viernes, 18 de noviembre de 2011

BENEDICTO XVI: Ángelus (Nov.13), Audiencia (Nov.16), Discursos (Nov. 10 y 12)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 13 de Noviembre de 2011


Queridos hermanos y hermanas:
La Palabra de Dios de este domingo —el penúltimo del año litúrgico— nos advierte de la precariedad de la existencia terrena y nos invita a vivirla como una peregrinación, teniendo la mirada fija en la meta, en aquel Dios que nos ha creado y, dado que nos ha hecho para sí (cf. san Agustín, Confesiones. 1, 1), es nuestro destino último y el sentido de nuestra vida. Paso obligado para llegar a esa realidad definitiva es la muerte, seguida del juicio final. El apóstol Pablo recuerda que «el día del Señor llegará como un ladrón en la noche» (1 Ts 5, 2), es decir, sin avisar. La conciencia del retorno glorioso del Señor Jesús nos impulsa a vivir en una actitud de vigilancia, esperando su manifestación en la constante memoria de su primera venida.
En la célebre parábola de los talentos —que narra el evangelista Mateo (cf. 25, 14-30)—, Jesús habla de tres siervos a los que el señor, en el momento de partir para un largo viaje, les confía sus bienes. Dos de ellos se comportan bien, porque hacen fructificar el doble los bienes recibidos. El tercero, en cambio, esconde el dinero recibido en un hoyo. Al volver a casa, el señor pide cuentas a los siervos de lo que les había confiado y, mientras se complace con los dos primeros, el tercero lo defrauda. En efecto, el siervo que mantuvo escondido el talento sin valorizarlo hizo mal sus cálculos: se comportó como si su señor ya no fuera a regresar, como si no hubiera un día en que le pediría cuentas de su actuación. Con esta parábola, Jesús quiere enseñar a los discípulos a usar bien sus dones: Dios llama a cada hombre a la vida y le entrega talentos, confiándole al mismo tiempo una misión que cumplir. Sería de necios pensar que estos dones se nos deben, y renunciar a emplearlos sería incumplir el fin de la propia existencia. Comentando esta página evangélica, san Gregorio Magno nota que el Señor a nadie niega el don de su caridad, del amor. Escribe: «Por esto, es necesario, hermanos míos, que pongáis sumo cuidado en la custodia de la caridad, en toda acción que tengáis que realizar» (Homilías sobre los Evangelios 9, 6). Y tras precisar que la verdadera caridad consiste en amar tanto a los amigos como a los enemigos, añade: «Si uno adolece de esta virtud, pierde todo bien que tiene, es privado del talento recibido y arrojado fuera, a las tinieblas» (ib.).
Queridos hermanos, acojamos la invitación a la vigilancia, a la que tantas veces nos exhortan las Escrituras. Esta es la actitud de quien sabe que el Señor volverá y querrá ver en nosotros los frutos de su amor. La caridad es el bien fundamental que nadie puede dejar de hacer fructificar y sin el cual cualquier otro don es vano (cf. 1 Co 13, 3). Si Jesús nos ha amado hasta el punto de dar su vida por nosotros (cf. 1 Jn 3, 16), ¿cómo podríamos no amar a Dios con todas nuestras fuerzas y amarnos de todo corazón los unos a los otros? (cf. 1 Jn 4, 11). Sólo practicando la caridad, también nosotros podremos participar en la alegría de nuestro Señor. Que la Virgen María sea nuestra maestra de laboriosa y alegre vigilancia en el camino hacia el encuentro con Dios.


Después del Ángelus

Queridos amigos, se celebra hoy la Jornada mundial de la diabetes, enfermedad crónica que aflige a muchas personas, incluso jóvenes. Ruego por todos estos hermanos y hermanas, y por cuantos comparten cada día su dificultad; así como por los profesionales de la salud y los voluntarios que los asisten.
Hoy la Iglesia peregrina en Italia celebra la Jornada de acción de gracias. Mirando a los frutos de la tierra que también este año el Señor nos ha donado, reconocemos que el trabajo del hombre sería vano si él no lo hiciera fecundo. «Sólo con Dios hay futuro en nuestros campos». Mientras damos gracias, comprometámonos a respetar la tierra que Dios nos ha confiado.

