jueves, 2 de abril de 2015

FRANCISCO: VISITA PASTORAL A POMPEYA Y NÁPOLES EN ITALIA (Marzo 21)



PALABRAS DEL SANTO PADRE
AL TERMINE DE LA PLEGARIA
EN EL SANTUARIO DE POMPEYA

Sábado, 21 de marzo de 2015


¡Muchas gracias! ¡Muchas gracias!, por esta calurosa recibida. Hemos rezado a la Virgen, para que  los bendiga a todos vosotros y a mí, y a todo el mundo. Hemos pedido a la Virgen que los cuide. Recen por mí, no lo olviden. Ahora los invito a recitar todos juntos un Ave María a la Virgen y posteriormente les daré la Benedición.


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ENCUENTRO CON LA POBLACIÓN DE SCAMPIA
Y CON VARIAS CATEGORÍAS SOCIALES


DISCURSO DEL SANTO PADRE

Plaza de Juan Pablo II, Nápoles
Sábado 21 de marzo de 2015


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Quise comenzar desde aquí, desde esta periferia, mi visita a Nápoles. Os saludo a todos y os agradezco vuestra calurosa acogida. Verdaderamente se ve que los napolitanos no son fríos. Doy las gracias a vuestro arzobispo por haberme invitado —incluso amenazado si no venía a Nápoles— y por sus palabras de bienvenida; y gracias a quienes se hicieron eco de las realidades de los inmigrantes, trabajadores y magistrados.


Vosotros pertenecéis a un pueblo que tiene una larga historia, surcada por acontecimientos complejos y dramáticos. La vida en Nápoles nunca ha sido fácil, sin embargo nunca ha sido triste. Y este es vuestro gran recurso: la alegría, el gozo. El camino cotidiano en esta ciudad, con sus dificultades y sus necesidades y algunas veces con sus duras pruebas, genera una cultura de vida que ayuda siempre a volver a levantarse después de cada caída, y a obrar de tal modo que el mal nunca tenga la última palabra. Es un gran desafío: nunca dejar que el mal tenga la última palabra. Es la esperanza, lo sabéis bien, ese gran patrimonio, ese «resorte del alma», tan valioso, pero también expuesto a asaltos y robos.
Lo sabemos, quien sigue voluntariamente la senda del mal roba un trozo de esperanza, gana alguna cosa pero roba esperanza a sí mismo, a los demás y a la sociedad. La senda del mal es un camino que siempre roba esperanza, la roba también a la gente honesta y trabajadora, e incluso a la buena fama de la ciudad, a su economía.
Quisiera responder a la hermana que habló en nombre de los inmigrantes y de los sin techo. Ella pidió una palabra que asegure que los inmigrantes son hijos de Dios y que son ciudadanos. ¿Pero es necesario llegar a esto? ¿Los inmigrantes son seres humanos de segunda clase? Tenemos que hacer que nuestros hermanos y hermanas inmigrantes escuchen que son ciudadanos, que son como nosotros, hijos de Dios, que son inmigrantes como nosotros, porque todos nosotros somos emigrantes hacia otra patria, y ojalá lleguemos todos. ¡Qué nadie se pierda por el camino! Todos somos inmigrantes, hijos de Dios que nos puso a todos en camino. No se puede decir: «Los inmigrantes son así.. 


Nosotros somos...». ¡No! Todos somos inmigrantes, todos estamos en camino. Y esta palabra que todos somos inmigrantes no está en un libro, está escrita en nuestra carne, en nuestro camino de vida, que nos asegura que en Jesús todos somos hijos de Dios, hijos amados, hijos queridos, hijos salvados. Pensemos en esto: todos somos inmigrantes en el camino de la vida, ninguno de nosotros tiene morada fija en esta tierra, todos tendremos que marchar de aquí. Y todos tenemos que ir al encuentro de Dios: uno antes, otro después, o como decía ese anciano, ese viejecito astuto: «¡Sí, sí, todos! ¡Id vosotros, yo voy por último!». Todos tendremos que ir.


Luego tuvimos la intervención del trabajador. Y doy las gracias también a él porque naturalmente quería tocar este punto, que es un signo negativo de nuestra época. De modo especial lo es la falta de trabajo para los jóvenes. Vosotros pensad esto: más del 40 por ciento de los jóvenes de 25 años hacia abajo no tiene trabajo. ¡Esto es grave! ¿Qué hace un joven sin trabajo? ¿Qué futuro tiene? ¿Qué camino de vida elige? Eso es una responsabilidad no sólo de la ciudad, no sólo del país, sino del mundo. ¿Por qué? Porque existe un sistema económico que descarta a la gente y ahora es el turno de los jóvenes de ser descartados, es decir sin trabajo. ¡Esto es grave! «Pero hay obras de caridad, hay voluntariados, está Cáritas, está ese centro, está ese club que da de comer...». Pero el problema no es comer, el problema más grave es no tener la posibilidad de llevar el pan a casa, de ganar el pan. Y cuando no se gana el pan, se pierde la dignidad. Esa falta de trabajo nos roba la dignidad. Tenemos que luchar por esto, debemos defender nuestra dignidad de ciudadanos, de hombres, de mujeres, de jóvenes. Este es el drama de nuestro tiempo. No debemos permanecer callados.


Pienso también en el trabajo a mitad. ¿Qué quiero decir con esto? La explotación de las personas en el trabajo. Hace algunas semanas, una joven que necesitaba trabajo encontró uno en una agencia turística y las condiciones eran estas: 11 horas de trabajo, 600 euros al mes sin ninguna aportación para la pensión. «¡Es poco por 11 horas!». «Si no te gusta, mira la fila de gente que está esperando el trabajo». Esto se llama esclavitud, esto se llama explotación, esto no es humano, esto no es cristiano. Y si quien hace esto se dice cristiano es un mentiroso, no dice la verdad, no es cristiano. También la explotación del trabajo en negro —tú trabajas sin contrato y te pago lo que quiero— es explotación de las personas. «¿Sin las aportaciones para la pensión y para la salud?». «A mí no me interesa».
Te comprendo bien, hermano, y te agradezco lo que has dicho. Debemos retomar la lucha por nuestra dignidad que es la lucha de buscar, encontrar, volver a encontrar la posibilidad de llevar el pan a casa. Esta es nuestra lucha.


Y aquí pienso en la intervención del presidente del Tribunal de apelación. Él usó una bonita expresión «itinerario de esperanza» y recordaba un lema de san Juan Bosco: «buenos cristianos y honestos ciudadanos», dirigido a los niños y a los jóvenes. El itinerario de esperanza para los niños —los que están aquí y para todos— es ante todo la educación, pero una educación auténtica, el itinerario de educar para un futuro: esto previene y ayuda a seguir adelante. El juez dijo una palabra que yo quisiera retomar, una palabra que hoy se usa mucho, el juez dijo «corrupción». Pero, decidme, si cerramos la puerta a los inmigrantes, si quitamos el trabajo y la dignidad a la gente, ¿cómo se llama esto? Se llama corrupción y todos nosotros tenemos la posibilidad de ser corruptos, ninguno de nosotros puede decir: «yo nunca seré corrupto». ¡No! Es una tentación, es un deslizarse hacia los negocios fáciles, hacia la delincuencia, hacia los delitos, hacia la explotación de las personas. ¡Cuánta corrupción hay en el mundo! Es una palabra fea, si pensamos un poco en ello. Porque algo corrupto es algo sucio. Si encontramos un animal muerto que se está echando a perder, que se ve «corrompido», es horrible y apesta. ¡La corrupción apesta! La sociedad corrupta apesta. Un cristiano que deja entrar dentro de sí la corrupción no es cristiano, apesta.


