jueves, 26 de abril de 2012

BENEDICTO XVI: Regina Caeli (Ab.15), Audiencia (Ab.18), Discurso y Homilía (Ab.16) y Mensaje (Ab.18)


REGINA CAELI DEL PAPA BENEDICTO XVI

Domingo de la Divina Misericordia 
15 de Abril de 2012


Queridos hermanos y hermanas:


Cada año, al celebrar la Pascua, revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con él resucitado: el Evangelio de san Juan dice que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección, «el primero de la semana», y luego «ocho días después» (cf. Jn 20, 19.26). Ese día, llamado después «domingo», «día del Señor», es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su culto propio, es decir la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio del judío del sábado. De hecho, la celebración del día del Señor es una prueba muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un acontecimiento extraordinario y trascendente podía inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente al sábado judío.
Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una conmemoración de acontecimientos pasados, y mucho menos una experiencia mística particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio, y sin embargo está realmente presente en medio de la comunidad, nos habla en las Sagradas Escrituras, y parte para nosotros el Pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que experimentaron los discípulos, es decir, el hecho de ver a Jesús y al mismo tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo verdadero, pero libre de ataduras terrenales.
Es muy importante lo que refiere el Evangelio, o sea, que Jesús, en las dos apariciones a los Apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19.21.26). El saludo tradicional, con el que se desea el shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, a derramar toda su sangre, como Cordero manso y humilde, «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Por eso el beato Juan Pablo II quiso dedicar este domingo después de Pascua a la Divina Misericordia, con una imagen bien precisa: la del costado traspasado de Cristo, del que salen sangre y agua, según el testimonio ocular del apóstol san Juan (cf. Jn 19, 34-37). Pero Cristo ya ha resucitado, y de él vivo brotan los sacramentos pascuales del Bautismo y la Eucaristía: los que se acercan a ellos con fe reciben el don de la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, acojamos el don de la paz que nos ofrece Jesús resucitado; dejémonos llenar el corazón de su misericordia. De esta manera, con la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, también nosotros podemos llevar a los demás estos dones pascuales. Que nos lo obtenga María santísima, Madre de Misericordia.

Después del Regina Caeli


Queridos hermanos y hermanas, deseo ante todo saludar a los peregrinos que han participado en la santa misa presidida por el cardenal vicario Agostino Vallini en la iglesia del Espíritu Santo en Sassia, lugar privilegiado de culto de la Divina Misericordia, donde se veneran de modo especial también a santa Faustina Kowalska y al beato Juan Pablo II. A todos deseo que seáis testigos del amor misericordioso de Cristo. Gracias por vuestra presencia.


(En francés)


El jueves próximo, con ocasión del séptimo aniversario de mi elección a la Sede de Pedro, os pido que oréis por mí, para que el Señor me dé la fuerza para cumplir la misión que me ha confiado. Que la Virgen María, Madre de los creyentes, nos ayude a vivir en la alegría de Pascua.


(En lengua española)


En el Evangelio de este domingo se nos narra cómo el Señor Resucitado se presenta a los discípulos, diciéndoles: «Paz a vosotros». La paz es el don maravilloso de la Pascua. Gracias a ella la comunidad se fortalece con un vínculo nuevo que la une entre sí y con Cristo, preparándola para la misión. Así, colmados de su Espíritu, podemos testimoniar al mundo la victoria de nuestro Dios y Señor. ¡Feliz domingo!.


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AUDIENCIA GENERAL DEL PAPA BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Miércoles 18 de Abril de 2012


Queridos hermanos y hermanas:


