viernes, 11 de noviembre de 2011

BENEDICTO XVI: Ángelus (Nov.6), Audiencia (Nov.9), Discurso (Nov.7) y Homilía (Nov.4)

ÁNGELUS DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Domingo 6 de Noviembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:
Las lecturas bíblicas de la liturgia de este domingo nos invitan a prolongar la reflexión sobre la vida eterna, iniciada con ocasión de la Conmemoración de todos los fieles difuntos. Sobre este punto es neta la diferencia entre quien cree y quien no cree, o —se podría igualmente decir— entre quien espera y quien no espera. San Pablo escribe a los Tesalonicenses: «No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza» (1 Ts 4, 13). La fe en la muerte y resurrección de Jesucristo marca, también en este campo, un momento decisivo. Asimismo, san Pablo recuerda a los cristianos de Éfeso que, antes de acoger la Buena Nueva, estaban «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2, 12). De hecho, la religión de los griegos, los cultos y los mitos paganos no podían iluminar el misterio de la muerte, hasta el punto de que una antigua inscripción decía: «In nihil ab nihilo quam cito recidimus», que significa: «¡Qué pronto volvemos a caer de la nada a la nada!». Si quitamos a Dios, si quitamos a Cristo, el mundo vuelve a caer en el vacío y en la oscuridad. Y esto se puede constatar también en las expresiones del nihilismo contemporáneo, un nihilismo a menudo inconsciente que lamentablemente contagia a muchos jóvenes.
El Evangelio de hoy es una célebre parábola, que habla de diez muchachas invitadas a una fiesta de bodas, símbolo del reino de los cielos, de la vida eterna (cf. Mt 25, 1-13). Es una imagen feliz, con la que sin embargo Jesús enseña una verdad que nos hace reflexionar; de hecho, de aquellas diez muchachas, cinco entran en la fiesta, porque, a la llegada del esposo, tienen aceite para encender sus lámparas; mientras que las otras cinco se quedan fuera, porque, necias, no han llevado aceite. ¿Qué representa este «aceite», indispensable para ser admitidos al banquete nupcial? San Agustín (cf. Discursos 93, 4) y otros autores antiguos leen en él un símbolo del amor, que no se puede comprar, sino que se recibe como don, se conserva en lo más íntimo y se practica en las obras. Aprovechar la vida mortal para realizar obras de misericordia es verdadera sabiduría, porque, después de la muerte, eso ya no será posible. Cuando nos despierten para el juicio final, este se realizará según el amor practicado en la vida terrena (cf. Mt 25, 31-46). Y este amor es don de Cristo, derramado en nosotros por el Espíritu Santo. Quien cree en Dios-Amor lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara para atravesar la noche más allá de la muerte, y llegar a la gran fiesta de la vida.
A María, Sedes Sapientiae, pidamos que nos enseñe la verdadera sabiduría, la que se hizo carne en Jesús. Él es el camino que conduce de esta vida a Dios, al Eterno. Él nos ha dado a conocer el rostro del Padre, y así nos ha donado una esperanza llena de amor. Por esto, la Iglesia se dirige a la Madre del Señor con estas palabras: «Vita, dulcedo, et spes nostra». Aprendamos de ella a vivir y morir en la esperanza que no defrauda.


Después del Ángelus
 Llamamiento
Sigo con preocupación los trágicos episodios que se han producido en los días pasados en Nigeria y, a la vez que rezo por las víctimas, invito a poner fin a todo tipo de violencia, que no resuelve los problemas, sino que los incrementa, sembrando odio y división también entre los creyentes.