Queridos amigos, mi presencia quiere ser un impulso hacia un camino de esperanza, de renacimiento y de saneamiento que ya se está realizando. Conozco el compromiso, generoso y diligente, de la Iglesia, presente con sus comunidades y sus servicios en la realidad concreta de Scampia; así como la continua movilización de grupos de voluntarios, que no dejan faltar su ayuda.


Aliento también la presencia y el compromiso activo de las instituciones ciudadanas, porque una comunidad no puede progresar sin ese apoyo, mucho más en momentos de crisis y en presencia de situaciones sociales difíciles y algunas veces extremas. La «buena política» es un servicio a las personas, que se ejerce en primer lugar a nivel local, donde el peso del incumplimiento, de los retrasos, de las auténticas omisiones es más directo y hace más daño. La buena política es una de las expresiones más elevadas de la caridad, del servicio y del amor. Haced una buena política, pero entre vosotros: la política se hace entre todos, juntos. Entre todos se hace una buena política.


Nápoles está siempre dispuesta a resurgir, sopalancando sobre una esperanza forjada por mil pruebas, y por ello recurso auténtico y concreto con el cual se puede contar en todo momento. Su raíz radica en el ánimo mismo de los napolitanos, sobre todo en sualegría, en su religiosidad y en su piedad. Os deseo que tengáis la valentía de seguir adelante con esta alegría, con esta raíz, el valor de llevar adelante la esperanza, de no robar nunca la esperanza a nadie, de seguir adelante por el camino del bien, no por la senda del mal, de seguir adelante en la acogida de todos los que vienen a Nápoles de cada país: que sean todos napolitanos, que aprendan el napolitano que es tan dulce y tan bonito. Os deseo que sigáis adelante en la búsqueda de fuentes de trabajo, para que todos tengan la dignidad de llevar el pan a casa, y de seguir adelante en la limpieza de la propia alma, en la limpieza de la ciudad, en la limpieza de la sociedad para que no se sienta ese mal olor de la corrupción.


Os deseo lo mejor, seguid adelante y que San Jenaro, vuestro patrono, os asista e interceda por vosotros.


Os bendigo de corazón a todos, bendigo a vuestras familias y este barrio vuestro, bendigo a los niños que están aquí a nuestro alrededor. Y vosotros, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ‘A Maronna v’accumpagne! (Que la Virgen os acompañe).


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CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Plaza del Plebiscito, Nápoles
Sábado 21 de marzo de 2015


El pasaje del Evangelio que hemos escuchado nos presenta una escena ambientada en el templo de Jerusalén, al final de la fiesta judía de las tiendas, después de que Jesús proclamara una gran profecía revelándose como fuente de «agua viva», es decir el Espíritu Santo (cf. Jn 7, 37-39). Entonces la gente, muy impresionada, se puso a discutir acerca de Él. También hoy la gente discute sobre Él. Algunos están entusiasmados y dicen que «es de verdad el profeta» (v. 40). Alguno incluso afirma: «Este es el Mesías» (v. 41). Pero otros se oponen porque —dicen— el Mesías no viene de Galilea, sino de la estirpe de David, de Belén; y así, sin saberlo, confirman precisamente la identidad de Jesús.


Los jefes de los sacerdotes habían mandado a los guardias a arrestarlo, como se hace en las dictaduras, pero vuelven con la manos vacías y dicen: «Jamás ha hablado nadie como ese hombre» (v. 46). He aquí la voz de la verdad, que resuena en esos hombres sencillos.


La palabra del Señor, ayer como hoy, provoca siempre una división: la Palabra de Dios divide, ¡siempre! Provoca una división entre quien la acoge y quien la rechaza. A veces también en nuestro corazón se enciende un contraste interior; esto sucede cuando advertimos la fascinación, la belleza y la verdad de las palabras de Jesús, pero al mismo tiempo las rechazamos porque nos cuestionan, nos ponen en dificultad y nos cuesta demasiado observarlas.


Hoy he venido a Nápoles para proclamar juntamente con vosotros: ¡Jesús es el Señor! Pero no quiero decirlo sólo yo: quiero escucharlo de vosotros, de todos, ahora, todos juntos «¡Jesús es el Señor!», otra vez «¡Jesús es el Señor!». Nadie habla como Él. Sólo Él tiene palabras de misericordia que pueden curar las heridas de nuestro corazón. Sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf.Jn 6, 68).


La palabra de Cristo es poderosa: no tiene el poder del mundo, sino el de Dios, que es fuerte en la humildad, también en la debilidad. Su poder es el del amor: este es el poder de la Palabra de Dios. Un amor que no conoce confines, un amor que nos hace amar a los demás antes que a nosotros mismos. La palabra de Jesús, el santo Evangelio, enseña que los auténticos bienaventurados son los pobres de espíritu, los no violentos, los mansos, los agentes de paz y de justicia. Esta es la fuerza que cambia al mundo. Esta es la palabra que da fuerza y es capaz de cambiar al mundo. No hay otro camino para cambiar al mundo.


La palabra de Cristo quiere llegar a todos, en especial a quienes viven en las periferias de la existencia, para que encuentren en Él el centro de su vida y la fuente de la esperanza. Y nosotros, que hemos tenido la gracia de recibir esta Palabra de Vida —¡es una gracia recibir la Palabra de Dios!— estamos llamados a ir, a salir de nuestros recintos y, con ardor en el corazón, llevar a todos la misericordia, la ternura, la amistad de Dios: es un trabajo que corresponde a todos, pero de manera especial a vosotros sacerdotes. Llevar misericordia, llevar perdón, llevar paz, llevar alegría en los Sacramentos y en la escucha. 


Que el pueblo de Dios encuentre en vosotros hombres misericordiosos como Jesús. Al mismo tiempo que cada parroquia y cada realidad eclesial se convierta en un santuario para quien busca a Dios y casa acogedora para los pobres, los ancianos y quienes atraviesan situaciones de necesidad. Ir y acoger: así late el corazón de la madre Iglesia y de todos sus hijos. Ve, acógelos. Ve, busca. Ve, lleva amor, misericordia, ternura.


Cuando los corazones se abren al Evangelio, el mundo comienza a cambiar y la humanidad resucita. Si acogemos y vivimos cada día la Palabra de Jesús, resucitamos con Él.


La Cuaresma que estamos viviendo hace resonar en la Iglesia este mensaje, mientras caminamos hacia la Pascua: en todo el pueblo de Dios se vuelve a encender la esperanza de resucitar con Cristo, nuestro Salvador. Que no venga en vano la gracia de esta Pascua, para el pueblo de Dios de esta ciudad. Que la gracia de la Resurrección sea acogida por cada uno de vosotros, para que Nápoles se llene de la esperanza de Cristo Señor. La esperanza: «Abrid paso a la esperanza», dice el lema de mi visita. Lo digo a todos, de manera especial a los jóvenes: abríos al poder de Jesús resucitado, y llevaréis frutos de vida nueva a esta ciudad: frutos de gestos que saben compartir, de reconciliación, de servicio, de fraternidad. Dejaos envolver y abrazar por su misericordia, por la misericordia de Jesús, la misericordia que sólo Jesús nos da.


