niños.


Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, México, Perú, Argentina, Uruguay. Hermanos y hermanas, los niños dan vida, alegría, esperanza. Dan también preocupaciones y a veces dan problemas, pero es mejor así que una sociedad triste y gris porque se ha quedado sin niños, o no quieren a los niños. Pidamos que Jesús los bendiga y la Virgen los cuide. Muchas gracias.


(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)


Mañana celebraremos la solemnidad de san José, patrono de la Iglesia universal. Queridos jóvenes, miradlo a él como ejemplo de vida humilde y discreta; queridos enfermos, llevad la cruz con la actitud del silencio y la oración del padre putativo de Jesús; y vosotros, queridos recién casados, construid vuestra familia en el mismo amor que unió a José y a la Virgen María.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de marzo de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


En la catequesis de hoy continuamos la reflexión sobre los abuelos, considerando el valor y la importancia de su papel en la familia. Lo hago identificándome con estas personas, porque también yo pertenezco a esta franja de edad.


Cuando estuve en Filipinas, el pueblo filipino me saludaba diciendo: «Lolo Kiko» —es decir, abuelo Francisco—, «Lolo Kiko», decían. Una primera cosa es importante subrayar: es verdad que la sociedad tiende a descartarnos, pero ciertamente el Señor no. El Señor no nos descarta nunca. Él nos llama a seguirlo en cada edad de la vida, y también la ancianidad contiene una gracia y una misión, una verdadera vocación del Señor. La ancianidad es una vocación. No es aún el momento de «abandonar los remos en la barca». Este período de la vida es distinto de los anteriores, no cabe duda; debemos también un poco «inventárnoslo», porque nuestras sociedades no están preparadas, espiritual y moralmente, a dar al mismo, a este momento de la vida, su valor pleno. Una vez, en efecto, no era tan normal tener tiempo a disposición; hoy lo es mucho más. E incluso la espiritualidad cristiana fue pillada un poco de sorpresa, y se trata de delinear una espiritualidad de las personas ancianas. Pero gracias a Dios no faltan los testimonios de santos y santas ancianos.


Me emocionó mucho la «Jornada para los ancianos» que realizamos aquí en la plaza de San Pedro el año pasado, la plaza estaba llena. Escuché historias de ancianos que se entregan por los demás, y también historias de parejas de esposos, que decían: «Cumplimos 50 años de matrimonio, cumplimos 60 años de matrimonio». Es importante hacerlo ver a los jóvenes que se cansan enseguida; es importante el testimonio de los ancianos en la fidelidad. Y en esta plaza había muchos ese día. Es una reflexión que hay que continuar, en ámbito tanto eclesial como civil. El Evangelio viene a nuestro encuentro con una imagen muy hermosa, conmovedora y alentadora. Es la imagen de Simeón y Ana, de quienes se habla en el Evangelio de la infancia de Jesús escrito por san Lucas. Eran ciertamente ancianos, el «viejo» Simeón y la «profetisa» Ana que tenía 84 años. Esta mujer no escondía su edad. El Evangelio dice que esperaba la venida de Dios cada día, con gran fidelidad, desde hacía largos años. Querían precisamente verlo ese día, captar los signos, intuir el inicio. Tal vez estaban un poco resignados, a este punto, a morir antes: esa larga espera continuaba ocupando toda su vida, no tenían compromisos más importantes que este: esperar al Señor y rezar. Y, cuando María y José llegaron al templo para cumplir las disposiciones de la Ley, Simeón y Ana se movieron por impulso, animados por el Espíritu Santo (cf. Lc 2, 27). El peso de la edad y de la espera desapareció en un momento. Ellos reconocieron al Niño, y descubrieron una nueva fuerza, para una nueva tarea: dar gracias y dar testimonio por este signo de Dios. Simeón improvisó un bellísimo himno de júbilo (cf. Lc 2, 29-32) —fue un poeta en ese momento— y Ana se convirtió en la primera predicadora de Jesús: «hablaba del niño a todos lo que aguardaban la liberación de Jerusalén» (Lc 2, 38).