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Saludo a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los fieles de la parroquia de San Agustín, de Guadalix, España, de la Arquidiócesis de Maracaibo y la Diócesis de Cabimas, Venezuela, acompañados por sus Obispos. La liturgia de este día nos hace una invitación a vivir la sabiduría de la vigilancia, para entrar en el banquete eterno. El encuentro con Dios, no se improvisa, es algo que debe recorrer la vida entera. A Dios “le encuentran los que le buscan”. Recuerdo, que mañana hace un año, en Barcelona, tuve la alegría de dedicar la Basílica de la Sagrada Familia, admirable suma de técnica, belleza y fe, que concibió el Siervo de Dios Antonio Gaudí, genial arquitecto. Bon diumenge. Feliz domingo a todos.

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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Miércoles 9 de Noviembre de 2011

Salmo 119 (118)

Queridos hermanos y hermanas
En las catequesis pasadas meditamos sobre algunos Salmos que son ejemplos de los géneros típicos de oración: lamentación, confianza, alabanza. En la catequesis de hoy quiero detenerme sobre el Salmo 119 según la tradición judía, 118 según la tradición greco-latina: un Salmo muy especial, único en su género. Lo es ante todo por su extensión: está compuesto por 176 versículos divididos en 22 estrofas de ocho versículos cada una. Luego tiene la peculiaridad de que es un «acróstico alfabético»: es decir, está construido según el alfabeto hebreo, que se compone de 22 letras. Cada estrofa corresponde a una letra de ese alfabeto, y con dicha letra comienza la primera palabra de los ocho versículos de la estrofa. Se trata de una construcción literaria original y muy laboriosa, donde el autor del Salmo tuvo que desplegar toda su habilidad.
Pero lo más importante para nosotros es la temática central de este Salmo: se trata, en efecto, de un imponente y solemne canto sobre la Torá del Señor, es decir, sobre su Ley, término que, en su acepción más amplia y completa, se ha de entender como enseñanza, instrucción, directriz de vida; la Torá es revelación, es Palabra de Dios que interpela al hombre y provoca en él la respuesta de obediencia confiada y de amor generoso. Y de amor por la Palabra de Dios está impregnado todo este Salmo, que celebra su belleza, su fuerza salvífica, su capacidad de dar alegría y vida. Porque la Ley divina no es yugo pesado de esclavitud, sino don de gracia que libera y conduce a la felicidad. «Tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras», afirma el salmista (v. 16); y luego: «Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (v. 35); y también: «¡Cuánto amo tu ley! Todo el día la estoy meditando» (v. 97). La Ley del Señor, su Palabra, es el centro de la vida del orante; en ella encuentra consuelo, la hace objeto de meditación, la conserva en su corazón: «En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti» (v. 11); este es el secreto de la felicidad del salmista; y añade: «Los insolentes urden engaños contra mí, pero yo custodio tus mandatos de todo corazón» (v. 69).
La fidelidad del salmista nace de la escucha de la Palabra, de custodiarla en su interior, meditándola y amándola, precisamente como María, que «conservaba, meditándolas en su corazón» las palabras que le habían sido dirigidas y los acontecimientos maravillosos en los que Dios se revelaba, pidiendo su asentimiento de fe (cf. Lc 2, 19.51). Y si nuestro Salmo comienza en los primeros versículos proclamando «dichoso» «el que camina en la Ley del Señor» (v. 1b) y «el que guarda sus preceptos» (v. 2a), es también la Virgen María quien lleva a cumplimiento la perfecta figura del creyente descrito por el salmista. En efecto, ella es la verdadera «dichosa», proclamada como tal por Isabel «porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), y de ella y de su fe Jesús mismo da testimonio cuando, a la mujer que había gritado «Bienaventurado el vientre que te llevó», responde: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 27-28). Ciertamente María es bienaventurada porque su vientre llevó al Salvador, pero sobre todo porque acogió el anuncio de Dios, porque fue una custodia atenta y amorosa de su Palabra.
