sábado, 19 de noviembre de 2011

BENEDICTO XVI: Viaje Apostólico a Benin (Nov. 18)

VIAJE APOSTÓLICO A BENÍN
18 AL 20 DE NOVIEMBRE DE 2011

CEREMONIA DE BIENVENIDA
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto Internacional "Cardenal Bernardin Gantin" de Coton
ú
Viernes 18 de Noviembre de 2011

Señor Presidente de la República,
Señores Cardenales,
Señor Presidente de la Conferencia Episcopal de Benín,
Autoridades civiles, eclesiásticas y religiosas,
Queridos amigos

Le agradezco, Señor Presidente, sus cálidas palabras de bienvenida. Usted sabe el afecto que siento por su continente y su país. Quería volver a África, y son tres los motivos que me han inducido a emprender este viaje apostólico. En primer lugar, Señor Presidente, su amable invitación a visitar el país. Una iniciativa que ha ido a la par con la de la Conferencia Episcopal de Benín. Son iniciativas felices, pues se enmarcan en el año en que Benín celebra el 40 aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas con la Santa Sede y el 150 aniversario de su evangelización. Al estar entre ustedes, tendré ocasión de participar en numerosos encuentros. Me alegro por ello. Todos serán diferentes y culminarán en la Eucaristía que celebraré antes de despedirme.
También se cumple mi deseo de entregar en suelo africano la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus. Sus reflexiones guiarán la acción pastoral de numerosas comunidades cristianas en los próximos años. Este documento podrá germinar, crecer y dar fruto, produciendo «el ciento o sesenta o treinta por uno», como dice el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo (Mt 13,23).
Hay, en fin, un tercer motivo más personal o de sentimiento. Siempre he tenido en alta estima a un hijo de este país, el cardenal Bernardin Gantin. Los dos hemos trabajado durante muchos años, cada uno según sus propias competencias, al servicio de la misma viña. Hemos ayudado lo mejor posible a mi Predecesor, el beato Juan Pablo II, a ejercer su ministerio petrino. Tuvimos ocasión de encontrarnos muchas veces, de conversar en profundidad y de orar juntos. El cardenal Gantin se había ganado el respeto y el afecto de muchos. Por eso me ha parecido justo venir a su país natal, para rezar ante su tumba y para agradecer a Benín el haber dado a la Iglesia a este hijo eminente.
Benín es un país de antiguas y nobles tradiciones. Su historia es reconocida. Quisiera aprovechar esta oportunidad para saludar a los jefes tradicionales. Su contribución es importante para construir el futuro de este país. Quiero animarlos a contribuir con su sabiduría y comprensión de las costumbres a la delicada transición que se está produciendo actualmente de la tradición a la modernidad.
No se ha de temer a la modernidad, pero tampoco se puede construir olvidando el pasado. Debe ir acompañada de la prudencia para el bien de todos, evitando los escollos que hay en África, lo mismo que en otras partes, como la sumisión incondicional a las fuerzas del mercado o las finanzas, el nacionalismo o tribalismo exacerbado y estéril, que puede llegar a ser funesto, la politización extrema de las tensiones interreligiosas en detrimento del bien común o, finalmente, la erosión de los valores humanos, culturales, éticos y religiosos. La transición a la modernidad debe estar guiada por criterios seguros basados en las virtudes reconocidas, como las citadas en vuestro lema nacional, pero también aquellas enraizadas en la dignidad, la grandeza de la familia y el respeto de la vida. Todos estos valores son para el bien común, el único que debe primar, y el único que debe ser la mayor preocupación de todo sujeto responsable. Dios confía en el hombre y desea su bien. Nos atañe a nosotros corresponder con una honestidad y justicia que esté a la altura de su confianza.
La Iglesia, por su parte, ofrece su contribución específica. Con su presencia, su oración y sus diversas obras de misericordia, especialmente en el campo de la educación y la sanidad, desea dar lo mejor que tiene. Desea mostrarse cercana de quien está en necesidad, de quien busca a Dios. Quiere hacer comprender que Dios no está ausente, ni es inútil, como se trata de hacer creer, sino que es amigo del hombre. Señor Presidente, vengo a vuestro país con este espíritu de amistad y hermandad.

acɛ mawu tɔn ni kɔn do benin to ɔ bi ji [Dios bendiga a Benín].