Después de las grandes fiestas, volvemos ahora a las catequesis sobre la oración. En la audiencia antes de la Semana Santa reflexionamos sobre la figura de la santísima Virgen María, presente en medio de los Apóstoles en oración mientras esperaban la venida del Espíritu Santo. Un clima de oración acompaña los primeros pasos de la Iglesia. Pentecostés no es un episodio aislado, porque la presencia y la acción del Espíritu Santo guían y animan constantemente el camino de la comunidad cristiana. En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas, además de narrar la gran efusión acontecida en el Cenáculo cincuenta días después de la Pascua (cf. Hch 2, 1-13), refiere otras irrupciones extraordinarias del Espíritu Santo, que se repiten en la historia de la Iglesia. Hoy deseo reflexionar sobre lo que se ha definido el «pequeño Pentecostés», que tuvo lugar en el culmen de una fase difícil en la vida de la Iglesia naciente.
Los Hechos de los Apóstoles narran que, después de la curación de un paralítico a las puertas del templo de Jerusalén (cf. Hch 3, 1-10), Pedro y Juan fueron arrestados (cf. Hch 4, 1) porque anunciaban la resurrección de Jesús a todo el pueblo (cf. Hch 3, 11-26). Tras un proceso sumario, fueron puestos en libertad, se reunieron con sus hermanos y les narraron lo que habían tenido que sufrir por haber dado testimonio de Jesús resucitado. En aquel momento, dice san Lucas, «todos invocaron a una a Dios en voz alta» (Hch 4, 24). Aquí san Lucas refiere la oración más amplia de la Iglesia que encontramos en el Nuevo Testamento, al final de la cual, como hemos escuchado, «tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios» (At 4, 31).
Antes de considerar esta hermosa oración, notemos una importante actitud de fondo: frente al peligro, a la dificultad, a la amenaza, la primera comunidad cristiana no trata de hacer un análisis sobre cómo reaccionar, encontrar estrategias, cómo defenderse, qué medidas adoptar, sino que ante la prueba se dedica a orar, se pone en contacto con Dios.
Y ¿qué característica tiene esta oración? Se trata de una oración unánime y concorde de toda la comunidad, que afronta una situación de persecución a causa de Jesús. En el original griego san Lucas usa el vocablo «homothumadon» —«todos juntos», «concordes»— un término que aparece en otras partes de los Hechos de los Apóstoles para subrayar esta oración perseverante y concorde (cf. Hch 1, 14; 2, 46). Esta concordia es el elemento fundamental de la primera comunidad y debería ser siempre fundamental para la Iglesia. Entonces no es sólo la oración de Pedro y de Juan, que se encontraron en peligro, sino de toda la comunidad, porque lo que viven los dos Apóstoles no sólo les atañe a ellos, sino también a toda la Iglesia. Frente a las persecuciones sufridas a causa de Jesús, la comunidad no sólo no se atemoriza y no se divide, sino que se mantiene profundamente unida en la oración, como una sola persona, para invocar al Señor. Este, diría, es el primer prodigio que se realiza cuando los creyentes son puestos a prueba a causa de su fe: la unidad se consolida, en vez de romperse, porque está sostenida por una oración inquebrantable. La Iglesia no debe temer las persecuciones que en su historia se ve obligada a sufrir, sino confiar siempre, como Jesús en Getsemaní, en la presencia, en la ayuda y en la fuerza de Dios, invocado en la oración.
Demos un paso más: ¿qué pide a Dios la comunidad cristiana en este momento de prueba? No pide la incolumidad de la vida frente a la persecución, ni que el Señor castigue a quienes encarcelaron a Pedro y a Juan; pide sólo que se le conceda «predicar con valentía» la Palabra de Dios (cf. Hch 4, 29), es decir, pide no perder la valentía de la fe, la valentía de anunciar la fe. Sin embargo, antes de comprender a fondo lo que ha sucedido, trata de leer los acontecimientos a la luz de la fe y lo hace precisamente a través de la Palabra de Dios, que nos ayuda a descifrar la realidad del mundo.