El Salmo 119 está, por tanto, totalmente tejido en torno a esta Palabra de vida y de bienaventuranza. Si su tema central es la «Palabra» y la «Ley» del Señor, junto a estos términos se encuentran en casi todos los versículos sinónimos como «preceptos», «decretos», «mandamientos», «enseñanzas», «promesa», «juicios»; y luego numerosos verbos relacionados con ellos, como observar, guardar, comprender, conocer, amar, meditar, vivir. Todo el alfabeto se articula a través de las 22 estrofas de este Salmo, y también todo el vocabulario de la relación confiada del creyente con Dios; en él encontramos la alabanza, la acción de gracias, la confianza, pero también la súplica y la lamentación, siempre impregnadas por la certeza de la gracia divina y del poder de la Palabra de Dios. También los versículos marcados en mayor medida por el dolor y por la sensación de oscuridad permanecen abiertos a la esperanza y están impregnados de fe. «Mi alma está pegada al polvo: reanímame con tus palabras» (v. 25), reza confiado el salmista; «Estoy como un odre puesto al humo, pero no olvido tus decretos» (v. 83), es su grito de creyente. Su fidelidad, incluso puesta a prueba, encuentra fuerza en la Palabra del Señor: «Así responderé a los que me injurian, que confío en tu palabra» (v. 42), afirma con firmeza; e incluso ante la perspectiva angustiosa de la muerte, los mandamientos del Señor son su punto de referencia y su esperanza de victoria: «Casi dieron conmigo en la tumba, pero yo no abandoné tus mandatos» (v. 87).
La ley divina, objeto del amor apasionado del salmista y de todo creyente, es fuente de vida. El deseo de comprenderla, de observarla, de orientar hacia ella todo su ser es la característica del hombre justo y fiel al Señor, que la «medita día y noche», come reza el Salmo 1 (v. 2); es una ley, la ley de Dios, para llevar «en el corazón», come dice el conocido texto del Shema en el Deuteronomio:
«Escucha, Israel... Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (6, 4.6-7).
La Ley de Dios, centro de la vida, exige la escucha del corazón, una escucha hecha de obediencia no servil, sino filial, confiada, consciente. La escucha de la Palabra es encuentro personal con el Señor de la vida, un encuentro que se debe traducir en decisiones concretas y convertirse en camino y seguimiento. Cuando preguntan a Jesús qué hay que hacer para alcanzar la vida eterna, él señala el camino de la observancia de la Ley, pero indicando cómo hacer para cumplirla totalmente: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo; y luego ven y sígueme» (Mc 10, 21 y par.). El cumplimiento de la Ley es seguir a Jesús, ir por el camino de Jesús, en compañía de Jesús.
El Salmo 119 nos conduce, por tanto, al encuentro con el Señor y nos orienta hacia el Evangelio. Hay en él un versículo sobre el que quiero detenerme ahora; es el v. 57: «Mi porción es el Señor; he resuelto guardar tus palabras». También en otros Salmos el orante afirma que el Señor es su «lote», su herencia: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa», reza el Salmo 16 (v. 5a), «Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» es la proclamación del fiel en el Salmo 73 (v. 26 b), y también, en el Salmo 142, el salmista grita al Señor: «Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida» (v. 6b).