Queridos napolitanos, abrid paso a la esperanza y no os dejéis robar la esperanza. No cedáis a las tentaciones de ganancias fáciles o de entradas deshonestas: esto es pan para hoy y hambre para mañana. No te puede aportar nada. Reaccionad con firmeza ante las organizaciones que explotan y corrompen a los jóvenes, los pobres y los débiles, con el cínico comercio de la droga y otros delitos. No os dejéis robar la esperanza. No permitáis que vuestra juventud sea explotada por esta gente. Que la corrupción y la delincuencia no desfiguren el rostro de esta bella ciudad. Y más aún: que no desfiguren la alegría de vuestro corazón napolitano. A los criminales y a todos sus cómplices hoy yo humildemente, como hermano, repito: convertíos al amor y a la justicia. Dejaos encontrar por la misericordia de Dios. Sed conscientes de que Jesús os está buscando para abrazaros, para besaros, para amaros aún más. Con la gracia de Dios, que perdona todo y perdona siempre, es posible volver a una vida honrada. Os lo piden también las lágrimas de las madres de Nápoles, mezcladas con las de María, la Madre celestial invocada en Piedigrotta y en numerosas iglesias de Nápoles. Que estas lágrimas ablanden la dureza de los corazones y reconduzcan a todos por el camino del bien.


Hoy comienza la primavera y la primavera trae esperanza: tiempo de esperanza. Y el hoy de Nápoles es tiempo de rescate para Nápoles: este es mi deseo y mi oración por una ciudad que tiene en sí muchas potencialidades espirituales, culturales y humanas, y sobre todo gran capacidad de amar. Las autoridades, las instituciones, las diversas realidades sociales y los ciudadanos, todos juntos y concordes, pueden construir un futuro mejor. Y el futuro de Nápoles no es replegarse resignada en sí misma: este no es vuestro futuro. Sino que el futuro de Nápoles es abrirse con confianza al mundo, abrirse a la esperanza. Esta ciudad puede encontrar en la misericordia de Jesús, que hace nuevas todas las cosas, la fuerza para seguir adelante con esperanza, la fuerza para muchas vidas, muchas familias y comunidades. Esperar es ya resistir al mal. Esperar es mirar al mundo con la mirada y con el corazón de Dios. Esperar es apostar por la misericordia de Dios que es Padre y perdona siempre y perdona todo.


Dios, fuente de nuestra alegría y razón de nuestra esperanza, vive en nuestras ciudades. ¡Dios vive en Nápoles! Que su gracia y su bendición sostengan vuestro camino en la fe, en la caridad y en la esperanza, vuestros buenos propósitos y vuestros proyectos de rescate moral y social. Hemos proclamado todos juntos que Jesús es el Señor: digámoslo una vez más al final: «¡Jesús es el Señor!», todos tres veces: «¡Jesús es el Señor!». E ca ‘a Maronna v’accumpagne!


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VISITA AL PENITENCIARIO "GIUSEPPE SALVIA"
Y ALMUERZO CON UN GRUPO DE DETENIDOS


DISCURSOS DEL SANTO PADRE

Poggioreale, Nápoles
Sábado 21 de marzo de 2015


Estoy contento de estar en medio de vosotros con ocasión de mi visita a Nápoles. Doy las gracias a Claudio y a Pasquale que hablaron en nombre de todos. Este encuentro me permite expresar mi cercanía a vosotros, y lo hago trayéndoos la palabra y el amor de Jesús, que vino a la tierra para hacer plena nuestra esperanza y murió en la cruz para salvar a cada uno de nosotros.

A veces sucede que nos sentimos decepcionados, desanimados, abandonados por todos: pero Dios no se olvida de sus hijos, nunca los abandona. Él está siempre a nuestro lado, especialmente en el momento de la prueba; es un Padre «rico en misericordia» (Ef 2, 4), que dirige siempre hacia nosotros su mirada serena y benévola, nos espera siempre con los brazos abiertos. Esta es una certeza que infunde consuelo y esperanza, especialmente en los momentos difíciles y tristes. Incluso si en la vida nos hemos equivocado, el Señor no se cansa de indicarnos el camino del regreso y del encuentro con Él. El amor de Jesús hacia cada uno de nosotros es fuente de consuelo y de esperanza. Es una certeza fundamental para nosotros: nada podrá jamás separarnos del amor de Dios, ni siquiera las barras de una cárcel. Lo único que nos puede separar de Él es nuestro pecado; pero si lo reconocemos y lo confesamos con arrepentimiento sincero, precisamente ese pecado se convierte en lugar de encuentro con Él, porque Él es misericordia.

Queridos hermanos, conozco vuestras situaciones dolorosas: me llegan muchas cartas —algunas verdaderamente conmovedoras— desde los centros penitenciarios de todo el mundo. Muy a menudo los reclusos son tenidos en condiciones indignas de la persona humana, y luego no logran reinsertarse en la sociedad. Pero gracias a Dios hay también dirigentes, capellanes, educadores, agentes pastorales que saben estar cerca de vosotros de la forma adecuada. Y hay algunas experiencias buenas y significativas de inserción. Es necesario trabajar en esto, desarrollar estas experiencias positivas, que hacen crecer una actitud distinta en la comunidad civil y también en la comunidad de la Iglesia. En la base de este compromiso está la convicción de que el amor puede siempre transformar a la persona humana. Y entonces un lugar de marginación, como puede ser la cárcel en sentido negativo, se puede convertir en lugar de inclusión y de estímulo para toda la sociedad, para que sea más justa, más atenta a las personas.

Os invito a vivir cada día, cada momento en la presencia de Dios, a quien pertenece el futuro del mundo y del hombre. Esta es la esperanza cristiana: el futuro está en las manos de Dios. La historia tiene un sentido porque está habitada por la bondad de Dios. Por lo tanto, también en medio de tantos problemas, incluso graves, no perdamos nuestra esperanza en la infinita misericordia de Dios y en su providencia. Con esta segura esperanza, preparémonos para la Pascua ya cercana, orientando con firmeza nuestra vida hacia el Señor y manteniendo viva en nosotros la llama de su amor.


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ENCUENTRO CON EL CLERO, LOS RELIGIOSOS
Y LOS DIÁCONOS PERMANENTES EN LA CATEDRAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Nápoles
Sábado 21 de marzo de 2015




Preparé un discurso, pero son aburridos los discursos. Lo entrego al cardenal y luego en el boletín lo dará a conocer. Prefiero responder un poco a algunas cosas. Me sugieren que hable sentado, así descanso un poco. Una hermana que está aquí, muy mayor, vino corriendo a decirme: «Bendígame en articulo mortis». «¿Por qué hermana?”. «Porque tengo que ir de misión a abrir un convento...». Esto es el espíritu de la vida religiosa. Esta hermana me hizo pensar. Es anciana, pero dice: «Sí, yo estoy en articulo mortis, pero tengo que ir a renovar o a hacer de nuevo un convento» y parte. Por lo tanto, también yo ahora obedezco y hablo sentado.