En la oración que eleva al Señor, la comunidad comienza recordando e invocando la grandeza y la inmensidad de Dios: «Señor, tú que hiciste el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos» (Hch4, 24). Es la invocación al Creador: sabemos que todo viene de él, que todo está en sus manos. Esta es la convicción que nos da certeza y valentía: todo viene de él, todo está en sus manos. Luego pasa a reconocer cómo ha actuado Dios en la historia —por tanto, comienza con la creación y sigue con la historia—, cómo ha estado cerca de su pueblo manifestándose como un Dios que se interesa por el hombre, que no se ha retirado, que no abandona al hombre, su criatura; y aquí se cita explícitamente el Salmo 2, a la luz del cual se lee la situación de dificultad que está viviendo en ese momento la Iglesia. El Salmo 2 celebra la entronización del rey de Judá, pero se refiere proféticamente a la venida del Mesías, contra el cual nada podrán hacer la rebelión, la persecución, los abusos de los hombres: «¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean proyectos vanos? Se presentaron los reyes de la tierra, los príncipes conspiraron contra el Señor y contra su Mesías» (Hch 4, 25-26). Esto es lo que ya dice proféticamente el Salmo sobre el Mesías, y en toda la historia es característica esta rebelión de los poderosos contra el poder de Dios. Precisamente leyendo la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios, la comunidad puede decir a Dios en su oración: «En verdad se aliaron en esta ciudad... contra tu santo siervo Jesús, a quien ungiste, para realizar cuanto tu mano y tu voluntad habían determinado que debía suceder» (Hch 4, 27-28). Lo sucedido es leído a la luz de Cristo, que es la clave para comprender también la persecución, la cruz, que siempre es la clave para la Resurrección. La oposición hacia Jesús, su Pasión y Muerte, se releen, a través del Salmo 2, como cumplimiento del proyecto de Dios Padre para la salvación del mundo. Y aquí se encuentra también el sentido de la experiencia de persecución que está viviendo la primera comunidad cristiana; esta primera comunidad no es una simple asociación, sino una comunidad que vive en Cristo; por lo tanto, lo que le sucede forma parte del designio de Dios. Como aconteció a Jesús, también los discípulos encuentran oposición, incomprensión, persecución. En la oración, la meditación sobre la Sagrada Escritura a la luz del misterio de Cristo ayuda a leer la realidad presente dentro de la historia de salvación que Dios realiza en el mundo, siempre a su modo.
Precisamente por esto la primera comunidad cristiana de Jerusalén no pide a Dios en la oración que la defienda, que le ahorre la prueba, el sufrimiento, no pide tener éxito, sino solamente poder proclamar con «parresia», es decir, con franqueza, con libertad, con valentía, la Palabra de Dios (cf. Hch 4, 29).
Luego añade la petición de que este anuncio vaya acompañado por la mano de Dios, para que se realicen curaciones, señales, prodigios (cf. Hch 4, 30), es decir, que sea visible la bondad de Dios, como fuerza que transforme la realidad, que cambie el corazón, la mente, la vida de los hombres y lleve la novedad radical del Evangelio.
Al final de la oración —anota san Lucas— «tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la Palabra de Dios» (Hch 4, 31). El lugar tembló, es decir, la fe tiene la fuerza de transformar la tierra y el mundo. El mismo Espíritu que habló por medio del Salmo 2 en la oración de la Iglesia, irrumpe en la casa y llena el corazón de todos los que han invocado al Señor. Este es el fruto de la oración coral que la comunidad cristiana eleva a Dios: la efusión del Espíritu, don del Resucitado que sostiene y guía el anuncio libre y valiente de la Palabra de Dios, que impulsa a los discípulos del Señor a salir sin miedo para llevar la buena nueva hasta los confines del mundo.
También nosotros, queridos hermanos y hermanas, debemos saber llevar los acontecimientos de nuestra vida diaria a nuestra oración, para buscar su significado profundo. Y como la primera comunidad cristiana, también nosotros, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, a través de la meditación de la Sagrada Escritura, podemos aprender a ver que Dios está presente en nuestra vida, presente también y precisamente en los momentos difíciles, y que todo —incluso las cosas incomprensibles— forma parte de un designio superior de amor en el que la victoria final sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte es verdaderamente la del bien, de la gracia, de la vida, de Dios.
Como sucedió a la primera comunidad cristiana, la oración nos ayuda a leer la historia personal y colectiva en la perspectiva más adecuada y fiel, la de Dios. Y también nosotros queremos renovar la petición del don del Espíritu Santo, para que caliente el corazón e ilumine la mente, a fin de reconocer que el Señor realiza nuestras invocaciones según su voluntad de amor y no según nuestras ideas. Guiados por el Espíritu de Jesucristo, seremos capaces de vivir con serenidad, valentía y alegría cualquier situación de la vida y con san Pablo gloriarnos «en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada, esperanza»: la esperanza que «no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 3-5). Gracias.