(En español)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que han participado en esta oración mariana del Ángelus. En la liturgia de hoy, la Palabra de Dios nos exhorta a la sobriedad, a la vigilancia y a una vida cristiana activa y diligente. Los dones que el Señor ha depositado en nosotros son un tesoro que hemos de enriquecer cada día, como tierra fértil que da buenos frutos, y contribuir así a la edificación de la Iglesia y de la sociedad. Que la Virgen María nos acompañe en este servicio a la obra salvadora de Cristo. Muchas gracias y feliz domingo.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Miércoles 16 de Noviembre de 2011

Salmo 110 (109)
Queridos hermanos y hermanas:
Quiero concluir hoy mis catequesis sobre la oración del Salterio meditando uno de los famosos «Salmos reales», un Salmo que Jesús mismo citó y que los autores del Nuevo Testamento retomaron ampliamente y leyeron en relación al Mesías, a Cristo. Se trata del Salmo 110 según la tradición judía, 109 según la tradición greco-latina; un Salmo muy apreciado por la Iglesia antigua y por los creyentes de todas las épocas. Esta oración, en los comienzos, tal vez estaba vinculada a la entronización de un rey davídico; sin embargo, su sentido va más allá de la contingencia específica del hecho histórico, abriéndose a dimensiones más amplias y convirtiéndose de esta forma en celebración del Mesías victorioso, glorificado a la derecha de Dios.
El Salmo comienza con una declaración solemne: «Oráculo del Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies”» (v. 1).
Dios mismo entroniza al rey en la gloria, haciéndolo sentar a su derecha, un signo de grandísimo honor y de absoluto privilegio. De este modo, el rey es admitido a participar en el señorío divino, del que es mediador ante el pueblo. Ese señorío del rey se concretiza también en la victoria sobre los adversarios, que Dios mismo coloca a sus pies; la victoria sobre los enemigos es del Señor, pero el rey participa en ella y su triunfo se convierte en testimonio y signo del poder divino.
La glorificación regia expresada al inicio de este Salmo fue asumida por el Nuevo Testamento como profecía mesiánica; por ello el versículo es uno de los más usados por los autores neotestamentarios, como cita explícita o como alusión. Jesús mismo menciona este versículo a propósito del Mesías para mostrar que el Mesías es más que David, es el Señor de David (cf. Mt 22, 41-45; Mc 12, 35-37; Lc 20, 41-44); y Pedro lo retoma en su discurso en Pentecostés anunciando que en la resurrección de Cristo se realiza esta entronización del rey y que desde ahora Cristo está a la derecha del Padre, participa en el señorío de Dios sobre el mundo (cf. Hch 2, 29-35). En efecto, Cristo es el Señor entronizado, el Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios que viene sobre las nubes del cielo, como Jesús mismo se define durante el proceso ante el Sanedrín (cf. Mt 26, 63-64; Mc 14, 61-62; cf. también Lc 22, 66-69). Él es el verdadero rey que con la resurrección entró en la gloria a la derecha del Padre (cf. Rm 8, 34; Ef 2, 5; Col 3, 1; Hb 8, 1; 12, 2), hecho superior a los ángeles, sentado en los cielos por encima de toda potestad y con todos sus adversarios a sus pies, hasta que la última enemiga, la muerte, sea definitivamente vencida por él (cf. 1 Co 15, 24-26; Ef 1, 20-23; Hb 1, 3-4.13; 2, 5-8; 10, 12-13; 1 P 3, 22). Y se comprende inmediatamente que este rey, que está a la derecha de Dios y participa de su señorío, no es uno de estos hombres sucesores de David, sino nada menos que el nuevo David, el Hijo de Dios, que ha vencido la muerte y participa realmente en la gloria de Dios. Es nuestro rey, que nos da también la vida eterna.
Entre el rey celebrado por nuestro Salmo y Dios existe, por tanto, una relación inseparable; los dos gobiernan juntos un único gobierno, hasta el punto de que el salmista puede afirmar que es Dios mismo quien extiende el cetro del soberano dándole la tarea de dominar sobre sus adversarios, come reza el versículo 2: «Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos».