Este término «lote» evoca el hecho de la repartición de la tierra prometida entre las tribus de Israel, cuando a los Levitas no se les asignó ninguna porción del territorio, porque su «lote» era el Señor mismo. Dos textos del Pentateuco son explícitos al respecto, utilizando el término en cuestión: «El Señor dijo a Aarón: “Tu no tendrás heredad ninguna en su tierra; no habrá para ti porción entre ellos. Yo soy tu porción y tu heredad en medio de los hijos de Israel”», así declara el Libro de los Números (18, 20), y el Deuteronomio reafirma: «Por eso, Leví no recibió parte en la heredad de sus hermanos, sino que el Señor es su heredad, como le dijo el Señor, tu Dios» (Dt 10, 9; cf. Dt 18, 2; Jos 13, 33; Ez 44, 28).
Los sacerdotes, pertenecientes a la tribu de Leví, no pueden ser propietarios de tierras en el país que Dios donaba en herencia a su pueblo cumpliendo la promesa hecha a Abraham (cf. Gn 12, 1-7). La posesión de la tierra, elemento fundamental de estabilidad y de posibilidad de supervivencia, era signo de bendición, porque implicaba la posibilidad de construir una casa, criar a los hijos, cultivar los campos y vivir de los frutos de la tierra. Pues bien, los levitas, mediadores de lo sagrado y de la bendición divina, no pueden poseer, como los demás israelitas, este signo exterior de la bendición y esta fuente de subsistencia. Entregados totalmente al Señor, deben vivir sólo de él, abandonados a su amor providente y a la generosidad de los hermanos, sin tener heredad porque Dios es su parte de heredad, Dios es su tierra, que los hace vivir en plenitud.
Y ahora el orante del Salmo 119 se aplica a sí mismo esta realidad: «Mi lote es el Señor». Su amor a Dios y a su Palabra lo lleva a la elección radical de tener al Señor como único bien y también de custodiar sus palabras como don valioso, más preciado que toda heredad y toda posesión terrena. Nuestro versículo, en efecto, se puede traducir de dos maneras, incluso de la siguiente forma: «Mi lote, Señor, he dicho, es custodiar tus palabras». Las dos traducciones no se contradicen, más aún, se complementan recíprocamente: el salmista está afirmando que su lote es el Señor, pero que también custodiar las palabras divinas es su heredad, como dirá luego en el v. 111: «Tus preceptos son mi herencia perpetua, la alegría de mi corazón». Esta es la felicidad del salmista: a él, como a los Levitas, se le dió como porción de heredad la Palabra de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, estos versículos son de gran importancia también hoy para todos nosotros. En primer lugar para los sacerdotes, llamados a vivir sólo del Señor y de su Palabra, sin otras seguridades, teniéndolo a él como único bien y única fuente de vida verdadera. A esta luz se comprende la libre elección del celibato por el Reino de los cielos que se ha de redescubrir en su belleza y fuerza. Pero estos versículos son importantes también para todos los fieles, pueblo de Dios que pertenece sólo a él, «reino de sacerdotes» para el Señor (cf. 1 P 2, 9; Ap 1, 6; 5, 10), llamados a la radicalidad del Evangelio, testigos de la vida traída por Cristo, nuevo y definitivo «Sumo Sacerdote» que se entregó en sacrificio por la salvación del mundo (cf. Hb 2, 17; 4, 14-16; 5, 5-10; 9, 11ss). El Señor y su Palabra son nuestra «tierra», en la que podemos vivir en la comunión y en la alegría.
Por lo tanto, dejemos al Señor que nos ponga en el corazón este amor a su Palabra, y nos done tenerlo siempre a él y su santa voluntad en el centro de nuestra vida. Pidamos que nuestra oración y toda nuestra vida sean iluminadas por la Palabra de Dios, lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino, como dice el Salmo 119 (cf. v. 105), de modo que nuestro andar sea seguro, en la tierra de los hombres. Y María, que acogió y engendró la Palabra, sea nuestra guía y consuelo, estrella polar que indica la senda de la felicidad.
Entonces también nosotros podremos gozar en nuestra oración, como el orante del Salmo 16, de los dones inesperados del Señor y de la inmerecida heredad que nos tocó en suerte: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa... Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 16, 5.6).