Este es uno de los testimonios sobre los que preguntabas: estar siempre en camino. El camino en la vida consagrada es el seguimiento de Jesús; también la vida consagrada en general, también para los sacerdotes se trata de ir tras Jesús, y con ganas de trabajar por el Señor. Una vez —relaciono con lo que dijo la religiosa— me dijo un anciano sacerdote: «Para nosotros no existe la jubilación y cuando vamos a la residencia seguimos trabajando con la oración, con las pequeñas cosas que podemos hacer, pero con el mismo entusiasmo de seguir a Jesús». ¡El testimonio de caminar por la senda de Jesús! Por eso el centro de la vida debe ser Jesús. Si en el centro de la vida —exagero... pero sucede en otros sitios, en Nápoles seguramente no— está el hecho de que yo estoy en contra del obispo o contra el párroco o contra otro sacerdote, toda mi vida estará invadida por esa lucha. Y eso es perder la vida. No tener una familia, no tener hijos, no tener el amor conyugal, que es tan bueno y tan hermoso, para acabar peleando con el obispo, con los hermanos sacerdotes, con los fieles, con «cara de vinagre», esto no es un testimonio. El testimonio es Jesús, el centro es Jesús. Y cuando el centro es Jesús están, de todos modos, estas dificultades, están en todos lados, pero se afrontan de diversa forma. En un convento tal vez la superiora no me gusta, pero si mi centro es la superiora que no me gusta, el testimonio no funciona. Si mi centro en cambio es Jesús, rezo por esta superiora que no me gusta, la tolero y hago todo lo necesario para que los demás superiores conozcan la situación. Pero la alegría no me la quita nadie: la alegría de ir tras Jesús. Veo aquí a los seminaristas. Os digo una cosa: si vosotros no tenéis a Jesús en el centro, postergad la ordenación. Si no estáis seguros de que Jesús es el centro de vuestra vida, esperad un poco más de tiempo, para estar seguros. Porque, de lo contrario, comenzaréis un camino que no sabéis cómo acabará.


Este es el primer testimonio: que se vea que Jesús es el centro. El centro no son ni las habladurías ni la ambición de ocupar este puesto o aquel otro ni el dinero —del dinero quiero hablar después—, sino que el centro debe ser Jesús. ¿Cómo puedo estar seguro de caminar siempre con Jesús? Está su Madre que nos conduce a Él. Un sacerdote, un religioso, una religiosa que no ama a la Virgen, que no reza a la Virgen, diría también que no reza el rosario... si no quiere a la Madre, la Madre no le dará al Hijo.


El cardenal me regaló un libro de san Alfonso María de Ligorio, no sé si «Las Glorias de María»... De este libro me gusta leer las historias de la Virgen que están al final de cada uno de los capítulos: en ellos se ve cómo la Virgen nos conduce siempre a Jesús. Ella es Madre, el centro del ser de la Virgen es ser Madre, conducir a Jesús. Y el padre Rupnik, que pinta y hace mosaicos muy bonitos y muy artísticos, me regaló un icono de la Virgen con Jesús delante. Jesús y las manos de la Virgen están ubicadas de tal modo que Jesús baja y con la mano toma el manto de la Virgen para no caer. Es ella quien hizo descender a Jesús entre nosotros; es ella quien nos da a Jesús. Dar testimonio de Jesús, y para ir tras Jesús una buena ayuda es la Madre: es ella quien nos da a Jesús. Este es uno de los testimonios.


Otro testimonio es el espíritu de pobreza; también para los sacerdotes que no hacen voto de pobreza, pero deben tener el espíritu de pobreza. Cuando entra en la Iglesia la especulación, tanto en los sacerdotes como en los religiosos, es feo. Recuerdo a una gran religiosa, buena mujer, una gran ecónoma que hacía bien su trabajo. Era observante, pero tenía el corazón apegado al dinero e inconscientemente seleccionaba a la gente según el dinero que tenía. «Este me gusta más, tiene mucho dinero». Era ecónoma de un colegio importante e hizo grandes construcciones, una gran mujer, pero se veía este límite suyo y la última humillación que tuvo esta mujer fue pública. Tenía 70 años, más o menos, estaba en una sala de profesores, durante una pausa de la escuela, tomando un café, y le dio un síncope y se desplomó. Le daban palmadas para hacerla volver en sí y no reaccionaba. Y una profesora dijo esto: «Pónle un billete de cien “pesos” y veamos si así reacciona”. La pobrecilla ya estaba muerta, pero fue la última palabra que se dijo de ella cuando todavía no se sabía si estaba muerta o no. Un mal testimonio.


Los consagrados —sean sacerdotes, religiosas o religiosos— nunca deben ser especuladores. El espíritu de pobreza, sin embargo, no es espíritu de miseria. Un sacerdote, que no hizo voto de pobreza, puede tener sus ahorros, pero de una forma honesta y también razonable. Pero cuando tiene codicia y se mete en negocios... Cuántos escándalos en la Iglesia y cuánta falta de libertad por el dinero: «A esta persona le debería decir cuatro verdades, pero no puedo porque es un gran benefactor». Los grandes benefactores llevan la vida que quieren y yo no tengo la libertad de decírselo, porque estoy apegado al dinero que ellos me dan. ¿Comprendéis cuánto es importante la pobreza, el espíritu de pobreza, como dice la primera de la bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu». Como dije, un sacerdote puede tener sus ahorros, pero no el corazón en ello, y que sean ahorros razonables. Cuando hay dinero de por medio, se hacen diferencias entre las personas; por ello os pido a todos examinar la conciencia: ¿cómo va mi vida de pobreza, lo que llega incluso de las pequeñas cosas? Y este es el segundo testimonio.


El tercer testimonio —y aquí hablo en general, para los religiosos, para los consagrados y también para los sacerdotes diocesanos— es la misericordia. Hemos olvidado las obras de misericordia. Quisiera preguntar —no lo haré pero tendría ganas de hacerlo—, pedir que digáis las obras de misericordia corporales y espirituales. ¡Cuántos de nosotros las han olvidado! Cuando regreséis a casa buscad el catecismo y recordad estas obras de misericordia que son las obras que practican las ancianas y la gente sencilla en los barrios, en las parroquias, porque seguir a Jesús, ir tras Jesús es sencillo. Cito un ejemplo que pongo siempre. En las grandes ciudades, todavía ciudades cristianas —pienso en la diócesis que tenía antes, pero creo que en Roma sucede lo mismo, no sé en Nápoles, pero en Roma seguro—, hay niños bautizados que no saben hacer la señal de la cruz. Y, ¿dónde está, en este caso, la obra de misericordia de enseñar? «Te enseño a hacer la señal de la fe». Es sólo un ejemplo. Pero es necesario retomar las obras de misericordia, tanto las corporales como las espirituales. Si cerca de mi casa hay una persona que está enferma y quisiera ir a visitarla, pero el tiempo del que dispongo coincide con el momento de la telenovela, y entre la telenovela y hacer una obra de misericordia elijo la telenovela, eso no está bien.