El ejercicio del poder es un encargo que el rey recibe directamente del Señor, una responsabilidad que debe vivir en la dependencia y en la obediencia, convirtiéndose así en signo, dentro del pueblo, de la presencia poderosa y providente de Dios. El dominio sobre los enemigos, la gloria y la victoria son dones recibidos, que hacen del soberano un mediador del triunfo divino sobre el mal. Él domina sobre sus enemigos, transformándolos, los vence con su amor.
Por eso, en el versículo siguiente, se celebra la grandeza del rey. El versículo 3, en realidad, presenta algunas dificultades de interpretación. En el texto original hebreo se hace referencia a la convocación del ejército, a la cual el pueblo responde generosamente reuniéndose en torno a su rey el día de su coronación. En cambio, la traducción griega de los lXX, que se remonta al siglo III-II antes de Cristo, hace referencia a la filiación divina del rey, a su nacimiento o generación por parte del Señor, y esta es la elección interpretativa de toda la tradición de la Iglesia, por lo cual el versículo suena de la siguiente forma: «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, desde el seno, antes de la aurora».
Este oráculo divino sobre el rey afirmaría, por lo tanto, una generación divina teñida de esplendor y de misterio, un origen secreto e inescrutable, vinculado a la belleza arcana de la aurora y a la maravilla del rocío que a la luz de la mañana brilla sobre los campos y los hace fecundos. Se delinea así, indisolublemente vinculada a la realidad celestial, la figura del rey que viene realmente de Dios, del Mesías que trae la vida divina al pueblo y es mediador de santidad y de salvación. También aquí vemos que todo esto no lo realiza la figura de un rey davídico, sino el Señor Jesucristo, que viene realmente de Dios; él es la luz que trae la vida divina al mundo.
Con esta imagen sugestiva y enigmática termina la primera estrofa del Salmo, a la que sigue otro oráculo, que abre una nueva perspectiva, en la línea de una dimensión sacerdotal conectada con la realeza. El versículo 4 reza: «El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec”».
Melquisedec era el sacerdote rey de Salem que había bendecido a Abrán y había ofrecido pan y vino después de la victoriosa campaña militar librada por el patriarca para salvar a su sobrino Lot de las manos de los enemigos que lo habían capturado (cf. Gn 14). En la figura de Melquisedec convergen poder real y sacerdotal, y ahora el Señor los proclama en una declaración que promete eternidad: el rey celebrado por el Salmo será sacerdote para siempre, mediador de la presencia divina en medio de su pueblo, a través de la bendición que viene de Dios y que en la acción litúrgica se encuentra con la respuesta de bendición del hombre.
La Carta a los Hebreos hace referencia explícita a este versículo (cf. 5, 5-6.10; 6, 19-20) y en él centra todo el capítulo 7, elaborando su reflexión sobre el sacerdocio de Cristo. Jesús —así dice la Carta a los Hebreos a la luz del Salmo 110 (109)— es el verdadero y definitivo sacerdote, que lleva a cumplimiento los rasgos del sacerdocio de Melquisedec, haciéndolos perfectos.
Melquisedec, come dice la Carta a los Hebreos, no tenía «ni padre, ni madre, ni genealogía» (cf. 7, 3a); por lo tanto, no era sacerdote según las reglas dinásticas del sacerdocio levítico. Así pues, «es sacerdote perpetuamente» (7, 3c), prefiguración de Cristo, sumo sacerdote perfecto «que no ha llegado a serlo en virtud de una legislación carnal, sino en fuerza de una vida imperecedera» (7, 16). En el Señor Jesús, que resucitó y ascendió al cielo, donde está sentado a la derecha del Padre, se realiza la profecía de nuestro Salmo y el sacerdocio de Melquisedec llega a cumplimiento, porque se hace absoluto y eterno, se convierte en una realidad que no conoce ocaso (cf. 7, 24). Y el ofrecimiento del pan y del vino, realizado por Melquisedec en tiempos de Abrán, encuentra su realización en el gesto eucarístico de Jesús, que en el pan y en el vino se ofrece a sí mismo y, vencida la muerte, conduce a la vida a todos los creyentes. Sacerdote perpetuamente, «santo, inocente, sin mancha» (7, 26), él, como dice una vez más la Carta a los Hebreos, «puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive para siempre para interceder a favor de ellos» (7, 25).