Saludos


Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los participantes en el Curso de actualización sacerdotal que se celebra en el Pontificio Colegio Español de San José, al Capítulo General de las Religiosas de María Inmaculada y a los demás grupos provenientes de España, México, Perú, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a pedir a Dios, que también hoy su Espíritu ilumine nuestra lectura de la Sagrada Escritura y sostenga el anuncio libre y valiente de su Palabra hasta los confines de la tierra. Muchas gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE BAVIERA
EN EL DÍA DE SU 85º CUMPLEAÑOS

Palacio Apostólico Vaticano
Sala Clementina
Lunes 16 de Abril de 2012


Querido señor ministro presidente,
eminencia,
queridos hermanos del episcopado,
queridos amigos:



Dispensadme de recordar todos los nombres y títulos uno por uno; sería demasiado largo... Pero os aseguro que he leído dos veces la lista de los invitados, de los que han venido, y la he leído con el corazón. Al hacerlo os he saludado, para mis adentros, a cada uno personalmente: ninguno está presente de forma anónima. En mi interior os he visto a todos y me siento feliz de poder saludaros aquí. He tenido una conversación con cada uno de vosotros. Os doy la bienvenida a todos.
¿Qué decir en esta ocasión? Mi sentimiento va más allá de las palabras y, por tanto, debo proponer, a modo de agradecimiento, aquello que no puedo expresar plenamente. Pero quiero darle las gracias de todo corazón a usted, señor ministro presidente, por sus palabras: usted ha hecho hablar al corazón de Baviera, un corazón cristiano, católico, y al hacerlo me ha conmovido y al mismo tiempo me ha hecho recordar todo aquello que ha sido importante en mi vida. Asimismo, quiero agradecerle a usted, señor cardenal, las afectuosas palabras que me ha dirigido como pastor de la diócesis de la que provengo y a la que pertenezco como sacerdote, en la que crecí y a la que interiormente siempre pertenezco, recordando al mismo tiempo el aspecto cristiano, nuestra fe en su belleza y grandeza.
Querido señor ministro presidente, usted ha recogido aquí una especie de imagen especular de la geografía interior y exterior de mi vida; de la geografía exterior, que no obstante es también siempre interior, y que parte de Marktl am Inn, pasa por Tittmoning y Aschau, después por Hufschlag, Traunstein y Pentling, hasta Ratisbona… En todas estas etapas, que aquí están presentes, hay siempre un trozo de mi vida, una parte en la que he vivido, he luchado, y que ha contribuido a que llegara a ser como soy y como ahora me encuentro frente a vosotros, y como un día deberé presentarme al Señor. Después, todos los ámbitos de la vida de Baviera: la Iglesia viva de nuestro país está presente; se lo agradezco a los obispos bávaros. También está, gracias a Dios, la dimensión ecuménica, con el obispo de la Iglesia evangélica de Munich... Esto me recuerda la gran amistad que me había unido al obispo Hansemann, que es uno de los tesoros de mis recuerdos y que me testimonian cómo se va adelante. Del mismo modo, recuerdo la comunidad judía con el doctor Lamm y el doctor Snopkowski: también con ellos habían nacido amistades cordiales, que me habían acercado interiormente a la parte judía de nuestro pueblo y al pueblo judío como tal, y que están presentes en mí en virtud del recuerdo. Luego están los medios de comunicación, que llevan al mundo lo que hacemos y lo que decimos… A veces debemos precisarlo un poco, pero ¿qué seríamos sin su servicio? Y después, usted ha presentado la Baviera viva, querido señor ministro presidente, en los niños, en los cuales reconocemos que Baviera sigue siendo fiel a sí misma y que precisamente porque continúa siendo fiel a sí misma permanece joven y progresa. Y a esto se añade la música que he podido escuchar, que me recuerda a mi padre cuando tocaba con la cítara «Gott grüße Dich». Así han vuelto los sonidos de mi infancia, pero que son también sonidos del presente y del futuro. «Gott grüße Dich»…
El corazón colmado requeriría numerosas palabras, pero al mismo tiempo me limita porque sería demasiado grande lo que tendría que decir. Sin embargo, al final todo se resume en la única palabra con la cual quiero concluir: «Vergelt’s Gott!», «Que Dios os recompense por ello».