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de peregrinos de Segovia, con su Obispo, Monseñor Ángel Rubio Castro, así como los demás grupos venidos de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. En Ecuador comienza hoy el Congreso Nacional de las Familias. Saludo desde aquí a los participantes y pido a todos una oración para que también las familias escuchen al Señor y cumplan su designio salvador. Muchas gracias.

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LLAMAMIENTO

En este tiempo, varias partes del mundo, desde América Latina —especialmente América central— hasta el sureste de Asia, se han visto azotadas por aluviones, inundaciones y desprendimiento de tierras, que han provocado numerosos muertos, dispersos y sin hogar. Una vez más deseo manifestar mi cercanía a todos los que sufren por estos desastres naturales, e invito a la oración por las víctimas y sus familiares, así como a la solidaridad, para que las instituciones y los hombres de buena voluntad colaboren, con espíritu generoso, a socorrer a los miles de personas probadas por esas calamidades.

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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL SEÑOR REINHARD SCHWEPPE,
NUEVO EMBAJADOR DE ALEMANIA ANTE AL SANTA SEDE


Lunes 7 de Noviembre de 2011

Excelencia, ilustre señor Embajador:
Me alegra darle la bienvenida con ocasión de la entrega de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República federal de Alemania ante la Santa Sede. Le agradezco sus cordiales palabras y le pido, excelencia, que transmita al presidente federal, a la canciller federal y a los miembros del Gobierno federal, mi sincera gratitud. Al mismo tiempo, deseo asegurar a todos mis compatriotas alemanes mi profundo afecto y mi benevolencia. Tenemos aún vivas ante nuestros ojos las alegres imágenes de mi viaje a Alemania el pasado mes de septiembre. Las múltiples manifestaciones de simpatía y estima que me reservaron en las diversas etapas de mi visita, en Berlíno, en Erfurt, en Etzelbach, al igual que en Friburgo, superaron ampliamente las expectativas. Por doquier pude comprobar que las personas anhelan la verdad. Los cristianos debemos testimoniar la verdad, para darle forma en la vida personal, familiar y social.
La visita oficial de un Papa a Alemania puede ser ocasión para reflexionar sobre qué servicio pueden ofrecer la Iglesia católica y la Santa Sede en una sociedad pluralista, como es la de nuestra patria. Muchos contemporáneos consideran que el influjo del cristianismo, así como de otras religiones, consiste en forjar una determinada cultura y un determinado estilo de vida en la sociedad. Un grupo de creyentes marca, con su comportamiento, ciertas formas de vida social, que son adoptadas por otras personas, imprimiendo así a la sociedad un carácter específico. Esta idea no es errónea, pero no agota la visión que la Iglesia católica tiene de sí misma. Sin duda, la Iglesia es también una comunidad cultural y de este modo influye en las sociedades donde se halla presente. Sin embargo, está convencida de que no sólo ha creado aspectos culturales comunes de diversas formas en los distintos países, y de que a su vez ha sido plasmada por sus tradiciones. La Iglesia católica también es consciente de que, a través de su fe, conoce la verdad sobre el hombre y de que, por consiguiente, tiene el deber de intervenir en favor de los valores válidos para el hombre en cuanto tal, independientemente de las diferentes culturas. Distingue entre la especificidad de su fe y las verdades de la razón, a las que la fe abre los ojos y a las que el hombre en cuanto hombre puede acceder incluso prescindiendo de esta fe. Afortunadamente, un patrimonio fundamental de todos los valores humanos universales se convirtió en derecho positivo en nuestra Constitución de 1949 y en las declaraciones