Después de este oráculo divino del versículo 4, con su juramento solemne, la escena del Salmo cambia y el poeta, dirigiéndose directamente al rey, proclama: «El Señor está a tu derecha» (v. 5a). Si en el versículo 1 quien se sentaba a la derecha de Dios, como signo de sumo prestigio y de honor, era el rey, ahora es el Señor quien se coloca a la derecha del soberano para protegerlo con el escudo en la batalla y salvarlo de todo peligro. El rey está a salvo, Dios es su defensor y juntos combaten y vencen todo mal.
Así los versículos finales del Salmo comienzan con la visión del soberano triunfante que, apoyado por el Señor, habiendo recibido de él poder y gloria (cf. v. 2), se opone a los enemigos dispersando a los adversarios y juzgando a las naciones. La escena está dibujada con colores intensos, para significar el dramatismo del combate y la plenitud de la victoria real. El soberano, protegido por el Señor, derriba todo obstáculo y avanza seguro hacia la victoria. Nos dice: sí, en el mundo hay mucho mal, hay una batalla permanente entre el bien y el mal, y parece que el mal es más fuerte. No, más fuerte es el Señor, nuestro verdadero rey y sacerdote Cristo, porque combate con toda la fuerza de Dios y, no obstante todas las cosas que nos hacen dudar sobre el desenlace positivo de la historia, vence Cristo y vence el bien, vence el amor y no el odio.
Es aquí donde se inserta la sugestiva imagen con la que se concluye nuestro Salmo, que también es una palabra enigmática: «En su camino beberá del torrente; por eso levantará la cabeza» (v. 7).
En medio de la descripción de la batalla, se perfila la figura del rey que, en un momento de tregua y de descanso, bebe de un torrente de agua, encontrando en él fuerza y nuevo vigor, para poder reanudar su camino triunfante, con la cabeza alta, como signo de victoria definitiva. Es obvio que esta palabra tan enigmática era un desafío para los Padres de la Iglesia por las diversas interpretaciones que se podían hacer. Así, por ejemplo, san Agustín dice: este torrente es el ser humano, la humanidad, y Cristo bebió de este torrente haciéndose hombre, y así, entrando en la humanidad del ser humano, levantó su cabeza y ahora es la cabeza del Cuerpo místico, es nuestra cabeza, es el vencedor definitivo (cf. Enarratio in Psalmum CIX, 20: pl 36, 1462).
Queridos amigos, siguiendo la línea interpretativa del Nuevo Testamento, la tradición de la Iglesia ha tenido en gran consideración este Salmo como uno de los textos mesiánicos más significativos. Y, de forma eminente, los Padres se refirieron continuamente a él en clave cristológica: el rey cantado por el salmista es, en definitiva, Cristo, el Mesías que instaura el reino de Dios y vence las potencias del mundo; es el Verbo engendrado por el Padre antes de toda criatura, antes de la aurora; el Hijo encarnado, muerto, resucitado y elevado a los cielos; el sacerdote eterno que, en el misterio del pan y del vino, dona la remisión de los pecados y la reconciliación con Dios; el rey que levanta la cabeza triunfando sobre la muerte con su resurrección. Bastaría recordar una vez más un pasaje también del comentario de san Agustín a este Salmo donde escribe: «Era necesario conocer al Hijo único de Dios, que estaba a punto de venir entre los hombres, para asumir al hombre y para convertirse en hombre a través de la naturaleza asumida: él murió, resucitó, subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre y realizó entre las naciones cuanto había prometido... Todo esto, por lo tanto, tenía que ser profetizado, tenía que ser anunciado, tenía que ser indicado como destinado a suceder, para que, al suceder de improviso, no provocara temor, sino que más bien fuera aceptado con fe. En el ámbito de estas promesas se inserta este Salmo, el cual profetiza, en términos tan seguros como explícitos, a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que nosotros no podemos dudar ni siquiera mínimamente que en él está realmente anunciado el Cristo» (cf. Enarratio in Psalmum CIX, 3: pl 35, 1447).