Hablando de telenovelas, vuelvo al espíritu de pobreza. En la diócesis que tenía antes había un colegio gestionado por religiosas, trabajaban mucho, pero en la casa donde vivían dentro del colegio había una parte que era el apartamento de las hermanas; la casa donde vivían era un poco antigua y era necesario rehacerla, y la reformaron bien, demasiado bien y lujosa: en cada habitación pusieron también un televisor. A la hora de la telenovela, no encontrabas a una hermana en el colegio... Estas son las cosas que nos conducen al espíritu del mundo, y aquí surge otra cosa que quisiera decir: el peligro de la mundanidad. Vivir mundanamente. Vivir con el espíritu del mundo que Jesús no quería. Pensad en la oración sacerdotal de Jesús cuando ora al Padre: «No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno» (Jn 17, 15). La mundanidad va contra el testimonio, mientras que el espíritu de oración es un testimonio que se ve: se ve quién es el hombre y la mujer consagrados que rezan, así como quien reza formalmente pero no con el corazón. Son testimonios que la gente ve. Tú has hablado de la falta de vocaciones, pero el testimonio es una de las cosas que atrae las vocaciones. «Quiero ser como ese sacerdote, quiero ser como esa religiosa». El testimonio de vida. Una vida cómoda, una vida mundana no nos ayuda. El vicario del clero destacó el problema, el hecho —yo lo llamo problema— de la fraternidad sacerdotal. También esto es válido para la vida consagrada. La vida de comunidad tanto en la vida consagrada como en el presbiterio, en la diocesanidad, que es el carisma propio de los sacerdotes diocesanos, en el presbiterio en torno al obispo. Llevar hacia delante esa «fraternidad» no es fácil tanto en el convento, en la vida consagrada, como en el presbiterio. El diablo nos tienta siempre con celos, envidias, luchas internas, antipatías, simpatías, muchas cosas que no nos ayudan a formar una auténtica fraternidad y así damos un testimonio de división entre nosotros.


Para mí, el signo de que no hay fraternidad, tanto en el presbiterio como en las comunidades religiosas es la presencia de habladurías. Y me permito decir esta expresión: el terrorismo de las habladurías, porque quien murmura es un terrorista que tira una bomba, destruye permaneciendo fuera. ¡Si al menos hiciese el papel del kamikaze! En cambio destruye a los demás. Las habladurías destruyen y son el signo de que no hay fraternidad. 


Cuando uno se encuentra con un presbiterio que tiene sus diferentes puntos de vista, porque tienen que existir diferencias, es normal, es cristiano, pero estas diferencia se deben manifestar teniendo la valentía de decirlas a la cara. Si yo tengo que decir algo al obispo, voy al obispo y puedo incluso decirle: «Usted es un antipático», y el obispo debe tener el valor de no vengarse. ¡Esto es fraternidad! O cuando tienes algo contra una persona y en lugar de ir a ella vas a otra. Existen problemas tanto en la vida religiosa como en la vida presbiteral que se deben afrontar, pero sólo entre dos personas. En el caso de que no se pudiese —porque a veces no se puede— se le dice a otra persona para que sea intermediaria. Pero no se puede hablar contra otro, porque las habladurías son un terrorismo de la fraternidad diocesana, de la fraternidad sacerdotal, de las comunidades religiosas.


Luego, hablando de testimonios, la alegría. La alegría de mi vida es plena, la alegría de haber elegido bien, la alegría de que yo veo todos los días que el Señor es fiel a mí. La alegría está en ver que el Señor es siempre fiel a todos. Cuando yo no soy fiel al Señor, me acerco al sacramento de la Reconciliación. Los consagrados o los sacerdotes aburridos, con amargura en el corazón, tristes, tienen algo que no funciona y tienen que ir a un buen consejero espiritual, a un amigo, y decir: «No sé que sucede en mi vida». Cuando no hay alegría, hay algo que no funciona. El olfato del que hablaba hoy el arzobispo, nos dice que algo falta. Sin alegría no atraes hacia el Señor y el Evangelio.


Estos son los testimonios. Quisiera terminar con tres cosas. Primero, la adoración. «¿Tú rezas?». —«Yo rezo, sí». Pido, doy gracias, alabo al Señor. Pero, ¿adoras al Señor? Hemos perdido el sentido de la adoración a Dios: es necesario retomar la adoración a Dios. Segundo: tú no puedes amar a Jesús sin amar a su esposa. El amor a la Iglesia. Hemos conocido muchos sacerdotes que amaban a la Iglesia y se veía que la amaban. Tercero, y esto es importante, el celo apostólico, es decir la misionariedad. El amor a la Iglesia te conduce a darla a conocer, a salir de tí mismo para ir fuera a predicar la Revelación de Jesús, te impulsa también a salir de ti mismo para ir hacia la trascendencia, es decir la adoración. En el ámbito de la misionariedad creo que la Iglesia debe caminar un poco más, convertirse más, porque la Iglesia no es una ong, sino que es la esposa de Cristo que tiene el tesoro más grande: Jesús. Y su misión, su razón de existir es precisamente esta: evangelizar, es decir, llevar a Jesús. Adoración, amor a la Iglesia y misionariedad. Estas son las cosas que me surgieron espontáneas.


[Después de la adoración]


El arzobispo dijo que se licuó la mitad de la sangre: se ve que el santo nos quiere hasta la mitad. Tenemos que convertirnos un poco todos para que nos quiera aún más. Muchas gracias, y por favor no os olvidéis de rezar por mí.





Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!


Os agradezco vuestra acogida en este lugar-símbolo de la fe y de la historia de Nápoles: la catedral. Gracias, señor cardenal, por introducir este encuentro nuestro; y gracias a los dos hermanos que plantearon las preguntas en nombre de todos.


Quisiera empezar por esa expresión que dijo el vicario para el clero: «ser sacerdotes es hermoso». Sí, es hermoso ser sacerdote, y también ser consagrado. Me dirijo primero a los sacerdotes y después a los consagrados.


Comparto con vosotros la sorpresa siempre nueva de ser llamado por el Señor a seguirlo, a estar con Él, a ir hacia la gente llevando su Palabra, su perdón... En verdad es algo grande lo que nos ha pasado, una gracia del Señor que se renueva todos los días. Me imagino que en una realidad ardua como Nápoles, con antiguos y nuevos desafíos, nos tiramos de cabeza para salir al encuentro de las necesidades de muchos hermanos y hermanas, corriendo el riesgo de ser totalmente absorbidos. Es necesario encontrar siempre el tiempo para estar ante el sagrario, permanecer allí en silencio, para percibir en nosotros la mirada de Jesús, que nos renueva y nos reanima. Y si el estar ante Jesús nos inquieta un poco, es un buen signo, nos hará bien. La oración es precisamente la que nos muestra si estamos caminando por el camino de la vida o el de la mentira, como dice el Salmo (cf. 138, 24), si trabajamos como buenos obreros o nos hemos convertido en «funcionarios», si somos «canales» abiertos, por el cual fluye el amor y la gracia del Señor, o si, en cambio, nos ponemos en el centro a nosotros mismos, acabando por convertirnos en «pantallas» que no ayudan al encuentro con el Señor.