sobre los derechos humanos después de la segunda guerra mundial, porque las personas, después de los horrores de la dictadura, reconocieron su validez universal, que se basa en su verdad antropológica, y la tradujeron en derecho vigente. Hoy se vuelve a discutir de valores fundamentales del ser humano, en los que se trata de la dignidad del hombre en cuanto tal. Aquí la Iglesia, más allá del ámbito de su fe, considera que tiene el deber de defender, en la totalidad de nuestra sociedad, las verdades y los valores en los que está en juego la dignidad del hombre en cuanto tal. Así pues, por citar un punto particularmente importante, no tenemos derecho a juzgar si un individuo «ya es persona» o si «aún es persona», y menos todavía nos corresponde manipular al hombre y, por decirlo así, querer hacerlo. Una sociedad sólo es verdaderamente humana cuando protege sin reservas y respeta la dignidad de cada persona desde su concepción hasta el momento de su muerte natural. Sin embargo, si decidiera «descartar» a sus miembros más necesitados de protección, excluir a hombres de ser hombres, se comportaría de un modo profundamente inhumano y también de un modo no verdadero respecto de la igualdad —evidente para toda persona de buena voluntad— de la dignidad de todas las personas, en todas las fases de la vida. Si la Santa Sede interviene en el campo legislativo respecto a las cuestiones fundamentales de la dignidad humana, que se plantean hoy en numerosos ámbitos de la existencia prenatal del hombre, no lo hace para imponer la fe a otros de modo indirecto, sino para defender valores que son fundamentalmente inteligibles para todos como verdades de la existencia, aunque intereses de otra índole tratan de ofuscar de varias maneras esta consideración.
En este punto, quiero afrontar otro aspecto preocupante que, al parecer, se difunde a través de tendencias materialistas y hedonistas sobre todo en los países del llamado mundo occidental, o sea, la discriminación sexual de las mujeres. Toda persona, tanto hombre como mujer, está destinada a ser para los demás. Una relación que no respete el hecho de que el hombre y la mujer tienen la misma dignidad, constituye un crimen grave contra la humanidad. Ya es hora de detener de modo enérgico la prostitución, así como la amplia difusión de material de contenido erótico o pornográfico, también en Internet. La Santa Sede procurará que el compromiso contra estos males por parte de la Iglesia católica en Alemania prosiga de modo más decidido y claro.
Por lo que atañe a los numerosos años de relaciones cordiales entre la República federal de Alemania y la Santa Sede, podemos constatar en conjunto muchos buenos resultados. Es un bien que la Iglesia católica en Alemania tenga excepcionales posibilidades de acción, que pueda anunciar el Evangelio libremente y pueda ayudar a las personas en el ámbito de numerosas instituciones caritativas y sociales. Agradezco verdaderamente el apoyo concreto que dan a esta obra las instituciones federales, regionales y municipales. Entre los numerosos aspectos de una colaboración positiva y apreciable entre el Estado y la Iglesia católica, deseo citar por ejemplo la tutela del derecho eclesiástico al trabajo por parte del derecho estatal, así como el apoyo ofrecido a las escuelas católicas y a las instituciones católicas en ámbito caritativo, cuya obra contribuye, en definitiva, al bien de todos los ciudadanos.
A usted, estimado embajador, le deseo un buen inicio de su misión y gran éxito en esta tarea. Al mismo tiempo, le aseguro la ayuda y la disponibilidad de los representantes de la Curia romana en el desempeño de su servicio. De corazón invoco para usted, para su esposa, así como para los colaboradores de la embajada de la República federal de Alemania ante la Santa Sede, la protección constante de Dios y sus abundantes bendiciones.