Queridos abuelos, queridos ancianos, pongámonos en la senda de estos ancianos extraordinarios. Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la oración: cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos enseña la Palabra de Dios. La oración de los abuelos y los ancianos es un gran don para la Iglesia. La oración de los ancianos y los abuelos es don para la Iglesia, es una riqueza. Una gran inyección de sabiduría también para toda la sociedad humana: sobre todo para la que está demasiado atareada, demasiado ocupada, demasiado distraída. Alguien debe incluso cantar, también por ellos, cantar los signos de Dios, proclamar los signos de Dios, rezar por ellos. Miremos a Benedicto XVI, quien eligió pasar en la oración y en la escucha de Dios el último período de su vida. ¡Es hermoso esto! Un gran creyente del siglo pasado, de tradición ortodoxa, Olivier Clément, decía: «Una civilización donde ya no se reza es una civilización donde la vejez ya no tiene sentido. Y esto es aterrador, nosotros necesitamos ante todo ancianos que recen, porque la vejez se nos dio para esto». Necesitamos ancianos que recen porque la vejez se nos dio precisamente para esto. La oración de los ancianos es algo hermoso.


Podemos dar gracias al Señor por los beneficios recibidos y llenar el vacío de la ingratitud que lo rodea. Podemos interceder por las expectativas de las nuevas generaciones y dar dignidad a la memoria y a los sacrificios de las generaciones pasadas. Podemos recordar a los jóvenes ambiciosos que una vida sin amor es una vida árida. Podemos decir a los jóvenes miedosos que la angustia del futuro se puede vencer. Podemos enseñar a los jóvenes demasiado enamorados de sí mismos que hay más alegría en dar que en recibir. Los abuelos y las abuelas forman el «coro» permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza sostienen a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida.


La oración, por último, purifica incesantemente el corazón. La alabanza y la súplica a Dios previenen el endurecimiento del corazón en el resentimiento y en el egoísmo. Cuán feo es el cinismo de un anciano que perdió el sentido de su testimonio, desprecia a los jóvenes y no comunica una sabiduría de vida. En cambio, cuán hermoso es el aliento que el anciano logra transmitir al joven que busca el sentido de la fe y de la vida. Es verdaderamente la misión de los abuelos, la vocación de los ancianos. Las palabras de los abuelos tienen algo especial para los jóvenes. Y ellos lo saben. Las palabras que mi abuela me entregó por escrito el día de mi ordenación sacerdotal aún las llevo conmigo, siempre en el breviario, y las leo a menudo y me hace bien.


¡Cuánto quisiera una Iglesia que desafía la cultura del descarte con la alegría desbordante de un nuevo abrazo entre los jóvenes y los ancianos! Y esto es lo que hoy pido al Señor, este abrazo.


Saludos


Saludo a los peregrinos de lengua española venidos de España, Puerto Rico, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos, cuánto me gustaría que la Iglesia pudiera superar la cultura del descarte, promoviendo el reencuentro gozoso y la acogida mutua de las distintas generaciones. Recemos todos por esta intención. Gracias.


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Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de marzo de 2015



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


La catequesis de hoy y la del miércoles próximo están dedicadas a los ancianos, que, en el ámbito de la familia, son los abuelos, los tíos. Hoy reflexionamos sobre la problemática condición actual de los ancianos, y la próxima vez, es decir el próximo miércoles, más en positivo, sobre la vocación contenida en esta edad de la vida.


Gracias a los progresos de la medicina la vida se ha alargado: pero la sociedad no se ha «abierto» a la vida. El número de ancianos se ha multiplicado, pero nuestras sociedades no se han organizado lo suficiente para hacerles espacio, con justo respeto y concreta consideración a su fragilidad y dignidad. Mientras somos jóvenes, somos propensos a ignorar la vejez, como si fuese una enfermedad que hay que mantener alejada; cuando luego llegamos a ancianos, especialmente si somos pobres, si estamos enfermos y solos, experimentamos las lagunas de una sociedad programada a partir de la eficiencia, que, como consecuencia, ignora a los ancianos. Y los ancianos son una riqueza, no se pueden ignorar.


Benedicto XVI, al visitar una casa para ancianos, usó palabras claras y proféticas, decía así: «La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común» (12 de noviembre de 2012). Es verdad, la atención a los ancianos habla de la calidad de una civilización. ¿Se presta atención al anciano en una civilización? ¿Hay sitio para el anciano? Esta civilización seguirá adelante si sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de los ancianos. En una civilización en la que no hay sitio para los ancianos o se los descarta porque crean problemas, esta sociedad lleva consigo el virus de la muerte.


En Occidente, los estudiosos presentan el siglo actual como el siglo del envejecimiento: los hijos disminuyen, los ancianos aumentan. Este desequilibrio nos interpela, es más, es un gran desafío para la sociedad contemporánea. Sin embargo, una cultura de la ganancia insiste en presentar a los ancianos como un peso, un «estorbo». No sólo no producen, piensa esta cultura, sino que son una carga: en definitiva, ¿cuál es el resultado de pensar así? Se descartan. Es feo ver a los ancianos descartados, es algo feo, es pecado. No se dice abiertamente, pero se hace. Hay algo de cobardía en ese habituarse a la cultura del descarte, pero estamos acostumbrados a descartar gente. Queremos borrar nuestro ya crecido miedo a la debilidad y a la vulnerabilidad; pero actuando así aumentamos en los ancianos la angustia de ser mal soportados y abandonados.