Y luego está la bellezza de la fraternidad, de ser sacerdotes juntos, de seguir al Señor no solos, no individualmente, sino juntos, en la gran diversidad de los dones y personalidades, y todo vivido en la comunión y fraternidad. También esto no es fácil, no es inmediato y no se da por descontado, porque también nosotros sacerdotes vivimos inmersos en esta cultura subjetivista de hoy, que exalta el yo hasta idolatrarlo. Y luego existe también un cierto individualismo pastoral, que lleva a la tentación de seguir adelante solos, o con el pequeño grupo de los que «piensan como yo»... Sabemos, en cambio, que todos son llamados a vivir la comunión en Cristo en el presbiterio, en torno al obispo. Se pueden, es más, se deben buscar siempre formas concretas adecuadas a los tiempos y a la realidad del territorio, pero esta búsqueda pastoral y misionera ha de hacerse con actitud de comunión, con humildad y fraternidad.


Y no olvidemos la belleza de caminar con el pueblo. Sé que desde hace algunos años vuestra comunidad diocesana ha emprendido un arduo itinerario de redescubrimiento de la fe, en contacto con una realidad ciudadana que quiere volverse a levantar y necesita de la colaboración de todos. Os animo, por lo tanto, a salir para ir al encuentro del otro, a abrir las puertas y llegar a las familias, los enfermos, los jóvenes, los ancianos, allí donde viven, buscándolos, estando junto a ellos, sosteniéndolos, para celebrar con ellos la liturgia de la vida. En especial, será hermoso acompañar a las familias en el desafío de engendrar y educar a los hijos. Losniños son un «signo diagnóstico», para ver la salud de la sociedad. Los niños no deben ser consentidos, sino amados. Y nosotros sacerdotes estamos llamados a acompañar a las familias para que los niños sean educados en la vida cristiana.
La segunda intervención hacía referencia a la vida consagrada, y mencionó luces y sombras. Existe siempre la tentación de destacar más las sombras en perjuicio de las luces. Esto, sin embargo, lleva a replegarnos en nosotros mismos, a recriminar continuamente, a acusar siempre a los demás. Y en cambio, especialmente durante este Año de la vida consagrada, dejemos brotar en nosotros y en nuestras comunidades la belleza de nuestra vocación, para que sea verdad que «donde están los religiosos hay alegría». Con este espíritu escribí la Carta a los consagrados, y espero que os esté ayudando en vuestro camino personal y comunitario. Quisiera preguntaros: ¿cómo está el «clima» en vuestras comunidades? ¿Existe esta gratitud, existe esta alegría de Dios que llena nuestro corazón? Si existe esto, entonces se realiza mi deseo de que no haya entre nosotros caras tristes, personas descontentas e insatisfechas, porque «un seguimiento triste es un triste seguimiento» (ibid., ii, 1).


Queridos hermanos y hermanas consagrados, os deseo que testimoniéis, con humildad y sencillez, que la vida consagrada es un don valioso para la Iglesia y para el mundo. Un don que no hay que conservar para sí mismo, sino que hay que compartir, llevando a Cristo a cada rincón de esta ciudad. Que vuestra cotidiana gratitud a Dios encuentre su expresión en el deseo de atraer los corazones a Él, y de acompañarlos en el camino. Que tanto en la vida contemplativa como en la apostólica, podáis sentir con fuerza en vosotros el amor por la Iglesia y contribuir, mediante vuestro carisma específico, a su misión de proclamar el Evangelio y edificar el pueblo de Dios en la unidad, la santidad y el amor.


Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias. Sigamos adelante, animados por el común amor al Señor y a la santa madre Iglesia. Os bendigo de corazón. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí.


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ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS
EN LA BASÍLICA DEL GESÙ NUOVO

PALABRAS DEL SANTO PADRE

Nápoles
Sábado 21 de marzo de 2015


No es fácil acercarse a un enfermo. Las cosas más bonitas de la vida y las cosa más miserables se reservan, se esconden. El amor más grande, uno intenta ocultarlo por pudor, y las cosas que muestran nuestra miseria humana, también intentamos velarlas por pudor. Por este motivo, para encontrar a un enfermo hay que ir hasta él, porque el pudor de la vida lo esconde. Hay que ir al encuentro del enfermo. Cuando existen enfermedades para toda la vida, cuando nos encontramos con enfermedades que marcan toda una vida, preferimos ocultarlas, porque ir a visitar al enfermo es ir a encontrar nuestra propia enfermedad, la que llevamos dentro. Es tener la valentía de decirse a uno mismo: yo también tengo alguna enfermedad en el corazón, en el alma, en el espíritu. Yo también soy un enfermo espiritual.


Dios nos ha creado para cambiar el mundo, para ser eficientes, para dominar la creación: es nuestra tarea. Pero cuando nos encontramos ante una enfermedad, vemos que esta impide todo esto: ese hombre o mujer que o bien ha nacido con la enfermedad o la ha desarrollado, es un decir «no» —parece— a la misión de transformar el mundo. Este es el misterio de la enfermedad. Podemos acercarnos a la enfermedad sólo con espíritu de fe. Podemos aproximarnos bien a un hombre, a una mujer, a un niño o una niña, enfermos, solamente si nos acostumbramos a mirar al Cristo crucificado. Ahí está la única explicación de este «fracaso», de este fracaso humano, la enfermedad para toda la vida. La única explicación se encuentra en Cristo crucificado.


A vosotros enfermos os digo que si no podéis comprender al Señor, pido al Señor que os haga entender dentro del corazón que sois la carne de Cristo, que sois Cristo crucificado entre nosotros, los hermanos que están muy cerca de Cristo. Una cosa es mirar un crucifijo y otra es mirar a un hombre, una mujer, un niño enfermos, esto es, crucificados allí en su enfermedad: son la carne viva de Cristo.


A vosotros voluntarios, ¡muchas gracias! Muchas gracias por pasar vuestro tiempo acariciando la carne de Cristo, sirviendo al Cristo crucificado, vivo. ¡Gracias! Y también a vosotros médicos, enfermeros os doy las gracias. Gracias por hacer este trabajo, gracias por no hacer de vuestra profesión un negocio. Gracias a muchos de vosotros que seguís el ejemplo del santo que está aquí, que trabajó aquí en Nápoles: servir sin enriquecerse con el servicio. Cuando la medicina se transforma en comercio, en negocio, es como el sacerdocio cuando actúa de la misma forma: pierde la esencia de su vocación.


A todos vosotros cristianos de esta diócesis de Nápoles, os pido que no olvidéis lo que Jesús nos pidió y que también está escrito en el «protocolo» en base al cual seremos juzgados: Estuve enfermo y me visitasteis (cf. Mt 25, 36). Sobre esto seremos juzgados. El mundo de la enfermedad es un mundo de dolor. Los enfermos sufren, reflejan al Cristo que sufre: no hay que tener miedo de acercarse a Cristo que sufre. Muchas gracias por todo lo que hacéis. Y recemos para que todos los cristianos de la diócesis tengan una mayor conciencia de esto y para que el Señor os dé a vosotros y a los muchos voluntarios la perseverancia en este servicio de acariciar la carne de Cristo que sufre. Gracias.