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MISA CON OCASIÓN DEL 85º CUMPLEAÑOS DEL SANTO PADRE

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Capilla Paulina
Lunes 16 de Abril de 2012

Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:



En el día de mi cumpleaños y de mi Bautismo, el 16 de abril, la liturgia de la Iglesia ha puesto tres señales que me indican a dónde lleva el camino y que me ayudan a encontrarlo. En primer lugar, la memoria de santa Bernardita Soubirous, la vidente de Lourdes; luego, uno de los santos más peculiares de la historia de la Iglesia, Benito José Labre; y después, sobre todo, el hecho de que este día se encuentra todavía inmerso en el Misterio pascual, en el Misterio de la Cruz y de la Resurrección, y en el año de mi nacimiento se manifestó de un modo particular: era el Sábado Santo, el día del silencio de Dios, de su aparente ausencia, de la muerte de Dios, pero también el día en el que se anunciaba la Resurrección.
A Bernardita Soubirous, la muchacha sencilla del sur, de los Pirineos, todos la conocemos y la amamos. Bernardita creció en la Francia ilustrada del siglo XIX, en una pobreza difícilmente imaginable. La cárcel, que había sido abandonada por ser demasiado insalubre, se convirtió al final —después de algunas dudas— en la morada de la familia, en la que transcurrió su infancia. No tuvo la posibilidad de recibir formación escolar; sólo un poco de catecismo para prepararse a la Primera Comunión. Pero precisamente esta muchacha sencilla, que en su corazón había permanecido pura y limpia, tenía el corazón que ve, era capaz de ver a la Madre del Señor y en ella el reflejo de la belleza y de la bondad de Dios. A esta joven María podía manifestarse y a través de ella hablar al siglo e incluso más allá del siglo. Bernardita sabía ver, con el corazón puro y genuino. Y María le indica la fuente: ella puede descubrir la fuente de agua viva, pura e incontaminada; agua que es vida, agua que da pureza y salud. Y, a través de los siglos, esta agua ya es un signo de parte de María, un signo que indica dónde se hallan las fuentes de la vida, dónde podemos purificarnos, dónde encontramos lo que está incontaminado. En nuestro tiempo, en el que vemos el mundo tan agitado, y en el que existe la necesidad del agua, del agua pura, este signo es mucho más grande. De María, de la Madre del Señor, del corazón puro viene también el agua pura, genuina, que da la vida, el agua que en este siglo —y en los siglos futuros— nos purifica y nos cura.
Creo que podemos considerar esta agua como una imagen de la verdad que sale a nuestro encuentro en la fe: la verdad no simulada, sino incontaminada. De hecho, para poder vivir, para poder llegar a ser puros, necesitamos tener en nosotros la nostalgia de la vida pura, de la verdad no tergiversada, de lo que no está contaminado por la corrupción, del ser hombres sin mancha. Pues bien, este día, esta pequeña santa siempre ha sido para mí un signo que me ha indicado de dónde proviene el agua viva que necesitamos —el agua que nos purifica y que da la vida—, y un signo de cómo deberíamos ser: con todo el saber y todas las capacidades, que también son necesarios, no debemos perder el corazón sencillo, la mirada sencilla del corazón, capaz de ver lo esencial; y siempre debemos pedir al Señor que nos ayude a conservar en nosotros la humildad que permite al corazón ser clarividente —ver lo que es sencillo y esencial, la belleza y la bondad de Dios— y encontrar así la fuente de la que brota el agua que da la vida y purifica.
Luego está Benito José Labre, el piadoso peregrino mendicante del siglo XVIII que, después de varios intentos inútiles, encontró finalmente su vocación de peregrinar como mendicante —sin nada, sin ningún apoyo, sin quedarse para sí con nada de lo que recibía, salvo lo absolutamente necesario—, peregrinar a través de toda Europa, a todos los santuarios de Europa, desde España hasta Polonia y desde Alemania hasta Sicilia: ¡un santo verdaderamente europeo! Podemos decir también: un santo un poco peculiar que, mendigando, vagabundea de un santuario a otro y no quiere hacer más que rezar y así dar testimonio de lo que cuenta en esta vida: Dios. Ciertamente, no representa un ejemplo para emular, pero es una señal, es un dedo que indica hacia lo esencial. Nos muestra que sólo Dios basta; que más allá de todo lo que puede haber en este mundo, más allá de nuestras necesidades y capacidades, lo que cuenta, lo esencial es conocer a Dios. Sólo Dios basta. Y este «sólo Dios» él nos lo indica de un modo dramático. Y, al mismo tiempo, esta vida realmente europea que, de santuario en santuario, abraza todo el continente europeo hace evidente que aquel que se abre a Dios no se aleja del mundo y de los hombres, sino que encuentra hermanos, porque por parte de Dios caen las fronteras; sólo Dios puede eliminar las fronteras porque gracias a él todos somos hermanos, formamos parte los unos de los otros; hace presente que la unicidad de Dios significa, al mismo tiempo, la fraternidad y la reconciliación de los hombres, el derribo de las fronteras que nos une y nos cura. Así Benito José Labre es un santo de la paz precisamente porque es un santo sin ninguna exigencia, que muere pobre de todo pero bendecido con todo.