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VISITA A LA CATEDRAL DE COTONÚ
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Coton
ú
Viernes, 18 de Noviembre de 2011


Señores Cardenales,
Señor Arzobispo y queridos hermanos en el Episcopado,
Señor Rector de la catedral,
Queridos hermanos y hermanas

El antiguo himno del Te Deum que acabamos de cantar, expresa nuestra alabanza a Dios tres veces santo, que nos reúne en esta hermosa catedral de Nuestra Señora de la Misericordia. Rendimos homenaje con reconocimiento a los arzobispos precedentes que aquí reposan: Monseñor Christophe Adimou y Monseñor Isidore de Sousa. Fueron valerosos trabajadores en la viña del Señor, y su recuerdo sigue vivo en el corazón de los católicos y de numerosos Benineses. Estos dos prelados, cada uno a su manera, fueron pastores llenos de celo y caridad. Se entregaron sin reservas al servicio del Evangelio y del Pueblo de Dios, especialmente de los más desvalidos. Todos ustedes saben que Monseñor de Sousa era un amigo de la verdad y que desempeñó un papel determinante en la transición a la democracia de vuestro país.
Mientras alabamos a Dios por las maravillas con las que sigue colmando a la humanidad, les invito a meditar por un momento en su infinita misericordia. Esta catedral se presta providencialmente a ello. La historia de la salvación, que culmina en la encarnación de Jesús y tiene su pleno cumplimiento en el misterio pascual, es una revelación conmovedora de la misericordia de Dios. En el Hijo se hace visible el «Padre de las misericordias» (2 Co 1,3) que, siempre fiel a su paternidad, «es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado» (Juan Pablo II, Dives in misericordia, 6). La misericordia divina no consiste sólo en la remisión de nuestros pecados; consiste también en que Dios, nuestro Padre, a veces con dolor, tristeza o miedo por nuestra parte, nos devuelve al camino de la verdad y de la luz, porque no quiere que nos perdamos (cf. Mt 18,14; Jn 3,16). Esta doble manifestación de la misericordia de Dios muestra lo fiel que es Dios a la alianza sellada con todo cristiano en el bautismo. Al releer la historia personal de cada uno y la de la evangelización de nuestros países, podemos decir con el salmista: «Cantaré eternamente las misericordias del Señor» (Sal 88,2).
La Virgen María experimentó el misterio del amor divino en su más alto grado: «Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1,50), exclama en su Magnificat. Por su «sí» a la llamada de Dios, ha contribuido a la manifestación del amor divino entre los hombres. En este sentido, ella es Madre de la Misericordia por su participación en la misión de su Hijo; y ha recibido el privilegio de socorrernos siempre y en todo lugar. «Por su múltiple intercesión, continúa alcanzándonos los dones de la eterna salvación. Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias, y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz» (Lumen gentium, 62). Bajo el amparo de su misericordia, sanan los corazones quebrantados, se vencen las acechanzas del Maligno y los enemigos se reconcilian. En María, no sólo tenemos un modelo de perfección, sino también una ayuda para lograr la comunión con Dios y con nuestros hermanos y hermanas. La Madre de la Misericordia es una guía segura para los discípulos de su Hijo, que quieren servir a la justicia, la reconciliación y la paz. Ella nos indica con sencillez y corazón de madre la única Luz y la única Verdad: su Hijo, Jesucristo, que lleva a la humanidad hacia su plena realización en el Padre. No tengamos miedo de invocar confiadamente a aquella que no cesa de dispensar a sus hijos las gracias divinas:
Madre de la Misericordia,
Salve, Madre del Redentor;
Dios te salve, Virgen gloriosa;
Salve, Reina nuestra.
Reina de la Esperanza,
muéstranos el rostro de tu divino Hijo;
guíanos por el camino de la santidad;
danos la alegría de los que saben decir «sí» a Dios.
Reina de la paz,
colma las más nobles aspiraciones de los jóvenes de África;
sacia los corazones sedientos de justicia, paz y reconciliación;
corona las esperanzas de los niños que sufren el hambre y la guerra.
Reina de la justicia,
alcánzanos el amor filial y fraterno;
haz que seamos amigos de los pobres y pequeños;
consigue para los pueblos de la tierra el espíritu de hermandad.
Nuestra Señora de África,
implora a tu divino Hijo la curación de los enfermos,
el consuelo de los afligidos,
el perdón de los pecadores.
Intercede por África ante tu Hijo,
y consigue para toda la humanidad la salvación y la paz.
Amén


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