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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana, Altar de la Cátedra
Viernes 4 de Noviembre de 2011

Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:
Me alegra celebrar estas Vísperas con vosotros, que formáis la gran comunidad de las universidades pontificias romanas. Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido y sobre todo el servicio que presta como prefecto de la Congregación para la educación católica, ayudado por el secretario y los demás colaboradores. A ellos, y a todos los rectores, a los profesores y a los estudiantes dirijo mi más cordial saludo.
Hace setenta años el venerable Pío XII, con el motu proprio «Cum nobis» (cf. AAS 33 [1941] 479-481) instituyó la Obra pontificia para las vocaciones sacerdotales, con la finalidad de promover las vocaciones presbiterales, difundir el conocimiento de la dignidad y de la necesidad del ministerio ordenado y estimular la oración de los fieles para obtener del Señor numerosos y dignos sacerdotes. Con ocasión de dicho aniversario, esta tarde quiero proponeros algunas reflexiones precisamente sobre el ministerio sacerdotal. El motu proprio «Cum nobis» representó el inicio de un vasto movimiento de iniciativas de oración y de actividades pastorales. Fue una respuesta clara y generosa al llamamiento del Señor: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9, 37-38). Después de la puesta en marcha de la Obra pontificia, se desarrollaron otras por doquier. Entre ellas quiero recordar el «Serra International», fundado por algunos empresarios de Estados Unidos, que toma su título del padre Junípero Serra, fraile franciscano español, con el fin de estimular y sostener las vocaciones al sacerdocio y asistir económicamente a los seminaristas. A los miembros del Serra, que recuerdan el 60° aniversario del reconocimiento de la Santa Sede, dirijo un cordial saludo. La Obra pontificia para las vocaciones sacerdotales fue instituida en la memoria litúrgica de san Carlos Borromeo, venerado protector de los seminarios. A él le pedimos también en esta celebración que interceda por el despertar, la buena formación y el crecimiento de las vocaciones al presbiterado.
También la Palabra de Dios que hemos escuchado en el pasaje de la Primera Carta de san Pedro invita a meditar en la misión de los pastores en la comunidad cristiana. Ya desde los albores de la Iglesia fue evidente el relieve otorgado a los guías de las primeras comunidades, establecidos por los Apóstoles para el anuncio de la Palabra de Dios a través de la predicación y para celebrar el sacrificio de Cristo, la Eucaristía. San Pedro dirige un apasionado llamamiento: «A los presbíteros entre vosotros, yo presbítero con ellos, testigo de la pasión de Cristo y partícipe de la gloria que se va a revelar, os exhorto» (1 P 5, 1). San Pedro hace este llamamiento en virtud de su relación personal con Cristo, que culminó en los dramáticos sucesos de la pasión y en la experiencia del encuentro con él, resucitado de entre los muertos. San Pedro, además, insiste en la solidaridad recíproca de los pastores en el ministerio, subrayando el hecho de que tanto él como ellos pertenecen al único orden apostólico. En efecto, dice que es «presbítero con ellos». El término griego es sumpresbyteros. Apacentar el rebaño de Cristo es su vocación y tarea común y los une de un modo particular entre sí, por estar unidos a Cristo con un vínculo especial. De hecho, el Señor Jesús en varias ocasiones se comparó a sí mismo con un pastor solícito, atento a cada una de sus ovejas. Dijo de sí mismo: «Yo soy el Buen Pastor» (Jn 10, 11). Y santo Tomás de Aquino comenta: «Aunque todos los jefes de la Iglesia sean pastores, sin embargo dice que él lo es de un modo singular: “Yo soy el buen pastor”, con el fin de introducir con dulzura la virtud de la caridad. De hecho, sólo se puede ser buen pastor siendo uno con Cristo y sus miembros mediante la caridad. La caridad es el primer deber del buen pastor». Así dice santo Tomás de Aquino en su Comentario al Evangelio de san Juan (Exposición sobre Juan, cap. 10, lect. 3).
Es grande la visión que el apóstol san Pedro tiene de la llamada al ministerio de guía de la comunidad, concebida en continuidad con la singular elección que recibieron los Doce. La vocación apostólica vive gracias a la relación personal con Cristo, alimentada con la oración asidua y animada por el celo de comunicar el mensaje recibido y la misma experiencia de fe de los Apóstoles. Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar su mensaje (cf. Mc 3, 14). Para que haya una creciente consonancia con Cristo en la vida del sacerdote, se requieren algunas condiciones. Quiero subrayar tres, que emergen de la lectura que hemos escuchado: la aspiración a colaborar con Jesús en la difusión del reino de Dios, la gratuidad del compromiso pastoral y la actitud de servicio.