Y, por último, está el Misterio pascual. En el mismo día en que nací, gracias a la diligencia de mis padres, también renací por el agua y por el Espíritu, como acabamos de escuchar en el Evangelio. En primer lugar, está el don de la vida, que mis padres me hicieron en tiempos muy difíciles, y por el cual les debo dar las gracias. Pero no se debe dar por descontado que la vida del hombre es un don en sí misma. ¿Puede ser verdaderamente un hermoso don? ¿Sabemos qué amenazas se ciernen sobre el hombre en los tiempos oscuros que se encontrará, e incluso en los más luminosos que podrán venir? ¿Podemos prever a qué afanes, a qué terribles acontecimientos podrá quedar expuesto? ¿Es justo dar la vida así, sencillamente? ¿Es responsable o es demasiado incierto? Es un don problemático, si se considera sólo en sí mismo. La vida biológica de por sí es un don, pero está rodeada de una gran pregunta. Sólo se transforma en un verdadero don si, junto con ella, se puede dar una promesa que es más fuerte que cualquier desventura que nos pueda amenazar, si se la sumerge en una fuerza que garantiza que ser hombre es un bien, que para esta persona es un bien cualquier cosa que pueda traer el futuro. Así, al nacimiento se une el renacimiento, la certeza de que, en verdad, es un bien existir, porque la promesa es más fuerte que las amenazas. Este es el sentido del renacimiento por el agua y por el Espíritu: ser inmersos en la promesa que sólo Dios puede hacer: es un bien que tú existas, y puedes estar seguro de ello, suceda lo que suceda. Por esta certeza he podido vivir, renacido por el agua y por el Espíritu. Nicodemo pregunta al Señor: «¿Acaso un viejo puede renacer?». Ahora bien, el renacimiento se nos da en el Bautismo, pero nosotros debemos crecer continuamente en él, debemos dejarnos sumergir siempre de nuevo en su promesa, para renacer verdaderamente en la grande y nueva familia de Dios, que es más fuerte que todas las debilidades y que todas las potencias negativas que nos amenazan. Por eso, este es un día de gran acción de gracias.
El día en que fui bautizado, como he dicho, era Sábado Santo. Entonces se acostumbraba todavía anticipar la Vigilia pascual en la mañana, a la que seguiría aún la oscuridad del Sábado Santo, sin el Aleluya. Me parece que esta singular paradoja, esta singular anticipación de la luz en un día oscuro, puede ser en cierto sentido una imagen de la historia de nuestros días. Por un lado, aún está el silencio de Dios y su ausencia, pero en la Resurrección de Cristo ya está la anticipación del «sí» de Dios; y por esta anticipación nosotros vivimos y, a través del silencio de Dios, escuchamos su palabra; y a través de la oscuridad de su ausencia vislumbramos su luz. La anticipación de la Resurrección en medio de una historia que se desarrolla es la fuerza que nos indica el camino y que nos ayuda a seguir adelante.
Damos gracias a Dios porque nos ha dado esta luz y le pedimos que esa luz permanezca siempre. Y en este día tengo motivo para darle las gracias a él y a todos los que siempre me han hecho percibir la presencia del Señor, que me han acompañado para que no perdiera la luz.
Me encuentro ante el último tramo del camino de mi vida y no sé lo que me espera. Pero sé que la luz de Dios existe, que él ha resucitado, que su luz es más fuerte que cualquier oscuridad; que la bondad de Dios es más fuerte que todo mal de este mundo. Y esto me ayuda a avanzar con seguridad. Esto nos ayuda a nosotros a seguir adelante, y en esta hora doy las gracias de corazón a todos los que continuamente me hacen percibir el «sí» de Dios a través de su fe.
Al final, cardenal decano, le agradezco sus palabras de amistad fraterna, y su colaboración en todos estos años. Y expreso mi profundo agradecimiento a todos los colaboradores de los treinta años que he vivido en Roma, que me han ayudado a llevar el peso de mi responsabilidad. Gracias. Amén. 