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ENCUENTRO CON LOS JÓVENES
EN EL PASEO MARÍTIMO CARACCIOLO

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Nápoles
Sábado 21 de marzo de 2015


(Pregunta de Bianca, una joven)

En nombre de todos los jóvenes le doy la bienvenida a Nápoles. Santidad, usted nos enseña que el apóstol debe esforzarse por ser una persona amable, serena, entusiasta y alegre, que transmite alegría donde sea que se encuentre, y esto vale para nosotros. Sin embargo, es también grande el hambre de sueños y esperanzas que hay en nuestro corazón, por lo que a menudo se hace difícil conjugar los valores cristianos que llevamos dentro con los horrores, las dificultades y las corrupciones que nos rodean en la vida diaria. Padre Santo, en medio de tales «silencios de Dios», ¿cómo sembrar brotes de alegría y semillas de esperanza para hacer fructificar la tierra de la autenticidad, la verdad, la justicia, el amor verdadero, que supera todo límite humano?


(Santo Padre)

Disculpadme si estoy sentado, pero estoy verdaderamente cansado, porque vosotros napolitanos hacéis que me mueva... Dios, nuestro Dios, es un Dios de las palabras, es un Dios de los gestos, es un Dios de los silencios. El Dios de las palabras, lo sabemos porque en la Biblia están las palabras de Dios: Dios nos habla, nos busca. El Dios de los gestos es el Dios que sale al encuentro. Pensemos en la parábola del buen pastor que va a buscarnos, que nos llama por nombre, que nos conoce mejor que nosotros mismos, que siempre nos espera, que siempre nos perdona, que siempre nos comprende con gestos de ternura. Y luego el Dios del silencio. Pensad en los grandes silencios en la Biblia: por ejemplo el silencio en el corazón de Abrahán, cuando iba con su hijo para ofrecerlo en sacrificio. Dos días subiendo al monte, pero él no lograba decir nada al hijo, incluso si el hijo, que no era tonto, intuía. Y Dios callaba. Pero el más grande silencio de Dios fue la Cruz: Jesús escuchó el silencio del Padre, hasta definirlo «abandono»: «Padre, ¿por qué me has abandonado?». Y luego sucedió ese milagro de Dios, esa palabra, ese gesto grandioso que fue la Resurrección. Nuestro Dios es también el Dios de los silencios y existen silencios de Dios que no se pueden explicar si no miras al Crucificado. Por ejemplo, ¿por qué sufren los niños? ¿Cómo me explicas esto? ¿Dónde encuentras una palabra de Dios que explique por qué sufren los niños? Este es uno de los grandes silencios de Dios. Y el silencio de Dios no digo que se puede «comprender», pero podemos acercarnos a los silencios de Dios mirando a Cristo crucificado, a Cristo que muere, a Cristo abandonado, desde el Huerto de los Olivos hasta la Cruz. Estos son los silencios. «Pero Dios nos creó para ser felices». —«Sí, es verdad». Y Él muchas veces calla. Y esta es la verdad. Yo no puedo engañarte diciendo: «No, ten fe e irá todo bien, serás feliz, tendrás buena suerte, tendrás dinero...»: No, nuestro Dios también guarda silencio. Recuerda: es el Dios de las palabras, el Dios de los gestos y el Dios de los silencios, estas tres cosas las debes unir en tu vida. Esto es lo que se me ocurre decirte. Discúlpame. No tengo otra «receta».


(Pregunta de Erminia, anciana de 95 años)

Padre Santo, me llamo Erminia, tengo 95 años. Doy gracias a Dios por el don de una vida larga. Y también le agradezco a usted porque no pierde ocasión para defenderla. ¡Se necesita tanto hacerlo! Porque es un don que en nuestra sociedad parece causar miedo y a menudo se rechaza y descarta. Con el paso de los años me encontré sola tras la muerte de mi marido, más frágil y necesitada de ayuda. Tuve miedo de tener que dejar mi casa y acabar en cualquier residencia, en uno de esos «depósitos para viejos» de los que usted ha hablado. Así, muchas veces los ancianos se ven impulsados a preguntarse si su vida aún tiene sentido. Tuve la gracia de encontrar una comunidad cristiana que no perdió su espíritu y donde se vive el afecto y la gratuidad. De este modo, en mi vejez, llegaron «ángeles», como les llamo yo, jóvenes y menos jóvenes que me ayudan, me visitan, me sostienen en las dificultades de cada día. La amistad con ellos me ha dado mucha fuerza y mucho ánimo. También rezar juntos me ayuda mucho: soy débil, pero rezando por los pobres, los enfermos, los necesitados del mundo, por la paz, por el bien de la Iglesia, y también por el Papa, encuentro la fuerza para ayudar y proteger a los demás. De este modo, quienes ayudan y quienes reciben ayuda forman una única familia: jóvenes y ancianos juntos. ¿Cómo podemos vivir todos nosotros en mayor medida una Iglesia que sea familia de todas las generaciones, sin descartar a los ancianos y haciéndoles sentir parte viva de la comunidad?


(Santo Padre)

Tome asiento, porque cuando escucho que usted tiene 95 años, tengo ganas de decir: pero si usted tiene 95 años, yo soy Napoleón. ¡Enhorabuena por cómo los lleva! Usted dijo una palabra clave de nuestra cultura: «descartar». Los ancianos son descartados, porque esta sociedad tira lo que no es útil: usa y tira. Los niños no son útiles: ¿para qué tener niños? Mejor no tenerlos. Pero yo igualmente tengo afecto, me arreglo incluso con un perrito y un gato. Nuestra sociedad es así: ¡cuánta gente prefiere descartar a los niños y consolarse con el perrito o con el gato! Se descartan a los niños, se descartan a los ancianos, porque se les deja solos. Nosotros ancianos tenemos achaques, problemas, y llevamos problemas a los demás, y la gente tal vez nos descarta por nuestros achaques, porque ya no servimos. Y está también esa costumbre —disculpadme la palabra— de dejarlos morir, y como nos gusta tanto usar eufemismos, decimos una palabra técnica: eutanasia. Pero no sólo la eutanasia realizada con una inyección —y te mando al otro lado— sino la eutanasia oculta, la de no darte las medicinas, no proporcionarte los tratamientos, haciendo triste tu vida, y así se muere, se acaba.

Este camino, que usted dice haber encontrado, es la mejor medicina para vivir largo tiempo: la cercanía, la amistad, la ternura. A veces pregunto a los hijos que tienen padres ancianos: ¿estáis cercanos a vuestros padres ancianos? Y si los tenéis en una residencia —porque en casa sucede que no se pueden tener por el hecho de que trabajan tanto el papá como la mamá—, ¿vais a visitarlos? En la otra diócesis, cuando visitaba las residencias, me encontré muchos ancianos a quienes preguntaba: «¿Y vuestros hijos?». «Bien, bien, bien». «¿Vienen a visitaros?». Se quedaban callados y yo me daba cuenta inmediatamente... 
«¿Cuándo vinieron la última vez?». «Por Navidad», y estábamos en el mes de agosto. Los dejan allí sin afecto, y el afecto es la medicina más importante para un anciano. Todos necesitamos afecto, y con la edad aún más. A vosotros, hijos, que tenéis padres ancianos, os pido que hagáis un examen de conciencia: ¿cómo vives el cuarto mandamiento? ¿Vas a visitarlos? ¿Les brindas ternura? ¿Pasas tiempo con tu papá o con tu mamá ancianos? Me gusta contar una historia que cuando era niño me contaban en casa. Había un abuelo que vivía con el hijo, la nuera y los nietos. Pero el abuelo envejeció y al final, pobrecillo, cuando comía, tomaba la sopa y se ensuciaba un poco. Un día el papá decidió que el abuelo ya no comiera en la mesa de la familia porque no quedaba bien, no se podía invitar a los amigos. Hizo comprar una mesita y el abuelo comía solo en la cocina. La soledad es el veneno más grande para los ancianos. Un día, el papá al regresar del trabajo encuentra al hijo de cuatro años jugando con madera, clavos y un martillo. Y le dijo: «¿Qué haces?». «Una mesita, para que cuando seas anciano puedas comer allí». Lo que se siembra, se recoge. A vosotros, hijos, os recuerdo el cuarto mandamiento. ¿Das afecto a tus padres, los abrazas, les dices que los quieres? Si gastan mucho dinero en medicinas, ¿los reprendes? Haced un buen examen de conciencia. El afecto es la medicina más grande para nosotros ancianos. Este testimonio que da usted, con sus amigos —¡que son buenos!— debe contarlo mucho, para que la gente se anime a hacer lo mismo. Nunca descartar a un anciano. Nunca.