En la llamada al ministerio sacerdotal está ante todo el encuentro con Jesús y el ser atraídos, conquistados por sus palabras, por sus gestos, por su misma persona. Es haber distinguido su voz entre las numerosas voces, respondiendo como san Pedro: «Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Es como haber sido alcanzados por la irradiación de bien y de amor que emana de él, sentirse implicados y partícipes con él hasta el punto de desear permanecer con él como los dos discípulos de Emaús —«quédate con nosotros porque atardece» (Lc 24, 29)— y de llevar al mundo el anuncio del Evangelio. Dios Padre envió al Hijo eterno al mundo para realizar su plan de salvación. Jesucristo constituyó a la Iglesia para que se extendieran en el tiempo los efectos benéficos de la redención. La vocación de los sacerdotes tiene su raíz en esta acción del Padre, realizada en Cristo, a través del Espíritu Santo. Así, el ministro del Evangelio es aquel que se deja conquistar por Cristo, que sabe «permanecer» con él, que entra en sintonía, en íntima amistad con él, para que todo se cumpla «como Dios quiere» (1 P 5, 2), según su voluntad de amor, con gran libertad interior y con profunda alegría del corazón.
En segundo lugar, estamos llamados a ser administradores de los Misterios de Dios «no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa» (ib.), dice san Pedro en la lectura de estas Vísperas. Nunca hay que olvidar que se entra en el sacerdocio a través del Sacramento, de la ordenación, y esto significa precisamente abrirse a la acción de Dios eligiendo cada día entregarse por él y por los hermanos, según el dicho evangélico: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10, 8). La llamada del Señor al ministerio no es fruto de méritos particulares; es un don que es preciso acoger y al que se debe corresponder dedicándose no a un proyecto propio, sino al de Dios, de modo generoso y desinteresado, para que él disponga de nosotros según su voluntad, aunque esta pudiera no corresponder a nuestros deseos de autorrealización. Amar junto a Aquel que nos amó primero y se entregó totalmente a sí mismo. Es estar dispuestos a dejarse implicar en su acto de amor pleno y total al Padre y a todos hombres consumado en el Calvario. No debemos olvidar nunca —como sacerdotes— que la única elevación legítima hacia el ministerio de pastor no es la del éxito, sino la de la cruz.
En esta lógica, ser sacerdotes quiere decir ser servidores también con una vida ejemplar: «Sed modelos del rebaño» es la invitación del apóstol san Pedro (1 Pt 5, 3). Los presbíteros son dispensadores de los medios de salvación, de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y de la Penitencia; no disponen de ellos a su arbitrio, sino que son sus humildes servidores para el bien del pueblo de Dios. Así pues, es una vida marcada profundamente por este servicio: por el atento cuidado del rebaño, por la celebración fiel de la liturgia y por la generosa solicitud hacia todos los hermanos, especialmente hacia los más pobres y necesitados. Al vivir esta «caridad pastoral» siguiendo el ejemplo de Cristo y con Cristo, en cualquier lugar donde el Señor lo llama, todo sacerdote podrá realizarse plenamente y realizar su vocación.
Queridos hermanos y hermanas, os he propuesto algunas reflexiones sobre el ministerio sacerdotal. Pero también las personas consagradas y los laicos —pienso de modo particular en las numerosas religiosas y laicas que estudian en las universidades eclesiásticas de Roma, así como en los que prestan su servicio como profesores o como personal en dichos ateneos—, podrán encontrar elementos útiles para vivir más intensamente el tiempo que pasan en la ciudad eterna. De hecho, para todos es importante aprender cada vez más a «permanecer» con el Señor, cada día, en el encuentro personal con él para dejarse fascinar y conquistar por su amor y ser anunciadores de su Evangelio; es importante tratar de seguir en la vida, con generosidad, no un proyecto propio, sino el que Dios tiene para cada uno, conformando la propia voluntad a la del Señor; es importante prepararse, también a través de un estudio serio y comprometido, a servir al pueblo de Dios en las tareas que se les confíen.
Queridos amigos, vivid bien, en íntima comunión con el Señor, este tiempo de formación: es un don precioso que Dios os brinda, especialmente aquí en Roma, donde se respira de modo muy singular la catolicidad de la Iglesia. Que san Carlos Borromeo obtenga la gracia de la fidelidad a todos los que frecuentan las facultades eclesiásticas romanas. Que el Señor conceda a todos, por intercesión de la Virgen María, Sedes Sapientiae, un provechoso año académico. Amén.

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