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL VII CONGRESO MUNDIAL
DE PASTORAL DEL TURISMO
[Cancún, México 23-27 de Abril de 2012]

A los Venerados Hermanos,
Señor Cardenal Antonio Maria Vegliò,
Presidente del Pontificio Consejo para la Pastoral
de los Emigrantes e Itinerantes,
y Mons. Pedro Pablo Elizondo Cárdenas, L.C.,
Obispo Prelado de Cancún-Chetumal



Con ocasión del VII Congreso Mundial de Pastoral del Turismo, que se celebrará en Cancún (México), del 23 al 27 de abril, deseo dirigiros mi cordial saludo, que hago extensivo a los venerados Hermanos en el Episcopado y a los participantes en esta importante reunión. Al comienzo de estas jornadas de reflexión sobre la labor pastoral que la Iglesia lleva a cabo en el ámbito del turismo, quiero hacer llegar a los congresistas mi cercanía espiritual, así como mi saludo deferente a las autoridades civiles y a los representantes de organizaciones internacionales que han querido estar presentes en este evento.
El turismo es ciertamente un fenómeno característico de nuestra época, tanto por las significativas dimensiones que ha alcanzado como por las perspectivas de crecimiento que se prevén. Al igual que toda realidad humana, debe ser iluminado y transformado por la Palabra de Dios. Desde esta convicción, la Iglesia, con su solicitud pastoral, y siendo consciente del importante influjo que este fenómeno tiene sobre el ser humano, lo acompaña desde sus primeros pasos, alienta y promueve sus potencialidades, al mismo tiempo que señala y trabaja por corregir sus riesgos y desviaciones.
El turismo, junto con las vacaciones y el tiempo libre, aparece como un espacio privilegiado para la restauración física y espiritual, posibilita el encuentro de quienes pertenecen a culturas diversas, y es ocasión de acercamiento a la naturaleza, favoreciendo por todo ello la escucha y la contemplación, la tolerancia y la paz, el diálogo y la armonía en medio de la diversidad.
El viaje es manifestación de nuestro ser homo viator, al mismo tiempo que refleja ese otro itinerario, más profundo y significativo, que estamos llamados a recorrer: el que nos conduce al encuentro con Dios. La posibilidad que nos brindan los viajes de admirar la belleza de los pueblos, de las culturas y de la naturaleza, nos puede conducir a Dios, favoreciendo la experiencia de fe, «pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se llega por analogía a contemplar a su creador» (Sb 13,5). Por otra parte el turismo, como toda realidad humana, no está exento de peligros ni elementos negativos. Se trata de males que hay que afrontar urgentemente, ya que conculcan los derechos y la dignidad de millones de hombres y mujeres, especialmente de los pobres, los menores y los discapacitados. El turismo sexual es una de las formas más abyectas de estas desviaciones que devastan, desde el punto de vista moral, psicológico y sanitario, la vida de las personas, de tantas familias y, a veces, de comunidades enteras. La trata de seres humanos por motivos sexuales o para trasplantes de órganos, así como la explotación de menores, su abandono en manos de personas sin escrúpulos, el abuso, la tortura, se producen tristemente en muchos contextos turísticos. Todo esto ha de inducir a aquellos que se dedican pastoralmente o por motivos de trabajo al mundo del turismo, y a toda la comunidad internacional, a aumentar la vigilancia, a prevenir y contrastar estas aberraciones.