Ya en mi ministerio en Buenos Aires toqué con la mano esta realidad con sus problemas: «Los ancianos son abandonados, y no sólo en la precariedad material. Son abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus límites que reflejan nuestros límites, en las numerosas dificultades que hoy deben superar para sobrevivir en una civilización que no les permite participar, dar su parecer, ni ser referentes según el modelo de consumo donde “sólo los jóvenes pueden ser útiles y pueden gozar”. Estos ancianos, en cambio, deberían ser, para toda la sociedad, la reserva de sabiduría de nuestro pueblo. Los ancianos son la reserva de sabiduría de nuestro pueblo. ¡Con cuánta facilidad se deja dormir la conciencia cuando no hay amor!» (Sólo el amor nos puede salvar, Ciudad del Vaticano 2013, p. 83). Y esto sucede. Cuando visitaba las residencias de ancianos, recuerdo que hablaba con cada uno y muchas veces escuché esto: «¿Cómo está usted? ¿Y sus hijos? −Bien, bien. −¿Cuántos hijos tiene? −Muchos. − ¿Y vienen a visitarla? −Sí, sí, siempre, sí, vienen. −¿Cuándo vinieron por última vez?». Recuerdo que una anciana me decía: «Ah, por Navidad». Y estábamos en agosto. Ocho meses sin recibir la visita de los hijos, ocho meses abandonada. Esto se llama pecado mortal, ¿entendido? En una ocasión, siendo niño, mi abuela nos contaba una historia de un abuelo anciano que al comer se manchaba porque no podía llevar bien la cuchara con la sopa a la boca. Y el hijo, o sea el padre de la familia, había decidido cambiarlo de la mesa común e hizo hacer una mesita en la cocina, donde no se veía, para que comiese solo. Y así no haría un mal papel cuando vinieran los amigos a comer o a cenar. Pocos días después, al llegar a casa, encontró a su hijo más pequeño jugando con la madera, el martillo y los clavos, haciendo algo, y le dijo: «¿Qué haces? −Hago una mesa, papá. −Una mesa, ¿para qué? −Para tenerla cuando tú seas anciano, así tú podrás comer allí». Los niños tienen más conciencia que nosotros.


En la tradición de la Iglesia existe un bagaje de sabiduría que siempre sostuvo una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al acompañamiento afectuoso y solidario en esta parte final de la vida. Esa tradición tiene su raíz en la Sagrada Escritura, como lo atestiguan, por ejemplo, estas expresiones del Libro del Sirácides: «No desprecies los discursos de los ancianos, que también ellos aprendieron de sus padres; porque de ellos aprenderás inteligencia y a responder cuando sea necesario» (Sir 8, 9).


La Iglesia no puede y no quiere conformarse a una mentalidad de intolerancia, y mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto a la vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad.


Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron antes que nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla por una vida digna. Son hombres y mujeres de quienes recibimos mucho. El anciano no es un enemigo. El anciano somos nosotros: dentro de poco, dentro de mucho, inevitablemente de todos modos, incluso si no lo pensamos. Y si no aprendemos a tratar bien a los ancianos, así nos tratarán a nosotros.


Un poco frágiles somos todos los ancianos. Algunos, sin embargo, son especialmente débiles, muchos están solos y con el peso de la enfermedad. Algunos dependen de tratamientos indispensables y de la atención de los demás. ¿Daremos por esto un paso hacia atrás? ¿Los abandonaremos a su destino? Una sociedad sin proximidad, donde la gratuidad y el afecto sin contrapartida —incluso entre desconocidos— van desapareciendo, es una sociedad perversa. La Iglesia, fiel a la Palabra de Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una comunidad cristiana en la que proximidad y gratuidad ya no fuesen consideradas indispensables, perdería con ellas su alma. Donde no hay consideración hacia los ancianos, no hay futuro para los jóvenes


Saludos



Saludo a los peregrinos de lengua española venidos de España, México, Venezuela, Argentina y otros países latinoamericanos. Queridos hermanos, recordemos hoy a los ancianos especialmente a los que están más necesitados, que viven solos, que están enfermos, dependientes de los demás. Que puedan sentir la ternura del Padre a través de la amabilidad y delicadeza de todos. Muchas gracias.


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