El acontecimiento pascual de Cristo se convierte de este modo en la realidad a la que nos invita a mirar el Salmo: mirar a Cristo para comprender el sentido de la verdadera realeza, para vivir en el servicio y en la donación de uno mismo, en un camino de obediencia y de amor llevado «hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1 y 19, 30). Rezando con este Salmo, por tanto, pedimos al Señor poder caminar también nosotros por sus sendas, en el seguimiento de Cristo, el rey Mesías, dispuestos a subir con él al monte de la cruz para alcanzar con él la gloria, y contemplarlo sentado a la derecha del Padre, rey victorioso y sacerdote misericordioso que dona perdón y salvación a todos los hombres. Y también nosotros, por gracia de Dios convertidos en «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa» (cf. 1 P 2, 9), podremos beber con alegría en las fuentes de la salvación (cf. Is 12, 3) y proclamar a todo el mundo las maravillas de aquel que nos «llamó de las tinieblas a su luz maravillosa» (cf. 1 P 2, 9).
Queridos amigos, en estas últimas catequesis quise presentaros algunos Salmos, oraciones preciosas que encontramos en la Biblia y que reflejan las diversas situaciones de la vida y los distintos estados de ánimo que podemos tener respecto de Dios. Por eso, quiero renovar a todos la invitación a rezar con los Salmos, tal vez acostumbrándose a utilizar la Liturgia de las Horas de la Iglesia, Laudes por la mañana, Vísperas por la tarde, Completas antes de ir a dormir. Nuestra relación con Dios se verá enriquecida en el camino cotidiano hacia él y realizada con mayor alegría y confianza. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Diócesis de San Cristóbal, Venezuela, acompañados por su Obispo, Monseñor Mario Moronta, a las religiosas Hijas de María Inmaculada, así como a los grupos provenientes de España, México, Chile, Colombia, El Salvador y otros países latinoamericanos. Invito a todos a enriquecer vuestra relación con Dios con el rezo piadoso de los salmos, especialmente en la liturgia de las horas. Muchas gracias por vuestra visita.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO RELIGIOSO ISRAELÍ
Sala de los Papas
Jueves 10 de Noviembre de 2011

Beatitud,
excelencias,
queridos amigos:
Es un gran placer para mí daros la bienvenida, miembros del Consejo religioso israelí, que representáis a las comunidades religiosas presentes en Tierra Santa, y os doy las gracias por las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos los presentes.
En nuestros tiempos agitados, el diálogo entre las diferentes religiones se está convirtiendo en algo cada vez más importante para instaurar un clima de comprensión mutua y de respeto que puede llevar a la amistad y a una firme confianza recíproca. Esto es urgente para los líderes religiosos de Tierra Santa que, aun viviendo en un lugar lleno de recuerdos sagrados para nuestras tradiciones, sufren diariamente por las dificultades de vivir juntos en armonía.
Como puse de relieve en mi reciente encuentro con los líderes religiosos en Asís, hoy nos encontramos ante dos tipos de violencia: por una parte, el uso de la violencia en nombre de la religión y, por otra, la violencia que es consecuencia de la negación de Dios, que a menudo caracteriza la vida en la sociedad moderna. En esta situación, como líderes religiosos, estamos llamados a reafirmar que la relación del hombre con Dios, vivida correctamente, es una fuerza de paz. Esta es una verdad que debe llegar a ser cada vez más visible en el modo como vivimos con los demás en la cotidianidad. Por esta razón, deseo animaros a fomentar un clima de confianza y de diálogo entre los líderes y miembros de todas las tradiciones religiosas presentes en Tierra Santa.