En la encíclica Caritas in veritate quise enmarcar el fenómeno del turismo internacional en el contexto del desarrollo humano integral. «Hay que pensar, pues, en un turismo distinto, capaz de promover un verdadero conocimiento recíproco, que nada quite al descanso y a la sana diversión» (n. 61). Os invito a que vuestro Congreso, reunido precisamente bajo el lema, El turismo que marca la diferencia, colabore a desplegar esa pastoral que nos conduzca paulatinamente hacia este «turismo distinto».
Deseo destacar tres ámbitos en los que la pastoral del turismo debe centrar su atención. En primer lugar, iluminar este fenómeno con la doctrina social de la Iglesia, promoviendo una cultura del turismo ético y responsable, de modo que llegue a ser respetuoso con la dignidad de las personas y de los pueblos, accesible a todos, justo, sostenible y ecológico. El disfrute del tiempo libre y las vacaciones periódicas son una oportunidad, así como un derecho. La Iglesia desea seguir ofreciendo su sincera colaboración, desde el ámbito que le es propio, para hacer que este derecho sea una realidad para todos los seres humanos, especialmente para los colectivos más desfavorecidos.
En segundo lugar, la acción pastoral nunca debe olvidar la via pulchritudinis, la «vía de la belleza». Muchas de las manifestaciones del patrimonio histórico-cultural religioso «son auténticos caminos hacia Dios, la Belleza suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que expresan la fe» (Audiencia general, 31 agosto 2011). Es importante cuidar la acogida y organizar las visitas turísticas siempre desde el respeto al lugar sagrado y a la función litúrgica para la que nacieron muchas de estas obras y que sigue siendo su destino primordial.
Y, en tercer lugar, la pastoral del turismo ha de acompañar a los cristianos en el disfrute de sus vacaciones y tiempo libre, de modo que sean de provecho para su crecimiento humano y espiritual. Éste es ciertamente «un tiempo oportuno para que el cuerpo se relaje y también para alimentar el espíritu con tiempos más largos de oración y de meditación, para crecer en la relación personal con Cristo y conformarse cada vez más a sus enseñanzas» (Ángelus, 15 julio 2007).
La nueva evangelización, a la que todos estamos convocados, nos exige tener presente y aprovechar las numerosas ocasiones que el fenómeno del turismo nos ofrece para presentar a Cristo como respuesta suprema a los interrogantes del hombre de hoy.
Exhorto pues a que la pastoral del turismo forme parte, con pleno derecho, de la pastoral orgánica y ordinaria de la Iglesia, de modo que coordinando los proyectos y esfuerzos, respondamos con mayor fidelidad al mandato misionero del Señor.
Con estos sentimientos, confío los frutos de este Congreso a la poderosa intercesión de María Santísima, Nuestra Señora de Guadalupe y, como prenda de abundantes favores divinos, imparto complacido a todos los congresistas la implorada Bendición Apostólica.
Vaticano, 18 de Abril de 2012
BENEDICTUS PP. XVI

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