(Pregunta de la familia Russo)

Santidad, usted nos dijo recientemente que hay que comunicar la belleza de la familia, en cuanto que es el lugar privilegiado del encuentro de la gratuidad del amor. El desafío requiere compromiso, conocimiento y resistencia a las corrientes contrarias, reconsiderando la capacidad de elecciones valientes que defienden el sentido auténtico de la familia como recurso de la sociedad y como medio privilegiado de transmisión de la fe. Usted nos incita a «no dejarnos robar la esperanza», pero en una ciudad como Nápoles, patria de tantos santos pero también sede de tantos sufrimientos y contradicciones donde la familia se ve atacada, ¿cómo podemos construir una pastoral de la familia en salida, a la ofensiva y no replegada en la defensa, y que cuente a todos su belleza? ¿Cómo podemos conjugar nuestra excesiva secularidad con la espiritualidad e, inspirándonos en las palabras de nuestro arzobispo, «abrid paso a la esperanza»?


(Santo Padre)

La familia está en crisis: esto es verdad, no es una novedad. Los jóvenes no quieren casarse, prefieren convivir, tranquilos y sin compromisos; luego, si viene un hijo se casarán obligados. Hoy no está de moda casarse. Además, muchas veces en los matrimonios por la Iglesia pregunto: «Tú que vienes a casarte, ¿lo haces porque de verdad quieres recibir de tu novio y de tu novia el Sacramento, o vienes porque socialmente se debe hacer así?». Sucedió hace poco que, tras una larga convivencia, una pareja que yo conozco decidió casarse. «¿Y cuándo?». «Todavía no lo sabemos, porque estamos buscando la iglesia que armonice con el vestido, y luego estamos buscando que el restaurante esté cerca de la iglesia, y además tenemos que hacer los recuerdos, y luego...». «Pero dime, ¿con qué fe te casas?». La crisis de la familia es una realidad social. Luego están las colonizaciones ideológicas sobre las familias, modalidad y propuestas que existen en Europa y vienen incluso de más allá del oceáno. Luego ese error de la mente humana que es la teoría del gender, que crea tanta confusión. Así la familia se ve atacada. ¿Qué se puede hacer con la secularización en acción? ¿Cómo proceder con estas colonizaciones ideológicas? ¿Qué se puede hacer con una cultura que no considera a la familia, donde se prefiere no casarse? Yo no tengo la receta. La Iglesia es consciente de esto y el Señor ha inspirado convocar el Sínodo sobre la familia, sobre tantos problemas. Por ejemplo, el problema de la preparación al matrimonio por la Iglesia. ¿Cómo se preparan las parejas que vienen a casarse? Algunas veces se hacen tres charlas... ¿Es suficiente esto para verificar la fe? No es fácil. La preparación al matrimonio no es cuestión de un curso, como podría ser un curso de idiomas: convertirse en esposo en ocho lecciones. La preparación al matrimonio es otra cosa. Debe comenzar en casa, con los amigos, en la juventud, en el noviazgo. El noviazgo perdió el sentido sagrado del respeto. Hoy, normalmente, noviazgo y convivencia son casi la misma cosa. No siempre, porque existen hermosos ejemplos... ¿Cómo preparar un noviazgo que madure? Porque cuando el noviazgo es bueno, llega a un punto que tienes que casarte, porque ha madurado. Es como la fruta: si no la recoges cuando está madura, después no es lo mismo. Pero es toda una crisis, y os pido que recéis mucho. Yo no tengo recetas para esto. Pero es importante el testimonio del amor, el testimonio del modo de resolver los problemas.

En el matrimonio también se pelea y... vuelan los platos. Doy siempre un consejo práctico: pelead hasta que queráis, pero no acabéis el día sin hacer las paces. Para hacer esto no es necesario ponerse de rodillas, es suficiente una caricia, porque cuando se discute, hay algo de rencor dentro, y si hay reconciliación inmediatamente, todo está bien. El rencor frío del día anterior es mucho más difícil de quitar, por lo tanto haced las paces el mismo día. Es un consejo. Además es importante preguntar siempre al otro si le gusta o no le gusta algo: sois dos, el «yo» no es muy válido en el matrimonio, lo que cuenta es el «nosotros». Es también verdad lo que se dice de los matrimonios: alegría en dos, tres veces alegría; pena y dolor en dos, media pena, medio dolor. Así hay que vivir la vida matrimonial y esto se hace con la oración, mucha oración y con el testimonio, para que el amor no se apague. Porque siempre hay pruebas difíciles en la vida, no se puede tener la ilusión de encontrar a otra persona y decir: «Ah, si yo hubiese conocido a esta antes o a este antes, me hubiese casado con este o con esta». Pero no lo has conocido antes, ha llegado tarde. ¡Cierra inmediatamente la puerta! Estad atentos a estas cosas y seguid adelante con vuestro testimonio y de este modo vuelvo al inicio: la familia está en crisis y no es fácil dar una respuesta, pero es necesario el testimonio y la oración.


(Al final del encuentro)


Os doy las gracias por esta acogida y los testimonios. Y os pido que recéis por mí. Os pido que recéis por los jóvenes: hoy es el primer día de primavera, el día de la esperanza, el día de los jóvenes. Tal vez cada primavera se retoma el camino de la juventud, se florece otra vez. A los jóvenes repito: no perdáis la esperanza de seguir siempre adelante. A los ancianos: llevad hacia delante la sabiduría de la vida; los ancianos son como el buen vino cuando envejece. Y el buen vino tiene algo bueno que sirve tanto a los jóvenes como a los ancianos. Jóvenes y ancianos juntos: los jóvenes tienen la fuerza, los ancianos la memoria y la sabiduría. Un pueblo que no atiende a los jóvenes, que los deja sin trabajo, desocupados, y que no cuida a los ancianos, no tiene futuro. Si queremos que nuestro pueblo tenga futuro, tenemos que cuidar a los jóvenes buscando para ellos trabajo, buscando para ellos vías de salida de esta crisis, dándoles valores con la educación; y tenemos que cuidar a los ancianos que son quienes traen la sabiduría de la vida. Ahora recemos a la Virgen y a san José para que protejan a los jóvenes, a los ancianos y a las familias: [Ave María...] Ahora me despido de Nápoles porque regreso a Roma. Os deseo lo mejor y «‘ca Maronna v’accumpagne!».


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