Compartimos la grave responsabilidad de educar a los miembros de nuestras respectivas comunidades religiosas, con vistas a fomentar un entendimiento mutuo más profundo y desarrollar una apertura hacia la cooperación con personas de tradiciones religiosas distintas de la nuestra. Desgraciadamente, la realidad de nuestro mundo a menudo es fragmentaria y defectuosa, incluso en Tierra Santa. Todos nosotros estamos llamados a comprometernos de nuevo en la promoción de una mayor justicia y dignidad, para enriquecer nuestro mundo y darle una dimensión humana plena. La justicia, junto con la verdad, el amor y la libertad, es un requisito fundamental para una paz duradera y segura en el mundo. El movimiento hacia la reconciliación exige valentía y clarividencia, así como la confianza en que Dios mismo nos mostrará el camino. No podemos conseguir nuestros objetivos si Dios no nos da la fuerza para hacerlo.
Cuando visité Jerusalén, en mayo de 2009, me detuve ante el Muro Occidental y, en la oración escrita que coloqué entre las piedras del Muro, pedí a Dios por la paz en Tierra Santa. Escribí: «Dios de todos los tiempos, en mi visita a Jerusalén, la “ciudad de la paz”, casa espiritual para judíos, cristianos y musulmanes, te presento las alegrías, las esperanzas y las aspiraciones, las pruebas, losl sufrimientos y las penas de tu pueblo esparcido por el mundo. Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, escucha el grito de los afligidos, los atemorizados y los despojados; derrama tu paz sobre esta Tierra Santa, sobre Oriente Medio, sobre toda la familia humana; despierta el corazón de todos los que invocan tu nombre, para caminar humildemente por la senda de la justicia y la compasión. “Bueno es el Señor con el que en él espera, con el alma que lo busca” (Lam 3, 25)» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de mayo de 2009, p. 11).
Que el Señor escuche hoy mi oración por Jerusalén y colme vuestro corazón de alegría durante vuestra visita a Roma. Que escuche la oración de todos los hombres y mujeres que le piden por la paz en Jerusalén. Ciertamente, no dejemos nunca de rezar por la paz en Tierra Santa, con confianza en Dios, que es nuestra paz y nuestro consuelo. Encomendándoos a vosotros y a los que representáis al cuidado misericordioso del Omnipotente, de buen grado invoco sobre todos vosotros bendiciones divinas de alegría y paz.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL
SOBRE CÉLULAS MADRES


Sábado 12 de Noviembre de 2001

Eminencia,
queridos hermanos en el episcopado,
excelencias,
ilustres huéspedes,
queridos amigos:
Quiero dar las gracias al cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura, por sus cordiales palabras y por haber organizado esta conferencia internacional sobre Células madre adultas: la ciencia y el futuro del hombre y de la cultura. Asimismo, agradezco al arzobispo Zygmunt Zimowski, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, y al obispo Ignacio Carrasco de Paula, presidente de la Academia pontificia para la vida, su contribución a este esfuerzo particular. Dirijo una palabra especial de gratitud a los numerosos bienhechores cuyo apoyo ha hecho posible este evento. Al respecto, deseo expresar el aprecio de la Santa Sede por toda la obra llevada a cabo por varias instituciones para promover iniciativas culturales y formativas encaminadas a sostener una investigación científica de máximo nivel con células madre adultas y a estudiar las implicaciones culturales, éticas y antropológicas de su uso.
La investigación científica brinda una oportunidad única para explorar la maravilla del universo, la complejidad de la naturaleza y la belleza peculiar del universo, incluida la vida humana. Sin embargo, dado que los seres humanos están dotados de alma inmortal y han sido creados a imagen y semejanza de Dios, hay dimensiones de la existencia humana que están más allá de los límites que las ciencias naturales son capaces de determinar. Si se superan estos límites, se corre el grave riesgo de que la dignidad única y la inviolabilidad de la vida humana puedan subordinarse a consideraciones meramente utilitaristas. Pero si, en cambio, se respetan debidamente estos límites, la ciencia puede dar una contribución realmente notable a la promoción y a la salvaguarda de la dignidad del hombre: de hecho, en esto radica su verdadera utilidad. El hombre, agente de la investigación científica, en su naturaleza biológica a veces será el objeto de esa investigación. A pesar de ello, su dignidad trascendente le da siempre el derecho de seguir siendo el último beneficiario de la investigación científica y de nunca quedar reducido a su instrumento.
En este sentido, los potenciales beneficios de la investigación con células madre adultas son muy notables, pues da la posibilidad de curar enfermedades degenerativas crónicas reparando el tejido dañado y restaurando su capacidad de regenerarse. La mejora que estas terapias prometen constituiría un significativo paso adelante en la ciencia médica, dando nueva esperanza tanto a los enfermos como a sus familias. Por este motivo, la Iglesia naturalmente ofrece su aliento a cuantos están comprometidos en realizar y en apoyar la investigación de este tipo, a condición de que se lleven a cabo con la debida atención al bien integral de la persona humana y al bien común de la sociedad.
Esta condición es de suma importancia. La mentalidad pragmática que con tanta frecuencia influye en la toma de decisiones en el mundo de hoy está demasiado inclinada a aprobar cualquier medio que permita alcanzar el objetivo anhelado, a pesar de la amplia evidencia de las consecuencias desastrosas de este modo de pensar. Cuando el objetivo que se busca es tan deseable como el descubrimiento de una curación para enfermedades degenerativas, los científicos y los responsables de las políticas tienen la tentación de ignorar las objeciones éticas y proseguir cualquier investigación que parezca ofrecer una perspectiva de éxito. Quienes defienden la investigación con células madre embrionarias con la esperanza de alcanzar ese resultado cometen el grave error de negar el derecho inalienable a la vida de todos los seres humanos desde el momento de la concepción hasta su muerte natural. La destrucción incluso de una sola vida humana nunca se puede justificar por el beneficio que probablemente puede aportar a otra. Sin embargo, en general, no surgen problemas éticos cuando las células madre se extraen de los tejidos de un organismo adulto, de la sangre del cordón umbilical en el momento del nacimiento, o de fetos que han muerto por causas naturales (cf. Congregación para la doctrina de la fe, instrucción Dignitas personae, n. 32).
De ahí se sigue que el diálogo entre ciencia y ética es de suma importancia para garantizar que los avances médicos no se lleven a cabo con un costo humano inaceptable. La Iglesia contribuye a este diálogo ayudando a formar las conciencias según la recta razón y a la luz de la verdad revelada. Al obrar así, no trata de impedir el progreso científico, sino que, por el contrario, quiere guiarlo en una dirección que sea verdaderamente fecunda y benéfica para la humanidad. De hecho, la Iglesia está convencida de que «la fe no sólo acoge y respeta todo lo que es humano», incluida la investigación científica, «sino que también lo purifica, lo eleva y lo perfecciona» (ib., n. 7). De este modo, se puede ayudar a la ciencia a servir al bien común de toda la humanidad, especialmente a los más débiles y a los más vulnerables.
Al llamar la atención sobre las necesidades de los indefensos, la Iglesia no piensa sólo en los niños por nacer sino también en quienes no tienen fácil acceso a tratamientos médicos costosos. La enfermedad no hace distinción de personas, y la justicia exige que se haga todo lo posible para poner los frutos de la investigación científica a disposición de todos los que pueden beneficiarse de ellos, independientemente de sus posibilidades económicas. Por consiguiente, además de las consideraciones meramente éticas, es preciso afrontar cuestiones de índole social, económica y política para garantizar que los avances de la ciencia médica vayan acompañados de una prestación justa y equitativa de los servicios sanitarios. Aquí la Iglesia es capaz de ofrecer asistencia concreta a través de su vasto apostolado sanitario, activo en numerosos países de todo el mundo y dirigido con especial solicitud a las necesidades de los pobres de la tierra.
Queridos amigos, al concluir mis consideraciones, deseo aseguraros un recuerdo especial en la oración y os encomiendo a la intercesión de María, Salus infirmorum, a todos los que trabajáis tan duramente para llevar curación y esperanza a quienes sufren. Rezo para que vuestro compromiso en la investigación con células madre adultas traiga grandes bendiciones para el futuro del hombre y auténtico enriquecimiento a su cultura. A vosotros, a vuestras familias y a vuestros colaboradores, así como a todos los pacientes que esperan beneficiarse de vuestra generosa competencia y de los resultados de vuestro trabajo, imparto de buen grado mi bendición apostólica. ¡Muchas gracias!

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